En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos semanas deliciosas. En las mañanas paseaban por el Lido, o se deslizaban en su larga góndola negra, sobre los verdes canales; en las tardes recibían a sus visitas en el yate; y en las noches cenaban en Florian[18] y fumaban incontables cigarrillos en la Piazza[19]. No obstante, lord Arthur no se sentía feliz. Todos los días leía atentamente la columna de defunciones en el Times, esperando encontrar la noticia de la muerte de lady Clem, pero también todos los días quedaba desilusionado. Empezó a temer que algún contratiempo le hubiese sobrevenido, y con frecuencia lamentaba el haberla disuadido de tomarse la aconitina en aquel momento en que se mostró tan decidida a probar sus efectos. Además, las cartas de Sybil, aunque llenas de expresiones de amor, de confianza y ternura, con frecuencia tenían un tono triste y a veces pensaba que se había separado ya de ella para siempre.
Al término de dos semanas, lord Surbiton se cansó de Venecia, y decidió seguir la costa bajando hacia Rávena, pues había oído decir que abundaba la cacería de volátiles en Pinetum. Al pronto lord Arthur se negó rotundamente a acompañarle, pero Surbiton, a quien estimaba profundamente, por fin le persuadió diciéndole que si se quedaba en Danielli[20] solo, iba a caer muerto de tedio, y en la mañana del 15 comenzaron a navegar con un fuerte viento que soplaba del noroeste y un mar bastante picado. La travesía fue excelente, y la vida en cubierta y al aire libre, hizo volver los colores a las mejillas de lord Arthur, pero ya cerca del día 22 comenzó a sentir ansiedad por no saber nada de lady Clementina, y a pesar de las objeciones que le hizo Surbiton, regresó a Venecia por tren.
Al salir de la góndola para poner pie sobre los escalones del hotel, el propietario salió a recibirle con un montón de telegramas. Lord Arthur casi los arrebató de su mano, abriéndolos precipitadamente. Todo había sucedido con éxito completo. ¡Lady Clementina había muerto de repente en la noche del día 17!
Su primer pensamiento fue para Sybil, y en seguida le puso un telegrama, anunciándole su regreso inmediato a Londres. Entonces le ordenó a su ayuda de cámara que hiciese su equipaje para tenerlo listo y salir en el correo de la noche, se arregló con sus gondoleros pagándoles el triple de la tarifa acostumbrada, y subió a sus habitaciones con paso ligero y un corazón alegre. Allí encontró tres cartas esperándole. Una era de la misma Sybil, llena de comprensión afectuosa y dándole el pésame. Las otras eran de su madre, y del abogado de lady Clementina. Según parecía, la anciana señora cenó con la duquesa aquella misma noche, tuvo seducidos a todos por sus ocurrencias y su esprit, pero se había retirado a su casa, algo temprano, quejándose de ardor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su cama, aparentemente sin haber sufrido algún dolor. En seguida se había mandado llamar a sir Mathew Reid, pero, por supuesto, ya no había nada que hacer, e iba a ser sepultada el día 22 en Beauchamp Chalcote. Unos días antes de morir hizo su testamento, dejándole a lord Arthur su pequeña casa de la calle Curzon, y todo su mobiliario, sus objetos personales y los cuadros, excepto su colección de miniaturas, que deberían pasar a poder de su hermana, lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que había sido dedicado a Sybil Merton. El inmueble no valía gran cosa; pero mister Mansfield, el abogado, manifestaba un deseo extremo de que lord Arthur regresase, a ser posible, en seguida, pues había que liquidar muchas cuentas, y lady Clementina nunca había llevado su contabilidad en forma ordenada.
Lord Arthur se sintió muy con movido al ver cómo lady Clementina lo había recordado tan bondadosamente, y comprendía que mister Podgers era responsable por todo aquello. No obstante su amor por Sybil, domaba sobre cualquiera otra emoción, y el sentirse consciente de que había cumplido con su deber, le daba paz y le prestaba valor. Cuando llegó a Charing Cross, se sentía perfectamente feliz.
Los Merton le recibieron con gran amabilidad. Sybil le hizo prometer que ya nunca permitiría que algo se interpusiese entre ellos, y la boda se fijó para el 7 de junio. De nuevo le pareció la vida luminosa y bella, y su acostumbrado buen humor volvió a él.
Un día, sin embargo, mientras se encontraba en la casa de la calle Curzon, acompañado por el abogado de lady Clementina, y de Sybil, quemando paquetes de cartas borrosas y vaciando cajones donde se fueron guardando cachivaches viejos y otras bagatelas, de pronto la joven lanzó una exclamación alegre.
—¿Qué has encontrado, Sybil? —dijo lord Arthur levantando la vista de su tarea y sonriendo.
—Esta encantadora bonbonnière, de plata, Arthur. ¿No es rara? Parece holandesa. ¡Dámela! Sé que las amatistas no me favorecerán sino cuando haya pasado de los ochenta.
Era la caja que había contenido la cápsula de aconitina.
Lord Arthur se estremeció, y un ligero rubor cubrió sus mejillas.
Casi se había olvidado de lo que había hecho, y le pareció una extraña coincidencia que Sybil, por cuyo bien tuvo que pasar todas aquellas terribles ansiedades, hubiese sido la primera en traérselas a la memoria.
—Por supuesto que puedes quedártela. Yo se la regalé a lady Clem.
—¡Oh!, gracias Arthur; ¿y puedo también quedarme con el bombón? No sabía que a lady Clementina le gustasen los dulces. Creía que era demasiado intelectual.
Lord Arthur se puso intensamente pálido, y una idea horrible cruzó por su mente.
—¿Bombón, Sybil? ¿Qué dices? —murmuró en voz baja y ronca.
—Hay uno dentro; es todo. Parece viejo, está cubierto de polvo y no me da la más mínima gana de comerlo. ¿Qué te pasa, Arthur? ¡Qué pálido estás!
La conmoción de aquel descubrimiento superaba sus fuerzas, y tirando la cápsula al fuego, se dejó caer en el sofá con un sollozo de desesperación.