Al despertar lord Arthur, ya eran las doce, y el sol de mediodía se filtraba en su habitación a través de las cortinas de seda color marfil. Se levantó y fue a mirar por el ventanal. Una neblina de calor flotaba sobre la ciudad y los tejados de las casas parecían de plata oxidada. Allá abajo, entre la fronda verde que el aire agitaba en la plaza, los niños correteaban y se perseguían como mariposas blancas, y las aceras se veían llenas de gente dirigiéndose hacia el parque. Nunca le había parecido la vida tan hermosa, ni lo perteneciente al mal, tan remoto.
Poco después su criado entró trayéndole en una bandeja una taza de chocolate. Después de beberla, descorrió un pesado portiére[14], de felpa color durazno, y entró al baño. La luz penetraba suavemente desde lo alto, a través de unas delgadas losetas de ónice transparente, y el agua en la bañera de mármol tenía los reflejos del ágata lunar.
Lord Arthur se sumergió rápido hasta sentir que el agua fría llegaba a su cuello y a los cabellos, —zambulló completamente la cabeza bajo el agua, como queriendo borrar la mancha de algún recuerdo humillante. Al salir del baño se sentía casi en paz y sereno. La deliciosa sensación física de aquel momento le dominaba por completo, como ocurre frecuentemente en las naturalezas finamente moldeadas, ya que los sentidos, al igual que el fuego, pueden purificar o destruir.
Terminado el desayuno, se extendió sobre un diván y encendió un cigarrillo. En la repisa de la chimenea, revestida de un fino brocado antiguo, descansaba una gran fotografía de Sybil Merton, tal como él la vio por primera vez en el baile de lady Noel. La cabeza pequeña, de forma preciosa, se inclinaba hacia un lado, como si su delicado cuello, a manera de un tierno junco, no pudiese soportar el peso de tanta belleza; los labios estaban ligeramente entreabiertos, y parecían estar hechos para cantar las más dulces melodías; y toda la tierna pureza de la juventud se asomaba maravillada en sus ojos soñadores. Con su suave vestido de crépe de Chine y su abanico en forma de una gran hoja, evocaba una de esas delicadas figurillas que el hombre ha encontrado en los bosques de olivas cerca de Tanagra; y había algo de la gracia griega en su gesto y su actitud. Sin embargo, ella no era tan petite, estaba perfectamente proporcionada —cosa rara en una época en que tantas mujeres, o sobrepasan las proporciones naturales o son insignificantes.
Ahora, al mirarla, lord Arthur sintió que le invadía esa lástima que nace del amor. Se daba cuenta de que casarse con ella, teniendo la amenaza del crimen sobre su cabeza, sería una traición como la de Judas, un pecado más terrible que cualquiera de los cometidos por los Borgia. ¿Qué clase de felicidad podría existir para ellos, cuando en cualquier momento él iba a verse impelido a cumplir la horrorosa profecía escrita en su mano? ¿Qué clase de vida iba a ser la suya, mientras el destino sostuviera su suerte angustiosa en su balanza? El matrimonio debería posponerse, costase lo que costase. Se sentía completamente resuelto a hacerlo así. Aunque amase ardientemente a esta muchacha, y el simple roce de sus dedos cuando estaban sentados uno junto al otro, le causaba una exquisita sensación de placer. Reconocía, no obstante, con toda claridad, cuál era su deber y se daba perfecta cuenta de que no tenía derecho a casarse, mientras no hubiese cometido el asesinato.
Una vez realizado esto, se presentaría ante el altar con Sybil Merton, para poner su vida entre sus manos ya libre del terror de ir a cometer una mala acción. Entonces podría tomarla en sus brazos con la seguridad de que ella nunca iba a avergonzarse de él. Pero primero, la realización de aquello era imperiosa; y mientras más pronto, mejor para ambos.
Muchos hombres en su situación hubieran optado por el sendero florido del goce, que subir los abruptos caminos del deber. Pero lord Arthur era demasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de los principios. En su amor había algo más que una simple pasión, y Sybil simbolizaba para él todo lo que es bueno y noble. Al pronto sintió una repugnancia natural contra aquello para lo cual el destino lo había señalado, pero al poco tiempo esa sensación había desaparecido. Su corazón le decía que no se trataba de un pecado, sino de un sacrificio; su mente le recordaba que no le quedaba abierto otro camino. Tenía que escoger, entre vivir para sí mismo o vivir para los demás, y aunque para él la tarda a realizar fuese terrible, sabía, sin embargo, que no le era dado permitir que el egoísmo triunfase sobre el amor. Tarde o temprano todos estamos llamados a resolver entre lo que se debe, o lo que conviene hacer. Para lord Arthur, ese momento llegó temprano a su vida, antes de que su ser hubiese sido deformado por el cinismo calculador de la edad madura, o su corazón corroído por el superficial egoísmo tan de moda en nuestros días, y no se sentía titubear ante el cumplimiento de su deber. También por fortuna, para él, su carácter no era el de, un soñador, o un ocioso diletante. Si hubiese sido así, habría dudado como Hamlet, y dejado que la falta de resolución echase a perder sus propósitos. Pero él era esencialmente práctico. La vida, a su juicio, significaba acción, más que reflexión. Poseía aquello que es lo más raro: el sentido común.
Las sensaciones de cruel angustia pasadas la noche anterior, ya habían desaparecido por completo, y era casi con un sentimiento de vergüenza que recordaba aquel vagar por las calles, y la ansiedad emocional que le tuvo atenazado. La misma sinceridad de su sufrimiento hizo que todo le pareciese ahora irreal. Se preguntaba cómo pudo haber sido tan tonto de disparatar y sentirse tan fuera de sí por lo que era inevitable. Lo único que todavía le perturbaba era el ignorar quién iba a desaparecer, y no era tan ingenuo como para no saber que el crimen, al igual que las religiones del mundo pagano, exigen una víctima y un sacerdote para el sacrificio. Él, puesto que no era un genio, no tenía enemigos, y además se daba cuenta de que éste no era el momento para satisfacer un rencor o una antipatía, ya que la misión en que estaba comprometido era de una grande y profunda solemnidad. Así pues, formó una lista con los nombres de sus amigos y parientes, en la hoja de un cuaderno de apuntes, y habiéndola examinado detenidamente, decidió en favor de lady Clementina Beauchamp, una anciana encantadora que vivía en la calle Curzon, prima segunda por parte de su madre. Siempre tuvo un gran afecto hacia lady Clem, como la llamaban todos; además él, por su parte, era muy rico, pues al llegar a su mayoría de edad, entró en posesión de la fortuna heredada de lord Rugby, y teniendo esto en cuenta, a nadie le sería posible imaginar que él iba a obtener por la muerte de ella alguna vulgar ventaja pecuniaria. En verdad, mientras más lo pensaba, más le parecía ser la persona indicada. Su conciencia le estaba diciendo que cualquier demora significaba una injusticia hacia Sybil. Entonces se decidió a arreglarlo todo en seguida.
Lo primero que debía hacer era, por supuesto, saldar cuentas con el quiromántico. Inmediatamente se sentó frente a un pequeño escritorio estilo Sharaton que estaba junto al ventanal, y extendió un cheque por ciento cinco libras, pagadero a la orden de mister Septimus Podgers, y poniéndolo dentro de un sobre ordenó a su sirviente que lo llevase a la calle West Moon. Entonces telefoneó a sus cocheras para que le enganchasen el hansom, y se vistió para salir. Al abandonar la habitación se volvió a mirar la fotografía de Sybil Merton y juró, pasase lo que pasase, que nunca le dejaría saber lo que hacía por su bien, sino que mantendría siempre en su corazón el secreto de su sacrificio.
Camino al club Buckingham, se detuvo en una florería, y le envió a Sybil, una cestilla con preciosos narcisos de pétalos blancos y pistilos que parecían ojos de faisán. Al llegar al club, se dirigió en seguida a la biblioteca y tocando el timbre, pidió al mozo que le trajese una limonada y un libro sobre toxicología. Había llegado a la conclusión de que era la mejor forma de llevar a cabo aquel enojoso asunto. Cualquier otra forma en que entrase la violencia personal le resultaba de pésimo gusto; además, le importaba sobremanera no matar a lady Clementina en forma que pudiese atraer la atención pública. Le horrorizaba la idea de convertirse en la principal atracción de las reuniones de lady Windermere, o ver figurar su nombre en las columnas de sociedad, de cualquier periódico vulgar. También debía pensar en el padre y en la madre de Sybil, que eran gente bastante anticuada, y quizá podrían poner objeciones al matrimonio si hubiese alguna sombra de escándalo sobre él, aunque se sentía seguro de que si les contaba todas las circunstancias del asunto, serían los primeros en darse cuenta de los motivos que le habían impulsado a hacerlo. Le asistía toda la razón para decidirse por el veneno. Era lo más seguro y lo más cauto, se realizaba en silencio, y se llevaba a cabo sin necesidad de escenas penosas, a las que, como la mayoría de los ingleses, oponía profundos, grandes reparos.
De la ciencia de los venenos, sin embargo, no conocía absolutamente nada, y como le pareció que al mozo no le era posible encontrar nada sobre este asunto en la biblioteca, más allá de la Guía Ruff, y la revista Baily, comenzó a buscar por sí mismo en los anaqueles, y por fin dio con una edición de la Pharmacopaeia, lujosamente encuadernada, y un ejemplar de la Toxicología de Erskine, editada por sir Mathew Reid, que era presidente del Colegio Real de Medicina, y uno de los más antiguos socios del club Buckingham, y que había sido elegido, por equivocación, en lugar de otro individuo; un contretemps que enfureció de tal manera al Comité, que cuando se presentó el verdadero propietario a ocupar su lugar, fue puesto en la lista negra por unanimidad. Lord Arthur se sentía un poco confuso por los términos técnicos que aparecían en los dos libros, y comenzó a lamentar el no haber puesto mayor atención en el estudio de sus clásicos en Oxford, cuando en el segundo tomo de Erskine se encontró con una muy interesante y completa descripción sobre las propiedades de la aconitina, escrita en un inglés bastante claro. Le pareció que era exactamente la clase de veneno que necesitaba. Era rápido, sin lugar a dudas, casi inmediato en sus efectos; no producía dolor, y cuando se ingería en forma de una cápsula de gelatina, lo más recomendado por sir Mathew, no tenía nada de sabor desagradable. Desde luego anotó en el puño de su camisa la cantidad que era necesaria para una dosis fatal, y volviendo a dejar los libros en su sitio, abandonó el club dirigiéndose hacia arriba de la calle St. James, al establecimiento de Pestle y Humbey, los famosos químicos. Mister Pestle, que siempre atendía personalmente a la aristocracia, se mostró bastante sorprendido ante su cliente, y con una actitud muy cortés y deferente, murmuró algo acerca de la necesidad de presentar una receta médica. No obstante, cuando lord Arthur le explicó que lo que solicitaba era para ser usado en un gran mastín noruego del que tenía que deshacerse porque presentaba ciertas manifestaciones de rabia y que ya había mordido dos veces a su cochero en la pantorrilla, se mostró completamente satisfecho, y felicitó a lord Arthur por sus maravillosos conocimientos en materia de toxicología.
Lord Arthur guardó la cápsula en una bonita bonbonnière de plata que había visto en el escaparate de una tienda en Bond Street, desechando así la fea caja para píldoras del establecimiento Pestle y Humbey, y se dirigió en seguida a la casa de lady Clementina.
—Bien, Monsieur le mauvais sujet[15] —exclamó la anciana señora cuando le vio entrar al salón—. ¿Por qué no me has venido a ver en tanto tiempo?
—Mi querida lady Clem, ya no me queda tiempo para nada —contestó lord Arthur sonriendo.
—¿Tendré que creer, que tú andas todo el día con miss Sybil Merton comprando chiffons[16] y hablando tonterías? No acabo de entender por qué la gente le da tanta importancia a eso de casarse. En mi tiempo nunca soñamos con tanto parloteo y tanto estarse arrullando en público, ni aun siquiera en privado.
—Le aseguro que no he visto a Sybil hace veinticuatro horas, lady Clem. Por lo que sé, creo que está ahora por completo en manos de sus sombrereras.
—Y por supuesto, ésa es la única razón por la cual has venido a ver a una mujer vieja y fea como yo. Me pregunto cómo es posible que vosotros los hombres no toméis nota. On a fait des folies pour moi[17], y aquí estoy, un pobre ser reumático, con una fachada falsa y con mal genio. Que si no fuese por la querida lady Jansen, que me envía todas las peores novelas francesas que caen en sus manos, no creo que podría pasar el día. Los doctores no sirven para nada, excepto para sacarnos sus honorarios. Ni siquiera pueden aliviarme el ardor de estómago.
—Aquí le traigo un remedio que la curará de eso, lady Clem —dijo lord Arthur, muy serio—, es algo extraordinario, inventado por un americano.
—Creo no gustar de los inventos americanos, Arthur. Estoy segura. He leído algunas novelas americanas últimamente, y eran bastante disparatadas.
—¡Ah, pero esto no es disparatado en lo más mínimo, lady Clem! Le aseguro que es un remedio perfecto. Debe prometer que lo va a probar —y lord Arthur sacó de su bolsillo la pequeña caja, y se la entregó.
—Bueno, la cajita es encantadora, Arthur. ¿De veras me la obsequias?, eres muy amable. ¿Y es ésta la medicina maravillosa? Parece un bonbon. Me la tomaré ahora mismo.
—¡Cielo santo! ¡Lady Clem! —gritó lord Arthur deteniéndole la mano—, no debe hacerlo. Se trata de un medicamento homeopático, y si lo toma no sintiendo ese ardor de estómago, le puede hacer un daño terrible. Espere a tener un nuevo ataque, y entonces lo toma. Se quedará sorprendida por los rápidos resultados.
—Me gustaría tomarlo ahora, —replicó lady Clementina, sosteniendo contra la luz la pequeña cápsula transparente que dejaba ver su burbuja flotante de aconitina—. Estoy segura de que es deliciosa. La cosa es que, aunque odio a los doctores, me encantan las medicinas. Sin embargo, la reservaré para mi próxima crisis.
—¿Y cuándo cree usted tenerla? —preguntó ansiosamente lord Arthur—. ¿Será pronto?
—Espero que no sea antes de una semana. Ayer en la mañana la pasé muy mal. Pero una nunca sabe…
—¿Entonces está usted segura de que le volverá a dar otro ataque antes del fin de mes, lady Clem?
—Me lo temo. ¡Pero te muestras muy atento conmigo hoy, Arthur! De veras, Sybil te ha hecho mucho bien. Y ahora debes irte en seguida, porque esta noche voy a cenar con gente muy aburrida, que no comenta los escándalos ni las novedades, y sé que si no duermo mi siesta acostumbrada ahora, no podré mantenerme despierta durante la cena. Adiós Arthur, dale mis cariños a Sybil, y muchas gracias por esa medicina americana.
—¿No olvidará tomarla, lady Clem, verdad? —dijo lord Arthur levantándose de su asiento.
—Claro que no, tonto. Eres muy bueno por acordarte de mí, y te escribiré para decirte si quiero más.
Lord Arthur abandonó la casa muy animado; y con una sensación de inmenso alivio.
Esa misma noche se entrevistó con Sybil Merton. Le contó cómo de pronto se había visto envuelto en una situación terriblemente difícil, y de la cual ni el honor ni el deber le permitían retirarse. Le dijo que el matrimonio tendría que posponerse por el momento, hasta que él se viese libre de esos delicados compromisos, pues no era un hombre libre. Le imploró que tuviese confianza en él, y que no dudase para nada del futuro. Todo saldría bien, pero la paciencia era necesaria.
La escena tuvo lugar en el invernadero de la casa de mister Merton, situada en Park Lane, y en la que lord Arthur había cenado como de costumbre. Sybil nunca había parecido ser más feliz, y por un momento lord Arthur se sintió tentado de portarse como un cobarde, y escribir a lady Clementina que le devolviera la píldora, y dejar que el matrimonio se realizase, como si en el mundo no existiese el tal mister Podgers. Sin embargo, su buen juicio se impuso en seguida, y no flaqueó cuando Sybil se arrojó llorando en sus brazos. Aquella belleza que estremecía sus sentidos, también le tocó la conciencia. Pensó que destrozar una vida tan preciosa, por anticipar unos pocos meses de placer, sería una mala acción.
Permaneció con Sybil hasta cerca de la medianoche, consolándola y consolándose él al mismo tiempo. Muy temprano, a la mañana siguiente, salió rumbo a Venecia, después de haber escrito, en forma varonil, una carta muy caballerosa a mister Merton, explicándole el aplazamiento necesario de su matrimonio.