3 de julio, 9:12 horas
El calor los golpeó como si se encontraran en un alto horno.
El calor abrasador del desierto.
Estaba en todas partes. En el aire. En las rocas. En la piel. Envolviéndolos, rodeándolos, como si estuvieran en el mismísimo infierno. Todo lo contrario que el frío subterráneo del Área 7 y el túnel de raíles en equis.
Pero fuera, el sol abrasador del desierto era el que mandaba.
Shane Schofield cruzó un estrecho cañón lleno de agua a vertiginosa velocidad, bajo un calor aplastante, sentado a los mandos de una extraña pero veloz lancha motora.
En la embarcación también estaba Libro II, mientras que tras ellos, en una lancha motora similar, iban Lumbreras y Herbie.
Técnicamente, la embarcación de Schofield era un bote patrulla PCR-2 con capacidad para dos personas, pero por lo general se lo conocía como «biplaza», una embarcación fluvial con capacidad para dos personas con propulsión a chorro construida por la Lockheed Shipbuilding Company para la armada estadounidense. La embarcación biplaza era conocida por su diseño único. Parecía básicamente como si alguien hubiera unido dos motos de agua de forma apuntada mediante una barra transversal de unos dos metros, creándose así una especie de catamarán con dos plazas a ambos lados de esta. Puesto que las dos plazas (ambas descubiertas) tenían sendos motores a reacción Yamaha de doscientos caballos de potencia, se trataba de una embarcación extremadamente rápida y estable.
El bote patrulla biplaza de Schofield estaba pintado de colores de camuflaje para el desierto (manchas marrones sobre un fondo de color arena), y cortaba las aguas a gran velocidad, levantando tras de sí chorros de agua gemelos de tres metros. Schofield estaba en la plaza izquierda, a los mandos, mientras que Libro II se hallaba en la derecha, manejando la ametralladora de 7,62 milímetros de la embarcación, montada sobre un afuste en la proa.
El sol brillaba. Ardía.
Casi cuarenta grados a la sombra.
—¿Cómo va todo por ahí? —dijo Schofield por el micro de su muñeca mientras miraba al otro biplaza que surcaba las aguas tras ellos. Lumbreras lo pilotaba mientras que Herbie estaba sentado en la plaza de la ametralladora.
La voz de Lumbreras respondió:
—Yo estoy bien, pero creo que nuestro amigo el científico se está poniendo verde.
Estaban descendiendo por un estrecho cañón de seis metros de ancho que conducía hacia el sur, hacia la masa principal del lago Powell.
Las aguas del extremo más alejado de la plataforma de carga conducían efectivamente hasta el lago, a través de una cueva curvada, oscura y estrecha cuya puerta exterior (una puerta de acero blindado brillantemente camuflada para que pareciera una pared rocosa) habían dejado abierta los ladrones a la fuga.
Schofield y sus hombres habían salido de la cueva al final de un cañón aparentemente sin salida instantes antes de que toda la pared rocosa a sus espaldas estallara hacia el exterior a causa de la monstruosa explosión de los barriles de AFX.
Los dos biplazas doblaron una amplia curva del cañón.
Visto desde arriba, el cañón parecía una pista de carreras, una serie interminable de giros y curvas de ciento ochenta grados.
No estaba tan mal.
El problema empezaba cuando conectaba con el resto de los estrechos cañones del lago Powell: entonces aquello parecía un laberinto de elevados muros con canales naturales interconectados.
Llegaron desde el noreste a una intersección de tres cañones.
Al principio Schofield no sabía qué hacer.
Los dos canales rodeados de paredes rocosas se extendían desde donde estaban cual bifurcaciones en aquella carretera marítima. Y no sabía hacia dónde había ido Botha. Cabía suponer que el científico sudafricano tenía un plan, pero ¿cuál?
Y entonces Schofield vio las olas. Vio una serie de olas chapaleando contra las empinadas paredes rocosas del cañón que se bifurcaba a la izquierda; apenas perceptibles, sí, pero ahí estaban: las olas residuales de la estela de una lancha a motor.
Schofield aceleró y giró a la izquierda, rumbo al sur.
Mientras descendía por el cañón, tomando las curvas, alzó la vista. Las paredes rocosas de aquellos cañones se alzaban al menos sesenta metros por encima del nivel del agua. En la parte superior de estas, Schofield vio nubes de arena, que soplaban ferozmente, ofreciendo un alivio esporádico contra el sol abrasador.
Era la tormenta de arena.
La tormenta de arena prevista para aquella mañana, pero que los miembros del HMX-1 habían esperado no tener que contemplar.
Era una tormenta terrible, pero allí abajo, con el cobijo de los cañones, todo estaba relativamente tranquilo; una especie de paraíso meteorológico bajo las paredes rocosas del cañón.
Relativamente tranquilo, enfatizó Schofield.
Porque, en ese momento, dobló la última curva y, de manera completamente inesperada, salió a un espacio abierto, a una enorme formación rocosa similar a un cráter con una gigante mesa volcánica de superficie plana emergiendo del agua.
Aunque el cráter estaba rodeado de esplendorosas y empinadas paredes rocosas, era demasiado ancho como para poder ofrecer una protección total frente a la tormenta de arena. Ráfagas de arena giraban frenéticamente y azotaban la vasta extensión de agua.
Fue entonces cuando, a través del velo de la arena azotada por el viento, Schofield los vio.
Estaban rodeando el lado derecho de la mesa volcánica, alejándose a gran velocidad.
Cinco embarcaciones.
Una lancha motora larga y blanca que se asemejaba a un hidroala y cuatro veloces biplazas, también de color arena.
Schofield contempló horrorizado que al menos seis cañones se extendían desde las paredes del cráter circular, cual agujas de reloj, ofreciendo multitud de vías de escape.
Aceleró hacia la tormenta de arena, rumbo al extremo sur de la mesa central con la esperanza de coger desprevenidos a los sudafricanos por el otro lado.
Su biplaza surcó las aguas a vertiginosa velocidad, propulsado por sus potentes motores a reacción. El biplaza de Lumbreras y Herbie surcaba las aguas junto a ellos, levantando fuertes chorros de agua, zarandeado por las ráfagas horizontales de la arena voladora.
Rodearon la parte izquierda de la mesa y vieron que las cinco embarcaciones sudafricanas se dirigían hacia un ancho cañón vertical que horadaba la pared oeste del cráter.
Fueron tras ellos.
Los sudafricanos debían de haberlos visto, pues en ese mismo momento dos de los biplazas se separaron del hidroala y, con un giro de ciento ochenta grados, se volvieron de manera amenazadora hacia las embarcaciones de Schofield. Sus ametralladoras cobraron vida.
Entonces, de repente, el biplaza sudafricano de la izquierda estalló.
Salió disparado del agua, consumido en un géiser de agua. Estaba allí y un instante después solo quedaba en su lugar un círculo de espuma y una lluvia de fragmentos de fibra de vidrio.
Por su parte, el otro biplaza sudafricano giró al instante, abandonando la confrontación, y fue tras el resto de las embarcaciones sudafricanas.
Schofield se volvió.
—Pero ¿qué…?
¡Shuuuum!
De repente, tres helicópteros negros surgieron de entre la tormenta de arena, sobrevolando el cráter, y se metieron entre los cañones, ¡tras ellos!
Los tres helicópteros (ya en el relativo cobijo del cráter) viraron como bombarderos en picado de la segunda guerra mundial, girando bruscamente antes de enderezarse sin perder un ápice de velocidad. Rugieron por encima de Schofield y su equipo y salieron disparados hacia las embarcaciones sudafricanas mientras estas desaparecían en el interior del cañón, rumbo al oeste.
Los helicópteros fueron tras ellas.
Schofield estaba boquiabierto.
Los helicópteros eran impresionantes. Aerodinámicos, veloces, increíbles. No se parecían a nada que hubiera visto antes.
Eran de color negro plomo y parecían una mezcla entre un helicóptero de ataque y un caza. Cada helicóptero disponía de un rotor y un morro puntiagudo como el de cualquier otro helicóptero, pero también tenían unas alas ladeadas hacia abajo que se extendían desde sus armazones.
Eran AH-77 Penetrator, helicópteros de ataque de tamaño medio: un nuevo híbrido helicóptero-caza que combinaba la inmovilidad en el aire de los helicópteros con la velocidad lineal superior de los cazas. Con su pintura negra absorbente del radar, alas en flecha e imponentes cabinas de mando, parecían un grupo de iracundos tiburones en vuelo.
Los tres Penetrator fueron tras las cuatro embarcaciones sudafricanas, haciendo caso omiso de Schofield y sus hombres.
En ese instante, un extraño pensamiento se le pasó a Schofield por la cabeza.
¿Qué demonios estaba haciendo la Fuerza Aérea ahí fuera? ¿No iban tras el presidente? ¿Qué les importaba Kevin?
En cualquier caso, en esos momentos se encontraban inmersos en una persecución triple.
—Señor —dijo la voz de Lumbreras por el auricular—. ¿Qué hacemos?
Schofield no respondió inmediatamente. Era el momento de tomar una decisión. Multitud de pensamientos se agolpaban en su mente: Kevin, Botha, la Fuerza Aérea, el presidente y la cuenta atrás imparable del balón que, llegado el momento, le obligaría a abandonar la persecución y regresar…
Tomó una decisión.
—Vamos tras ellos —dijo.
* * *
El biplaza de Schofield accedió al cañón que habían tomado los sudafricanos y los helicópteros. Lumbreras y Herbie iban detrás.
Era un cañón especialmente curvado pero, afortunadamente, estaba protegido de la tormenta de arena.
Tras casi noventa metros, sin embargo, se bifurcaba en dos subcañones, uno a la izquierda y otro a la derecha. Poco sabían ellos por aquel entonces que los subcañones del lago Powell tenían la costumbre de girar entre sí, como cuerdas entrelazadas, formando múltiples intersecciones…
Schofield vio que los tres helicópteros de la Fuerza Aérea se dividían en la bifurcación: uno a la izquierda, dos a la derecha. Las cuatro embarcaciones sudafricanas debían de haberse separado.
—¡Lumbreras! —gritó—. ¡A la izquierda! ¡Nosotros iremos por la derecha! ¡Recuerde, solo queremos al crío! ¡Lo cogemos y salimos pitando de aquí! ¿Entendido?
—Entendido, Espantapájaros.
Los dos biplazas se separaron: Schofield se fue a la derecha y Lumbreras a la izquierda.
Para Schofield fue como entrar en un espectáculo de fuegos artificiales: fue recibido por una espectacular lluvia de balas trazadoras, misiles y peligrosos fragmentos de roca.
Vio a los dos helicópteros siete metros por delante, siguiendo la estela del hidroala y de uno de los biplazas sudafricanos. Los dos helicópteros permanecían por debajo de la parte superior del cañón, pues la tormenta de arena impedía que se elevaran más, girando y tomando las curvas del cañón mientras las palas de sus rotores retumbaban.
Balas trazadoras salieron disparadas de los cañones Vulcan montados en sus respectivos morros. Los misiles aire-tierra emergieron de sus alas e impactaron en las paredes rocosas del cañón alrededor de las dos motoras sudafricanas.
Por su parte, los sudafricanos tampoco se quedaron cortos.
Los hombres del biplaza habían venido preparados para proteger el hidroala, pues disponían de un lanzamisiles Stinger. Mientras uno de los sudafricanos manejaba el biplaza, el otro portaba el Stinger sobre el hombro y disparaba a los helicópteros.
Pero los helicópteros debían de contar con las mismas contramedidas electrónicas del AWACS de la base, porque los Stinger los pasaron de largo, girando frenéticamente en espiral y precipitándose a las paredes del cañón, donde estallaron. Enormes rocas cayeron al canal, rocas que hicieron que Schofield tuviera que virar bruscamente para poder esquivarlas.
Y entonces, de repente, Schofield vio que un objeto largo y blanco caía de la escotilla inferior de uno de los helicópteros negros y, colgando de un pequeño paracaídas estabilizador, se hundía en el agua.
Un segundo después, el agua bajo el helicóptero comenzó a hacer espuma y Schofield vio que en esa sección de agua comenzaban a formarse burbujas que avanzaban directas hacia el biplaza sudafricano.
¡Era un torpedo!
Cinco segundos después, sin previo aviso, el biplaza estalló con gran violencia.
La fuerza de la explosión fue tal que el biplaza se elevó por encima de la superficie del agua. Tal era la velocidad del biplaza que comenzó a dar tumbos, fuera de control, rebotando contra la superficie de las aguas hasta estrellarse de morro contra la pared rocosa del cañón y volar en pedazos.
Schofield aceleró para acercarse a ellos. En esos momentos estaba a cuarenta y cinco metros por detrás de la acción. Necesitaba acercarse, pero los sudafricanos le llevaban mucha ventaja.
Y entonces de repente vio una curva…
Y el cañón se cruzó con el de la izquierda, con el subcañón que habían tomado Lumbreras y Herbie para perseguir a los otros dos biplazas sudafricanos, de manera tal que en ese momento los dos cañones conformaban un gigantesco cruce en equis.
Y entonces ocurrió.
El hidroala blanco sudafricano se metió de lleno en la intersección desde la esquina superior derecha de la equis al mismo tiempo que uno de sus propios biplazas accedía al cruce desde la parte inferior derecha.
El hidroala y el biplaza lograron evitarse. Los dos colearon frenéticamente en el agua mientras disminuían la velocidad, levantando un chorro de agua tras ellos.
El segundo biplaza sudafricano del cañón de Lumbreras no logró frenar.
Cruzó a gran velocidad la intersección, pasando entre las dos embarcaciones que se habían visto obligadas a frenar, y se golpeó de lleno con sus chorros de agua antes de seguir avanzando por el cañón, en dirección oeste.
Los tres Penetrator de la Fuerza Área, dos posicionados en el cañón de Schofield y el restante en el otro, también se vieron inmersos en el caos. Uno logró detenerse, mientras que los otros dos atravesaron el espacio aéreo sobre la intersección, cruzando trayectorias. No se chocaron por centímetros. Pasaron de largo a las embarcaciones, momentáneamente detenidas bajo ellos.
Era lo que Schofield necesitaba.
Ahora sí podía alcanzarlos.
En su biplaza, Lumbreras estaba todavía a unos siete metros de la intersección en equis.
Contempló el caos que se había desencadenado justo delante de ellos, vio el hidroala (que estaba reanudando la marcha) y el biplaza (que seguía detenido).
Sus ojos se posaron inmediatamente en el hidroala, que en esos momentos estaba girando lateralmente en el agua para proseguir con su descenso del cañón por la parte inferior izquierda de la intersección.
Lumbreras se fue derechito hacia allí.
Schofield llegó a la intersección justo cuando el hidroala ponía rumbo al sur y el biplaza de Lumbreras se metía en el estrecho cañón tras él.
—¡Voy tras el hidroala, señor!
—¡Lo veo! —gritó Schofield.
Estaba a punto de seguirlo cuando percibió un movimiento a su derecha. Se volvió para mirar las elevadas paredes del cañón que se extendían hacia el oeste.
Vio a uno de los biplazas sudafricanos desaparecer por el cañón, solo.
Era el biplaza que había atravesado la intersección desde la esquina inferior derecha a la superior izquierda. Ni siquiera estaba intentando regresar para ayudar al hidroala.
A continuación, en un abrir y cerrar de ojos, el biplaza desapareció, esfumándose por entre un estrecho cañón lateral situado en el extremo más alejado del cañón principal.
Y entonces Schofield lo supo.
El niño no estaba en el hidroala.
Estaba en el biplaza.
En ese biplaza.
—Oh, no —murmuró Schofield cuando volvió a girarse y vio que el biplaza de Lumbreras desaparecía tras una curva del cañón sur, persiguiendo al hidroala—. Lumbreras…
El biplaza color arena de Lumbreras surcaba las aguas a gran velocidad.
A gran, gran velocidad.
Se colocó junto al hidroala sudafricano y las dos embarcaciones surcaron en paralelo el estrecho canal flanqueado por paredes rocosas cual stock cars a la fuga, mientras dos de los helicópteros de la Fuerza Aérea los disparaban sin tregua.
—Lumbreras, ¿puede… oírm… e? —dijo la voz entrecortada de Schofield por sus auriculares, pero con el estruendo de las balas, los motores y los rotores de los helicópteros, el joven marine no entendió una palabra de lo que le había dicho.
Lumbreras le indicó a Herbie que se ocupara de los mandos y acercara el biplaza al hidroala mientras él trepaba por su asiento.
Observó el hidroala, que navegaba en esos momentos junto a él. Observó cómo sus dos puntales surcaban las aguas, pero no se podía ver nada a través de los cristales tintados de la embarcación.
Entonces respiró profundamente, saltó y aterrizó de pie sobre la cubierta lateral del hidroala en movimiento.
—¡… umbreras… salga… de… ahí!
La voz de Schofield era ininteligible.
Lumbreras se agarró al techo del hidroala. No estaba seguro de qué iba a ocurrir a continuación. Quizá se topase con cierta resistencia (alguien que saliera de una de las puertas laterales del hidroala y lo disparara, por ejemplo). Pero nada ocurrió.
A Lumbreras le dio igual. Rodó hasta la cubierta delantera del hidroala y voló el parabrisas de la embarcación. Los fragmentos de cristal salieron despedidos por todas partes y un segundo después, cuando el humo se dispersó, vio el interior de la cabina del barco.
Y frunció el ceño.
La cabina del hidroala estaba vacía.
Lumbreras trepó al interior…
Y vio los mandos del hidroala moviéndose por sí solos, guiados por algún sistema de navegación controlado por ordenador, un sistema antiimpedancia que alejaba la embarcación de todos los objetos, ya fueran barcos o paredes rocosas.
Entonces, de repente, en el silencio de la cabina, la voz de Schofield cobró vida en los oídos de Lumbreras.
—¡Por el amor de Dios, Lumbreras! ¡Salga de ahí! ¡El hidroala es un señuelo! ¡El hidroala es un señuelo!
Y en ese momento, Lumbreras oyó horrorizado un bip que marcaría el final de su vida.
Un segundo después, el hidroala voló por los aires y sus ventanas estallaron hacia fuera con una detonación increíblemente violenta.
La fuerza de la explosión golpeó también al biplaza de Herbie, volteándolo y haciendo que saliera despedido por el aire hasta estrellarse contra la pared del cañón.
Tras el impacto, el biplaza permaneció allí, inmóvil, chorreando agua.
* * *
Schofield, en la intersección en equis, se disponía a ir tras el biplaza sudafricano que se había escabullido de la pelea cuando una ráfaga de disparos procedente de la nada comenzó a levantar el agua a su alrededor.
Provenían del cuarto y último biplaza sudafricano.
Había reanudado la marcha y se dirigía hacia el este, de regreso al cañón que conducía hasta el cráter con la mesa en el medio.
Antes de que Schofield pudiera pensar en una respuesta, dos líneas paralelas de balas levantaron el agua cual géiser alrededor de su biplaza. Las balas impactaron tan cerca de ellos que el agua le salpicó la cara.
Esa ráfaga de disparos provenía del tercer Penetrator, que seguía inmóvil sobre la intersección, girando lateralmente en el aire, buscando a Kevin. El cañón automático rotativo de seis cañones Vulcan del helicóptero rugió y arrojó hacia ellos una lengua de brillantes llamaradas.
Schofield aceleró y giró hacia la izquierda para alejarse de los disparos del helicóptero, pero también, desafortunadamente, del biplaza que sin duda transportaba a Kevin. Fue tras el otro biplaza que había puesto rumbo al este, al cráter.
El Penetrator fue tras ellos. Descendió el morro y aceleró como un T-Rex embistiendo a su presa, con sus propulsores echando llamas.
El biplaza de Schofield surcó la superficie de las aguas, apenas rozándolas con el casco, siguiendo la estela del biplaza sudafricano por entre el cañón, mientras el helicóptero se cernía amenazador en el aire tras ellos.
—¿Alguna idea? —gritó Libro II desde su asiento.
—¡Sí! —gritó Schofield—. ¡No muera!
El Penetrator abrió fuego y dos columnas de géiseres levantaron el agua alrededor de su biplaza.
Schofield giró a la izquierda bruscamente, tan bruscamente que la parte izquierda de la embarcación se elevó por encima del agua en el mismo y preciso instante en que una ráfaga de disparos golpeó la superficie del agua bajo esta.
Y entonces, justo entonces, dos torpedos cayeron de la parte inferior del Penetrator.
Schofield los vio y casi se le salen los ojos de las órbitas.
—Oh, no.
Uno tras otro, los torpedos impactaron en el agua y un segundo después dos hileras idénticas de burbujas salieron disparadas tras los dos biplazas, surcando las aguas a gran velocidad tras ellos.
Uno de los torpedos fijó inmediatamente su blanco en la embarcación de Schofield.
Schofield giró a la derecha, hacia una roca de extraña forma que sobresalía de la pared derecha del cañón. Aquella roca, levemente inclinada, parecía una rampa…
El torpedo se estaba acercando.
El biplaza de Schofield siguió surcando las aguas. Libro II vio adonde se dirigía… hacia la roca.
El biplaza alcanzó la rampa rocosa en el mismo momento en que el torpedo se metía bajo sus motores y…
El biplaza salió disparado del agua, deslizándose con su casco gemelo a lo largo de la roca (chirriando estruendosamente) y entonces, de repente, llegó al final de la rampa y salió volando… justo cuando el torpedo estalló contra la base de la rampa, rompiéndola en mil pedazos que salieron despedidos hacia arriba, tras el biplaza.
El biplaza aterrizó de nuevo sobre las aguas con un golpe sordo y siguió avanzando.
Schofield miró hacia delante y vio al biplaza sudafricano delante de él. Estaba girando a la izquierda, hacia un túnel semicircular horadado en la pared izquierda del cañón.
Fue hacia allí, mientras el torpedo restante surcaba las aguas tras él como un hambriento cocodrilo.
El biplaza sudafricano entró en el túnel.
Un segundo después, el biplaza de Schofield se sumió en la oscuridad tras él.
El torpedo los siguió.
Los dos biplazas, con los faros encendidos, avanzaban por el estrecho túnel a ciento sesenta kilómetros por hora. Las húmedas y oscuras paredes del túnel se sucedían ante sus ojos como una masa borrosa, como si de una montaña rusa interior se tratara.
Schofield conducía totalmente concentrado.
¡El biplaza iba casi volando!
El túnel medía unos seis metros de ancho y era de forma cilíndrica. Sus paredes se curvaban levemente allí donde hacían contacto con la superficie del agua. A unos ciento ochenta metros por delante, Schofield vio un pequeño punto de luz: el final del túnel.
Libro II gritó de repente:
—¡Se está acercando!
—¿Qué?
—¡El otro torpedo!
Schofield se giró.
El torpedo se acercaba a gran rapidez, acortando la distancia.
Schofield volvió a mirar hacia delante y vio los motores del biplaza sudafricano a unos cuatro metros y medio por delante. ¡Maldición! Cada biplaza medía cuatro metros de ancho, así que el túnel no era lo suficientemente ancho como para poder adelantarlo.
Schofield giró a la izquierda, pero el biplaza sudafricano lo cerró. Probó con la derecha. Mismo resultado.
—¿Qué hacemos? —gritó Libro II.
—¡No…! —Schofield se calló—. ¡Agárrese!
—¿Qué?
—¡Agárrese fuerte!
El torpedo proseguía con su trayectoria, bajo la superficie de las aguas, como una serpiente resbaladiza acercándose peligrosamente a la popa de Schofield.
Schofield aceleró y se pegó más al biplaza sudafricano, de manera tal que las dos embarcaciones estaban recorriendo tan estrecho espacio con apenas treinta centímetros de separación y a ciento sesenta kilómetros por hora.
Schofield vio que el sudafricano que conducía el biplaza se volvía sobre su asiento y los miraba.
—¡Hola! —Schofield lo saludó con la mano—. ¡Adiós!
Y, entonces, cuando el torpedo comenzó a desaparecer bajo la popa de la embarcación de Schofield, este metió a fondo el acelerador y giró con todas sus fuerzas a la derecha.
El biplaza giró rápidamente hacia la derecha, elevándose por completo por encima del agua y subiéndose a la pared derecha curvada del túnel. El biplaza subió tanto que por un instante se colocó en ángulo recto a las aguas.
Al torpedo poco le importó. Perdido su objetivo inicial, rebasó la embarcación de Schofield (que surcaba prácticamente en vertical la pared del túnel) y fijó su mira en el único otro objeto que tenía cerca: el biplaza sudafricano.
La explosión en tan reducido espacio fue tremenda.
El biplaza sudafricano quedó reducido a pedazos, pedazos que volaron por el túnel, seguidos de una bola de fuego que llenó el estrecho túnel cilíndrico.
La embarcación de Schofield, que seguía avanzando a gran velocidad, descendió por la pared curva y voló por encima de los restos del biplaza sudafricano, atravesando el muro de fuego que en esos momentos se extendía por el túnel, antes de salir al exterior, al cañón situado al final del túnel.
* * *
Schofield disminuyó la velocidad y el biplaza se detuvo en medio de ese nuevo cañón.
Tenía el rostro y cuerpo empapados de agua. Libro II estaba igual.
Contempló el nuevo cañón que los rodeaba para intentar orientarse y pronto se percató de que no era un cañón diferente, sino que era el mismo subcañón que habían recorrido antes cuando Libro II y él se habían separado de Lumbreras. De hecho no estaban muy lejos de la bifurcación donde Lumbreras y ellos habían tomado caminos distintos.
Schofield aceleró de nuevo y comenzó a dar la vuelta para proseguir con la persecución al solitario biplaza, cuando de repente oyó un sonido retumbante a su derecha.
Se volvió.
Y vio otro helicóptero, un cuarto helicóptero, ensombrecido por la pared vertical del cañón, cerniéndose inmóvil a quince metros del agua, sobre la bifurcación de los dos subcañones.
Un detalle del helicóptero le llamó inmediatamente la atención.
No era un Penetrator. Era demasiado corpulento, para nada tan aerodinámico como los otros tres.
Observó cómo el helicóptero giraba en el aire. Schofield lo reconoció entonces: era un Sikorsky CH-53E Super Stallion, un helicóptero de transporte pesado similar a los dos que acompañaban habitualmente al Marine One. El Super Stallion era conocido por su robustez y resistencia (con su rampa de carga trasera, podía transportar hasta cincuenta y cinco hombres completamente equipados al infierno y llevarlos de vuelta a casa).
Los hombres de la Fuerza Aérea debían de haber portado consigo el Super Stallion para transportar al niño, pues los helicópteros Penetrator, helicópteros de ataque, solo tenían capacidad para una tripulación de tres personas.
Sin embargo, a juzgar por la manera en que sobrevolaba inmóvil la bifurcación de los dos cañones, girando lenta y pesadamente, Schofield se figuró que aquel helicóptero era algo más que un medio de transporte para el prisionero: proporcionaba algún tipo de apoyo.
Schofield giró su biplaza y se acercó lenta y cautelosamente hacia el Super Stallion.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Libro II—. El crío está por allí.
—Lo sé —dijo Schofield—. Pero, tal como lo veo yo, no vamos a coger al niño en el agua. Es hora de subir a las alturas.
Los tres soldados del séptimo escuadrón que se hallaban en el interior del Super Stallion llevaban todos auriculares. Uno de ellos pilotaba el helicóptero mientras los otros dos hablaban por los micros a gran velocidad, por encima del estruendo del rotor del helicóptero.
Ellos también estaban buscando el biplaza sudafricano que se había escabullido tras la casi colisión en la intersección en equis.
—Penetrator Uno, aquí Espejo —dijo uno de ellos—. Hay un cañón a su derecha, compruébelo. Podría haber ido por ahí…
El otro operador de radiocomunicaciones dijo:
—Penetrator Dos, ataje por el norte y compruebe el cañón a su izquierda…
Un mapa de color verde con el sistema de cañones refulgía en las pantallas de los ordenadores de aquellos hombres.
Los tres puntos iluminados a la izquierda (P-1, P-2 y P-3) eran los tres Penetrator que sobrevolaban los cañones en busca del biplaza. El punto que se hallaba cerca del cráter, «E», representaba al Super Stallion, distintivo de llamada: «Espejo». La línea negra indicaba el recorrido de la persecución hasta el momento.
Mientras los dos operadores seguían dando instrucciones, el piloto escudriñaba el exterior a través de la cubierta transparente en forma de burbuja de la cabina del helicóptero, con los ojos fijos en el cañón que se alzaba ante ellos.
Entre el estruendo de las palas del rotor y el sonido de sus voces en los auriculares, ninguno de los miembros de la tripulación oyó el golpe metálico del Maghook al impactar en la parte inferior del helicóptero.
El biplaza de Schofield se hallaba justo debajo del Super Stallion, sacudiéndose y moviéndose sin cesar por culpa de las aguas revueltas que generaba la corriente descendiente del helicóptero. Se habían acercado al helicóptero de transporte por detrás.
Un fino cable conectaba el biplaza a la parte inferior del Super Stallion, quince metros por encima: el cable de Kevlar negro del Maghook de Schofield.
Y entonces, de repente, una diminuta figura salió como una bala hacia el helicóptero, propulsada por el carrete interno del Maghook.
Schofield.
En cuestión de un segundo pendía ya del bajo vientre del Super Stallion, a quince metros sobre la superficie de las aguas, justo junto a una trampilla de acceso de emergencia dispuesta en la base del helicóptero, aferrado al Maghook, que se aferraba a su vez al helicóptero gracias a su cabeza magnética.
El ruido allí era terrible, ensordecedor. El aire que levantaban los rotores era tan fuerte que la ropa se le pegaba a la piel y el balón nuclear se balanceaba y lo golpeaba sin parar.
Los Super Stallion disponen de un tren de aterrizaje completamente retráctil, así que Schofield se agarró al soporte de un cable grueso y a continuación pulsó un botón del Maghook que hizo que el carrete se desenrollara de nuevo para llegar hasta Libro.
En pocos segundos, Libro II estaba junto a él, colgando del Maghook que pendía de la parte inferior del Super Stallion.
Schofield agarró la manija de seguridad.
—¿Preparado? —gritó.
Libro II asintió.
Entonces, con un tirón firme, Schofield giró la manija y la trampilla de emergencia se abrió.
Los hombres que se hallaban en el interior del Super Stallion sintieron primero la bofetada de aire.
Una ráfaga de viento entró en la cabina trasera del helicóptero un segundo antes de que Schofield se balanceara y subiera por la trampilla, seguido de cerca por Libro II.
Llegaron al compartimento de la tropa, un compartimento de carga separado de la cabina de mando por una pequeña puerta de acero.
Los dos operadores que se hallaban en la cabina de mando se giraron al unísono hacia el compartimento de carga. Fueron a coger sus armas.
Pero Schofield y Libro II ya estaban moviéndose con rapidez, con sus armas en ristre, reflejando a la perfección los movimientos del otro. Un disparo de Schofield y el primer operador cayó. Otro de Libro y el segundo operador era historia.
El piloto del helicóptero vio lo que estaba ocurriendo y pronto fue consciente de que un arma no era la mejor manera de salir de aquella situación.
Empujó hacia delante la palanca de mando, haciendo que el helicóptero diera un bandazo.
Libro II perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Schofield, que ya estaba cerca de la cabina de mando, se tiró al suelo y se deslizó (hacia delante, sobre su pecho), directo a la puerta abierta de la cabina de mando.
El piloto intentó cerrar la puerta de una patada y sellar así la cabina, pero Schofield fue demasiado rápido.
Se deslizó de cabeza hacia la entrada (colocándose boca arriba mientras lo hacía) y se detuvo justo en el umbral; con una mano sostuvo abierta la puerta y con la otra, que blandía una Desert Eagle del calibre 44, apuntó directamente al puente de la nariz del piloto.
—No me obligues a hacerlo —dijo Schofield desde el suelo, con sus ojos fijos en el cañón de la pistola y su dedo en el gatillo.
El piloto estaba estupefacto, boquiabierto. Se limitó a mirar a Schofield (en el suelo, con la pistola en inquebrantable posición de disparo).
—No me obligues a hacerlo —repitió Schofield.
El piloto fue a coger la Glock de su funda del hombro.
¡Blam!
Schofield le descerrajó una bala en el cerebro.
—Maldita sea —dijo mientras apartaba al piloto del asiento y tomaba los mandos—. Te lo dije, imbécil.
* * *
El Super Stallion de Schofield y Libro II atravesaba con gran estruendo ese estrecho cañón, tomando cada curva en dirección a la intersección en equis donde todas las embarcaciones habían estado a punto de colisionar instantes antes.
Schofield recordaba haber visto al biplaza escabullirse por la parte oeste de la intersección para a continuación desaparecer a la derecha, en un cañón muy estrecho situado en el extremo más alejado.
Con la ayuda del mapa de los cañones de que disponía el Super Stallion, en esos momentos estaba contemplando ese cañón: se abría camino al norte hasta salir a otro lago con otro cráter similar y una pequeña mesa en medio.
Ahí era adonde se había dirigido el biplaza en solitario.
Pero ¿qué le aguardaba en ese cráter?, pensó Schofield.
¿Por qué los sudafricanos se habían dirigido allí?
El Super Stallion rugió con fuerza mientras seguía atravesando el cañón de estrechas paredes hacia la intersección en equis. Dobló una curva…
Y se topó con uno de los Penetrator de la Fuerza Aérea.
Schofield tiró de la palanca y logró que el Super Stallion se detuviera en el aire.
El Penetrator se sostenía inmóvil en el aire, justo encima de la intersección en equis. Giraba lateralmente, controlando así los cuatro callejones rocosos que allí confluían. Parecía un gigantesco tiburón en vuelo buscando a su presa.
Los vio.
—Espejo, aquí Penetrator tres —dijo una voz de repente por el intercomunicador de la cabina de mando de Schofield—. ¿Han obtenido más imágenes en tiempo real del satélite?
Schofield se quedó petrificado.
—Mierda… Libro, rápido. Compruebe las armas.
El Penetrator viró en el aire para mirar de frente al Super Stallion.
—Espejo, ¿me escucha?
Libro II dijo:
—Tenemos una ametralladora Gatling en el morro del helicóptero. Eso es todo.
—¿Nada más?
Los dos helicópteros se miraron frente a frente, inmóviles, por encima de la intersección, como águilas preparándose para luchar, a menos de cien metros entre sí.
—Nada.
—Espejo. —La voz del intercomunicador se tornó cauta—. Responda inmediatamente con su código de autentificación.
Schofield vio las alas del Penetrator y los misiles que pendían de ellas.
Parecían Sidewinder.
Sidewinder…, pensó Schofield.
Entonces, de repente, pulsó el botón «Hablar» de la consola.
—Helicóptero de reconocimiento ofensivo Penetrator, aquí el capitán Shane Schofield del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, séquito presidencial. En estos momentos estoy al mando de este helicóptero. Solo tengo una cosa que decirles.
—¿Y cuál es?
—Desenfunden —dijo Schofield con total tranquilidad.
Silencio.
A continuación:
—Muy bien…
—Pero ¿qué demonios está haciendo? —dijo Libro II.
Schofield no respondió. Seguía con la mirada fija en las alas del Penetrator.
Un instante después, con un destello de luz, un misil Sidewinder AIM-9M salió disparado del ala izquierda del Penetrator.
—Oh, mierda —murmuró Libro II.
Schofield vio el misil de frente; vio su morro abombado, la forma estrellada de sus aletas estabilizadoras, la estela de humo en espiral que dejaba tras de sí mientras giraba en el aire, ¡directamente hacia ellos!
—¡Pero qué hace! —exclamó Libro II—. ¿Piensa quedarse ahí sentado…?
Y entonces Schofield hizo algo de lo más extraño.
Apretó el gatillo de su palanca de mando.
Mientras el misil Sidewinder volaba hacia ellos, y a solo un escaso segundo de que impactara, la ametralladora Gatling del Super Stallion cobró vida y comenzó a disparar una ráfaga de balas trazadoras de un refulgente color naranja.
Schofield apuntó hacia el misil y, justo cuando este se colocó a menos de veinte metros de su helicóptero, ¡bum!, las balas impactaron en el morro del Sidewinder, haciendo que estallara en el aire, a trece metros del Super Stallion.
—Pero qué… —dijo Libro II.
Pero Schofield no había terminado.
Con el Sidewinder neutralizado, apuntó hacia el Penetrator.
A tan corta distancia, vio que los dos pilotos del Penetrator se disponían a lanzar otro misil, pero era demasiado tarde.
Las balas trazadoras de Schofield impactaron en la cubierta transparente del Penetrator, una tras otra, golpeándola, resquebrajándola, haciendo que el helicóptero de ataque retrocediera en el aire sin poder hacer nada para evitarlo.
La ráfaga incesante de balas de Schofield debió de atravesar la cubierta de la cabina del Penetrator porque, un segundo después, los depósitos de combustible se prendieron y el helicóptero estalló hasta convertirse en una enorme bola de fuego. A continuación, el helicóptero en llamas desapareció de su campo de visión y se estrelló contra el agua.
Con el Penetrator ya fuera de juego, Schofield pilotó su Super Stallion hacia el cañón oeste para acceder al estrecho cañón por el que el biplaza había desaparecido.
—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Libro II.
—¿Eh?
—No sabía que pudiera abatirse un misil con balas trazadoras.
—Solo los Sidewinder —dijo Schofield—. Los Sidewinder detectan el calor, se valen de un sistema de infrarrojos para fijar su objetivo. Pero, para ello, la parte delantera del misil tiene que permitir que la radiación de infrarrojos la atraviese. Eso implica la utilización de otro material que no sea el acero. El morro del Sidewinder es de un plástico transparente muy frágil. Es el punto débil del misil.
—¿Disparó a su punto débil?
—Sí.
—Una estrategia un tanto arriesgada.
—Lo vi. No todo el mundo puede ver un Sidewinder de frente. Merecía la pena correr el riesgo.
—¿Siempre es tan arriesgado? —preguntó Libro II sin alterarse.
Schofield se volvió al oír la pregunta.
No respondió inmediatamente. Observó al joven sargento que tenía ante él.
—Intento no serlo —dijo—. Pero en ocasiones… es inevitable.
Llegaron al cañón por el que se había escabullido el biplaza sudafricano.
Ese diminuto cañón estaba envuelto en sombras y era mucho más estrecho de lo que Schofield se había imaginado. Las palas del rotor de su Super Stallion a duras penas cabían por entre sus elevadas paredes rocosas.
El helicóptero siguió sobrevolando el cañón, moviéndose entre las sombras, cuando de repente salió a la brillante luz de la mañana, a una especie de cráter con un lago rodeado por paredes rocosas verticales de noventa metros de alto y una pequeña mesa en el extremo norte.
Al igual que en el otro cráter, la tormenta de arena invadía ese tramo de agua al descubierto. Los remolinos de arena caían en oleadas, cual tromba. Golpearon el parabrisas de Schofield.
—¿Ve algo? —preguntó Schofield.
—¡Allí! —Libro II señaló a su izquierda, a la pared exterior vertical del cráter justo enfrente de la mesa, a un punto donde un cañón especialmente ancho salía al oeste, lejos del minilago circular.
Allí, Schofield vio que una diminuta embarcación fluvial en la superficie del agua resistía los embistes de las olas de tamaño medio generadas por la tormenta de arena.
Era el biplaza sudafricano.
Y estaba solo.
El Super Stallion de Schofield sobrevoló bajo y rápido sobre el cráter, mientras sus rotores retumbaban.
Schofield contempló el biplaza a medida que se iban acercando.
Parecía detenido, anclado, a unos dieciocho metros del lugar donde la empinada pared rocosa del cráter se sumergía en el agua.
Schofield giró el helicóptero y lo detuvo a unos veinticinco metros del biplaza, manteniéndolo inmóvil tres metros por encima de la superficie picada del agua. La arena seguía golpeando el parabrisas.
Observó el biplaza con más detenimiento: una especie de cuerda caía al agua, bajo este.
El biplaza estaba anclado…
Y entonces percibió movimiento.
En el biplaza.
A través del velo de arena voladora vio que un hombre calvo y rechoncho en mangas de camisa se ponía de pie en el lado izquierdo del biplaza, el del conductor.
Gunther Botha.
Botha había estado agachado, haciendo algo, cuando el helicóptero de Schofield había llegado oculto tras la rugiente tormenta de arena.
En la sección derecha del biplaza, sin embargo, Schofield vio a alguien más.
Era la diminuta figura de Kevin, que parecía muy pequeño y completamente fuera de lugar junto a aquella ametralladora.
Schofield sintió que una sensación de alivio recorría todo su cuerpo.
Lo habían encontrado.
La voz de Schofield resonó por los altavoces exteriores del Super Stallion:
—¡Doctor Gunther Botha, somos marines de Estados Unidos! ¡Queda usted arrestado! ¡Denos al niño y ríndase de inmediato!
Botha no pareció inmutarse. Tiró a toda prisa algo cuadrado y metálico por el lateral del biplaza. El objeto cayó al agua y se hundió.
¿Qué demonios está haciendo?, pensó Schofield.
En el interior de la cabina de mando del Super Stallion, Schofield se volvió hacia Libro.
—Abra la rampa de carga. Luego gire el helicóptero y coloque la parte trasera delante.
El Super Stallion giró lateralmente, rotando en mitad del aire mientras la rampa de carga trasera se desplegaba.
La sección posterior del helicóptero giró hasta colocarse mirando al biplaza, a unos tres metros por encima del agua. Schofield estaba ya en esos momentos en la rampa de carga abierta, con la Desert Eagle en la mano y un micro de mano en la otra, mientras los remolinos de arena giraban frenéticamente a su alrededor.
Se llevó el micrófono a los labios.
—El niño, Botha —resonó su voz amplificada.
Pero Botha siguió sin inmutarse.
Kevin, sin embargo, se volvió sobre su asiento y vio a Schofield, en la parte trasera del Super Stallion. Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en su rostro. Lo saludó con la mano (el saludo de un niño, agitando el brazo de lado a lado).
Schofield le devolvió brevemente el saludo.
Pero le preocupaba más lo que estaba tramando Botha, pues en esos momentos podía ver al científico sudafricano con muchísima más claridad.
Botha tenía una botella de aire comprimido en la espada, sobre su camisa blanca. Le pasó una máscara de buceo a Kevin y le hizo gestos para que se la pusiera.
Schofield frunció el ceño. ¿Un equipo de buceo?
Era el momento de detener a Botha.
Schofield alzó la pistola y estaba a punto de disparar a la proa de Botha para atraer su atención cuando de repente se oyó un ruido amortiguado por encima de él y, sin previo aviso, vio que el rotor de cola de su Super Stallion estallaba en mil pedazos y se separaba por completo del resto del helicóptero.
Como una rama de árbol al partirse, el pilón de cola del Super Stallion se separó del cuerpo del helicóptero y cayó al agua, lo que hizo que el helicóptero comenzara a girar fuera de sí y a alejarse del biplaza.
Sin el rotor de cola, el helicóptero perdió el control y comenzó a descender frenéticamente hacia la superficie de las aguas.
Libro II forcejeó con la palanca de mando, pero era inútil. El helicóptero giró bruscamente en el aire, directo de morro al agua.
En la zona de carga, Schofield salió despedido hacia el interior del helicóptero y se golpeó contra la pared lateral, pero logró agarrarse a un asiento.
El Super Stallion cayó al lago, levantando una considerable cantidad de agua.
El morro del helicóptero siguió descendiendo durante diez segundos hasta que su flotabilidad lo irguió y comenzó a ascender lentamente a la superficie.
Libro II pulsó el interruptor de seguridad y los motores del helicóptero se apagaron al instante. Las palas del rotor comenzaron a detenerse.
El agua comenzó a entrar rápidamente por el compartimento de carga.
No entró por la rampa de carga, puesto que esta había sido diseñada para permanecer por encima de la superficie en caso de un aterrizaje en agua, pero sí por la trampilla de acceso que Schofield y Libro II habían abierto para acceder al interior del helicóptero instantes antes.
Los Super Stallion permanecen a flote durante un breve periodo de tiempo en caso de estrellarse en el agua, pero como Schofield y Libro habían abierto el acceso del suelo del helicóptero, ese Super Stallion ni siquiera iba a hacer eso.
Se estaba hundiendo. Y a gran velocidad.
Schofield corrió a la cabina de mando.
—¿Qué demonios ha sido eso? ¡Algo nos ha golpeado!
—Lo sé —dijo Libro II. Señaló al exterior del parabrisas—. Creo que han sido ellos.
Schofield escudriñó a través del cristal.
Inmóviles, sobre las aguas, delante de su helicóptero a punto de hundirse, parcialmente ensombrecidos por la tormenta de arena y flanqueando al biplaza sudafricano anclado, estaban los dos Penetrator restantes de la Fuerza Aérea.
* * *
El Super Stallion se estaba hundiendo a una velocidad aterradora.
El agua bullía a través de la escotilla de acceso, expandiéndose hacia fuera conforme ascendía por el compartimento de carga y arrastrando la parte posterior del helicóptero hacia el interior del lago.
A medida que iba entrando más agua, más se hundía el helicóptero. En cuestión de un minuto, la rampa de carga trasera quedó por debajo de la línea del agua y, a partir de ese mismo instante, el agua comenzó a inundar el helicóptero.
En la cabina del piloto, a Schofield y Libro II les llegaba ya el agua por los tobillos cuando de repente todo el helicóptero se elevó bruscamente hacia arriba.
—¿Alguna idea arriesgada? —gritó Libro II mientras intentaba agarrarse a algo.
—Ni una.
El Super Stallion siguió hundiéndose lentamente, primero la parte posterior.
Con el balón nuclear colgando aún de su cintura, Schofield miró a través del parabrisas delantero de la cabina de mando.
Vio que uno de los Penetrator se acercaba al biplaza de Botha y se alzaba justo delante de él, cual gigantesco y amenazador buitre.
Schofield vio que Botha se ponía de pie en el biplaza, miraba al helicóptero negro de la Fuerza Aérea y lo saludaba agitando las manos. Parecía una figura patética suplicando a un ave mitológica.
Entonces, sin previo aviso, un misil Stinger salió disparado del ala derecha del Penetrator, trazando una estela de letal humo blanco tras de sí.
El misil impactó en el biplaza de Botha y este salió disparado del agua.
En cuestión de segundos, Botha se había esfumado. En su lugar, un círculo de ondas en ebullición.
La sección de Kevin, sin embargo, permaneció intacta; un corte limpio.
Su sección y los restos de la barra del biplaza siguieron flotando en el agua bajo la férrea mirada del Penetrator.
Desde su posición en el Super Stallion, Schofield palideció.
—¡Acababan de matar a Botha! ¡Santo Dios!
En esos momentos, tres cuartas partes del Super Stallion estaban sumergidas; toda la sección trasera. Tan solo el parabrisas abombado y el extremo de una de sus palas de rotor seguían sobresaliendo de la línea de flotación.
El agua comenzó a chapalear contra el exterior del parabrisas.
Toda la parte trasera estaba llena de un fluido verde oscuro que lo invadía todo, de aguas que querían llegar hasta la cabina y devorar todo el helicóptero.
El helicóptero siguió hundiéndose.
A través de las olas teñidas de verde que golpeaban contra el parabrisas, Schofield vio que el Penetrator de la Fuerza Aérea se colocaba encima de los restos del biplaza y bajaba un arnés de salvamento a Kevin.
—Ah, maldita sea —dijo en voz alta.
Pero el Super Stallion seguía hundiéndose y la última cosa que Schofield vio antes de que el parabrisas quedara completamente cubierto por el agua fue la imagen de Kevin en el arnés ascendiendo a la sección trasera del helicóptero de ataque.
Entonces el parabrisas quedó cubierto por completo y Schofield no pudo ver nada más que las verdes aguas del lago.
Los dos Penetrator de la Fuerza Aérea sabían perfectamente quién se encontraba en el interior del Super Stallion.
Sus intentos por contactar con Espejo en una frecuencia alternativa durante los últimos minutos habían quedado sin respuesta. Había sido el transpondedor del Super Stallion el que los había llevado hasta ese cráter, donde habían encontrado a Botha y al niño.
Los dos Penetrator se cernían inmóviles en el aire sobre el Super Stallion, observando cómo este se hundía.
En el interior de uno de los Penetrator se encontraba Pitón Willis, el oficial al frente de la unidad Charlie. Observaba con atención el helicóptero para asegurarse de que este desaparecía bajo las olas.
La cabina de mando del helicóptero se hundió, seguida del extremo de la pala del rotor, la única parte que aún quedaba por encima de la línea de flotación.
Una legión de burbujas emergió inmediatamente a la superficie cuando cada centímetro del interior del helicóptero fue reemplazado por agua.
Los dos Penetrator esperaron.
El Super Stallion desapareció en las profundidades del lago, dejando tras de sí múltiples burbujas.
Aun así Pitón Willis esperó hasta que las burbujas cesaran, hasta cerciorarse de que no quedara aire en el interior del helicóptero sumergido.
Tras unos minutos, las aguas se calmaron.
Aun así los dos Penetrator esperaron.
Permanecieron otros diez minutos allí, para estar completamente seguros de que nadie salía a la superficie. Si así fuera, acabarían con ellos.
Pero nadie emergió.
Finalmente, Pitón ordenó la retirada y los dos Penetrator giraron en el aire y regresaron al Área 7.
Nadie podía permanecer bajo el agua tanto tiempo, ni siquiera con una burbuja de aire. El aire de la burbuja ya se habría agotado.
No.
Shane Schofield (y quienquiera que estuviera con él en ese Super Stallion) estaba en esos momentos, sin duda alguna, muerto.
* * *
Gant, Madre, Juliet y el presidente seguían en el nivel 4, en el laboratorio de observación casi en penumbra. Acero Hagerty y Nicholas Tate también estaban con ellos.
—Deberíamos movernos —dijo Gant.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Madre.
—No, ¿qué está haciendo, sargento Gant? —inquirió Acero.
—No deberíamos quedarnos aquí —dijo Gant.
—Pero este es un sitio perfecto para ocultarnos.
—Deberíamos movernos. Si están buscándonos y seguimos en el mismo lugar, tarde o temprano nos encontrarán. Deberíamos movernos al menos una vez cada veinte minutos.
—¿Y exactamente dónde ha aprendido eso? —preguntó Hagerty.
—Está en el manual de adiestramiento de la escuela de Aspirantes a Oficial —dijo Gant—. Técnicas estándar de evasión. Sin duda ha tenido que leerlo en algún momento de su carrera. Además, hay algo más que quiero comprobar…
Hagerty enrojeció de la ira.
—No permitiré que un sargento me hable así.
—Sí, sí que lo hará. —Madre se colocó delante de Hagerty (más bien se cernió sobre él). Señaló con la cabeza a Gant—. Porque este pajarillo carbonero es más sereno e inteligente en una situación de combate de lo que usted nunca será. Y, para su información, no será sargento durante mucho tiempo. Pronto será oficial. Y, le diré algo, pondría mi vida en las manos de esta mujer antes que ponerla en las suyas.
Hagerty frunció el ceño.
—Bien. Eso es…
—Coronel Hagerty —interrumpió el presidente. Dio un paso adelante—. La sargento Gant ha salvado dos veces mi vida esta mañana: en el tren y en la plataforma. En ambos casos supo mantener la cabeza fría en una situación que mucha gente no habría sabido abordar. Confío mi seguridad a su buen juicio.
—Sí, señor. Estrógenos al poder —dijo Madre.
—Sargento Gant —dijo el presidente—, ¿en qué está pensando?
Gant sonrió y sus ojos, azules como el cielo, brillaron.
—Estoy pensando en hacer algo con el transmisor de su corazón, señor.
* * *
En la sala estéril y sin ventanas del segundo piso bajo tierra del Pentágono, Dave Fairfax seguía trabajando duro para descodificar las conversaciones telefónicas interceptadas en la base especial de la Fuerza Aérea de Estados Unidos Área 7.
Tras haber descifrado los mensajes entrantes y salientes en afrikáans, Fairfax estaba bastante satisfecho consigo mismo.
Sin embargo, había algo que seguía preocupándole. Los dos mensajes en inglés que había encontrado entre los mensajes en afrikáans.
Puso de nuevo las grabaciones de esos dos mensajes y las escuchó con atención.
Una cosa sí estaba clara. En los dos mensajes hablaba la misma voz.
La voz de un hombre. Estadounidense. Acento sureño. Hablaba despacio, deliberadamente despacio.
Fairfax se subió las gafas y comenzó a teclear.
Sacó un programa de análisis de voz.
A continuación comparó la firma digital de la voz grabada (el espectrograma de voz) con las firmas de todas las voces del ordenador central de la agencia de Inteligencia, todas las voces de las que la agencia había realizado alguna vez grabaciones secretas.
Cuando el programa accedió a la enorme base de datos de espectrogramas de voz de la agencia, distintos gráficos de picos empezaron a aparecer en la pantalla.
Y entonces el ordenador emitió un bip:
6 COINCIDENCIAS ENCONTRADAS.
¿MOSTRAR TODAS LAS COINCIDENCIAS?
—Sí, por favor —dijo Fairfax mientras pulsaba la letra «S».
Aparecieron seis entradas en la pantalla:
De acuerdo, pensó Fairfax.
Descartó la tercera y cuarta entrada; eran los dos mensajes que acababa de escuchar. El código de designación de la división, DIVESPACIAL-02, hacía referencia a su propia sección, la sección 2.
Los otros cuatro mensajes, sin embargo, eran propiedad de la sección 1, la unidad principal de la división Espacial emplazada al otro lado del pasillo.
El nombre del dosier de origen de los mensajes de la sección 1, SAT-VIGIL, hacía referencia a los satélites para vigilancia. Al parecer, la sección 1 había estado interceptando transmisiones extranjeras por satélite últimamente.
Fairfax hizo clic en la primera entrada:
Fairfax frunció el ceño. Los mensajes en afrikáans también hacían mención a una vacuna. Y a una prueba llevada a cabo con éxito.
Pulsó la siguiente entrada:
Changchun, pensó Fairfax. La instalación de armas biológicas chinas.
Y ciento veinte millones de dólares, a dividir entre doce hombres.
La cosa se ponía interesante.
Siguiente:
¿Qué es esto?, pensó Fairfax.
¿Estrella amarilla?
Pero ese era el…
Cliqueó el mensaje final:
Fairfax estaba mirando los nombres del último mensaje cuando de repente la puerta de su despacho subterráneo se abrió y su jefe (un burócrata alto y calvo llamado Eugene Wisher) irrumpió en la sala, seguido de tres policías militares fuertemente armados. Wisher estaba al frente de la operación que se estaba desarrollando al otro lado del pasillo: el seguimiento del lanzamiento del transbordador espacial chino.
—¡Fairfax! —gritó—. ¿Qué demonios está haciendo?
Fairfax tragó saliva al ver las armas de la policía militar.
—Eh, esto… ¿de qué está hablando?
—¿Por qué está evaluando transmisiones interceptadas de nuestra operación?
—¿Su operación? —dijo Fairfax.
—Sí. Nuestra operación. ¿Por qué se está descargando información del ordenador central que pertenece a una operación secreta en curso de la sección 1?
Fairfax se quedó callado, inmerso en sus pensamientos, mientras su jefe seguía gritándole.
Y de repente lo vio todo muy, muy claro.
—Dios mío —acertó a decir.
* * *
Fueron necesarias varias explicaciones (a punta de pistola) pero, cinco minutos después, Dave Fairfax se hallaba ante dos directores adjuntos de la agencia de Inteligencia en la sala de operaciones situada al otro lado de su despacho sin ventanas.
Los monitores refulgían por toda la habitación; los técnicos trabajaban con más de doce consolas, todos ellos dedicados al seguimiento del lanzamiento del transbordador espacial chino, el Estrella amarilla.
—Necesito una lista del personal del Área 7 —dijo el joven de veinticinco años Dave Fairfax a los dos superiores que tenía ante sí.
La lista llegó.
Fairfax la leyó. Decía:
Fairfax cogió la hoja en la que había imprimido el último mensaje que había descargado anteriormente.
—Vale. —Cogió un rotulador fluorescente rosa que llevaba sujeto en el cuello de su camiseta Mooks—. Bennett, Calvert, Coleman…
Comenzó a marcar con el rotulador la lista del personal. Cuando terminó, la lista quedaba de la siguiente manera:
—¿Nadie más ve un patrón aquí? —preguntó Fairfax.
Todos los hombres mencionados en la transmisión interceptada pertenecían a la unidad designada con la letra «E» o, en la jerga militar, «Eco».
—El único de esa unidad que no se menciona en la grabación —dijo Fairfax— es este, Carney, LE. Hemos de suponer que se trata de la persona que habla en las grabaciones.
Fairfax se volvió para mirar a los dos superiores de la agencia de Inteligencia que se hallaban junto a él.
—Hay una unidad en esa base que ha estado comunicándose con el Gobierno chino y su nuevo transbordador espacial. Todos los hombres de la unidad Eco.
* * *
—Unidad Eco. Informen.
—Aquí líder de la unidad Eco —respondió la voz del capitán Lee Cobra Carney.
Cobra tenía un fuerte acento sureño. Su voz era glacial, contenida, peligrosa.
—Nos encontramos en las dependencias del nivel 3. Acabamos de hacer un barrido en los dos hangares subterráneos. Nada. Estamos descendiendo por el complejo, cubriendo el hueco de la escalera.
—Recibido, Eco…
—Señor —dijo otro de los operadores de radiocomunicaciones a César Russell—. La unidad Charlie acaba de regresar del lago. Están fuera y tienen al niño.
—Bien. ¿Bajas?
—Cinco.
—Aceptable. ¿Y Botha? —preguntó César.
—Muerto.
—Mejor todavía. Que accedan por la puerta superior.
Gant y los demás se dirigían al hueco de la escalera de incendios del extremo este del nivel 4.
—Sé que esto no es exactamente relevante para la situación actual —dijo Madre mientras Gant y ella caminaban juntas—, pero llevo todo el día queriéndote preguntar por tu cita con Espantapájaros del sábado pasado. No me has contado nada.
Gant sonrió torciendo la boca.
—No es momento de cotilleos, Madre.
—¿Cómo que no? Eso es exactamente lo que quiero oír. A las viejales casadas como yo nos gusta oír las proezas sexuales de jóvenes apuestos como vosotros. Y bueno, ya sabes… me importáis.
Gant sonrió con tristeza.
—No fue todo lo bien que me habría gustado.
—¿A qué te refieres?
Gant se encogió de hombros y siguió caminando con la pistola en ristre.
—No me besó. Nos lo pasamos genial en la cena, en un restaurante tranquilo y acogedor. Luego dimos un paseo a la orilla del Potomac y estuvimos hablando. Dios, estuvimos hablando toda la noche. Y entonces, cuando me dejó en casa, tenía la esperanza de que fuera a besarme. Pero… no…, no lo hizo. Así que nos quedamos allí, sin saber qué hacer o decir, una situación de lo más incómoda, y entonces dijimos que ya nos veríamos y la cita… terminó.
Madre entrecerró los ojos.
—Oooooh, joder, Espantapájaros. Pienso patearte el culo.
—Por favor, no lo hagas —dijo Gant cuando llegaron a la puerta que daba al hueco de la escalera—. Y no le digas que te lo he contado.
Madre rechinó los dientes.
—Mmm. Vale, está bien…
—En cualquier caso, prefiero no pensar en ello ahora —dijo Gant—. Tenemos trabajo que hacer.
Abrió una rendija de la puerta y se asomó por ella con el arma por delante de su cara.
El hueco de la escalera estaba a oscuras y en silencio.
Vacía.
—Caja de escalera despejada —susurró.
Abrió la puerta del todo y subió algunos peldaños. Madre avanzaba tras ella, ambas con sendas armas en ristre.
Llegaron al rellano del nivel 3 y vieron la puerta que daba a las dependencias privadas del complejo.
No había nadie allí.
Qué extraño, pensó Gant.
No había soldados apostados en el rellano, ni siquiera un centinela para bloquearles el ascenso por el complejo.
Muy extraño, pensó. Si ella hubiera estado al mando de las fuerzas contrarias, estaría buscando al presidente por todos los niveles, asegurándose de bloquearle cada paso conforme avanzara.
Pero los del séptimo escuadrón parecían trabajar de otra manera.
Con el hueco de la escalera sin vigilancia, Gant y su equipo siguieron avanzando sin problemas y llegaron al hangar del nivel 2.
El hangar del nivel 2 (a salvo hasta el momento del caos del día) era prácticamente idéntico al que se encontraba en el nivel 1. La única diferencia era que los aviones allí estacionados eran bastante menos exóticos. Mientras que el nivel 1 contenía dos bombarderos furtivos y el SR-71 Blackbird, ese solo albergaba dos aviones de control y vigilancia aérea, AWACS.
Justo lo que Gant necesitaba.
Dos minutos después, Gant se encontraba en el interior del compartimento de carga inferior de uno de los AWACS, desatornillando un pesado panel de plomo del suelo.
El panel se soltó, revelando un compartimento electrónico. En medio de ese compartimento, firmemente sujeto y protegido, había un objeto naranja fluorescente del tamaño de una caja de zapatos pequeña. La caja naranja parecía hecha de un material extrarresistente.
—¿Qué es eso? —preguntó Juliet Janson, situada detrás de Gant.
El presidente respondió por ella.
—Es la grabadora de datos del vuelo. La caja negra.
—No es muy negra que digamos —dijo Hagerty con aspereza.
—Nunca lo son —dijo Gant mientras sacaba la caja—. Es solo el nombre con el que se las conoce. Las cajas negras casi siempre están pintadas de un color naranja brillante para una mayor visibilidad en caso de siniestro. Dicho esto, por lo general las encuentran de otra manera…
—Oh, claro, muy bien… —dijo el presidente.
—¿Qué? —preguntó Hagerty—. ¿Qué?
—¿Se han preguntado alguna vez cómo encuentran tan rápidamente la caja negra después de un accidente de avión? —dijo Gant—. Cuando un avión se estrella, los restos se esparcen por todo el lugar, y sin embargo siempre encuentran la caja negra muy rápido, en cuestión de pocas horas.
—Sí…
Gant dijo:
—Eso es porque todas las cajas negras disponen de un transpondedor alimentado por batería. Ese transpondedor emite una señal de microondas muy potente que proporciona la ubicación de la caja a los responsables de la investigación del accidente.
—Entonces, ¿qué es lo que va a hacer con eso? —preguntó Hagerty.
Gant gritó hacia la trampilla situada encima de ella.
—¡Madre!
—¿Sí? —respondió la voz de Madre.
—¿Has encontrado la señal?
—¡La tendré en dos segundos!
Gant miró a Hagerty.
—Voy a intentar imitar la señal del corazón del presidente.
En la cabina principal del AWACS, Madre estaba sentada delante de la consola de un ordenador.
En el monitor apareció la pantalla que mostraba la señal que entraba en el Área 7 desde el satélite de órbita baja. Era la misma pantalla que Lumbreras había obtenido anteriormente en el interior del otro AWACS y que mostraba una señal de rebote de veinticinco segundos.
Gant subió del compartimento de carga con la caja negra de color naranja. Conectó un cable a una toma de corriente lateral, conectándola así al terminal de Madre. Al instante apareció el gráfico de picos en una pantalla pequeña de LCD situada en la parte superior de la caja negra.
—De acuerdo —dijo Gant a Madre—. ¿Ves esa señal de búsqueda, el pico ascendente? Quiero que la fijes como la frecuencia de localización en la caja negra.
Cuando los investigadores de un accidente de avión buscan la caja negra, se valen de un radiotransmisor para emitir una señal de microondas preprogramada llamada señal de localización. Cuando el transpondedor de la caja negra detecta la señal, envía una señal de retorno, revelando así su emplazamiento.
—De acuerdo… —dijo Madre mientras tecleaba—. Hecho.
—Bien —dijo Gant—. Ahora fija esa señal de rebote, el pico descendente, como la señal de retorno.
—Vale, un minuto.
—¿Será la señal de la caja negra lo suficientemente potente como para alcanzar al satélite? —preguntó el presidente.
—Creo que funcionará. Usaron señales de microondas para hablar con Armstrong en la luna, y el SETI las utiliza para enviar mensajes al espacio exterior. —Gant sonrió—. No es el tamaño lo que importa, es la calidad de la señal.
—De acuerdo, hecho —dijo Madre. Se volvió hacia Gant—. Y bien, intrépida líder, ¿qué es lo que he creado?
—Madre, si lo has hecho bien, cuando activemos el transmisor del interior de esta caja negra, estaremos imitando la señal que sale del corazón del presidente.
—Entonces, ¿ahora qué? —preguntó el presidente.
—Sí —dijo Hagerty de mala manera—. ¿Lo encendemos y ya está?
—No, rotundamente no. Si lo encendemos, el satélite recibirá dos señales idénticas y eso podría hacer que se detonaran las bombas. No podemos arriesgarnos. No, acabamos de concluir el trabajo preliminar. Ahora viene la parte difícil. Ahora tenemos que sustituir la señal de la caja negra por la del presidente.
—¿Y cómo hacemos eso? —preguntó Hagerty—. Por favor, no me diga que va a intervenir al presidente de Estados Unidos a corazón abierto con una navaja.
—¿Tengo pinta de MacGyver? —preguntó Gant—. No. Mi teoría es la siguiente: César Russell logró de algún modo poner ese transmisor en el corazón del presidente.
—Así es. Lo hizo durante una intervención quirúrgica hace unos años —dijo el presidente.
—Pero me imagino que no lo ha encendido hasta hoy —dijo Gant—. Los escáneres de la Casa Blanca habrían captado una señal no autorizada tan pronto como lo hubieran activado.
—Sí, ¿y? —dijo Hagerty.
—Y —dijo Gant—, en algún lugar de este complejo, César Russell dispone de una unidad que enciende y apaga el transmisor del presidente. Creo que esa unidad, probablemente una unidad portátil de activación y desactivación, se encuentra en la misma habitación que el propio Russell.
—Cierto —dijo el presidente al recordar la unidad que César Russell había activado al inicio del desafío—. La tenía cuando apareció en la televisión, al inicio de todo. Es roja, compacta, con una antena negra.
—Bien, pues —dijo Gant—. Ahora lo que tenemos que hacer es encontrar el puesto de control. —Se volvió para mirar a Juliet—. Su gente ha comprobado este lugar. ¿Alguna idea?
Juliet dijo:
—El hangar principal. En el edificio desde el que se divisa todo el nivel. Hay una sala de control ahí arriba.
—Entonces iremos ahí —dijo Gant—. Lo que tenemos que hacer ahora es sencillo. Primero, tomamos el puesto de control de César Russell. Después, entre las señales de búsqueda que envía el satélite, usamos la unidad de activación y desactivación para apagar el transmisor colocado en el corazón del presidente, mientras que, un segundo después, encendemos la caja negra.
Sonrió con gesto irónico al presidente.
—Como he dicho, sencillo.
* * *
Los cinco miembros restantes de la unidad Charlie corrían agachados y a gran velocidad por un túnel bajo de hormigón.
Al trote, junto a ellos (y, debido a su altura, sin necesidad de agacharse), iba Kevin.
La unidad Charlie acababa de regresar del lago Powell, tras matar a Botha. Habían recuperado a Kevin y habían visto cómo se hundía el helicóptero de Schofield.
Habían estacionado los dos Penetrator fuera y en esos momentos estaban accediendo al complejo a través de una entrada que conectaba la instalación principal con uno de los hangares exteriores, una entrada conocida como la puerta superior.
El túnel de la puerta superior daba a la pared trasera del hueco del ascensor de personal, en el nivel del hangar principal, pared a la que se accedía por una puerta de titanio de treinta centímetros de grosor.
La unidad Charlie llegó a la puerta plateada.
Pitón Willis marcó el código de anulación correspondiente. La puerta superior era una entrada especial al Área 7 (si se disponía del suficiente rango como para conocer el código, esta podía abrirse en cualquier momento, incluso durante el cierre total de la instalación).
La puerta de titanio se abrió…
Y Pitón se quedó inmóvil.
Vio el techo del ascensor de personal parado justo debajo de sus pies.
Y, encima, se hallaban Cobra Carney y cuatro miembros de la unidad Eco.
Pitón vio por entre la trampilla del techo del ascensor que la otra mitad de Eco estaba en el interior de la cabina del ascensor.
—Joder, Cobra —dijo Pitón—, me ha dado un susto de muerte. No esperaba verlos aquí…
—César nos dijo que viniéramos —mintió Cobra—. Para asegurarnos de que todos estaban bien.
Pitón colocó a Kevin delante, en el techo del ascensor detenido.
—Hemos perdido a cinco, pero lo tenemos.
—Bien —dijo Cobra—. Muy bien.
Fue entonces cuando, a través de la trampilla del techo del ascensor, Pitón vio a cuatro hombres más en la cabina del ascensor con los hombres de Eco.
Cuatro hombres asiáticos.
Pitón frunció el ceño.
Eran los cuatro hombres que habían estado en la cámara de descompresión esa mañana: el capitán Robert Wu y el teniente Chet Li, del séptimo escuadrón, y los dos trabajadores del laboratorio chino. Los hombres que habían llevado la última cepa del sinovirus al Área 7.
—Cobra, ¿qué está pasando? —dijo Pitón de repente, alzando la vista.
—Lo siento, Pitón —dijo Cobra.
Y tras ello asintió brevemente a sus hombres.
En un abrir y cerrar de ojos, los cuatro miembros de la unidad Eco del techo del ascensor alzaron sus P-90 y dispararon una ráfaga de disparos letal a la unidad Charlie.
Pitón Willis fue alcanzado por lo que pareció ser un millón de balas. Su rostro y torso se tornaron inmediatamente en papilla. Los cuatro hombres de la unidad Charlie situados tras él también cayeron como marionetas, uno tras otro, hasta que la única figura que quedó en pie a ese lado fue Kevin, con los ojos fuera de sus órbitas, aterrorizado.
Cobra Carney dio un paso adelante y cogió con brusquedad al niño por el brazo.
—Sonríe, niño. Ahora te vienes conmigo.
* * *
En la sala de control que dominaba el hangar principal reinaba el silencio.
Boa McConnell y los otros cuatro supervivientes de la unidad Bravo yacían desplomados en un rincón, ensangrentados y sucios. Dos de los hombres de Boa tenían graves heridas. El coronel Jerome T. Harper (el oficial al mando del Área 7, pero en realidad un subordinado de César Russell) se estaba ocupando de sus heridas.
Había otra persona en la parte posterior de la sala, oculto tras las sombras. Llevaba allí sentado toda la mañana, sin pronunciar palabra alguna, tan solo observando en silencio.
El mayor Kurt Logan y lo que quedaba de la unidad Alfa también se encontraban en la sala de control. Logan estaba en esos momentos junto a César, hablando entre susurros. Su unidad Alfa no había salido mejor parada que la unidad Bravo: de su equipo inicial de diez miembros solo quedaban cuatro, él incluido.
César, sin embargo, no parecía afectado por sus bajas.
—¿Se sabe algo de la unidad Eco?
—Cobra informa de que se encuentran en el nivel 4. Ninguna señal del presidente aún.
—Maldita sea. ¡Mierda!
Era uno de los operadores de radiocomunicaciones. La pantalla de su ordenador se acababa de apagar.
Sin previo aviso. Ni siquiera un pitido.
—¿Qué ocurre? —preguntó el operador principal.
—¡Joder! —gritó otro operador cuando su monitor también se apagó.
El apagón se extendió por la sala de control cual virus. Todos los monitores del puesto de control, uno tras otro, se apagaron.
—Los sistemas de aire acondicionado se acaban de parar…
—El sistema de refrigeración está desactivado…
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó con calma César Russell.
—La electricidad en el nivel de las celdas disminuye con rapidez.
—El suministro de energía del complejo está cayendo a pique —dijo el operador principal a Russell—. Pero no sé por qué…
Accedió a la pantalla de visualización del sistema.
—¡Joder!
—¡Llevamos desde las ocho de la mañana funcionando con el suministro auxiliar! —dijo el mismo operador.
El coronel Harper dio un paso adelante.
—Pero eso debería habernos dado al menos tres horas, tiempo más que suficiente para reiniciar el suministro principal de energía.
Mientras hablaban, César contempló una de las entradas de la pantalla de ordenador:
El prefijo 007 indicaba un miembro del séptimo escuadrón. E se refería a la unidad Eco y 01 a su líder, Cobra Carney.
César entrecerró los ojos. Al parecer, durante el último periodo ventana del cierre, Cobra Carney había abierto la puerta 62-E, la puerta este blindada del nivel 6…
Jerome Harper y el operador seguían discutiendo la situación del suministro eléctrico.
—Debería, sí —dijo el operador—. Pero al parecer el sistema solo disponía de la mitad de la energía cuando entró en funcionamiento, por lo que solo ha durado hora y media.
El monitor del operador principal se apagó. Era el último que quedaba en funcionamiento.
Entonces, de repente, al unísono, las luces del techo de la sala de control se apagaron.
César y los operadores de radiocomunicaciones fueron devorados por la oscuridad.
César se dio la vuelta para mirar a través de las ventanas que daban al hangar. Vio las brillantes luces halógenas dispuestas a lo largo de este apagarse por orden, una tras otra.
El hangar (y todo lo que este albergaba: el Marine One, los vehículos tractores destruidos, el Nighthawk Dos reventado, el sistema de cajas del techo…) quedó sumido en la oscuridad.
—Todos los sistemas fuera de funcionamiento —dijo alguien en la oscuridad—. El complejo se ha quedado sin suministro eléctrico.
En el AWACS del nivel 2, Libby Gant y los demás se disponían a ascender por la base subterránea para localizar y hacerse con el poder de la sala de control de César Russell cuando, de repente, todas las luces del hangar subterráneo se apagaron.
El hangar quedó sumido en la oscuridad.
Una oscuridad total.
Gant encendió la linterna pequeña que llevaba el cañón de su MP-10 y el diminuto haz de luz iluminó su rostro.
—La electricidad —susurró Madre—. ¿Por qué iban a cortar la electricidad?
—Sí —dijo Juliet—. Eso les dificulta encontrarnos.
—Quizá no hayan tenido que ver en ello —dijo Gant.
—¿Y esto qué supone para nosotros? —preguntó el presidente mientras se colocaba junto a ellas.
—No cambia nuestros planes —dijo Gant—. Seguimos yendo al puesto de control. Lo que tenemos que averiguar, sin embargo, es cómo puede afectar esto a nuestro entorno.
En ese momento, desde las profundidades del complejo, oyeron un grito, un grito terrible; humano, sí, pero al mismo tiempo inhumano; el grito paralizador y aterrador de alguien seriamente trastornado.
—Oh, Dios mío —murmuró Gant—. Los prisioneros. Están libres.