Sexta confrontación

3 de julio, 10:23 horas

Y de repente Schofield y los demás entraron en la partida de un juego totalmente diferente.

En el hangar principal del Área 8 un terrible tiroteo estaba ya teniendo lugar.

Se escuchaba el fragor de las bombas y los rugidos de los disparos.

Flechas de luz se filtraban por entre las gigantescas puertas abiertas del hangar. A unos cuarenta y cinco metros del ascensor, ocupando la entrada abierta y bloqueando parcialmente el sol entrante, se hallaba la sección trasera de un Boeing 747 plateado.

—Hijo de puta… —musitó Schofield cuando vio el aerodinámico transbordador espacial sobre el 747.

Los disparos procedían de las puertas del hangar.

Cinco soldados vestidos de negro del séptimo escuadrón (los traidores de la unidad Eco, supuso Schofield) se estaban cubriendo tras las puertas, disparando con sus P-90 a algo que estaba fuera del hangar.

—Por aquí —dijo Schofield mientras salía del ascensor a la carrera. Los tres sortearon un Humvee y un par de cucarachas hasta poder ver lo que se hallaba tras las puertas del hangar: dos Penetrator negros, sobrevolando a poca altura la pista de aterrizaje exterior al hangar, bloqueando al 747 que transportaba el transbordador.

Las minigun multicañón Vulcan situadas bajo los morros de los dos Penetrator estaban descerrajando una ráfaga de disparos a los hombres de la unidad Eco en el hangar, inmovilizándolos, impidiendo que pudieran recorrer los dieciocho metros de terreno descubierto hasta la escalera de ruedas por la que se accedía al 747.

De los Penetrator salieron también varios misiles, en dirección al Boeing. Pero el avión debía de estar usando contramedidas electromagnéticas punteras, pues los misiles no llegaron siquiera a acercarse a él: se volvieron locos y comenzaron a alejarse en espiral antes de impactar en el suelo y detonar en una lluvia de hormigón y arena.

Incluso la ráfaga de balas trazadoras (de un cegador color naranja) viraba lejos del avión, como si un campo magnético invisible evitara que se acercaran.

Desde su posición tras una de las cucarachas, Schofield reconoció a dos de los hombres sentados en el interior del helicóptero: César Russell y Kurt Logan.

Me apuesto a que César no está nada contento con Eco, pensó.

César y Logan debían de haber llegado solo instantes antes, justo cuando los hombres de Eco estaban subiendo a bordo de su avión de escape. Los helicópteros de César debían de haber abierto fuego antes de que todos los hombres de Eco pudieran subir al avión, antes de poder escaparse con Kevin.

Kevin…

Schofield escudriñó el campo de batalla. No veía al crío por ninguna parte.

Ya debe de estar a bordo del avión…

Y entonces, sin previo aviso, el 747 comenzó a ganar velocidad y sus cuatro motores a reacción a despedir aire por todas partes, haciendo que todos los objetos sueltos comenzaran a volar por el hangar.

El avión comenzó a avanzar hacia delante (dejando atrás el hangar, en dirección a la pista de aterrizaje), hacia los dos Penetrator negros. La escalera con ruedas repiqueteaba en el suelo tras el avión.

Era una buena táctica.

Los Penetrator sabían que no tenían posibilidad alguna contra el peso de un 747 en marcha, así que se apartaron como un par de pichones atemorizados, quitándose del recorrido del enorme avión.

Fue entonces cuando Schofield vio a un hombre de la unidad Eco en una puerta lateral abierta del 747, vio que hacía señas con las manos a los hombres que seguían en el hangar y lanzaba una escalera de cuerda por ese acceso. La escalera de cuerda quedó colgando de la puerta, balanceándose bajo el avión en marcha.

En ese mismo momento, Schofield percibió movimiento cerca de la entrada del hangar y se volvió. Vio a los cinco hombres de la unidad Eco situados junto a la puerta del hangar. Estaban corriendo hacia el Humvee aparcado junto a la cucaracha.

Iban a intentar subir al 747…

¡Mientras estaba en marcha!

Tan pronto como los hombres de Eco comenzaron a correr, una ráfaga devastadora de fuego procedente de los helicópteros penetró por la entrada abierta del hangar, haciendo añicos el suelo bajo sus pies.

Dos de los hombres fueron alcanzados por los disparos y cayeron. Sus cuerpos reventaron en miles de estallidos carmesíes. Los otros tres lograron llegar al Humvee, se metieron dentro y lo encendieron. El vehículo se puso en marcha y trazó un amplio círculo…

Un misil entró por las puertas abiertas del hangar y fue directo hacia el Humvee.

La vida del Humvee fue breve.

El misil le impactó justo en el morro, con tanta fuerza que el todoterreno fue arrojado de espaldas por el resbaladizo suelo del hangar antes de chocar contra una pared y estallar en una lluvia de amasijos de metal.

—¡Humvee por los aires, Batman! —gritó Madre.

—¡Rápido! —dijo Schofield—. ¡Por aquí!

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el presidente.

Schofield señaló al avión en movimiento.

—Vamos a subir a ese avión.

Al igual que ocurría con muchas bases emplazadas en el desierto, la pista de aterrizaje del Área 8 tenía forma de ele y el lado más corto de esta era el que daba a la puerta del hangar principal del complejo.

Los aviones despegaban y aterrizaban en el brazo alargado de la «L» pero, para salir a la pista, tenían que recorrer primero la parte más corta. Mientras que la pista de aterrizaje principal medía cuatro kilómetros y medio de largo, la corta, o pista de rodaje, no llegaba a los quinientos metros.

El 747 plateado, con el transbordador X-38 encima, recorría la pista de rodaj e flanqueado por los dos Penetrator negros de la Fuerza Aérea.

Las ráfagas de arena lo golpeaban a su alrededor y el brutal sol del desierto iluminaba sus costados.

El 747 había alcanzado la mitad del recorrido de la pista de rodaje cuando un vehículo a gran velocidad salió del hangar principal tras él.

Era una cucaracha.

Uno de los vehículos tractores de color blanco que había estacionados en el interior del hangar. Parecía un ladrillo sobre ruedas. Recorrió a gran velocidad la pista de rodaje, a la caza del avión.

En el reducido compartimento del conductor, Madre conducía. Schofield y el presidente compartían el asiento del copiloto.

—¡Vamos, Madre! ¡Alcánzalo! —dijo Schofield—. ¡Tenemos que cogerlo antes de que llegue a la pista de aterrizaje principal! ¡Una vez que llegue allí y comience las maniobras de despegue, estaremos jodidos!

Madre metió la tercera, la velocidad mayor del vehículo. El motor V8 rugió cuando aceleró y echó a correr bajo el calor abrasador del desierto.

La cucaracha corría por la pista de rodaje, acercándose al 747.

Los Penetrator abrieron fuego contra el vehículo, pero Schofield rompió de una patada la ventana del copiloto y los disparó con su P-90 y el de Madre, alcanzando el cañón Vulcan de uno de los Penetrator y haciendo que este comenzara a dar bandazos. Pero el otro helicóptero siguió disparando, levantando chispas alrededor del vehículo tractor.

—¡Madre! ¡Métenos bajo el avión! ¡Necesitamos sus contramedidas!

Madre pisó el gas y la cucaracha metió un acelerón, alcanzando su velocidad máxima. Se fue pegando centímetro a centímetro al 747 hasta lograr meterse bajo la elevada sección de cola del avión.

Fue como entrar en una burbuja de aire.

Las balas del segundo Penetrator dejaron de impactar a su alrededor. La pirotecnia de chispas cesó de repente.

La cucaracha siguió avanzando, en esos momentos bajo la sombra del 747. Pasó el tren de aterrizaje y continuó bajo la protección de su enorme estructura.

La cucaracha se colocó bajo el ala izquierda del 747, mientras el asfalto se sucedía a gran velocidad bajo el vehículo, en dirección a la escalera de cuerda que colgaba de la puerta izquierda del avión, aún abierta.

La cucaracha llegó a la escalera de cuerda… justo cuando el 747 giró abruptamente a la derecha.

—¡Joder, maldita sea! —gritó Madre cuando el vehículo salió de la protección del jumbo a la abrasadora luz del sol.

—¡Está girando a la pista de aterrizaje principal! —gritó Schofield.

Como un ave lenta y gigante, el 747 plateado (con el transbordador X-38 encima) giró a la pista de aterrizaje alargada del Área 8.

—¡Tienes que llegar a la escalera, Madre! —gritó Schofield.

Madre giró el volante bruscamente a la derecha y la cucaracha (momentáneamente privada de la protección electromagnética del avión) se dirigió de nuevo hacia la escalera de cuerda, pero no antes de que uno de los Penetrator girara y se colocara delante del 747 y abriera fuego.

Una devastadora ráfaga de balas trazadoras impactó en el asfalto, delante de la cucaracha, levantando chispas que rebotaron por todas partes.

Varias de las balas impactaron en el parabrisas del vehículo, resquebrajándolo. Muchas más, sin embargo, rebotaron bajo el parachoques delantero del vehículo tractor e impactaron contra la parte inferior de la cucaracha. Tres de ellas alcanzaron la columna de dirección del vehículo.

La respuesta fue inmediata.

El volante, en manos de Madre, se volvió loco.

La cucaracha comenzó a dar bandazos mientras avanzaba junto al ala del 747, dando sacudidas de lado a lado.

Madre tuvo que hacer uso de toda su fuerza para mantener recto el volante y a la cucaracha bajo control.

El 747 finalizó el giro y comenzó a enderezarse.

La pista de aterrizaje que tenía ante sí se extendía en la distancia: una cinta negra, larga y recta que desaparecía en el horizonte desértico.

—¡Madre! —gritó Schofield.

—¡Lo sé! —gritó Madre—. ¡Vete! ¡Sube al techo! Me pegaré bajo la escalera. ¡Y llévate al presidente contigo!

—Pero ¿qué hay de ti…?

—¡Espantapájaros! En menos de doce segundos, ese avión va a despegar y, si no estás en él, ¡perderemos al crío! Tengo que permanecer al volante de esta cosa, ¡de lo contrario perderá el control!

—¡Pero los Penetrator te matarán cuando nos hayamos ido…!

—¡Razón por la que tienes que llevarlo contigo! —dijo Madre mientras señalaba al presidente—. No te preocupes por mí, Espantapájaros. Sabes que hace falta más que un puñado de chupapollas de la Fuerza Aérea para acabar conmigo.

Schofield no estaba tan seguro.

Pero vio cómo ella lo miraba y supo que Madre estaba resuelta a seguir conduciendo el vehículo (a una muerte casi segura) hasta que el presidente y él subieran a bordo de ese avión.

Schofield se volvió hacia el presidente.

—¡Vamos! Usted viene conmigo.

La cucaracha corría paralela al 747, protegida de nuevo por las contramedidas electrónicas del avión. El vehículo se colocó bajo la puerta de entrada delantera izquierda, la puerta de la que pendía la escalera de cuerda.

Las dos diminutas figuras de Schofield y el presidente (ataviados aún con el uniforme de combate negro) treparon al techo del vehículo tractor. Los uniformes del séptimo escuadrón incluían unas gafas protectoras, así que se las pusieron para proteger sus ojos de la tormenta de arena.

En la cabina del conductor, Madre seguía aferrándose con todas sus fuerzas al volante, intentando mantener el vehículo en línea recta.

En el techo de la cucaracha, golpeado por el viento, Schofield intentó agarrar la escalera de cuerda. Esta se balanceaba y alejaba de su alcance…

Entonces un estruendo ensordecedor llenó sus oídos.

Los cuatro motores a reacción de las alas del 747 estaban cobrando vida.

A Schofield se le heló la sangre.

El avión estaba ganando potencia para despegar y se disponía a recorrer la pista de aterrizaje principal. En cualquier momento, aceleraría de manera considerable y dejaría atrás a la cucaracha.

La escalera de cuerda seguía agitándose con el viento a escasos centímetros de la cucaracha.

Schofield se volvió hacia el presidente y gritó:

—¡De acuerdo! ¡Yo cojo la escalera! ¡Usted se agarra a mí!

—¿Qué?

—¡Ahora lo entenderá!

Y, tras eso, Schofield echó a correr por el techo plano del vehículo y saltó del extremo delantero…

Voló por los aires con los brazos extendidos…

Y cogió el extremo inferior de la escalera de cuerda.

Le hizo un gesto con la mano al presidente para que fuera.

—¡Ahora agárrese a mí!

El presidente negó dubitativo con la cabeza y a continuación dijo:

—De acuerdo…

Echó a correr y saltó…

Justo cuando el 747 salió disparado por la aceleración de sus motores.

El presidente voló por los aires durante un breve espacio de tiempo por delante de la cucaracha antes de que su cuerpo se golpeara contra el de Schofield. Se agarró con los brazos a la cintura del capitán mientras Schofield se aferraba con fuerza al último travesaño de la escalera de cuerda con las dos manos.

La cucaracha de Madre, incapaz de mantener esa velocidad, se alejó al instante de ellos. Los dos Penetrator también abandonaron la persecución y viraron para detenerse justo encima de la pista de aterrizaje.

Colgando de la escalera de cuerda (y desplazándose a una velocidad de fácilmente ciento sesenta kilómetros por hora, con el viento golpeándolo por todos los flancos y el presidente de Estados Unidos colgando de su cintura), Schofield observó horrorizado que uno de los Penetrator lanzaba un misil a la cucaracha de Madre, ya sin protección.

El misil impactó en la parte trasera de la cucaracha y estalló con gran violencia, levantando metro y medio del suelo la sección posterior del vehículo.

Cuando el misil impactó, el vehículo comenzó a dar bandazos y se salió de la pista de aterrizaje, a la arena, levantando una enorme nube de polvo, y a continuación comenzó a dar tumbos y vueltas de campana (una, dos, tres veces) hasta precipitarse y detenerse sobre la cabina, rodeado de una lluvia de arena.

Y, mientras Schofield seguía colgando de la escalera del 747, solo pudo rogar que la muerte de Madre hubiera sido rápida.

* * *

Pero en esos momentos tenía otras cosas que hacer.

El 747 seguía avanzando por la pista de aterrizaje.

Mientras lo hacía, Schofield y el presidente colgaban de la entrada izquierda delantera.

El 747 ganó velocidad. Con el peso extra del X-38, el avión necesitaba recorrer más pista de lo habitual para despegar.

El viento los azotaba sin piedad mientras pendían de la escalera.

—¡Usted primero! —gritó Schofield—. ¡Trepe por mí y suba a la escalera!

El presidente hizo lo que se le pidió.

Mientras la pista menguaba a gran velocidad, primero trepó por el cuerpo de Schofield, valiéndose de sus pies y manos. A continuación usó los hombros de Schofield para subir a la escalera y comenzar a ascender por ella.

Tan pronto como el presidente estuvo en la escalera, Schofield comenzó a auparse, valiéndose solo de sus brazos.

El terreno se sucedía bajo ellos mientras ascendían por la escalera de cuerda y el viento golpeaba con fuerza sus cuerpos.

Y entonces, de repente, cuando llegaron al extremo superior de la escalera y a la puerta, la pista de aterrizaje que se sucedía bajo ellos a gran velocidad desapareció, de repente, y se tornó en oscuridad.

Schofield tragó saliva.

Estaban en el aire.

El helicóptero de César Russell aterrizó sin problemas en la pista de aterrizaje, ya muy por debajo del 747 y a menos de veinte metros de la cucaracha siniestrada de Madre.

César salió del helicóptero y se quedó contemplando el avión.

Kurt Logan se acercó a la cucaracha. Estaba destrozada. Había quedado reducida a un amasijo de hierros.

La cabina del conductor estaba completamente aplastada y el parabrisas combado hacia dentro. Parecía una lata de aluminio aplanada.

Y entonces vio el cuerpo. Yacía boca abajo en la arena, delante del vehículo siniestrado. Solo se le veía el torso y las extremidades, no así la cabeza, que se encontraba bajo el parachoques delantero de la cucaracha, hundido en el suelo. La pernera izquierda terminaba abruptamente en la rodilla; la pierna le había sido arrancada del impacto.

Logan regresó junto a Russell. César no había apartado la vista del avión plateado.

—Eco tiene al niño —dijo Logan—. Y los marines al presidente.

—Sí —dijo César mientras contemplaba el avión en vuelo—. Sí. Así que ahora, por desgracia, tendremos que pasar al plan B. Lo que significa que debemos regresar al Área 7.

El presidente aterrizó con un ruido sordo en el interior del 747. Estaba completamente exhausto.

Schofield lo siguió instantes después, también con la respiración entrecortada. Logró ponerse de rodillas y cerrar la puerta tras él. Esta se selló con un sonoro golpe.

Los dos estaban desplomados en el suelo, con las gafas protectoras puestas, cuando uno de los pilotos del 747, un soldado de la unidad Eco, bajó las escaleras de la cubierta principal.

El piloto llevaba un traje de vuelo naranja que Schofield reconoció inmediatamente: era un traje presurizado.

Los trajes presurizados son obligatorios en los vuelos a elevada altitud u órbita baja. Aunque su exterior es holgado, son bastante ceñidos en su interior, con mangas y perneras elásticas que se ajustan a las extremidades para regular el flujo sanguíneo y evitar así que la sangre no llegue a la cabeza.

El traje de ese hombre llevaba un aro metálico alrededor del cuello al que podía unírsele un casco para vuelos espaciales, y una especie de toma en la cintura a la que se conectaba una unidad de soporte vital.

—Ah, lo han conseguido —dijo el piloto de Eco mientras se acercaba a ellos, obviamente sin ver más allá de su ropa y gafas protectoras cubiertas de arena del uniforme del séptimo escuadrón—. Lo siento, pero no podíamos esperar más. Cobra dio la señal. Vamos, solo quedamos Coleman y yo. Todos los demás están ya en el transborda…

Schofield se puso rápidamente de pie y lo golpeó en el rostro, dejándolo fuera de juego de un solo golpe.

—Disculpas no aceptadas —dijo Schofield. A continuación se volvió hacia el presidente—. Espere aquí.

El 747 seguía ascendiendo en el aire. En su interior, el mundo viró casi cuarenta y cinco grados.

Schofield subió a toda prisa las escaleras que daban a la cubierta superior y a la cabina de pilotaje. Delante de él iba su P-90, pues estaba buscando al segundo piloto, el hombre llamado Coleman.

Lo encontró. Estaba saliendo de la cabina de pilotaje. Otro golpe (esa vez con la culata del P-90) y Coleman cayó también inconsciente.

Schofield corrió a la cabina, en esos momentos vacía, y la escudriñó rápidamente.

Tenía la esperanza de tomar los mandos y hacer descender el avión… No hubo suerte.

Una pantalla del visualizador de la cabina mostraba que el avión estaba volando con el piloto automático y que se disponía a ascender hasta una altura de sesenta y siete mil pies, la altura en la que el 747 soltaría el transbordador espacial. En la parte inferior de la pantalla, sin embargo, podían leerse las palabras:

PILOTO AUTOMÁTICO ACTIVO.

PARA INUTILIZAR EL PILOTO AUTOMÁTICO O ALTERAR LA TRAYECTORIA,

INTRODUZCA CÓDIGO DE AUTORIZACIÓN.

¿Código de autorización?, pensó Schofield.

Mierda.

No podía apagar el piloto automático. Lo que significaba que no podía hacer descender el avión…

Entonces, ¿qué podía hacer?

Miró a su alrededor, vio las nubes exteriores y el cuerpo inconsciente del piloto Coleman en el suelo, fuera de la cabina.

Y sus ojos se posaron de nuevo en el cuerpo del piloto. Y entonces tuvo una idea.

Schofield regresó junto al presidente, cargando en su hombro a Coleman, aún inconsciente.

Asintió con la cabeza hacia el piloto que yacía sin sentido a los pies del presidente.

—Póngase su traje de vuelo —dijo Schofield mientras dejaba el cuerpo de Coleman en el suelo y comenzaba a desvestirlo.

En cuestión de minutos, Schofield y el presidente llevaban los dos trajes presurizados color naranja de los dos pilotos (y dos pistolas SIG-Sauer escondidas en los bolsillos del muslo).

—¿Adónde ahora? —preguntó el presidente.

Schofield lo miró con gesto serio.

—Adonde nunca antes ha ido el hombre.

El transbordador espacial X-38 estaba conectado al jumbo de lanzamiento mediante una conexión desprendible cilíndrica. Media docena de puntales de titanio en la parte trasera del 747 soportaban el peso del transbordador, pero era la conexión desprendible la que permitía el acceso del personal a la nave espacial.

Básicamente se trataba de un tubo largo y vertical que se extendía en dirección ascendente desde la parte trasera del jumbo hasta la parte inferior del transbordador. La entrada se encontraba en el punto medio del jumbo, en la parte central del nivel inferior.

Schofield y el presidente corrieron hacia ella.

Por el camino, se encontraron con los equipos que aguardaban a los dos pilotos de la unidad Eco: dos sistemas primarios de soporte vital similares a maletines (unidades de aire autocontenido como las que llevaban los astronautas del transbordador) y un par de cascos esféricos tintados de color dorado que encajaron perfectamente en los aros del cuello de sus trajes presurizados.

El tinte dorado reflector de los visores abombados de los cascos (para proteger a su portador de la ingente cantidad de radiación ultravioleta que se experimenta en altitudes así) ocultaba por completo sus rostros.

Llegaron a la entrada de la conexión: un túnel tubular en vertical que desaparecía en el techo. Una estrecha escalera de acero lo recorría.

Schofield, vestido con el traje espacial y con el rostro oculto por el visor dorado reflector, escudriñó su interior.

En el extremo superior del tubo, a más de veinticinco metros, pudo ver el interior (iluminado) del transbordador X-38.

Se volvió hacia el presidente y señaló con su dedo: «Arriba».

Subieron muy despacio por la escalera debido a los voluminosos y pesados trajes espaciales y sistemas primarios de soporte vital.

Un minuto después, la cabeza de Schofield asomó por la escotilla circular del suelo del transbordador.

Schofield se quedó petrificado.

El compartimento de carga y equipaje trasero del transbordador espacial parecía el interior de un autobús de tecnología puntera.

Era un espacio reducido, compacto, diseñado para transportar de todo, desde hombres a armas, pasando por satélites de tamaño pequeño. Las paredes eran de un blanco puro y estaban llenas de conexiones para los sistemas primarios de soporte vital, teclados numéricos y puntos de sujeción. En ese momento, sin embargo, la cabina estaba acondicionada para transportar a personal: unos doce asientos de vuelo miraban hacia delante, agrupados de dos en dos.

Y en ellos, con los cinturones de seguridad puestos, se hallaban los hombres de la unidad Eco y los conspiradores chinos.

Eran cinco en total, y todos ellos llevaban idénticos trajes espaciales: cascos tintados de dorado y trajes presurizados naranja con pequeñas banderas estadounidenses cosidas en los hombros.

Qué irónico, pensó Schofield.

Iban bien sujetos a los asientos, pues en breve el transbordador sería lanzado en órbita.

A través de la puerta de la cabina de pilotaje, justo delante del compartimento de carga, vio a tres individuos más con trajes espaciales: el equipo de vuelo del transbordador. Tras ellos se divisaba el cielo azul.

Allí, con medio cuerpo fuera de la escotilla, Schofield notó que le subía la adrenalina.

Sabía que los cascos dorados, reflectores, impedían que el presidente y él pudieran ser reconocidos. Pero aun así tenía la sensación de que parecía un impostor adentrándose en el corazón del territorio enemigo.

Cerca del extremo delantero del compartimento, había varios asientos vacíos (esperando, presumiblemente, a los dos pilotos del 747) y a los cinco soldados de Eco que habían sido abatidos en el hangar.

Schofield salió lentamente de la conexión desprendible.

Nadie le prestó demasiada atención.

Buscó por la cabina a Kevin y, al principio, no lo vio. No…

Pero entonces se percató de que a una de las cinco figuras con trajes espaciales sentadas en el interior de la cabina le quedaba demasiado grande el traje.

Es más, resultaba casi cómico. Los brazos enguantados del traje le colgaban inertes mientras que las perneras caían torpemente hasta el suelo. La persona que llevaba el traje parecía demasiado pequeña para él…

Tenía que ser Kevin.

En vez de fruncirle el traje espacial para que las manos le llegaran a los guantes, los hombres de Eco se habían asegurado de que el chico se beneficiara plenamente de las mangas y perneras reguladoras del flujo sanguíneo del traje presurizado, incluso aunque así pareciera Charlie Chaplin con un traje más grande de su talla.

Bien, pensó Schofield mientras salía de la escotilla. ¿Cómo voy a hacer esto?

¿Por qué no coger a Kevin antes de que nadie pueda soltarse el cinturón y lanzarnos por la conexión desprendible y regresar al 747…?

Justo entonces una mano agarró el brazo de Schofield y oyó una voz:

—Eh, Coleman.

Era uno de los pilotos del transbordador, aunque su rostro no podía verse tras el visor dorado. Había entrado en la cabina del personal y había agarrado a Schofield por el brazo. Volvió a oír su voz por el intercomunicador de su casco.

—¿Solo dos? ¿Qué les ha pasado a los demás?

Schofield negó con la cabeza con pesar.

—Ahhh, vaya —dijo el astronauta sin rostro. Señaló con dos dedos a un par de asientos cercanos a la puerta de la cabina del piloto—. Tomen asiento y pónganse el cinturón de seguridad.

Entonces, con gran eficiencia, el astronauta se agachó y ayudó al presidente a salir del tubo y ¡cerró la escotilla!

A continuación se dirigió de nuevo a la cabina de pilotaje mientras decía por el intercomunicador:

—A todo el personal, prepárense para la separación del vehículo de lanzamiento en treinta segundos.

La puerta de la cabina se cerró tras el piloto, sellándose, y Schofield se quedó en mitad de la cabina, contemplando la escotilla a presión, cerrada, en el suelo, bajo sus pies.

Mierda…

Estaban a punto de ser puestos en órbita.

* * *

Con el presidente a sus espaldas, Schofield echó a andar hacia los dos asientos vacíos situados junto a la puerta de la cabina de pilotaje.

Mientras lo hacía, observó que los hombres de la unidad Eco habían conectado sus trajes al sistema centralizado de soporte vital y se habían abrochado los cinturones de seguridad.

Llegó a su asiento y conectó un conducto secundario de su sistema de soporte vital a la toma situada en el reposabrazos de su asiento. A continuación se sentó y procedió a abrocharse el arnés de seguridad de su asiento.

El presidente, tras observar a Schofield, hizo lo mismo, colocándose en un asiento al otro lado del pasillo central.

Una vez se hubo sentado, Schofield se volvió para mirar a su alrededor.

Al otro lado del pasillo, en el asiento situado justo detrás del presidente, vio la figura de Kevin, que parecía de lo más incómodo en su enorme traje espacial.

Y entonces ocurrió algo de lo más extraño.

Kevin lo saludó. Con la mano.

A él.

Movió el brazo de lado a lado de manera que la manga excesivamente larga del traje se agitó estúpidamente en al aire.

Schofield frunció el ceño.

Llevaba el casco espacial, opaco y tintado de color dorado. Era imposible que Kevin pudiera verle el rostro.

¿Sabía Kevin quién era?

¿Cómo podía saber Kevin quién era?

Schofield descartó ese pensamiento. Era una estupidez. Kevin debía de haber estado saludando a todos los astronautas.

Se volvió para mirar al presidente, que estaba colocándose los cinturones de seguridad. Schofield sabía perfectamente cómo se sentía.

De repente se oyeron varias voces por los intercomunicadores de sus cascos.

—Ignición de propulsores preparada.

—Acercándose a la altura de lanzamiento.

—Desprendiendo tubo de conexión en tres… dos… uno… Hecho.

Se oyó un sonoro repiqueteo por debajo del transbordador y de repente la nave espacial se elevó ligeramente, ya sin el peso del 747.

—Conexión desprendida… Volamos sin el vehículo de lanzamiento.

Se oyó una risa. A continuación la voz de Cobra Barney:

—¡Quémenlo!

—Claro, señor. Preparando aceleración propulsores Pegasus… Ignición en tres…

El transbordador comenzó a retumbar de manera inquietante.

—Dos…

Schofield permaneció a la espera, tenso.

—Uno…

Fue como si alguien hubiera encendido un lanzallamas.

Cuando los propulsores Pegasus del X-38 se encendieron, el transbordador espacial se colocó ligeramente por encima del abandonado 747, de manera tal que los propulsores apuntaron directamente al avión.

Los propulsores se encendieron y despidieron brillantes llamaradas de magnesio. Dos lenguas increíblemente largas de fuego al rojo vivo salieron disparadas de los propulsores cilíndricos gemelos de la parte inferior del X-38.

Las dos lanzas de fuego cayeron como rayos sobre el 747, atravesándolo como si de un par de sopletes se tratara.

El 747 se partió en dos al instante. El combustible se prendió en unos segundos y, medio segundo después, el avión estalló en llamas, cubriendo el cielo de miles de fragmentos humeantes.

Schofield no llegó a ver la destrucción del 747. Se hallaba en un mundo completamente nuevo.

El estruendo de los propulsores no se parecía a nada que hubiera oído antes.

Era potente. Estruendoso. Devorador.

Era como el sonido de un reactor cuando cobraba vida… solo que multiplicado por mil.

En esos momentos el transbordador estaba inclinado hacia arriba y proseguía con su ascenso.

Schofield se vio empujado contra su asiento por la fuerza de la gravedad. Toda la cabina comenzó a agitarse y zarandearse. Notó que se le pegaban las mejillas al rostro. Apretó con fuerza los dientes.

Aparte de la puerta de la cabina de pilotaje, cerrada, el único vínculo visible entre la cabina de pilotaje y el compartimento de carga era una ventana de unos diez centímetros de grosor dispuesta en la pared trasera de la cabina.

A través de esa ventana, Schofield vio el parabrisas delantero del transbordador, a través del cual (a su vez) pudo ver cómo el cielo se iba tornando púrpura conforme ascendían a mayor altura.

Durante unos cuantos minutos, el transbordador siguió inclinado hacia arriba, mientras sus enormes propulsores seguían elevándolo por el cielo. Entonces, de repente, por encima del estruendo de los propulsores, las voces del equipo de vuelo regresaron:

—Listos para deshacernos de los propulsores y cambiar al suministro autocontenido.

—Recibido.

—Iniciando proceso. Tres… Dos… Uno…

Schofield sintió que el transbordador en ascenso se liberaba del peso de los cohetes aceleradores.

Miró hacia el presidente, que se aferraba con fuerza a los reposabrazos. Por lo que a Schofield respectaba, aquello era buena señal. Significaba que el presidente no se había desmayado.

El X-38 prosiguió con su ascenso. Las turbulencias ya habían desaparecido y el viaje se tornó más tranquilo, silencioso, casi como si el X-38 estuviera flotando en el aire.

Esa tregua le dio a Schofield la oportunidad de asimilar mejor todo aquello que lo rodeaba.

Lo primero que vio fue un teclado numérico junto a la puerta de la cabina de pilotaje: un mecanismo de cierre, presumiblemente para ser usado en emergencias, como cuando había problemas con la presurización de la cabina.

Schofield también examinó su traje espacial. Había una pequeña unidad cosida a la manga de su antebrazo izquierdo que parecía controlar el intercomunicador de su casco. En esos momentos, la pantalla de la unidad indicaba que estaba en el canal 05.

Miró al presidente y señaló de manera discreta la unidad de la muñeca y a continuación levantó tres dedos: «Cambie al canal 03».

El presidente asintió. Segundos después, Schofield dijo:

—¿Puede oírme?

—Sí, ¿cuál es el plan?

—Nos quedamos sentados. Y esperamos la oportunidad para hacernos con el control de la nave.

El transbordador siguió ascendiendo.

Mientras lo hacía, la vista desde el parabrisas delantero cambiaba de manera gradual. El cielo se estaba transformando en esos momentos de un oscuro púrpura a un inquietante negro.

Y entonces, de repente, como si se hubiera levantado un velo, Schofield contempló una increíble galaxia de estrellas y, bajo ese campo estrellado, brillando cual ópalo frente al negro cielo, pudo observar la ancha y elíptica extensión de la Tierra, curvándose hacia abajo a ambos lados, estirándose en la distancia como si de una increíblemente inmensa esfera luminiscente se tratara, tan absolutamente inmensa que era demasiado grande, inabarcable.

Quitaba la respiración.

No habían ascendido demasiado, casi exactamente hasta la línea divisoria entre el espacio y la atmósfera exterior, alrededor de trescientos veinte kilómetros.

La Tierra (curvada, enorme y deslumbrante) ocupaba prácticamente tres cuartas partes del campo de visión de Schofield.

Contempló aquella imagen, el planeta turquesa y reluciente cubriendo el universo. Después desvió la mirada a las estrellas situadas encima del planeta. El cielo estrellado parecía infinito.

Y entonces, una de las estrellas comenzó a moverse.

Schofield parpadeó y volvió a mirar.

Una de las estrellas estaba moviéndose.

—Dios mío… —musitó.

No era una estrella.

Era un transbordador, idéntico en tamaño y forma a los modelos estadounidenses.

Ascendió sin esfuerzo por la ingravidez del espacio, trazando una línea recta hacia ellos. La bandera amarilla y roja de la cola era inconfundible.

Era el transbordador espacial chino.

Schofield cambió al canal 05 justo a tiempo para oír a la voz de Cobra decir:

Estrella amarilla, aquí Águila a la fuga, tenemos contacto visual en estos momentos. Estamos reduciendo la propulsión para iniciarla órbita de estacionamiento. Pueden comenzar su acercamiento en treinta segundos.

Justo entonces, la puerta de la cabina de pilotaje se abrió y dos de los pilotos del X-38 salieron.

Schofield se volvió para mirarlos.

Ahora que estaban en órbita baja, podían moverse por la cabina. Había gravedad cero, así que se desplazaban con gran ligereza, valiéndose de puntos de sujeción dispuestos en el techo.

Los dos pilotos seguían llevando los cascos tintados de dorado y los maletines con las unidades. Pasaron junto a Schofield y el presidente en dirección a la popa para preparar el acoplamiento con el transbordador chino.

Otros dos hombres con traje espacial del compartimento de carga también comenzaron a soltarse los cinturones y se pusieron de pie para ayudar.

Schofield vio la oportunidad y cambió al canal 03.

—De acuerdo. —Se volvió hacia el presidente—. Ahora. Sígame.

Con toda la discreción de que fue capaz, Schofield volvió a conectar su toma de aire al maletín y comenzó a soltarse los cinturones de seguridad.

El presidente hizo lo mismo.

Schofield sintió de inmediato que la ingravidez se apoderaba de él. Se agarró a uno de los puntos de sujeción del techo y antes de que nadie pudiera detenerlo (o preguntarle qué estaba haciendo), pasó junto a Kevin y comenzó a reconectar su toma de aire al maletín del crío y a soltarlo del asiento.

Un par de astronautas de la unidad Eco miraron hacia allí con curiosidad.

Schofield señaló a la cabina: «¿Quieres echar un vistazo?».

Kevin asintió.

Los hombres de Eco regresaron al trabajo.

Con el presidente en fila tras él, agarrándose a las sujeciones del techo, Schofield llevó a Kevin hasta la cabina de pilotaje del transbordador.

Las vistas desde allí eran más increíbles incluso.

A través del parabrisas panorámico delantero, la Tierra conformaba una imagen increíble. En esos momentos se estaba alejando de ellos como una enorme lente convexa azul marina.

El último piloto que quedaba allí se volvió sobre su asiento cuando entraron.

Canal 05:

—Queríamos contemplar las vistas —dijo Schofield, tosiendo para enmascarar su voz.

—No está nada mal, ¿verdad? Tan solo asegúrense de tener los visores puestos. La radiación es letal, y el sol casi cegador.

Schofield puso a Kevin en el asiento vacío del copiloto. A continuación se volvió hacia el presidente y cambió de nuevo al canal 03.

—Usted le desabrocha los cinturones y los usa para inmovilizarlos. Yo me encargaré de la toma de aire de su sistema de soporte vital.

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Cuándo?

—Después de que haga esto… —dijo Schofield.

Y entonces se inclinó hacia delante, agarró el visor dorado del piloto y lo abrió.

—¡Argh! —gritó el piloto cuando la abrasadora luz del sol le golpeó en los ojos. Debajo del visor tintado había una burbuja de vidrio transparente que no ofrecía protección alguna ante la luz solar.

Schofield le desconectó a continuación el sistema de soporte vital de la toma de la pared mientras que, al mismo tiempo, el presidente le soltaba los cinturones de seguridad y le inmovilizaba los brazos a ambos lados del asiento con estos.

Privado de su soporte vital e inmovilizado en el asiento, el piloto comenzó a boquear desesperadamente. Se estaba ahogando.

Schofield corrió a la puerta de la cabina de pilotaje y golpeó con el puño un interruptor situado junto a la entrada. La puerta se cerró, encerrándolos a los tres en el interior de la cabina.

El presidente se volvió.

—¿Y ahora…?

Pero Schofield seguía moviéndose.

Sabía que disponía de tres segundos antes de que alguien volviera a abrir la puerta de la cabina de pilotaje desde el compartimento de carga.

Había un teclado numérico junto a la puerta, idéntico al que había al otro lado.

Schofield corrió hacia él.

Además de las teclas numéricas habituales y los interruptores para abrir y cerrar, había un botón largo, rojo y rectangular en el panel, oculto tras una carcasa de seguridad de plástico transparente. Decía:

UTILIZAR SOLO EN CASO DE EMERGENCIA:

CIERRE DE SEGURIDAD CABINA DE PILOTAJE

Schofield levantó la carcasa de plástico y pulsó el botón rojo.

Inmediatamente los cinco cerrojos de emergencia sellaron la cabina de vuelo como si de la cámara acorazada de un banco se tratara.

Un segundo después, Schofield oyó un débil golpe sordo proveniente del otro lado: el sonido de los hombres de la unidad Eco aporreando con enfado la puerta.

En la ventana de la pared divisoria se agolpaban cascos dorados reflectores y puños iracundos.

A Schofield poco le importó.

Ahora el transbordador estaba en su poder.

Se inclinó hacia Kevin, en el asiento del copiloto, mientras la Tierra y las estrellas se extendían ante ellos.

Además de tan espectacular vista, se topó con otra un tanto intimidadora: la consola de vuelo del X-38 (con un millón de diminutos interruptores, botones y monitores). Parecía la cabina de pilotaje de un avión comercial… solo que mucho más compleja.

El presidente se sentó en el asiento del copiloto y cogió a Kevin en su regazo.

—¿Y ahora qué? —preguntó—. No me diga que también sabe pilotar un transbordador espacial, capitán.

—Por desgracia, no —dijo Schofield. Se volvió para mirar al piloto, amordazado e inmovilizado—. Pero él sí.

Schofield sacó la SIG-Sauer del bolsillo del muslo y la colocó delante del visor del piloto, que tosía ante la falta de aire. El presidente reconectó la toma del sistema de soporte vital. El piloto dejó de boquear y Schofield cambió su intercomunicador al canal 03.

—Necesito que me ayudes a bajar esta cosa de nuevo a la Tierra —dijo Schofield—. Que te jodan… —dijo el piloto.

—Mmm —dijo Schofield. A continuación asintió hacia el presidente, que arrancó la toma de aire de nuevo. El piloto comenzó a boquear. Schofield lo intentó de nuevo.

—¿Qué tal si lo expongo de otra manera? O me dices cómo pilotar esta cosa de regreso a Utah o lo haré sin tu ayuda. Y, dado lo bien que piloto, o bien salimos ardiendo al reingresar o nos estampamos contra una montaña. Moriremos de uno u otro modo. Así que o me dices cómo hacerlo o mueres viendo cómo lo intento.

El presidente volvió a conectar la toma de aire. El rostro del hombre estaba casi azul.

—De acuerdo —acertó a decir—. De acuerdo.

—Genial —dijo Schofield—. Ahora lo primero que necesito…

Paró de hablar cuando unas palabras iluminadas en verde aparecieron en la pantalla de visualización frontal del parabrisas:

ÁGUILA A LA FUGA, AQUÍ ESTRELLA AMARILLA.

HA ALTERADO SU TRAYECTORIA.

VUELVA AL VECTOR TRES-CERO-CERO.

Schofield contempló las palabras de la pantalla de visualización frontal. Parecían flotar en el aire, delante del cielo estrellado.

Entonces, tras la pantalla transparente, vio el transbordador chino, mucho más cerca de ellos en esos momentos.

Planeaba sin esfuerzos en dirección a la nave, a unos doscientos setenta metros y acercándose con rapidez.

ÁGUILA A LA FUGA, CONFIRME POR FAVOR.

—Confirme, por favor… —murmuró Schofield mientras contemplaba la ingente cantidad de interruptores hasta dar con la sección de armas—. Confirma esto.

Levantó una carcasa de seguridad que contenía dos botones rojos marcados con «LNZMNT MSL».

—Esto por Madre —dijo mientras apretaba ambos botones.

Los dos transbordadores estaban uno frente a otro en el espacio (flotando sobre la atmósfera exterior, iluminados desde abajo por la brillante luz de la Tierra): el compacto X-38 y el transbordador chino, mucho más grande.

Y entonces, de repente, dos rayos blancos salieron disparados de las alas del X-38 (dos misiles, AMRAAM, de gravedad cero). Abandonaron las alas del X- 38 y recorrieron el vacío entre los dos transbordadores.

Los misiles avanzaron a una velocidad increíble, convergiendo en el transbordador chino como si de un par de agujas aladas se tratara.

No dejaron estelas de humo tras de sí. Ni humo, ni llamas, ni fuego, pues nada sobrevive en el vacío. Sus propulsores de cola simplemente refulgieron con un brillante color naranja (en claro contraste con el oscuro cielo estrellado).

No había nada que el transbordador espacial chino pudiera hacer. Allí arriba no había medidas defensivas que pudieran emplearse.

Los dos AMRAAM impactaron en la nave china a la vez, uno en el medio y el otro en el morro.

El transbordador se resquebrajó.

Se produjo un destello de luz blanca casi de inmediato y el transbordador chino estalló en pedazos que, tras la explosión inicial, irradiaron hacia el exterior en acentuada cámara lenta.

El Estrella amarilla no regresaría a la Tierra.

* * *

Los hombres de la unidad Eco seguían aporreando la puerta de la cabina de pilotaje mientras que, de acuerdo con las instrucciones del piloto inmovilizado, Schofield iniciaba los procedimientos automatizados de reingreso del X-38.

No había nada que los hombres de la unidad Eco pudieran hacer.

La puerta de la cabina de pilotaje era de titanio, de más de siete centímetros de grosor. Y disparar a la ventana, de doce centímetros de grosor, no parecía una opción muy inteligente.

Cuando el X-38 comenzó su descenso controlado, alcanzó la atmósfera y activó sus pantallas térmicas frente a la temperatura exterior (de más de dos mil doscientos grados), lo único que pudieron hacer fue volver a sus asientos y agarrarse bien.

El transbordador descendió como una bala con el piloto automático. Mientras lo hacía, Schofield observó que el cielo estrellado comenzaba a desvanecerse y era reemplazado de nuevo por un aura púrpura y neblinosa antes de irrumpir repentinamente en el deslumbrante cielo azul.

El X-38 en órbita había ido en dirección este, pero eso se debía a que no había ascendido demasiado, más o menos la mitad del trayecto a Colorado. Al mirar hacia abajo, ya rumbo al oeste, Schofield vio grises montañas y valles de un verde brillante. Tras ellos, en el curvado horizonte, contempló el desierto amarillento de Utah.

Miró el reloj. 10:36.

No habían estado mucho tiempo en órbita. Unos doce minutos, para ser más exactos. En esos momentos estaban descendiendo a velocidad supersónica, por lo que estarían de regreso a Utah en tan solo un par de minutos.

De repente, la pantalla de visualización frontal cobró vida de nuevo.

SEÑAL CAMPO DE AVIACIÓN DETECTADA

CAMPO DE AVIACIÓN IDENTIFICADO: FUERZA AÉREA EE. UU.

ÁREA ESPECIAL 8 (RESTRINGIDA)

PROCEDIENDO HACIA EL CAMPO DE AVIACIÓN

Área 8, pensó Schofield.

No.

No quería ir allí.

Por lo que a él respectaba, la única manera de poner fin a aquello de una vez por todas era alejarse de esas bases con el presidente y el balón.

Pero, para hacer eso, necesitaba el balón.

Y el balón (cuya interminable cuenta atrás concluía a las 11:30) había sido visto por última vez en el Área 7, en poder de Seth Grimshaw.

Schofield se volvió hacia el piloto cautivo.

—Necesitamos llegar al Área 7.

El X-38 descendió rápidamente, en dirección oeste, sobrevolando como un bólido el yermo desierto de Utah.

El transbordador descendió hacia el Área 8, cortando el aire, pero a medida que fue acercándose, Schofield desactivó el piloto automático y, volando ya de manera manual como si de un avión estándar se tratara, hizo que el transbordador sobrepasara la base.

Cubrieron los treinta kilómetros de distancia hasta el Área 7 en menos de un minuto, y al poco tiempo, vieron la montaña baja y el grupo de hangares y edificios, así como la pista de aterrizaje en la arena. A más distancia, hacia el horizonte, vio la vasta extensión del lago Powell, con su serpenteada red de cañones llenos de agua.

Volando bajo, se dirigió hacia la pista de aterrizaje. Al ir en dirección oeste desde el este, iban directos hacia ella.

El X-38 resonó por todo el complejo del Área 7, sacudiendo sus paredes, antes de aterrizar sin percances en la pista de aterrizaje de asfalto negro.

Pero lo hizo con rapidez. Con mucha rapidez.

Razón por la que Schofield no vio a los dos Penetrator silenciosamente estacionados junto a los hangares del Área 7.

Razón por la que no vio que uno de ellos cobraba vida y se elevaba en el aire tan pronto como las ruedas del transbordador tocaban la pista.

* * *

El X-38 recorrió la pista de aterrizaje mientras sus llantas despedían una gran humareda.

Schofield intentó controlar la nave espacial activando un paracaídas de frenado. El transbordador comenzó a aminorar la velocidad.

Cuando el transbordador perdió finalmente todo su impulso, Schofield tocó algunos interruptores para llevarlo de regreso al hangar principal.

Pero no llegó a hacerlo girar.

Pues, en el mismo instante en que lo detuvo, vio que un Penetrator se cernía amenazante delante de él, como si de una maléfica ave de presa se tratara.

El transbordador espacial y el helicóptero de ataque se cuadraron cual pistoleros del lejano Oeste: el transbordador en la pista de aterrizaje y el Penetrator en el aire, delante de él.

En el interior de la cabina de pilotaje, Schofield se quitó el casco. El presidente hizo lo mismo.

—¡Mierda! ¿Qué hacemos? —preguntó el presidente.

¡Bang!

La puerta de la cabina se sacudió.

Los hombres de la unidad Eco se habían levantado de sus asientos y estaban aporreando de nuevo la puerta.

Entonces, de repente, se oyó la voz del piloto del Penetrator por la radio. Era uno de los hombres del séptimo escuadrón de César Russell.

—X-38, aquí Penetrator de la Fuerza Aérea. Los estamos apuntando con un misil. Suelten al crío.

Schofield se volvió para mirar a Kevin mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad.

Estaban acorralados: el Penetrator, los hombres de Eco en el interior del transbordador, el misil…

Y entonces vio el compartimento en la pared, tras el asiento de Kevin.

Se volvió hacia el presidente.

—Señor, ¿puede ayudar a Kevin a quitarse el traje?

El presidente procedió a hacerlo mientras Schofield pulsaba el botón para hablar.

—Penetrator, ¿cuáles son sus intenciones?

Mientras hablaba, Schofield fue hasta el compartimento de la pared y lo abrió.

Un letrero en el panel de la puerta rezaba: «Kit de supervivencia».

Los hombres de la unidad Eco seguían aporreando la puerta de la cabina.

—Si sueltan al niño —dijo el piloto del Penetrator—, los dejaremos en paz.

—Sí, claro —murmuró Schofield.

Estaba buscando algo en el compartimento de supervivencia.

—Vamos —dijo—. Tiene que haber uno aquí. Siempre lo hay.

A continuación, sin embargo, dijo por el micro:

—¿Y si no soltamos al niño?

—Entonces tendremos que matarlos a todos.

Fue entonces cuando Schofield encontró lo que estaba buscando: un tubo cilíndrico de más de medio metro de largo que parecía un…

Lo cogió y se volvió para mirar hacia la ventana que daba a la sección trasera del transbordador. Al otro lado de la ventana, apuntando directamente a su rostro, ¡había una pistola!

Con un destello de luz blanca y un silencioso bang, la pistola disparó.

Schofield cerró los ojos y esperó a que la bala rompiera la ventana y se alojara en su cabeza.

Pero la ventana era demasiado gruesa. Tan solo logró arañar la superficie.

Schofield volvió a respirar y corrió hacia su asiento.

—Penetrator —dijo mientras se sentaba y comenzaba a ponerse los cinturones de seguridad—. De acuerdo. De acuerdo. Escuchen. Tengo al presidente conmigo.

Mientras hablaba, le indicó al presidente que se desabrochara los cinturones.

—El presidente…

—Eso es. Voy a soltarlo junto con el niño. Estoy seguro de que no les importará. ¿Tengo su palabra de que no los dispararán?

—Sí.

—Bien. —Schofield se volvió hacia Kevin y el presidente—. Cuando abra la escotilla, quiero que se alejen todo lo que puedan del transbordador, ¿de acuerdo?

—Vale —dijo Kevin.

—Sí —asintió con la cabeza el presidente—. Pero ¿qué hay de usted?

Schofield tiró de la palanca de anulación.

Con un brusco silbido, una pequeña sección del techo del transbordador (la parte situada justo encima del piloto atado) salió disparada por el aire, revelando un ancho cuadrado de cielo azul.

—Aléjense todo lo que puedan del transbordador —dijo Schofield—. Yo iré con ustedes en un minuto. Tengo que acabar con un helicóptero.

Bajo el sol abrasador del desierto, dos figuras salieron de la escotilla de la cabina de pilotaje del transbordador.

El presidente y Kevin.

El presidente todavía llevaba el traje de vuelo naranja, solo que sin el casco. Kevin llevaba la ropa que vestía bajo el traje espacial.

El Penetrator se cernía amenazante sobre ellos mientras la corriente del rotor agitaba el aire.

Una escalera con cuerdas de plástico colgaba del techo del transbordador. Se había desenrollado automáticamente al abrirse la escotilla.

El presidente y Kevin descendieron rápidamente por ella, bajo la mirada atenta de los tres miembros de la tripulación del Penetrator.

Entonces sus pies tocaron el candente asfalto y se alejaron a toda velocidad del transbordador.

Mientras tanto, en el interior de la cabina del transbordador, Schofield estaba colocando el tubo de metal en su regazo, esperando en tensión a que Kevin y el presidente se alejaran.

Intercambió una mirada con el piloto amordazado y maniatado del transbordador.

—¿Qué estás mirando? —dijo.

¡Zzzzzzzzzzzzz!

Sin previo aviso, empezaron a saltar chispas de la puerta que tenía a sus espaldas.

Dios…

Los hombres de la unidad Eco estaban usando un soplete para abrir la puerta.

Tengo que esperar a que el presidente y el niño estén a salvo…

Y entonces oyó la voz del piloto del Penetrator por la radio:

—Gracias, X-38. Lamento haberle mentido, pero por desgracia tenemos que acabar con usted. Buenas noches.

Al instante, un misil Sidewinder salió disparado del ala del Penetrator, dejando una estela de humo tras de sí. Comenzó a descender en dirección al parabrisas del transbordador espacial.

Las chispas del soplete cubrían el suelo de la cabina.

A la mierda, pensó Schofield. Hora de echar a volar.

Y entonces tiró de la palanca de eyección situada bajo su asiento.

Al igual que los fuegos artificiales con los que se festeja la llegada del Año Nuevo, Shane Schofield salió disparado por los aires, sentado en su asiento de vuelo.

Trazó un recorrido perfectamente vertical en el aire, conformando un extraño triángulo con el transbordador espacial y el helicóptero.

Y entonces todo se precipitó.

Primero, el misil del Penetrator impactó en el X-38, bajo Schofield, haciendo que el transbordador y los hombres de la unidad Eco en su interior estallaran en una increíble bola de fuego.

Por su parte, Schofield siguió volando por los aires, sobre la explosión llameante, hasta alcanzar el cénit de su trayectoria y colocarse a la altura de la estupefacta tripulación del Penetrator.

Fue entonces cuando los tres miembros de la tripulación del helicóptero vieron a Schofield levantar el tubo cilíndrico que había cogido del kit de supervivencia del transbordador y lo colocaba sobre su hombro mientras seguía elevándose sobre su asiento eyectable.

Solo que no era un tubo cualquiera.

Era un lanzacohetes.

Un lanzacohetes compacto M-72 de un solo disparo incluido en los kits de supervivencia para aquellos astronautas que caían en territorio enemigo y requerían de un armamento ligero pero potente.

En el aire, sentado sobre su asiento eyectable y por encima de la bola de fuego que otrora había sido el X-38, Schofield apretó el gatillo del lanzacohetes.

Al instante, una cabeza aerodinámica salió disparada del M-72, atravesando el aire a gran velocidad, directa a la cabina de vuelo del Penetrator.

La cabeza atravesó el parabrisas del helicóptero y detonó con gran violencia. Las paredes del helicóptero estallaron hacia fuera y el helicóptero se desintegró en el aire.

Comenzó a caer (un amasijo de hierros en llamas que dejaba tras de sí una espesa humareda negra) hasta estrellarse contra la pista, haciéndose pedazos.

El episodio final de la secuencia llegó cuando Schofield activó su paracaídas y este comenzó a desplegarse.

El paracaídas cobró vida por encima de su asiento eyectable, elevándolo lejos de este. A continuación lo llevó de regreso a tierra firme, sano y salvo. Schofield aterrizó en la pista cerca de los restos llameantes del transbordador espacial y del Penetrator.

El presidente y Kevin corrieron hacia él.

—¡Ha sido genial! —exclamó Kevin.

—Sí. Recuérdeme que nunca lo apunte con una pistola cargada —dijo el presidente.

Schofield se quitó el paracaídas y contempló la pista de aterrizaje que conducía hacia los edificios del Área 7.

El Área 7…

Lo primero en lo que pensó no fue en el balón nuclear ni en el destino del país.

Fue en Libby Gant.

La última vez que la había visto había sido durante la batalla en el foso, cuando la granada con el sinovirus del coronel Harper había estallado y se habían separado.

Pero entonces vio el helicóptero.

Vio el segundo Penetrator, el de César y Logan, vacío y abandonado en el exterior del complejo del hangar principal.

—César ha regresado al Área 7 —dijo Schofield en voz alta—. ¿Por qué haría eso?

Fue entonces cuando vio a una figura salir de la base de la torre de control y agitar con dificultad el brazo.

Era Libro II.

Schofield, Kevin y el presidente se encontraron con Libro en la base de la torre.

Libro II estaba pálido y parecía muy débil. Llevaba un grueso vendaje sobre una herida en su bíceps izquierdo y el resto del brazo en cabestrillo.

—Espantapájaros, rápido —dijo, todavía dolorido—. Será mejor que venga a ver esto. Ahora.

* * *

Mientras subían las escaleras de la torre de control, Schofield dijo:

—¿Cuándo ha regresado César al Área 7?

—Llegaron unos minutos antes de que aterrizara. Se dirigían a la entrada de la puerta superior cuando ustedes llegaron. Estaba atendiendo a Janson en la torre y vi lo del asiento eyectable. César y Logan lo contemplaron desde la entrada al hangar, pero cuando envió a sus chicos al juicio final, entraron al complejo.

—César ha vuelto a entrar en el complejo. ¿Por qué? —dijo Schofield, pensativo. A continuación alzó la vista—. ¿Sabe algo de Gant?

—No —dijo Libro II—. Pensaba que estaba con usted.

—Nos separamos cuando detonó la granada. Debe de seguir en el interior del complejo.

Llegaron a la planta superior de la torre. Juliet Janson estaba desplomada sobre una silla, con un vendaje que le cubría el hombro; viva, pero muy pálida.

A su lado se hallaba el balón nuclear.

—¿Qué era lo que quería que viese? —preguntó Schofield a Libro.

—Esto —dijo Libro II mientras señalaba a una pantalla en concreto. Estaba parpadeando:

PROTOCOLO CIERRE A. E. (R) A-07

REGISTRO SISTEMA DE SEGURIDAD

COD. AUT.: 7-3-46820113

************************ ADVERTENCIA ************************

PROTOCOLO DE EMERGENCIA ACTIVADO.

SI NO SE INTRODUCE EL CÓDIGO DE EXTENSIÓN O FINALIZACIÓN

DE CIERRE AUTORIZADO A LAS 11:05 HORAS, SE ACTIVARÁ

LA SECUENCIA DE AUTODESTRUCCIÓN DE LA INSTALACIÓN.

DURACIÓN DE LA SECUENCIA DE AUTODESTRUCCIÓN: 00:10:00

************************ ADVERTENCIA ***********************

Schofield miró su reloj.

Eran las 10:43.

Veintidós minutos para que el mecanismo de autodestrucción termonuclear del complejo se pusiera en funcionamiento.

Y ninguna noticia de Gant… Mierda.

—Hay otra cosa —dijo Libro II—. Hemos logrado volver a poner en marcha los generadores, pero la potencia sigue siendo muy baja. Hemos podido recuperar algunos de los sistemas, como el sistema de iluminación, algunas líneas de comunicación y el sistema de transmisión interno.

—¿Y…?

—Eche un vistazo a esto.

Libro II le dio a un interruptor y uno de los monitores se encendió. En él, Schofield vio la imagen de la sala de control que dominaba el hangar principal.

Y, en el interior de la sala, mirando directamente a la cámara como ya había hecho en varias ocasiones esa misma mañana, estaba César Russell.

Russell sonrió a la cámara.

Cuando habló, su voz resonó por los altavoces de la torre.

—Saludos, señor presidente, ciudadanos estadounidenses. Sé que queda poco para mi parte de las once horas pero, puesto que las cosas se han precipitado, estoy seguro de que no les importará un comentario previo.

Mis hombres han caído; mi causa, derrotada. Elogiaría al presidente y a sus valientes guardaespaldas por sus esfuerzos, pero no es mi modo de proceder. Tan solo les diré esto: el país nunca volverá a ser el mismo, no después de hoy.

Y entonces César hizo algo que dejó a Schofield petrificado. Se abrió la ropa de combate, mostrando su torso. Schofield se quedó estupefacto.

—Oh, no…

Una enorme cicatriz vertical le recorría el torso, justo encima de su corazón; la cicatriz de un hombre que había sido intervenido quirúrgicamente en el pasado.

César se echó a reír, una risa de maníaco, totalmente demente. —Lo juro— dijo.

—¿Qué? —dijo el presidente—. No lo entiendo.

Schofield estaba callado.

Él sí lo había entendido.

Sacó un trozo de papel de su bolsillo. Era la hoja que Lumbreras le había imprimido, la que había obtenido del AWACS al inicio de todo, cuando necesitaba saber si realmente le habían colocado al presidente un radiotransmisor en el corazón.

Schofield observó la hoja. Todavía tenía los círculos que había dibujado Lumbreras:

Imagen

Recordó la explicación de Lumbreras:

Es una señal de rebote estándar. El satélite envía una señal de búsqueda: los picos elevados del lado positivo, de unos diez gigahercios. Entonces, poco después, el receptor en tierra, el presidente, rebota esa señal de regreso al satélite. Son los picos pronunciados del lado negativo.

Búsqueda y retorno. Interferencias aparte, la señal de rebote parece repetirse cada veinticinco segundos.

—Interferencias aparte… —dijo Schofield mientras contemplaba la hoja impresa—. Solo que no se trata de interferencias. Son dos señales diferentes. El satélite necesita recibir dos señales…

Cogió un bolígrafo que había al lado y unió los cuatro círculos de dos en dos.

Imagen

—Este gráfico muestra dos ciclos de señales diferentes —dijo Schofield—. El primero y el tercero. Y luego el segundo y el cuarto.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el presidente.

—Lo que digo, señor presidente, es que usted no es el único hombre de este complejo con un radiotransmisor en el corazón. Es el as que César se guardaba en la manga, su último recurso. Incluso aunque pierda, César Russell ganará. Tiene un transmisor en su corazón. Así que, si muere, los dispositivos de los aeropuertos estallarán.

—Pero él se encuentra dentro del complejo —dijo Libro II con una mueca de dolor—, y, en exactamente veinte minutos, la secuencia de autodestrucción se iniciará.

—Lo sé —dijo Schofield—, y él también lo sabe. Lo que significa que ahora tengo que hacer algo que jamás pensé que fuera a querer hacer. Tengo que volver al Área 7 y evitar que César Russell muera.