BILLY REDIGER era consciente de varios aspectos de su estado de sueño. Sabía que se había lanzado voluntariamente por un abismo de alguna clase, pero en la mente se le cambiaba una y otra vez la exacta naturaleza de ese abismo. En ocasiones caía dentro de un tenebroso hoyo, aferrándose al aire para detener este interminable descenso y pensando que si lograba que le crecieran alas, como las de un gigantesco murciélago, estaría bien.

Luego se veía perseguido por ese mismo murciélago en medio de un bosque negro. Lo acosaba, mordiéndole los talones hasta bajarlo a tirones y atacarle en el cuello con feroces gruñidos.

Pero Billy sabía que estaba soñando. Y soñar era bueno, porque soñar significaba que aún estaba vivo. ¿O no?

Entonces recordó por centésima vez. Había perdido toda sensación de sí mismo, y a pesar de los mejores esfuerzos de Johnny y de Darcy, había huido de Colorado en busca de sí.

En busca del principio. De la verdad detrás de cómo había empezado su propia caída de la gracia. Antes de Marsuvees Black. Antes del enfrentamiento en Paradise. Antes de enterarse que él era el principal de todos los pecadores.

Antes de que hubiera escrito esa primera palabra en el libro de historia mucho tiempo atrás.

La verdad recaía en un hombre llamado Thomas Hunter y lo que quedaba de él: Una ampolleta de su sangre.

Billy debía encontrar la verdad acerca de sí mismo, pero al conocer a Janae de Raison supo que la verdad de ella era su propia verdad. Era su alma gemela. Y supo que la seguiría de ida y vuelta al infierno. Lo cual era exactamente lo que estaba haciendo, tendido en esa camilla: Siguiéndola al infierno.

Y con la esperanza de volver.

El murmullo de voces interrumpió el estado de somnolencia de Billy.

—No se necesita tanto…

La voz parecía como si viniera del borde de un lejano desfiladero.

—No lo sabemos. No sabemos nada acerca de cómo funcionará esto.

Entonces Billy lo supo. El escozor en el brazo no era Janae. La madre de ella, Monique, estaba inyectándole con una nueva aguja. Lo estaban haciendo.

Janae, querida Janae… tu juego valió la pena. En este mismo instante les estaban inyectando la sangre de Thomas.

—¡Pulso en aumento!

Desde luego, el pulso de él estaba aumentando.

¿Y si despiertas, Billy? ¿Y si no estás soñando cuando la sangre entre en contacto con la tuya? ¿Y si Janae va pero tú no?

Comenzó a entrar en pánico.

Pulso 158, y en aumento…

Billy saltó desde un despeñadero y estuvo pensando en murciélagos negros que lo perseguían en las tinieblas. En descenso, en descenso. Más profundo, aún más profundo, dentro del tenebroso remolino allá abajo.

Las tinieblas lo sofocaban. Lo tragaban con dolor. Gritó y supo que ellas lo podían oír.

—∞∞∞—

KARA HUNTER se llevó instintivamente las manos a los oídos cuando el grito salió de Billy mientras se le arqueaba la espalda. Igual que Janae, el cuerpo de él había comenzado a amoratarse mientras le sangraban los vasos capilares cerca de la piel, destrozados por la vacuna Raison B. El deterioro no había avanzado tan rápidamente como Kara temía, pero ambos estaban muriendo ahora a un paso acelerado.

Billy volvió a quedar de espaldas sobre la camilla, y en silencio, excepto por el fuerte sonido de su entrecortada respiración.

—Pulso 168 —anunció Monique tranquilamente.

Ya habían inyectado medio centímetro cúbico de la sangre de Thomas en la vena de Janae, y aunque ella también jadeaba, no había reaccionado con tanta violencia.

—Dios mío, está funcionando —comentó Kara—. Está…

Monique extrajo rápidamente la aguja y no taponó el punto de inserción con una gaza como había hecho con Janae. Se filtró sangre por la diminuta herida.

—Es demasiado pronto para saberlo —advirtió.

—No, quiero decir que él está allí —contestó Kara con voz resquebrajada, y continuó en un susurro—. ¡Billy está en el mundo de Thomas!

—Seguramente no podemos saber eso —replicó Monique.

—¡Él está allí! Míralo.

Billy se había vuelto tan blanco como las paredes, la boca totalmente abierta, las venas del cuello sobresaliéndosele como cuerdas. Los ojos desorbitados miraban al techo, pero Kara sabía por qué lo decía. Billy no estaba viendo el techo.

Se estaba viendo él mismo o a alguien como él en otro mundo.

—∞∞∞—

UN RESPLANDOR anaranjado centelleó en las tinieblas y Billy cerró la boca. Contuvo el aliento.

Pero respiraba tranquilo, mirando un muro de piedra con dos velas negras que brillaban a cada lado de un espejo tosco y jaspeado de negro. Él… ¿Era esto? ¿Lo había logrado?

La imagen de un individuo sin espíritu, quizás muerto, lo miraba desde el espejo. Dio la vuelta para ver quién se hallaba detrás. Nadie.

Se hallaba solo en un salón, cuyas paredes esculpidas en piedra las iluminaban dos grandes antorchas. Antiguos libros alineados en un estante a lo largo de una pared en que dominaba un altar manchado por sangre tanto humana como de bestia. Era un arca de pacto, protegida en ambos extremos por la serpiente alada, Teeleh.

Billy sabía todo esto porque se encontraba en su propia biblioteca.

A la izquierda se hallaba el escritorio, tallado en un solo tronco sacado del bosque negro. Marsuuv, la reina shataiki que lo había confinado a una jaula, le había permitido tomar el árbol.

Esto también lo sabía, como si esta fuera su propia historia. Pero eso era imposible, porque también sabía que era Billy Rediger, de Colorado, EE.UU.

Eres tanto Billy como Ba’al. Ba’al.

Soy Ba’al. Se deleitó en el nombre.

Entonces la mente se le inundó con toda la verdad, y debió estirar la mano y afirmarse en la silla del escritorio para mantenerse erguido.

Supo quién era, y lo que había hecho aquí en este mundo. ¿Por qué era quien era?

—Soy tuyo —susurró Ba’al… susurró Billy, que estaba en el cuerpo de Ba’al—. Mi reina, Marsuuv, soy tu único amado, y moriré para demostrar mi valía.

La voz de Ba’al era chirriante y aguda, apenas más que un susurro, pero aquí en la biblioteca subterránea vibraba como el silbido de una serpiente. La mente de Billy florecía con la naturaleza de las reinas shataikis. Teeleh y sus reinas ansiaban ser amados, como Elyon también era amado. Ellas no estaban dotadas de sexualidad pero sí de absoluta lealtad y servidumbre. Ser el amante de una reina significaba arrojar la vida a los pies de ella.

Billy se volvió para mirar el salón. Había dos libros sobre el escritorio. Libros de historias. Estos eran una fracción de todos los volúmenes que relataban las narraciones de la historia, un recordatorio de todo lo que aconteciera alguna vez en las crónicas humanas. Estos dos ya estaban llenos con hechos. No tenían el poder de un libro en blanco, el cual se podía usar para crear historia, pero al verlos se le calmó el temor.

Había venido a casa. Esto, más que Colorado, Bangkok o cualquier otro lugar en la otra realidad, era el hogar. Era euforia, no miedo, lo que sentía. Después de tantos años preguntándose quién era y por qué era tan titánica su lucha con la maldad, finalmente lo supo. No solo que había creado el mal, sino que este lo poseía. La única vez que había abrazado la verdadera redención fue en un sueño. Nunca había sacado totalmente la maldad del corazón. No como lo hicieran Johnny y Darcy.

Había otro texto abierto sobre su lomo al lado de un frasco de tinta con una pluma. El libro sangriento de Ba’al, otro término para diario.

Fue hasta el escritorio y alargó el brazo hacia el libro sangriento. Entonces, por primera vez desde que despertara en la biblioteca de Ba’al, vio la carne que le revestía la muñeca y los dedos. Miró la escamada y resquebrajada piel, y su primer pensamiento fue que lo había carcomido un grave caso de sarna.

Pero el pensamiento fue inmediatamente desplazado por lo que sabía Ba’al. Esta era la condición sarnosa ocasionada por los shataikis, un honroso distintivo que debían portar todos aquellos que no querían ahogarse en el agua roja de los albinos.

Billy se volvió hacia el espejo, se quitó la capucha y se miró. Los pómulos eran pronunciados debajo del rostro pálido y descarnado. Ojos grises, como monedas de arcilla de diez centavos. Una pasta de morst blanco cubría las largas mechas enmarañadas. La imagen era aterradora y hermosa a la vez.

Se tocó las mejillas con la mano, pero la sensación en las yemas de los dedos fue amortiguada por la enfermedad de las costras.

Este soy yo, Billy. Ba’al. Hizo a un lado la túnica y se miró el pecho. Y aún tengo en mi carne la sangre de mis sacerdotes.

Ahora le llegó el recuerdo del poder de Marsuuv fluyéndole por el alto y escuálido esqueleto mientras se hallaba colocado sobre el cadáver del hijo, y se estremeció con agrado. Él era más genial de lo que cualquiera pudiera imaginarse, en una u otra realidad.

A pesar de todo, había visto el poder de la luz en ambos mundos. Al pensar en ello ahora le volvió a correr temor por las tripas. Una luz tan brillante que ninguna ira del infierno podía permanecer en su presencia sin gritar de dolor.

Eres débil

El pensamiento fue de Ba’al, no de Billy, y estaba ligado a tal odio que Billy se quedó helado. Comprendió entonces que ahora no era totalmente Ba’al o Billy, sino un extraño cruce entre ambos.

Un mestizo.

Pero él había sido mestizo antes, en la peor de las formas.

Ba’al se dirigió impulsivamente al escritorio, agarró un cuchillo, se cortó la muñeca y dejó que la sangre goteara en un tazón.

—Líbrame de este débil parásito, amor mío, Marsuuv. Límpiame y sáname.

Billy parpadeó ante la audacia del fantasma llamado Ba’al. ¿No compartían la misma historia? ¿No eran ellos de la misma sangre?

—Soy tú, ¡idiota! —exclamó apretándose la muñeca y atándose una cinta de tela alrededor de la herida para contener el flujo de sangre.

Billy miró el libro sangriento sobre el escritorio. Aquí, en este único volumen secreto, Ba’al había coleccionado todo lo que sabía acerca del mundo. Levantó la obra y pasó lentamente las páginas, que contenían dibujos y explicaciones de todo, desde los roushes hasta los shataikis, extractos pegados de otros escribas, recuerdos del tiempo antes de… todo aquí, cuidadosamente interrelacionado.

¿Y quién mejor que Ba’al para escribir acerca de los secretos más profundos y tétricos de este mundo? Porque él una vez había sido guardián del bosque. Un seguidor de Elyon.

El pensamiento asqueó a Billy.

—Hola, amor mío.

La pasión le corroía la mente ante el sonido de la atenuada voz detrás de él. Se volvió y vio a la sacerdotisa que entraba. Esta era Jezreal. Su amante, según amaban los humanos.

—¿No te he dicho que no me molestes en mi santuario? —profirió Ba’al.

—Sí —contestó Jezreal siguiendo adelante, sonriendo; las uñas color rubí jugueteaban con un cordón dorado que le colgaba del escote de la larga túnica—. ¿Y alguna vez ha impedido eso que me castigues antes?

La relación entre ellos estaba por encima de algo tan banal como la simple copulación de animales. Ella era la única humana que entendía la dependencia de Ba’al en Marsuuv, quien por primera vez le había dejado beber sangre shataiki. Una gota, y cualquier simple humano quedaba atrapado para siempre en el abrazo del demonio.

En realidad, los shataikis se reproducían por medio de sangre, comprendió Billy. Eran asexuales, ni machos ni hembras. Buscaban esclavos, no compañeros.

Esta mujer, en cambio, era humana. Eran pasiones humanas las que se propagaban con furia detrás de esos ojos grises y, a menos que Billy se equivocara, Janae y Jezreal eran una sola.

Jezreal se le acercó más, tanto que él pudo sentirle el nauseabundo aliento. La lengua de ella jugueteaba con los bordes de sus dientes frontales.

—Billy… —susurró ella, e hizo una pausa para respirar—. ¿O debería llamarte Billos?

Él no respondió, en parte porque la realidad de que una vez fuera un gladiador de élite llamado Billos, que juró proteger de las hordas los bosques de Elyon, era uno de sus secretos más íntimamente guardados. Antiguamente se había bañado en los lagos de Elyon y se había sentado alrededor de hogueras hasta altas horas de la noche, hablando de la grandeza del Creador. Era un Judas que había ido en busca de los libros perdidos, los libros de sangre, que los había encontrado, utilizado, y luego perdido.

Había sido Billos del Sur, y si se supiera que él no era horda de pura sangre, surgirían dudas respecto de su lealtad.

Más que esto, él despreciaba hasta el nombre Billos. Marsuuv le había dado un nuevo nombre, y él había adoptado la total encarnación de Ba’al, el dios que exigía sacrificio de sangre.

—Billossss…

Ba’al abofeteó a Jezreal con tanta fuerza que le cortó la mejilla con las uñas. ¿Cuántas veces le había insistido en que no usara el nombre que solo ella sabía? Jezreal sonrió, luego guiñó un ojo. Se secó un poco de la sangre de la mejilla, se miró las yemas de los dedos, y chupó la sangre.

—Ya te lo he advertido, mi amor. No te pido cariñitos. Pero tú insistes.

Ella alargó lentamente la mano hasta los labios de él, ofreciéndole que le saboreara la sangre. Él se apartó, no debido a la sangre, sino porque ella se burlaba de él, reduciéndolo a su antiguo ego. A este Billy que lo había embrujado. A Billos, a quien él odiaba.

Él era Ba’al, amado de Marsuuv, la duodécima de las doce reinas de Teeleh.

—¿No eres Billy? —exigió saber ella—. Eres Ba’al, por supuesto, mi amo y mi salvador. Y eso es todo.

El enojo de él se debilitaba mientras la presencia de Ba’al se sosegaba. Billy se reafirmó y tragó saliva.

—¿Correcto? —presionó ella, recorriéndole rápidamente el rostro con los ojos—. ¿No eres Billy?

Los ojos de ella se abrieron desmesuradamente, y la mirada de preocupación se convirtió en una sonrisa. La voz de ella temblaba cuando habló.

—Lo logramos, Billy. Estamos aquí —expresó, volviéndose, examinando la biblioteca, las antorchas, los libros, el altar con sus serpientes aladas—. Esto es lo más maravilloso que he visto jamás.

—No estamos solos.

Janae, que también era la sacerdotisa Jezreal, no pareció molestarse por este hecho. Palpó el altar y recorrió con los dedos la sangre seca.

—Siento como si hubiera venido a casa. Los hedores, la sensación del aire… es como si hubiera regresado al vientre y hubiera vuelto a nacer, bautizada en sangre.

Lo menos que él pudo fue dejarse seducir por el asombro de ella. A Billy le encantaba esta mujer. Janae, no Jezreal, aunque eran una y la misma, y de repente necesitó decirle lo que sabía.

La respiración se le entrecortó.

—Janae…

Ella lo miró a los ojos, reaccionando a la ternura en la voz.

—Hay más que deberías saber si vamos a hacer esto juntos —exteriorizó él. Janae rodeó el altar, y esta vez él no retrocedió cuando ella le tocó los labios con los dedos.

—Dime.

—Estamos en casa, pero no exactamente en casa, no mientras seamos parásitos en estos miserables cuerpos —expuso él agarrándole la mano entre las suyas y besándosela.

El Ba’al en él se crispó de ira, y Billy sintió que se le contraía el rostro.

—Está bien, no le hagas caso —lo tranquilizó Janae, suavizándole los engarrotados labios—. Dime.

El hombre luchó por recuperar el control. Así que… Ba’al era el débil. Billy continuó en un susurro pero ahora con mayor confianza.

—Hay cuatro libros perdidos. Si se reúnen los cuatro y se tocan con sangre se destraba el tiempo.

—¿El tiempo?

—Así es como podemos volver aquí. Tú y yo. En carne y hueso.

—¿En carne y hueso?

—¿Cómo es eso posible? —inquirió ella analizándolo desesperadamente.

—¿Cómo es esto posible? Sin embargo ya lo he hecho. Cuando era Billos.

—¡Entonces debemos hacerlo! —exclamó ella dando un paso atrás y yendo a la derecha—. ¡Tenemos que despertar y regresar!

—No tenemos los libros.

—¿Qué? —objetó Janae volviéndose—. ¿Me cuentas esto, pero no tenemos los libros? ¿Dónde están?

—No lo sabemos. Pero no podemos arriesgarnos a despertar hasta averiguarlo.

El ultraje de Ba’al ante la sugerencia de que los libros eran para Billy, y no para él, amenazó con enviarlo a un foso. Billy notó que compartía el cuerpo de una víbora que lo apalearía sin titubear.

¿Podría él matar ahora a Ba’al? ¿Qué pasaría si se suicidara? No, no podía arriesgarse a morir. Pero podría establecer claramente la estrategia.

—Está bien, Janae. Voy a conseguir los libros. Es mi destino.

—Y mi destino es estar aquí, Billy, así que espero que sepas de qué estás hablando.

—Lo sé.

La mirada de incertidumbre en ella cambió lentamente a interés.

—¿De veras?

Ba’al me lo acaba de clarificar —explicó Billy, reprimiendo al encostrado que era más débil—. Supuso que la observación fue respecto a él, pero se equivoca. Se trata de mí.

Entonces citó la profecía que Marsuuv le diera a Ba’al. Vendrá de tiempos pasados un albino con cabeza de fuego, quien librará al mundo de las aguas envenenadas y nos llevara de vuelta a Paradise.

La mirada de Janae se llenó de comprensión. Miró al hombre un buen rato y luego habló en un tono apenas más fuerte que un susurro.

—Un anticristo.

Billy no respondió. Pero en ese momento tuvo más sentido que nunca toda su propia confusión y angustia. Se trataba del demonio en él, la naturaleza maligna que se negaba a ser liberada, encantada por Marsuvees Black en una realidad, y mantenida cautiva por la reina shataiki Marsuuv en esta otra. Él, Billy, estaba destinado a doblegar este mundo. Y a marcar el comienzo de Paradise en el otro.

—Y yo estaré a tu lado —comentó Janae acercándose otra vez, rebosante de deseo—. Tu reina.

Billy no estaba seguro de por qué se sintió de pronto obligado a quitarse la cinta de tela de la muñeca, pero la desató y dejó que Janae viera el corte fresco.

Ella bajó la mirada y sonrió de manera timorata. Tocó la sangre y juguetonamente se llevó el dedo a la lengua. Pero el rostro se le contrajo en el instante en que probó la sangre.

—¿Qué es? ¿Es esto sangre de Teeleh?

—Sangre de Marsuuv.

Porque Marsuuv había mordido a Ba’al y dejado que le chupara un poco de sangre. De ahí había venido la propia sed del sacerdote.

—Marsuuv —masculló Janae, mirándole la muñeca con unas ansias que él no había visto en ella—. ¿Se puede?

—Sí, adelante.

La mujer se llevó a la boca la muñeca de él, cubrió completamente la sangrante herida con los labios, y succionó. Todo el cuerpo se le estremeció con deseo.

Entonces Billy supo la verdad: Janae, igual que Billos, tenía sangre shataiki en las venas.

Y Ba’al los despreciaba a los dos.