Capítulo 1

Era la última recepción que daba lady Windermere antes de la Pascua, y Bentinck-House estaba más concurrida que nunca.

Seis miembros del gabinete vinieron directamente una vez terminada la interpelación del speaker[1], con todas sus condecoraciones y bandas. Las mujeres bonitas lucían sus atuendos más elegantes y vistosos, y al final de la galería de retratos, se encontraba la princesa Sofía de Carlsruhe, una señora gruesa, de tipo tártaro, con unos pequeños ojos negros y unas esmeraldas magníficas, hablando con voz aguda en mal francés y riendo sin mesura todo cuanto le decían. En realidad aquello era una espléndida mezcolanza de personas: altivas esposas de pares del reino charlaban cortésmente con violentos radicales. Predicadores populares se codeaban con célebres escépticos. Todo un grupo de obispos seguía, de salón en salón, a una corpulenta prima donna. En la escalera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, disfrazados de artistas, y dicen que el comedor se vio por un momento lleno de genios. En una palabra, era una de las veladas de mayor éxito de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media de la noche.

Inmediatamente después de su partida, lady Windermere regresó a la galería de retratos, donde un famoso economista explicaba, con aire solemne, la teoría científica de la música a un indignado virtuoso húngaro; y comenzó a hablar con la duquesa de Paisley.

Lady Windermere lucía extraordinariamente bella, con su garganta marfilina y de líneas delicadas, sus grandes ojos azules, color miosotis, y los bucles de sus cabellos dorados. Cabellos de oro puro, no de esos que tienen un tono pajizo que hoy usurpan la hermosa denominación del oro, cabellos que parecían tejidos con rayos de sol o bañados en ámbar, cabellos que encuadraban su rostro como un nimbo de santa, con la fascinación de una pecadora. Se prestaba a un interesante estudio psicológico. Desde muy joven, descubrió en la vida la importantísima verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como la indiscreción y, por medio de una serie de escapatorias arriesgadas, inocentes por completo la mitad de ellas, adquirió todas las ventajas de una definida personalidad. Había cambiado más de una vez de marido. En la Guía Social de Debrett, aparecían tres matrimonios a su crédito, pero como no cambió nunca de amante, el mundo dejó de murmurar en sordina sus escándalos. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y la dominaba aquella pasión desordenada por los placeres que constituye el secreto para conservarse joven.

De repente miró ansiosa a su alrededor por el salón, y dijo con una voz clara de contralto:

—¿Dónde está mi quiromántico?

—¿Tu qué, Gladys? —exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario.

—Mi quiromántico, duquesa. Ya no puedo vivir sin él.

—¡Querida Gladys, tú siempre tan original! —murmuró la duquesa, intentando recordar lo que era en realidad un quiromántico, y confiando en que no podía ser lo mismo que un pedicuro[2].

—Viene a verme la mano dos veces por semana, con regularidad —continuó lady Windermere— y es muy interesante lo que estudia en ella.

“¡Dios mío! —pensó la duquesa—. Después de todo debe ser una especie de pedicuro de las manos. ¡Qué terrible! En fin…, supongo que será un extranjero. Así no resultará tan atroz.

—Tengo que presentárselo.

—¡Presentármelo! —exclamó la duquesa—. ¿Quieres decir que está aquí?, y empezó a buscar su abanico de carey y un chal de encaje viejo, preparándose para marchar en seguida.

—Claro que está aquí. No podría dar una sola reunión sin él. Me dice que tengo una mano puramente psíquica, y que si mi dedo pulgar hubiese sido un poco más corto, sería una perfecta pesimista y ya estaría recluida en un convento.

—¡Ah, sí! —exclamó la duquesa tranquilizándose—. Dice la buena ventura, ¿no es eso?

—Y la mala también —respondió lady Windermere—, y otras cosas por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peligro, en tierra y por mar al mismo tiempo. De manera que tendré que vivir en globo, haciéndome subir la comida en una canastilla todas las tardes. Eso está escrito aquí sobre mi dedo meñique o en la palma de la mano; ya no recuerdo dónde.

—Pero verdaderamente eso es tentar a la Providencia, Gladys.

—Mi querida duquesa, la Providencia puede resistir ya, a estas alturas, las tentaciones. Creo que cada quien debía hacerse leer la mano una vez al mes, con objeto de saber qué es lo que no debe hacer. Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar a mister Podgers en seguida, iré yo misma.

—Iré yo, lady Windermere —dijo un joven alto y guapo que estaba presente y que seguía la conversación con una sonrisa divertida.

—Muchas gracias, lord Arthur, pero temo no le reconozca usted. —Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no se me escapará. Dígame únicamente cómo es, y dentro de un momento se lo traigo.

—¡Bueno! No tiene nada de quiromántico. Quiero decir… que no tiene nada misterioso, nada esotérico, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una cabeza cómicamente calva y unas grandes gafas con montura de oro, un personaje entre médico de cabecera y abogado rural. Siento que sea así, pero no es mi culpa. ¡La gente es tan molesta! Todos mis pianistas tienen el tipo exacto de poetas, y todos los poetas, el de los pianistas. Recuerdo que la temporada pasada invité a comer a un horroroso conspirador, hombre que, según se decía, hizo polvo a una infinidad de gente, y llevaba constantemente una cota de mallas y un puñal oculto en la manga de la camisa. ¿Creerán que cuando vino parecía un anciano clérigo, encantador, y estuvo contando chistes toda la noche? La verdad es que estuvo muy divertido, y todo eso; pero yo me sentía terriblemente desilusionada. Cuando le pregunté por su cota de mallas, nada más se rió, y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra… ¡Ah, ya está aquí mister Podgers! Bueno, mister Podgers, desearía que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley… Duquesa, tiene usted que quitarse el guante… No, no, el de la izquierda… el otro…

—Mi querida Gladys, realmente no creo que esto sea debido —replicó la duquesa desabrochando, displicente, un guante de cabritilla, bastante sucio.

—Lo que es interesante nunca está bien —dijo lady Windermere — On a faitle monde ainsi[3]. Pero debo presentarla, duquesa de Paisley… Como diga usted que tiene un monte en la luna más desarrollado que el mío, no volveré a creer en usted.

—Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano —intervino la duquesa en tono solemne.

—Mi señora está en lo cierto —contestó mister Podgers, echando un vistazo sobre la mano regordeta de dedos cortos y cuadrados. El monte de la luna no está desarrollado. Sin embargo, la línea de la vida es excelente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca… gracias… tres rayas clarísimas sobre su rescette[4]… Vivirá hasta una edad muy avanzada, duquesa, y será en extremo feliz… Ambición muy moderada, línea de la inteligencia sin exageración, línea del corazón

—Sea usted discreto mister Podgers —interrumpió lady Windermere.

—Nada sería tan agradable para mí —respondió mister Podgers, inclinándose—, si la duquesa diese lugar a ello; pero siento tener que admitir que descubro una gran constancia en el afecto, combinada con un sentimiento arraigadísimo del deber.

—Siga usted mister Podgers —dijo la duquesa, complacida.

—La economía no es una de sus menores cualidades —continuó mister Podgers, y lady Windermere empezó a reír.

—La economía es un buen hábito —afirmó la duquesa, asintiendo—, cuando me casé con Paisley tenía once castillos, y ni una sola casa en condiciones de vivirse.

—Y ahora tiene doce casas, ni un solo castillo —exclamó lady Windermere.

—Bueno, querida —añadió la duquesa—, me gusta…

—El confort —dijo mister Podgers—. Y los adelantos modernos, y el agua caliente instalada en todos los dormitorios. Mi señora está en lo cierto. El confort es lo único que nuestra civilización nos puede dar.

—Ha descrito usted admirablemente el carácter de la duquesa, mister Podgers, y ahora tiene usted que decirnos el de lady Flora —y respondiendo a un gesto de cabeza de la sonriente anfitriona, una muchacha alta, con cabellos de color de arena dorada, muy escocesa, de hombros cuadrados, salió de detrás del sofá con un andar desmañado, y tendió su mano larga, huesuda, y de dedos espatulados.

—¡Ah! ¡Una pianista!, ya veo —exclamó mister Podgers—, una excelente pianista pero quizá apenas musical. Muy reservada, muy honrada, y con un gran cariño por los animales.

—¡Eso justamente! —exclamó la duquesa, volviéndose hacia lady Windermere—. ¡Absolutamente cierto! Flora tiene dos docenas de perros Collie en Macloskie, y convertiría nuestra casa de campo en una ménagerie, si su padre se lo consintiese.

—Bueno, eso es lo que hago yo con mi casa todos los jueves en la noche —dijo riendo lady Windermere—, nada más que a mí me gustan más los leones que los perros Collie.

—Ese es su error, lady Windermere —murmuró mister Podgers— haciendo una pomposa reverencia.

—Si una mujer no puede prestar encanto a sus errores, entonces no es más que una simple hembra —fue la contestación—. Pero deberá usted leer más manos para divertirnos. Venga acá, sir Thomas, enséñele la suya a mister Podgers. —Y un original tipo de anciano, ataviado con un chaqué blanco, se aproximó presentando una gruesa mano tosca, cuyo dedo medio era notablemente alargado.

—Una naturaleza de aventurero; cuatro largos viajes en el pasado, y otro por venir. Se ha encontrado en tres naufragios. No, sólo en dos; pero está en peligro de un naufragio en su próximo viaje. Es un convencido conservador, muy puntual y con una verdadera pasión por coleccionar curiosidades. Padeció una seria enfermedad entre los dieciséis y los dieciocho años. Heredó una gran fortuna alrededor de los treinta. Gran aversión a los gatos y a los radicales.

—¡Extraordinario! —exclamó sir Thomas—. Debe leer también la mano de mi esposa.

—Su segunda esposa —dijo tranquilo mister Podgers, mientras tenía aún la mano de sir Thomas entre las suyas—. Su segunda esposa; encantado.

Pero lady Marvervel, una mujer de aire melancólico, de pelo castaño y pestañas sentimentales, se negó rotundamente a exponer su pasado o su futuro; y pese a los esfuerzos de lady Windermere, no pudo convencer a monsieur de Koloff, el embajador de Rusia, ni siquiera a sacarse los guantes. La verdad es que muchas personas parecían tener miedo a ponerse frente a aquel hombrecillo extraño, y de sonrisa estereotipada, de ojos como cuentas brillantes detrás de sus lentes sostenidos por montura dorada; y cuando dijo a la pobre lady Fermor, frente a todos los presentes, que no le interesaba la música en lo más mínimo, pero que le interesaban en extremo los músicos, todo el mundo se dio cuenta de que la quiromancia era una ciencia demasiado peligrosa, una ciencia que no debería alentarse, excepto en un téte-à-téte muy íntimo.

Sin embargo, lord Arthur Saville, que no se enteró de la triste anécdota de lady Fermor, y que había estado observando a mister Podgers con gran interés, se sentía lleno de una inmensa curiosidad por que le leyesen su mano, pero al mismo tiempo algo avergonzado de ser él mismo quien se ofreciese a ello, cruzó el salón para acercarse al lugar donde se encontraba lady Windermere, y encantadoramente ruborizado, le preguntó si creía que mister Podgers no iba a negarse a leer su mano.

—Claro que no se negará —dijo lady Windermere—, para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, son leones amaestrados, y saltan a través de aros cuando se los ordeno. Pero debo advertirle antes, que le voy a decir todo a Sybil. Va a venir a almorzar conmigo mañana, vamos a hablar de sombreros, y si mister Podgers encuentra que usted tiene mal genio, o tendencia a padecer de gota, o una esposa que vive en Bayswater[5], se lo contaré todo.

Lord Arthur sonrió moviendo la cabeza:

—No temo a nada —dijo—, Sybil me conoce tan bien como la conozco yo a ella.

—¡Ah!, me siento un poco decepcionada de oírle a usted eso. El debido fundamento, para un buen matrimonio, es la mutua incomprensión. No, no soy nada cínica, nada más he adquirido experiencia que, sin embargo, viene a ser lo mismo. Mister Podgers, lord Arthur Saville se muere porque le lea usted la mano. No vaya usted a decirle que está comprometido con una de las muchachas más bellas de Londres, porque ya eso se publicó en el Morning Post hace un mes.

—Querida lady Windermmere —dijo la marquesa de Jedburgh—, permita que mister Podgers se quede otro rato más. Me acaba de decir que yo debería figurar en la escena y estoy tan interesada…

—Si le ha dicho eso, lady Jedburgh, me lo voy a llevar de aquí. Venga acá mister Podgers, y lea la mano de lord Arthur Saville.

—Bueno —replicó lady Jedburgh, haciendo un pequeño moue[6] y levantándose del sofá—, si no me dejan figurar en la escena, por lo menos me dejarán formar parte del público.

—Claro; todos vamos a formar parte del público —dijo lady Windermere—. Y ahora mister Podgers, no deje de decirnos algo agradable. Lord Arthur es uno de mis favoritos privilegiados.

Pero cuando mister Podgers vio la mano de lord Arthur, palideció notablemente, y no dijo nada. Un estremecimiento pasó por él, y sus espesas cejas se fruncían nerviosas, denotando aquella irritabilidad que se apoderaba de él cuando se sentía perplejo. Entonces aparecieron unas gotas de sudor en su frente amarillenta, semejaban un rocío malsano, y sus gruesos dedos estaban fríos y pegajosos.

A lord Arthur no escaparon estos síntomas de agitación y ansiedad, y por primera vez en su vida, sintió miedo. Su primer impulso fue el de escapar de aquel salón, pero se contuvo. Era mejor conocer la verdad, aunque fuese lo peor, fuese lo que fuese, que quedar en una odiosa incertidumbre.

—Estoy esperando, mister Podgers —dijo.

—Todos estamos esperando —exclamó lady Windermere, con aquella manera brusca e impaciente que la caracterizaba. Pero el quiromántico no contestó palabra.

—Creo que Arthur también debería estar en la escena —dijo lady Jedburgh y claro, eso, después de su regaño, mister Podgers teme decírselo.

De pronto mister Podgers soltó la mano derecha de lord Arthur, y le tomó la izquierda, inclinándose tanto para examinarla, que los aros dorados de sus lentes casi la tocaban. Por un instante su rostro pareció una blanca máscara de horror, pero en seguida recobró su sangfroid[7], y mirando a lady Windermere, dijo con una sonrisa forzada:

—Es la mano de un joven encantador.

—¡Por supuesto que sí! —replicó lady Windermere—, ¿pero será también un esposo encantador? Eso es lo que quiero saber.

—Todos los jóvenes encantadores, lo son —dijo mister Podgers.

—Yo no creo que un esposo deba ser tan fascinante —murmuró lady Jedburgh con aire pensativo—, es tan peligroso…

—Criatura querida, nunca son tan fascinantes como para eso —contestó lady Windermere— pero lo que yo quiero saber son detalles. Los detalles son lo único que interesa. ¿Qué es lo que le va a pasar a lord Arthur?

—Bueno, en los próximas meses, lord Arthur va a hacer un viaje…

—¡Oh por supuesto, su luna de miel!

—Y va a perder a un familiar.

—¡No a su hermana! ¿Verdad? —exclamó lady Jedburgh, con tono de voz lastimero.

—Desde luego que a su hermana no —contestó mister Podgers, con un despreciativo gesto de la mano—; se trata de un familiar lejano.

—Bien, pues yo estoy muy desilusionada —añadió lady Windermere—. No tengo absolutamente nada que contarle a Sybil mañana. A nadie le importan los parientes lejanos hoy día. Ya hace años que pasaron de moda. No obstante, creo que será mejor que tenga a mano un vestido de seda negra; siempre es útil para ir a la iglesia; usted sabe… Y ahora pasemos a cenar. De seguro que ya se habrán comido todo; pero quizá todavía encontremos algo de sopa caliente. François solía hacer una sopa excelente, pero ahora está tan ocupado con la política, que ya no estoy segura de lo que hace. Ojalá que el general Boulanger se esté tranquilo. Duquesa, ¿no está usted cansada?

—Para nada, querida Gladys —contestó la duquesa, dirigiéndose hacia la puerta—. Me he divertido muchísimo, y el quiropodista[8], quiero decir, el quiromántico, es extraordinariamente interesante. Flora, ¿dónde estará mi abanico de carey?, ¿y mi chal de encaje, Flora? Oh, gracias, sir Thomas, muy amable. —Y la importante dama por fin bajó las escaleras, no sin haber dejado caer dos veces su pomo de sales aromáticas.

Durante todo ese tiempo, lord Arthur Saville había permanecido en pie junto a la chimenea, con la misma sensación de temor y con aquel malestar del que siente aproximársele algo malo. Sonrió con tristeza a su hermana que pasó a su lado tomada del brazo de lord Plymdale, luciendo preciosa en su vestido de brocado rosa y adornada con perlas. Casi no oyó a lady Windermere cuando le llamó para que la siguiese. Pensaba en Sybil Merton, y la idea de que algo pudiese interferirse en su amor, hacía que las lágrimas nublasen sus ojos.

Podría decirse, al mirarle, que Némesis había arrebatado a Pallas su escudo, y le había mostrado la cabeza de la Gorgona[9]. Parecía petrificado y su fisonomía triste semejaba tallada en mármol. Hasta entonces vivió una existencia llena de lujo, con los detalles del sibarita, tal como correspondía a un joven de su rango y fortuna; una vida perfecta por verse libre de preocupaciones deprimentes, amparada por su hermosa y juvenil insouciance[10]; y era ahora cuando se daba cuenta, por primera vez, del terrible misterio del destino y el horrendo significado del mismo.

¡Todo ello le parecía enloquecedor y monstruoso! ¿Sería posible que en su mano se hallase escrito, en caracteres que él no podía descifrar, algún pecado secreto, o el signo de algún crimen sangriento? ¿No existiría la fórmula para poder escapar a todo aquello? ¿No sería posible que fuésemos superiores a las piezas de ajedrez, movidas por un poder oculto? ¿Recipientes que el alfarero moldea a su gusto para que sean alabados o despreciados? Su razón se revelaba contra esto, y sin embargo, percibía que una tragedia estaba suspendida sobre su existencia, y que inopinadamente había sido destinado a soportar una carga intolerable. ¡Los actores tienen tanta suerte! Pueden elegir entre aparecer en una tragedia o un sainete, entre sufrir o ser felices, reír o derramar lágrimas. Pero en la vida real es muy distinto. La mayoría de los hombres y las mujeres se ven forzados a desempeñar papeles para los cuales no están capacitados. Nuestros Guildenstern[11] desempeñan papeles de Hamlet, o nuestros Hamlet tienen que hacer bufonadas como el príncipe Hal[12]. El mundo es un escenario, pero el reparto de la obra está mal hecho.

De repente mister Podgers entró al salón. Cuando vio a lord Arthur se detuvo, y su rostro rudo y redondo se hizo de un verde amarillento. Los ojos de los dos hombres se encontraron, y por un momento permanecieron silenciosos.

—La duquesa ha olvidado uno de sus guantes aquí, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve —dijo por fin mister Podgers—. ¡Ah, ahí lo veo, en el sofá! Buenas noches.

—Mister Podgers, le pido que conteste inmediatamente a una pregunta que deseo hacerle.

—Será en otra ocasión, lord Arthur, pero la duquesa está impaciente. Creo que debo retirarme.

—No se irá, la duquesa no tiene ninguna prisa.

—A las damas no se las debe hacer esperar, lord Arthur —contestó mister Podgers con su sonrisa desagradable—. El bello sexo es dado a la impaciencia.

Los labios finamente cincelados de lord Arthur hicieron un petulante gesto de desprecio. La pobre duquesa le parecía no tener importancia en aquellos instantes. Cruzó el salón para acercarse al lugar donde mister Podgers permanecía en pie, y extendió su mano.

—Dígame lo que ha visto ahí —dijo—. Dígame la verdad. Debo saberla. No soy un niño.

Los ojos de mister Podgers pestañearon tras sus lentes dorados, y descansaba, ya en un pie, ya en otro, con un aire perplejo, mientras sus dedos jugaban nerviosos con la deslumbrante cadena de su reloj.

—¿Qué le induce a pensar que he visto algo especial en su mano, lord Arthur, que no sea lo que ya le he dicho?

—Sé que es así, e insisto en que me diga lo que es. Le pagaré. Le daré un cheque por cien libras.

Los ojos verdes brillaron por un momento, y después se tornaron sombríos.

—¿Guineas? —preguntó mister Podgers en voz baja.

—Claro. Le enviaré un cheque mañana. ¿A qué club pertenece?

—No pertenezco a ninguno. Bueno, es decir, por el momento —y sacando de la bolsa de su chaleco una cartulina con borde dorado, mister Podgers la entregó a lord Arthur, con una profunda inclinación. En ella se leía: «Mr. Septimus R. Podgers, Professional Chiromantist, 1030 West Moon Street».

—Mi horario es de diez a cuatro —murmuró mister Podgers, mecánicamente— y hago rebajas cuando se trata de una familia.

—Dese prisa —contestó lord Arthur, que se veía muy pálido, extendiendo su mano.

Mister Podgers paseó nervioso la mirada a su alrededor, y corriendo el pesado portière sobre la puerta, dijo:

—Tomará algo de tiempo, lord Arthur, será mejor que se siente.

—Dese prisa, señor —replicó lord Arthur, golpeando impaciente, con el pie, el piso encerado.

Mister Podgers sonrió, y sacando del bolsillo del chaleco una pequeña lente de aumento, la limpió con su pañuelo poniendo en ello mucho cuidado.

—Estoy listo —dijo.