Séptima confrontación

3 de julio, 10:45 horas

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Schofield se rearmó.

Libro II y Juliet estaban heridos, así que tendría que entrar al complejo solo.

Recuperó su Maghook de Libro y se lo metió en la funda de la espalda. También cogió el P-90 que Seth Grimshaw había sacado del complejo. Solo le quedaban cuarenta balas, pero era mejor que nada. Se metió la M9 de Libro y su Desert Eagle en las fundas que llevaba a la altura de los muslos. Y, por último, cambió sus auriculares y micrófono de muñeca (dañados por el agua) por la unidad de Juliet, plenamente operativa.

Libro y Juliet permanecerían en la torre, armados con un P-90, protegiendo al presidente, al balón nuclear y a Kevin hasta que las fuerzas del ejército y los marines llegaran a la base.

Schofield sacó el móvil de Nicholas Tate y marcó el número del operador. La voz de Dave Fairfax interrumpió al momento la llamada.

—Señor Fairfax, necesito un favor.

—¿Cuál?

—Necesito los códigos de anulación del cierre del Área 7, los códigos que desactivan el mecanismo de autodestrucción. Me imagino que no estarán en un libro ni nada por el estilo. Va a tener que meterse en la red local y sacarlos de alguna manera.

—¿De cuánto tiempo dispongo? —preguntó Fairfax.

—Tiene exactamente diecinueve minutos.

—Ya estoy en ello.

Fairfax colgó.

Schofield metió un cargador nuevo en la M9. Mientras lo hacía, una figura se colocó junto a él.

—Yo también creo que está viva —dijo Kevin de repente.

Schofield alzó la vista y observó al crío durante unos instantes.

—¿Cómo sabías que estaba pensando en eso?

—Lo sé. Siempre lo sé. Sabía que el doctor Botha estaba mintiendo a los hombres de la Fuerza Aérea. Y también supe que eras un buen hombre. No sé qué piensa exactamente una persona, solo lo que está sintiendo en ese momento. Ahora mismo estás preocupado por alguien, alguien que te importa. Alguien que sigue dentro.

—¿Así supiste que era yo en el transbordador espacial?

—Sí.

Schofield terminó de cargar sus armas.

—¿Algún último consejo? —le preguntó a Kevin.

El niño le dijo:

—La vi una vez, cuando los dos estabais contemplando mi cubo. Solo percibí una cosa: le gustas, le gustas de verdad. Así que será mejor que la salves.

Schofield le sonrió.

—Gracias.

Y entonces se fue.

Primero intentó abrir la entrada de la puerta superior.

Nada.

César había cambiado el código (todo apuntaba a que manualmente). Fairfax no disponía de tiempo suficiente para descifrar ese código.

Eso dejaba a Schofield con una sola opción: el conducto de la salida de emergencia.

Schofield corrió al helicóptero Penetrator que César había abandonado fuera.

Eran las 10:48.

Dos minutos después el Penetrator de César, pilotado en esos momentos por Schofield, aterrizó junto al conducto de emergencia, levantando un remolino de arena y polvo.

No le costó mucho encontrarlo. El biplano color lima del señor Hoeg, que seguía allí estacionado, revelaba inequívocamente su ubicación.

Tan pronto como el helicóptero tocó el suelo, Schofield salió de él y echó a correr hacia el conducto.

Saltó a la zanja y desapareció a la carrera por el interior de la puerta de acero abierta.

Eran las 10:51 cuando Schofield salió a las vías de los raíles en equis del nivel 6, completamente a oscuras, con el arma en ristre.

La oscuridad era total, salvo por la luz de la linterna del cañón de su P-90.

Vio cuerpos en el suelo, sombras bajo aquella tenue luz: los restos de las batallas anteriores.

La Fuerza Aérea contra el servicio secreto.

Los sudafricanos contra la Fuerza Aérea.

Schofield y sus marines frente a la Fuerza Aérea.

Dios santo…

Pero había algo más que le agobiaba. Kevin estaba en lo cierto. Además de salvar la vida a César Russell, Schofield tenía un motivo bastante más personal para acceder al Área 7 de nuevo.

Quería encontrar a Libby Gant.

No sabía qué había sido de ella tras la detonación de la granada con el sinovirus en el hangar principal, pero se negaba a creer que estuviera muerta.

Schofield se llevó el micro de la muñeca a la boca.

—Zorro. Zorro. ¿Estás ahí? Soy Espantapájaros. Estoy dentro. ¿Me recibes?

En algún oscuro lugar del Área 7, Libby Gant se despertó cuando una voz invadió sus sueños.

—¿Me recibes?

Llevaba inconsciente casi una hora y no tenía ni idea de dónde estaba o qué le había ocurrido.

Lo último que recordaba era que se encontraba dentro de la sala de control de la planta superior y que había visto algo importante y entonces…

Nada. Oscuridad.

Mientras se espabilaba, vio que seguía llevando el traje amarillo de protección química y biológica, salvo el casco. Alguien se lo había quitado.

Fue solo entonces cuando sintió el dolor en sus hombros. Gant abrió los ojos del todo…

Y un escalofrío le recorrió la espalda.

La mitad superior de su cuerpo estaba inmovilizada, atada a dos vigas de acero que alguien había colocado en forma de equis. Tenía las muñecas por encima de la cabeza, en modo crucifixión, sujetas a los brazos de la cruz con cinta americana, mientras que más cinta le inmovilizaba el cuello en el punto donde se unía la equis. Sus piernas, también inmovilizadas con cinta americana a la altura de los tobillos, se extendían ante sus ojos.

Gant comenzó a hiperventilar.

¿Qué demonios era eso?

Estaba prisionera. De alguien.

Mientras colgaba de la cruz, impotente, con los ojos como platos y aterrada, comenzó a recuperar lentamente los sentidos. Miró a su alrededor.

De lo primero que se percató fue de que aquel lugar carecía de luz eléctrica. Tres pequeñas hogueras iluminaban el área en la que se encontraba.

Fue gracias a esas hogueras que vio a Hagerty.

El coronel Acero Hagerty estaba a su derecha, también crucificado, con las piernas extendidas sobre el suelo y los brazos estirados en su propia cruz. Tenía los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Gemía cada pocos segundos.

Gant observó la habitación.

Estaba sentada bajo una especie de saliente, una sombra oscura; delante de ella había una estructura similar a un estrado. En ese estrado había juguetes de niño desperdigados y fragmentos de vidrio.

Gant supo entonces dónde se encontraba.

Estaba en el área donde se hallaba el cubo esterilizado de Kevin. En esos momentos debía de estar justo debajo del laboratorio de observación desde el que se podía contemplar el cubo, bajo el saliente que este conformaba.

Y entonces Gant vio a una tercera persona crucificada en la sala y soltó un grito ahogado de repulsión.

Era el coronel de la Fuerza Aérea, Jerome Harper.

O lo que quedaba de él.

Yacía a la izquierda de Gant, bajo el saliente, y sus brazos también estaban inmovilizados en la cruz con cinta americana por encima de su cabeza, que se inclinaba hacia delante (todo lo que la cinta que le rodeaba el cuello le permitía).

Pero fue su mitad inferior lo que llamó la atención de Gant.

A Harper le faltaban las piernas.

No, no le faltaban.

Se las habían cortado.

La mitad inferior del coronel había sido brutalmente mutilada, cual animal en el matadero, a la altura de las caderas. La zona de la cintura era una hedionda masa sangrienta que terminaba en el hueso curvado de su columna vertebral.

Era la cosa más asquerosa que Gant había visto en toda su vida.

Siguió recorriendo la habitación con la mirada, y entonces fue consciente de la cruda realidad.

Era la prisionera de un monstruo. De un individuo que, hasta ese día, había estado encerrado en el Área 7.

Lucifer Leary.

El cirujano de Phoenix.

El asesino en serie que había aterrorizado a los autoestopistas en la interestatal de Las Vegas y Phoenix, el otrora estudiante de medicina que raptaba a sus víctimas, las llevaba a su casa y se comía sus miembros delante de ellas.

Gant miró a su alrededor horrorizada.

Leary (que, por lo que recordaba, era un hombre alto, de al menos dos metros cinco, con un horrendo y horripilante tatuaje en la cara) no estaba por ningún lado.

Salvo por Hagerty y ella, el laboratorio de observación estaba completamente vacío.

Lo que, por extraño que pueda parecer, le resultaba más aterrador si cabía.

* * *

Schofield corrió a la escalera del extremo este del nivel 6.

Tenía que llegar a la sala de control del hangar principal para introducir los códigos de finalización antes de las 11:05 o, si no podía lograrlo, capturar a César y sacarlo del Área 7 antes de que la cabeza nuclear estallara a las 11:15.

Abrió la puerta que daba al hueco de la escalera y se topó con un enorme oso negro, erguido sobre sus cuartos traseros, que comenzó a rugir y a mostrarle sus enormes fauces.

Schofield se arrojó tras el borde de la plataforma de raíles en equis cuando la familia de osos salió del hueco de la escalera: papá oso, mamá osa y tres ositos, todos en fila.

Nicholas Tate había dicho la verdad.

Había osos sueltos.

Papá oso pareció olfatear el aire. Pero a continuación se dirigió hacia el oeste, hacia el otro extremo de la estación subterránea, seguido de su carnada.

Tan pronto como estuvieron a una distancia prudente, Schofield corrió de nuevo hacia las escaleras.

Dave Fairfax tecleaba frenéticamente en su superordenador.

Tras cinco minutos de trabajo, el ordenador había encontrado un número de origen que representaba el código de cancelación de la autodestrucción del Área 7.

No era un mal avance. Solo había un problema.

El número tenía seiscientos cuarenta millones de dígitos.

Siguió tecleando.

10:52.

Schofield subió corriendo el hueco de la escalera, en una oscuridad casi total, mientras el haz de luz de su linterna temblaba.

Mientras corría, intentó contactar con Gant.

—Zorro. Aquí Espantapájaros. ¿Me recibes? —susurró—. Repito. Zorro, aquí Espantapájaros…

Sin respuesta.

Pasó junto a la puerta de incendios del nivel 5 (la puerta por la que se filtraba el agua) y llegó a la puerta del nivel 4, el nivel del laboratorio. Siguió subiendo.

Al otro lado del nivel 4, Gant oyó la voz de nuevo. Sonaba floja y lejana.

—Repito. Zorro, aquí Espantapájaros… Espantapájaros…

La voz provenía del auricular de Gant, que le colgaba del oído. Debía de habérsele soltado cuando su captor la había golpeado y dejado inconsciente.

Gant se miró la muñeca izquierda, inmovilizada con cinta americana a la viga.

Todavía llevaba el micro de muñeca del servicio secreto, pero no había manera de poder llevárselo a los labios, y el micro solo funcionaba a corto alcance.

Así que comenzó a dar golpecitos con el dedo en la parte superior del micrófono.

Schofield llegó a la puerta situada en el suelo que daba al nivel 2 y de repente se detuvo.

Le había parecido oír unos golpecitos por el auricular. Golpes cortos y largos. Código morse.

Y decía:

—Z-O-R-R-O. Z-O-R-R-O…

—Zorro, ¿eres tú? Un golpe si es «no», dos si es «sí».

Tap-tap.

—¿Estás bien?

Tap.

—¿Dónde estás? Dime el nivel en el que te encuentras.

Tap-tap-tap-tap.

10:53.

Schofield irrumpió por la puerta de incendios del nivel 4, examinando la zona de descompresión a través de la mira de su arma.

Estaba oscuro.

Muy oscuro.

Esa sección del nivel estaba completamente desierta (la cámara de descompresión estaba vacía, al igual que las cámaras de pruebas situadas enfrente y las pasarelas superiores). La puerta corrediza horizontal del suelo (la que conducía al nivel 5, el nivel de las celdas y los presos) seguía abierta, sin embargo.

La altura del agua del nivel 5 había aumentado considerablemente durante las últimas horas. En esos momentos llegaba al suelo del nivel 4. Pequeñas olas de un negro profundo chapaleaban contra los bordes de la abertura horizontal de manera que esta parecía una pequeña piscina rectangular.

El nivel 5 estaba totalmente anegado en esos momentos.

Schofield pasó junto al acceso horizontal lleno de agua cuando de repente algo chapoteó en ella. Schofield se volvió rápidamente con el arma en posición de disparo, pero lo que quiera que hubiese sido ya no estaba allí.

Eso no era lo que necesitaba.

Complejo a oscuras. Osos por las escaleras. César y Logan en algún lugar de la base. Agua por todas partes. Por no mencionar la posible presencia de más presos.

Fue hasta la pared que dividía el nivel 4 en dos, abrió la puerta y levantó su arma.

Vio al instante a Gant, en el extremo más alejado, tras los restos del cubo de Kevin, inmovilizada sobre una extraña cruz de acero.

* * *

Schofield cruzó a la carrera la zona de observación y se puso de rodillas delante de Gant.

Cuando se colocó ante ella, soltó el P-90, le sujetó con cuidado el rostro entre sus manos y, sin pensárselo dos veces, la besó en los labios.

Al principio Gant se quedó algo sorprendida, pero al instante fue consciente de lo que estaba ocurriendo y lo besó.

Cuando se retiró, Schofield vio a los dos hombres a ambos lados de Gant.

Primero vio a Hagerty, inconsciente, también crucificado.

Entonces vio el cadáver del coronel Harper, vio su cuerpo salvajemente mutilado y su coxis al descubierto.

—Joder… —musitó.

—Rápido —dijo Gant—. No disponemos de mucho tiempo. Regresará pronto.

—¿Quién? —preguntó Schofield mientras comenzaba a quitarle la cinta americana de la garganta.

—Lucifer Leary.

—Oh, mierda… —Schofield intentó ir más rápido. Primero le quitó la cinta del cuello. Fue a soltarle las muñecas…

Cuando oyó un estruendo proveniente del interior de las paredes.

Schofield y Gant alzaron la vista, horrorizados.

—El elevador de aviones… —dijo Schofield.

—Debe de haber ido arriba —dijo Gant—. Y ahora ha regresado. Deprisa…

Schofield siguió despegando la cinta de la muñeca izquierda de Gant, pero estaba demasiado apretada. Estaba tardando demasiado tiempo…

Se volvió y vio algunos fragmentos de vidrio del cubo de Kevin, fragmentos que podía usar para cortar la cinta. Fue hasta allí y rebuscó hasta dar con el más afilado. Encontró uno justo cuando Gant gritó su nombre. Se puso de pie y se dio la vuelta…

Ante él se hallaba un hombre extremadamente alto y corpulento.

Schofield se quedó petrificado.

Allí estaba, ante Schofield, a menos de un metro de distancia, con su rostro oculto tras las sombras, completamente inmóvil. Se cernía amenazador sobre él, observándolo en silencio. Schofield no lo había oído llegar.

—¿Sabes por qué la comadreja nunca roba nada de los nidos de cocodrilos? —preguntó aquel hombre envuelto en sombras. Schofield ni siquiera vio que se le moviera la boca al hablar.

Schofield tragó saliva.

—Porque —dijo el hombre— nunca sabe cuándo va a regresar el cocodrilo.

Y entonces el gigante se colocó junto a una de las hogueras y Schofield vio el rostro más terrible y maléfico que había contemplado nunca. Aquel rostro era enorme, al igual que su propietario, y tenía un espantoso tatuaje negro que le cubría todo el lado izquierdo y que representaba cinco zarpazos de garras.

Lucifer Leary.

Era enorme. Medía al menos dos metros siete, de espaldas anchísimas y piernas como troncos de árbol. Le sacaba más de una cabeza a Schofield. Llevaba los pantalones de tela vaquera azul de los presos y una camisa de color azul cielo sin las mangas. Sus ojos, negros, no revelaban señal alguna de humanidad, tan solo contemplaban a Schofield como esferas negras y vacías.

Entonces Leary abrió la boca y sonrió de manera amenazadora, mostrando unos dientes amarillentos y apestosos.

El efecto fue cautivante, casi hipnótico.

Schofield miró a Gant, al P-90 que había dejado en el suelo junto a ella. Entonces, en lo que creyó que había sido un movimiento rápido, sacó las dos pistolas de las fundas de los muslos.

Las pistolas apenas llegaron a salir de sus fundas. Leary se había anticipado a su acción.

Rápido como una serpiente de cascabel, se abalanzó sobre Schofield y cerró sus puños alrededor de las manos de este, inmovilizándole las muñecas.

Y entonces el gigante comenzó a apretar.

Schofield nunca había sentido un dolor tan intenso en toda su vida. Se desplomó de rodillas con la mandíbula apretada. Notó que sus manos dejaban de recibir sangre. Era como si los dedos le fueran a estallar.

Soltó las pistolas, que cayeron al suelo. Leary las apartó de una patada.

Entonces, ya sin pistolas, cogió a Schofield por la garganta, levantándolo del suelo, y lo arrojó al estrado donde se hallaba el cubo de Kevin.

Schofield rodó por el suelo antes de darse contra una parte del cubo que aún seguía en pie y precipitarse al extremo más alejado del estrado.

Lucifer fue tras él. Los fragmentos del cubo crujieron bajo sus pisadas.

Schofield gimió e intentó ponerse en pie. No tenía que haberse molestado. En cuestión de segundos, Leary ya estaba allí.

Levantó a Schofield del suelo, agarrándolo por el uniforme de combate, y lo golpeó con fuerza en el rostro.

Gant solo podía observar impotente (con las manos atadas y el P-90 de Schofield a escasos centímetros de ella) cómo Lucifer golpeaba a Schofield.

La pelea solo era en una dirección.

Lucifer lo golpeó y Schofield cayó al suelo.

Lucifer dio un paso adelante y Schofield intentó ponerse en pie.

Y entonces Lucifer lanzó a Schofield por la entrada que dividía el nivel 4. Schofield rodó por el suelo del área de descompresión.

Lucifer fue tras él.

Otra patada y Schofield rodó (sangrando y boqueando) hasta el borde de la entrada horizontal del suelo, llena hasta los topes de agua.

Y entonces, de la nada, una cabeza de reptil salió del agua y se abalanzó sobre la cabeza de Schofield.

Schofield giró con rapidez, evitando las fauces del reptil justo cuando estas se cerraron a menos de tres centímetros de su cara.

¡Joder!

Era un dragón de Komodo. El lagarto de mayor tamaño del mundo, un conocido depredador de hombres. El presidente había dicho que guardaban algunos allí, junto con los osos Kodiak, en las jaulas del nivel 5, para el proyecto del sinovirus.

Los cierres eléctricos de las jaulas, al parecer, tampoco habían sobrevivido al corte de electricidad.

Cuando Lucifer vio el dragón de Komodo en el agua, una leve sonrisa recorrió su atroz rostro.

Cogió a Schofield, lo levantó del suelo y lo sostuvo por encima de la entrada horizontal infestada de reptiles.

Mientras pendía sobre el agua, pataleando e intentando zafarse de los puños de Lucifer, Schofield vio los cuerpos de al menos dos dragones en el agua.

Entonces, sin pensárselo demasiado, Lucifer soltó a Schofield.

Schofield cayó al agua un instante antes de que Lucifer pulsara un botón en el suelo junto a la puerta que hizo que esta se cerrara como las puertas de los garajes.

En cuestión de segundos la puerta se cerró.

Cerrada. Sellada.

Lucifer rompió a reír cuando oyó los puños de Schofield golpear la parte inferior de la puerta corredera y el golpeteo de las aguas: el sonido de los dragones disponiéndose a atacar a aquel estúpido marine.

Lucifer sonrió.

A continuación regresó al otro extremo del nivel 4, donde le aguardaba el placer de mutilar a aquella hermosa soldado.

* * *

Libby Gant soltó un grito ahogado de horror cuando Lucifer Leary regresó solo al área de observación del nivel 4.

No.

Lucifer no puede…

No…

El gigantesco asesino en serie recorrió con paso seguro la sala con la cabeza agachada y los ojos fijos en Gant.

Se puso de rodillas delante de ella y acercó su rostro. Su aliento era hediondo, apestaba a carne humana.

Le acarició el pelo.

—Es una lástima —dijo— que tu caballero de reluciente armadura no fuera el valiente guerrero que creía ser. Así que ahora que estamos solos los dos… podremos conocernos mejor.

—Lo dudo —dijo una voz a sus espaldas.

Leary se volvió.

Y allí, en la puerta del área de descompresión, con todo el cuerpo chorreando, estaba Shane Schofield.

—Tendrás que librarte de mí —dijo con tono grave—, antes de ponerle un dedo encima.

Lucifer gritó, cogió el P-90 de Schofield y disparó.

Schofield se metió detrás de la puerta, fuera de su campo de visión, y la pared divisoria quedó reducida a escombros por la ráfaga de disparos.

En cuestión de segundos, sin embargo, el subfusil se quedó sin munición. Lucifer lo tiró al suelo y se dirigió al área de descompresión.

La puerta horizontal estaba en esos momentos abierta y el agua chapaleaba contra los bordes. Las siluetas de los dragones de Komodo seguían siendo visibles bajo la superficie rizada del agua.

Pero no habían matado a Schofield.

Y entonces Lucifer lo vio, cerca de la cámara de descompresión, a la derecha de la entrada horizontal del suelo.

Fue hacia él y le lanzó una poderosa derecha.

Schofield se agachó y esquivó el golpe. En esos momentos estaba más calmado. No tan desprevenido. Le había cogido la medida a Lucifer.

Lucifer se volvió y lo golpeó de nuevo. Erró otra vez. Schofield castigó su error con un fuerte golpe al rostro de Lucifer.

¡Crac!

Le partió la nariz.

Lucifer parecía más sorprendido que herido. Se tocó la sangre que manaba de su nariz como si fuera una sustancia extraña, como si nunca antes nadie le hubiera hecho daño.

Y entonces Schofield lo golpeó de nuevo, un golpe potente y, por primera vez, el gigantesco Leary se tambaleó levemente.

Lo golpeó de nuevo, con más fuerza esa vez, y Lucifer dio un tambaleante paso hacia atrás.

Otro golpe, otro paso hacia atrás.

Otro golpe, el golpe más violento que Schofield jamás había propinado, y el pie más retrasado de Lucifer tocó el borde del tanque de agua. Se volvió un poco justo cuando Schofield le golpeó en la nariz y perdió el equilibrio y cayó hacia atrás…

A las aguas infestadas de dragones de Komodo.

Lucifer cayó al agua. Cuando la superficie del agua se calmó, los dragones de Komodo fueron a por él, apiñándose sobre su cuerpo, convirtiéndolo en una masa de piel de reptil, garras y colas. En medio de todo aquello, Lucifer pataleaba y gritaba de agonía.

Entonces, de repente, las aguas se tornaron de un terrible color rojo y las piernas de Lucifer dejaron de moverse. Los dragones siguieron comiéndose su cuerpo.

Schofield se estremeció al contemplar semejante escena, pero si alguien merecía una muerte tan horrible, ese era sin duda Lucifer Leary.

A continuación, Schofield pulsó el botón que cerraba la puerta del suelo para ocultar tan terrible imagen y corrió hacia Gant.

10:59.

Gant quedó libre en menos de un minuto. Se colocó junto a Schofield mientras este liberaba a un Hagerty con los ojos empañados.

Gant dijo:

—¿Sabes? Este cumpleaños ha sido una mierda.

Asintió hacia el área de descompresión.

—¿Qué ha ocurrido allí? Pensé que Leary había…

—Lo hizo —dijo Schofield—. El muy cabrón me arrojó al agua, que estaba llena de dragones de Komodo.

—¿Cómo lograste salir de allí?

Schofield sacó el Maghook.

—Al parecer los reptiles son extraordinariamente sensibles a las descargas magnéticas. Lo he aprendido esta mañana. Me lo dijo ese niño, Kevin. Así que activé el Maghook y no se me acercaron. A continuación abrí de nuevo la puerta del suelo y vine por ti. Desafortunadamente, Leary no tenía ningún gancho magnético cuando cayó al agua.

—Bueno —dijo Gant—. Muy bueno. Entonces, ¿dónde están el presidente y Kevin?

—Están a salvo. Se encuentran fuera del complejo.

—Y entonces, ¿por qué has vuelto a entrar?

Schofield miró su reloj.

Eran las once en punto.

—Por dos motivos. El primero, porque en exactamente cinco minutos el mecanismo de autodestrucción de esta instalación se activará. Diez minutos después, todo este sitio se esfumará, y no podemos permitir que eso ocurra mientras César Russell siga dentro. Así que o evitamos que estalle o, si no podemos lograrlo, sacamos a César Russell antes de que estalle él.

—Un segundo —dijo Gant—. ¿Tenemos que salvar a César?

—Al parecer, nuestro anfitrión decidió colocarse un transmisor como el del presidente en su propio corazón. Así que, si él muere, el país también morirá.

—Hijo de puta… —dijo Gant—. ¿Y cuál era el segundo motivo?

Schofield se ruborizó un poco.

—Quería encontrarte.

El rostro de Gant se iluminó, pero dijo con total naturalidad:

—Bueno, podemos hablar de eso después.

—Creo que es una buena idea —dijo Schofield mientras soltaba a Hagerty, que comenzaba a salir de su estupor—. ¿Qué te parece en otra cita?

Gant sonrió.

—Me parece perfecto.

* * *

11:01.

Schofield y Gant se valieron del minielevador extraíble para subir por el hueco del elevador de aviones, provistos tan solo de las pistolas de Schofield: Gant con la M9 y Schofield con la Desert Eagle.

Schofield había enviado a Hagerty al nivel 6 para que escapara por el conducto de la salida de emergencia. Cuando Hagerty vio el cuerpo mutilado del coronel Harper, no discutió. Estaba más que feliz de salir del Área 7 tan rápido como le fuera posible.

—No sé si podremos desactivar el sistema de autodestrucción —dijo Gant mientras Schofield le inyectaba la vacuna contra el sinovirus para no infectarse en el hangar contaminado—. Hay que introducir un código antes de las 11:05 para desactivarlo y desconocemos los códigos de cierre.

—Ya he estado trabajando en eso —dijo Schofield mientras sacaba el móvil. Le dio a la rellamada y la voz de Fairfax se oyó al instante.

—Señor Fairfax, ¿cómo lo lleva?

—El código de finalización del cierre es el 10502 —dijo Fairfax—. He entrado en el sistema desde el código de origen. Así lo he logrado. Al parecer es el número de operador de la persona al frente de la base, un coronel de la Fuerza Aérea llamado Harper.

—Creo que ya no va a necesitarlo más —dijo Schofield—. Gracias, señor Fairfax. Si salgo con vida de esto, le invitaré a unas cervezas.

Schofield colgó y se volvió hacia Gant.

—De acuerdo. Hora de desactivar el temporizador de la bomba nuclear. Después, todo lo que tendremos que hacer es capturar a César con vida.

Siguieron ascendiendo en el minielevador.

La abertura del nivel del suelo se alzaba sobre ellos, iluminada por la luz de las antorchas.

Resultó que, efectivamente, Lucifer Leary había hecho descender la plataforma elevadora de aviones hasta el nivel 4. Al pasar en el minielevador por ese nivel, Schofield y Gant se habían topado con la plataforma gigante, cargada con no menos de quince cuerpos (presos, soldados del séptimo escuadrón, marines y personal de la Casa Blanca), cuerpos que sin duda Leary tenía pensado desmembrar de las maneras más extrañas e inusuales jamás vistas.

Así pues, el hueco del elevador se alzaba ante ellos completamente al descubierto.

Conforme ascendían, Gant se agachó para meter la mano por debajo del minielevador. Sacó el Maghook que había dejado en la parte inferior.

—Pongámonos en marcha —dijo Schofield.

Habían llegado al hangar principal.

El hangar parecía el mismísimo infierno.

Literalmente.

Había antorchas por todo el lugar que bañaban aquel sitio con un inquietante brillo anaranjado. Los cuerpos yacían desperdigados por todos los rincones.

Restos de todo tipo cubrían el hangar: restos de los helicópteros, de los vehículos tractores, de la poco fructífera barricada de la unidad Bravo delante del edificio interno…

Nada parecía haber quedado en pie.

Las ventanas inclinadas de la sala de control desde la que se divisaba el hangar estaban hechas añicos. Incluso una de las cajas de madera gigantes que colgaban del sistema de grúas del techo tenía alojado en un lateral un trozo del rotor de cola del Nighthawk Dos.

Sin embargo, por muy sorprendente que pudiera parecer, un objeto había permanecido en pie.

El Marine One.

Seguía estacionado al oeste del hueco del elevador de aviones, milagrosamente intacto.

Cuando el minielevador se detuvo, Schofield y Gant miraron a su alrededor con recelo y cautela.

11:02.

—El ordenador del sistema de autodestrucción se encuentra en la sala de control —dijo Gant.

—Entonces ahí iremos —dijo Schofield, poniéndose en marcha hacia allí.

—Espera un segundo —lo interrumpió Gant, que se había detenido de repente mientras escudriñaba los restos esparcidos por el suelo.

—No tenemos tiempo —dijo Schofield.

—Ve tú entonces —dijo Gant—. Llámame si necesitas ayuda. Voy a intentar algo.

—De acuerdo —asintió Schofield. Echó a correr hacia el edificio interno.

Gant, mientras tanto, se puso de rodillas y comenzó a buscar por entre los cuerpos y restos esparcidos alrededor del minielevador.

Schofield irrumpió en el interior de la planta inferior del edificio interno con la Desert Eagle en ristre.

Subió las escaleras casi al vuelo. Por primera vez en todo el día, sentía que tenía el control. Sabía el código de cierre (10502) y todo lo que tenía que hacer era teclearlo en el ordenador y desactivar la cabeza nuclear.

Entonces dispondría de tiempo suficiente para encontrar a César, cuyos hombres eran ya historia, antes de que este acabara con su vida, y lo sacaría a rastras del Área 7 para que compareciera ante la justicia.

11:03.

Schofield llegó a la puerta de la sala de control, la abrió de un golpe y asomó primero la pistola.

Lo que vio le cogió totalmente por sorpresa.

Allí, sentado en una silla giratoria en medio de lo que quedaba de la sala de control, esperando a Schofield y sonriéndole de oreja a oreja, estaba César Russell.

* * *

—Sabía que volvería —dijo César.

No iba armado.

—¿Sabe, capitán? —dijo—. Que un hombre como usted sirva a un país como este es un desperdicio. Es inteligente, tiene coraje y está dispuesto a hacer lo que sea necesario para ganar, incluido lo extraño y lo ilógico, como salvarme la vida. Sus esfuerzos no serán valorados por los estúpidos ignorantes que gobiernan esta nación. Razón por la que es una pena que tenga que morir —suspiró. Fue entonces cuando Schofield sintió el cañón de una pistola en la cabeza. Schofield se volvió…

Y vio al mayor Kurt Logan junto a él. Su pistola SIG-Sauer plateada le apuntaba directamente a la sien.

11:04.

—Venga —dijo César—. Entre.

Logan le retiró la Desert Eagle a Schofield mientras los dos entraban a la sala de control.

—Venga a contemplar la condena a muerte de Estados Unidos —dijo César mientras señalaba una pantalla iluminada a sus espaldas. Era igual que la que Schofield había visto fuera.

PROTOCOLO CIERRE A. E. (R)

A-07 REGISTRO SISTEMA DE SEGURIDAD

COD. AUT.: 7-3-46820113

************************ ADVERTENCIA ************************

PROTOCOLO DE EMERGENCIA ACTIVADO.

SI NO SE INTRODUCE EL CÓDIGO DE EXTENSIÓN O FINALIZACIÓN

DE CIERRE AUTORIZADO A LAS 11:05 HORAS. SE ACTIVARÁ

LA SECUENCIA DE AUTODESTRUCCIÓN DE LA INSTALACIÓN.

DURACIÓN DE LA SECUENCIA DE AUTODESTRUCCIÓN 00:10:00.

************************ ADVERTENCIA ************************

Schofield vio un reloj en la esquina inferior de la pantalla.

11:04:29.

11:04:30.

11:04:31.

—Tic, tac, tic, tac —dijo César con gran deleite—. Cuán frustrante debe de ser para usted, capitán. Sin ingeniosos planes de salvación, sin transbordadores espaciales, sin salidas secretas. Una vez que la secuencia de diez minutos de la autodestrucción se ponga en marcha, nada podrá evitar que la cabeza nuclear explote. Yo moriré, al igual que usted, y al igual que este país.

El reloj seguía avanzando.

Logan seguía apuntándolo, así que lo único que Schofield podía hacer era observar impotente cómo el reloj se acercaba a las 11:05.

11:04:56.

11:04:57.

Schofield apretó los puños de la frustración.

Sabía el código. ¡Lo sabía! Pero no podía usarlo. ¿Y dónde demonios estaba Gant? ¿Qué estaba haciendo?

11:04:58.

11:04:59.

11:05:00.

—En marcha. —César sonrió.

—Mierda —dijo Schofield.

La pantalla emitió un bip.

PROTOCOLO CIERRE A. E. (R) A-07

SECUENCIA DE AUTODESTRUCCIÓN DE LA INSTALACIÓN ACTIVADA.

00:10:00 MINUTOS PARA LA DETONACIÓN.

Una cuenta atrás parpadeante comenzó en la pantalla:

00:10:00.

00:09:59.

00:09:58.

En ese momento, una serie de luces rojas cobraron vida por todo el complejo: en el interior del hangar principal, en el hueco del elevador de aviones, incluso en el interior de la sala de control.

Una voz electrónica resonó por el sistema de megafonía de emergencia.

—Atención. Diez minutos para la autodestrucción de la instalación.

Justo entonces, mientras aquellas luces rojas estroboscópicas los bañaban, Schofield vio que Kurt Logan apartaba la vista de él, menos de un segundo, para contemplar las luces.

Schofield aprovechó la oportunidad.

Se abalanzó sobre Logan y los dos se estrellaron contra la consola de un ordenador.

Logan fue a apuntarlo con el arma, pero Schofield le agarró la muñeca y se la golpeó contra la consola hasta lograr que el comandante del séptimo escuadrón soltara la pistola.

César se limitó a sentarse de nuevo, sonriendo con satisfacción, observando la pelea con insano deleite.

Schofield y Logan forcejearon, bañados por la luz de emergencia roja. Parecían imágenes idénticas: dos soldados de élite que habían estudiado por el mismo manual, intercambiando los mismos golpes y empleando idénticos movimientos evasivos.

Pero Schofield estaba agotado de la pelea con Lucifer y erró un golpe que hizo que Logan lo castigara sin piedad.

Logan se agachó, esquivando el golpe de Schofield, y a continuación lo cogió de la cintura, levantándolo del suelo y arrojándolo por las ventanas de la sala de control.

Schofield salió disparado por las ventanas de la sala de mando, boca arriba, volando por los aires. Cerró los ojos y esperó el impacto contra el suelo, a nueve metros de la sala de control.

Pero no llegó.

Al contrario, su caída fue inesperadamente corta.

Schofield cayó sobre una superficie de madera que se estremeció bajo su peso.

Abrió los ojos.

Estaba encima de una de las enormes cajas de madera que pendían de la red de raíles dispuesta en el techo del hangar principal.

La caja estaba estacionada justo en el exterior de la sala de control, un poco a la izquierda, de manera que aun así podía divisarse por completo el hangar principal desde la sala de control.

Un triángulo de gruesas cadenas conectaba la enorme caja con el sistema de raíles del techo, a casi dos metros de altura. Las cadenas estaban unidas por un mecanismo no muy diferente a los anillos que unen los eslabones de un collar.

En ese mecanismo había una unidad de control compuesta de tres enormes botones que, presumiblemente, movían las cajas por los raíles.

Entonces, de repente, la caja se tambaleó y Schofield alzó la vista. Kurt Logan había saltado a la caja tras él.

En el hangar, Libby Gant había oído el ruido de cristales rotos y había alzado la vista.

Acababa de encontrar lo que había estado buscando entre los restos cuando vio a Schofield volar por los aires y caer sobre una enorme caja de madera que colgaba por encima del suelo del hangar.

A continuación vio que Kurt Logan saltaba también por la ventana y aterrizaba sin problemas sobre la caja, junto a Schofield.

—No —acertó a decir Gant.

Sacó el arma pero, de repente, una ráfaga de disparos impactó en el suelo a su alrededor.

Se puso a cubierto tras un par de cadáveres. Cuando finalmente alzó la vista, vio a César Russell asomado por una de las ventanas destrozadas de la sala de control, con un P-90 en la mano y gritando:

—¡No, no, no! ¡Una pelea limpia, por favor!

—Atención. Nueve minutos para la autodestrucción de la instalación.

Logan, sobre la caja de madera, se arrodilló a horcajadas sobre Schofield y lo golpeó con fuerza en el rostro.

—Nos ha complicado mucho las cosas hoy, capitán.

Su rostro relucía iracundo con las luces estroboscópicas de emergencia.

Otro golpe. Fuerte.

La cabeza de Schofield se golpeó contra la caja. Comenzó a salirle sangre a borbotones de la nariz.

A continuación, Logan cogió la unidad de control que pendía sobre su cabeza y pulsó un botón.

Con una fuerte sacudida y un chirrido metálico, la caja comenzó a moverse por el hangar, hacia el hueco vacío del elevador de aviones. El sistema de raíles funcionaba con combustible, por lo que no se había visto afectado por el corte eléctrico.

Cuando la caja comenzó a desplazarse por el hangar, Logan siguió golpeando a Schofield, hablándole mientras lo hacía.

—¿Sabe? Recuerdo…

Golpe.

—… la paliza que les dimos a los maricas de los marines en los simulacros de combate anuales…

Golpe.

—… demasiado fácil. Son una vergüenza…

Golpe.

—… para el país, para la bandera y para las zorras de sus madres.

Golpe.

Schofield apenas podía abrir los ojos.

Dios, le estaba dando una buena.

Y entonces la caja se colocó justo encima de los ciento veinte metros de profundidad del hueco del elevador de aviones y Logan pulsó un botón de la unidad de control.

La caja se detuvo justo ahí.

—Atención. Ocho minutos para la autodestrucción de la instalación.

Schofield se asomó por el borde de la caja y vio las paredes de hormigón del hueco del elevador, flanqueadas en esos momentos por luces giratorias de color rojo que descendían en picado hacia la infinita oscuridad sin fondo de aquel abismo.

—Adiós, capitán Schofield —dijo Logan mientras levantaba a Schofield de las solapas y lo colocaba en el borde de la caja.

Schofield (apaleado, ensangrentado, magullado y agotado) no se resistió. Sin estabilidad alguna, permaneció en el borde de la caja mientras el enorme agujero del hueco del elevador se abría amenazante bajo él.

Pensó en el Maghook que llevaba en la espalda, pero entonces vio el techo. Era de fibra de vidrio plana. El Maghook no podría pegarse allí con el imán, ni tampoco podría acoplar el gancho.

En cualquier caso, tampoco es que le quedaran muchas fuerzas para oponer resistencia.

Sin pistolas.

Sin Maghook.

Sin asientos eyectables.

No tenía nada que Logan no tuviera en mayor cantidad.

Y entonces, justo cuando Logan estaba a punto de empujarlo fuera de la caja, Schofield vio a Gant (una sombra entre las luces carmesíes) parapetada tras unos cadáveres cerca del lado este del hueco del elevador.

Salvo amigos…

Se volvió para mirar a Logan…

Y, para sorpresa de este, sonrió y abrió la palma de la mano, mostrando el micro del servicio secreto.

A continuación Schofield miró fijamente a Logan y dijo:

—Harbour Bridge, Gant. Tú el negativo.

Logan frunció el ceño.

—¿Qué?

Y entonces, antes de que Logan pudiera siquiera pensar en hacer nada, con sus últimas fuerzas, Schofield extendió el brazo por encima del hombro de Logan y soltó el mecanismo de resorte del sistema de raíles del techo que sujetaba la caja.

El resultado fue inmediato.

En aterradora cámara lenta, acentuada por las luces rojas estroboscópicas, la caja (con Schofield y Logan sobre ella) se soltó de los raíles del techo, los dos combatientes cayeron de espaldas…

Y los tres (Schofield, Logan y la propia caja) se precipitaron juntos al abismo de ciento veinte metros del hueco del elevador.

* * *

Schofield cayó.

A gran velocidad.

Al principio vio el hangar iluminado de rojo sucederse ante sus ojos, pero la imagen fue rápidamente reemplazada por el borde del hueco del elevador, que también desapareció velozmente cuando Schofield cayó por el hueco propiamente dicho. Entonces lo único que vio después fue cómo las paredes de hormigón se sucedían cual borrosas masas grises y alzó la vista y vio el borde del hueco del elevador empequeñeciéndose a gran velocidad por encima de él.

Vio que Logan caía junto a él con un gesto de terror absoluto en el rostro, como si no pudiera creerse que Schofield hubiera podido hacer eso.

Acababa de lanzar a los dos a aquel abismo, ¡caja incluida!

Schofield, sin embargo, solo esperaba que Gant lo hubiera oído.

Y mientras caía, rodeado de aquellas luces rojas, sacó el Maghook, activó el imán, seleccionó la carga positiva y alzó la vista en busca de su única esperanza.

Gant lo había oído.

En esos momentos estaba tumbada boca abajo junto al borde del hueco, apuntando con su Maghook (con carga negativa) hacia abajo.

—Espantapájaros —dijo por el micro de su radio—. Dispara tú primero.

Mientras caía por el hueco del elevador, Schofield disparó su Maghook de carga positiva.

El Maghook ascendió como una bala, perfectamente vertical, mientras su cable serpenteaba detrás.

Kurt Logan, que seguía cayendo junto a Schofield, vio lo que estaba haciendo y gritó:

—¡No…!

—Vamos, Zorro —susurró Schofield—. No me dejes morir.

Libby Gant entrecerró los ojos mientras mantenía la mirada fija en el cañón del Maghook.

A pesar de todas las distracciones a su alrededor (las luces roj as parpadeantes, las sirenas, el zumbido de la voz electrónica…) apuntó al Maghook volador de Schofield: un punto de reluciente metal que ascendía por la oscuridad del hueco del ascensor en su dirección.

—Nada es imposible —susurró para sí misma.

Entonces, con la cabeza fría como el hielo, apretó el gatillo de su Maghook.

La bulbosa cabeza magnética del Maghook salió disparada del lanzador y descendió a toda prisa por el hueco, dejando su propia estela de cable tras de sí.

El Maghook de Schofield subió como un bólido por el hueco del elevador. El Maghook de Gant descendió por él. Schofield seguía cayendo, junto a Logan y la caja. Gant soltó más cable del Maghook.

—Vamos, pequeño, vamos.

Puesto que tenían cargas contrarias, solo tenían que pasar cerca del otro para…

¡Clung!

Los dos Maghook se encontraron en el aire cual misiles impactando contra sí mismos en el cielo.

El puente Harbour de Sídney.

Las potentes cargas magnéticas los mantuvieron fuertemente unidos y Gant asentó su lanzador en una caja que había en el suelo.

Dos Maghook equivalen a más de noventa metros de cable.

Y noventa metros equivalen a una sacudida terrible.

Cuando vio que el gancho magnético de Gant conectaba con el suyo, Schofield, que seguía cayendo a gran velocidad, se pasó el lanzador por los hombros y se lo ató a la cintura. A continuación se agarró al cable, a la espera de una inminente sacudida.

Iba a ser de lo más doloroso.

Y lo fue.

Con un terrible tirón, los cables de los dos Maghook se tensaron y Schofield rebotó en el aire, saliendo despedido hacia arriba al igual que los paracaidistas cuando abren sus paracaídas. Mientras, bajo él, Kurt Logan y la caja de madera siguieron cayendo hasta golpearse contra la plataforma de aviones.

La caja estalló en miles de pedazos al golpearse contra ella.

Logan corrió una suerte similar.

Sin parar de gritar, se golpeó con fuerza contra los restos del AWACS que seguían desperdigados por la plataforma elevadora. La cabeza se le separó de los hombros cuando un trozo de ala colocado hacia arriba le atravesó la garganta. El resto de su cuerpo estalló como un tomate al impactar contra la plataforma.

Respecto a Schofield, tras la sacudida ascendente de los cables del Maghook, se precipitó hacia una de las paredes. Se golpeó contra ella con fuerza y rebotó hasta quedar colgando a escasos veinticinco metros por encima de la plataforma elevadora. Respiraba con dificultad y le dolían terriblemente los hombros y los brazos, pero estaba vivo.

* * *

Los dos Maghook subieron a Schofield en poco tiempo.

—Atención. Seis minutos para la autodestrucción de la instalación.

Eran las 11:09 cuando Gant lo ayudó a subir por el borde del enorme foso.

—Creía que habías dicho que el puente Harbour era imposible —dijo sin más.

—Créeme, ha sido una forma de lo más agradable de demostrar que estaba equivocado —dijo Schofield.

Gant sonrió.

—Sí, bueno, solo lo hice porque quería otra…

Fue interrumpida por una estruendosa ráfaga de disparos que cortó el aire a su alrededor.

Una bala impactó cerca del pie derecho de Gant, haciéndole añicos el tobillo, mientras que otras dos atravesaron el hombro izquierdo de Schofield. Algunas de las balas le pasaron tan cerca de la cara que Schofield sintió sus estelas de aire rozándole la nariz.

Los dos marines cayeron al suelo, presas del dolor, mientras César Russell salía del edificio interno sin dejar de disparar y con ojos enloquecidos.

Schofield, herido pero con más movilidad que Gant, la empujó tras los restos de la barricada de la unidad Bravo.

A continuación cogió la Beretta de Gant y echó a correr en el otro sentido, atravesando aquel lugar en rojo y negro, hacia los restos del Nighthawk Dos, hacia el ascensor de personal, intentando así desviar los disparos de la trayectoria de Gant.

El enorme Super Stallion del Cuerpo de Marines seguía estacionado delante de las puertas del ascensor de personal, maltrecho y golpeado, con la sección de la cabina completamente reventada.

Las ráfagas de disparos de César levantaban el suelo tras sus talones, pero eran disparos al azar y, con las luces parpadeantes, César no logró acertar.

Schofield llegó hasta el Super Stallion y se arrojó a la cabina reventada, justo cuando las paredes del helicóptero quedaron cosidas a balazos.

—¡Vamos, héroe! —gritó César—. ¿Qué es lo que ocurre? ¿No puede dispararme? ¿De qué tiene miedo? ¡Vamos! ¡Encuentre un arma y contraataque!

Eso, sin embargo, era lo único que Schofield no podía hacer. Si mataba a César, acabaría con las principales ciudades del norte de Estados Unidos.

¡Maldita sea!, pensó.

Era la peor situación posible.

Le estaba disparando un hombre al que no podía disparar.

—¡Zorro! —gritó por el micro de su muñeca—. ¿Estás bien?

Oyó un gemido reprimido por el auricular.

—Sí…

Schofield gritó:

—¡Tenemos que cogerlo y sacarlo de aquí! ¿Alguna idea?

La respuesta de Gant quedó ahogada por la voz electrónica del complejo.

—Atención. Cinco minutos para la autodestrucción de la instalación…

A través de una de las puertas del helicóptero, Schofield vio que César se acercaba desde un lateral mientras seguía acribillando al helicóptero a tiros.

—¿Le gusta esto, héroe? —gritó el general de la Fuerza Aérea—. ¿Le gusta?

En el interior de la cabina reventada, todo se movía por los disparos de César. Schofield apretó los dientes y agarró su pistola. Las dos heridas de bala del hombro le dolían horrores, pero la adrenalina le ayudaba a continuar.

A través de la resquebrajada puerta de vidrio del Super Stallion, Schofield vio a César (fuera de sí, enfurecido) disparando cual vaquero al helicóptero, rodeándolo, acercándose hacia la cabina descubierta.

César estaría allí en cuatro segundos.

Entonces la voz de Gant irrumpió por su auricular.

—¡Espantapájaros! Prepárate para disparar. Puede que haya otra manera…

—¡Pero no puedo disparar! —gritó Schofield.

—¡Dame un segundo!

Junto al hueco del elevador, Gant estaba de cuclillas sobre el objeto que había estado buscando: la caja negra que había cogido del AWACS del nivel 2 noventa minutos antes; la caja negra que había lanzado disimuladamente del minielevador cuando el presidente y ella habían llegado al hangar principal.

Bajo las luces parpadeantes del complejo, sacó una unidad roja con una pequeña antena negra del bolsillo del muslo de su traje de protección química y biológica.

Era la unidad de activación/desactivación de Russell con los dos interruptores señalados con un «1» y un «2».

Gant supo entonces por qué había dos interruptores en la unidad.

Esa unidad no solo activaba y desactivaba el radiotransmisor del corazón del presidente, también activaba y desactivaba el transmisor del corazón de César.

César estaba ya casi junto a la cabina reventada y descubierta del helicóptero con el P-90 en posición de disparo.

En cuestión de segundos, podría disparar sin problema a Schofield.

—Ya estoy aquí… —rio.

Schofield estaba tumbado en el suelo del interior del Super Stallion, inmóvil, mirando a través de la sección delantera descubierta.

Atrapado.

—Zorro… —dijo por su micro.

—Lo que quiera que vayas a hacer, hazlo pronto, por favor.

Gant estaba sudando, rodeada por todas aquellas luces rojas. El tobillo le dolía muchísimo, pero tenía que concentrarse.

—Atención. Cuatro minutos para la autodestrucción de la instalación.

En la pantalla LCD de la caja negra apareció de nuevo el patrón de picos que le era ya tan familiar. A continuación, Gant se volvió hacia la unidad de activación/desactivación.

La única duda era cuál de los interruptores de la unidad controlaba el transmisor del presidente y cuál el de César.

Pero Gant lo tenía claro.

César sin duda se habría adjudicado el número 1.

Entonces, en sincronización con la pantalla de picos de la caja negra, y entre la señal de búsqueda y retorno, le dio al interruptor marcado con el «1», desactivando así la señal de microondas de César.

Tan pronto como hizo eso, activó la señal de microondas de la caja negra para así imitar la señal de César. Si lo había hecho correctamente, el satélite en órbita sobre ellos no podría saber que se trataba de una nueva señal de retorno.

Una pequeña luz verde estroboscópica comenzó a parpadear en la parte superior de la caja negra.

Gant pulsó el micro de su muñeca.

—¡Espantapájaros! ¡Ya me he encargado de la señal de radio! ¡Cárgate a ese hijo de puta!

Tan pronto como Gant hubo hablado, César apareció en el campo de visión de Schofield.

El general de la Fuerza Aérea sonrió al ver que Schofield, en el suelo de la cabina del destrozado Super Stallion, alzaba su pistola para defenderse.

César levantó un dedo y lo movió de un lado a otro.

—Oh, no, no, no, capitán. No puede hacer eso. Recuerde, no se puede disparar al tío César.

—¿No? —dijo Schofield.

—No.

—Oh —suspiró Schofield.

Y entonces ¡blam!, rápido como un destello, Schofield alzó la pistola y disparó a César en el torso.

El pecho de César se cubrió de sangre.

¡Blam! ¡Blam! ¡Blam!

César retrocedió con cada disparo, tambaleándose hacia atrás, con los ojos atónitos y gesto de estupefacción. Soltó el P-90 y cayó de manera poco ceremoniosa al suelo, de culo.

Schofield se puso de pie, salió del helicóptero y pasó por encima de César, alejando el P-90 de sus garras con una patada.

César seguía con vida, pero no le quedaba mucha.

Tenía sangre en la comisura de la boca. Parecía un ser patético, indefenso, una sombra de lo que había sido.

Schofield lo miró.

—¿Cómo… cómo…? —balbuceó entre la sangre que le llenaba la boca—. ¡No… no puede matarme!

—A decir verdad, sí puedo —dijo Schofield—. Pero creo que eso lo dejaré para usted.

A continuación echó a correr para reunirse junto a Gant y salir pitando del Área 7.

* * *

—Atención. Tres minutos para la autodestrucción de la instalación.

Schofield llevó a Gant en brazos hasta el minielevador extraíble. El disparo de César le había roto el tobillo, así que no podía andar.

Pero eso no impidió que ayudara.

Mientras Schofield la llevaba, Gant portaba en su regazo la caja negra más importante del mundo.

Su objetivo en esos momentos (más que salvar sus propias vidas) era sacar aquella grabadora de datos de vuelo del Área 7 antes de que fuera destruida por la explosión nuclear. Si la señal se perdía, todo por lo que habían luchado habría sido en vano.

—Vale, chico listo —dijo Gant—. ¿Cómo vamos a salir de esta granada nuclear de siete plantas?

Schofield pulsó el panel del suelo del minielevador y este comenzó a descender por el hueco. Miró el reloj.

11:12:30.

11:12:31.

—Bueno, no podemos salir por la puerta superior —dijo—. César cambió el código y mi contacto en Inteligencia tardó diez minutos en descodificar los códigos de cierre. Y no tenemos muchas posibilidades de llegar al conducto de la salida de emergencia a tiempo. A Libro y a mí nos llevó un minuto bajarlo. Así que no nos imagino a los dos subiendo por él en menos de diez. Y, para entonces, el conducto será ya historia.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Hay una manera —dijo Schofield—. Si llegamos a tiempo.

11:12:49.

11:12:50.

Schofield detuvo el minielevador en el hangar del nivel 2 y, todavía con Gant en brazos, lo atravesó a la carrera en dirección a la entrada al hueco de la escalera situada al otro extremo.

—Atención. Dos minutos para la autodestrucción de la instalación.

Llegaron a la escalera.

11:13:20.

Schofield bajó los escalones de tres en tres con Gant en brazos.

Pasaron el nivel 3, el de las dependencias y habitaciones del personal. 11:13:32.

El nivel 4, la planta de las pesadillas.

11:13:41.

Nivel 5, la planta anegada.

11:13:50.

Schofield abrió de una patada la puerta que daba al nivel 6.

—Atención. Un minuto para la autodestrucción de la instalación.

Al instante vio el que sería su vehículo de escape.

El vehículo de mantenimiento de los raíles en equis seguía estacionado j unto a la puerta de la escalera, en la vía que conducía al lago Powell, en el mismo punto donde había estado todo el día.

Schofield recordó lo que Herbie Franklin había dicho acerca del vehículo de mantenimiento. Era más pequeño que los automotores de raíles en equis y también más rápido: una cápsula redonda y cuatro puntales largos, con capacidad para dos personas en su cabina.

—Cuarenta y cinco segundos para la autodestrucción de la instalación.

Schofield abrió la puerta de la cabina, metió a Gant y a continuación subió él.

—Treinta segundos.

Schofield pulsó el botón de arranque dispuesto en la consola de la cabina.

El motor se encendió.

—Veinte segundos… diecinueve… dieciocho…

Miró las vías que tenía ante sí. Estas se extendían entre la oscuridad y el parpadeo de las luces rojas: cuatro vías paralelas que convergían en un punto a cierta distancia.

—¡Vamos! —dijo Gant.

Schofield accionó el acelerador.

—Quince.

El pequeño vehículo de mantenimiento comenzó a avanzar a toda velocidad por la estación subterránea bajo las parpadeantes luces estroboscópicas de color rojo.

—Catorce.

Schofield se cayó al asiento de la velocidad que alcanzó el vehículo.

En esos momentos, ochenta kilómetros por hora.

—Trece.

El vehículo ganaba velocidad rápidamente. Schofield vio que el cuarteto de vías se sucedía vertiginosamente tanto por encima como debajo de ellos.

Ciento sesenta kilómetros por hora.

—Doce… once…

Entonces, de repente, el vehículo de mantenimiento entró en el túnel que daba al lago Powell, dejando el Área 7 tras de sí.

Doscientos cuarenta kilómetros.

—Diez.

Cuatrocientos kilómetros. Cuatrocientos kilómetros por hora equivalían a cien metros por segundo. En diez segundos, estarían a más de kilómetro y medio del Área 7.

—Nueve… ocho…

Schofield confió en que esa distancia fuera suficiente.

—Siete… seis…

Exhortó al vehículo a que fuera más rápido.

—Cinco… cuatro…

Gant gimió de dolor.

—Tres… dos…

El vehículo de mantenimiento seguía atravesando el túnel, alejándose del Área 7, doblando cada curva, moviéndose a gran velocidad.

—Uno.

—Autodestrucción de la instalación activada.

Explosión.

* * *

Fue como el fin del universo.

El rugido colosal de la explosión nuclear en el interior del Área 7 fue absolutamente monstruoso.

Al tratarse de una estructura que había sido diseñada durante la guerra fría para resistir un ataque nuclear directo, contuvo bastante bien la detonación supernuclear.

La cabeza de autodestrucción W-88 estaba situada en el interior de las paredes del nivel 2, más o menos en el centro de la instalación subterránea. Cuando estalló, todo el complejo se iluminó como una bombilla y un latido de energía al rojo vivo atravesó sus suelos y paredes de manera irrefrenable e incontenible.

Todo lo que contenía el complejo quedó borrado en un nanosegundo: aviones, cámaras de pruebas, huecos de elevadores. Incluso el cuerpo ensangrentado y moribundo de César Russell.

Desde el suelo del hangar principal, lo último que vio César fue un destello cegador de luz blanca, seguido del calor más intenso que había sentido en su vida. Y luego nada.

Pero la pared exterior de titanio de más de medio metro de grosor logró en gran medida contener la explosión.

La onda expansiva generada por la explosión, sin embargo, sacudió el terreno más allá de las paredes de titanio de la estructura, haciendo que se sacudiera y estremeciera en varios kilómetros a la redonda del Área 7, en círculos concéntricos, como las ondas de un estanque.

Lo primero que quedó borrado del mapa fue el conducto de la salida de emergencia.

Sus estrechas paredes de hormigón se vieron afectadas por la onda expansiva de energía en menos de un segundo tras la explosión. Se convirtieron en polvo al instante. Si Schofield y Gant hubieran estado dentro, ellos también habrían quedado pulverizados.

Fue entonces, sin embargo, cuando tuvo lugar la imagen más espectacular.

Puesto que el complejo entero se había convertido en una estructura hueca, la pesada capa de granito situada encima de la sección subterránea cedió.

Desde el cielo, fue como si un terremoto perfectamente circular hubiera atacado la instalación.

Sin previo aviso, el círculo de más de setecientos metros alrededor del complejo cedió, quedando reducido a escombros, y los edificios del Área 7 (el hangar principal, la torre de control, los otros hangares…) fueron succionados por la tierra, desapareciendo del campo de visión, hasta que lo único que quedó en el lugar donde había estado el Área 7 fue un gigantesco cráter de ochocientos metros en el desierto.

Desde su posición a bordo del Super Stallion del Cuerpo de Marines (que había llegado al complejo tan solo diez minutos antes), el presidente de Estados Unidos contempló cómo todo se venía abajo.

A su lado, Libro II, Juliet Janson y el niño llamado Kevin observaron sobrecogidos el espectacular final de la base.

En el túnel de raíles en equis, la cosa aún no había acabado.

Cuando la cabeza había detonado, el vehículo de mantenimiento de Schofield y Gant seguía recorriendo el túnel cual bólido.

Entonces oyeron la detonación.

Sintieron que todo a su alrededor se estremecía.

Y entonces Schofield miró por la ventanilla trasera del vehículo.

—Hijo de… —solo acertó a decir.

Las rocas comenzaron a caer y a avanzar por el túnel, ¡hacia ellos!

El techo del túnel estaba cediendo, haciéndose pedazos a medida que la onda se expandía desde el Área 7.

El problema era que iba a alcanzarlos.

El vehículo avanzaba por el túnel a cuatrocientos kilómetros por hora.

Las rocas lo perseguían a una velocidad de cuatrocientos veinte kilómetros.

Trozos enormes de rocas caían por el túnel. Era como si el túnel fuera una criatura viva que estuviera pisándoles los talones.

¡Bang!

Una piedra del tamaño de una pelota de béisbol cayó al techo del vehículo. Schofield alzó la vista al oír el golpe. Y entonces…

¡Bang-bang-bang-bang bang-bang-bang bang-bang!

Una tormenta ensordecedora de piedras comenzó a desatarse encima del vehículo.

¡No!, gritó la mente de Schofield. ¡Ahora no! ¡Estamos tan cerca!

La pared de rocas los había alcanzado.

Bang-bang-bang bang-bang-bang-bang.

Las piedras impactaron en el parabrisas del vehículo, haciéndolo añicos. Los cristales salieron despedidos por todas partes.

Bang-bang-bang-bang-bang-bang-bang.

Las piedras empezaron a entrar por la cabina y el vehículo comenzó a sacudirse violentamente, como si fuera a descarrilar.

Y entonces, de repente, la lluvia de hormigón amainó y el vehículo logró salir de entre las rocas, que seguían cayendo.

Schofield se giró en su asiento y vio que la cascada de hormigón se alejaba de ellos, replegándose cual monstruo hambriento que renuncia a su presa. La onda expansiva había alcanzado su punto álgido y en esos momentos estaba ya cediendo.

Lo habían logrado.

Por los pelos.

Y, mientras el vehículo de raíles en equis seguía avanzando por el túnel, Shane Schofield se desplomó en el asiento y suspiró con gran alivio.

* * *

Para cuando Schofield y Gant fueron aerotransportados del cañón exterior de la plataforma de carga contigua al lago Powell por un CH-53E del Cuerpo de Marines, ya había una considerable flota de helicópteros del ejército y del Cuerpo de Marines sobrevolando la zona donde otrora había estado el Área 7.

Parecían un enjambre de insectos, puntos negros inmóviles en el cielo despejado del desierto, todos ellos a una distancia prudente para evitar posibles radiaciones persistentes.

El presidente estaba en esos momentos a salvo en su helicóptero, rodeado a su vez por nada más y nada menos que cinco Super Stallion del Cuerpo de Marines. Hasta que le fuera extraído el radiotransmisor del corazón, los marines permanecerían a su lado.

Y, en el mismo momento en que su helicóptero había despegado de la pista de aterrizaje del Área 7, había dado la orden de que todos los aparatos de aviación de la Fuerza Aérea en Estados Unidos permanecieran en tierra hasta próximo aviso.

Schofield y Gant, y su preciada caja negra (que seguía transmitiendo la señal de microondas), se reunieron con el presidente, Libro II, Juliet y Kevin en el Área 8, que había sido asegurada veinte minutos antes de su llegada por dos unidades de reconocimiento de los marines.

Durante el barrido de la base, los marines no habían encontrado a nadie del personal con vida salvo a uno: Nicholas Tate III, el asesor de política nacional del presidente de Estados Unidos. Lo habían encontrado divagando, balbuceando algo acerca de telefonear a su agente de bolsa.

A Gant la tumbaron inmediatamente sobre una camilla para que recibiera atención médica. A Schofield le pusieron un vendaje provisional en las heridas de bala, un cabestrillo en el brazo y le administraron codeína para el dolor.

—Me alegro de que haya logrado salir con vida de esto, capitán —dijo el presidente cuando se acercó a Schofield—. ¿He de suponer que César no ha corrido la misma suerte?

—Me temo que no lo ha logrado, señor —dijo Schofield. Levantó la caja negra, cuya luz transmisora verde seguía parpadeando—. Pero está con nosotros, en espíritu.

El presidente sonrió.

—Los marines que efectuaron el barrido de la base dijeron que habían encontrado algo ahí fuera que quizá le gustaría ver.

Schofield no sabía a qué se refería.

—¿Como qué?

—Como yo, hombretón —gritó Madre mientras salía de detrás del presidente.

Schofield sonrió de oreja a oreja.

—¡Lo lograste!

La última vez que la había visto, Madre se hallaba en el interior de la cucaracha, que estaba dando vueltas de campana.

—Soy jodidamente indestructible, así soy yo —dijo Madre. Cojeaba un poco—. Tan pronto como el misil alcanzó la cucaracha, supe que el vehículo estaba muerto y también me imaginé que César y sus subordinados no me tratarían con demasiada amabilidad cuando me encontraran en su interior. Así que me tiré de él y eché a correr por la pista de aterrizaje, pero me pilló la ráfaga de arena levantada por el helicóptero, así que me cobijé en ella. La cucaracha dio varias vueltas de campana y finalmente se estrelló. Cavé un pequeño agujero en la arena bajo el parachoques delantero, me quité la prótesis de la pierna para añadirle más dramatismo y me hice la muerta hasta que César y sus helicópteros se marcharon.

—Así que te quitaste la pierna protésica para añadirle más dramatismo —dijo Schofield—. Muy bueno.

—Eso me pareció —sonrió Madre. A continuación lo señaló con la barbilla—. ¿Y qué hay de ti? La última vez que te vi, el presidente y tú ibais al espacio. ¿Has vuelto a salvar el día?

—Puede —dijo Schofield.

—Y, bueno, yendo al grano —le susurró con gesto cómplice Madre—. ¿Recuerdas lo que te dije que hicieras con ya sabes quién? —Señaló con poco disimulo a Gant—. ¿Besaste a la chica de una puta vez, Espantapájaros?

Schofield contuvo la risa y miró de reojo a Gant.

—¿Sabes, Madre? A decir verdad, creo que lo hice.

Un poco después, Schofield se sentó a solas con el presidente.

—¿Qué es lo que está ocurriendo en el país? —preguntó—. ¿Han estado pendientes de las transmisiones de César por el sistema de emergencia?

El presidente sonrió.

—Me alegra que me lo pregunte. Antes de que los recogiéramos, estuvimos examinando el registro del complejo y encontramos esto.

Sacó una hoja impresa del registro del suministro eléctrico del Área 7 y señaló una entrada.

Imagen

El presidente dijo:

—¿Recuerda que dijo que habían volado una caja de conexión en uno de los hangares subterráneos casi al inicio de todo, a eso de las 7:37?

—Sí…

—Bueno, al parecer esa caja de conexión era bastante importante. Entre otras cosas, albergaba los controles para el sistema auxiliar de energía de la base y su radiosfera. También albergaba un sistema llamado RTM. ¿Sabe qué quiere decir?

—No…

—Red de transmisión militar, el nombre que anteriormente recibía el sistema de transmisión de emergencia. Al parecer, el cable de transmisión saliente de la RTM quedó destrozado por la explosión. Y, dado que el protocolo LBJ no llegó a ser iniciado, las transmisiones de César por el sistema de transmisión de emergencia se vieron retrasadas cuarenta y cinco minutos.

—Pero el sistema fue destruido a las 7:37 —dijo Schofield.

El presidente sonrió.

—Así es —dijo—. Lo que quiere decir que cada vez que César ha hablado esta mañana por su cámara digital, no se ha producido ninguna transmisión. No estaba hablando para nadie, salvo para la gente del Área 7.

Schofield pestañeó. Estaba intentando asimilarlo.

A continuación dijo:

—Entonces, el país no sabe que esto ha ocurrido.

El presidente asintió atribulado.

—Al parecer —dijo—, los estadounidenses llevan todo el día preocupados por otro drama: la actriz mejor pagada de Hollywood ha sufrido un accidente junto a su pareja.

Según cuentan, la desafortunada pareja lleva todo el día atrapada en los Alpes suizos por culpa de una avalancha mientras hacían senderismo en una zona militar suiza de acceso restringido. Su inescrupuloso guía ha fallecido, pero confío en que en las próximas horas encontrarán a esas dos celebridades sanas y salvas.

Por lo que sé, la CNN lleva todo el día cubriendo la noticia, informando de las últimas novedades del caso, haciendo conexiones periódicas al lugar, pasando una y otra vez una grabación del área realizada por un aficionado. La noticia más importante desde el accidente de coche de Diana, dicen.

Schofield casi rompe a reír.

—Así que no lo saben —dijo.

—Así es —dijo el presidente—. Y así, capitán, es como se quedarán las cosas.

* * *

Exactamente seis horas después, el segundo transbordador espacial X-38 del Área 8 fue lanzado desde un 747.

Su misión: la destrucción del satélite de reconocimiento de la unidad traidora de la Fuerza Aérea situado en órbita geosincrónica al sur de Utah.

De acuerdo con los pilotos del transbordador, el satélite en cuestión había estado enviando y recibiendo una peculiar señal de microondas en el desierto de Utah.

Pero poco les importaba a los pilotos lo que hubiera estado haciendo el satélite. Tenían unas órdenes que cumplir y las siguieron a rajatabla. Volaron en pedazos el satélite.

Una vez el satélite fue destruido, los explosivos de plasma del tipo 240 colocados en los aeropuertos quedaron inutilizados, salvo sus sensores de proximidad, cuya desactivación llevó algo más de tiempo.

En las siguientes horas, las catorce bombas fueron desactivadas y desmontadas para su posterior análisis.

Además de la desactivación y desarme de las bombas de plasma, la destrucción del satélite también permitió la extracción del radiotransmisor que habían colocado en el corazón del presidente.

La intervención fue realizada por un renombrado cirujano civil del hospital universitario Johns Hopkins bajo la supervisión de otros tres cirujanos cardíacos, el servicio secreto de Estados Unidos y el Cuerpo de Marines.

Nunca antes un cirujano tuvo tanto cuidado, ni tantos nervios, durante una operación.

Se empleó una anestesia limitada. Aunque a los ciudadanos nunca les fue notificado, el vicepresidente estuvo al frente del país durante veintiocho minutos.

Se creó un comité de investigación para establecer el papel desempeñado por la Fuerza Aérea en el incidente del Área 7.

Como resultado de dicha investigación, nada más y nada menos que dieciocho oficiales de rango elevado de la Fuerza Aérea al frente de una docena de bases sitas en el sudoeste del país y noventa y nueve oficiales y alistados que prestaban servicios en dichas bases fueron juzgados a puerta cerrada, acusados de traición.

Resultó que todos los hombres relacionados con los acontecimientos de aquel día estaban prestando servicio activo, o lo habían prestado, en el Mando de Operaciones Especiales de la Fuerza Aérea en Florida o en el decimocuarto y vigésimo escuadrón en las bases de la Fuerza Aérea de Warren y Falcon (en Wyoming y Colorado). Todos ellos habían estado en algún momento bajo las órdenes directas de Charles César Russell.

Así, teniendo en cuenta los casi cuatrocientos mil hombres y mujeres que componen la Fuerza Aérea, ciento diecisiete traidores no era un número demasiado elevado, apenas una docena por cada una de las bases en cuestión. Pero, considerando los aviones y artillería de que disponían dichas bases, el número era más que suficiente para poder acometer el plan de César.

Asimismo, en los juicios salió a la luz que cinco de los miembros de la Fuerza Aérea implicados en la conspiración eran cirujanos de la Fuerza Aérea que habían realizado varias intervenciones de ese tipo a miembros del congreso, incluido el senador estadounidense y potencial candidato a la presidencia Jeremiah K. Woolf.

Las pruebas circunstanciales presentadas en los juicios sugerían asimismo que todos los miembros de la Fuerza Aérea implicados en el incidente pertenecían a una sociedad clandestina y racista de la Fuerza Aérea conocida como la Hermandad.

Todos ellos fueron condenados a cadena perpetua sin posibilidad de libertad provisional en una prisión militar cuyo nombre no fue revelado. Por desgracia, el avión que los trasladaba a la prisión secreta se estrelló inexplicablemente durante el vuelo. No hubo supervivientes.

En el informe final del comité de investigación al Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos se hizo hincapié en la existencia de «grupos clandestinos de interés antisocial» dentro de las distintas fuerzas armadas. Si bien en dicho informe se reconocía que la mayoría de esas sociedades había desaparecido del ejército durante la purga iniciada en la década de los ochenta, se recomendaba el inicio de una nueva investigación a tenor de su latente presencia.

El Estado Mayor Conjunto, sin embargo, no aceptó la existencia de dichas sociedades y rechazó por tanto las recomendaciones del comité de investigación al respecto.

Durante los seis meses siguientes, un gran número de turistas de la zona del lago Powell informó de la presencia de una familia de osos Kodiak por la sección noreste del lago.

El servicio de Pesca y Vida Silvestre de Estados Unidos investigó tales informes, pero los osos jamás fueron encontrados.

* * *

Un par de semanas después tuvo lugar una discreta ceremonia en una sala de reuniones subterránea de la Casa Blanca.

En la sala se encontraban nueve personas.

El presidente de Estados Unidos.

El capitán Shane Schofield (con el brazo en cabestrillo).

La sargento de personal Elizabeth Gant (con muletas y un tobillo fracturado).

La sargento de artillería Gena Madre Newman (con Ralph, su marido).

El sargento Buck Riley júnior (con cabestrillo).

La agente del servicio secreto Juliet Janson (con cabestrillo).

David Fairfax, de la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa (con sus mejores zapatillas).

Y un niño llamado Kevin.

El presidente otorgó a Schofield y a su equipo de marines la Medalla al Honor por actos de valentía en combate con riesgo de sus propias vidas.

Era una condecoración de la que, sin embargo, no podrían hablar a nadie.

Pero, una vez más, todos se mostraron conformes con que probablemente fuera lo mejor.

Mientras los demás disfrutaban de una cena en el comedor de la Casa Blanca (durante la cual el presidente mantuvo una conversación especialmente animada con Madre y Ralph sobre los Teamsters), Schofield y Gant se marcharon para tener su segunda cita.

Al llegar a la Casa Blanca les habían informado de que tenían un lugar reservado para ellos.

Una mesa con velas en el centro de una enorme habitación revestida de paneles de madera.

Y, así, ocuparon sus asientos y cenaron.

Solos.

En el comedor privado del presidente, en la planta superior de la Casa Blanca, desde el que se divisaba el monumento a Washington.

—Deles todo lo que quieran —le había dicho el presidente a su chef personal—. Póngalo en mi cuenta.

Bajo la luz de las velas, hablaron y hablaron hasta altas horas de la noche.

Cuando llegaron a los postres, Schofield se metió la mano en el bolsillo.

—¿Sabes? —dijo—. Quería habértelo dado en tu cumpleaños, pero el día se nos fue un poco de las manos.

Sacó una tarjeta un poco arrugada del bolsillo. Era pequeña, del tamaño de una felicitación navideña.

—¿Qué es? —preguntó Gant.

—Era tu regalo de cumpleaños —dijo Schofield con tristeza—. Lo llevé en el bolsillo de los pantalones durante todo el día. Tuve que sacarlo cada vez que me cambiaba de uniforme, así que me temo que está un poco estropeado.

Se lo dio a Gant.

Gant lo miró y sonrió.

Era una fotografía.

Una fotografía de un grupo de gente posando en una hermosa playa hawaiana. Todos llevaban bermudas y estridentes camisas hawaianas.

Y, juntos en un extremo de la foto, sonriendo a la cámara, estaban Gant y Schofield. La sonrisa de Gant era un poco incómoda y la de Schofield (con sus gafas plateadas reflectoras) triste.

Gant recordaba ese día como si hubiese sido ayer.

Era la barbacoa que habían celebrado en una playa cercana a Pearl Harbour para celebrar su ascenso e incorporación a la unidad de reconocimiento de Schofield.

—Fue la primera vez que nos vimos —dijo Schofield.

—Sí —dijo Gant—. Así es.

—Nunca lo he olvidado —dijo.

Gant resplandeció.

—¿Sabes? Es el mejor regalo de cumpleaños que he recibido este año.

A continuación se levantó de silla, se inclinó sobre la mesa y lo besó en los labios.

Tras la cena, bajaron las escaleras del edificio, donde se encontraron con una limusina presidencial. La limusina, sin embargo, estaba flanqueada (por delante y por detrás) por cuatro Humvee del Cuerpo de Marines, seis coches patrulla de la policía y cuatro escoltas en moto.

Gant arqueó las cejas al ver semejante despliegue de vehículos.

—Oh, sí —dijo Schofield con vergüenza—. Hay algo más de lo que tenía que hablarte.

—¿Sí? —dijo Gant.

Schofield abrió la puerta trasera de la limusina.

Y allí estaba Kevin, dormido, en el asiento trasero.

—Necesitaba un lugar donde quedarse, al menos hasta que le encuentren un nuevo hogar. —Schofield se encogió de hombros—. Así que dije que yo me haría cargo de él el tiempo que fuera necesario. El Gobierno, sin embargo, insistió en proporcionarnos seguridad extra.

Gant negó con la cabeza y sonrió.

—Venga —dijo—. Vámonos a casa.

Fin