Tercera confrontación

3 de julio, 8:00 horas

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La división de Defensa Estratégica y Aeroespacial, la rama de la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa que se ocupa de la capacidad aeroespacial de las potencias extranjeras, se encuentra en la segunda planta subterránea del Pentágono, tres plantas por debajo de la famosa Sala de Situación del Pentágono.

Y aunque el nombre de la división quizá pueda sonar exótico y excitante, David Fairfax sabía por propia experiencia que tal percepción no podía estar más alejada de la realidad.

En pocas palabras, te mandaban a la división de Defensa Estratégica y Aeroespacial como castigo, porque allí nunca ocurría nada.

Eran casi las diez de la mañana en la costa oeste mientras Fairfax, totalmente ajeno a lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior, tecleaba en su ordenador, intentando descifrar una serie de escuchas telefónicas que la agencia de Inteligencia había captado a lo largo de los últimos meses. Quienquiera que hubiese estado utilizando los teléfonos en cuestión los había equipado con la última tecnología en codificadores para ocultar su contenido. Fairfax tenía que descifrar ese código.

Es curioso cómo cambian las tornas, pensó.

David Theodore Fairfax era criptógrafo, es decir, como decían en su argot, «rompía» códigos. De altura media, enjuto, pelo castaño lacio y gafas con montura de metal fina, no parecía ningún genio. Lo cierto era que, con su camiseta de Mooks, vaqueros y zapatillas, se asemejaba más a un torpón estudiante universitario que a un analista del Gobierno.

Sin embargo, había sido su brillante tesis sobre computación no lineal teórica la que había despertado el interés de la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa. Dicha agencia trabajaba codo con codo con la agencia de Seguridad Nacional, la principal agencia de inteligencia criptográfica de Estados Unidos. Pero eso no era impedimento para que la agencia de Inteligencia contara con su propio equipo de criptógrafos (que a menudo espiaban a Seguridad Nacional), entre los que se encontraba Dave Fairfax.

Fairfax enseguida le había cogido gusto a eso del criptoanálisis. Le encantaba el reto que suponía, la batalla entre dos cerebros: uno que busca ocultar y otro que aspira a desvelar. Vivía de acuerdo con una máxima: «Ningún código es indescifrable».

No tardó mucho en destacar.

A principios de la década de 1990, las autoridades estadounidenses tuvieron que vérselas con un hombre llamado Phil Zimmerman y su programa de codificación «irrompible»: el PGP. En 1991, Zimmerman colgó el PGP en internet, para consternación del Gobierno estadounidense (fundamentalmente porque no podían descifrarlo).

El PGP empleaba un sistema criptográfico conocido como criptografía simétrica o de clave pública, que comprendía la multiplicación de números primos grandes para obtener la importantísima clave del código. En ese caso, números primos grandes eran aquellos superiores a los ciento treinta dígitos.

Era irrompible, indescifrable.

Hubo quien llegó a afirmar que todos los superordenadores del mundo tardarían doce veces la existencia del universo en comprobar los valores posibles para un solo mensaje.

El Gobierno estaba preocupado y molesto. Algunos grupos terroristas y Gobiernos extranjeros habían comenzando a usar el PGP para codificar sus mensajes. En 1993 se inició una investigación contra Zimmerman por parte del gran jurado, basándose en que, al colgar el PGP en internet, había exportado un arma fuera de Estados Unidos, ya que el programa de codificación entraba dentro de la definición gubernamental de «munición».

Y, luego, curiosamente, en 1996, tras acosar a Zimmerman durante tres años, la oficina de la fiscal general del Estado abandonó el caso.

Así. Sin más.

Afirmaron que era demasiado tarde y que ya no merecía la pena seguir con el proceso, así que sobreseyeron la causa.

Lo que la fiscal general jamás mencionó fue la llamada que había recibido del director de la agencia de Inteligencia la mañana en que había retirado la acusación, llamada en la que le informaron de que el PGP había sido descifrado.

Y, como cualquier persona del campo de la criptografía sabe, una vez descifras el código de tu enemigo, no se puede permitir que este sepa que lo has descifrado.

Y el hombre que lo había descifrado había sido un matemático completamente desconocido de veinticinco años que respondía al nombre de David Fairfax.

Resultó que el ordenador no lineal teórico de Fairfax ya no era teórico. Se había construido un prototipo con el objetivo expreso de romper el PGP, y resultó también que el ordenador, con sus inimaginables capacidades calculadoras, podía factorizar números extremadamente grandes con relativa facilidad.

Ningún código es indescifrable.

La historia, sin embargo, es dura y cruel con los criptógrafos, por el simple motivo de que no pueden hablar de sus logros.

Y eso había ocurrido con Dave Fairfax. Sí, había descifrado el PGP, pero nunca podría contarlo y en el enorme entramado del trabajo gubernamental eso solo le había reportado un aumento de sueldo y la asignación del siguiente trabajo.

Y por eso estaba allí, en la división de Defensa Estratégica y Aeroespacial, analizando una serie de transmisiones telefónicas no autorizadas entrantes y salientes de una remota base militar de la Fuerza Aérea en Utah.

En una sala similar situada al otro lado del pasillo, sin embargo, era donde estaba teniendo lugar toda la diversión. Un grupo operativo conjunto de criptógrafos de la agencia de Inteligencia y Seguridad Nacional estaba rastreando las señales codificadas provenientes del transbordador espacial chino que se había lanzado desde Xichang hacía unos días.

Eso sí que es interesante, pensó Fairfax. Bastante más que descifrar llamadas telefónicas de una estúpida base en el desierto.

Las llamadas telefónicas grabadas aparecían en la pantalla del ordenador de Fairfax como una cascada de números, la representación matemática de una serie de conversaciones telefónicas que habían tenido lugar en Utah durante los últimos dos meses.

Unos enormes auriculares cubrían las orejas de Fairfax, auriculares que emitían un flujo constante de interferencias indescifrables. Sus ojos estaban fijos en la pantalla.

Una cosa sí estaba clara: quienquiera que hubiese realizado esas llamadas las había cifrado muy bien. Fairfax llevaba con ellas desde hacía dos días.

Lo intentó con unos algoritmos antiguos.

Nada.

Intentó otros más nuevos.

Nada.

Podía tirarse allí todo el mes si tenía que hacerlo.

Probó con un programa que había creado para descifrar el nuevo sistema de codificación de Vodafone…

Kan bevestig dat in-entingplaasvind

Durante un breve segundo, un extraño lenguaje gutural se materializó en sus oídos.

Los ojos de Fairfax brillaron.

Lo tengo…

Probó el programa con algunas de las demás conversaciones telefónicas.

Y, en un milagroso instante, lo que antes eran interferencias se convirtieron en voces claras y nítidas que hablaban en un idioma extranjero, intercalado con una extraña frase en inglés.

—Toetse oplaastepoging word op die vier-en-twientigste verwag. Wat vans die onttrekkings eenheid?

—Reccondo span is alreeds weggestuur…

—Voorbereidings onderweg. Vroeg oggend. Beste tyd vir onttrekking…

—Todo está listo. El tres. Confirmado…

—Ontrekking kan’nprobleem wees. Gestel ons gebruik die Hoeg landhier naby. Verstaan hy is’n lid van Die Organisasie…

—Sal die instruksies oordra…

—La misión está en marcha…

—Die Reccondos is geered. Verwagte aankoms by beplande bestemming binne nege dae…

Los ojos de Fairfax fulgieron mientras contemplaba la pantalla.

Ningún código es indescifrable.

Cogió el teléfono.

* * *

Tras la breve batalla en la zona de descompresión, Schofield y los demás se replegaron al otro extremo del nivel 4, al laboratorio de observación desde el que se contemplaba el cubo gigante, cerrando las puertas tras de sí y a continuación haciendo pedazos los teclados numéricos de seguridad con sus armas.

De todos los lugares que Schofield había visto hasta el momento, esa zona era la más fácilmente defendible.

Aparte del ascensor de personal, solo tenía dos entradas: la rampa que llevaba al elevador de aviones y la puerta que daba a las escaleras que bajaban al cubo.

Juliet Janson se dejó caer al suelo del laboratorio. Estaba exhausta.

El presidente hizo lo mismo.

Los marines (Libro II, Elvis, Sex Machine, Madre y Lumbreras) formaron un corrillo y procedieron a relatarse brevemente sus respectivas aventuras en el interior del hueco del elevador inundado y la huida en el avión de vigilancia.

El último miembro de su variopinto grupo, el científico de la bata llamado Herbert Franklin, se sentó en un rincón.

Schofield y Gant permanecieron de pie.

En esos momentos tenían algunas armas, equipamiento que habían cogido de los cuerpos de los soldados del séptimo escuadrón que habían fallecido en la zona de descompresión (armas, algunos auriculares, tres granadas extremadamente potentes fabricadas con un compuesto de RDX y dos explosivos del tamaño de una chincheta para reventar cierres y cerrojos conocidos como revientacerrojos).

Los hombres de Logan, sin embargo, habían echado a perder todo lo demás.

Los brutales disparos que habían dirigido a sus hombres caídos no habían tenido la intención de rematarlos, sino la de destruir cualquier arma que sus enemigos pudieran usar. Por ello solo habían podido salvar un P-90 del campo de batalla. Los demás estaban hechos pedazos, al igual que la mayoría de las semiautomáticas de los soldados muertos.

—Madre —dijo Schofield mientras le pasaba el P-90—, echa un ojo a la rampa de entrada. Elvis, a las escaleras que conducen al cubo.

Madre y Elvis se pusieron en marcha.

Aunque cualquier persona habría ido directa al presidente en ese momento, Schofield no lo hizo. El presidente no estaba herido, todavía tenía todos los dedos de las manos y de los pies y, mientras su corazón siguiera latiendo, no habría problema.

Schofield fue hacia Juliet Janson.

—Informe de situación —fue todo lo que dijo.

Janson alzó la vista y vio las lentes de cristales plateados reflectantes de sus gafas de sol antidestellos.

Lo había visto antes en los helicópteros presidenciales, pero nunca había llegado a hablar con él. Sin embargo, sí había oído cosas sobre él de otros agentes. Era el soldado al que le había ocurrido aquello en la Antártida.

—Nos tendieron una emboscada en la sala común del nivel 3, justo después del mensaje por el sistema de transmisiones de emergencia —dijo—. Han estado pisándonos los talones desde entonces. Llegamos al hueco de la escalera y nos dispusimos a bajar al conducto de la salida de emergencia del nivel 6, pero estaban esperándonos. Regresamos a las escaleras, pero también estaban esperándonos. Nos desviamos al nivel 5 y desde allí accedimos a la rampa que conducía al nivel 4… y también allí nos esperaban.

—¿Bajas?

—Ocho agentes del séquito presidencial. Además de todo el equipo de avanzada del nivel 6. Diecisiete en total.

—¿Frank Cutler?

—Ha caído.

—¿Algo más?

Janson señaló al hombre de la bata de laboratorio.

—Lo cogimos en el nivel 5, poco antes de la emboscada en la sala de descompresión. Dice que es un científico que trabaja aquí.

Schofield miró a Herbert Franklin. Menudo y con gafas, el hombre se limitó a saludarlo con la cabeza en completo silencio.

—¿Qué hay de usted? —preguntó Janson.

Schofield se encogió de hombros.

—Estábamos en el hangar principal cuando todo empezó. Logramos huir por el conducto de ventilación y llegamos a uno de los hangares subterráneos, destruimos un Humvee y estrellamos un AWACS.

—Lo habitual —dijo Gant.

—¿Cómo supieron lo de la emboscada? —preguntó Janson.

Schofield se encogió de hombros de nuevo.

—Estábamos cerca del cubo cuando se apagaron las luces en la zona de descompresión. Esperábamos que fuera alguien amigo que intentaba ocultarnos de las cámaras de seguridad. Así que echamos un vistazo desde arriba, desde las pasarelas. Cuando vimos quiénes eran, cuando los vimos rodeando esa rampa situada en medio de la habitación, supusimos que estaban esperando por el premio gordo —asintió hacia el presidente—, así que decidimos hacerles una contra.

Al otro lado de la habitación, Lumbreras se sentó junto al presidente.

—Señor presidente —dijo con deferencia.

—Hola —respondió el presidente.

—¿Cómo se encuentra, señor?

—Bueno, sigo con vida, que es un buen comienzo, considerando las circunstancias. ¿Cuál es su nombre, hijo?

—Gorman, señor. Cabo Gus Gorman, pero la mayoría aquí me llama Lumbreras.

—¿Lumbreras?

—Así es, señor. —Lumbreras vaciló—. Señor, si no le importa, me preguntaba… esto… si no es mucha molestia, si podía hacerle una pregunta.

—¿Por qué no? —dijo el presidente.

—De acuerdo. Bueno, siendo usted el presidente y todo eso, conocerá ciertas cosas, ¿no?

—Sí…

—Bien. Vale. Porque siempre he querido saber esto: ¿Es Puerto Rico un protectorado de Estados Unidos porque es donde se divisa el mayor número de ovnis al año de todo el mundo?

—¿Cómo?

—Bueno, piense en ello, ¿por qué demonios si no querríamos conservar Puerto Rico? Allí no hay nada.

—Lumbreras —dijo Schofield desde el otro lado de la habitación—. Deja al presidente tranquilo. Señor presidente, será mejor que venga y vea esto. Ya casi son las ocho en punto y César realizará su transmisión de un momento a otro.

El presidente fue junto a Schofield, no sin antes mirar con extrañeza a Lumbreras.

* * *

Cuando dieron las ocho en punto, el rostro de César Russell apareció en todas las televisiones de la base.

—Estadounidenses —dijo—, tras una hora de juego, el presidente sigue con vida. Su situación, sin embargo, no augura nada bueno.

»Su séquito personal del servicio secreto se ha visto diezmado. Se ha confirmado la muerte de ocho de sus nueve miembros. Dos unidades más del servicio secreto, equipos de avanzada de nueve miembros cada uno, estacionadas en el nivel inferior de esta instalación y en una de las salidas exteriores, también han sido eliminadas, lo que eleva el número total de bajas presidenciales a veintiséis hombres. En ninguna de esas ocasiones hemos tenido que lamentar pérdidas entre mis hombres del séptimo escuadrón.

»Dicho esto, han aparecido en escena algunos caballeros de relucientes armaduras. Un pequeño grupo de marines, miembros de la tripulación meramente decorativa del helicóptero presidencial, imponentes con sus uniformes de gala, han salido en su defen…

Justo entonces, sin previo aviso, las televisiones de toda la base se apagaron y las pantallas se tornaron negras.

En ese mismo instante, todas las luces del complejo se apagaron, sumiendo a la base Área 7 en la más completa oscuridad.

En el interior del laboratorio del nivel 4, todos alzaron a la vez la vista cuando se fue la luz.

—Oh, oh —dijo Gant mientras contemplaba el techo.

Entonces, un segundo después, las luces volvieron a la vida y las televisiones se encendieron. El rostro de César Russell seguía hablando.

—Lo que nos deja con cinco unidades del séptimo escuadrón frente a un puñado de marines de Estados Unidos. Tal es la situación del reto a las ocho en punto. Nos veremos de nuevo a las nueve horas.

Las pantallas de los televisores se volvieron negras de nuevo.

—Mentiroso —dijo Juliet Janson—. Ese hijo de puta está distorsionando la realidad. El equipo de avanzada del nivel 6 ya estaba muerto cuando llegamos. Fueron asesinados antes de que todo esto empezara.

—También ha mentido acerca de sus bajas —dijo Lumbreras—. Puto bastardo.

—Entonces, ¿qué hacemos? —le preguntó Gant a Schofield—. Nos superan en número y armamento. Además, este es su territorio.

Schofield se estaba preguntando exactamente lo mismo.

El séptimo escuadrón los tenía dominados. Jugaban con ventaja y, lo que era más importante, pensó mientras contemplaba su uniforme de gala, habían venido preparados para luchar.

—De acuerdo —dijo en voz alta—. Conoce a tu enemigo.

—¿Qué?

—Primero, los principios básicos. Tenemos que arreglar cuentas con ellos, pero antes necesitamos saber algunas cosas. Regla número uno: conoce a tu enemigo. Bien, ¿quiénes son?

Janson se encogió de hombros.

—El séptimo escuadrón. La unidad terrestre de élite de la Fuerza Aérea. Los mejores del país. Bien adiestrados, bien armados…

—Y bien de esteroides —añadió Gant.

—Más que esteroides —dijo otra voz.

Todos se volvieron.

Era el científico, Herbert Franklin.

—¿Quién es usted? —preguntó Schofield.

El hombre se revolvió nervioso en el asiento.

—Mi nombre es Herbie Franklin. Hasta esta mañana, era un inmunólogo que trabajaba en el proyecto Fortuna. Pero me encerraron justo antes de que todos ustedes llegaran.

Schofield le preguntó:

—¿Qué ha querido decir con «más que esteroides»?

—Bueno, lo que he querido decir es que los hombres del séptimo escuadrón de esta base han sido… mejorados…, por decirlo de alguna manera.

—¿Mejorados?

—Potenciados. Potenciados para lograr un mayor rendimiento. ¿No se han preguntado nunca por qué el séptimo escuadrón puntúa tan alto en las competiciones entre las distintas fuerzas armadas? ¿No se han preguntado nunca por qué pueden seguir luchando mientras todos los demás están al borde del agotamiento?

—Sí…

Franklin siguió hablando con rapidez:

—Esteroides anabólicos para mejorar la musculatura y la forma física. Inyecciones de eritropoyetina artificial para incrementar la oxigenación de la sangre.

—¿Eritropoyetina artificial? —preguntó Gant.

—EPO —dijo Herbie—. Es una hormona que estimula la producción de eritrocitos por parte de la médula ósea, incrementando así el suministro de oxígeno en el flujo sanguíneo. Los atletas de resistencia, fundamentalmente los ciclistas, llevan años usándolo.

»Los hombres del séptimo escuadrón son más fuertes que ustedes y pueden aguantar así todo el día —dijo Herbie—. Qué demonios, pero si ya lo eran cuando llegaron. Pero desde entonces han tenido a su disposición la última tecnología farmacológica para combatir con más fiereza, mejor y durante más tiempo que el resto.

—Vale, vale —dijo Schofield—. Me parece que ya nos hemos hecho una idea.

Schofield estaba pensando, sin embargo, en aquel crío llamado Kevin, que vivía a quince metros de allí, en el interior de un cubo de vidrio.

—Entonces, ¿eso es lo que hacen aquí? ¿Para eso es esta base? ¿Para mejorar a la élite militar?

—No… —dijo Herbie mientras miraba con recelo al presidente—. La mejora y potenciamiento de los soldados del séptimo escuadrón es solo una tarea secundaria, puesto que ellos son los encargados de la seguridad de la base.

—Entonces, ¿qué demonios es este lugar?

Una vez más, Herbie miró al presidente. Entonces cogió aire antes de responder…

Pero fue otra voz, sin embargo, la que habló.

—Esta base alberga la vacuna más importante jamás desarrollada en toda la historia de Estados Unidos —dijo.

Schofield se volvió.

Era el presidente.

Schofield lo observó. El presidente seguía llevando su traje gris marengo y la corbata. Con su cabello levemente canoso peinado hacia atrás y su rostro cubierto de arrugas (tan conocido para cualquier persona de cualquier lugar del mundo), parecía un hombre de negocios de mediana edad; bueno, más bien un hombre de negocios que había estado sudando de lo lindo durante la última hora.

—¿Una vacuna? —dijo Schofield.

—Sí. Una vacuna contra el último virus genético de China. Un virus que solo afecta a la gente caucasiana, a aquellas regiones de su ADN implicadas en la pigmentación. Un agente conocido como el sinovirus.

—¿Y el origen de esa vacuna? —dijo Schofield.

—Es un ser humano genéticamente modificado.

—¿Un qué?

—Una persona, capitán Schofield. Una persona que, desde su fase embrionaria, ha sido creada y modificada para ser inmune al sinovirus y cuya sangre puede utilizarse para la producción de anticuerpos para el resto de la población estadounidense. Una vacuna humana. El primer ser humano creado genéticamente, capitán. Un niño llamado Kevin.

* * *

Schofield entrecerró los ojos.

Eso explicaba muchas cosas: las elevadas medidas de seguridad del complejo, la visita presidencial… y que un niño viviera dentro de un cubo. Pero también había algo de lo que acababa de decir el presidente que le había llamado la atención: el presidente conocía su nombre.

—¿Han creado a un niño para usarlo como vacuna? —dijo Schofield—. Con todos los respetos, señor, pero ¿eso no le preocupa?

El presidente hizo una mueca.

—Mi trabajo no es blanco o negro, capitán. Es gris, de una cantidad de grises infinita. Y, en este mundo de color gris, tengo que tomar decisiones, a menudo decisiones difíciles. Sí, Kevin existía tiempo antes de que yo llegara a la presidencia, pero una vez fui conocedor del tema, tuve que realizar la llamada para autorizar la continuación del proyecto. Y la hice. Puede que no me gustara, pero cuando se trata de un agente como el sinovirus, es necesario tomar decisiones como esas.

Se produjo un breve silencio.

Libro II habló:

—¿Qué hay de los presos del nivel inferior?

—¿Y los animales? ¿Para qué se usan? —dijo Juliet.

Schofield frunció el ceño. No había visto el nivel 5, así que no sabía nada de animales ni de presos.

Herbie Franklin respondió:

—Los animales se usan para ambos proyectos, para la vacuna y para los soldados del séptimo escuadrón. Los osos Kodiak se utilizan por sus toxinas sanguíneas. Todos los osos presentan unos niveles muy elevados de oxígeno en sangre cuando están hibernando. La investigación para mejorar y potenciar la sangre del séptimo escuadrón proviene de ellos.

—¿Y qué hay de las otras j aulas, las que estaban llenas de agua? —preguntó Janson—. ¿Qué hay en ellas?

Herbie esperó un instante antes de hablar.

—Una rara especie de varánidos conocidos como dragones de Komodo. El lagarto de mayor tamaño del mundo, de unos dos a tres metros, tan grande como un cocodrilo. Tenemos seis.

—¿Y para qué se usan? —preguntó Schofield.

—Los dragones de Komodo son la especie de reptiles más antigua sobre la faz de la tierra, y solo se encuentran en algunas islas de Indonesia. Son grandes nadadores: se sabe que son capaces de nadar de isla a isla, pero también son igual de rápidos por tierra; pueden incluso dar caza sin problemas a un hombre, cosa que hacen con cierta regularidad. Su sistema antibiótico interno, sin embargo, es extraordinariamente resistente. Son inmunes a las enfermedades. Sus nódulos linfáticos producen un suero antibacteriano altamente concentrado que durante miles de años los ha protegido frente a ellas.

El presidente dijo:

—Los subproductos creados con la sangre de los dragones de Komodo han sido reconfigurados para ajustarse a la estructura de la sangre humana y así conformar la base del sistema inmunológico de Kevin. A continuación hemos cosechado el plasma sanguíneo genéticamente creado de Kevin para producir un suero que, introducido en el suministro de agua estadounidense, una solución en suero hidratado, inmunice a la población contra el sinovirus.

—¿Manipulan el suministro de agua? —dijo Schofield.

—Oh, ya se ha hecho antes —dijo Herbie—. En 1989, contra la toxina botulínica y en 1990, contra el ántrax. Aunque los estadounidenses no lo saben, sus organismos son resistentes a las principales armas biológicas del mundo.

—¿Qué hay de los presos? —preguntó Libro II—. ¿Para qué son?

Herbie miró al presidente, que asintió en silencio.

El científico se encogió de hombros.

—Los presos son otra historia completamente distinta. No están aquí para proporcionarnos productos o sueros con su sangre. El papel que desempeñan aquí es sencillo. Son cobayas para la vacuna.

—Dios santo —murmuró Gant cuando vio la lista de los nombres de los prisioneros.

Después de que Herbie les contara la función de los prisioneros encerrados en el nivel 5, había sacado de uno de los ordenadores del laboratorio una lista con sus nombres.

Había cuarenta y dos en total, todos ellos reclusos condenados a cadena perpetua o a muerte que, de algún modo, habían logrado escapar de la silla eléctrica.

—Lo mejor de cada casa —dijo Herbie mientras señalaba con la cabeza hacia la lista de nombres.

Schofield había oído muchos de esos nombres.

Sylvester McLean, el asesino de niños de Atlanta. Ronald Noonan, el panadero de Houston reconvertido en francotirador. Lucifer Leary, el asesino en serie de Phoenix. Seth Grimshaw, el conocido líder de la Liga negra, una organización terrorista ultraviolenta que afirmaba que el Gobierno estadounidense estaba preparando al país para una toma de poder por parte de las Naciones Unidas.

—¿Seth Grimshaw? —dijo Gant al ver el nombre. Se volvió hacia Juliet Janson—. ¿Ese no fue el que…?

—Sí —respondió Juliet mientras miraba con nerviosismo al presidente, en el extremo más alejado del laboratorio—. A principios de febrero. Justo después de la investidura. Un 18-84 en toda regla.

Gant dijo:

—Dios mío, espero que las celdas sean resistentes.

—Muy bien. Genial —dijo Schofield para traer a todos de regreso al presente—. Lo que nos lleva de nuevo al aquí y al ahora. Estamos encerrados aquí dentro. Quieren matar al presidente. Y, debido al radiotransmisor que lleva en el pecho, si muere, catorce de las principales ciudades estadounidenses saltarán por los aires.

—Y todo delante de los ciudadanos estadounidenses —dijo Janson.

—No necesariamente —dijo el presidente—, porque César no conoce la Directiva LBJ.

—¿Qué es la Directiva LBJ? —preguntó Schofield.

—Se trata de una característica del sistema de transmisiones de emergencia, pero solamente conocida por el presidente y el vicepresidente. Consiste fundamentalmente en una válvula de seguridad, implantada por Lyndon Johnson en 1967 para evitar que el sistema de transmisiones de emergencia se utilizara antes de tiempo.

—¿Qué es lo que hace?

—Proporciona un retardo de cuarenta y cinco minutos en cualquier transmisión enviada a través del sistema de transmisiones de emergencia, a menos que se introduzca un código presidencial de anulación del automatismo. En otras palabras, salvo en las circunstancias más extremas, evita que cunda el pánico ante ciertas transmisiones, concediendo un llamémoslo «periodo de enfriamiento» de cuarenta y cinco minutos.

Puesto que son las 8:09, la transmisión inicial de César ha tenido que emitirse ya, pero si encontramos la caja de transmisión del sistema en el interior de este complejo, podremos detener sus posteriores transmisiones.

Schofield frunció el ceño, pensativo.

—Eso tiene que ser algo secundario. Algo que solo haremos si nos encontramos en el lugar adecuado en el momento adecuado.

Se volvió para mirar a Herbie.

—Háblenos de este complejo.

—¿Qué hay que saber? Es una fortaleza. Fue el cuartel general del Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial. Cuando se cierra, se cierra. La cuestión es que no creo que nadie esperara que esta base fuera a emplearse para encerrar a alguien.

—Pero incluso con un cierre total, tiene que existir un procedimiento para su apertura —dijo Schofield—. Algo que abra las puertas cuando el momento crítico haya pasado.

Herbie asintió.

—El cierre temporizado.

—¿Cierre temporizado?

—En caso de un cierre total del complejo, se activa un sistema de seguridad controlado por un temporizador. A cada hora, la gente que siga con vida en el interior de la base dispondrá de un periodo ventana de cinco minutos para introducir uno de los tres posibles códigos.

—¿Qué tipo de códigos? —dijo Gant.

—Recuerden que esta instalación fue creada para un intercambio nuclear a gran escala entre Estados Unidos y la Unión Soviética —dijo Herbie—. Los códigos así lo reflejan. Por tanto, existen tres posibles códigos de entrada. El primer código simplemente continúa con el cierre. Significa que sigue la crisis nuclear, por lo que la instalación permanece sellada. El segundo código da por sentado que la crisis ha sido resuelta. Así, concluye el cierre, las puertas blindadas se repliegan y todas las entradas y salidas vuelven a abrirse.

—¿Y el tercer código? —preguntó Gant.

—El tercer código es una medida a medio camino entre las dos anteriores: permite la salida de un mensajero. Autoriza la apertura de salidas individuales para que los mensajeros abandonen la instalación.

Schofield estaba escuchando atentamente a Herbie.

—¿Qué ocurre si no se introduce ningún código durante el periodo ventana de cada hora? —preguntó.

—Es usted rápido, capitán. Verá, ahí está la pega. Si no se introduce ningún código, el ordenador del complejo es alertado de que la instalación podría haber sido tomada por el enemigo. Entonces el ordenador da la posibilidad de reintroducir uno de los otros códigos durante el periodo ventana de la siguiente hora. Si no se introduce ningún código en ese periodo de tiempo, entonces el ordenador asume que la instalación ha sido tomada por el enemigo, momento en el cual se activa el mecanismo de autodestrucción de la instalación.

—Mecanismo de autodestrucción —saltó Lumbreras—. ¿Qué cojones es eso?

—Una cabeza termonuclear de cien megatones enterrada bajo el complejo —dijo con total tranquilidad Herbie.

—Oh, joder… —dijo Lumbreras.

Gant dijo:

—Seguro que la sacaron después de la caída de la Unión Soviética.

—Me temo que no —dijo Herbie—. Cuando esta base fue reconfigurada como instalación de armas químicas, se decidió que el dispositivo de autodestrucción podía seguir siendo de utilidad. Si se produjera un accidente o un virus se extendiese por toda la instalación, todo el complejo contaminado, virus incluido, podría destruirse mediante una explosión nuclear sobrecalentada.

—De acuerdo —dijo Schofield—. Entonces, si queremos marcharnos, tenemos que esperar a ese periodo ventana que sucede a cada hora, encontrar un ordenador conectado a la red central e introducir el código correcto.

—Eso es —dijo Herbie.

—¿Y bien? ¿Cuáles son los códigos?

Herbie se encogió de hombros.

—Eso no lo sé. Puedo iniciar un cierre total de la instalación si se ha producido un problema, pero no tengo autorización para desactivar el cierre. Solo los tipos de la Fuerza Aérea pueden hacerlo…

—Eh, esto, disculpen —dijo Juliet Janson— pero ¿no nos estamos olvidando de algo?

—¿Como qué? —dijo Lumbreras.

—Como el balón nuclear —dijo Janson—. El maletín del presidente. El que ha sido manipulado para que el presidente no pueda salir de aquí. Tiene que colocar la palma de su mano en el analizador del balón cada noventa minutos. Si no lo hace, las bombas de plasma de las ciudades estallarán.

—Mierda —dijo Schofield. Se había olvidado de eso. Miró su reloj.

Eran las 8:12 horas.

Todo había comenzado a las siete de la mañana. Lo que significaba que el presidente tenía que colocar su mano en el analizador del balón nuclear a las ocho y media.

Se volvió para mirar a los demás.

—¿Dónde guardan el balón nuclear?

—Russell dijo que estaría guardado en el hangar principal —dijo el presidente.

—¿Qué opinas? —le dijo Gant a Schofield.

—No creo que tengamos demasiadas opciones. Tenemos que lograr que su mano llegue hasta el balón nuclear.

—Pero no podemos estar haciéndolo todo el tiempo.

—No —dijo Schofield—. No podemos. Llegado el momento, tendremos que encontrar una solución más a largo plazo. Hasta entonces, no obstante, nos ocuparemos de las soluciones a corto plazo.

Janson dijo:

—Sería un suicidio subir al presidente. Estarán esperándonos.

—Cierto. —Schofield se puso en pie—. Razón por la que no haremos eso. Nosotros le traeremos el balón.

* * *

—Lo primero que tenemos que hacer —dijo Schofield mientras miraba a todos los allí presentes— es ocuparnos de las cámaras de seguridad. Mientras sigan funcionando, estamos jodidos. —Se volvió hacia Herbie Franklin—. ¿Dónde se encuentra la caja de conexión central de este lugar?

—En el hangar del nivel 1, creo, en la pared norte.

—De acuerdo —dijo Schofield—. Madre, Lumbreras, quiero que se encarguen de esas cámaras. Corten la electricidad si es necesario, no me importa, pero apaguen el sistema de vigilancia. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Madre.

—Y llévense al doctor Franklin con ustedes. Si miente, péguenle un tiro.

—Claro —dijo Madre mientras miraba con recelo a Herbie. Herbie tragó saliva.

—¿Qué hay del resto de nosotros? —preguntó Juliet.

Schofield se dirigió hacia la breve rampa que conducía al hueco de la plataforma elevadora de aviones.

—El resto vamos arriba a jugar un poco al balón.

—La reiniciación del sistema se ha completado…

—¿Situación? —preguntó César Russell.

Diez minutos antes, durante la segunda transmisión a través del sistema de emergencia, todo el complejo había sufrido un corte eléctrico repentino, lo que había provocado que todos los sistemas interiores se apagaran o desconectaran.

—Confirmado: el suministro eléctrico principal ha sido cortado —dijo uno de los operadores—. Estamos funcionando con el sistema eléctrico auxiliar. Todos los sistemas en funcionamiento.

—Hemos perdido la imagen por satélite. Reconfigurando contacto con el satélite en estos momentos…

Otro operador:

—Recibido. El suministro eléctrico fue desconectado en la caja de conexión del nivel 1 a las 8:00 horas exactamente por el operador 008-72…

—¿8-72? —César frunció el ceño pensativo.

—Señor, no disponemos de imágenes. Todas las cámaras se apagaron al cortarse el suministro eléctrico…

César entrecerró los ojos.

—Todas las unidades. Informen.

—Aquí Alfa —dijo la voz de Kurt Logan—. Inicien barrido de frecuencias. Cabe la posibilidad de que el enemigo se haya hecho con algunos de nuestros equipos de radio…

—Barrido de frecuencia completado —dijo el operador al mando—. Continúe, Alfa…

—Estamos en el hangar del nivel 2. Nos dirigimos al ascensor de personal para encontrarnos con ellos en el hangar principal. Seis bajas…

—Aquí unidad Bravo, estamos en el hangar principal protegiendo el balón. Sin bajas que lamentar…

—Aquí unidad Charlie. Avanzamos con la unidad Eco a la sala común del nivel 3. Tenemos dos muertos y dos heridos tras el incidente con el AWACS. Objetivos vistos por última vez en el nivel 4. Preparando asalto conjunto por los accesos del suelo y techo de los niveles 3 y 4. Situación de esas zonas…

—Charlie, Eco, aquí control. Hemos perdido todo contacto visual con la zona del laboratorio del nivel 4…

—Procedan como consideren oportuno —interrumpió César Russell—. Que sigan moviéndose. No pueden correr eternamente.

—Aquí Delta. Seguimos en el nivel 5. Sin bajas. Cuando irrumpimos por la puerta del nivel 5, los objetivos ya habían subido por la rampa de acceso al nivel 4. Inundación considerable de la zona de confinamiento del nivel 5. A la espera de órdenes…

—Delta, aquí César —dijo Russell con frialdad—. Bajen al nivel 6. Cubran las salidas de los raíles en equis.

—Afirmativo, señor…

Veinte soldados del séptimo escuadrón vestidos de negro corrían por uno de los pasillos del nivel 3. Sus botas resonaban en el suelo: los hombres de las unidades Charlie y Eco.

Llegaron a un registro estanco situado en la alfombra. Introdujeron un código y la trampilla circular se abrió con un silbido, revelando un espacio horizontal muy reducido entre el suelo del nivel 3 y el techo del nivel 4. Justo debajo de la primera trampilla había otra trampilla a presión: la entrada al nivel 4.

Uno de los soldados se dispuso a bajar.

—Control, aquí líder de la unidad Charlie —dijo Pitón Willis por el micrófono de sus auriculares—. Nos hallamos en el acceso que conduce al laboratorio de observación del nivel 4. Preparados para irrumpir desde arriba.

—¡Háganlo! —respondió la voz de César.

Pitón asintió con la cabeza al soldado.

El soldado abrió la siguiente válvula a presión y dejó que la trampilla cayera al suelo del nivel 4, a tres metros por debajo. A continuación saltó al suelo y tres soldados más bajaron tras él, con sus P-90 en ristre, listos para disparar.

Nada.

El laboratorio estaba vacío.

Entonces se oyó un ruido mecánico procedente del interior de las paredes.

Los soldados del séptimo escuadrón se volvieron al unísono.

Era el sonido de la plataforma elevadora hidráulica.

Los soldados de las unidades Charlie y Eco corrieron a la pasarela levemente inclinada que conducía desde el laboratorio de observación al hueco del elevador de aviones.

Llegaron allí justo a tiempo para ver que la parte inferior de la plataforma se alzaba por encima de ellos, en dirección al hangar principal.

Pitón Willis habló por el micro de su casco:

—Control, aquí líder de la unidad Charlie. Van a por el balón.

* * *

El enorme elevador de aviones crujía sonoramente conforme ascendía por el hueco de hormigón.

Se movía lentamente, portando consigo los restos del avión estrellado.

El avión yacía ladeado como un pájaro herido, con el morro más bajo que la sección trasera y sus alas rotas junto a él. El domo rotativo del avión, intacto, se alzaba por encima de tan lastimosa imagen.

El elevador siguió ascendiendo.

Al pasar por la entrada abierta del hangar del nivel 1, sin embargo, tres diminutas figuras saltaron rápidamente de la plataforma y echaron a correr al interior del hangar subterráneo.

Eran Madre y Lumbreras y, resollando tras ellos, Herbie Franklin.

Se dirigían a la caja de conexión central (Franklin había dicho que se hallaba en el hangar del nivel 1) para desconectar el sistema de videovigilancia de la base.

El hangar estaba vacío. Los soldados del séptimo escuadrón hacía tiempo que se habían marchado. Los dos bombarderos y el SR-71 Blackbird permanecían inmóviles, en silencio, en aquel enorme espacio, como un trío de centinelas dormitando.

Madre miró su reloj mientras bordeaba la pared izquierda del hangar.

8:20.

Diez minutos para llevarle al presidente el balón.

Conforme avanzaba pegada a la pared de hormigón, alerta ante posibles soldados enemigos, vio un compartimento en el extremo más alejado. La puerta de acero del compartimento, de unos tres metros de alto, yacía combada, parcialmente destruida.

—Oh, sí —dijo.

—¿Qué? —preguntó Herbie, detrás de ella.

—Nuestro pequeño roce con el séptimo escuadrón —dijo Madre—. Dispararon un par de Stingers: uno impactó en ese compartimento y el otro perforó unos depósitos de agua que había en el interior de la pared, junto al ascensor del personal.

—Oh —dijo Herbie.

—Veamos qué es lo que ha quedado —dijo Madre.

La plataforma elevadora ascendió hasta el hangar principal.

Los restos del AWACS aparecieron primero, alzándose por encima del borde del hueco cuadrado del elevador.

A continuación los restos de la sección trasera del fuselaje…

Seguidos del domo intacto…

Y las alas rotas…

El resto del maltrecho avión fue apareciendo lentamente y a continuación, con un sonoro bum, la plataforma se situó a ras del suelo del hangar y se detuvo.

Entonces se hizo el silencio.

El hangar principal mostraba las cicatrices de la batalla que había tenido lugar casi una hora y media antes.

El Marine One, que seguía unido a su vehículo tractor, se encontraba al oeste de la plataforma elevadora, mientras que su hermano, el Nighthawk Dos (prácticamente destrozado), y su cucaracha se hallaban en la zona norte de la plataforma, cerca del ascensor de personal.

Al este del AWACS, sin embargo, había algo totalmente nuevo: un equipo de diez soldados del séptimo escuadrón, la unidad Bravo, posicionados entre la plataforma y el edificio interior, dentro de una barricada semicircular de cajas de madera y maletas Samsonite.

En una silla situada en el centro de la barricada se hallaba un maletín de acero inoxidable abierto que mostraba una serie de luces rojas y verdes, un teclado numérico y un analizador de vidrio plano.

El balón nuclear.

El capitán Bruno Boa McConnell, el líder de la unidad Bravo, contemplaba con recelo los restos del AWACS.

El avión estaba allí, en medio del hangar, en silencio, inmóvil. Una pila enorme de chatarra.

Más silencio.

—¿Cómo va todo por ahí, Madre? —susurró la voz de Schofield por los auriculares de Madre, que había cogido prestados a uno de los agentes del servicio secreto que habían caído.

En el nivel 1, Madre estaba observando la caja de conexión eléctrica que tenía ante sí. Una parte del conmutador había quedado destruida por el impacto del misil. La otra parte era una amalgama de partes intactas y cables fundidos. En ese momento, Herbie Franklin estaba tecleando en un terminal informático que había sobrevivido al impacto.

—Un segundo —dijo Madre por el micro de la muñeca—. Poindexter[1], ¿qué es lo que pasa?

Franklin frunció el ceño.

—No tiene sentido. Alguien ya ha estado aquí, hará unos veinte minutos, a eso de las ocho en punto. Han cortado la electricidad. Toda la base está funcionando con la potencia eléctrica auxiliar…

—¿Puede desconectar las cámaras? —preguntó Madre.

—No es necesario. Se desconectaron cuando se cortó la electricidad. —Herbie se volvió para mirar a Madre—. Ya están apagadas.

En el hangar principal, las puertas del ascensor de personal se abrieron.

Kurt Logan y los otros tres supervivientes de la unidad Alfa salieron del ascensor. Se encontraron con Boa McConnell y los hombres de la unidad Bravo.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Logan.

—Nada… —respondió Boa—. Aún.

—Control, aquí líder de la unidad Charlie —dijo la voz de Pitón Willis por los altavoces de la sala de control—. No hay nadie en el nivel 4.

—Recibido, Charlie. Suban al hangar principal por el ascensor de personal. Eco, sigan abajo. César quiere que permanezcan en los niveles inferiores. Hemos perdido las cámaras y necesitamos ojos allí…

En el nivel 1, Madre pulsó el micro de la muñeca.

—Espantapájaros, aquí Madre. Cámaras apagadas. Repito: cámaras apagadas. Nos dirigimos al hueco del elevador de aviones.

—Gracias, Madre.

—De acuerdo, pongámonos en marcha —dijo Schofield mientras se volvía para mirar al presidente, a Libro II y a Juliet. Estaban en un lugar oscuro.

Miró su reloj:

8:25:59.

8:26:00.

Iba a estar muy justo.

—Zorro, Elvis, Sex Machine, a posiciones. A mi señal. Tres…

El hangar principal estaba en completo silencio.

—Dos…

El Marine One se encontraba a nueve metros de los restos del avión estrellado, reluciendo bajo la cruda iluminación artificial del hangar.

—Uno…

Los hombres de la unidad Bravo observaban con cautela el avión, con las armas en ristre y los dedos en los gatillos.

—Ahora.

Schofield pulsó el botón de una pequeña unidad portátil. Era el interruptor de detonación a distancia de las granadas de RDX que había encontrado al registrar a los soldados muertos en la sala de descompresión. El RDX aluminizado es casi seis veces más potente que el C-4, por lo que la explosión es mucho más grande y el alcance mucho mayor.

Tan pronto como pulsó el botón, la granada de RDX que había dejado en la cabina de mando del AWACS explotó, rociando el hangar de una lluvia de cristales y metralla.

Y luego todo ocurrió a la vez.

* * *

Los hombres de la unidad Bravo se tiraron al suelo para guarecerse de la explosión.

Fragmentos y restos candentes de la cabina de mando del avión sobrevolaron cerca de sus cabezas, alojándose en la barricada que los rodeaba cual dardos en una diana.

Mientras se incorporaban vieron movimiento: tres marines salían del conducto de ventilación situado bajo el Marine One.

—¡Allí! —gritó Boa.

Una de las sombras siguió corriendo y las otras dos se metieron por la escotilla del helicóptero.

Un instante después, los motores del Marine One cobraron vida.

Su pilón de cola, hasta entonces plegado, se extendió, al igual que las palas del rotor. Tan pronto como las palas del rotor se desplegaron comenzaron a girar, a pesar de que el helicóptero presidencial seguía unido al vehículo tractor.

Los soldados del séptimo escuadrón comenzaron a disparar cuando vieron que el marine que había pasado por debajo del helicóptero, Sex Machine, soltaba la cucaracha que llevaba unida a la cola y se metía en el interior de la diminuta cabina del vehículo tractor.

—Pero ¿qué coño…? —dijo Kurt Logan mientras la cucaracha se separaba del Marine One y giraba alrededor de la plataforma elevadora, en dirección a… a los hombres del séptimo escuadrón que custodiaban el balón nuclear.

—Abran fuego —le dijo Logan a Boa y a sus hombres—. Abran fuego ahora.

Eso hicieron.

Una ráfaga de disparos de los P-90 impactó en el parabrisas del vehículo, haciéndolo añicos.

En el interior de la cabina del conductor, Sex Machine se metió debajo del salpicadero. Las balas impactaron en el respaldo del asiento, haciendo que el relleno de este saliera volando en todas direcciones.

La cucaracha seguía avanzando a toda velocidad por el hangar, dando fuertes botes, recibiendo todos los impactos.

Entonces, de repente, el Marine One se alzó en el aire, dentro del hangar. El ruido ensordecedor de las palas resonó por las paredes, ahogando los demás sonidos restantes.

En el interior de la cabina, Gant estaba con los mandos mientras Elvis accionaba todos los interruptores.

—¡Elvis! ¡Los misiles! —gritó—. Y, haga lo que haga, ¡no le dé al balón!

Elvis apretó el botón de lanzamiento.

¡Shuuum!

Un misil Hellfire salió disparado del lanzamisiles dispuesto en un lateral del helicóptero presidencial, dejando tras de sí una estela de humo. El misil voló a gran velocidad hacia el edificio interno de la zona este del hangar.

El misil impactó en el centro exacto del edificio, justo encima de los soldados de la unidad Bravo que custodiaban el balón, y explotó.

La sección media del edificio estalló en una lluvia de cristales y yeso. Una parte de la sección acristalada de la planta superior cayó al suelo, detrás de los hombres de la unidad Bravo que custodiaban el balón nuclear.

Los soldados del séptimo escuadrón se pusieron a salvo de los cristales, pero al instante tuvieron que rodar por el suelo de nuevo para evitar otro peligro: la cucaracha conducida por Sex Machine, que se acercaba peligrosamente hacia ellos.

Era un completo caos.

Un pandemonio.

Tal como Schofield había planeado.

Schofield observaba todo aquel caos desde el interior del AWACS. Miró su reloj:

8:27:50.

8:27:51.

Dos minutos.

—De acuerdo, Libro. Nos toca. —Se volvió hacia Juliet y el presidente—. Permanezcan aquí hasta que hayamos comprobado el estado del balón. Si podemos cogerlo, se lo traeremos. Si no, tendrán que salir a por él.

Y, tras eso, Schofield y Libro II saltaron por el agujero de la parte trasera del AWACS y salieron al descubierto.

En ese mismo y preciso instante, una minigun Vulcan multicañón asomó por un compartimento situado bajo el morro del Marine One y comenzó a lanzar una devastadora ráfaga de miles de balas.

Los hombres del séptimo escuadrón, ya desperdigados por todas partes, se dispersaron todavía más. Algunos se tiraron tras la barricada para cubrirse mientras que otros encontraron cobijo entre los restos del AWACS y comenzaron a disparar desde allí al helicóptero presidencial.

Gant estaba sentada a los mandos del Marine One mientras las balas del enemigo arañaban el parabrisas de resina Lexan. Como el armazón del Sikorsky era blindado, había sido fabricado para resistir los impactos de misiles, así que las balas no eran un problema.

Junto a ella, Elvis estaba gritando «¡Yijaaaa!» mientras disparaba a los soldados enemigos con la minigun.

Schofield y Libro II corrieron hacia el este, esquivando con rapidez a los enemigos que custodiaban el balón nuclear.

Avanzaban conjuntamente, con las armas en ristre, disparando (por extraño que pueda parecer) a la cucaracha de Sex Machine y al Marine One.

Que estuvieran disparando a su propia gente tenía mucho que ver con el hecho de que fueran vestidos con la ropa, chalecos antibalas y máscaras antigás negras del séptimo escuadrón, uniformes ligeramente deteriorados que habían cogido a los soldados muertos en la zona de descompresión del nivel 4.

Schofield y Libro avanzaron de lado, acercándose a la barricada montada delante del balón, disparando con dureza a sus propios compañeros… si bien errando de manera deplorable.

Llegaron a la barricada y Schofield localizó inmediatamente el balón, sobre una silla.

Entonces lo vio.

—¡Mierda!

El maletín del presidente estaba sujeto a un tachón del suelo por un grueso cordón de metal. Parecía de titanio.

Hora.

8:28:59.

8:29:00.

—¡Mierda! —Schofield pulsó el micro de su muñeca—. ¡Janson! El balón está fijado al suelo. No podemos moverlo. Va a tener que sacar al presidente.

—De acuerdo —fue la respuesta.

—¡Zorro! ¡Sex Machine! ¡Necesito otros treinta segundos de caos! Después ya saben lo que tienen que hacer.

La voz de Zorro:

—¡Recibido, Espantapájaros!

Sex Machine:

—¡Recibido, jefe!

Y entonces Schofield vio a Janson y al presidente salir de la sección trasera del AWACS, también vestidos con la ropa de combate del séptimo escuadrón y blandiendo sendas pistolas, que dispararon con determinación hacia la cucaracha de Sex Machine.

Janson disparaba su SIG-Sauer con las dos manos. El presidente no era tan diestro, pero hacía todo lo que podía teniendo en cuenta que jamás había servido en el ejército.

El Marine One viró en un amplio círculo alrededor del hangar, disparando, mientras el estruendo de sus palas de rotor retumbaba en ese espacio cerrado.

El vehículo tractor de Sex Machine pasó junto a la barricada que protegía el balón y a continuación giró a la izquierda, poniendo rumbo al norte, golpeándose con algunos restos del AWACS y desapareciendo después tras él.

Desde la sala de control de la primera planta del edificio interno, César Russell observaba el caos que se había desatado bajo ellos.

Vio al helicóptero presidencial realizando temerarios movimientos en el interior del hangar, ¡en un espacio cerrado! Vio que el vehículo tractor cruzaba por entre los restos del AWACS en la plataforma elevadora.

Y vio que sus hombres, dispersados y desperdigados por todo el hangar, disparaban fuera de sí a aquellas dos amenazas, como si hubieran sido preparados para un ataque ordenado pero no para uno totalmente demente.

—¡Maldición! —rugió—. ¿Dónde está Charlie?

—Subiendo en el ascensor de personal, señor.

Y entonces, en un instante de claridad total, mientras observaba a sus hombres en el hangar, César lo vio y casi se le desencaja la mandíbula.

—No…

César observó totalmente estupefacto cómo uno de sus hombres corría hacia el balón (que, claro está, seguía custodiado por unos cuantos hombres de la unidad Bravo, todos ellos mirando al exterior), se quitaba uno de sus guantes de cuero negro y, bajo la atenta mirada de otros tres impostores vestidos como los soldados del séptimo escuadrón, colocaba su mano sobre al analizador de impresión palmar del interior del maletín.

El reloj de Schofield seguía avanzando.

8:29:31.

8:29:32.

Entre el estruendo del helicóptero y la cacofonía de disparos a su alrededor (y protegido por Schofield, Libro II y Juliet Janson), el presidente llegó hasta el balón nuclear.

Se quitó el guante, miró una última vez a su alrededor y entonces, tras acercarse al balón, colocó con total discreción su mano sobre el analizador de impresión palmar, justo cuando la pantalla de visualización del temporizador de la cuenta atrás marcaba 24 segundos.

El maletín emitió un bip y el temporizador cambió al instante de 00:00:24 a 90:00 y comenzó de nuevo la cuenta atrás.

Cuando Schofield vio que ya estaba hecho, Libro II y él se colocaron junto a Juliet y al presidente.

—Recuerden, armas en ristre y disparando —dijo. Se llevó el micro de la muñeca a la boca—. Zorro, Elvis, Sex Machine: salgan de ahí. Nos encontraremos abajo. Madre, a la plataforma. Ahora.

Madre se hallaba en la entrada que daba al enorme hangar subterráneo del nivel 1, mirando hacia el hueco del elevador.

A sesenta metros por encima de ella se divisaba la parte inferior de la plataforma de aviones, tras la cual se oían los sonidos de la batalla.

Dio al botón de llamada e inmediatamente la gigantesca plataforma elevadora se sacudió y comenzó a descender lentamente.

En el hangar principal, los restos desperdigados del AWACS, y la plataforma sobre la que se sostenían, comenzaron a desaparecer bajo el suelo.

El elevador estaba descendiendo.

Schofield, Libro II, Juliet y el presidente corrieron hacia él, disparando al Marine One mientras lo hacían, actuando como buenos soldados del séptimo escuadrón.

En la sala de control desde la que se divisaba el hangar, César cogió un micrófono.

—¡Boa! ¡Logan! ¡El presidente está allí! ¡Ha pasado entre vosotros y ha reiniciado el temporizador y ahora se dirige hacia la plataforma elevadora! ¡Por todos los demonios, lleva uno de nuestros malditos uniformes!

En el hangar principal, Kurt Logan se giró desde donde estaba y los vio, vio a cuatro soldados del séptimo escuadrón saltando a la plataforma elevadora, que descendía lentamente.

—¡La plataforma! —gritó—. ¡Unidad Bravo! ¡Reúnanse en la plataforma! ¡Alfa, eliminen ese helicóptero y acaben con esa puta cucaracha!

El Marine One estaba descendiendo de nuevo al suelo, pues ya había cumplido con su misión de distracción.

Gant aterrizó el helicóptero justo donde se lo había encontrado, sobre el conducto de ventilación dispuesto en el suelo, al oeste del hueco del elevador. Con la ayuda de Elvis, maniobró el helicóptero para que la escotilla quedara justo encima del conducto de ventilación.

Una vez el helicóptero se hubo detenido, saltó del asiento del piloto y se dirigió a la trampilla, mientras Elvis corría a la puerta izquierda trasera y la abría para que Sex Machine pudiera entrar.

Sex Machine estaba en serios apuros.

A diferencia del Marine One, su vehículo tractor Volvo no era blindado y se estaba llevando golpes y balas por todos los flancos.

Chirridos de neumáticos, impactos de balas, cristales volando en añicos por los aires…

Y en esos momentos tenía que llegar hasta el Marine One.

Su mayor problema, sin embargo, era que acababa de girar el vehículo para volver a pasar junto a los hombres del séptimo escuadrón apostados en el lado este de la plataforma cuando Schofield se había comunicado con ellos.

En esos momentos estaba al otro lado del hueco del elevador, lejos del Marine One, rumbo al norte, y ya no podía atajar por la plataforma elevadora, pues esta estaba descendiendo.

Tendría que girar de nuevo.

Más balas impactaron en su vehículo cuando tres soldados del escuadrón aparecieron justo delante de él y lo atacaron con una terrible ráfaga de fuego.

Las balas acribillaron la cabina del conductor.

Dos de las balas impactaron en el hombro izquierdo de Sex Machine, que empezó a sangrar.

Sex Machine gritó de dolor.

Otra ráfaga de disparos impactó en ambas ruedas delanteras y estas se pincharon con gran estruendo, y de repente la cucaracha estaba fuera de control, precipitándose hacia el borde del hueco del elevador y a una caída de (en ese momento) tres metros hasta la plataforma en lento descenso.

Pero, de algún modo, logró no caer. El vehículo rebotó en la esquina noreste del borde del hueco, pasando a gran velocidad junto a los hombres del séptimo escuadrón que lo habían acribillado a tiros, hasta darse de bruces con los restos del Nighthawk Dos, que seguía junto a la pared norte del hangar, unido a su vehículo tractor y con la cabina reventada. Justo donde Libro II lo había dejado hacía noventa minutos.

Elvis vio el choque desde el Marine One, vio que la cucaracha de Sex Machine se abalanzaba sobre el Nighthawk Dos hasta quedar encajada en un lateral del maltrecho helicóptero.

Y entonces vio que tres soldados corrían hacia ella.

—Oh, no —murmuró.

Mientras tanto, Schofield, Libro II, Juliet y el presidente (todavía vestidos con los uniformes negros del séptimo escuadrón) estaban librando su propia batalla.

La plataforma elevadora en descenso se había convertido en un foso rodeado por las cuatro paredes del hueco y, con los restos del AWACS desperdigados por el suelo de la plataforma, aquello parecía un laberinto de metal retorcido.

Siete miembros de la unidad Bravo avanzaban por entre los restos del avión, buscándolos, dándoles caza.

Schofield condujo a su gente al extremo este de la plataforma, encabezando la marcha, salvando los obstáculos, atento al enemigo, pero también buscando algo en el suelo, algo que había colocado antes…

Allí.

El trozo de ala rota seguía donde lo había dejado.

Schofield corrió hacia allí. Se hallaba sobre una esquina de la plataforma, entre las paredes norte y este. Con ayuda de Libro II, levantó la sección del ala. Había un agujero cuadrado de considerable tamaño en el suelo.

El agujero mediría tres metros cuadrados. Era esa parte de la plataforma que habitualmente albergaba el minielevador extraíble.

En esos momentos, la sección extraíble de la plataforma elevadora se encontraba a unos cuatro metros y medio por debajo de ellos, inmóvil, esperándolos.

Al colocar encima la sección rota del ala momentos antes, Schofield se había asegurado de que el séptimo escuadrón no supiera de la existencia de esa salida.

Era su vía de escape.

—Sex Machine, ¿sigues con vida? —gritó Elvis a su micro desde la cabina del Marine One.

—Aggh, joder… —fue la respuesta.

—¿Puedes moverte?

—Sal de aquí, tío. Estoy acabado. Me han disparado y me he roto el tobillo en el choque…

—No dejaremos a nadie atrás —dijo otra voz con firmeza por la misma frecuencia.

Era la voz de Schofield.

—Elvis, usted y Zorro salgan de ahí. Estoy más cerca, yo me encargo de Sex Machine. Sex Machine, aguante. Voy a por usted.

En la plataforma elevadora, Schofield se volvió y miró hacia arriba.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Libro II.

—Voy a por Sex Machine —dijo Schofield mientras contemplaba los restos del fuselaje del AWACS. El avión seguía inclinado hacia arriba (morro abajo, cola arriba) y la sección trasera continuaba sobresaliendo por encima del borde del suelo del hangar. Pronto desaparecería por el hueco a medida que la plataforma siguiera descendiendo.

—Lleven al presidente abajo —les dijo a Libro II y a Juliet.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Juliet.

—Voy a rescatar a mi hombre —dijo Schofield—. Nos encontraremos abajo.

Y, tras decir eso, corrió hacia el bosque de metal entrelazado que los rodeaba.

Libro II y Juliet observaron cómo se marchaba. A continuación se dispusieron a bajar al minielevador que los esperaba bajo la plataforma.

Schofield corrió.

Subió por la empinada ala izquierda del AWACS destrozado.

Llegó al extremo del ala y a continuación se valió de algunas abolladuras en el lateral del fuselaje para trepar al techo del avión. Fue entonces cuando lo vieron dos hombres de la unidad Bravo desde la plataforma.

Sus P-90 cobraron vida.

Pero Schofield no paró de moverse. Siguió corriendo, ascendiendo por el techo inclinado del avión hacia el punto donde la sección trasera del avión estaba a punto de desaparecer del campo de visión del hangar principal.

Llegó al extremo posterior del techo del avión justo cuando este quedó por debajo del borde del hueco y saltó (hacia delante, con todas sus fuerzas). Aterrizó con un golpe sordo, de cabeza, alejado de la línea de fuego, sobre el reluciente suelo de hormigón del hangar, a seis metros de la cucaracha colisionada de Sex Machine.

Alzó la vista en el preciso instante en que tres soldados del séptimo escuadrón llegaban a la puerta de la cucaracha.

Sex Machine suspiró cuando vio el cañón de un subfusil P-90 a escasos centímetros de su cara.

Los rasgos del soldado del séptimo escuadrón que sostenía el arma quedaban ocultos por la máscara antigás, que le cubría medio rostro, pero no así sus ojos. Y estos brillaban de satisfacción.

Sex Machine cerró los ojos, esperando a que llegara el final.

¡Blam!

Seguía vivo.

Confuso, abrió los ojos de nuevo, y vio a su ejecutor con solo media cabeza, balanceándose inestable sobre sus pies. A continuación, el soldado cayó a cámara lenta al suelo.

Los otros dos soldados se giraron al momento y fueron abatidos por una feroz ráfaga de disparos. Desaparecieron de su campo de visión y entonces, para completa sorpresa de Sex Machine, en su lugar vio…

A Espantapájaros.

Vestido con el uniforme negro del séptimo escuadrón.

—Vamos —dijo Schofield—. Saquémosle de aquí.

* * *

Libro II aterrizó en la cubierta antideslizante del minielevador, junto a Juliet y al presidente, a dos metros y medio de la plataforma en descenso.

Ensombrecidos bajo la plataforma principal, estaban sumidos en la oscuridad más completa.

Tan pronto como todos estuvieron en el minielevador, Juliet pulsó un botón de una pequeña consola del suelo.

El minielevador extraíble comenzó a descender rápidamente por el lateral del hueco, sobre sus propios raíles dispuestos en la pared, a mayor velocidad que la gigantesca plataforma que se hallaba encima.

Alejándose del enemigo.

Schofield se dispuso a sacar a Sex Machine de la cucaracha.

Mientras lo hacía, vio varias armas desperdigadas por la cabina de mando reventada del Nighthawk Dos: un par de MP-10, algunas granadas, una pistola semiautomática Desert Eagle del calibre 44 y, para enorme gozo de Schofield, dos armas similares a pistolas que seguían en sus fundas de cuero negro. La explosión debía de haber reventado la armería del Nighthawk Dos.

Parecían unas Tommy de tecnología puntera; cada una de ellas constaba de un cañón corto y grueso y dos empuñaduras. Del cañón del arma, sin embargo, sobresalía un gancho de cromo con una cabeza magnética.

Era el famoso Armalite MH-12 Maghook, cuyo poderoso imán le permitía adherirse a superficies metálicas verticales.

—Oh, sí —dijo Schofield mientras cogía los Maghook y le pasaba uno a Sex Machine. También cogió el subfusil MP-10 y la Desert Eagle, que se metió tras el cinturón…

¡Ting!

En ese momento, las puertas del ascensor de personal se abrieron de repente…

¡Y de este salieron diez hombres del séptimo escuadrón fuertemente armados!

Pitón Willis y los hombres de la unidad Charlie.

A Pitón casi se le salen los ojos de sus órbitas al ver a Schofield tan cerca y vestido como ellos.

Sus hombres alzaron los P-90 al instante.

—Oh, mierda —dijo Schofield mientras metía de nuevo a Sex Machine en la cabina del conductor del vehículo y él también se encaramaba al interior cuando una ráfaga de disparos impactó en el armazón de la cucaracha.

Schofield metió la marcha atrás, rogando a Dios que siguiera funcionando, y pisó a fondo el acelerador.

La cucaracha chirrió y de sus neumáticos posteriores comenzó a salir humo. El vehículo salió disparado hacia atrás, separándose de los restos del Nighthawk Dos, levantando chispas del suelo.

La cucaracha siguió avanzando apresurada por el suelo del hangar, marcha atrás, y por poco no cayó por el hueco del elevador mientras se dirigía como un bólido hacia la barricada abandonada al este del hueco de la plataforma.

Schofield se volvió sobre su asiento mientras conducía y vio que la barricada se acercaba hacia ellos un segundo demasiado tarde.

Pisó el freno y el vehículo de tres toneladas dio un giro de ciento ochenta grados. El extremo delantero giró como un bate de béisbol y se llevó por delante la barricada. Las cajas y las maletas Samsonite salieron despedidas por el aire.

La cucaracha se detuvo.

En la cabina del conductor, Schofield se tambaleó hacia delante. Cuando levantó la vista para ver dónde se encontraba, se sorprendió al ver que, justo junto a su puerta, a menos de medio metro, se hallaba la silla sobre la que descansaba el maletín del presidente: el balón nuclear.

Joder.

El asa del maletín seguía unida al suelo por el cordón de titanio pero, como el presidente había logrado reiniciar la cuenta atrás de noventa minutos, los soldados del séptimo escuadrón lo habían dejado abandonado, dando por sentado que el único objetivo del presidente era salir de allí.

Y ahí, pues, estaba el balón nuclear, solo, sin vigilancia alguna.

Schofield vio la oportunidad y la aprovechó.

Salió de la cabina del conductor y se deslizó por el suelo hasta el balón.

Los hombres de la unidad Charlie estaban disparando desde el otro lado del hangar con sus armas en ristre, descargando miles de balas por minuto sobre la maltrecha cucaracha.

Parapetado tras el vehículo tractor, Schofield sacó uno de los diminutos revientacerrojos del séptimo escuadrón, lo colocó en el tachón que fijaba el balón al suelo, pulsó el botón y se apartó.

Uno…

Dos…

Tres…

La explosión fue breve y brusca.

Con un sonoro crujido, el tachón se soltó del suelo y, de repente, el balón (y el cordón de titanio, aún unido a él) quedó libre.

Schofield lo cogió y se metió de nuevo en la cabina del conductor, en el mismo y preciso momento en que llegaba el primero de los soldados del escuadrón.

Dos de ellos saltaron a la parte trasera de la cucaracha, aterrizando sobre esta en el mismo instante en que Schofield pisaba el acelerador. La cucaracha aceleró y tan brusco movimiento hizo que uno de los soldados se cayera del vehículo tractor.

El segundo soldado tuvo mejores reflejos. Soltó el P-90 para disponer de otra mano con la que agarrarse y logró asirse al techo del vehículo.

Schofield giró el vehículo y las ruedas chirriaron y el motor rugió. Y todo ello con un pasajero extra.

Vio el Marine One delante, al oeste del hueco del elevador. Sus palas seguían girando.

Allí era adonde quería ir. Llegar al Marine One, meterse en él y salir por la escotilla del suelo para escapar por el conducto de ventilación situado justo debajo.

Pero sus esperanzas se esfumaron cuando vio a los tres hombres de la unidad Alfa aparecer al otro lado del helicóptero presidencial con sus armas en ristre.

Listos para disparar.

Pero, por algún motivo, no abrieron fuego.

¿Por qué no dispa…?

Con sorprendente rapidez, la ventana trasera de la cabina del conductor (justo detrás de la cabeza de Schofield) estalló en añicos y un par de manos enguantadas aparecieron a ambos lados de la cabeza de Schofield, una de ellas blandiendo un cuchillo.

Era el soldado de la parte trasera de la cucaracha. Con la cabeza por encima de la cabina del conductor, estaba intentando ahogar a Schofield.

Por acto reflejo, Schofield cogió la mano del soldado que blandía el cuchillo mientras la otra mano se agarraba frenéticamente a su rostro.

Seguían yendo hacia el Marine One y la cucaracha (con las dos ruedas delanteras pinchadas y su conductor luchando por su vida) avanzaba temerariamente por el hangar.

Schofield, que seguía forcejeando con el soldado, vio el Marine One delante de ellos, vio el rotor de cola girando a gran velocidad, un círculo borroso y en movimiento a unos dos metros del suelo, unos centímetros por encima del techo de la cucaracha.

No había un instante que perder.

Schofield hizo que la cucaracha derrapara y esta comenzó a colear en zigzag, metiéndose debajo del rotor de cola del Marine One, de manera tal que sus hélices casi rozaron el techo del vehículo.

Entonces oyó el grito de terror del soldado y, de repente, el grito se apagó cuando el rotor de cola le seccionó la cabeza y una impactante cascada de sangre comenzó a caer desde el techo de la cabina del conductor.

Los tres hombres de la unidad Alfa situados junto al Marine One corrieron a ponerse a cubierto al ver a la cucaracha pasar a gran velocidad bajo el pilón de cola del helicóptero presidencial.

El vehículo tractor salió derrapando por el otro lado y se detuvo. En esos momentos estaba mirando hacia el hueco del elevador.

Schofield vio el abismal hueco ante él, con su enorme plataforma hidráulica en el interior, que proseguía con su descenso; vio el domo del AWACS a unos tres metros por debajo de la línea del suelo.

Encendió el motor.

Sex Machine vio lo que estaba pensando.

—Está loco, capitán.

—Si funciona… —dijo Schofield—. Agárrese.

Pisó el acelerador.

El vehículo salió disparado, las ruedas chirriaron con gran estruendo, y se precipitó hacia el hueco.

La velocidad lo es todo, pensó Schofield mientras conducía. Necesitaba la suficiente velocidad para que la cucaracha alcanzara el…

La cucaracha corrió hacia el borde.

Las balas rebotaban y estallaban a su alrededor.

Pero Schofield no se inmutó.

Entonces la cucaracha llegó al borde del hueco de la plataforma y se precipitó por el aire.

* * *

La cucaracha planeó, con el morro en alto y sus ruedas girando sin cesar.

Entonces, mientras caía, el parachoques delantero comenzó a flaquear y el vehículo recuperó la apariencia de un gigante de tres toneladas de acero que no había sido fabricado para volar.

Por ese entonces, la plataforma elevadora había descendido más de nueve metros, pero el cuerpo del AWACS (y su domo intacto) reducían la caía del vehículo a unos tres.

La cucaracha aterrizó justo encima del domo (inclinado hacia abajo) del avión.

El domo, con base de titanio y muy rígido, resistió con valor el embiste descendente del vehículo.

No así sus puntales de sujeción.

Se combaron al instante, como ramitas de un árbol, al igual que el fuselaje del avión.

El fuselaje cilíndrico del AWACS se arrugó como solo el aluminio puede hacer bajo el peso de un vehículo tractor en caída, amortiguando de manera eficaz el descenso de la cucaracha.

El domo se hundió en el fuselaje, creando una especie de rampa que permitió a la cucaracha de Schofield deslizarse desde el otro lado del avión hasta detenerse en lo que quedaba de su ala izquierda.

Schofield y Sex Machine fueron zarandeados como muñecas de trapo mientras la cucaracha botaba y rebotaba y descendía a velocidad vertiginosa.

Pero Schofield logró de algún modo pisar el freno y la cucaracha derrapó y giró antes de detenerse forzosamente contra la pared más alejada, justo junto a la abertura cuadrada que por lo general albergaba el minielevador extraíble.

Schofield ya estaba en marcha cuando la cucaracha se detuvo. Estaba ayudando a Sex Machine a salir de la cabina del conductor justo cuando el primero de los soldados del séptimo escuadrón salió de entre el bosque de metal retorcido y abrió fuego contra ellos.

Pero sus balas fueron demasiado lentas.

Lo único que pudieron hacer fue contemplar estupefactos cómo Schofield le pasaba a Sex Machine el balón nuclear, colocaba los brazos del hombre herido sobre sus hombros y, sin pestañear siquiera, saltaba con él por la abertura de la plataforma, desapareciendo en la oscuridad.

Como paracaidistas en caída libre, Schofield y Sex Machine cayeron por el hueco de la plataforma, empequeñecidos por el inmenso tamaño de esta.

Tal como le había ordenado Schofield, Sex Machine se agarró a sus hombros con toda la fuerza que pudo, sujetando a su vez el balón nuclear. Eso no impidió que no dejara de gritar durante todo el descenso.

La pared de hormigón gris se sucedía junto a ellos a gran velocidad a medida que caían por el lateral del hueco.

Mientras caía, Schofield bajó la vista y vio un cuadrado de luz procedente del hangar del nivel 1 que iluminaba el minielevador allí estacionado, a unos sesenta metros.

Desenfundó su recién adquirido Maghook.

No podía disparar el gancho a la parte inferior de la plataforma principal. Los cables de los Maghook solo medían cuarenta y cinco metros. No era lo suficientemente largo.

No. Tendría que esperar a que hubieran caído quince metros, y entonces…

Mientras caían, Schofield metió el gancho en un soporte de metal que sobresalía de la grasienta pared de hormigón. El soporte protegía una serie de gruesos cables que recorrían el largo de la pared.

Con el Maghook sujeto al soporte, Schofield y Sex Machine siguieron cayendo. El cable se iba desenrollando a la misma velocidad, bamboleándose en el aire.

La cubierta del minielevador se acercaba a ellos a tremenda velocidad.

Rápido, más rápido, cada vez más…

Sacudida.

Y entonces se detuvieron, a menos de un metro por encima de la cubierta del minielevador, delante de la enorme entrada que conducía al hangar del nivel 1.

Schofield soltó el botón negro de la empuñadura delantera del Maghook (un gatillo que frenaba el mecanismo que desenrollaba el cable). Justo a tiempo. Sex Machine y él descendieron a continuación el metro restante.

Sus botas tocaron el suelo. Se giraron y vieron que tenían compañía.

Delante de ellos, en el interior de las puertas del hangar, estaban Libro II, Juliet y el presidente. Con ellos estaban Madre, Lumbreras y el científico, Herbie Franklin.

—Como alguien quiera hacerse el gracioso y diga eso de «Decidí dejarme caer por aquí», yo misma le rajo el cuello —dijo Madre.

—Tenemos que seguir moviéndonos —dijo Schofield mientras enrollaba el cable de su Maghook. El elevador seguía descendiendo con su carga de soldados del séptimo escuadrón.

El grupo de Schofield se dirigió hacia la rampa de vehículos situada en el extremo más alejado del hangar subterráneo. Libro II y Madre llevaban a Sex Machine.

Juliet Janson se colocó junto a Schofield.

—¿Y ahora qué?

—Tenemos al presidente —dijo—, y tenemos el balón nuclear. Puesto que el balón era lo único que retenía aquí al presidente, yo digo que nos marchemos de la fiesta. Eso implica encontrar un terminal en red. Usamos el ordenador para abrir una salida durante el siguiente periodo ventana y luego salimos de aquí.

—Doctor Franklin… —Se volvió mientras comenzaban a descender por la rampa de acceso de vehículos en espiral—. ¿Dónde está el ordenador de seguridad más cercano? Algo que nos permita abrir una salida durante el siguiente periodo ventana.

Herbie dijo:

—Hay dos en este nivel: uno en el despacho del hangar y el otro en la caja de conexión.

—Aquí no —dijo Schofield—. Llegarán en cualquier momento.

—Entonces el más cercano se encuentra en el nivel 4, en el área de descompresión.

—Entonces allí nos dirigiremos.

Una voz de mujer se oyó por los auriculares de Schofield mientras seguían avanzando:

—Espantapájaros, aquí Zorro. Estamos en la base del conducto de ventilación. ¿Qué quieres que hagamos?

—¿Podéis atajar por la base del hueco del elevador de aviones?

—Sí, creo que sí.

—Entonces nos encontraremos en el laboratorio del nivel 4 —dijo Schofield por el micro de su muñeca.

—Recibido. Oh, y Espantapájaros, esto… tenemos un par de pasajeros nuevos.

—Genial —dijo Schofield—. Nos vemos pronto.

Bajaron corriendo la rampa de vehículos hasta el nivel 2, donde llegaron a una abertura en el suelo por la que se accedía al hueco de la escalera de emergencia. Los ocho bajaron apresuradamente las escaleras hasta llegar a la puerta de incendios que conducía al área de descompresión del nivel 4.

Lumbreras probó a abrir la puerta.

Se abrió con facilidad.

Schofield se preocupó. Esa era una de las puertas que habían cerrado e inutilizado antes. Ahora estaba abierta. Les hizo un gesto con la mano: «Cuidado».

Lumbreras asintió.

Abrió la puerta rápidamente y en silencio. Libro II y Madre entraron con sus M-16 y P-90 firmemente asidos.

No fue necesario disparar.

Salvo por los cadáveres del suelo (del previo encuentro con el séptimo escuadrón), el área de descompresión estaba vacía.

Juliet y el presidente entraron después, sorteando los cuerpos. Schofield a continuación, con Sex Machine sobre el hombro.

Había dos terminales informáticos en la pared, parcialmente ocultos tras las cámaras de pruebas que se asemejaban a cabinas telefónicas.

—Doctor Franklin, escoja un terminal —dijo Schofield—. Lumbreras, vaya con él. Averigüen qué tenemos que hacer para salir de esta ratonera. Libro, llévese a Sex Machine. Madre, hay que buscar un botiquín de primeros auxilios en el laboratorio contiguo.

Madre se dirigió a la puerta que daba al otro lado del nivel.

Libro II levantó del suelo al dolorido Sex Machine y a continuación fue a cerrar la puerta tras ellos.

—Pero ¿qué…? —dijo mientras miraba la puerta.

Schofield se acercó.

—¿Qué ocurre?

—Mire el cerrojo.

Schofield lo hizo.

El mecanismo de cierre de la puerta, un pestillo rectangular, estaba roto.

Un corte limpio.

Perfecto.

Tanto que solo podría haberse realizado con alguna especie de láser…

Schofield frunció el ceño.

Alguien había estado allí desde la batalla.

—Espantapájaros —dijo una voz.

Era Madre.

Estaba en la entrada que daba a la parte oeste del nivel 4. Junto a ella se encontraba Libby Gant, que había aparecido al otro lado del nivel.

—Espantapájaros, será mejor que veas esto —dijo Madre.

Schofield fue hasta la puerta dispuesta en la pared blanca que dividía el nivel 4.

Cuando llegó junto a Madre y Gant, miró el pestillo de la puerta. También había sido cortado con un dispositivo de corte láser.

—¿De qué se trata? —dijo.

Alzó la vista y se sorprendió al ver, junto a Gant, al coronel Acero Hagerty y a Nicholas Tate III, el asesor de política nacional del presidente. Los nuevos pasajeros de Gant.

Gant señaló con el pulgar al área que tenía a su espalda, al lugar que albergaba el cubo de vidrio.

Schofield miró hacia allí…

Y se le heló la sangre.

Parecía como si una bomba hubiera impactado en el cubo.

Sus paredes estaban rotas, hechas añicos, conformando distintos ángulos. Secciones enteras de vidrio habían caído al dormitorio, exponiendo la habitación al aire exterior. Había juguetes desperdigados por todas partes. El colorido mobiliario estaba vuelto del revés y descolocado.

Y ni rastro del niño, de Kevin.

—Al parecer también han cogido bastantes cosas del laboratorio —dijo Gant—. Está totalmente saqueado.

Schofield se mordió el labio pensativo mientras contemplaba la escena.

No quería decirlo. Ni siquiera quería pensar en ello. Pero no podía negarlo.

—Hay alguien más aquí con nosotros —dijo.

* * *

La lengua era afrikáans.

El idioma oficial del régimen del apartheid que gobernó en Sudáfrica hasta 1994 pero que en la actualidad, y por motivos obvios, ya no era el idioma oficial del país.

Tras consultar a los dos expertos en lenguas africanas de la agencia de Inteligencia, Dave Fairfax tenía todas las conversaciones grabadas traducidas y listas para ser presentadas a su superior, el director de la agencia. Miró la transcripción de nuevo y sonrió:

COM-SAT SEGURA E/13A-2

DIA-DIVESPACIAL-PENT-DC

OPERADOR: TI 6-009

ORIGEN: FA EE. UU.-AS(R) 07

Imagen

—Todo esto es una mierda muy seria, amigo —dijo uno de los expertos en lenguas africanas mientras se ponía la chaqueta para marcharse. Era un tipo menudo y agradable que se llamaba Lew Alvy—. Joder, Recces. Die Organisasie. Por Dios santo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Fairfax—. ¿De qué se trata?

—Los Recces —dijo— son la peor calaña de las fuerzas de élite. Son la unidad de reconocimiento del ejército sudafricano. Antes de la llegada de Mandela, era el batallón de asesinos de élite del régimen del apartheid. Especialistas en ataques fronterizos, objetivos protegidos (líderes de la resistencia negra por norma general), adiestrados para ser como fantasmas. Nunca dejaban rastro alguno de su presencia, pero se sabía que habían estado allí porque todos los cadáveres tenían el cuello cortado.

Y eran duros esos cabrones. Oí en una ocasión que una unidad de Recces tendió una emboscada en Zimbabue. Durante diecinueve días estuvieron sin moverse, ocultos en el Veld bajo lonas especiales deflectoras del calor hasta la llegada de su objetivo. El objetivo llegó, pensando que la zona era segura y ¡bum!, lo trincaron. Hay quien dice que en la década de los ochenta incorporaron mercenarios angoleños a sus filas, pero la cuestión dejó de tener trascendencia cuando Mandela llegó al poder en 1994 y la unidad fue desmantelada a tenor de sus anteriores misiones. De repente todos ellos se convirtieron en mercenarios, mercenarios cotizados.

—¡Joder! —dijo Fairfax—. ¿Y Die Organisasie? ¿Qué es eso?

Alvy dijo:

—Mitad leyenda, mitad realidad. Nadie está muy seguro. Pero el MI6 tiene documentación sobre ellos, al igual que la CIA. Se trata de una organización clandestina de sudafricanos blancos en el exilio que conspiran de manera activa para lograr la caída del Gobierno del Congreso Nacional Africano con la esperanza de que regresen los viejos tiempos a Sudáfrica. Son unos hijos de puta muy ricos, ricos y racistas. También se los conoce como la «Tercera fuerza» o la «Telaraña». Hasta la Interpol la clasificó el año pasado como organización terrorista en activo.

Fairfax frunció el ceño cuando Alvy se marchó.

¿Qué podría querer de una base de la Fuerza Aérea estadounidense perdida en medio de la nada una unidad de las fuerzas de élite y una acaudalada organización de extrema derecha sudafricanas?

* * *

Como era de esperar, Acero Hagerty y Nicholas Tate fueron directos al presidente. Elvis, por su parte, fue corriendo hacia donde se encontraba su compañero herido, Sex Machine.

Schofield estaba en el centro del área de descompresión del nivel 4 junto a Gant. Gant señaló hacia Hagerty y Tate.

—Los encontramos en el interior del Marine One, en la vaina de escape presidencial. Escondidos.

—Él asumirá el mando —dijo Schofield.

Es el oficial de mayor rango —dijo Gant—. Jamás ha estado en combate. —Mierda.

A pocos metros a su izquierda, junto a las cámaras de pruebas, Lumbreras y Herbie Franklin estaban sentados delante de un terminal informático. Schofield se colocó detrás de ellos.

—Bueno, ¿y bien?

—Esto es muy extraño —dijo Herbie—. Miren aquí. —Señaló la pantalla. Decía:

A. E. (R) A-07

REGISTRO ACCESO SEGURIDAD

3 JULIO7-3-010229027

Imagen

Imagen

—Vale —dijo Herbie—. Todo es correcto al principio. Comprobaciones estándares del sistema por parte de un operador local. Probablemente uno de los operadores de la sala de control del hangar principal. Entonces se produce el cierre a las 6:58, tecleado por el operador 105-02. Es alguien importante. El prefijo 105 indica un coronel o superior. Probablemente el coronel Harper.

»Pero entonces, a las 7:37, algo ocurre en el nivel 1. En ese momento casi la mitad del suministro eléctrico auxiliar del complejo se funde.

—Un misil impactó en la caja de conexión —dijo Schofield, recordando la batalla con los Avenger en el hangar subterráneo del nivel 1. Lo dijo tan tranquilo, como si esas cosas pasaran todos los días.

—Eh… Vale —dijo Herbie—. Eso podría explicarlo. Esa caja de conexión albergaba los generadores auxiliares. La desafortunada consecuencia de ello, sin embargo, sucede aquí. —Señaló otra línea:

Imagen

—Alguien apagó el suministro principal —dijo Herbie—. Esa es la razón por la que no pude desactivar las cámaras antes. ¿Ven esto? Pueden ver mi entrada a las 8:21. Soy el operador 008-92. El problema es que alguien más, el operador 008-72, ya había apagado las cámaras al desconectar el suministro principal. Tan pronto como alguien desconecta el suministro principal, el sistema cambia al auxiliar, pero ahora, debido al impacto del misil, este sitio solo dispone de la mitad de la electricidad auxiliar restante, que, como pueden ver, se está agotando con rapidez.

Pero… cuando el sistema auxiliar entra en acción, el sistema desconecta todos los sistemas secundarios no esenciales que puedan gastar energía, tales como un exceso de iluminación y la red de cámaras de seguridad. Ese es el protocolo de consumo mínimo que se menciona todo el rato.

—Así que, el cortar la energía, apagó las cámaras… —dijo Schofield pensando en voz alta.

—Sí.

—No quería que lo vieran…

—Más que eso —dijo Herbie—. Miren lo que hizo a continuación. Metió tres códigos de apertura: uno a las 8:01 y dos a las 8:04, abriendo así tres puertas de salida.

—El periodo ventana de cinco minutos —dijo Schofield.

—Exacto.

—¿Y bien? ¿Qué puertas abrió?

—Un segundo, lo averiguaré. —Herbie comenzó a teclear—. La primera fue la 003-C. —Apareció un esquema del complejo de la base en su pantalla—. Aquí está. El conducto de salida de emergencia.

—¿Y las otras dos?

—La 062-0 y la 100-0… —dijo Herbie en voz alta mientras escudriñaba la pantalla—. 062-0 significa puerta sesenta y dos/oeste. Pero entonces eso significa que se encuentra en…

—¿Qué? —dijo Schofield.

Herbie dijo:

—La 62-Oeste es la puerta a prueba de explosiones que sella el túnel oeste del nivel 6.

—¿Y la otra? ¿La l00-Oeste?

—Es donde termina el túnel de raíles en equis, junto al lago Powell, a unos sesenta y cinco kilómetros al oeste de aquí. La l00-Oeste es la puerta de seguridad que conduce hasta el lago.

Lumbreras preguntó:

—¿Por qué abriría esas tres puertas?

—Abres el conducto de la salida de emergencia para que entren tus compañeros. Para que te ayuden a robar el botín —dijo Schofield.

—¿Y las otras dos?

—Para que todos ellos puedan salir.

—Entonces, ¿para qué cortar el suministro? —preguntó Gant.

—Para desactivarlas las cámaras de seguridad —dijo Schofield—. Quienquiera que hiciera esto no quería que los de la Fuerza Aérea lo vieran.

—¿Lo vieran haciendo qué? —dijo Lumbreras.

Schofield y Gant se miraron.

—Llevándose al niño —dijo.

—Rápido —le dijo Schofield a Herbie—. ¿Puede averiguar a quién pertenece el número de operador 008-72?

—Claro. —Herbie comenzó a teclear con rapidez.

Instantes después, dijo:

—Lo tengo.

Apareció una lista en la pantalla. Schofield la leyó hasta que encontró lo que estaba buscando:

008-72 BOTHA, Gunther W.

—¿Quién es Gunther Botha? —preguntó Schofield.

—Hijo de puta —dijo una voz a sus espaldas.

Era el presidente. Se colocó detrás de Schofield.

—Botha —espetó—. Tenía que haberlo sabido.

—Es un científico sudafricano. Estaba trabajando aquí, en la vacuna —dijo el presidente—. Cría cuervos y te sacarán los ojos.

—¿Por qué querría llevarse al niño?

—El sinovirus mata tanto a la gente blanca como a la negra, capitán —dijo el presidente—. Solo la gente de origen asiático está a salvo. Ese niño, sin embargo, ha sido genéticamente modificado para ser una vacuna universal, tanto para negros como para blancos. Pero, si solo se le proporcionara la vacuna a los blancos, entonces solamente ellos sobrevivirían a un brote del sinovirus. Y si Botha está trabajando para quien creo…

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —dijo Herbie.

—Ir a por el niño —dijo Schofield al instante—. Y…

—No, no lo hará, capitán —dijo Acero Hagerty, apareciendo de repente tras Schofield—. Se quedará aquí y protegerá al presidente.

—Pero…

—En caso de que no haya estado prestando atención, si el presidente muere, también Estados Unidos. El niño puede esperar. Creo que es el momento de que tenga claras sus prioridades, capitán Schofield.

—Pero no podemos dejarlo…

—Sí, podemos y, sí, lo haremos —dijo Hagerty. Su rostro enrojecía por momentos—. Por si lo ha olvidado, capitán, soy su superior y me debe obediencia. El Gobierno de Estados Unidos me paga para que piense por usted.

Así que esto es lo que va a pensar: su país es más importante que la vida de un niño.

Schofield no movió un músculo.

—No querría vivir en un país que permite que un niño muera.

Los ojos de Hagerty refulgieron.

—No. De ahora en adelante, hará lo que yo le diga, como yo le diga y cuando yo le diga…

El propio presidente estaba a punto de interferir cuando Schofield dio un paso adelante, colocándose justo delante de Hagerty.

—No, señor —dijo con firmeza—. No seguiré sus órdenes. Porque si hubiera esperado a que terminara de decir lo que iba a decir antes, me habría oído decir: «Vamos tras el niño y nos llevamos al presidente con nosotros». Por si no ha estado prestando atención, ese Botha y quienquiera que estuviera con él han abierto una salida. ¡Nos han proporcionado una manera de salir de aquí!

Hagerty se calló. Apretó fuertemente la mandíbula.

—Ahora, si no le importa —dijo Schofield—, y si nadie tiene una idea mejor, ¿qué tal si salimos de este lugar infernal?

* * *

En la sala de control que dominaba el hangar principal, los cuatro operadores de radiocomunicaciones de César Russell trabajaban a destajo.

—El suministro principal ha caído, las cámaras no funcionan. Todos los sistemas operan con el suministro eléctrico auxiliar…

—Señor, alguien ha introducido los códigos de apertura. La puerta oeste del nivel 6 ha sido abierta…

—¿Quién? —preguntó Russell de forma harto significativa.

El operador frunció el ceño.

—Todo apunta a que ha sido el profesor Botha, señor.

—Botha —dijo con calma César—. Qué predecible.

—Señor —dijo otro operador—, hay movimiento en el sistema de raíles en equis. Alguien se dirige por el oeste hacia los cañones…

—Oh, Gunther. No has podido contenerte, ¿verdad? Estás intentando quedarte con el niño. —César sonrió levemente—. ¿Tiempo estimado de llegada del tren al lago?

—Vía de sesenta y cinco kilómetros a doscientos setenta y cinco kilómetros por hora. Unos catorce minutos, señor.

—Que Bravo baje al nivel 6 para ir tras Botha. A continuación abra la puerta superior para que Charlie salga con los AH-77 y le corte el paso en el lago. Lo acorralaremos por delante y por detrás. Ahora en marcha. Aunque Gunther no lo sepa, necesitamos a ese niño. Todo esto no habrá servido de nada sin él.

Schofield, Madre, Gant y Libro II bajaron apresuradamente las escaleras de incendios.

Schofield corría con la Desert Eagle por delante de él. El balón colgaba de su cintura, pues había sujetado el asa del maletín a un gancho del uniforme de combate del séptimo escuadrón.

Tras ellos iban el presidente y Juliet, Herbie el científico, Acero Hagerty y Nicholas Tate. Cerrando la comitiva se hallaban Elvis y Lumbreras, que llevaban entre los dos a Sex Machine.

Llegaron a la puerta de acceso al nivel 6. El cuerpo destrozado y ensangrentado de Frank Cutler yacía aún en el suelo junto a la puerta.

—Tenga cuidado —le dijo Juliet a Schofield cuando este puso la mano en el pomo—. Aquí es donde nos cogieron antes. Schofield asintió.

Entonces, rápida y silenciosamente, abrió la puerta y se puso a cubierto. Ningún sonido. Ni disparos.

—¡Joder! —dijo Madre cuando se asomó por la puerta.

* * *

La plataforma elevadora de aviones seguía descendiendo.

Sobre ella, entre trozos y restos del AWACS, se encontraban los diez hombres de la unidad Bravo. Estaban descendiendo por el complejo en dirección al nivel 6, tras Gunther Botha y el niño.

La plataforma proseguía con su descenso por el hueco del elevador y las paredes sucias y grises de hormigón se sucedían ante la mirada de los hombres de la unidad Bravo.

Pasaron el nivel 3 y siguieron descendiendo hasta el 4, y luego…

¡La plataforma elevadora se sumergió en el agua!

Al llegar al nivel 5, el nivel de las jaulas y celdas, la plataforma se precipitó a la enorme cantidad de agua que se había acumulado en la base. Varias toneladas de agua cubrieron la plataforma, deslizándose por entre los restos del maltrecho avión.

—¡Maldición! —exclamó Boa McConnell, el líder de la unidad Bravo, cuando el agua le llegó a la cintura.

Se dispuso a hablar por el micro de su radio.

—La unidad Bravo informa de una importante inundación en el nivel 5. Está comenzando a llenar el hueco del elevador principal. Únicos accesos al nivel 6 por las escaleras de incendio del extremo este o el conducto de ventilación al oeste. Nos dirigimos al conducto de ventilación…

—Señor, estamos recibiendo la imagen por satélite del conducto de salida de emergencia…

Una hoja de papel brillante salió por una impresora cercana. El operador la cortó y comprobó el código de tiempo en la parte superior.

—Es de hace diez minutos. Está entrando una nueva… pero ¿qué coño?

—¿Qué ocurre? —dijo César Russell, quitándole la hoja de las manos del operador. Russell recordaba el objeto de las imágenes por satélite: las veinticuatro manchas que había captado el satélite por infrarrojos antes, las que habían estado dispuestas en un amplio círculo alrededor del conducto de salida de emergencia.

César entrecerró los ojos.

La imagen por satélite mostraba algunas de las «manchas» con gran claridad. No eran manchas.

Eran botas de combate, sobresaliendo por debajo de ropas deflectoras del calor.

El segundo escaneo del satélite comenzó a imprimirse. César lo cogió. Era más reciente que el primero. De hacía solo un minuto.

Mostraba la misma imagen del primer escaneo: el conducto de la salida de emergencia y el terreno desértico de alrededor.

Solo que las botas de combate que rodeaban el conducto ya no se veían.

Habían desaparecido.

—Mmm, muy astuto, Gunther —dijo César—. Te has traído a los Recces.

* * *

Había cadáveres por todas partes.

Dios santo, pensó Schofield, parece que se hubiera librado una guerra aquí abajo.

No estaba muy alejado de la realidad.

El nivel 6 parecía una estación subterránea, con una plataforma central de hormigón elevada y flanqueada a ambos lados por vías de tren. Al igual que las estaciones de tren normales y corrientes, a ambos lados había un par de túneles que desaparecían en la oscuridad. A diferencia de estas, sin embargo, tres de cuatro de esos túneles estaban cerrados por puertas blindadas de acero gris.

En la plataforma central había nueve cuerpos, todos vestidos con traje.

Los nueve miembros del primer equipo de avanzada del servicio secreto.

Sus cuerpos yacían en todos los ángulos imaginables, bañados en sangre, con sus trajes hechos jirones por el impacto de incontables balas.

Tras ellos, sin embargo, había más cuerpos, diez en total, todos vestidos con ropa de combate negra.

Hombres del séptimo escuadrón.

Todos muertos.

Tres de ellos yacían sobre la plataforma con los brazos y piernas extendidos y enormes socavones en el pecho. Heridas de salida. Todo apuntaba a que habían sido disparados por la espalda mientras subían a la plataforma desde la vía derecha. Sus cajas torácicas habían estallado a causa de la repentina expansión gaseosa de las balas con punta hueca que los habían alcanzado.

Más hombres del séptimo escuadrón yacían en la vía, con diferentes grados de desangramiento. Schofield vio que tres de ellos tenían agujeros de bala muy precisos en la frente.

Cuatro de los soldados del séptimo escuadrón, sin embargo, no habían sido disparados.

Se hallaban junto a una puerta de acero, en la pared de la vía que quedaba a mano derecha: la entrada al conducto de la salida de emergencia.

Les habían rebanado el cuello de oreja a oreja.

Ellos fueron los primeros en morir, pensó Schofield, cuando sus agresores salieron por el conducto, a sus espaldas.

Schofield se apartó de la puerta y se dirigió hacia la plataforma.

La estación subterránea estaba vacía.

Y fue entonces cuando las vio.

Se hallaban a ambos lados de la plataforma central, una a cada lado: locomotoras de raíles en equis.

—Uau —acertó a decir.

Los sistemas de raíles en equis son sistemas ferroviarios subterráneos de alta velocidad empleados por el ejército estadounidense para el transporte y entrega de equipamiento. Las locomotoras de raíles en equis (o «automotores», nombre por el que se conocen) se mueven con tal rapidez que necesitan cuatro vías férreas para mantener su equilibrio y estabilidad: dos en el suelo y dos en el techo, por encima del automotor.

Los automotores en equis que Schofield estaba contemplando irradiaban potencia y velocidad.

Medían dieciocho metros de largo (casi como un vagón de metro normal), pero sus aerodinámicas curvas y apuntado morro habían sido claramente diseñados para un único propósito: cortar el aire a gran velocidad.

El diseño de esos trenes se basaba en el tren más rápido y famoso del mundo: el tren bala japonés. Morro inclinado, laterales aerodinámicos… incluso se habían añadido un par de alas en configuración canard para lograr una velocidad sin tregua.

El tren de raíles en equis situado a la izquierda de Schofield constaba de dos vagones conectados por una especie de pasillo en forma de acordeón. Los dos automotores estaban posicionados espalda con espalda y sus morros apuntaban en direcciones opuestas. Los dos eran de un blanco refulgente, lo que hacía que se asemejaran a un par de transbordadores espaciales conectados por la cola.

Sin embargo, hasta que Schofield no vio los puntales no supo por qué el sistema se llamaba «raíles en equis».

De los extremos delanteros y posteriores de cada automotor, extendidos hacia atrás como las alas de un ave en vuelo, había cuatro puntales alargados que vistos desde delante se asemejaban a una equis. Los puntales inferiores llegaban hasta las vías bajo el automotor, mientras que los superiores llegaban a un par de vías idénticas dispuestas en el techo del túnel. Todos los puntales, superiores e inferiores, habían sido construidos de manera similar a las alas de los aviones para lograr la máxima velocidad posible.

Acurrucado contra la puerta blindada situada tras el tren doble había un vehículo de raíles en equis más pequeño, una especie de coche en miniatura que apenas ocupaba una tercera parte de los automotores. Era poco más que una cabina redonda para dos personas dispuesta en el centro de cuatro puntales.

—El vehículo de mantenimiento —dijo Herbie—. Se usa para el mantenimiento y la limpieza del túnel. Es más rápido que los automotores más grandes, pero solo tiene capacidad para dos personas.

—¿Por qué no tenemos de estos en el metro de Nueva York? —dijo Elvis mientras observaba el automotor doble de raíles en equis.

—Eh, allí —dijo Lumbreras mientras señalaba a la puerta del túnel abierta, en el extremo más alejado de la vía férrea izquierda. Era el único túnel que no estaba sellado por una puerta blindada.

—Esa es la puerta 62-Oeste —dijo Herbie Franklin—. Han salido por ahí.

—Entonces allí iremos —dijo Schofield.

Todos echaron a correr hacia el automotor doble.

Schofield llegó a la puerta lateral del automotor delantero y apretó un botón. Con un suave silbido, las puertas laterales de los dos automotores (dos por vagón) se deslizaron y abrieron.

Schofield accedió a la entrada delantera del primer automotor con el balón nuclear colgándole de la cintura. Se dispuso a ayudar a los demás a entrar. Libro II entró el primero y se fue directo a la cabina del conductor. Herbie entró a continuación.

El presidente y Juliet fueron los siguientes. Entraron por la puerta trasera del primer automotor, flanqueados por Gant y Madre, y seguidos por Acero Hagerty y Nick Tate, siempre prestos a estar cerca del presidente.

Los últimos eran Elvis y Lumbreras, que estaban cruzando la plataforma con Sex Machine.

—¡Elvis! ¡Lumbreras! ¡Vamos!

Schofield miró el interior del automotor. Parecía una mezcla entre un vagón de metro y uno de carga. Tenía unas cuantas filas de asientos de pasajeros cerca de la parte trasera y un amplio espacio vacío cerca de la parte delantera para almacenamiento de cajas y similares.

Schofield vio que el presidente, junto a la puerta trasera, a unos doce metros, se desplomaba exhausto sobre uno de los asientos.

Y entonces ocurrió.

Sin previo aviso.

Schofield estaba contemplando el interior del automotor y al presidente y, un segundo después, todas las ventanillas que daban a la plataforma estallaron en pedazos. Los trozos de cristal volaron por el interior del vagón.

Más disparos, ensordecedores, incesantes. Impactaron con fuerza contra el lado derecho del automotor, con tanta fuerza que hicieron que se tambaleara.

Schofield se agachó, protegiéndose el rostro de la lluvia de cristales. A continuación se volvió y escudriñó a través de la ventana rota que tenía junto a él…

Y vio a una falange de soldados del séptimo escuadrón salir del conducto de ventilación en el extremo oeste de la plataforma, provista de subfusiles P-90 y un par de devastadoras miniguns multicañón.

Las miniguns emitieron un zumbido y lanzaron otra ráfaga increíble de disparos que aporreó el lateral del automotor.

—¿Están bien? —gritó Schofield a Juliet y al presidente, aunque su grito apenas se oyó con los estruendosos disparos.

El presidente, tumbado boca abajo en el suelo, asintió débilmente a modo de respuesta.

—¡No se levanten! —gritó Schofield.

De repente, el automotor cobró vida. Schofield se volvió y vio a Libro II y a Herbie en la cabina del conductor, apretando distintos interruptores y tirando de todas las palancas. El sistema de alimentación eléctrica zumbó con fuerza mientras se calentaba.

Vamos, pensó Schofield con nerviosismo. Vamos.

Y entonces, de repente, oyó una voz por los auriculares:

—¡Eh! ¡Esperen!

Era Elvis.

Elvis, Lumbreras y Sex Machine seguían en la plataforma.

Como cargaban con Sex Machine, iban más retrasados y no habían podido llegar a los dos automotores conectados cuando los soldados del séptimo escuadrón habían aparecido al otro extremo de la estación subterránea.

En esos momentos estaban agazapados tras una columna de hormigón, a tan solo tres metros de la puerta trasera del segundo automotor. Todo lo que los rodeaba había quedado hecho trizas por el fuego brutal de la minigun.

—¡Venga! ¡Tenemos que movernos! ¡Preparémonos! —gritó Elvis—. Muy bien, ¡ahora!

Salieron de su posición. Las balas impactaron en las columnas que tenían a su alrededor. Trozos de hormigón salieron disparados por todas partes. Dos balas atravesaron el hombro izquierdo de Elvis.

—¡Vamos, Sex Machine! ¡Aguanta! —gritó.

Llegaron a la puerta trasera del segundo automotor y comenzaron a meter a empellones a Sex Machine cuando…

La cabeza de Sex Machine se ladeó violentamente hacia la izquierda, adoptando un ángulo innatural y golpeándose con fuerza contra el hombro de Elvis.

—Oh, joder —dijo Lumbreras al verlo—. No.

Elvis se volvió.

La cabeza de Sex Machine yacía inerte sobre su hombro y un terrible sirope de sangre y sesos se derramaba lentamente por el agujero de bala que tenía en la nuca.

Sex Machine había muerto.

Elvis se quedó allí, inmóvil, totalmente ajeno a sus propias heridas.

Lumbreras dijo:

—Elvis, vamos. El tren está a punto de irse.

Elvis no respondió. Siguió mirando el cuerpo sin vida de Sex Machine, apoyado contra su hombro.

—Elvis…

—Márchense —dijo Elvis mientras las balas impactaban a su alrededor. Colocó el cuerpo de Sex Machine en el suelo, junto al automotor. A continuación miró fijamente a Lumbreras a los ojos—. Vamos.

—¿Qué está haciendo? —dijo Lumbreras.

—Quedarme con mi amigo.

Y entonces Lumbreras vio la tristeza en los ojos de Elvis, observó que les lanzaba una mirada mortífera a los hombres del séptimo escuadrón que se iban acercando desde el extremo más alejado de la plataforma.

Lumbreras asintió.

—Tenga cuidado, Elvis.

—Nunca —respondió este.

* * *

—¡Lumbreras! —gritó Schofield, pistola en ristre, mientras intentaba ver qué estaba ocurriendo en la parte trasera del tren sin que le volaran la cabeza—. ¿Qué ocurre ahí atrás?

La voz de Lumbreras dijo:

—Hemos perdido a Sex Machine, señor, y Elvis… oh, ¡joder!

Justo entonces, dos golpes sordos resonaron por la estación subterránea.

¡Bum!

¡Bum!

Schofield se volvió…

A tiempo para ver dos granadas negras del tamaño de pelotas de béisbol volando en el aire en dirección al automotor.

Habían sido disparadas por un par de lanzagranadas M-203 que sostenían dos soldados del séptimo escuadrón.

Las dos granadas altamente explosivas atravesaron las ventanas rotas del primer automotor: una cerca de la parte delantera del tren, justo al lado de Schofield; la otra atravesó la ventana rota de la parte trasera, cerca de Gant, Madre y el presidente.

La granada cercana a Schofield rebotó en la pared y se detuvo en el suelo a un par de metros de él.

Schofield no perdió un instante.

Se tiró hacia delante (hacia la granada, deslizándose por el suelo sobre su pecho) y lanzó la granada fuera por la puerta abierta del automotor con su propia mano. La granada rebotó contra el suelo del vagón y desapareció por la puerta. Schofield a continuación se cubrió tras la pared cuando la granada estalló en el exterior y una bola de fuego entró por la puerta.

En el otro extremo del tren, Gant y Madre no tuvieron tanta suerte.

Su granada había aterrizado entre los asientos de pasajeros que ocupaban la mitad posterior del vagón. No había manera de llegar a ella antes de que detonara.

—¡Todo el mundo! ¡Por aquí! —dijo Gant, poniendo de pie al presidente y llevándolo hacia el túnel similar a un acordeón que conectaba los dos automotores en equis.

Una puerta de vidrio se deslizó cuando Gant empujó al presidente por el pasillo. Madre, Juliet, Acero y Tate también entraron por ella.

La puerta de vidrio se cerró cuando una segunda puerta se abrió, y Gant y el presidente entraron por ella, accediendo así al segundo automotor. Se arrojaron al suelo, seguidos por los demás, justo cuando la granada del primer automotor estalló, formándose una enorme bola de fuego que hizo añicos la primera puerta pero que tan solo agrietó la segunda, arañándola con sus garras flamígeras.

La detonación de la segunda granada arrojó a Schofield al suelo.

Se puso a duras penas en pie y habló por su micro.

—¡Zorro! ¡Madre! ¿Está todo el mundo bien?

La voz de Gant dijo:

—Seguimos aquí y todavía tenemos al presidente. Estamos en el segundo automotor.

—¿Lumbreras? —dijo Schofield—. ¿Está a bordo?

—Sí, estoy en la parte trasera del segundo coche…

—¡Libro! —gritó Schofield—. ¿Sabe ya cómo conducir esta cosa?

—Creo que sí.

—¡Entonces vamos!

Un instante después, el tren de raíles en equis comenzó a avanzar por las vías, en dirección a los soldados del séptimo escuadrón que los perseguían.

—Señor —dijo la voz de Lumbreras—. Tengo que decirle algo. Hemos perdido a Sex Machine…

—Ah, mierda —dijo Schofield con tristeza.

—Y estamos a punto de perder a Elvis.

—¿Qué? —dijo Schofield, perplejo y aterrorizado a partes iguales.

Pero no pudo decir más, porque en ese momento tres extraños ruidos resonaron por la estación subterránea.

Tres granadas volaron por la estación, directamente hacia el tren de raíles en equis, que avanzaba lentamente, dejando tres delgadas líneas de humo tras de sí, cuando de repente, una tras de otra, entraron por las ventanas del segundo automotor.

El automotor en el que estaba el presidente.

Acto seguido, Schofield oyó la voz de Madre por el auricular:

—¡Oh, no me jodas!

El automotor doble comenzó a ganar velocidad por el túnel.

En el segundo automotor, Gant no podía creerse lo que estaba ocurriendo.

¡Tres granadas!

Todas en su vagón.

Contempló las opciones en un nanosegundo: Si nos quedamos, nos aguarda una muerte segura. Si salimos, tendremos que vérnoslas con el séptimo escuadrón. En ese caso, la muerte es probable, pero no segura.

—¡No podemos seguir aquí! —gritó al instante—. ¡Fuera! ¡Fuera!

Juliet y ella cogieron al presidente del abrigo y lo lanzaron por la puerta. No perdieron un instante y se lanzaron del tren en movimiento a la plataforma, rodando con rapidez por el suelo en cuanto aterrizaron.

Acero Hagerty y Nicholas Tate saltaron nerviosamente del tren y aterrizaron en la plataforma, no sin dificultades.

Un segundo después, la figura de Madre (que obviamente no quería esperar en la fila tras Hagerty y Tate) salió volando por una de las ventanas cercanas a la puerta. Dio una voltereta al llegar a la plataforma, con su arma sujeta contra el pecho, y rodó hasta ponerse de pie.

Un instante después las tres granadas estallaron, tres detonaciones consecutivas, en el segundo automotor.

Tres refulgentes bolas de fuego se expandieron lateralmente por el interior del automotor, iluminando todo el vagón cual espectacular bombilla alargada, consumiendo todo el espacio interior disponible.

Las lenguas de fuego salieron a la plataforma subterránea por las ventanas del automotor, extendiéndose sobre las cabezas de Gant y los demás mientras estos corrían a ponerse a cubierto tras las columnas de hormigón para evitar los disparos de los hombres del séptimo escuadrón.

Todo el tren de raíles en equis se sacudió con la triple explosión, pero siguió avanzando, ganando velocidad a cada metro.

En el vagón delantero, Schofield a punto estuvo de salir despedido por la detonación. Cuando logró recuperar el equilibrio y miró a la vía, una sensación de horror lo invadió.

Vio al presidente, flanqueado por Gant, Madre y Juliet, correr para ponerse a cubierto en la plataforma de la estación subterránea.

¡Mierda!

¡El presidente no estaba en el tren!

El tren de raíles en equis, que iba ganando aceleración por momentos, se estaba acercando al extremo occidental de la estación, junto a los soldados del séptimo escuadrón allí posicionados. Schofield vio a los soldados, justo al lado de su vagón, pero estos no le prestaban demasiada atención.

Solo tenían ojos para el presidente.

Tenía que tomar una decisión.

O salto del tren y me quedo con el presidente, de quien depende el destino del país.

O voy tras el niño…

Entonces, en menos de un segundo, justo cuando el tren estaba a punto de desaparecer por el túnel, Schofield lo vio, y supo que el presidente escaparía, al menos de la estación del nivel 6. Y supo que Gant y Madre también lo verían.

Y, por ello, decidió ir tras Kevin.

Un instante después, la imagen de la estación de raíles en equis, la imagen de los diez soldados del séptimo escuadrón avanzando por la plataforma hacia el presidente de Estados Unidos y sus escasos guardianes, quedó reemplazada por la oscuridad impenetrable del túnel.

Gant se agachó y se cubrió la cabeza para protegerse de los trozos de hormigón que caían a su alrededor.

Estaban bien jodidos.

El séptimo escuadrón los tenía.

No había ningún lugar al que ir, ni al que huir. Estaban atrapados en medio de la plataforma y eran inferiores en número, armas y suerte.

Y entonces vio a Elvis.

Caminando como un robot (cual autómata, completamente desprotegido) hacia los soldados del séptimo escuadrón, a pesar de los disparos.

No llevaba ningún arma en las manos. Es más, tenía los puños cerrados con firmeza a ambos costados mientras caminaba. Su rostro estaba desprovisto de toda emoción: mirada en blanco, mandíbula tensa.

Elvis, al parecer, tenía en esos momentos su propia misión.

—Oh, Dios mío —musitó Gant—. Elvis…

A continuación se volvió hacia los demás.

—Preparémonos, nos vamos.

—¿Qué? —le espetó Acero Hagerty—. ¿Cómo?

—Elvis va a darnos algo de tiempo. Todos a cubierto por el momento. Pronto nos pondremos en marcha.

El sargento Wendall Elvis Haynes, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, avanzaba a grandes zancadas hacia los soldados del séptimo escuadrón, entre estos y el grupo del presidente.

Los soldados del séptimo escuadrón ralentizaron el paso, porque lo que estaba haciendo Elvis era de lo más extraño. Resultaba obvio que estaba desarmado y aun así seguía avanzando lentamente hacia ellos (a veinte metros de ellos, a veinte del presidente) con total tranquilidad.

Los soldados del séptimo escuadrón no llegaron a oír el mantra que se estaba repitiendo a sí mismo conforme caminaba.

—Habéis matado a mi amigo. Habéis matado a mi amigo. Habéis matado a mi amigo.

Con rapidez y eficacia, uno de los hombres del séptimo escuadrón alzó su P-90 y disparó una breve ráfaga de disparos. Los disparos hicieron trizas el pecho de Elvis y este cayó, por lo que los soldados reanudaron su marcha.

Hasta que no llegaron junto a Elvis no lo oyeron hablar, gorgoteando entre su propia sangre:

—Habéis matado a mi amigo…

Entonces vieron que su mano derecha se abría como una flor…

Y mostraba, en la palma de su mano, una potente granada de mano RDX.

—Habéis matado a mi…

Elvis exhaló su último aliento.

Y, al relajar la mano por completo, soltó la anilla de la granada y, para horror de los hombres de la unidad Bravo que estaban cerca, la potente granada RDX estalló con toda su fuerza.

* * *

El tren de raíles en equis avanzaba como un bólido por el túnel.

Con su diseño aerodinámico, morro en forma de bala y fuselaje enmarcado por los puntales en equis, el automotor doble atravesaba el túnel a una velocidad de trescientos veinte kilómetros por hora (a pesar de las ventanas reventadas y las paredes cosidas a tiros).

Se movía con apenas ruido y una suavidad sorprendente. Eso se debía a que no estaba propulsado por un motor, sino por un sistema puntero de propulsión magnética desarrollado para sustituir las desfasadas catapultas de lanzamiento a vapor de los portaviones de la armada. La propulsión magnética requiere pocas partes en movimiento, pero aun así alcanza increíbles velocidades, lo que la ha hecho muy popular entre aquellos ingenieros que viven de acuerdo con la máxima de que cuantas más partes tenga una maquinaria, más partes serán susceptibles de romperse.

Libro II estaba sentado en la cabina del conductor, con las manos en los controles. Herbie estaba sentado junto a él. La cabina del conductor era la única parte del automotor que no tenía las ventanas hechas añicos.

—¡Ah, joder! —gritó la voz de Schofield por detrás de ellos—. ¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!

Schofield entró a grandes zancadas al compartimento.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Libro II.

—Esto es lo que ocurre —dijo Schofield mientras señalaba el maletín plateado Samsonite que colgaba de su ropa de combate. El balón nuclear—. ¡Mierda! Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. Ni siquiera lo pensé cuando el presidente se bajó del tren. ¿Qué hora es?

Eran las 8:55.

—Genial —dijo—. Ahora solo disponemos de poco más de una hora para devolverle el maletín al presidente.

—¿Damos la vuelta? —preguntó Libro II.

Schofield lo meditó un segundo. Miles de pensamientos se agolparon en su cabeza.

A continuación dijo con firmeza:

—No. No voy a dejar a ese niño. Podemos regresar a tiempo.

—Y… esto… ¿qué hay del país? —dijo Libro II.

Schofield le sonrió torciendo la boca.

—Hasta la fecha no he perdido una cuenta atrás y no pienso hacerlo hoy. —Se volvió hacia Herbie—. Muy bien, Herbie. En veinticinco palabras o menos: hábleme de este sistema de raíles en equis. ¿Adónde va?

—Bueno, no es exactamente mi campo de conocimiento —dijo Herbie—, pero he montado en él unas cuantas veces. Hasta donde sé, se compone de dos sistemas. Uno va en dirección oeste desde el Área 7 hasta el lago Powell. El otro en dirección este, hacia el Área 8.

Por lo que había dicho Herbie, se encontraban en el sistema que se extendía a sesenta y cinco kilómetros al oeste, hacia el lago Powell.

Schofield había oído hablar del lago Powell. A decir verdad, no era tanto un lago como una red laberíntica de más de trescientos kilómetros de cañones llenos de agua.

Situado justo en la frontera entre Utah y Arizona, el lago Powell había sido en otros tiempos como el Gran Cañón, un enorme sistema de cañones y desfiladeros tallados en la piedra por la fuerza del río Colorado, el mismo río que corriente abajo había creado el Gran Cañón.

A diferencia de este, sin embargo, el lago Powell había sido represado por el Gobierno estadounidense en 1963 para generar energía hidroeléctrica, y por ello habían contenido el río, creado el lago y convertido una impresionante vista de formaciones rocosas en una serie de cañones desérticos a medio llenar de agua.

En esos momentos, mesetas gigantes de arena amarillenta se alzaban majestuosamente sobre las aguas azules del lago, mientras que prominentes colinas se cernían sobre su azulado horizonte. Y, por supuesto, también estaban los cañones y simas, con canales en la base en vez de senderos rocosos.

Era una especie de cruce entre el Gran Cañón y Venecia.

Como todo proyecto de considerable envergadura, la construcción de la presa en el río Colorado en 1963 había desatado airadas protestas. Los ecologistas denunciaron que la presa elevaba los niveles del limo y que amenazaba el ecosistema de una variedad de renacuajos de dos centímetros de largo. Pero eso poco le importaba al propietario de una pequeña estación de servicio, cuyo negocio (construido sobre un puesto de comercio del antiguo oeste) quedaría anegado por treinta metros de agua. Recibió una compensación económica por parte del Gobierno.

En cualquier caso, con sus noventa y tres cañones bautizados y solo Dios sabe cuántos más sin bautizar, durante algunos años el lago Powell se convirtió en un destino turístico popular para los propietarios de casas flotantes. Pero los tiempos han cambiado y el turismo se ha visto reducido. En la actualidad se alza silencioso, cual espectral red de simas curvadas y cañones ultraestrechos donde resulta imposible encontrar terreno plano; solo empinadas rocas y aguas, aguas infinitas.

—Este túnel conecta con el lago mediante una plataforma de carga subterránea —dijo Herbie—. El sistema se construyó por dos motivos. Primero, para que la construcción de las bases militares Área 7 y Área 8 se mantuviera en absoluto secreto. Los materiales se transportaban en barcazas por el lago y luego se trasladaban sesenta y cinco kilómetros bajo tierra hasta el emplazamiento de la construcción. Todavía lo usamos de tanto en tanto para los suministros y el envío de prisioneros.

—Bien —dijo Schofield—. ¿Y el segundo motivo?

—Como ruta de escape en caso de emergencia —dijo Herbie.

Schofield miró hacia delante.

Las vías de los raíles en equis se sucedían a gran velocidad bajo él (y sobre él). El túnel rectangular se extendía en la oscuridad.

Un ruido hizo que se volviera. Sacó la pistola.

Lumbreras se quedó inmóvil en la entrada de la cabina del conductor, con las manos en alto.

—¡Eh-eh-eh! ¡Soy yo!

Schofield bajó el arma.

—La próxima vez, llame a la puerta.

—Claro, jefe. —Lumbreras se sentó en un asiento independiente.

—¿Dónde ha estado?

—En la parte trasera del segundo vagón. Me separé de los demás cuando las granadas entraron volando. Me metí en un compartimento de almacenamiento justo cuando estallaron.

—Bueno, me alegro de tenerlo aquí —dijo Schofield—. Necesitamos toda la ayuda posible. —Se volvió hacia Herbie—. ¿Podemos obtener telemetrías de cualquiera de los demás trenes de este sistema?

—Supongo que sí —respondió Herbie—. Deme un segundo…

Pulsó algunas teclas en la consola del conductor. Un monitor de ordenador del salpicadero cobró vida. En cuestión de segundos, Herbie obtuvo una imagen del sistema de raíles en equis.

Imagen

Schofield vio una alargada curva en S que se extendía en horizontal desde el Área 7 hasta el entramado de cañones que conformaba el lago Powell. También vio dos puntos rojos parpadeantes avanzando por la vía hacia el lago.

—Los puntos son los trenes —dijo Herbie—. Este somos nosotros, cerca del Área 7. El otro debe de haber partido diez minutos antes.

Schofield contempló el primer punto parpadeante a medida que este llegaba a la plataforma de carga y se detenía.

—Bueno, Herbie —dijo—. Como tenemos algo de tiempo, hábleme de ese Botha. ¿De quién se trata?

Tan pronto como la granada de Elvis estalló, Gant, Madre y Juliet ya estaban de pie y disparando sus armas, cubriendo al presidente mientras corrían hacia el hueco de la escalera de incendios por la que habían accedido al nivel 6.

La detonación de la granada RDX de Elvis había matado a cinco de los soldados del séptimo escuadrón en el acto. Sus extremidades ensangrentadas yacían desperdigadas por las vías a ambos lados de la plataforma central.

Los cinco miembros restantes de la unidad Bravo se encontraban más lejos de la granada cuando esta había explotado. Habían sido alcanzados por la onda expansiva y en esos momentos intentaban ponerse a cubierto (tras las columnas y en las vías) del fuego de retirada de Gant y los demás.

Hacia la escalera de incendios.

Gant condujo al presidente hacia el hueco de la escalera. Respiraba con dificultad, las piernas le temblaban y el corazón le latía a toda velocidad. Madre, Juliet, Hagerty y Tate la seguían de cerca.

El grupo llegó a la puerta de incendios del nivel 5.

Gant cogió el pomo pero cerró la puerta rápidamente.

Por la puerta se filtraban pequeños chorros de agua, sobre todo cerca del suelo. De la parte superior de la puerta no caía agua.

Era como si hubiera una columna de agua (más o menos a la altura de su cintura) tras la puerta, esperando a ser liberada.

Y entonces, provenientes del otro lado, Gant oyó algunos de los sonidos más horripilantes que había oído en su vida. Eran gritos desgarrados, horribles, desesperados. Los gritos de los animales atrapados…

—Oh, no… los osos —dijo Juliet Janson cuando se colocó j unto a Gant y vio la puerta—. Será mejor que no entremos.

—Totalmente de acuerdo —dijo Gant.

Subieron corriendo las escaleras y llegaron al nivel 4. Tras comprobar el área de descompresión tras la puerta, Gant dio la señal de «todo despejado».

Los seis entraron y se desplegaron por toda la habitación.

—¡Hola de nuevo! —resonó una voz de repente por encima de ellos.

Todos se volvieron. Gant apuntó con la pistola hacia arriba, pero se encontró con un televisor colocado en la pared.

La pantalla mostraba el rostro sonriente de César.

—Ciudadanos estadounidenses, son las 9:04. Hora de contarles las últimas novedades.

César procedió con aire de suficiencia.

—Y sus marines, ineptos y estúpidos, todavía no han causado bajas entre mis hombres. Solo corren. Es más, su Alteza fue vista por última vez intentando escapar por el nivel inferior de esta instalación. He sido informado de que ha tenido lugar un tiroteo, pero espero un informe al respecto.

Para Gant, todo aquello eran tonterías. Daba igual lo que César dijera, las mentiras que contara no afectaban a su situación. Pero desde luego tampoco ayudaba ver cómo se regodeaba.

Así que mientras César hablaba por el televisor y los demás lo miraban, Gant se dispuso a investigar la puerta corredera del suelo que conducía al nivel 5.

Se oían gritos apagados al otro lado. Gente gritando.

Le dio al interruptor que ponía «Abrir puerta» y apuntó con el arma. La puerta horizontal se deslizó hasta abrirse.

Los gritos se convirtieron en alaridos cuando los prisioneros del nivel 5 oyeron el chirrido de la puerta al abrirse.

Gant miró por la rampa.

—Dios mío —solo acertó a decir.

Vio el agua al momento, golpeando la rampa que había bajo ella. Es más, la rampa desaparecía por completo bajo las aguas.

Mientras la voz de César seguía resonando, bajó por la pasarela descendente hasta que sus zapatos manchados se cubrieron de agua.

Se puso en cuclillas en la rampa y desde allí contempló el nivel 5.

Lo que vio le estremeció.

Todo el nivel estaba anegado.

El agua llegaba fácilmente a la altura del torso.

También estaba terriblemente a oscuras, lo que solo servía para hacer que el lugar pareciera más aterrador incluso.

Las aguas oscuras se extendían hasta el extremo más alejado del nivel y se colaban por entre los barrotes de las celdas, celdas que alojaban a los delincuentes más granados, los seres con la pinta más espantosa que Gant había visto nunca.

Y entonces los presos la vieron.

Gritos, gemidos, alaridos. Zarandearon los barrotes de las celdas, celdas que quedarían cubiertas por el agua si esta seguía subiendo.

Al igual que Schofield, Gant no había visto aquella zona. Solo había oído al presidente mencionarla cuando les había hablado del sinovirus y la vacuna, Kevin.

—Será mejor que nos vayamos. —Juliet apareció a su lado.

Al parecer, la transmisión de César había concluido.

—Se van a ahogar… —dijo Gant mientras Janson la sacaba con cuidado de la rampa del nivel 4.

—Créame, el ahogamiento es una muerte demasiado buena para gente como esa —dijo la agente del servicio secreto—. Vamos, encontremos un lugar donde escondernos. No sé usted, pero yo necesito descansar.

Pulsó el botón «Cerrar puerta» y la puerta horizontal se deslizó hasta cerrarse, ahogando los gritos de los prisioneros.

Entonces, con el presidente, Madre, Acero y Tate en fila tras ellas, Gant y Juliet se dirigieron a la parte oeste del nivel.

Ninguno de ellos se fijó en la cámara de descompresión al marcharse.

Aunque desde cierta distancia todo parecía normal, si la hubieran mirado más de cerca, habrían visto que el temporizador del cerrojo de su puerta a presión había alcanzado la hora en cuestión y se había abierto.

La puerta ya no estaba cerrada.

La cámara de descompresión estaba vacía.

Eran las 9:06.

* * *

—Líder de la unidad Bravo. Informe… —dijo uno de los operadores de radiocomunicaciones por su micrófono.

—Control, aquí líder de la unidad Bravo. Hemos sufrido bajas importantes en la plataforma de la estación. Cinco muertos, dos heridos. Uno de esos tipos, un puto kamikaze, ha hecho explotar una granada RDX…

—¿Qué hay del presidente? —le cortó el operador.

—El presidente sigue en el complejo. Repito: el presidente sigue en el complejo. Fue visto por última vez subiendo las escaleras de incendios. Algunos de sus guardaespaldas marines, sin embargo, cogieron el segundo automotor…

—¿Y el balón nuclear?

—Ya no está con el presidente. Uno de mis hombres jura que vio a ese Schofield con él en el tren…

—Gracias, Bravo. Suba a sus heridos al hangar principal para que reciban atención médica. Mandaremos a Eco a los niveles inferiores para que cojan al presidente…

—Gunther Botha formó parte del batallón médico de las Fuerzas de Defensa de Sudáfrica —dijo Herbie mientras el automotor de raíles en equis recorría el túnel en dirección al lago.

—Los Meds —dijo Schofield con desagrado.

—¿Ha oído hablar de ellos?

—Sí. Un grupo con el que era mejor no meterse. Se trataba de una unidad biomédica ofensiva, una subdivisión especializada de los Recces. Tropas de élite que empleaban armas biológicas en el campo de batalla.

—Así es —dijo Herbie—. Verán, antes de Mandela, los sudafricanos eran los líderes mundiales de la guerra biológica. Y, tío, los adorábamos. ¿Nunca se han preguntado por qué no hicimos apenas nada contra el apartheid? ¿Saben quién nos proporcionó la fascitis necrotizante que devoró a los soviéticos? Los sudafricanos.

»Pero, por muy buenos que fueran, había algo que aún se les resistía. Habían estado intentando durante años crear un virus que matara a los negros pero no a los blancos, pero nunca dieron con él. Botha era uno de los cerebros tras el plan y al parecer estaba a punto de conseguirlo cuando el régimen del apartheid fue derrocado.

»Resultó que la investigación central de Botha podía adaptarse para ser utilizada en algo en lo que el Gobierno estadounidense estaba trabajando: una vacuna contra el sinovirus, un virus que distingue entre razas.

—Así que lo trajimos aquí —dijo Schofield.

—Así es —dijo Herbie.

—Y ahora estamos descubriendo que el profesor Botha no es muy digno de confianza que digamos.

—Eso parece.

Schofield paró de hablar un momento para pensar.

—Y no está trabajando solo —dijo.

—¿Cómo lo sabe?

Schofield dijo:

—Todos esos hombres del séptimo escuadrón muertos que vimos cuando accedimos antes en el nivel 6. No conozco a Gunther Botha, pero me cuesta creer que haya podido acabar él solo con una unidad entera del séptimo escuadrón. Recuerde, Botha abrió tres puertas, las dos puertas de los raíles en equis y la del conducto de la salida de emergencia, que da al nivel 6.

»Dejó que un equipo de hombres entrara por el conducto. Fueron ellos los que mataron a los soldados del séptimo escuadrón del nivel 6. A juzgar por las heridas de bala en la espalda y los cuellos rebanados, doy por sentado que los amigos de Botha atacaron a la unidad del séptimo escuadrón por detrás. —Schofield se mordió el labio—. Pero eso sigue sin decirme lo que quiero saber.

—¿Y qué es?

Schofield alzó la vista.

—Si Botha nos ha vendido, lo qué quiero saber es a quién.

—Suponía un riesgo para la seguridad del proyecto desde el principio, pero no podríamos haberlo hecho sin él —dijo el presidente.

Estaban sentados en el laboratorio de observación desde el que se contemplaban los restos del cubo de vidrio del nivel 4, recuperando fuerzas.

Cuando habían llegado instantes antes, se habían encontrado con la trampilla circular del techo en el suelo del laboratorio.

El séptimo escuadrón había estado allí.

Lo que significaba que, con suerte, no regresarían inmediatamente. Sería un buen lugar para esconderse, al menos durante un tiempo.

Libby Gant era la única que permanecía de pie. Estaba contemplando el cubo destrozado. El complejo subterráneo se había tornado extrañamente silencioso desde la última transmisión de César, como si el séptimo escuadrón ya no anduviera merodeando, como si hubiera dejado de perseguir al presidente, al menos por el momento.

A Gant no le gustaba nada aquello.

Significaba que algo estaba en marcha.

Y por eso le había preguntado al presidente acerca de Gunther Botha, el hombre que se había llevado a Kevin.

—Botha sabía más de virus contra objetivos raciales que todos nuestros científicos juntos —prosiguió el presidente—. Pero portaba una historia consigo.

—¿Relacionada con el régimen del apartheid?

—Así es, y más que eso. Lo que más nos preocupaba era su vínculo con un grupo llamado Die Organisasie, o la Organización. Se trata de una red clandestina de antiguos ministros del apartheid, adinerados terratenientes sudafricanos, soldados de élite de las fuerzas armadas sudafricanas y líderes militares destituidos que se marcharon del país cuando el apartheid se vino abajo, temerosos y con motivo de que el nuevo Gobierno pidiera sus cabezas por las atrocidades que habían cometido. La mayoría de las agencias de inteligencia cree que Die Organisasie solamente quiere volver a hacerse con el poder en Sudáfrica, pero nosotros no estamos tan seguros.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Gant.

El presidente suspiró.

—Tienen que ser conscientes de lo que está en juego aquí. Las armas biológicas étnicamente selectivas como el sinovirus no se asemejan a ninguna otra arma en la historia de la humanidad. Son el instrumento definitivo, porque poseen la capacidad de sentenciar a muerte a una población específica casi al instante, sin preguntas, protegiendo así a otras.

—Nuestros miedos con respecto a Die Organisasie no solo tienen que ver con lo que podrían hacerle a la República de Sudáfrica. Lo que nos asusta es lo que podrían hacerle a todo el continente africano.

—Sí…

—Die Organisasie es una organización racista. Creen que los blancos son genéticamente superiores a los negros. Creen que los negros deberían ser esclavos de los blancos. No odian a los negros sudafricanos, odian a todos los negros.

Si Die Organisasie tiene el sinovirus y la vacuna contra este, podría propagarlo por toda África y dar la cura solo a aquellos grupos de población blanca que los respaldaran. El África negra moriría, y el resto del mundo no podría hacer nada para remediarlo, porque no dispondríamos de la vacuna contra el sinovirus.

¿Recuerdan cuando en 1999 Gadafi habló de unir África como nunca antes se había hecho? Él habló de crear los Estados Unidos de África, pero todos se lo tomaron a broma. Gadafi jamás lo habría conseguido. Hay demasiados asuntos tribales que superar para poder unir a las distintas naciones del África negra. Pero —añadió el presidente—, una organización que tuviera en su poder el sinovirus y la cura podría gobernar África con puño de hierro. Podría convertir a África, un continente ya de por sí lleno de recursos, unido a la ingente cantidad de mano de obra que supondrían miles de millones de esclavos negros, en su propio imperio privado.

El abollado y golpeado automotor de Schofield avanzaba a través del túnel subterráneo.

Llevaban diez minutos de recorrido y Schofield comenzaba a angustiarse. Pronto llegarían a la plataforma de carga contigua al lago y no sabía qué iban a encontrarse allí.

Aun así, otra pregunta acerca del Área 7 seguía rondándole.

—Herbie, ¿cómo obtuvo la Fuerza Aérea una muestra del sinovirus?

—Buena pregunta —dijo Herbie, asintiendo con la cabeza—. Costó, pero finalmente logramos comprar a dos trabajadores del laboratorio de la instalación de armamento biológico que el Gobierno chino tiene en Changchun. A cambio de un billete de ida a Estados Unidos y veinte millones de dólares por cabeza, accedieron a sacar varios viales del virus fuera de China.

—Los tipos de la cámara de descompresión —dijo Schofield al recordar los rostros asiáticos que había visto en el interior de esa cámara del nivel 4.

—Sí.

—Pero en la cámara había cuatro hombres.

—Cierto —dijo Herbie—. Como podrá comprender, en China los trabajadores de un laboratorio gubernamental secreto no pueden abandonar el país así como así. Tuvimos que sacarlos. Los otros dos hombres que se encontraban en el interior de la cámara de cuarentena eran los dos soldados del séptimo escuadrón que los sacaron de allí, dos oficiales chino-americanos llamados Robert Wu y Chet Li. Wu y Li formaron parte de la unidad Eco, uno de los cinco equipos del séptimo escuadrón con base en el Área 7, razón por la que fueron escogidos…

De repente, Schofield alzó la mano y se acercó al parabrisas.

—Disculpe, doctor Franklin —dijo—, pero me temo que tendremos que dejar esta conversación aparcada por el momento. Tengo la ligera sensación de que las cosas van a ponerse un tanto peliagudas.

Señaló con la cabeza hacia delante.

Al final del largo túnel de hormigón, más allá de las grises paredes que se sucedían a toda velocidad, había una diminuta luz que se iba agrandando a medida que se acercaban, el familiar brillo de la iluminación fluorescente artificial.

Era la plataforma de carga.

Habían llegado al final del túnel.

* * *

—No entre —le dijo Schofield a Libro—. Podrían estar esperándonos en el interior. Pare en el túnel. Caminaremos el trecho que falta.

El automotor de raíles en equis acribillado a balas se detuvo en la oscuridad del túnel, a menos de cien metros de la plataforma de carga iluminada.

Schofield saltó del vagón al instante, con la Desert Eagle en la mano y el maletín colgándole de la cintura, aterrizando en el hormigón junto a las vías. Lumbreras, Libro II y Herbie hicieron lo propio a continuación.

Corrieron por el túnel hacia la luz, armas en ristre.

Schofield llegó al final del túnel y se asomó por el extremo de la pared de hormigón de este.

Una luz brillante y blanca golpeó sus ojos. Se hallaba ante una caverna rocosa enorme que había sido convertida en una moderna plataforma de carga, una curiosa mezcla entre hormigón liso y superficies rocosas desiguales.

Dos vías de raíles en equis se encontraban dispuestas a ambos lados de una larga plataforma central. La vía situada en el lado de la plataforma donde se encontraba Schofield estaba vacía, mientras que la del otro lado estaba ocupada por otro automotor: el de Botha.

El automotor estaba quieto, inmóvil.

Había algunas cajas de acero suspendidas en raíles montados en las paredes que iban desde las vías de los raíles en equis a una considerable charca en el extremo más alejado de la rocosa caverna.

El agua de la charca era de un verde aguamarina brillante, enriquecida por los minerales del lago Powell. Desaparecía hacia el oeste, en una cueva oscura y curvada que Schofield supuso que conduciría hasta el lago. Tres casas flotantes y un par de lanchas motoras de color arena y extraño diseño flotaban sobre su superficie, unidas al muelle de hormigón de la plataforma de carga.

Pero había otra cosa más de la que Schofield se había percatado.

La plataforma de carga subterránea estaba vacía.

Completa y totalmente vacía.

Desierta.

Schofield salió con cautela del túnel y subió a la plataforma central entre las dos vías de raíles en equis, empequeñecido por el tamaño de la caverna.

Y entonces lo vio.

En el otro extremo de la plataforma, junto a la charca de agua que conducía hasta el lago.

Parecía un extraño expositor de supermercado: una pequeña pirámide de barriles amarillos de cuarenta litros de capacidad, delante de los cuales se hallaba una maleta maciza Samsonite, negra, resistente, de diseño puntero. La maleta estaba abierta.

Cuando se acercó, Schofield vio que los barriles amarillos tenían unas palabras escritas en los lados.

—Oh, maldición —dijo cuando las leyó.

«AFX-708 Carga explosiva».

El AFX-708 era un poliepóxido explosivo muy potente que se había empleado en las famosas bombas BLU-109 que habían hecho jirones los bunkeres de Sadam Huseín durante la guerra del Golfo. La estructura superendurecida de las 109 penetraba con facilidad el hormigón de los búnkeres y a continuación la cabeza AFX-708 detonaba y volaba en pedazos el bunker desde el interior.

Con Libro II, Lumbreras y Herbie detrás, Schofield miró el interior de la maleta Samsonite abierta delante de los barriles de AFX.

Y vio el visualizador digital de un temporizador.

00:19.

00:18.

00:17.

—Madre de Dios —musitó. A continuación se volvió hacia los demás—. ¡Caballeros! ¡Acorrer!

Diecisiete segundos después, una estremecedora explosión destrozó la plataforma de carga.

De los barriles de AFX-708 salió disparada en todas direcciones una bola de luz candente que se expandió de manera radial.

Las paredes de roca y hormigón de la plataforma de carga se resquebrajaron por el impacto de la explosión, estallando hacia fuera en millones de fragmentos letales. Una pared entera se desintegró en polvo en un abrir y cerrar de ojos. El tren de raíles en equis de Gunther Botha, muy cerca del origen de la explosión, se vaporizó.

Schofield no llegó a verlo.

Porque cuando los explosivos estallaron, él y los demás ya no estaban en el interior de la plataforma de carga.

Estaban fuera.