En el mismo instante en que sus labios se rozaron, Anna supo que algo no iba bien. El aroma, parecido a las frambuesas, era demasiado vívido, demasiado real. Los mechones de cabello azabache que caían alrededor de su rostro acariciaban, de manera íntima, casi incómoda, una piel poco acostumbrada al contacto físico. Aquella presencia, aquel calor, todo era sobresaliente en un entorno al que ya se había acostumbrado en sus sueños habituales, un entorno que solía ser aséptico y frío, casi mecánico.
El sueño había empezado de un modo que ya le era familiar, diseñado con toda probabilidad para liberar el estrés acumulado por su próximo examen. Había soñado que se hallaba en el aula, ese horrible lugar al que la obligaban a ir dos veces por semana, en aras de lo que su madre denominaba «una educación social». Estaba rodeada de otros alumnos que acudían a examinarse, lo cual era extraño, ya que por lo general las pruebas las realizaba de manera individual con un tutor virtual, pero los sueños tendían a entremezclar situaciones y entornos por razones de economía de espacio y tiempo. Las filas de pupitres, alineadas a la perfección y repletas de adolescentes de todo tipo y tamaño, la cercaban, y reconoció en una de ellas a varios de sus compañeros habituales. Sammy, su mejor amigo, también estaba allí. Era pequeño y bajito, con la piel clara salpicada de diminutas pecas y una media sonrisa, dispuesta a convertirse en carcajada a la menor ocasión; eso sí, su habitual cabello rojizo aparecía en esta escena teñido de un desagradable tono verdoso. Y como en todos los sueños diseñados para rebajar la desazón de la vida real, aparecerían elementos asfixiantes o embarazosos, de eso podía estar segura. Anna se examinó a fondo. ¿Zapatillas de andar por casa? No, esta vez sus pies andaban cómodos en sus zapatos favoritos. ¿Iba sin camiseta, en ropa interior o desnuda? No, iba bien protegida, con un agradable vestido suelto de color melocotón que le llegaba hasta las rodillas. Casi podía oír la voz de Sammy de fondo, «el melocotón no es un color, es una fruta».
El elemento angustioso sería, por supuesto, el propio examen. En este tipo de sueño, Anna no habría estudiado suficiente, o las preguntas carecerían de sentido, o harían referencia a contenidos que no había llegado a aprender. La pantalla parpadearía, insistente, empeñada en mostrarle ecuaciones de imposible resolución, apartados a desarrollar sobre temas extraños de los que nunca había oído; o la engañaría con preguntas de apariencia fácil ante las que se quedaría en blanco. Pero en este sueño no, en este sueño el examen era justo lo esperado y Anna sonrió; a veces los sueños podían ser tan predecibles y repetitivos que las variaciones eran de agradecer. Se sentó. Junto a su pupitre había una ventana. Por ella, cómo no, se veían niños jugando, niños que se lanzaban una pelota que representaba la libertad y la diversión que a ella en esos momentos le negaban. El cielo, de un azul demasiado intenso, demasiado irreal, estaba decorado con perfectos cumulonimbos suaves y algodonosos. Hasta había una nube que, mirada de soslayo, parecía una mariposa.
En el sueño, Anna comenzó a contestar a las preguntas para las que llevaba preparándose las últimas dos semanas. Sabía que ese ejercicio la ayudaría a enfrentarse, más adelante, a la prueba real, que eliminaría cualquier rastro de preocupación o nerviosismo que pudiera afectar a su productividad. Leyó con atención la primera pregunta que aparecía en la pantalla táctil, incrustada en el propio mueble:
«¿Cuáles fueron los orígenes de la revolución onírica?».
Anna suspiró. Esta se la sabía de arriba abajo y en diagonal, pero era larga y pesada.
«Veamos», se dijo, y comenzó a marcar palabras en el teclado digital que apareció en la propia pantalla.
«La revolución onírica tiene sus orígenes en la guerra de Sistemas, ya avanzado el Segundo Periodo. El Gobierno de la Octava Fundación había desarrollado una tecnología del sueño que permitía que sus soldados no tuvieran que dormir. Utilizando una versión muy arcaica de lo que hoy conocemos como Oniro-Max, se les inyectaban nanobots que ayudaban al cerebro a obtener en apenas diez minutos el mismo reposo que antiguamente nos concedía una noche entera de descanso. Aunque al principio estos soldados parecían responder muy bien a este tipo de tratamiento, pronto comenzaron a exhibir un comportamiento errático, producto de una extraña ansiedad que los científicos no podían explicarse. Con el tiempo, dieron con el problema: el ser humano puede llegar a no dormir, pero necesita soñar. Fue entonces cuando comenzó la auténtica revolución. Se descubrió cómo estimular las neuronas con descargas mínimas y cócteles químicos para generar sueños y, una vez conseguido eso, no se tardó demasiado en comenzar a modelarlos, a crear ejecutables capaces de hacer soñar al sujeto lo que a uno se le antojara».
Juntó las manos bajo la barbilla. Aquello era muy aburrido. Cualquier niño de secundaria conocía esa historia. Decidió hacerla más interesante:
«No obstante, todo se fue al traste con la invasión de los Pollos Intergalácticos. Estos curiosos alienígenas con forma de gallina clásica se alimentaban de violines, y acabaron con nuestros suministros en apenas un par de días. Los seres humanos fuimos obligados a construir grandes fábricas y a fabricar violines día y noche y entonces…».
Y entonces fue cuando apareció la mujer de dos cabezas.
Iba vestida con el uniforme típico de examinadora, con una falda azul plisada y una blusa blanca de cierre oriental, solo que el cuello estaba retorcido y forzado, a punto de reventar bajo la presión de su testa doble. Una de las cabezas era más pequeña que la otra y la observaba con diminutos y agudos ojillos rojos; la otra parecía distraída, adormilada, y estaba desproporcionada con relación a su cuerpo. Se bamboleaba, enorme, sobre un cuello a punto de quebrarse. «Vaya —pensó Anna—, hoy toca pesadilla».
Antes de darse cuenta, estaba corriendo. «Esto es estúpido —se dijo—, ni siquiera sé si pretende hacerme daño». Corría a grandes zancadas, enormes saltos que la hacían avanzar veloz por un larguísimo pasillo que salía del aula. Oía detrás un taconeo insistente, el sonido de zapatos altos que se acercaban, zapatos que pertenecían sin duda a la examinadora bicéfala. Aunque Anna se alejaba a gran celeridad, podía escuchar la voz de la mujer tras ella, o más bien las voces, que hablaban con una ligera desincronización. Las dos cabezas decían las mismas palabras, pero con medio segundo de diferencia, lo que producía un eco perturbador. «¡Señorita Travaglini! —gritaba, desparejada, a una sola pero desacompasada voz—, ¡vuelva aquí de inmediato!». Pero Anna seguía corriendo, durante lo que parecía un tiempo interminable, en una agónica maratón en la que el pasillo parecía estar siempre a punto de acabar, pero no llegaba a concluir nunca. El taconeo no se detenía, la perseguía con ritmos variados, a veces a punto de atraparla, a veces lejano, casi inaudible. Sabía que era un sueño, pero eso no ayudaba. Y empezaba a dudar. Tenía que serlo, una mujer de dos cabezas no podía ser real, ¿no? Sabía que tras la guerra habían surgido mutaciones, sí, pero ninguna tan extrema.
Cuando comenzaba a preguntarse en serio si aquella situación ridícula podría estar sucediendo en la vida real, se dio cuenta de que las voces eran más que familiares. «Es la voz de mamá», se dijo, turbada. Sus dos tonos, aquel que utilizaba cuando estaba enfadada: cortante, helado; y aquel otro que usaba cuando tenían visita: aterciopelado, casi de azúcar. Fue entonces cuando comenzó a sentir miedo de verdad, un miedo grave y profundo aderezado de náusea. Las zancadas se volvieron más amplias y tropezaba en ocasiones, enredada entre sus propias piernas. Para ser un sueño, resultaba bastante doloroso dar con las rodillas en el suelo de cemento. El pasillo no terminaba; cada vez se hacía menos civilizado, menos reluciente y limpio, y el firme cada vez más rugoso y áspero. Las paredes habían pasado de estar forradas de brillantes azulejos a ser poco más que hormigón armado. El camino se volvía tortuoso, y a Anna le dolía un codo de la última caída; sabía que si miraba estaría despellejado, del mismo modo que sabía que si volvía la vista atrás encontraría al monstruo que la perseguía, gritando a destiempo con aquellas voces conocidas. Se lo imaginaba corriendo tras ella, a cortos pero rápidos pasos sobre los tacones de aguja, con su conjunto de corte impecable, la cabeza gigante que chocaba al avanzar con la pequeña, las bocas que se abrían y cerraban casi a la par. «¡Señorita Travaglini, no me ha entregado su examen! ¡Señorita Travaglini, no ha recogido su habitación! Anna, ¿es que no te has mirado al espejo cuando te has vestido esta mañana?».
«Soy un caso de manual —casi rio Anna—; estoy manifestando en forma de monstruo mi relación con mi madre». Era patético, pero ella no podía dejar de correr. «Huyo de su desaprobación», pensaba, pero racionalizarlo no la ayudaba a escapar, y detenerse y enfrentarse a su perseguidora se le antojaba imposible, no era digno de consideración. Sería devorada, despedazada, el monstruo masticaría y escupiría sus huesos. No tenía que mirar de nuevo al engendro para saber que la cabeza grande tendría dientes inmensos, afilados, diseñados para triturar a hijas torpes y decepcionantes.
Justo cuando el pasillo comenzaba a lanzarle obstáculos en forma de socavones y baches bajo los pies, justo cuando sus traspiés parecían multiplicarse, vio la puerta. Era pequeña, de madera, pintada de rojo. Estaba entreabierta, parecía esperarla a un lado del pasillo, apenas a unos pasos de distancia. Sin preguntarse de dónde había salido, Anna hizo un último esfuerzo y se agarró con fuerza del delicado picaporte de bronce. Casi trastabilló de nuevo al arquear su cuerpo hacia dentro, en un desafío a las leyes de la física y a la fuerza de la gravedad. Curvó su cadera hasta límites insospechados para introducir una pierna en el umbral, tomar apoyo, saltar y hacer pasar el resto de sí misma por la puerta. Por unos instantes se sintió de plastilina, percibió como se alargaba y extendía con increíble flexibilidad hacia otro recinto, hacia cualquier lugar que la alejara de las insistentes voces que ahora gritaban de manera repetida su nombre. Por fin lo consiguió y cerró tras de sí la puerta con fuerza. Se volvió de manera abrupta y casi chocó con la chica morena.
Lo primero que pensó Anna fue que aquella desconocida era la persona más hermosa que había visto nunca. Lo cual era un pensamiento un tanto extraño, porque no había nada bello en especial en ella. Estaba demasiado pálida, hasta el punto de parecer demacrada, con ojeras debajo de unos ojos grandes y redondos de un color chocolate bastante común, algo salientes, que le conferían una apariencia constante de asombro. Su nariz era delgada, larga y atrevida, y terminaba en una punta respingona, casi de duende, demasiado protuberante para su boca, pequeña pero carnosa. La barbilla parecía alinearse con la nariz y apuntaba, puntiaguda, hacia abajo, en dirección a un cuello largo, esbelto, que se sostenía sobre un cuerpo de apariencia frágil, de hombros pequeños y cintura estrecha. La aparente delicadeza se desmontaba al llegar al pecho, generoso, y a las caderas, amplias. Una parte de Anna que se parecía un poco al monstruo de las dos cabezas susurraba «tiene las piernas demasiado cortas», pero otra, que solo podía venir de sus propias entrañas, gritaba de forma ensordecedora: «Es la persona más hermosa que he visto nunca».
La chica morena tomó a Anna de la mano. La sutileza de su contacto, la suavidad de sus dedos, la sorprendieron. «Creo que jamás he tocado algo así». Era mejor que la seda trabajada que cubría la cama de su madre, la de aquel cobertor que había costado una pequeña fortuna; mejor que la pelusa del gato de su amiga Irene. Era una de las cosas que más deseaba en el mundo, tener un gato, pero su madre no quería oír ni hablar de meter animales en casa. Mirándola bien, la chica morena tenía un deje felino, con su movimiento lánguido y sus miembros delgados. Iba vestida con una blusa ajustada que dejaba entrever su escote abundante, sobre el que se balanceaba un colgante plateado en forma de mariposa. «Ponle un cascabel y ya tienes tu gato», canturrearon las voces en su cabeza.
Pero ahora era tiempo de escapar. La chica morena tiró de Anna y la arrastró consigo. Frente a ellas, esperaba un inmenso lago de aguas verdes y viscosas, más bien un pantano. A Anna le pareció oír el croar de una rana, y grandes nenúfares se posaban, en distintos tonos de verde, sobre la superficie; inmensos sauces llorones bordeaban la orilla. Anna comprobó sorprendida que se hallaban ahora al aire libre, con un cielo grisáceo y húmedo sobre sus cabezas, rodeadas de una fina neblina que casi podía considerarse llovizna. Al final del lago, en su horizonte, se divisaba una pequeña isla, tan verde como el agua que la circundaba.
—¿Tenemos que llegar hasta allí? —preguntó, aunque ya sabía que aquello estaba escrito, que solo podían huir hacia delante.
La chica morena sonrió como toda respuesta. Anna era buena nadadora, pero aquellas aguas turbias, estancadas, amenazaban con estar infestadas de bichos. Suspirando, se quitó los zapatos, que a pesar de la maratón anterior aparecían relucientes, ilesos. Sería una lástima dejarlos allí, en la orilla; eran sus zapatos favoritos. Pensó en quitarse también el vestido, pero un extraño pudor la hizo dudar unos segundos, los justos para ver como su compañera se introducía, blusa y pantalones cortos incluidos, en el agua. Se dio la vuelta y le hizo un ademán para que la siguiera.
Una vez dentro del lago, la sensación de asco se redujo poco a poco. Anna buceaba y sus ojos resistían sin problema la exposición al agua. Apenas se veía dentro del espeso líquido verdoso, pero podía percibir la figura que se movía, ágil como una graciosa criatura anfibia, justo delante; al igual que vislumbraba, durante escasos segundos, otras formas, sinuosas y oscuras, que pasaban cerca de ambas. A veces la asustaban, pero solo tenía que acercarse más a su guía para sentirse a salvo; había algo en la chica morena que proporcionaba tranquilidad, cierto aire de poder sosegado que transmitía confianza. Y, a pesar del tamaño que parecía tener el lago visto desde el exterior, solo necesitaron unos minutos para llegar al islote. Se agarró a los salientes de piedra húmeda para subir por el barranco que conducía a tierra.
La isla era pequeña, de unos cien metros cuadrados. La tierra olía a lluvia y estaba cubierta de un fino césped que acariciaba sus pies conforme avanzaban hacia el centro del terreno. Anna se dio cuenta de que tanto ella como la otra joven se habían secado por completo, como si nunca se hubiesen sumergido en aquel líquido turbio, como si hubieran tenido tiempo de regresar a sus casas para ducharse, lavar la ropa, secarla y ponérsela de nuevo. La chica morena caminaba delante, se movía con seguridad hacia el único elemento discordante del islote, un banco de hierro forjado, pintado de blanco, compuesto de enrevesadas y atractivas formas, retorcidas entre ellas para formar el asiento y el respaldo, con dos elegantes reposabrazos en los extremos. No mostraba señales de herrumbre ni de envejecimiento, a pesar de la humedad y del agua que corría a su alrededor. Parecía un banco arquetípico, el principio de todos los bancos, un asiento impecable que estaba esperándola. La chica morena señaló hacia él. Al mover su brazo, en un gesto elegante y fluido, pequeñas mariposas crecieron de su mano y se desligaron, poco a poco, de sus dedos, para alzar el vuelo tras unos segundos de titubeo. Anna parpadeó. Era un sueño, y lo sabía, pero aún era capaz de desconcertarla.
—¿Quieres que me siente? —preguntó Anna. Su voz sonaba extraña, temblorosa, diferente.
La chica morena asintió. No parecía muy charlatana. «A lo mejor no puede hablar —pensó Anna—; a lo mejor es muda». Le demostró que se equivocaba cuando una voz relajada y afable salió de sus labios:
—¿Qué recordarás de este sueño, Anna? Cuando despiertes, luego, ¿con qué imágenes y sensaciones te quedarás? ¿Recordarás el monstruo, recordarás el pantano, recordarás el banco?
Anna, sorprendida por la aparición de la voz, y más por la naturaleza de la pregunta, dudó antes de contestar.
—No lo sé, con los sueños nunca se sabe. A veces te quedas solo con lo más importante, con lo más llamativo.
—Entonces recuerda esto.
La chica morena, sentada a su lado, tomó su rostro entre las manos y la besó. Durante unos instantes a Anna se le nubló la cabeza, no había nada más allí dentro que la sensación eléctrica de aquellos labios sobre los suyos, la humedad de su boca entreabierta sobre la suya. No había pantano, no había lago, no había monstruo, no había examen, no había mundo, ni dentro ni fuera del sueño. Solo quedaba aquel cuerpo pegado al suyo, el aroma a frambuesa de su cabello, el tintineo de la mariposa plateada, el calor de las manos que bajaban de las mejillas al cuello.
Y Anna despertó.