Diez minutos más tarde, con la cara blanca de terror, y los ojos desorbitados por la angustia, lord Arthur Saville salió precipitadamente de Bentinck House, abriéndose paso a través de los grupos de cocheros y lacayos, envueltos en sus capotes de pieles, bajo los toldos rayados; parecía no ver u oír cosa alguna. La noche estaba en extremo fría, y los mecheros de los faroles de gas que rodeaban la plaza, parpadeaban sacudidos por el viento cortante; pero las manos de lord Arthur ardían de fiebre, y su frente quemaba como el fuego. Caminó sin darse cuenta, casi sin rumbo y con la incertidumbre de un borracho. Un policía se le quedó mirando al pasar, con curiosidad, y un mendigo que salió inclinado del quicio de una puerta, para pedirle limosna, tuvo miedo, al darse cuenta de que existía una miseria mayor que la suya. Por un momento, al llegar bajo un farol se miró las manos, y un débil grito se escapó de sus labios temblorosos.
¡Asesinato! eso es lo que el quiromántico había visto. ¡Asesinato! Parecía como si la misma noche ya estuviese enterada, y la desolación del viento lo gritase en sus oídos. Los oscuros rincones de las callejas parecían desbordar aquella acusación que le gesticulaba desde los tejados de las casas. Fue primero al parque, donde el sombrío boscaje le atraía. Se apoyó exhausto contra la verja, refrescando su frente contra el metal húmedo, y escuchando el trémulo silencio de los árboles. ¡Asesino, asesino!, se repetía, como si dirigiéndose a sí mismo la acusación, pudiese disminuir el horror del vocablo. El sonido de su propia voz le hacía estremecerse, y sin embargo, deseaba que el eco le escuchase, y pudiese despertar a la ciudad adormecida por sus sueños. Sentía un loco deseo de detener al viandante, y contarle todo.
Entonces cruzó hacia la calle Oxford, y estuvo vagando por callejones estrechos y llenos de ignominia. Dos mujeres con los rostros pintados se burlaron de él cuando pasó a su lado. De un patio sórdido y oscuro llegaban los ruidos mezclados con juramentos y golpes, a los que seguían gritos estridentes amontonados, sobre los escalones húmedos de un zaguán, vio las formas de cuerpos encorvadas, vencidos por la miseria y la decrepitud. Un extraño sentimiento de piedad le sobrecogió. ¿Habrían sido aquellas criaturas del pecado y de la miseria predestinadas a semejante final, como él lo era ahora al suyo? ¿Eran ellos como él, sólo títeres dentro de un espectáculo monstruoso?
Y no obstante, no fue ese misterio, sino la comedia del sufrimiento, lo que le hería más; su total inutilidad, su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente le parecía todo!
¡Qué ausencia total de armonía! Se encontraba estupefacto ante la discrepancia reinante entre el optimismo superficial del momento y los hechos reales de la existencia… Él era aún demasiado joven.
Al poco rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calzada silenciosa semejaba una larga cinta de plata brillante, interrumpida aquí y allá por los arabescos de las sombras que se proyectaban meciéndose sobre ella. A lo lejos se veía la curva dibujada por una hilera de farolas cuyos mecheros de gas parpadeaban constantemente, y detenido a la puerta de una casa rodeada por tapias, estaba un hanson[13], con su cochero dormido dentro.
Apresuradamente atravesó en dirección a la Plaza Portland, mirando de vez en cuando a su alrededor, como temiendo que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban dos hombres leyendo un pequeño aviso en una cartelera. Un desconocido impulso de curiosidad se apoderó de él, y se acercó al lugar. Al aproximarse, la palabra «Asesinato», impresa en letras negras, se presentó a sus ojos. Había quedado inmovilizado y sintió enrojecer su rostro. Se trataba de un aviso ofreciendo una recompensa por cualquier informe que facilitase la aprehensión de un hombre de mediana estatura, entre treinta y cuarenta años, que llevaba un sombrero flexible, chaqueta negra, pantalón a cuadros, y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lo leyó repetidas veces, y se preguntaba si al fin aprehenderían al malhechor, y también se sintió perplejo por aquel temor que se iba apoderando de él. Quizá no estaba remoto el momento en que su propio nombre se viese aparecer sobre las paredes de Londres. Algún día, quizá también, se pondría precio a su cabeza.
No supo a dónde fue más tarde; sólo recordaba, en forma imprecisa, haber estado vagando a través de un laberinto de casas sórdidas. Y ya era un amanecer radiante cuando se encontró al fin en Piccadilly Circus. Mientras caminaba lentamente hacia su casa, en dirección a la Plaza Belgrave, pudo ver pasar los pesados carros que iban camino de Covent Garden. Los carreteros, con blusones blancos, sus alegres rostros tostados por el sol, sus hirsutos y rizados cabellos, continuaban aquella marcha lenta restallando sus látigos, y hablando a gritos entre sí. A lomos de un percherón gris, y sujetándose a sus crines fuertemente con sus pequeñas manos, un chiquillo mofletudo, que lucía en su sombrero viejo un fresco ramillete de primaveras, iba dirigiendo al grupo vocinglero, y reía feliz. Los grandes montones de legumbres destacaban contra el cielo matinal, como un hacinamiento de jades verdes sobre el pétalo rosado de una flor maravillosa. Lord Arthur se sintió profundamente conmovido sin poder explicárselo. Percibía algo, en el delicado encanto del amanecer, que le causaba una honda emoción al pensar en cómo el día se abre a la belleza y cómo declina hacia la tormenta. Esta gente del campo, con sus voces broncas, llenas de buen humor, y sus movimientos reposados, ¡qué distinta debían ver a esta Londres! ¡Un Londres libre del pecado nocturno y del humo del día, una ciudad lívida, espectral, una desolada ciudad de tumbas! Se preguntaba qué pensarían de ella, si conocían algo de su esplendor o de su abyección, del impetuoso y ardiente goce de sus alegrías, de su hambre horrorosa, de todo lo que se hace y se aniquila de la mañana a la noche. Es posible que para ellos sólo representase un mercado donde traían a vender sus frutos, donde permanecían, cuando mucho, unas horas, abandonando las calles todavía silenciosas, y las casas aún dormidas.
Sintió cierto placer al verles pasar. En su rudeza, con sus zapatones claveteados y sus maneras torpes, conllevaban en sí algo de la antigua Arcadia. Los sentía cerca de la Naturaleza, y que ella les había enseñado a vivir en paz. Les envidiaba por todo lo que desconocían e ignoraban. Cuando llegó a la Plaza Belgrave, el cielo tenía un pálido tinte azul, y los pájaros comenzaban a gorjear en los jardines.