Capítulo 5

Mister Merton se mostraba muy contrariado con este segundo aplazamiento del matrimonio, y lady Julia, que ya había encargado su vestido para la boda, hizo todo lo posible para que Sybil rompiese su compromiso. Pero aunque Sybil amaba profundamente a su madre, había entregado su vida en manos de lord Arthur, y nada de lo que lady Julia pudiese decir iba a hacer vacilar su fe hacia él. En cuanto a lord Arthur, fueron muchos los días que necesitó para reponerse de aquella terrible decepción, y por algún tiempo tuvo los nervios deshechos. Sin embargo, su excelente sentido común pronto se impuso, y su mente sana y práctica no le dejó titubear por mucho tiempo acerca de lo que debería hacer. Ya que el veneno había sido un completo fracaso, la dinamita, o cualquier otra forma de explosivo, era lo que debería probar.

En consecuencia, volvió a examinar la lista de amigos y parientes y, después de un cuidadoso examen, y de considerar detenidamente cada caso, llegó a la conclusión de volar a su tío, el deán de Chichester. Hombre de gran cultura y saber, tenía una gran afición por los relojes, y era dueño de una magnífica colección de esos contadores del tiempo, desde los más raros fabricados en el siglo XV, hasta los de nuestros días, y esto le pareció una excelente coyuntura para llevar a cabo su plan. El dónde conseguir la máquina infernal, ya era otra cosa. La Guía de Londres no le proporcionó ninguna información al respecto, y comprendía que de nada le iba a ser útil acudir a Scotland Yard en aquel sentido, pues parece que ignoraban todo lo concerniente a las actividades de los dinamiteros hasta que no ocurría una explosión, y aún así permanecían más o menos en la misma ignorancia.

De repente se acordó de su amigo Rouvaloff, un joven raso, de grandes tendencias revolucionarias, y a quien había conocido en casa de lady Windermere durante el invierno. Según parece, el conde Rouvaloff se dedicaba a escribir una vida de Pedro el Grande, y había venido a Inglaterra con el fin de estudiar los documentos relacionados con la residencia del zar en aquel país, como carpintero de ribera; pero existía la sospecha, muy generalizada, de que se trataba de un agente nihilista, e indudablemente la embajada rusa no veía con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que ése era el hombre que necesitaba para llevar a cabo sus propósitos, y una mañana se dirigió a su alojamiento en Bloomsbury, para pedirle consejo y ayuda.

—¿Así es que usted está tomando en serio la política? —contestó el conde Rouvaloff, al terminar lord Arthur de explicarle el objeto de su visita.

Pero lord Arthur, que detestaba las baladronadas de cualquier clase que fuesen, se sintió obligado a declarar que en él no existía el menor interés por las cuestiones sociales, y que simplemente deseaba un aparato explosivo para un asunto privado y familiar, en el cual nadie estaba implicado más que él.

El conde Rouvaloff le miró por unos instantes con asombro y, entonces, viendo que la cosa iba en serio, escribió una dirección en un trozo de papel, puso sus iniciales, y se lo alargó por encima de la mesa.

—Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esta dirección, querido amigo.

—Pues no la obtendrán —dijo lord Arthur riendo—, y después de estrechar efusivamente la mano del joven ruso, bajó de prisa las escaleras leyendo lo escrito en el papel e indicando al cochero que se dirigiese a la Plaza Soho. Al llegar allí lo despidió y se fue caminando por la calle Greek, hasta llegar a una plazoleta llamada Bayle Court. Al pasar bajo la arcada se encontró en una especie de cul-de-sac, que aparentaba estar ocupado por una lavandería francesa, pues de casa a casa, una verdadera red de cuerdas cargadas de ropa blanca se mecía, en el aire matinal. Fue caminando hasta el final del callejón, tocando en la puerta de una pequeña vivienda pintada de verde. Después de esperar un rato, durante el cual cada una de las ventanas se convertía en una masa informe de caras curiosas, la puerta le fue franqueada por un individuo de aire ordinario y extranjero, que en mal inglés le preguntó qué era lo que se le ofrecía. Lord Arthur le hizo entrega del papel que el conde Rouvaloff le había dado, y el hombre, al terminar de examinarlo, haciendo una reverencia, le introdujo a un cuarto del primer piso, destartalado y triste. Poco después Herr Winckelkopf, como se le llamaba en Inglaterra, entró apresurado, con una servilleta al cuello, llena de manchas de vino, y un tenedor en la mano izquierda.

—El conde Rouvaloff me ha entregado para usted estas líneas de presentación —dijo lord Arthur inclinándose—. Y tengo gran interés en entrevistarme con usted para un negocio. Mi nombre es Smith, mister Robert Smith, y quisiera que me vendiese un reloj de dinamita.

—Encantado de conocerle, lord Arthur —dijo el genial hombrecillo alemán, riendo—. No se alarme usted, es mi obligación el conocer a todo el mundo, y recuerdo haberle visto una noche en casa de lady Windermere; espero que Su Gracia se encuentre bien. ¿No le importa sentarse conmigo mientras termino de desayunar? Hay un excelente pâté, y mis amigos son tan amables que dicen que mi vino del Rhin es mejor que cualquiera de los que beben en la embajada de Alemania.

Y antes de que lord Arthur se hubiese repuesto de su sorpresa por haber sido reconocido, se encontró sentado en la estancia del fondo, bebiendo el más delicioso Marcobruner, escanciado de un botellón donde se destacaba el monograma imperial; y hablando de la manera más amistosa con el famoso conspirador.

—Los relojes de dinamita —dijo Herr Winckelkopf— no son un buen artículo de exportación extranjera, ya que aun suponiendo que haya suerte en pasar las aduanas, el servicio de ferrocarriles es tan irregular, que por lo general explotan antes de llegar a su destino. Pero, sin embargo, si usted lo que desea es para uso doméstico, le puedo proporcionar un excelente artículo, y garantizarle que los resultados habrán de satisfacerle. Pero ¿puedo preguntarle para quién es? Si es para la policía o para alguien relacionado con Scotland Yard, me temo que no voy a poder ayudarle. Los detectives ingleses son nuestros mejores amigos, y siempre he llegado a la concusión de que tomando en cuenta su estupidez, siempre podemos hacer lo que queramos. No podría prescindir de ninguno de ellos.

—Le aseguro —dijo lord Arthur— que el asunto no tiene nada que ver con la policía. La verdad es que el reloj está destinado al deán de Chichester.

—¡Vaya, vaya!, nunca pude imaginar que fuese usted tan exaltado en cuestiones religiosas. Hoy día pocos jóvenes se ocupan de eso.

—Creo que usted me sobreestima, Herr Winckelkopf —replicó lord Arthur sonrojándose— y en verdad no sé nada de teología.

—Entonces, ¿se trata de un asunto personal?

—Puramente personal.

Herr Winckelkopf se encogió de hombros, y abandonando la habitación, regresó al cabo de unos minutos, trayendo un cartucho de dinamita, más o menos del tamaño de un centavo, en diámetro; y un pequeño reloj francés, muy bonito, rematado por una figura de la Libertad, pisoteando a la hidra del Despotismo.

La cara de lord Arthur se animó al verlo.

—¡Es justamente lo que quiero! —exclamó— y ahora dígame cómo se le hace funcionar.

—¡Ah!, ése es mi secreto —dijo Herr Winckelkopf, contemplando su invento con una mirada de orgullo muy justificado—; dígame cuando quiere que explote, y yo ajustaré el mecanismo para el momento exacto.

—Bueno…, hoy es martes, y si lo pudiese enviar en seguida…

—Eso no va a ser posible; tengo entre manos una gran cantidad de trabajos importantes para algunos amigos míos en Moscú. Sin embargo, puedo enviárselo mañana.

—Está bien, habrá bastante tiempo —respondió lord Arthur cortésmente— si lo envía mañana en la noche, o el jueves por la mañana. Para el momento de la explosión… digamos, el viernes a mediodía exactamente. El deán siempre se encuentra en casa a esa hora.

—Viernes, a mediodía —repitió Herr Winckelkopf, y se puso a escribir una nota en un gran libro de registros, que estaba sobre un escritorio, cerca de la chimenea.

—Y ahora —añadió lord Arthur levantándose de su asiento— le suplico que me diga cuánto son sus honorarios.

—Se trata de algo tan sin importancia, lord Arthur, que sólo le cobraré el costo de cada uno de los elementos: la dinamita vale siete chelines con seis peniques; la maquinaria de relojería tres libras, y el porte unos cinco chelines. Me complace muchísimo servir a cualquier amigo del conde Rouvaloff.

—Pero ¿y la molestia que usted se ha tomado, Herr Winckelkopf?

—¡Oh, eso no es nada!, me da mucho gusto. Yo no trabajo por dinero; yo vivo por completo para mi arte.

Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al alemán por su amabilidad, y habiendo logrado declinar una invitación para conocer a algunos anarquistas en un té-merienda al siguiente sábado, abandonó la casa y se dirigió al parque.

Durante los dos días siguientes se sentía en un estado de agitación terrible y el viernes, a las doce, fue al Buckingham para esperar noticias. Durante toda la tarde, el estólido ujier se la pasó entregando telegramas de varias partes del país, dando los resultados de las carreras, informando sobre fallos de divorcios, el estado del tiempo y asuntos por el estilo, mientras la cinta telegráfica proporcionaba detalles tediosos acerca de la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes, y de un pánico pasajero, registrado en la Bolsa de Valores. A las cuatro de la tarde, llegaron los periódicos de la noche, y lord Arthur desapareció en la biblioteca, llevando consigo el Pall Mall, St. James Gazette, el Globe, y el Echo, provocando la indignación del coronel Goodchild, que deseaba leer los reportazgos sobre un discurso que él había pronunciado durante la mañana en la Mansion House, sobre el asunto de las misiones en África del sur, y la conveniencia de contar con obispos negros en cada una de las provincias, pues por alguna desconocida razón, no se fiaba del Evening News. Ninguno de los periódicos, sin embargo, hacía mención, o daba alguna noticia referente a Chichester, y lord Arthur presentía que el atentado seguramente había sido un fracaso. Esto resultaba para él un golpe terrible, y sus nervios estaban tensos. Herr Winckelkopf, a quien fue a visitar al día siguiente, se volcó en mil excusas rebuscadas, y se ofreció a conseguirle otro reloj gratis, o una caja de bombas de nitroglicerina al precio de costo. Pero ya había perdido la fe en los explosivos, y el mismo Herr Winckelkopf reconoció que todo estaba tan adulterado, hoy día, que hasta la dinamita era raro encontrarla pura. El alemancillo, no obstante, aun admitiendo que algo marchó mal en el mecanismo, todavía guardaba esperanzas de que el reloj explotaría, y citó el caso de un barómetro que envió en cierta ocasión al gobernador militar de Odesa, el cual, aun habiendo sido puesto en la hora justa para que explotase en diez días, no llegó a realizarlo sino tres meses después. Cierto era también, que cuando explotó, no logró más que volar en átomos a una sirvienta, ya que el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes, pero por lo menos demostró que la dinamita, como fuerza destructora, era, bajo el control de una maquinaria, un agente poderoso, aunque no siempre puntual. Lord Arthur se sintió un poco consolado con estas reflexiones; pero también aquí su destino fue la desilusión, pues dos días después, al subir las escaleras, la duquesa lo llamó a su saloncillo privado, para mostrarle una carta que había recibido de la rectoría.

—Jane escribe cartas encantadoras —dijo la duquesa—; debes leer esta última. Es casi tan buena como las novelas que nos manda Mudie.

Lord Arthur la arrebató rápidamente de sus manos. Decía lo siguiente:

Mi querida tía:
Mil gracias por la franela que me has enviado para la Dorcas Society, y también por el percal. Estoy de acuerdo contigo en que es una tontería eso de que quieran lucir cosas bonitas, hoy día todo el mundo es tan radical e irreligioso, que es difícil hacerles comprender que no deben tratar de vestirse como la clase alta. Realmente no sé a dónde vamos a parar. Como dice papá, muchas veces en sus sermones, vivimos una época de descreimiento.
Nos hemos divertido mucho con un reloj que un admirador anónimo le envió a papá el jueves pasado. Llegó de Londres, dentro de una caja de madera y con el porte pagado; y papá cree que lo ha enviado alguien que ha debido leer su notable sermón: «¿Es la Licencia Libertad?», porque sobre el reloj hay una figura de mujer con la cabeza cubierta, por lo que papá dice que es un gorro de la Libertad. A mí no me parece nada favorecedor, pero papá dice que es un símbolo histórico; supongo que así es. Parker lo desempacó, y papá lo puso sobre la repisa de la chimenea, y cuando estábamos todos sentados en la biblioteca el viernes en la mañana, al momento de dar las doce, oímos un ruido como zumbido de alas, una pequeña bocanada de humo salió del pedestal, bajo la figura, ¡y la diosa de la libertad se cayó y se rompió la nariz en el borde de la parrilla! María se alarmó bastante, pero la cosa era tan divertida, que james y yo nos moríamos de risa, y hasta a papá le hizo gracia. Al examinarlo vimos que se trataba de una especie de despertador, y que si se le marcaba una hora, y se ponía un poco de pólvora y un fulminante bajo el martillete, hacía un pequeño estallido en el momento que se quisiese. Papá dijo que no debería quedar en la biblioteca, pues hacía mucho ruido, así es que Reggie se lo llevó al salón de clases, y todo el día se lo pasa haciendo con él pequeñas explosiones. ¿No crees que le habría de gustar a Arthur tener uno igual a éste como regalo de bodas? Deben estar muy de moda en Londres. Papá dice que harían un gran bien, pues demuestran que la Libertad no puede durar, sino que debe sucumbir. También dice papá que la Libertad se inventó en tiempo de la Revolución Francesa. ¡Me parece horrible!
Tengo que ir ahora a la reunión de la Dorcas Society, donde leeré tu carta, que resulta ser muy instructiva. ¡Qué cierta es tu opinión, querida tía!, que dada la clase a que pertenecen, no deberían ponerse cosas que no les caen bien; y me parece, además, que su preocupación por el traje es absurda, cuando existen tantas cosas que son más importantes en este mundo y en el otro. Me da mucho gusto saber que la popelina floreada te haya salido tan buena, y que tu encaje no se rompiese. El miércoles voy a lucir, en la reunión del obispo, el vestido de satín amarillo que tuviste la amabilidad de regalarme; creo que se verá bien. ¿No tiene usted lazos, tía? Jennings dice que todo el mundo lleva ahora lazos, y que las enaguas deben tener volantes. Reggie acaba de hacer otra explosión, y papá ha ordenado que se lleven el reloj al establo. Creo que a papá ya no le gusta tanto como le gustó al principio, aunque sí se siente muy halagado de que le hayan enviado un juguete tan ingenioso. Esto demuestra que la gente lee sus sermones y que sacan provecho de ellos.
Papá te envía todo su cariño al cual se unen lames, Reggie y María, con la esperanza de que tío Cecil esté mejorado de la gota. Créeme siempre, tía querida, tu amante sobrina,
JANE PERCY.
PS. Infórmame acerca de los lazos. Jennings insiste en decir que son la última moda.

El aspecto de lord Arthur era tan serio y triste al terminar de leer la carta, que la duquesa comenzó a reír.

—¡Mi querido Arthur! —exclamó—, ¡ya no volveré a enseñarte cartas de ninguna joven!, pero ¿qué le contesto sobre lo del reloj? Me parece un invento muy importante; creo que me gustaría tener uno.

—Pues yo no creo mucho en ellos —replicó lord Arthur con una sonrisa melancólica, y después de besar a su madre, salió de la alcoba.

Al llegar a su habitación en el piso alto se dejó caer en un sofá, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Había hecho todo lo posible por cometer aquel asesinato, pero en ambas ocasiones fue un fracaso, y desde luego no por culpa suya. Estaba empeñado en cumplir con su deber, pero al parecer el destino le había traicionado. Se sentía deprimido por una sensación de esterilidad en sus buenas intenciones y por la ineficacia de sus esfuerzos en tratar de llevar a cabo un acto honrado. Quizá fuese mejor romper definitivamente su compromiso de matrimonio. Sybil iba a sufrir, es cierto, pero el sufrimiento no podría, en realidad, inutilizar para siempre una naturaleza tan noble como la de ella. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre habrá guerras en las cuales un hombre puede morir, una causa por la cual un hombre puede ofrecer su vida, y como la vida no le brindaba ya ningún aliciente, tampoco el morir le causaba terror. Sería mejor dejar que el destino determinase su suerte. Él no iba a hacer nada por modificarlo.

A las siete y media se vistió y fue al club. Surbiton estaba allí con un grupo de amigos, y se vio obligado a cenar con ellos. Su charla trivial y sus bromas tontas no le interesaban, y tan pronto como sirvieron el café, pretextando un compromiso anterior, abandonó su compañía. Al salir del club, el ujier le entregó una carta. Era de Herr Winckelkopf, pidiéndole que le visitase al día siguiente, para mostrarle un paraguas explosivo, que operaba en el momento de abrirse. Era el último invento, y acababa de llegar de Génova. Rompió la carta en pedacitos. Estaba decidido a no recurrir ya más a nuevos experimentos.

Estuvo caminando a lo largo del parapeto del Támesis, y por mucho rato descansó sentado a la orilla del río. La luna se asomaba sobre las crestas de las nubes oscuras, como el ojo de un león, e innumerables estrellas brillaban en la bóveda celeste como oro espolvoreado en una cúpula. De vez en cuando un lanchón se deslizaba sobre las aguas cenagosas, siguiendo la corriente río abajo, y las señales de los ferrocarriles cambiaban de verde a rojo mientras los trenes corrían silbando sobre los puentes. Poco tiempo después se oyeron las doce desde la alta torre de Westminster, y a cada toque de su sonora campanada, la noche parecía estremecerse.

Más tarde desaparecieron las luces de los ferrocarriles, Y sólo quedó brillando un farol solitario, como un gran rubí sostenido por un poste gigantesco, y el rumor de la ciudad se fue desvaneciendo.

Al dar las dos, lord Arthur se puso en pie y fue caminando hacia Blackfriars.

¡Encontraba todo tan irreal como si fuese un sueño extraño! Las casas en la orilla opuesta parecían surgir de las tinieblas. Se podría decir que la plata y las sombras daban forma a un nuevo mundo. La gran cúpula de San Pablo flotaba como un enorme globo en la atmósfera oscura.

Al acercarse a la Aguja de Cleopatra, vislumbró a un hombre apoyado en el parapeto; ya cerca de él, aquel individuo levantó la cabeza y la luz de gas cayó de lleno en su cara.

¡Era mister Podgers, el quiromántico!, no cabía equivocarse ante aquella cara regordeta y fofa, los anteojos de montura dorada, la débil sonrisa enfermiza, la boca sensual.

Lord Arthur se detuvo, una idea luminosa vino a su mente, y deslizándose con pasos cautos a su espalda, en un instante tuvo sujeto por ambas piernas a mister Podgers y le arrojó al Támesis. Se pudo escuchar un soez juramento y el ruido del chapotear en las aguas; después todo quedó en silencio. Lord Arthur miraba con ansia la superficie de las aguas, pero no pudo descubrir al’ quiromántico, sino el sombrero de copa haciendo piruetas sobre un remolino de agua iluminado por la luna. A los pocos minutos también el sombrero se hundió, y no quedaba ya ninguna huella visible de mister Podgers. Por un momento su imaginación le hizo ver una silueta deforme que subía la escalera del puente, y la espantosa sensación de un nuevo fracaso le invadió; pero sólo se trataba de un reflejo, y al salir de nuevo la luna de entre las nubes, todo estaba tranquilo. Por fin empezaba a creer que había realizado la sentencia del destino, lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil vino a sus labios.

—¿Se le ha caído algo, señor? —dijo de repente una voz a su espalda.

Se volvió sobresaltado; era un policía con una linterna sorda en la mano.

—Nada importante, sargento —repuso sonriente, y deteniendo un coche que pasaba por allí, dijo al cochero que lo llevase a la Plaza Belgrave.

Durante los días siguientes pasaba de la esperanza al temor. Hubo momentos en que casi le parecía que mister Podgers iba a entrar al cuarto, y en el instante siguiente quedaba convencido de que el destino no podía ser tan injusto hacia él. Por dos veces fue a la casa del quiromántico en la calle West Moon, pero le faltó valor para tocar el timbre. Deseaba estar cierto de lo ocurrido, y al mismo tiempo el temor no le dejaba actuar.

Al fin el momento había llegado. Estaba en el salón de fumar del club, tomando té y oyendo, bastante aburrido, los comentarios de Surbiton a la última canción humorística estrenada en el Gaiety, cuando entró el camarero con los periódicos de la noche. Lord Arthur, tomando al azar la St. James Gazette, comenzaba a volver distraídamente las páginas, cuando de pronto un sorprendente encabezado cayó bajo sus ojos:

«SUICIDIO DE UN QUIROMÁNTICO».

Se puso pálido de emoción, y comenzó a leer. La pequeña noticia decía lo siguiente:

«Ayer en la mañana, a la siete, el cuerpo de mister Septimus R. Podgers, eminente quiromántico, fue arrojado por las aguas a las orillas de Greenwich, frente al hotel Ship. El desgraciado señor había sido echado de menos durante varios días, y una gran ansiedad se había dejado sentir en los círculos quirománticos. Parece ser que se suicidó bajo el influjo de una depresión mental pasajera, causada por exceso de trabajo, y el veredicto concerniente a este caso fue entregado esta tarde por los médicos forenses. Mister Podgers acababa de terminar un extenso tratado sobre el tema de la mano humana, que será publicado en fecha próxima y que indudablemente habrá de atraer la atención de un gran público. El difunto tenía 65 años, y no parece que haya dejado parientes».

Lord Arthur salió precipitadamente del club con el periódico aún en la mano, y provocando el asombro del ujier que en vano quiso detenerle.

Sin perder momento fue a Park Lane. Sybil le vio venir desde la ventana y tuvo el presentimiento de que traía buenas noticias. Bajó corriendo a recibirle, y al mirarle a la cara comprendió que todo marchaba bien.

—¡Mi querida Sybil! —gritó— ¡casémonos mañana!

—¡Locuelo! ¡Pero si el pastel ni siquiera ha sido encargado! —exclamó Sybil riendo entre lágrimas.