—Es imposible —insistió su padre mientras daba vueltas con una cucharilla al líquido turbio que se hacía pasar por café en su taza—. No has debido de acotar bien los límites del sueño y has permitido que tu subconsciente se colara dentro.
Ismael negó con la cabeza.
—Los acoté a la perfección —replicó. ¿Por quién lo tomaba? Mantener a raya el subconsciente del soñador era una de las primeras cosas que se aprendían en la artesanía onírica. ¿Qué sentido tenía programar un sueño si dejabas que el cliente pudiera destrozarlo con su imaginación en cualquier momento?—. Cambió por sí mismo. Y no fue solo un elemento, no fue solo esa mariposa. De pronto amaneció, aunque la pauta temporal estaba fija en tiempo crepúsculo, ¿vale? Y esa chica… —Tomó aliento antes de continuar—: Esa chica salió de la nada. —No le habló de lo que había sentido al verla. ¿Cómo explicarle que se había obsesionado por alguien visto en sueños? Alguien que cabía la posibilidad de que ni siquiera fuera real—. Algo alteró el programa a medio sueño, algo que no tiene nada que ver conmigo. Y no sé cómo diablos lo hizo.
—Revisa el proceso desde el principio y encontrarás el fallo —le aconsejó su padre.
—Lo he revisado tres veces —respondió él.
—Hazlo cuatro. —Dio otro corto trago al café y dejó la taza en el fregadero. Ismael no pudo dejar de advertir que las manos le temblaban—. Tengo que marcharme. No es buena idea hacerlos esperar.
Su padre llevaba semanas sin salir de casa, sumido en la búsqueda desesperada de su madre a través de los sueños, pero ahora no le había quedado más remedio que ponerse en marcha. No por propia iniciativa, desde luego. Una llamada del Departamento de Seguridad había obrado el milagro de sacarlo de la cama. Al parecer, habían encontrado un cadáver y sospechaban que se trataba de un hombre que había muerto por algún tipo de contaminación onírica, por lo que habían llamado a su padre para que los asesorara. Su fama todavía perduraba en ciertas esferas, a pesar de llevar años apartado de primera línea. Ismael celebraba que también le quedara el suficiente sentido común como para no negarse a un requerimiento del Departamento de Seguridad. Ya tenían bastantes problemas como para buscarse conflictos con ellos.
Verlo en marcha no sirvió para animarlo, más bien al contrario: aquel hombre en poco se parecía al que tenía en su recuerdo. Hasta parecía menos real, como si la pena y el dolor, de algún modo, lo hubieran consumido y hecho perder consistencia, como si estuviera dejando partes de sí mismo en los sueños con los que se torturaba.
Ismael recordó a la joven morena y se estremeció.
El anciano había pasado nada más abrir la relojería a recoger el sueño.
Por supuesto, no había corrido el riesgo de venderle el que había elaborado en primer lugar. Había programado otro con elementos similares al primero, sin repetir ninguno de los que había usado antes. Y aun así sometió el nuevo montaje a varias pruebas antes de darle el visto bueno. En ellas todo funcionó como debía: la playa, el crepúsculo, su madre junto a él… Hasta se había forzado a volver a hablar con ella, temeroso de que hubiera sido eso lo que había desatado la cadena de fallos (y a la vez deseaba que estos se produjeran; deseaba ver a aquella muchacha una vez más). Tras comprobar que todo estaba en orden, había sujetado entre los dedos la cánula que contenía el primer sueño y la había observado con atención, con los ojos entornados, como si así, a simple vista, fuera a poder distinguir los comandos y patrones que configuraban el sueño que aguardaba en su interior. ¿Estaría ella allí dentro? Codificada, tal vez, como una larga cadena de instrucciones dispuesta a interaccionar con su cerebro para reconstruirla y darle otra vez vida y forma en la falsa realidad del sueño.
Recordó el beso. El instante perfecto en que aquellos labios se unieron a los suyos. Al rememorarlo quedó, de nuevo, sin aliento. El sueño había terminado justo ahí y él se había encontrado de regreso a una realidad que nunca antes le había parecido tan marchita.
Estaba deseando insertar otra vez aquella cápsula en la diadema de prueba. Y aun así retrasaba el momento, primero por miedo a que el sueño no discurriera por los mismos cauces, con todo lo que eso implicaba (no volver a verla, no poder besarla). Pero el motivo principal que lo llevaba a refrenarse, lo que de verdad lo aterraba, era que esa necesidad tremenda de encontrarla era demasiado semejante a la que empujaba a su padre a buscar a su madre en sueños.
Este contemplaba el rostro demacrado que lo observaba desde el espejo de la entrada. Se palpó la cara como si a él también lo sorprendiera el extraño que se asomaba a sus rasgos. Negó con la cabeza, espantando quizá algún pensamiento incómodo, y enfiló hacia la puerta.
—Volveré en cuanto pueda —dijo, antes de salir. Ni siquiera su voz se parecía a la del pasado. Era una voz mustia, casi muerta.
Ismael se quedó, por primera vez en mucho tiempo, solo en la casa. El sonido de los relojes pobló todos los rincones, se hizo hueco en los espacios vacíos y él se encontró echando de menos de forma terrible a su madre. Se metió las manos en los bolsillos y pasó a la relojería. El local estaba abierto, pero, a excepción del anciano, nadie había entrado en lo que llevaba de día. Era lo normal. En otros tiempos, el gotear de gente en busca de sueños era constante, pero tras la muerte de su madre las cosas habían cambiado. Su padre todavía no le permitía programar sueños complejos sin su supervisión y eso había hecho más mella, si cabía, en el negocio.
Suspiró, cerró la tienda, a pesar de estar lejos de la hora habitual, y se acercó, despacio, hacia el taller. Notaba una pesadez exagerada en la mente; apenas podía hilvanar pensamientos lúcidos. Se preguntó cuándo había sido la última vez que había dormido. Hacía más de cuarenta y ocho horas, creyó recordar, si descontaba el sueño de la muchacha morena y las probaturas realizadas con el del anciano. No era suficiente, sobre todo porque esos sueños habían sido sueños activos, no programados para facilitarle reposo. Lo aconsejable, según el Departamento de Descanso y Bienestar, era dormir al menos una hora al día, cosa que él tenía cierta tendencia a pasar por alto. Dormir era una pérdida de tiempo, lo exasperaba hacerlo. Le costaba concebir que, antes de la revolución onírica, la humanidad malgastara tantas horas al día haciéndolo. Le parecía una locura, un sinsentido.
Ismael estaba convencido de que llegaría el día en que la humanidad entera prescindiría de dormir, el día en que, como pregonó uno de los primeros artículos en recoger la aparición de la tecnología onírica, la cama se vería relegada a menesteres más placenteros y agitados que el simple dormitar. Todavía había reticentes a dar el salto, eso era cierto; eran muchos los que se resistían a abandonar el sueño tradicional para pasarse al programado. Pero era un hecho incontestable que la revolución onírica no se podía detener. Ya había treinta nodos repartidos por Europa que daban cobertura y conexión a más de cien millones de usuarios, y hasta se comenzaba a hablar de construir los primeros nodos en lo que quedaba de Asia y Norteamérica.
Ismael se dejó caer en la silla. Para conectarse a la nube no necesitaba de su diadema, era suficiente con los diminutos ingenios que habitaban en su cerebro, los nanoreceptores de onda corta o, como se los conocía de forma vulgar: nanonitos. Se los habían inyectado en la torre del Departamento de Descanso y Bienestar al poco de cumplir cinco años, la edad que se estimaba segura para dar el salto del sueño natural al inducido. El muchacho les dio mentalmente la orden de entrar en la red. Al instante lanzaron una señal al repetidor más cercano y, de ahí, sin solución de continuidad, saltaron al nodo principal, la puerta de entrada a la nube onírica. El nodo registró sus ondas cerebrales, escaneó su estado físico, ensambló el sueño más adecuado para él y acto seguido lo vertió en su cerebro.
Fue un sueño anodino, sin la chispa de magia y vitalidad con la que los artesanos oníricos dotaban a sus creaciones; los sueños que programaban los ingenios de Descanso y Bienestar eran simples obras terapéuticas que buscaban optimizar el descanso del sujeto. En el que la nube preparó en su honor, se vio a sí mismo discutiendo a voz en grito con su padre. Lo hacían en lo alto de una plataforma rocosa, sentados a una mesa idéntica a la que tenían en la cocina. A su alrededor, el mundo se hacía pedazos, un terremoto salvaje hacía retumbar la tierra; por doquier se veían grietas y fumarolas de humo negro, volcanes en erupción y criaturas de alas membranosas que volaban entre nubes de tormenta. Una luna enorme, de un color rojo sangriento, flotaba en las alturas y hasta ella parecía a un instante de desprenderse del cielo. A medio sueño, tanto la discusión con su padre como el escenario fueron sosegándose, la violencia dejó paso a la calma, un cielo azul sustituyó a la tormenta y un plácido sol, a la luna ensangrentada; la tierra cesó de temblar y los monstruos desaparecieron. Era un sueño burdo, ofensivo hasta cierto punto por el modo en que simplificaba la situación e intentaba manipularlo. Pero era efectivo, de eso no quedaba ninguna duda. Ismael despertó una hora después, descansado y repuesto, sin el menor rastro de agotamiento en su mente.
Entrecerró los ojos y prestó atención a la cápsula que contenía el sueño de la joven morena. Había llegado el momento.
Respiró hondo y se colocó la diadema de pruebas. No descargó el sueño en ella. Lo que hizo en cambio fue analizar hasta la última secuencia del programa que había escrito para darle forma. Ya lo había hecho, por supuesto, pero decidió seguir el consejo de su padre y revisarlo por cuarta vez. Y, como en las ocasiones precedentes, no encontró nada anormal. Todo estaba correcto, como ya sabía. Pasó entonces a consultar el listado de elementos que había extraído de su copia ilegal de la biblioteca de Descanso y Bienestar. Sabía muy bien por dónde comenzar a indagar. Trajo a primer plano todos los elementos «nube» que había usado en el sueño y los previsualizó en pantalla. No le costó trabajo encontrar la nube que andaba buscando: una con forma de mariposa. El fichero llevaba por nombre 67676701.diogenes. Lo editó en pantalla y durante unos minutos se dedicó a estudiar el código. Tampoco había nada en él que llamara la atención, nada que presagiara una posible mutación a mitad de sueño. ¿Podía su corazonada estar equivocada? Quizá no era más que una coincidencia que la nube tuviera forma de mariposa y que precisamente un insecto de ese tipo hubiera sido el primer indicio de que algo iba mal.
Aun así, decidió comprobarlo. Escribió un nuevo sueño, el más sencillo que había escrito en toda su vida: un escenario vacío que solo iba a contener un elemento, la nube 67676701.diogenes. Apenas le costó unos minutos ensamblar el código y depurarlo. Sujetó la cápsula de memoria entre el índice y el pulgar y la observó con ojo clínico.
—¿Estás ahí? —preguntó, y se sintió estúpido al instante. Suspiró, se reclinó en el asiento e introdujo la cánula en el puerto.
Como de costumbre, se quedó dormido al momento.
El escenario vacío que se abrió ante sus ojos resultaba impresionante. No había nada, ni siquiera color: era una interminable extensión de ausencia que parecía abarcar la creación entera. Él estaba en el centro de aquel desierto. No estaba solo: en lo alto flotaba una única nube blanca, una nube con forma de mariposa que se deslizaba veloz, muy veloz, hacia el este. Durante largo rato contempló como se alejaba, a la espera de que algo ocurriera. Pero nada sucedió. La nube no varió ni de forma ni de dirección, siguió el rumbo marcado en su configuración hasta desvanecerse fuera del horizonte del sueño. Ismael suspiró, defraudado. La nube 67676701 no tenía nada de especial, no era más que un elemento de atrezo, una pieza decorativa que, sin el resto del escenario a su alrededor, resultaba aún más anodina. Se había equivocado. Cuando se disponía a salir del sueño, una súbita corazonada lo hizo detenerse. Algo estaba a punto de ocurrir. Miró alrededor, despacio. En el sueño contenía la respiración; en la realidad, jadeaba expectante.
Un rumor comenzó a extenderse en el vacío, un rumor que se hacía cada vez más fuerte. Era una suerte de golpeteo constante, de palmadas dadas con una suavidad prodigiosa.
De la línea del horizonte escapó una pequeña mariposa azul, justo en el mismo punto donde la nube había dejado de verse. El sonido aumentó de grado, se convirtió en un verdadero estruendo. Aquel insecto era demasiado pequeño como para provocarlo. Lo comprendió todo cuando, tras esa primera mariposa, llegaron las demás: cientos de ellas, miles. El sueño vacío se llenó con el fragor de un sinfín de alas, con el estrépito repetido hasta el infinito del vuelo de las mariposas.
Era un surtidor de color, una locura cromática que desbordaba sus sentidos.
Era imposible.
Las mariposas revoloteaban por doquier, el mundo rebosaba con el sonido frenético de sus alas, con los colores abigarrados con que se vestían. Formaban un cortinaje vivo que saturaba los sentidos y le hacía querer gritar de euforia. Las mariposas eran sus heraldos, las mariposas traían a la chica morena con ellas. De pronto, abandonaron su danza, se agruparon todas en una gran nube y echaron a volar al unísono en la misma dirección: hacia él. A medida que se aproximaban, se iban fusionando unas con otras, como piezas de un puzle delirante cuya forma no tardó mucho en distinguirse: la de una figura humana. Era ella, por supuesto; la joven se acercaba caminando sobre el vacío, con la misma naturalidad con la que lo había hecho sobre el mar en el sueño anterior. Las mariposas que le daban forma comenzaron a fundirse entre ellas, sus límites desaparecieron para convertirse en carne, ropa, belleza. Hasta que solo quedó una distinguible: una mariposa plateada que dejó de ser un insecto para convertirse en colgante.
Y de nuevo la tuvo ante él. Aquel milagro de carne y sueño quedó otra vez al alcance de su mano.
La observó con avidez, en un intento de no perderse el menor detalle. La media melena negra que resaltaba contra la palidez de su piel; los ojos enormes, de un penetrante color oscuro; sus curvas rotundas, desasosegantes… Ismael sintió que se asfixiaba. Si no apartaba la vista de ella, moriría. Pero no podía dejar de mirarla.
—Sálvame —dijo la chica morena de pronto, del mismo modo y con el mismo tono de su primer encuentro. Eso no había variado—. Por favor, por todo lo que quieras, por todo lo que ames… —Eran las mismas palabras—. No me dejes aquí, no me dejes en esta oscuridad. Sálvame.
«Ahora viene el beso», se dijo Ismael, y dio un paso atrás justo cuando ella lo daba hacia delante. En el primer sueño, ese contacto físico lo había alterado tanto que el sistema de emergencia de la diadema lo había despertado de inmediato. No quería correr el riesgo de que eso sucediera otra vez.
—No —dijo. Hizo ademán de tocarla, pero se contuvo. Eso sería igual de nefasto que besarla—. Si me besas, despertaré. Y si despierto no sabré cómo ayudarte. ¿Quién eres? —preguntó. Se corrigió al instante—: ¿Eres real? ¿Existes de verdad?
—Soy… —comenzó—. Soy… —Miró a su alrededor, con los ojos entornados. Parecía aturdida—. Es un sueño estanco —murmuró—. No hay salida ni enlace con el exterior. No puedo llegar hasta el otro lado. —Negó con la cabeza y pestañeó varias veces—. ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto?
—Estás en un sueño artesanal —le explicó—. No hay puntos de contacto con la nube. Te he… te he descargado desde una copia pirata de la biblioteca de Descanso y Bienestar.
—Entonces puede que ya sea tarde. Quizá esté muerta y todo esto no tenga ningún sentido. —Apretó los puños—. No, no, no puedo pensar eso. Sigo viva, tengo que seguir viva. —Abrió los ojos de par en par y le dedicó una mirada repleta, a un mismo tiempo, de rabia y súplica—. Mandé mensajes… muchos mensajes… mensajes de auxilio. —Lo miró desesperada—. ¡Tienes que ayudarme! —le pidió—. Me busca. Está buscándome. Y me matará cuando me encuentre. ¡Sálvame!
—¿Quién quiere matarte?
—La sombra. ¡El monstruo! Lo que mora en las pesadillas, lo que arranca gritos a los niños que aún no han nacido.
—¿Dónde estás? —preguntó Ismael—. ¿Dónde puedo encontrarte? ¡Dime qué puedo hacer para ayudarte!
—Búscame en la oscuridad —contestó, y se volvió a medias para señalar la interminable extensión de nada que se encontraba a su izquierda—. En la oscuridad terrible. En la oscuridad perversa.
A medida que hablaba, la porción inmensa de sueño a la que estaba señalando comenzó a cambiar. El vacío se hizo pedazos. En él brotó un muro negro, una pared brillante y siniestra que más que construida en piedra parecía hecha de algún tipo de tejido vivo. Más allá surgió una muralla del mismo material. Y entre esta y el muro, varias torres también negras, tan retorcidas que solo podían existir en un mundo en que las leyes de la física hubieran quedado en suspenso. Así, poco a poco, un castillo fue formándose ante él, una fortaleza aberrante que parecía surgida de un macabro cuento de hadas. A intervalos regulares en la muralla y en lo alto de cada torre ondeaba una bandera roja en cuyo centro se podía ver un curioso símbolo, una equis con un círculo en el centro y dos puntos sobre las aspas superiores.
Ismael retrocedió un paso. Era imposible. Ese castillo, las mariposas, la propia muchacha… Era imposible que todo eso hubiera estado contenido en aquella nube. Del centro de aquella construcción de murallas y torres erizadas emergió una nueva estructura: un minarete colosal que se elevó piso a piso con la energía de un gigante que se despereza tras un largo sueño. Fue entonces cuando Ismael se dio cuenta de que la muchacha no estaba ya junto a él. Alzó la vista: la cúpula del minarete seguía elevándose hacia el cielo vacío y allí estaba ella. No podía verla, pero lo sabía. La princesa prisionera.
—Sálvame —oyó, y había tal angustia, tal urgencia, en aquella palabra, que sintió que las fuerzas le faltaban. Cayó de rodillas.
Mientras miraba, impotente, una nueva dificultad se añadió a aquel escenario: un foso comenzó a abrirse alrededor de la fortaleza negra, una grieta descomunal que se fue dibujando en el terreno vacío en un silencio portentoso, con aire de mueca perversa. Ante el gigantesco portón del muro del castillo se desprendió un puente levadizo que salvó aquel abismo con un golpe seco. ¿Sería una invitación para que se adentrara en aquel lugar? Lo dudaba. En el centro del puente comenzó a forjarse una nueva figura. Primero fue un borrón de oscuridad, un desgarro en el vacío. Luego comenzó a definirse.
Y la sombra se convirtió en un dragón, un dragón rojo tan enorme que necesitaría doblar su espinazo todo lo que le daba de sí para atravesar la arcada que conducía al castillo. Sus alas eran del mismo negro de los muros de la fortaleza, sus ojos fulguraban, fijos en él. Lo retaba a acercarse, lo retaba a dar un paso en su dirección. Pero ¿cómo podía él enfrentarse a semejante monstruo? Ismael parpadeó y, en el tiempo en que tuvo los ojos cerrados, el engendro cambió. Dejó de ser un dragón para convertirse en un gigante de rostro cadavérico. Empuñaba un hacha en las manos, llevaba una capa negra y una ristra de cabezas humanas alrededor de la cintura. Y aquella cosa volvió a cambiar: se convirtió en un monstruo tentacular, una masa negra informe, retorcida, y en cada extremo de cada pseudópodo había una boca que se reía de él con la voz de su madre.
—Tic, tac, tic, tac —decía—. Tic, tac, tic, tac… El ejército invisible te protege, niño. Aquí no tienes nada que temer mientras ellos velen por ti. Da un paso al frente, da un paso al frente y sorberé el tuétano de tus huesos y la gelatina de tus ojos.
El corazón de Ismael se desató en su pecho. El pulso se le disparó. Hasta alcanzó a oír, lejano, el sonido de la alarma de la diadema advirtiéndole de que estaba a punto de sacarlo del sueño. Lo último que oyó antes de que eso sucediera fue la voz de ella, suplicante, que de nuevo lo destrozaba:
—Sálvame del monstruo —rogaba—. Por favor. Sálvame del monstruo.