El biplaza dio un exagerado bandazo hacia la izquierda y otro igual de brusco hacia la derecha antes de conseguir alzarse de la plataforma de anclaje de la torre del Departamento de Seguridad. Durante unos momentos, el aparato pareció indeciso entre terminar de remontar el vuelo o caer en picado sobre la calle aérea que tenía debajo. Por suerte para sus dos ocupantes, finalmente se decantó por la primera opción. Edgar, aferrándose con todas sus fuerzas al cinturón de seguridad, vio como la plataforma acristalada y la gente que iba y venía por ella se alejaban de su vista. El aeromóvil puso rumbo al este entre los túneles de transporte y los puentes que comunicaban entre sí las doscientas torres de la ciudad. El vehículo daba tales sacudidas que a Edgar no lo habría sorprendido que se deshiciera en pleno vuelo.
—Si vas a vomitar, tienes una bolsa en la guantera —masculló el teniente Mejía a su lado, un hombre delgado y pálido. Tenía unos ojos minúsculos, demasiado pequeños para su cara, lo que le otorgaba un perpetuo aire suspicaz—. Pero procura no salpicar, por favor, acaban de limpiar la tapicería.
Edgar replicó con un gruñido.
No era un buen día. Nunca lo eran, bien lo sabía él. No recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido un buen día. Su mal humor era algo congénito, tan inherente a su persona como los ojos castaños, el pelo moreno o la acidez de estómago. Aquella salida le daba mala espina. Lo único que le habían adelantado era que había un cadáver de por medio. Y que iban a necesitar equipos antirradiación.
Mejía, a los mandos del biplaza, siguió pilotando entre los cortinajes de lluvia sucia, tan espesos que a veces costaba distinguir los túneles y pasajes de las torres, a pesar de las señales luminosas de estos y las luces encendidas del vehículo. Edgar apoyó la cabeza contra el cristal de la carlinga y se dejó mecer por la vibración del mismo. Amanecía en la ciudad, un amanecer grasiento y encharcado, un amanecer correoso que se vertía por las fachadas de las torres como si fuera fango. El aeromóvil, tras el enésimo bandazo, comenzó a descender entre agua turbia y bancadas de niebla. Los niveles inferiores de la ciudad pronto quedaron a la vista. Fue como asomarse de pronto a un mundo diferente por completo del que venían, casi terreno alienígena en comparación. En las alturas todo estaba ordenado al milímetro; allí abajo, en cambio, todo era caos. En las calles se hacinaban más de un millón de personas; los más afortunados habitaban los pisos bajos de las torres, pero a la mayor parte de ellos no le quedaba más remedio que vivir en el descomunal campo de refugiados que se esparcía por las carreteras y las aceras, un colorido circo de pabellones y tiendas de campaña que tomaba lo que en otro tiempo había sido territorio de viandantes y vehículos terrestres.
El biplaza dejó atrás la última línea de edificios y se acercó, ya decelerando, al cinturón industrial que rodeaba la ciudad. Las fábricas eran estructuras sombrías de aspecto irreal que compartían espacio con invernaderos y grandiosos molinos de viento. Entre ellos resaltaba una de las estaciones repetidoras que traían la nube onírica hasta la ciudad: una alta estructura metálica, con un aspecto a medio camino entre las antiguas plataformas petrolíferas y la legendaria torre Eiffel de París; había otras tres torres como aquella en la periferia de la ciudad y una cuarta en construcción en la zona oeste para intentar cubrir las necesidades de una población cada vez más conectada a la red de sueños. Al poco tiempo de dejarla atrás, el contador Geiger de muñeca de Edgar se iluminó. El de Mejía también lo hizo, por supuesto, y el hombrecillo le dedicó una mirada lúgubre, como si aquel pequeño dispositivo estuviera anunciando su inminente muerte. Los datos en pantalla indicaban que la radiación iba en aumento, aunque todavía se mantenía en niveles tolerables, nada que no pudiera compensar el aislante del vehículo y de sus propias ropas. Nada que ver con lo que se podía encontrar más allá. El Departamento de Recuperación del Espacio se desvivía con las nuevas técnicas de descontaminación, pero aun así se tardarían décadas, siglos quizá, en revertir a la situación anterior a la guerra.
Esta había puesto a la humanidad ante el abismo y solo un repentino rapto de cordura y sentido común había conseguido evitar que todo saltara por los aires. Edgar Salomon había nacido el mismo día en que Occidente declaró la guerra a Oriente, había sido un niño profético, un niño marcado por la guerra desde su primer llanto. Su infancia, como la de tantos otros, había estado acompañada por el sonido de las alarmas antiaéreas, el continuo ir y venir de tropas y los resplandores de las explosiones. Al menos ambos bandos habían respetado los tratados y no habían bombardeado núcleos importantes de población. No quería ni imaginar qué habría sucedido si una bomba sucia hubiera caído en una de las grandes ciudades.
El vertedero que era el destino de su viaje apareció ante sus ojos tras sobrevolar una fábrica con aspecto de nave espacial venida a menos, rodeada por un lago de escoria en llamas. Las montañas de basura y escombros salieron a su encuentro, sombras informes entre fumarolas de humo y fogatas a medio consumir. A Edgar aquel lugar siempre le hacía pensar en un gran cementerio donde iban a morir criaturas portentosas, engendros gigantescos hechos de chatarra y basura que dejaban sus cadáveres diseminados por todo el lugar. En la linde del basurero se podía ver el brillo de dos reflectores y a varias siluetas que deambulaban alrededor. Hacia allí se dirigió Mejía, mientras miraba con creciente aprensión su contador Geiger. Aun así, el aterrizaje fue perfecto, de una suavidad sorprendente, como si el biplaza, conocedor de su fragilidad, estuviera deseando regresar a terreno firme.
Dos personas se aproximaron al vehículo una vez que este tomó tierra; sus uniformes los identificaban como agentes del Departamento de Seguridad. Uno de ellos, un hombre desgarbado de una altura considerable, se adelantó para recibirlos cuando salieron del biplaza mientras su compañera, una mujer baja y oronda, quedaba más retrasada.
—Teniente Mejía, teniente Salomon —los saludó el recién llegado. Llevaba el rostro cubierto por una máscara facial idéntica a la que ellos estaban colocándose en ese mismo momento, sin el menor rastro de rasgos y transparente a la altura de los ojos. El olor a plástico y a electricidad de esa cosa era sofocante—. Soy el agente Estrada, nos conocimos en el seminario de drogodependencia onírica, aunque es difícil reconocerme con esta dichosa máscara puesta… —Señaló de manera equívoca. Edgar lo había reconocido nada más verlo, era imposible no hacerlo: aquellas extremidades largas y desmadejadas eran demasiado llamativas como para olvidarlas. Mejía hasta había bromeado apodándolo Agente Jirafa—. Lamento lo intempestivo de la llamada, pero esto ha resultado ser más importante de lo que creíamos en un principio. Si hacen el favor de acompañarnos, la agente Mara y yo los pondremos al corriente de la situación.
Edgar se abrochó hasta arriba la cremallera de su anorak, intentando dejar la menor cantidad de piel expuesta al aire emponzoñado del vertedero. La radiación amenazaba con superar ya los límites de lo aconsejable. Tenía bastante claro que nada iba a librarlo de un desagradable baño purificador una vez que regresaran a la central y eso contribuyó a empeorar su humor. Odiaba la descontaminación. Era rara la vez que no le producía dolor de cabeza.
Los agentes los guiaron por un abrupto sendero que discurría entre estructuras tubulares. Por el calor que emitían aquellos artefactos, Edgar comprendió que se trataba de quemadores de residuos; a las aberturas de cada uno de ellos llegaba una cadena de transporte, todas detenidas en aquel momento. La temperatura pronto se hizo tan sofocante entre aquellos hornos que notó cómo el sudor le adhería todavía más la máscara protectora al rostro.
—Recibimos el aviso hace apenas dos horas —les explicó la agente Mara—. Estaban quemando deshechos en una incineradora cuando algo llamó su atención en la cadena de arrastre.
—Una mano sobresalía de un contenedor —añadió el agente Estrada mientras señalaba el horno hacia el que se aproximaban. Los reflectores estaban instalados junto a este, bañando la zona con una intensa luz blanca que daba al lugar el aspecto de un escenario teatral iluminado por focos—. El contenedor estaba sellado, pero cuando la grúa lo dejó sobre la cadena el precinto de seguridad saltó y con el traqueteo se abrió la tapa. Al parecer, pasa a menudo. Lo vieron por casualidad y detuvieron la cadena al momento.
Había cinco operarios del vertedero junto al contenedor y el horno, todos con los monos del Departamento de Recuperación del Espacio. No pudo dejar de advertir que tres de ellos llevaban rifles de precisión al hombro y se preguntó si los rumores sobre alimañas mutantes deambulando por los basureros serían ciertos. Miró con aprensión alrededor.
El contenedor era grande, y tuvo que servirse de una de las escalerillas apoyadas en sus laterales para poder mirar dentro. El muerto, un hombre de unos cuarenta años, estaba completamente desnudo, tirado sobre un caos de botellas, probetas y matraces vacíos. Lo que más llamaba la atención era su rostro, la expresión de pánico que deformaba sus rasgos era tan aterradora que daban ganas de mirar hacia atrás para comprobar que no hubiera nada allí que estuviera provocando tal gesto. Su primera impresión fue que aquel hombre había muerto de miedo.
—Pobre desgraciado —masculló Mejía. Había trepado a la escalera colocada en el otro extremo—. Muerto, desnudo y tirado en un contenedor de deshechos. ¿Qué piensas, Salomon?
Edgar se pasó una mano por la barbilla. Por un momento, el tacto plástico de la máscara de protección lo desconcertó. Tardó unos instantes en volver a la realidad.
—No es un vagabundo ni un habitante de los barrios bajos —comenzó con voz pausada—. Este hombre no ha sufrido privación alguna, al menos en su vida reciente, se ve a la legua. Está demasiado bien alimentado. Y limpio. Mira sus uñas: esa manicura cuesta muchos ebos. —Miró a los dos agentes; uno de ellos, la mujer, había subido a la tercera escalera que se apoyaba en el contenedor—. Era alguien importante, sin duda —murmuró mientras recorría de nuevo con la vista el cuerpo desnudo. No tardó en encontrar lo que buscaba: una pequeña incisión roja en la muñeca del finado—. Ustedes saben quién es, ¿verdad? —preguntó a los agentes—. Solicitaron el análisis de la huella genética del cadáver y averiguaron que se trata de un pez gordo… Por eso tanto secretismo, por eso no nos han dado ni un maldito detalle de este asunto. —Se frotó las fosas nasales, un gesto prácticamente innato en él—. ¿Quién es el fiambre?
—Jeremías Antiloquia —contestó el Agente Jirafa.
—No me suena ese nombre.
—Un delegado del Departamento de Descanso y Bienestar —contestó la agente Mara. Era complicado saberlo a ciencia cierta, ya que la voz aparecía amortiguada por la máscara, pero Edgar creyó detectar cierta burla en su tono. La mujer le interesó al momento—. El pobre era un chupatintas, aunque fuera un chupatintas de las altas esferas. Lamento decirlo, teniente, pero se ha precipitado con sus deducciones. El secretismo de este asunto no viene impuesto por la identidad del fallecido, viene impuesto por la causa de su muerte.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Edgar, entornando los ojos. Miró de nuevo el rostro aterrado del cadáver, esos ojos abiertos, ese rictus de puro horror. Entonces supo cómo había muerto aquel desgraciado—. No —murmuró—. No puede ser…
La mujer se aupó por sí misma al contenedor y saltó dentro. A continuación, se acuclilló de manera precaria sobre los recipientes vacíos, junto al cadáver, y procedió, con clara brusquedad, a abrirle la boca.
—Me temo que sí —dijo mientras le mostraba lo que se ocultaba entre las mandíbulas de Jeremías Antiloquia—. Este hombre ha muerto de peste onírica.
Edgar soltó una maldición y retrocedió un paso. Olvidó por completo que se encontraba en lo alto de una escalera y a punto estuvo de caer de ella. Se aferró con fuerza al contenedor, sin apartar la vista del agujero terrible que estaba enseñándole la agente: buena parte de la lengua del cadáver había desaparecido, y el segmento superviviente, apenas una tercera parte, mostraba un sucio color azul amoratado. En el muñón todavía se adivinaba el rastro del mordisco con el que aquel desdichado se había mutilado a sí mismo.