Cuando se consumó la boda, tres semanas más tarde, St. Peter estaba lleno de gente distinguida y elegante. La ceremonia fue solemne y las palabras rituales leídas con un acento impresionante por el deán de Chichester, y todos estuvieron de acuerdo al admitir que nunca habían visto una pareja más hermosa que la que formaban el novio y la novia. Aún más que bellos, se veían felices. Ni por un solo instante lord Arthur lamentó todo lo que había tenido que sufrir en bien de Sybil, mientras ella, por su parte, le entregó lo mejor que una mujer puede entregar a un hombre: adoración, ternura y amor. Para ellos la realidad no mató el romance. Siempre se sintieron jóvenes.
Algunos años después, cuando dos preciosos niños les habían nacido, lady Windermere vino a Alton Priory para visitarles; era un lugar encantador; fue el regalo de bodas que el duque hizo a su hijo; y una tarde, mientras estaba sentada en el jardín, con lady Arthur, bajo un limonero, viendo jugar a los niños en la rosaleda, como si fuesen danzantes rayos de sol, tomó de repente la mano de su anfitriona y le dijo:
—Sybil, ¿eres feliz?
—Por supuesto, lady Windermere, soy muy feliz. ¿Usted no lo es?
—No tengo tiempo para serlo, Sybil. Siempre me gusta la última persona que me presentan; pero por lo general, tan pronto como conozco a las personas, me canso de ellas.
—¿Qué ya no le satisfacen sus leones, lady Windermere?
—¡Ah, querida, ya no! Los leones son útiles sólo por una temporada; tan pronto como se les priva de sus manes, se vuelven los seres más insípidos de la existencia. ¿Recuerdas aquel horroroso mister Podgers? Era un atroz impostor. Por supuesto que a mí eso no me importaba gran cosa, y cuando me pedía dinero prestado, se lo perdonaba, pero no podía soportar que me hiciese el amor. La verdad es que me hizo odiar la quiromancia. Ahora creo en la telepatía. Es mucho más divertida.
—Pues lo que es aquí, no debe usted decir nada contra la quiromancia, lady Windermere; es el único tema sobre el cual Arthur no permite que se burle nadie. Le aseguro que se lo toma muy en serio.
—No vayas a decirme que él cree en eso, Sybil.
—Pregúnteselo, lady Windermere, aquí llega.
Y lord Arthur se acercó llevando en las manos un gran ramo de rosas amarillas y sus dos hijos danzando a su alrededor.
—Lord Arthur…
—Sí, lady Windermere…
—De verdad, ¿cree usted en la quiromancia?
—Claro que sí —dijo el joven, sonriendo.
—Pero ¿por qué?
—Porque a ella debo toda la felicidad de mi vida —murmuró dejándose caer en un sillón de mimbre.
—Mi querido lord Arthur, ¿qué es lo que le debe?
—A Sybil —respondió alargando— el ramo de rosas a su esposa, mirándose dentro de sus ojos violáceos.
—¡Qué tontería! —exclamó lady Windermere—. ¡Nunca en toda mi vida había oído semejante tontería!