Segunda confrontación

3 de julio, 7:00 horas

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El hangar principal se había convertido en un campo de batalla.

Las balas agujerearon el suelo alrededor de los pies de Shane Schofield mientras este corría hacia la entrada del despacho norte.

Asomó la cabeza por la puerta.

—¡Marines! ¡Dispérsense!

Pero eso fue todo lo que pudo decir antes de que la ventana situada junto a él estallara en miles de añicos. Se tiró al suelo del hangar y empezó a arrastrarse para ponerse a cubierto tras los dos helicópteros presidenciales y sus respectivos vehículos tractores.

Echó la vista atrás en el mismo momento en que un par de marines con uniforme de gala se arrojaban por las ventanas del despacho un instante antes de que un misil guiado de destrucción masiva Predator impactara y sus paredes explosionaran en una bola de fuego y cristales.

Schofield se metió debajo del Marine One. Allí estaban Libby Gant y Lumbreras.

Los disparos retumbaban a su alrededor. Y entonces, de repente, por encima de los disparos, Schofield oyó una voz resonar a través del sistema de altavoces del hangar:

—Buena suerte, señor presidente, y que Dios se apiade de su alma.

—¡Me cago en la puta! —gritó Lumbreras.

—¡Por aquí! —dijo Schofield mientras comenzaba a arrastrarse boca abajo bajo el enorme helicóptero.

Llegaron a una rejilla situada en el suelo. Esta cedió con facilidad. Bajo ella se encontraba un conducto de ventilación. El conducto, de paredes de acero, descendía hasta desaparecer en la oscuridad.

—¡En marcha! —gritó Schofield por encima de los disparos.

De repente, un panel metálico de la parte inferior del Marine One se abrió y a punto estuvo de decapitar a Schofield. Una figura se descolgó por detrás de Schofield, M-16 en ristre, apuntando a su cabeza.

—Joder, Espantapájaros, eres tú —dijo Madre mientras salía de la escotilla de emergencia del helicóptero y aterrizaba en el suelo.

—Eh, feliz cumpleaños —dijo mientras le pasaba un subfusil MP-10 a Gant—. Lo siento, Espantapájaros. No tengo nada para ti. Esto ha sido todo lo que he podido encontrar en la armería a bordo. Hay más en el arsenal de la parte delantera del helicóptero, pero Revólver tiene la llave.

—No pasa nada —dijo Schofield—. Lo primero que tenemos que hacer es salir de aquí y reagruparnos. A continuación pensaremos en la manera de acabar con esos bastardos. Por aquí.

—¿Alguien ha visto esa mierda en la televisión? —dijo Madre mientras se arrastraba hasta el conducto.

Gant y Lumbreras fueron los primeros en bajar. Fueron descendiendo poco a poco con las piernas pegadas a las paredes del túnel.

—No —dijo Schofield—. Estaba demasiado ocupado esquivando balas.

—Entonces tengo mucho que contarte —dijo Madre mientras Schofield y ella comenzaban a descender por el conducto.

El presidente de Estados Unidos corría más rápido de lo que había corrido nunca. Es más, sus pies apenas tocaban el suelo.

Tan pronto como los soldados del séptimo escuadrón habían irrumpido en la sala común, su séquito de guardaespaldas se había puesto en acción.

Cuatro de los hombres adoptaron al instante posiciones defensivas entre el presidente y las tropas de asalto. Descubrieron sus abrigos, que ocultaban fusiles Uzi. Los fusiles zumbaron al descargar una ráfaga brutal de seiscientas balas por minuto.

Los otros cinco miembros del séquito trasladaron al presidente a la salida de incendios cercana, llevándolo prácticamente en volandas mientras lo empujaban fuera de la habitación, cubriéndolo con sus propios cuerpos.

La puerta que daba a las escaleras de incendios se cerró con un golpe sordo tras ellos, pero no antes de ver cómo los soldados del séptimo escuadrón ocupaban posiciones tras sofás, puertas y aparadores y hacían trizas a los cuatro hombres del servicio secreto que se habían quedado allí, ahogando el zumbido de sus Uzi con el runruneo de sus P-90.

Los Uzi podían disparar seiscientas balas por minuto. Pero los P-90, subfusiles automáticos fabricados en Bélgica por FN Herstal, disparaban la increíble cantidad de novecientas balas por minuto. Con su empuñadura ergonómica, su sistema de retroceso interno y su cargador transparente de cien balas situado encima del cañón, el P-90 parecía sacado de una película de ciencia-ficción.

—¡Abajo! ¡Por las escaleras! ¡Ahora! —gritó Frank Cutler mientras las balas impactaban al otro lado de la puerta de incendios—. ¡A la salida alternativa!

El presidente y lo que quedaba de su séquito descendieron a gran velocidad por las escaleras, de cuatro en cuatro peldaños, doblando cada esquina casi al vuelo. Cada uno de ellos llevaba un arma en la mano: Uzi, SIG-Sauer, lo que hubiera.

El presidente no podía hacer otra cosa que correr de lo estrechamente que lo rodeaban sus guardaespaldas.

—Equipo de avanzada Uno, ¡adelante! —gritó Cutler por el micro de su muñeca mientras corrían.

Sin respuesta.

—Equipo de avanzada Uno, ¡adelante! Nos estamos acercando al punto de salida Uno con Patriota y necesitamos saber sí está abierto.

No recibió ninguna respuesta.

En el hangar principal, Libro II estaba en el mismísimo infierno.

Las balas impactaban en el suelo a su alrededor mientras los cristales llovían sobre su cabeza.

Estaba atrapado en el exterior del despacho norte con Elvis, en el diminuto hueco entre el despacho y la puerta blindada del hangar. Los dos se habían lanzado por las ventanas hechas añicos del despacho instantes antes de que este quedara reducido a escombros por el impacto de un misil Predator.

Los tres equipos de diez hombres del séptimo escuadrón estaban por todas partes, se movían con velocidad y precisión, rodeando los helicópteros, pasando por encima de los hombres caídos, con sus armas en ristre y sus ojos fijos en los cañones.

Al otro lado del hangar, Libro vio cómo el personal de la Casa Blanca salía corriendo del despacho sur (unas diez personas en total), gritando, mirando a su alrededor… y topándose de frente con la unidad del séptimo escuadrón que había estado posicionada en el lado este del hangar.

Los hombres y mujeres del personal de la Casa Blanca cayeron en ese mismo lugar, abatidos por inmisericordes disparos en la cabeza. Sus cuerpos se convulsionaron y estremecieron bajo el peso de tan brutal ataque.

Y entonces de repente Libro II oyó un grito. Alzó la vista y vio a Revólver Grier salir de una de las ventanas destrozadas del despacho norte, gritando de rabia con su Beretta en ristre y disparando.

Tan pronto como apareció, sin embargo, el pecho de Grier se convirtió literalmente en una masa sanguinolenta cuando dos soldados del séptimo escuadrón lo dispararon al mismo tiempo.

La fuerza de los disparos aporreó el cuerpo de Grier, manteniéndolo de pie tiempo después incluso de estar muerto, lanzándolo hacia atrás, haciendo que se tambaleara y retrocediera a cada impacto, hasta que finalmente se golpeó contra una pared y cayó desplomado al suelo.

—¡Estamos bien jodidos! —gritó Elvis por encima del fuego cruzado—. ¡No hay ninguna salida!

—¡Por allí! —Libro II señaló el ascensor de personal situado en la zona norte del hangar—. ¡Es la única salida que veo!

—Pero ¿cómo llegamos allí?

—¡Conduciendo! —gritó Libro II mientras señalaba a uno de los enormes vehículos tractores unidos al pilón de cola del Nighthawk Dos, a unos nueve metros de distancia.

Los cuatro operadores de radiocomunicaciones hablaban a gran velocidad por sus auriculares en la sala de control.

—Unidad Bravo, acorralen a los agentes hostiles restantes en el interior del despacho norte…

—La unidad Alfa va tras el séquito presidencial, escaleras de incendio lado este…

—Unidad Charlie, divídanse. Cuatro marines están descendiendo por el conducto de ventilación principal…

—Unidad Delta, sean pacientes, mantengan su posición…

—¿Cómo? ¿Qué han colocado un radiotransmisor en su corazón? —dijo Schofield mientras descendía por el conducto de ventilación vertical con las piernas extendidas y apoyadas contra las paredes de acero de este.

Gant y Lumbreras iban más abajo, descendiendo poco a poco por el conducto, que desde allí parecía no tener fin.

—Si su corazón se detiene, las bombas estallarán, en los principales aeropuertos de las principales ciudades —dijo Madre.

—Dios mío —dijo Schofield.

—Y cada noventa minutos tiene que poner a cero el temporizador del balón nuclear. De lo contrario, bum.

—¿Cada noventa minutos? —Schofield apretó un botón de su viejo reloj digital para activar él también una temporización. Le dio unos minutos de ventaja. El temporizador empezó a contar desde 85:00 minutos (85:00… 84:59… 84:58…) cuando, de repente, oyó un ruido por encima de su cabeza y alzó la vista…

Una lluvia de balas.

Acribillando las paredes de metal, alrededor de Madre y de él.

Schofield vio que un P-90 asomaba por el borde del conducto de ventilación (sujetado por alguien que permanecía fuera de su campo de visión) y comenzaba a dispararlos de manera salvaje.

—¡Espantapájaros! —gritó Gant, tres metros por debajo de ellos. Estaba agazapada en el interior de un túnel horizontal más pequeño que salía del conducto vertical principal—. ¡Aquí!

—¡Vamos, Madre! ¡Vamos! —gritó Schofield.

Tanto Madre como él soltaron los pies de las paredes del conducto y se dejaron caer por el túnel vertical.

Cayeron por el estrecho túnel vertical a gran velocidad, mientras las abrasadoras balas impactaban a su alrededor, antes de clavar de nuevo los pies en las paredes del conducto para frenar su descenso poco antes de la abertura del túnel horizontal.

Madre se paró justo donde debía. Schofield, sin embargo, se pasó el cruce de conductos pero logró agarrarse al borde del túnel horizontal con las puntas de los dedos una fracción de segundo antes de precipitarse a una muerte segura.

Madre entró primero al túnel horizontal y luego tiró de Schofield para ayudarlo a subir un instante antes de que una cuerda cayera por el conducto vertical.

El séptimo escuadrón iba tras ellos.

Gant encabezó la marcha, seguida de cerca por Lumbreras. El túnel debía de medir medio metro cuadrado, por lo que todos tuvieron que agacharse ligeramente para poder recorrerlo.

Gant dobló una curva del túnel y vio luz más adelante. Echó a correr… y luego se frenó de repente, intentando agarrarse a la desesperada a cualquier cosa.

Se había detenido tan de repente que Lumbreras casi la arrolla. Pero logró pararse a tiempo. Si se hubieran chocado los dos se habrían precipitado a una caída de cincuenta y cinco metros.

—Joder… —dijo Lumbreras.

—¿Qué ocurre? —dijo Madre cuando Schofield y ella llegaron allí—. Oh…

El túnel terminaba en el hueco del elevador principal.

Un abismo de paredes de hormigón y sesenta metros de ancho se abría ante ellos.

Al otro lado, justo enfrente de ellos, vieron una enorme puerta de acero con el número «1» pintado en negro. Parecía la puerta de un hangar o similar.

Y a casi sesenta metros por debajo de ellos, estacionado en el cuarto nivel subterráneo, vieron la enorme plataforma elevadora hidráulica.

—Es en momentos como este cuando echo de menos no tener un Maghook —dijo Schofield. El Maghook era el arma característica de las unidades de reconocimiento de los marines, un gancho con cable que también incluía un poderoso imán.

—Hay un par en el Nighthawk Dos —dijo Madre.

—No nos servirían de nada —dijo Gant—. Hay demasiada distancia. El cable del Maghook mide cuarenta y cinco metros. Este mide al menos sesenta.

—Bueno, será mejor que pensemos en algo —dijo Lumbreras mientras miraba en dirección al cruce de los conductos, alerta a los sonidos de los soldados que descendían en rápel por la cuerda.

Schofield contempló el enorme abismo de hormigón. Sin duda se le daba buen uso. Estaba cubierto de mugre y grasa.

Sin embargo, en las paredes había una serie de hendiduras finas y rectangulares (pequeñas canaletas horizontales excavadas en las paredes de hormigón). Cada una de ellas tenía unos quince centímetros de profundidad y estaban dispuestas alrededor del enorme hueco del elevador de aviones, rodeando sus cuatro paredes. Al parecer, su función era la de albergar el cableado sin entorpecer la subida y bajada de la plataforma.

Pero en esos momentos a Schofield no le eran de gran ayuda.

¡Bum!

Schofield se giró. Era el sonido de fuertes pisadas resonando contra el metal.

Los hombres del séptimo escuadrón habían llegado al otro extremo del túnel horizontal.

Los hombres de la Fuerza Aérea avanzaron con rapidez por el túnel, agachados y con sus armas en ristre.

Eran cuatro, todos ellos con ropa de combate negra, máscaras antigás y chalecos antibalas. Puesto que no sabían a ciencia cierta qué túnel horizontal había tomado el grupo de Schofield, el resto de su unidad había seguido descendiendo por el conducto vertical para comprobar el resto de niveles.

Los dos hombres que encabezaban la marcha doblaron la curva del túnel… y se detuvieron.

Habían llegado al final del túnel horizontal, al extremo que daba al hueco del elevador de aviones.

Pero allí no había nadie.

El final del túnel estaba vacío.

* * *

Cuando el presidente de Estados Unidos visita un lugar, el servicio secreto siempre estudia y planifica con antelación al menos tres salidas alternativas en caso de emergencia.

En los hoteles de las grandes ciudades eso comprende por lo general una entrada trasera, una entrada del servicio (la cocina, por ejemplo) y el tejado, para una posible evacuación en helicóptero.

En el Área 7, el servicio secreto había enviado a dos equipos de avanzada para asegurar y proteger los puntos de salida alternativos que habían escogido.

La primera salida se hallaba en el nivel inferior del Área 7, el nivel 6. La salida era un conducto de emergencia de más de setecientos metros de largo que salía al desierto, a casi un kilómetro de distancia de la montaña que cubría la base. El primer equipo de avanzada del servicio secreto se hallaba en el nivel 6 y el segundo en la salida del conducto, fuera, en el desierto.

El presidente y su séquito de cinco personas bajaron a toda prisa por la escalera de incendios mientras una tormenta de balas crepitantes les pasaba rozándoles mejillas y abrigos. La primera unidad del séptimo escuadrón (la unidad Alfa, con el mayor Kurt Logan al frente) estaba pisándole los talones.

Llegaron a una puerta de incendios con un letrero que rezaba: «Nivel 4: Laboratorios». Siguieron descendiendo.

Más escaleras, otro rellano, otra puerta. Esta tenía un cartel más grande:

NIVEL 5: ÁREA DE CONFINAMIENTO DE ANIMALES

PROHIBIDO EL ACCESO

USAR ESTA PUERTA SOLO EN CASO DE EMERGENCIA

ACCEDER POR EL ASCENSOR EN EL OTRO EXTREMO

Siguieron descendiendo.

Llegaron a la base del hueco de la escalera, a una puerta que rezaba:

Nivel 6: ESTACION RAILES EN EQUIS

Frank Cutler iba primero. Llegó a la puerta, la abrió…

E inmediatamente recibió una feroz ráfaga de fuego automático.

El rostro y pecho de Cutler se tornaron en una masa sanguinolenta e irregular conforme las incesantes balas fueron impactando en él. La fuerza de los impactos lo lanzó hacia atrás y cayó el suelo. El guardaespaldas situado justo detrás de él también fue abatido.

Otra agente, una joven llamada Juliet Janson, se abalanzó sobre la puerta y la cerró, pero antes de hacerlo consiguió ver lo que se hallaba tras ella.

El nivel 6, el nivel inferior del Área 7, parecía una estación de metro subterránea: había una plataforma elevada entre dos vías de un ancho considerable. La puerta por la que se accedía al conducto de la salida de emergencia, su objetivo, se hallaba en la pared de hormigón junto a la vía derecha.

Posicionados en las vías de tren delante de esa puerta, sin embargo, y ocultos por la plataforma de la estación (que les llegaba más o menos a la altura del pecho) había otra unidad completa de soldados del séptimo escuadrón que apuntaban con sus P-90 a la puerta de incendios.

Delante de los hombres del séptimo escuadrón yacían sobre su propia sangre los cuerpos cosidos a balazos de los nueve miembros del equipo de avanzada Uno del servicio secreto.

La puerta se cerró y la agente especial Juliet Janson se volvió.

—¡Rápido! —gritó—. ¡A las escaleras! ¡Ahora!

—Alerta a todas las unidades. La unidad Delta ha entablado combate con el enemigo —dijo uno de los operadores de la sala de control—. Repito, la unidad Delta ha entablado combate con el enemigo…

Shane Schofield intentaba no respirar, no hacer ningún ruido.

Lo único que tenían que hacer era asomarse por el borde.

Estaba colgando (de las yemas de los dedos) de una de esas hendiduras horizontales para el cableado talladas en la pared de hormigón del hueco del elevador, a menos de un metro por debajo de la entrada del túnel horizontal en el que se hallaba segundos antes.

En ese extremo del túnel se encontraban en esos momentos los cuatro soldados armados del séptimo escuadrón que habían irrumpido en el conducto instantes antes.

Junto a él, Madre, Gant y Lumbreras se agarraban a la canaleta de cableado con los dedos.

Oyeron que por encima de ellos uno de los hombres del séptimo escuadrón hablaba por el micro de su casco.

—Charlie Seis, aquí Charlie Uno, no se encuentran en el conducto horizontal del nivel 1. Nos ponemos en marcha.

Fuertes pisadas y segundos después, nada.

Schofield suspiró aliviado.

—¿Adónde ahora? —preguntó Lumbreras.

—Allí —dijo Schofield mientras señalaba con la barbilla a la enorme puerta de acero situada al otro lado del hueco del elevador.

—¿Preparado? —le gritó Libro II a Elvis.

—¡Preparado! —respondió Elvis.

Libro II miró hacia el vehículo tractor Volvo unido al pistón de cola del Nighthawk Dos, a unos nueve metros de distancia. Con sus descomunales llantas, cuerpo bajo y diminuta cabina del conductor (con capacidad para solo dos personas), parecía más bien un ladrillo sobre ruedas o una cucaracha gigante. Lo cierto era que dicho parecido le había hecho ganarse el apodo de la cucaracha entre los trabajadores de los aeropuertos de todo el mundo.

En ese momento, la cucaracha del Nighthawk Dos estaba mirando hacia fuera, hacia la puerta blindada de titanio que había descendido hacía escasos minutos y había sellado el hangar.

Libro II blandía en esos momentos dos Beretta con revestimiento de níquel, una suya y la otra de un marine muerto. Le gritó a Elvis:

—¡Al volante! ¡Yo iré por el otro lado!

—¡Entendido!

—¡De acuerdo! ¡Ahora!

Los dos se pusieron de pie y salieron a la vez de su escondite, corriendo al unísono.

Casi al instante, una línea de balas impactó en el suelo tras ellos, pisándoles los talones.

Elvis se arrojó al asiento del conductor y cerró la puerta de un golpe tras de él. Libro II intentó acceder al asiento del copiloto, pero se topó con una brutal ráfaga de disparos, por lo que optó por tirarse al techo plano de acero del vehículo y gritar:

—¡Elvis! ¡Acelere!

Elvis encendió el vehículo. El motor de seiscientos caballos del Volvo cobró vida. A continuación, Elvis metió la marcha y pisó a fondo el acelerador.

Las ruedas del vehículo tractor chirriaron al acelerar. Iba directo a la puerta blindada que aislaba el hangar del mundo exterior, ¡llevando consigo el Nighthawk Dos, el helicóptero de transporte CH-53E Super Stallion!

Las dos unidades restantes del séptimo escuadrón del hangar, veinte hombres en total, echaron a correr tras la cucaracha con sus armas en ristre.

Las balas impactaron a ambos lados del Volvo.

Elvis dio un volantazo y la enorme cucaracha viró hacia el despacho sur.

En el techo del vehículo, Libro II se apoyó sobre una rodilla y disparó con sus dos pistolas a los soldados del séptimo escuadrón.

No le sirvió de gran cosa, pues los asesinos de la Fuerza Aérea lo superaban en potencia de fuego. Era como atacar una batería de misiles Patriot con una cerbatana. Se agazapó tras la cabina de la cucaracha entre ráfagas de disparos.

—¡Oh, mierda! —gritó Elvis desde la cabina del conductor.

Libro II levantó la vista.

Un soldado del séptimo escuadrón estaba a unos veinticinco metros de ellos, solo, justo en su trayectoria, en el lado sur del hueco del elevador central, ¡con un lanzamisiles antitanques Predator al hombro!

El soldado apretó el gatillo.

Se levantó una gran nube de humo antes de que un objeto pequeño y cilíndrico saliera disparado a gran velocidad del lanzador, directo a la cucaracha en marcha, dejando tras de sí una letal estela de vapor.

Elvis reaccionó con rapidez e hizo lo único que podía hacer.

Giró todo lo que pudo el volante hacia la izquierda.

El enorme vehículo tractor se elevó sobre dos de sus ruedas al girar violentamente hacia la izquierda y por un momento pareció ir directo al abismo que conformaba el hueco del elevador.

Pero siguió girando… girando… mientras las ruedas chirriaban sin cesar… hasta que de repente siguió avanzando en dirección norte, a lo largo de la estrecha sección del suelo entre el Marine One y el hueco del elevador.

El Nighthawk Dos no corrió tanta suerte.

Puesto que estaba rebotando (al revés) tras la cucaracha fugitiva, el brusco giro de Elvis lo colocó directamente en la línea de fuego del misil.

El Predator lo alcanzó e impactó en la cabina de vidrio reforzado a una tremenda velocidad.

El resultado fue poco menos que espectacular.

Toda la sección delantera del CH-53E Super Stallion explotó por los aires, llenando el hangar de fragmentos de vidrio y metal retorcido y dejando al helicóptero con un enorme agujero irregular allí donde instantes antes se había encontrado la cabina del piloto.

El impacto del misil también había destruido las ruedas de aterrizaje situadas bajo el morro del helicóptero, por lo que en esos momentos estaba siendo remolcado por el vehículo tractor de Elvis con el morro (o lo que quedaba de él) arrastrándose por el suelo y levantando chispas.

—¡Elvis! —gritó Libro II—. ¡Al ascensor! ¡Al ascensor!

Los soldados del séptimo escuadrón se echaron a un lado cuando la cucaracha pasó entre ellos con gran estruendo, totalmente fuera de control.

Elvis vio las puertas del ascensor a su derecha y giró del todo el volante. El vehículo respondió, girando a la derecha, salvando la esquina del hueco del elevador de los aviones de manera que, durante un breve instante, Libro II (en el techo del vehículo) solo vio el enorme vacío del abismo que se abría ante él.

Tres segundos después, la cucaracha y lo que quedaba del helicóptero se detuvieron justo delante de las puertas del ascensor de personal situado en el lado norte del hangar.

Libro II saltó del techo del Volvo y pulsó el botón del ascensor. Elvis se unió a él, cuando de repente dos hombres armados saltaron por encima del vehículo tractor.

Libro II se volvió y alzó sus pistolas, listo para disparar.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Calma! —dijo uno de los hombres armados mientras ponía en alto su arma.

—Calma, sargento —dijo el otro con tranquilidad—. Somos de los buenos.

Libro II soltó los gatillos.

Eran marines.

El primero era el sargento Ashley Lewicky, un sargento extraordinariamente feo con la nariz chata, cejijunto y una sonrisa enorme. Menudo y corpulento, su alias era, como no podía ser de otra forma, Sex Machine. De prácticamente la misma edad y rango que Elvis, eran amigos desde hacía años.

El segundo marine, sin embargo, no podía haber sido más diferente de Sex Machine. Alto y apuesto, el capitán Tom Reeves tenía veintinueve años. Era un joven oficial con un futuro prometedor, puesto que ya había sido ascendido a capitán por encima de otros tenientes con más experiencia. A pesar de sus obvios conocimientos y destrezas, los soldados lo llamaban Calvin porque parecía un modelo de ropa interior de Calvin Klein.

—Joder, Elvis —dijo Sex Machine—. ¿Dónde coño aprendiste a conducir? ¿En un concurso de demolición?

—¿Por qué? ¿Dónde estabais? —preguntó Elvis.

—¿Dónde crees, cabeza de chorlito? Dentro del Nighthawk Dos. Nos metimos allí cuando empezó todo. Y estábamos muy a gusto hasta que nos pusisteis en la mira de ese lanza…

Justo entonces, una ráfaga de balas impactó en la pared, encima de sus cabezas.

Diez hombres del séptimo escuadrón, la unidad Bravo, estaban cargando contra ellos desde distintos puntos del hangar.

—He de suponer que tenían un plan cuando decidieron conducir hasta aquí, ¿verdad, sargento? —le dijo Calvin Reeves a Libro II.

En ese momento, el ascensor llegó a la planta y las puertas de metal se abrieron. Estaba vacío, gracias a Dios.

—Este era el plan, señor —dijo Libro II.

—Buen plan —dijo Calvin y se apresuró al interior. Libro II fue directamente al panel de control y pulsó «Cerrar puertas».

Las puertas comenzaron a cerrarse. Una bala consiguió colarse entre las puertas e impactó en la pared posterior del ascensor.

—Venga… —dijo Elvis.

Las puertas siguieron cerrándose.

Oyeron pisadas de botas en el techo de la cucaracha y cómo los soldados amartillaban las ametralladoras…

Las puertas se cerraron del todo…

… un segundo antes de que las balas impactaran en la parte exterior de las puertas y dejaran su impronta en ellas.

* * *

Les había llevado un buen rato pero, moviendo una mano cada vez y agarrados con las yemas de los dedos a la canaleta de cableado que recorría las paredes que rodeaban el hueco del ascensor, habían logrado llegar finalmente a la puerta del hangar situada al otro lado.

Colgado de una sola mano, Schofield pulsó un botón del panel del control situado junto a la puerta del hangar. La enorme puerta de acero comenzó a ascender al instante.

Schofield trepó primero, se aseguró de que no había tropas enemigas alrededor y comenzó a ayudar a los demás a subir.

Una vez estuvieron todos, se dispusieron a contemplar el área que los rodeaba.

—Uau, madre mía —musitó Madre.

Un hangar grande y tenebroso, completamente subterráneo, se extendía ante ellos.

En la sala de control desde la que se dominaba el hangar principal, la pared de monitores de televisión en blanco y negro mostraba una serie de imágenes del complejo subterráneo:

Juliet Janson y el presidente subiendo las escaleras a toda prisa.

Libro II, Calvin Reeves, Elvis y Sex Machine en el interior del ascensor del personal, intentando abrir la escotilla del techo de la cabina del ascensor y trepar por ella.

Schofield y el resto accediendo a la puerta del hangar subterráneo.

—De acuerdo, unidad Charlie, los tengo. Los que estaban en el conducto de ventilación. Nivel 1. Hangar. Cuatro marines: dos hombres y dos mujeres. Todos suyos…

—Unidad Bravo, sus objetivos acaban de salir del ascensor de personal por la escotilla de la cabina. Estoy a punto de perder el contacto visual, pero están en el hueco del ascensor de personal. Sellando todas las puertas del hueco del ascensor salvo la suya. De acuerdo, puertas cerradas. Sáquenlos de allí.

—Señor, la unidad Eco ha efectuado un barrido del resto del hangar principal. A la espera de nuevas órdenes…

—Envíelos a ayudar a la unidad Charlie —dijo César Russell mientras contemplaba el monitor con la imagen de Shane Schofield.

—Eco, aquí control, diríjanse al hangar del nivel 1 para pasar un buen rato con la unidad Charlie…

—Unidad Alfa, el séquito presidencial está subiendo las escaleras. Van directos hacia sus hombres. Unidad Delta, la puerta de incendios del nivel 6 no está vigilada. Pueden acceder al hueco de la escalera y…

Era enorme, gigantesco.

Un enorme hangar subterráneo, prácticamente del mismo tamaño que el del nivel del suelo, quizá más grande incluso.

Tenía también varios aviones.

Un AWACS, un Boeing 707 de control y vigilancia aérea transformado, con su característico domo sobre la parte trasera. Dos bombarderos furtivos B-2 de aspecto siniestro, con su pintura absorbente de radar, sus alas de diseño futurista y sus ventanas de la cabina de pilotaje con gesto de ceño fruncido. Justo delante de los bombarderos había estacionado un Lockheed SR-71, Blackbirdel avión en funcionamiento más rápido del mundo, con su fuselaje extraalargado y sus propulsores gemelos en la parte trasera.

Aquellos aviones descomunales se cernían sobre Schofield y su equipo, dominando tan tenebroso espacio.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Madre.

Schofield permaneció unos instantes en silencio.

Estaba mirando con detenimiento el AWACS, que apuntaba al hueco del elevador de aviones.

A continuación dijo:

—Averigüemos si lo que dicen del corazón del presidente es cierto.

El aire de las escaleras de incendios se llenó de balas voladoras.

El séquito del presidente, reducido a tres personas en esos momentos, subía por las escaleras con sus armas en ristre (armas que comprendían revólveres, Uzi y SIG- Sauer).

Un joven agente llamado Julio Ramondo encabezaba la marcha, rociando las escaleras de balas con su Uzi a pesar de la herida de bala de su hombro.

La agente especial Juliet Janson iba detrás, tras haber asumido el mando del séquito más por una cuestión de necesidad que de protocolo. El presidente iba tras ella.

El tercer y último superviviente era el agente Curtís, que cubría las escaleras tras ellos conforme seguían ascendiendo.

Juliet Janson, de veintiocho años, era el miembro más joven del séquito presidencial, pero aquello no parecía importar demasiado en esos momentos.

Licenciada en Criminología y Psicología, podía correr los cien metros lisos en 13,8 segundos y era una excelente tiradora. Hija de un empresario estadounidense y de una profesora de universidad taiwanesa, tenía una inmaculada tez eurasiática (piel suave y aceitunada, rostro anguloso y definido, hermosos ojos color avellana y cabello negro y liso a la altura de los hombros).

—¡Ramondo! ¿Ve algo? —gritó por encima de los disparos.

Tras el fallido intento de llegar al nivel 6 y la horrorosa y sangrienta muerte de Frank Cutler, el presidente y su séquito se hallaban en medio de dos unidades del séptimo escuadrón.

La unidad del nivel 6 estaba subiendo por ellos, mientras que la unidad que había irrumpido en la sala común del nivel 3 estaba cercándolos desde arriba.

Así que lo único que podían hacer era lograr llegar a una de las plantas entre el nivel 6 y el nivel 3 antes de tener que hacer frente a un fuego cruzado desde arriba y desde abajo.

—¡Sí! ¡Lo veo! —gritó Ramondo—. ¡Vamos!

Juliet Janson llegó al rellano y se colocó junto a Ramondo. El presidente estaba a su lado. El ruido de las pisadas resonaba en el hueco de la escalera y las balas golpeaban y rebotaban en las paredes a su alrededor.

Janson vio la puerta más cercana y el letrero:

NIVEL 5: ÁREA DE CONFINAMIENTO DE ANIMALES

PROHIBIDO EL ACCESO

USAR ESTA PUERTA SOLO EN CASO DE EMERGENCIA

ACCEDER POR EL ASCENSOR EN EL OTRO EXTREMO

—Creo que esto puede considerarse una emergencia —dijo antes de reventar los cerrojos de la puerta con tres disparos de su pistola semiautomática SIG-Sauer.

A continuación la abrió de una patada y metió al presidente en el nivel 5.

Libro II alzó la vista en la oscuridad del hueco del ascensor y vio las puertas exteriores que daban al hangar principal, a unos quince metros por encima de ellos.

Estaba encima del ascensor de personal (parado) con Calvin, Elvis y Sex Machine. La luz de unos cuantos fluorescentes colocados a cierta distancia entre sí iluminaba las paredes de hormigón del hueco del ascensor.

—¿Por qué hemos salido del ascensor? —preguntó Elvis.

—Cámaras —dijo Libro II—. No podíamos quedarnos allí…

—Nos habrían abatido como a patitos de feria si nos hubiésemos quedado dentro —dijo Calvin Reeves, interrumpiéndolo—. Caballeros, como oficial de mayor rango, tomo el mando.

—¿Cuál es el plan entonces, capitán América? —preguntó Sex Machine.

—Tenemos que seguir moviéndonos… —comenzó Calvin, pero fue todo lo que pudo decir, porque en ese momento las puertas exteriores situadas sobre ellos se abrieron y al instante los cañones de tres P-90 arrojaron fuertes llamaradas de un brillante color amarillo sobre ellos.

Una ráfaga de balas impactó alrededor del ascensor.

Libro II se agachó y se giró… y vio una serie de cables de contrapeso a lo largo de la pared del hueco del ascensor que desaparecían por un lateral del ascensor detenido.

—¡Los cables! —gritó mientras corría hacia la pared, eludiendo la cadena de mando—. ¡Todo el mundo abajo! ¡Ahora!

Shane Schofield entró en la cabina delantera del avión de control y vigilancia aérea o AWACS del hangar del nivel 1.

—Lumbreras.

—Ya estoy en ello —dijo Lumbreras mientras desaparecía en el interior de la cabina principal del avión.

—La puerta —dijo Schofield a Madre, que había sido la última en subir.

Schofield se dirigió a la parte delantera del avión. El interior era muy similar al de un avión comercial, si bien un avión comercial al que le habían quitado todos los asientos y los habían reemplazado por consolas de vigilancia de pantalla plana.

Lumbreras ya estaba delante de una de las consolas. La consola cobró vida mientras Schofield tomaba asiento junto a él. Madre y Gant fueron directas a las dos salidas de emergencia del avión para vigilar.

Lumbreras comenzó a teclear.

—Madre ha dicho que se trataba de una señal de microondas —dijo Schofield—. El satélite la transmite y el chip colocado en el corazón del presidente rebota la señal de regreso al satélite.

Lumbreras siguió tecleando.

—Tiene sentido. Solo una señal de microondas puede penetrar la radiosfera de esta base y solamente en caso de conocer la frecuencia de entrada.

—¿Frecuencia de entrada?

Lumbreras continuó tecleando.

—La radiosfera de esta base es como un paraguas, una gigantesca cúpula semiesférica de energía electromagnética embrollada. Básicamente, este paraguas de energía embrollada frena todas las señales no autorizadas e impide que entren o salgan de esta base, pero, como en todos los buenos sistemas de interferencias, disponen de una frecuencia para que pueda ser empleada en transmisiones autorizadas. Esa es la frecuencia de entrada, una amplitud de la banda de microondas que se abre camino a través de la radiosfera, como una especie de camino secreto por entre un campo de minas.

—Entonces, ¿la señal de ese satélite está entrando por la frecuencia de entrada? —dijo Schofield.

—Eso es lo que creo —dijo Lumbreras—. Lo que estoy haciendo ahora es usar el radar del domo rotativo del avión para buscar todas las frecuencias de microondas en el interior de esta base. Estos aviones tienen los mejores sistemas de detección de ancho de banda del mundo, por lo que no debería costar… ¡Bingo! La tengo.

Golpeó el dedo en la tecla «Enter» y apareció una nueva pantalla.

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—Vale, ¿ve esto? —Lumbreras imprimió la pantalla—. Es una señal de rebote estándar. El satélite envía una señal de búsqueda: los picos elevados del lado positivo, de unos diez gigahercios. Entonces, poco después, el receptor en tierra, el presidente, rebota esa señal de regreso al satélite. Son los picos pronunciados del lado negativo.

Lumbreras rodeó con un círculo los picos de la hoja impresa.

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—Búsqueda y retorno —dijo—. Interferencias aparte, la señal de rebote parece repetirse cada veinticinco segundos. Capitán, ese general de la Fuerza Aérea no miente. Aquí abajo hay algo que está rebotando una señal de microondas de un satélite seguro.

—¿Cómo sabemos que no es solo una señal sin más? —dijo Schofield.

—Por su irregularidad —dijo Lumbreras—. ¿Ve? No es una secuencia de réplica perfecta. De tanto en tanto hay un pico de tamaño medio entre las señales de búsqueda y retorno. —Lumbreras señaló dichos picos en el interior de dos de los círculos.

—¿Qué significa eso?

—Es una señal de interferencia. Significa que la fuente de la señal de retorno se está moviendo.

—Dios santo —dijo Schofield—. Entonces es cierto.

—Y esto no hace más que ponerse peor —dijo Gant desde la ventanilla de la salida de emergencia del lado izquierdo de la cabina—. Mira.

Schofield se acercó a la ventanilla y miró por ella.

Y se le heló la sangre.

Debían de ser unos veinte.

Veinte soldados del séptimo escuadrón, corriendo por el hangar (con sus subfusiles automáticos P-90 en las manos y las máscaras ERG-6 cubriéndoles el rostro) y formando un círculo alrededor del AWACS. Rodeándolo.

* * *

Lo primero que percibieron fue el olor.

Olía como en el zoo, a esa peculiar mezcla de excrementos de animales y serrín en un espacio reducido y cerrado.

Juliet Janson fue la primera en acceder al nivel 5, tirando del presidente tras de sí. Los otros dos agentes del servicio secreto entraron corriendo después y cerraron la puerta del hueco de la escalera tras ellos.

Se encontraban en una habitación amplia y oscura. Había jaulas alineadas en tres de las paredes, jaulas de aspecto siniestro, con barrotes de acero incrustados en paredes de sólido hormigón. En la cuarta pared había unas jaulas de aspecto más moderno: eran jaulas que llegaban hasta el techo, de fibra de vidrio transparente y llenas de agua negra como el carbón. Janson no fue capaz de ver lo que había en el interior de aquellas aguas oscuras y agitadas.

Un gruñido hizo que se diera la vuelta.

Había algo muy grande dentro de una de las jaulas de acero a su derecha. Con la tenue luz de aquella mazmorra, solo pudo discernir una forma grande y peluda moviéndose tras los gruesos barrotes.

Entonces se oyó un chirrido terrible procedente de la jaula, como cuando alguien pasa las uñas por una pizarra.

El agente especial Curtís se acercó a la celda y asomó la cabeza por entre los barrotes.

—No se acerque mucho —le avisó Janson.

Demasiado tarde.

Un rugido espeluznante llenó la mazmorra cuando una enorme cabeza negra (una borrosa combinación de pelo, ojos salvajes y dientes de quince centímetros) surgió de detrás de los barrotes y se abalanzó sobre el desventurado agente.

Curtís cayó hacia atrás, aterrizando sobre su trasero mientras el animal (fuera de sí, violento, frenético) intentaba alcanzarlo con sus garras, contenido tan solo por los barrotes reforzados de la jaula.

Concluido el amago de emboscada, Janson pudo contemplar mejor al animal.

Era enorme, de al menos dos metros setenta de altura, cubierto de oscuro pelaje. Parecía totalmente fuera de lugar en una celda de hormigón subterránea.

Janson no podía creerse lo que estaba viendo.

Era un oso.

No parecía muy contento. Su pelaje estaba enmarañado y apelmazado, grasiento, y tenía heces pegadas al pelaje de sus cuartos traseros, lo que hacía que el mayor carnívoro vivo del mundo pareciera una especie de monstruo salido de alguna película de terror.

Las otras tres jaulas de la pared norte contenían más osos: cuatro hembras y dos cachorros.

—Dios mío… —acertó a decir el presidente.

—¿Qué demonios ocurre en este lugar? —susurró Julio Ramondo.

—No me importa lo más mínimo —dijo Janson mientras tiraba del presidente hacia una puerta maciza situada en la parte más alejada de la habitación—. Sea lo que sea, no podemos quedarnos aquí.

El hangar del nivel 1 estaba en completo silencio.

El enorme avión se hallaba en el centro del hangar, rodeado por los soldados del séptimo escuadrón.

—Esta no es la situación que esperaba —dijo Schofield.

—¿Cómo saben que estamos aquí? —preguntó Madre.

Gant miró a Schofield.

—Supongo que una base como esta estará hasta arriba.

—Cierto —dijo Schofield.

—¿De qué estáis hablando? —dijo Madre.

—Cámaras —dijo Schofield—. Cámaras de vigilancia. En algún lugar de esta base, alguien está en una habitación mirando los monitores y diciéndoles a esos tipos dónde estamos…

¡Plof!

Se oyó un golpe sordo procedente del exterior.

Gant miró por la ventanilla de la salida de emergencia.

—¡Mierda! ¡Están en el ala!

—¡Dios! —dijo Schofield—. Se dirigen a las puertas.

Miró a Gant.

—Van a asaltar el avión —dijo.

Parecían hormigas trepando por un avión de juguete. Ocho hombres del séptimo escuadrón, cuatro a cada lado, acechándolos desde las alas del Boeing 707.

El capitán Luther Pitón Willis, al mando de la tercera unidad del séptimo escuadrón, la unidad Charlie, observaba desde el suelo del hangar cómo sus hombres avanzaban por las alas del avión estacionado.

—Los Avenger están en camino —dijo su sargento maestre.

Pitón no dijo nada, tan solo asintió con frialdad.

En el interior del AWACS, Schofield echó a correr por el pasillo central para comprobar los puntos de entrada traseros del avión. Gant y Lumbreras vigilaban las salidas de emergencia.

—¡Aquí no hay nadie! —gritó Schofield desde la sección posterior del avión, donde había dos salidas de emergencia—. ¡Zorro!

—¡Cuatro en el ala izquierda! —gritó Gant.

—¡Cuatro en la derecha! —dijo Lumbreras.

—¡Madre! —gritó Schofield.

No respondió.

—¡Madre!

Schofield atravesó a grandes zancadas la cabina principal en dirección a la parte delantera del avión.

Ni rastro de Madre. Se suponía que tenía que vigilar los accesos delanteros: la puerta para el lanzamiento en paracaídas de la cabina de mando y las escotillas del techo situadas encima de los asientos eyectables de los pilotos.

Mientras corría, Schofield miró a través de la ventanilla más cercana y vio a los soldados armados en el ala izquierda.

Frunció el ceño: ¿qué están haciendo ahí?

No podían irrumpir sin más por los accesos de las alas. A pesar de ir armados solamente con pistolas, Schofield y sus marines podían repeler un ataque desde un punto de acceso tan reducido.

Fue entonces, sin embargo, cuando vio los Avenger a través de la ventanilla de la puerta lateral del Boeing 707.

Eran dos y habían accedido al hangar desde la rampa de acceso para vehículos situada al extremo este del nivel.

El vehículo Avenger es un Humvee modificado. Se trata de un sistema de misiles montado sobre la estructura básica de un Humvee y consta de una torreta acorazada con dos lanzamisiles, provistos de cuatro misiles tierra-aire Stinger cada uno. En la parte inferior de estos lanzamisiles hay también un par de potentes ametralladoras del calibre 50. Básicamente, se trata de un sistema antiaéreo de elevada eficacia y movilidad.

—Bien, ya sé qué van a hacer —dijo en voz alta Schofield.

Iban a volar el avión con los Stinger y después, aprovechándose de la posterior confusión, irrumpirían en el interior.

Buen plan, pensó Schofield. Y de lo más doloroso para sus tres marines y para él.

Los dos Avenger se separaron conforme avanzaban por el suelo del hangar, uno en dirección al flanco derecho del AWACS y el otro al izquierdo.

Schofield los vio avanzar hasta desaparecer de su campo de visión.

Mierda.

Tenía que hacer algo, y rápido.

¡Bruuum!

Los motores dispuestos en las alas del AWACS cobraron vida. En el espacio cerrado del hangar, el ruido fue ensordecedor.

Schofield se volvió.

—Madre —dijo.

* * *

Los Avenger se detuvieron a ambos lados del avión justo cuando el enorme Boeing 707 echó a rodar hacia delante y sus motores llenaron el hangar de llamas y un estruendo atronador.

Con el repentino movimiento del avión, los ocho hombres subidos a las alas perdieron el equilibrio.

Schofield corrió a la cabina de mando.

Madre estaba sentada en el asiento del capitán.

—¡Eh, Espantapájaros! —gritó por encima del ruido—. ¿Qué tal un paseíto?

—¿Has pilotado alguna vez un avión, Madre?

—¡Vi a Kurt Russell hacerlo en una película! Qué demonios, no puede ser muy diferente a conducir el camión de dieciocho ruedas de…

Una ráfaga de disparos impactó en el parabrisas de la cabina del piloto, haciéndolo pedazos. Miles de trozos de cristal salieron despedidos por todas partes. Algunos de los disparos impactaron en el techo.

Entonces Schofield vio que uno de los Avenger se detenía a la izquierda del avión; observó que sus lanzamisiles apuntaban hacia arriba, preparándose para disparar a la cabina del piloto.

—¡Madre! ¡Rápido! ¡A la izquierda! —gritó.

—¿Qué? —Si iban hacia la izquierda chocarían con el Avenger.

—¡Hazlo! —Schofield saltó al asiento del copiloto y con los controles de mando (accionados por pedales) la obligó a virar, al mismo tiempo que los propulsores ganaban intensidad.

El avión respondió al instante.

Alcanzó velocidad y comenzó a girar bruscamente hacia la izquierda, ¡directo al Avenger!

Los hombres del séptimo escuadrón a bordo del Avenger vieron lo que iba a ocurrir.

Abandonaron todo esfuerzo de hacer blanco con sus Stingers y se tiraron del vehículo un instante antes de que las enormes ruedas del Boeing impactaran en la parte delantera del Avenger, aplastándolo como si de una lata se tratara y pasando por encima de lo que quedaba de él, como un camión monstruo en una carrera de coches.

—¡Yijaaaa! —gritó Madre mientras el avión rebotaba sobre los restos del Humvee.

—Esto no ha acabado aún —dijo Schofield—. Todavía queda otro allí fuera. ¡Zorro! ¿Dónde está el otro Avenger?

Gant y Lumbreras seguían en la cabina principal del AWACS, cubriendo las salidas de emergencia de las alas a ambos lados del avión; Gant con su MP-10, Lumbreras con la Beretta.

—¡Está detrás de nosotros, a la izquierda! —gritó Gant. Desde su ventanilla, vio al Humvee cerca de la pared norte, con sus lanzamisiles en posición de lanzamiento. Entonces, sin previo aviso, se levantó una nube de humo procedente de uno de los lanzamisiles.

—¡A cubierto! —gritó—. ¡Han lanzado un misil!

En ese mismo instante se produjo una explosión terrible y todo el avión se estremeció violentamente, como si las ruedas se hubieran levantado del suelo.

El humo entró en la cabina principal desde la parte trasera cuando el avión volvió a aterrizar en el suelo y su suspensión se sacudió.

—¡Ha alcanzado la cola! —gritó Gant.

Era mucho peor que eso.

El segundo Avenger había reducido la sección de cola a un agujero humeante. La aleta de cola del avión yacía rota en el suelo del hangar, completamente separada de este.

El AWACS siguió girando en círculo, con sus enormes ruedas rodando a gran velocidad, al mismo tiempo que era atacado por una ráfaga continua de disparos por parte de los soldados del séptimo escuadrón apostados por todo el hangar.

En el enorme espacio del hangar subterráneo, el movimiento del avión resultaba casi cómico: ver algo tan grande y pesado moviéndose con semejante rapidez y temeridad era digno de contemplar.

El avión giró ciento ochenta grados y la punta de su ala derecha rebotó contra un costado del SR-71 Blackbird. En esos momentos estaba justo en dirección contraria a como había estado estacionado, con lo que la parte posterior quedaba expuesta al fuego de los soldados del séptimo escuadrón.

Las balas barrieron el interior de la cabina central, impactando en el techo y las paredes. Gant y Lumbreras se tiraron al suelo mientras trozos de plástico y revoque caían sobre ellos.

—¡Joder! —gritó Lumbreras—. ¡Esto no te lo enseñan en Parris Island!

Libro II también estaba moviéndose con rapidez.

Descendió rápidamente por uno de los cables de contrapeso que recorrían uno de los lados del hueco del ascensor de personal. Calvin, Elvis y Sex Machine se deslizaron por los cables tras él y comenzaron a descender por el hueco.

Tras lograr evitar los disparos de los soldados del séptimo escuadrón, en esos momentos tenían que encontrar una manera de salir del hueco del ascensor antes de que los soldados sortearan la barrera que el ascensor conformaba en esos momentos entre ellos.

Libro II se detuvo delante de un par de puertas exteriores marcadas con un «1» pintado en negro e inmediatamente oyó el ruido amortiguado de un tiroteo (disparos de ametralladoras, explosiones, chirridos de llantas).

—Esta mejor no —dijo Calvin Reeves cuando se situó junto a Libro II—. Probemos la siguiente. Siguieron descendiendo.

En el interior del hangar, Pitón Willis observaba cómo el AWACS giraba a gran velocidad alrededor del hangar.

A continuación dijo por el micro del casco en un tono desprovisto de emoción alguna:

—Avenger Dos. Vaya a por la cabina de mando. Dos misiles.

En la cabina de mando del AWACS, Schofield pisó los pedales de control.

—¡Madre! —gritó—. ¡A la cabina principal! ¡Ve a la cola y asegúrate de que no entre nadie! ¡Yo me encargo de pilotar el avión!

Madre cogió su M-16 y salió de la cabina de mando.

Mientras se marchaba, Schofield vio al segundo Humvee aparecer delante de él, por la pared norte. El vehículo giró con gran rapidez y se colocó en posición de disparo.

Schofield pulsó el intercomunicador del avión.

—¡Lumbreras! —La voz de Schofield resonó por los altavoces del avión—. ¡Active contramedidas electrónicas!

En la cabina principal, Lumbreras alzó la vista al oír la voz de Schofield.

—¡Oh, sí, por supuesto!

—¿De qué está hablando? —gritó Gant cuando Madre se unió a ellos en la cabina principal.

Pero Lumbreras ya estaba abalanzándose sobre una de las consolas. Se sentó y comenzó a teclear con rapidez.

Gant miró a través de la ventanilla de la salida de emergencia y vio las paredes del hangar y el Humvee que quedaba deteniéndose junto a la pared norte y preparándose para disparar otro de sus misiles.

—¡Van a dispararnos de nuevo! —gritó.

—Lumbreras… —dijo la voz expectante de Schofield por los altavoces.

Lumbreras seguía tecleando con rapidez. Las palabras «Emisor MF» aparecieron en su pantalla.

—¡A cubierto! —gritó Gant.

De los lanzamisiles del Humvee salieron dos nubes de humo…

En el mismo y preciso momento en que Lumbreras pulsó la tecla «Enter».

Dos Stinger salieron disparados de los lanzamisiles de la parte trasera del Humvee, dejando una estela gemela de humo tras de sí. Iban directos a la sección delantera del avión, volando en perfecta formación.

Y entonces, de repente, los Stinger se volvieron locos.

A pesar de que los misiles buscan fuentes de calor, se vieron afectados por las poderosas contramedidas antimisiles del AWACS, que perturbaron sus sistemas electrónicos, desbaratando sus sistemas lógicos internos. Fue como si una onda de ruido electrónico imperceptible lanzada desde el domo rotativo del AWACS hubiera impactado en los dos Stinger.

Los dos misiles respondieron en consecuencia.

Se volvieron locos.

Rompieron la formación al momento. Uno comenzó a girar frenéticamente a la derecha y el otro torció a la izquierda. El de la derecha pasó pegado a la parte inferior del avión, que seguía girando, mientras el de la izquierda lo pasó por encima.

Desde la cabina de pilotaje del avión Schofield observó impresionado cómo uno de los misiles pasaba por el morro del avión y luego regresaba hacia el Humvee que lo había lanzado.

Un segundo después, el misil impactó en la pared de hormigón situada encima del Humvee, atravesando un compartimento dispuesto a tres metros de altura del suelo del hangar.

El misil estalló y fragmentos de hormigón de la pared y del compartimento empezaron a volar por todas partes. El impacto del misil arrancó la puerta de acero del compartimento de sus bisagras y esta comenzó a rebotar por el suelo del hangar, hecha un completo amasijo de hierros. Enormes pedazos de hormigón cayeron sobre el Humvee que había disparado el misil.

Lo que quiera que fuera aquel compartimento, ya no lo sería más, pensó Schofield.

Pero todavía había otro misil volando por el hangar, fuera de control.

Ese segundo misil voló alrededor de la sección trasera del AWACS, que seguía en movimiento, y giró bruscamente en el aire antes de volver sobre sus pasos e impactar en la pared norte del hangar, justo al lado de las puertas del ascensor de personal.

La pared estalló en miles de pedazos.

A la lluvia de fragmentos de hormigón, sin embargo, le siguió una imagen de lo más peculiar.

Un impactante géiser de agua (sí, agua) salió disparado del agujero de la pared con tremenda fuerza.

Schofield frunció el ceño.

—Pero ¿qué demonios…?

Una tremenda explosión sacudió las paredes del hueco del ascensor de personal.

Libro II, que en esos momentos estaba colgado del cableado junto a su grupo cerca de las puertas exteriores del nivel 3 (las puertas del nivel 2 estaban cerradas, así que habían descendido a la siguiente planta) alzó la vista al oír la explosión.

Lo que vio fue tan aterrador como inesperado.

Una sección entera de la pared de hormigón situada junto a la puerta del nivel 1, a dieciocho metros por encima de ellos, explotó, rociando el hueco del ascensor de trozos de hormigón.

Y entonces, justo después del hormigón, llegó el agua.

El agua cayó sobre Libro II y el resto como si los estuvieran rociando con una manguera contra incendios.

Torrentes y torrentes de agua caían en cascada por el estrecho hueco del ascensor desde el agujero abierto en la pared del nivel 1, golpeando con fuerza sus cuerpos.

Lo único que podían hacer era agarrarse con fuerza a los cables.

Pero tan pronto como sintió el peso de la cascada, Libro II supo lo que iba a ocurrir: el agua caía con demasiada fuerza.

Iban a caerse.

—Aviso a todas las unidades. Rotura de los depósitos de agua en el nivel 1. Repito: rotura de los depósitos de agua en el nivel 1…

—El agua de los depósitos está entrando por el hueco del ascensor de personal.

—Inicien contramedidas para cierre hermético —dijo con total tranquilidad César Russell—. Sellen el hueco del ascensor. Dejemos que se inunde.

—Sí, señor.

Sex Machine fue el primero en caer.

El agua caía con tanta fuerza que se soltó del cable de contrapeso y cayó.

Cayó con rapidez (si bien a Libro II le pareció que lo hacía a una angustiosa cámara lenta: sus ojos y boca estaban abiertos de par en par y sus gritos enmudecidos por el estruendo de la cascada) antes de desaparecer en la total oscuridad del hueco del ascensor.

—¡Maldición! —dijo Libro II.

Y entonces hizo lo único que se le ocurrió.

—¡Sargento! ¡No! —gritó Calvin, pero ya era demasiado tarde.

Libro II aflojó su agarre del cable y descendió cual bala tras Sex Machine, perdiéndose en la oscuridad.

Libro II cayó a la oscuridad.

Se deslizó por el cable de contrapeso durante largo tiempo, a gran velocidad, sintiendo que el calor del cable le abrasaba las manos a pesar de los guantes blancos de su uniforme de gala.

Entonces, de repente, con un chapoteo, se sumergió en agua, en el agua acumulada en la base del hueco de la escalera.

Tal como había esperado.

El hueco del ascensor de personal debía de medir un metro cuadrado y, si todas las puertas de salida estaban selladas (y dada la enorme cantidad de agua que estaba saliendo del boquete de la pared del nivel 1), supuso que esta no tardaría mucho tiempo en acumularse en la base y alcanzar cierta profundidad.

Sex Machine estaba flotando a su lado, tosiendo agua y luchando por coger aire. Pero estaba vivo.

—¿Todo bien? —gritó Libro II.

—Sí.

Calvin y Elvis llegaron a la base del hueco del ascensor instantes después, deslizándose por los cables de contrapeso. La cascada resonaba a su alrededor, rociándolos de agua.

—Muy bien, Capitán Fantástico —le dijo Elvis a Calvin—, nuestro hueco del ascensor se está llenando de agua. ¿Qué sugiere que hagamos ahora?

Calvin vaciló.

No así Libro II. Señaló un par de puertas exteriores situadas encima de ellos.

—Simple. ¡Las abrimos!

—Me cago en la puta… —dijo Lumbreras mientras miraba a través de la parte trasera de la cabina principal del AWACS.

Un géiser de agua a alta presión estaba saliendo del agujero que se había abierto junto al ascensor de personal, arrojando una alfombra de agua sobre el suelo de hormigón del hangar.

—¿Qué coño es esto?

—Otro día de caos y destrucción con Espantapájaros —dijo Madre.

—Chicos —dijo Gant mientras miraba por la ventanilla de la salida de emergencia—. ¿Qué les ha pasado a los tipos que estaban en las alas?

Madre y Lumbreras se volvieron para mirar las alas del avión.

Allí no había nadie.

Los soldados del séptimo escuadrón que habían estado sobre las alas habían desaparecido.

Fue entonces cuando oyeron el sonido amortiguado de pisadas en el techo.

* * *

El AWACS proseguía con su circuito arrasador por el hangar, salvo que en esos momentos se abría paso a través de una capa de agua de dos centímetros y medio de profundidad.

Casi había completado el círculo, de manera tal que en ese momento apuntaba a la sección vacía del hangar que daba a la entrada abierta del hueco del elevador de aviones.

Schofield pisó los pedales de mando para intentar controlar el avión de vigilancia.

Vio la entrada que daba al hueco del elevador de aviones, justo delante de él. En ese momento, una cortina de agua cayó cual catarata del Niágara y desapareció por el hueco del elevador.

La plataforma elevadora hidráulica era sin duda la mejor opción para salir de aquel entuerto, pero la última vez que la había visto se hallaba detenida en uno de los niveles inferiores…

Y entonces, más repentinamente de lo que Schofield hubiera podido anticipar, el techo de la cabina explotó en una lluvia de chispas.

No había sido el techo exactamente, sino una de las escotillas dispuestas en el techo de la cabina de mando, una de las escotillas que se abrían cuando el asiento eyectable del piloto se activaba.

Tan pronto como la escotilla había reventado, una auténtica ráfaga de disparos había penetrado por ella, impactando en el tablero de control y haciendo pedazos los indicadores y cuadrantes.

A semejante torrente de balas le siguió una segunda ráfaga de disparos que atravesó el asiento vacío del piloto (el asiento de la izquierda, donde Madre había estado sentada), reduciéndolo a jirones.

Schofield vio lo que iba a suceder a continuación, así que se tiró del asiento y rodó por el suelo.

Instantes después, dos botas de combate aterrizaron con un golpe sordo sobre el asiento del piloto, botas que pertenecían a un soldado del séptimo escuadrón de temible aspecto.

El soldado, con la máscara antigás puesta, se volvió rápidamente con su P-90 apoyado firmemente contra su hombro, buscando cualquier posible enemigo en la parte posterior de la cabina de mando. A continuación se giró de nuevo hacia delante, y hacia abajo donde, para su total sorpresa, vio a Schofield acurrucado en el suelo.

Schofield, desarmado e indefenso, vio que el soldado comenzaba a apretar el gatillo con su dedo enguantado.

Y Schofield soltó una patada.

No a las piernas del hombre, sino a la palanca situada junto al asiento, la palanca de eyección.

La patada de Schofield dio en el blanco.

La palanca se movió hacia un lado.

Y, con un sonoro estallido, el asiento de eyección del piloto salió disparado por el agujero del techo de la cabina, ¡llevándose al soldado del séptimo escuadrón con él!

Pitón Willis observó completamente atónito cómo uno de sus hombres salía disparado a gran velocidad de la cabina de mando del AWACS, sobrepasando a sus compañeros, igual de estupefactos, ¡sobre un asiento eyectable!

El hombre voló por los aires cual bólido antes de impactar violentamente contra el techo de hormigón del hangar.

El horrible ruido del cuello del soldado al partirse resonó por todo el hangar subterráneo. Su cuerpo se golpeó con tal fuerza que el sonido pudo discernirse incluso por encima del rugido de los motores del AWACS. Murió al instante, pues la fuerza de más de ciento treinta kilos del asiento eyectable le partió la columna contra el techo como si de una ramita se tratara.

Mientras tanto, Schofield había sacado su Beretta y, deslizándose boca arriba por el suelo, tras los asientos de pilotos, comenzó a disparar al techo de la cabina para evitar que nadie más intentara acceder por ahí.

En cuestión de segundos, la pistola se quedó sin munición. Se puso de pie y miró por el parabrisas delantero…

¡Y vio que el avión iba de cabeza al hueco del elevador de aviones!

—La cosa mejora por momentos —dijo.

Intentó pensar en alguna solución.

El avión iba derecho al hueco del elevador.

Los soldados del séptimo escuadrón estaban desplegados por todo el techo (por todo el hangar, más bien).

Gant, Madre, Lumbreras y él estaban encerrados en el avión.

¿Cuál era la solución?

Muy sencillo.

Salir del hangar.

Pero no hay forma alguna de salir. Estamos atrapados en el avión y, si salimos, estamos muertos.

A menos, claro está, que salgamos del hangar mientras sigamos a bordo del avión…

Oh, sí…

Y, así, Schofield se sentó de nuevo en el asiento del copiloto y volvió a tomar el control del avión. A pesar de los disparos, los controles todavía funcionaban.

Schofield hizo que el Boeing 707 ganara velocidad y siguió manteniéndolo recto para que apuntara directamente a la enorme entrada de acero que conducía al hueco del elevador.

—Pero ¿qué demonios está haciendo…? —dijo Pitón.

El enorme AWACS estaba cogiendo velocidad y avanzaba por el hangar en dirección a la entrada abierta al hueco del elevador.

Los soldados que estaban en el techo del avión sintieron que este ganaba impulso y velocidad.

Miraron hacia delante, vieron hacia dónde se dirigía y los ojos casi se les salen de las órbitas.

—No puede ser cierto —musitó Pitón mientras contemplaba cómo sus hombres saltaban del techo del avión en movimiento conforme este se precipitaba hacia la entrada del hangar.

En la cabina de mando del avión, Schofield estaba abrochándose el cinturón. Mientras lo hacía, pulsó el interruptor del intercomunicador:

—Damas y caballeros, al habla su capitán. Tomen asiento y abróchense los cinturones, porque estamos a punto de despegar.

En la cabina principal, Gant y los dos marines se giraron para mirar hacia delante.

Desde la cabina principal del avión podía contemplarse la cabina de mando y, a través del parabrisas de esta, vieron el hueco del elevador acercándose rápidamente.

—¿Está pensando en lo que creo que está pensando? —le preguntó Gant a Madre.

Madre esperó antes de responder.

—Sí.

Saltaron a los asientos más cercanos y corrieron a abrocharse a toda prisa los cinturones de seguridad.

El Boeing 707, desprovisto de la sección de cola, resonó por el hangar subterráneo mientras el suelo de hormigón mojado se sucedía a gran velocidad, en dirección al hueco del elevador.

Y entonces, antes siquiera de que nadie pudiera esperar que se detuviera, el avión salió disparado del hangar, se inclinó sobre el borde y cayó al hueco del elevador, desapareciendo del campo de visión.

* * *

El avión cayó de morro por el hueco del elevador a gran rapidez. Parecía un enloquecido caza kamikaze.

Cayó y cayó y cayó hasta estrellarse con gran estruendo en la plataforma elevadora hidráulica estacionada en el nivel 4, a casi cincuenta y cinco metros.

El morro del avión se combó al instante al impactar contra la plataforma. Los fragmentos del avión comenzaron a volar por todas partes, como la metralla. Dos de los reactores salieron disparados al chocar contra la plataforma.

El avión, sin embargo, pareció sostenerse sobre su morro durante casi una eternidad. Y entonces, con un chirrido metálico, cayó, como una secuoya californiana, aterrizando con un estruendoso golpe sobre su ala izquierda (que se partió al instante), antes de que el resto del avión se golpeara contra la plataforma con un estruendoso bum.

En el interior del avión, el mundo se inclinó cuarenta y cinco grados a la izquierda.

Madre, Gant y Lumbreras estaban sentados en sus asientos, sujetos por los cinturones, pero colgando del lado izquierdo. Estaban empezando a soltarse los cinturones cuando Schofield llegó corriendo de la cabina de pilotaje.

—Vamos —dijo mientras ayudaba a Madre con su cinturón—. Pronto estarán aquí.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gant mientras caía de su asiento y se ponía en pie.

Schofield frunció el ceño.

—Tenemos que encontrar al presidente.

—Dios santo, ha lanzado el avión al hueco del elevador…

—Unidades Charlie y Eco, inicien persecución…

—El presidente se encuentra en el nivel 5. Se dirige a la zona de confinamiento. Unidad Delta, permiso para acceder a las dependencias de animales…

—Recibido, líder de la unidad Bravo. Sí, están en el agua, en la base del hueco del ascensor de personal. Buena idea…

—¿Qué está haciendo Boa? —preguntó César Russell. El capitán Bruno Boa McConnell estaba al frente de la unidad Bravo. Era una de las Cinco Serpientes.

—Está en la parte superior del ascensor de personal, señor. Van a bajar el ascensor. Quieren ahogar a esos bastardos. Y, si intentan subir por los cables laterales, los abatirán a tiros.

Libro II y los demás flotaban inmóviles en las aguas cada vez más profundas acumuladas en la base del hueco del ascensor del personal.

El fuerte torrente de agua seguía golpeándolos. No tenía pinta de ir a parar y el hueco del ascensor se estaba llenando con rapidez, haciendo que el nivel del agua creciera a gran velocidad, elevándolos a las puertas exteriores más cercanas.

Y, entonces, de repente, por encima del estruendo del agua que se precipitaba sobre ellos, un fuerte sonido metálico resonó por el hueco del ascensor, seguido del zumbido de un movimiento mecánico.

Libro II miró hacia arriba, justo en el preciso momento en que la lluvia de agua cesó.

Bueno, más o menos. En esos momentos caía por los lados del hueco del ascensor, cubriendo los cables de contrapeso con una cortina de agua.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sex Machine.

Y entonces Libro II lo vio.

Vio una sombra superpuesta a la oscuridad que descendía sobre ellos, una sombra de forma cuadrada que se hacía más grande conforme se iba acercando.

—¿Qué es eso? —dijo Calvin Reeves.

—Oh, mierda —musitó Libro II—. Es el ascensor.

A medida que el ascensor de personal descendía, el agua rebotaba en el techo y se vertía a los laterales.

A cierta altura del ascensor, desde la entrada del hangar principal, dos francotiradores del séptimo escuadrón provistos de rifles con miras telescópicas nocturnas apuntaban al hueco del ascensor.

Apuntaban más concretamente al techo del ascensor, esperando a que algún enemigo apareciera por los laterales de este, los únicos dos puntos por donde podían trepar desde su posición (bajo el ascensor en descenso).

—Qué mal pinta esto… —dijo Libro II—. Qué mal pinta.

O bien se ahogaban porque el ascensor los hundía bajo el agua, o trepaban por los laterales del ascensor donde, sin duda alguna, el enemigo los estaría esperando…

Alzó la vista al par de puertas exteriores situadas a medio metro de él. Tenían pintado un enorme «5».

Nivel 5.

Se preguntó qué habría en ese nivel, pero luego concluyó que qué más daba. Esas puertas eran la única salida. Y punto.

Se aupó y consiguió alcanzar el extremo inferior de la entrada. Una cortina de agua le golpeó la cabeza.

Al igual que las demás puertas exteriores del hueco del ascensor, las puertas del nivel 5 estaban cerradas, selladas herméticamente.

El ascensor seguía descendiendo, de manera lenta pero constante.

El agua seguía creciendo, alcanzando ya la base de la entrada al nivel.

Calvin Reeves apareció a su lado.

—¿Cómo demonios abrimos estas puertas, sargento?

Libro supuso que el mecanismo para desactivar el cierre se encontraba en algún punto de la pared.

—¡No lo veo! —gritó—. ¡Tiene que estar escondido en la pared!

El ascensor estaba cerca y se cernía amenazante, una planta por encima de ellos, prosiguiendo con su inexorable descenso.

El agua seguía cayendo.

Y entonces Libro II lo vio. Un cable con aislante que recorría la pared de hormigón a la derecha de las puertas y que descendía bajo el agua.

—¡Claro! —gritó. La palanca de anulación del cierre automático no se encontraba en ese nivel. Estaría o bien encima o bien por debajo de la planta, de modo que las puertas pudieran abrirse cuando el ascensor se detuviera allí.

Sin pensárselo dos veces, Libro II cogió aire y se sumergió en el agua.

Silencio.

La extraña quietud del mundo submarino.

Libro II siguió buceando mientras sus dedos recorrían el grueso cable negro unido a la pared de hormigón.

Tras casi tres metros, llegó a una caja de acero encajada en la pared. La abrió, palpó en busca de una palanca, encontró una fila de seis y tiró de la quinta.

Al instante oyó un ruido sobre él, el sonido de la puerta cerrada a presión al abrirse.

Nadó hacia arriba. Llegó a la superficie, salió y…

—Libro, ¡rápido! ¡Vamos! —fueron las primeras palabras que oyó.

Había salido algo alejado de las puertas, ya abiertas, e inmediatamente vio a Calvin Reeves y a Elvis dentro del nivel. Sex Machine estaba agarrado al borde de la entrada y le estaba ofreciendo la mano a Libro II para ayudarlo a subir.

Entonces Libro II alzó la vista.

¡El ascensor estaba a apenas un metro de su cabeza y se acercaba con rapidez!

Sacó su mano de debajo del agua y Sex Machine se la cogió y tiró de él hacia la entrada. Entonces Elvis y Calvin los agarraron a los dos y los sacaron del agua en el mismo y preciso instante en que el ascensor descendió hasta la entrada y se detuvo justo delante de ellos.

Todos se quedaron inmóviles.

El agua, buscando desesperadamente una salida, comenzó a asomar por el suelo del ascensor. Empezó a extenderse inmediatamente por el suelo del nivel 5.

Libro II esperó con gran tensión a que las puertas del ascensor se abrieran, a que una falange de hombres del séptimo escuadrón saliera de él disparando.

Pero nadie lo hizo.

El ascensor estaba vacío.

Estaban a salvo, por el momento.

Libro II se volvió para mirar el lugar en el que se encontraban. Una capa de agua ya había comenzado a cubrir el suelo.

Era una especie de antesala de considerable tamaño. Había algunos escritorios de madera, una vitrina de resina de policarbonato Lexan llena de escopetas y equipos antidisturbios. Además de un par de celdas.

Libro II frunció el ceño.

Era como si se encontraran en la entrada de una cárcel.

—Pero ¿qué coño es este lugar? —dijo en voz alta.

* * *

En ese mismo instante, en el otro extremo del nivel 5, Juliet Janson y el presidente de Estados Unidos se toparon con un infierno nuevo y completamente diferente.

Juliet había pensado que nada podía ser peor que la sala con las jaulas de animales.

Pero eso era peor, mucho peor.

Tras salir por la puerta del lado oeste de la sala de animales enjaulados, en esos momentos se encontraba en una sección del Área 7 mucho más aterradora.

Una habitación amplia, oscura y de techos bajos se extendía ante ella. Apenas estaba iluminada (solo una de cada tres luces estaba encendida), una táctica que consistía en dejar algunas zonas de la habitación sumidas en la más profunda oscuridad.

Pero la tenue luz no podía esconder la verdadera naturaleza de ese nivel.

Estaba lleno de celdas.

Celdas de hormigón viejas y oxidadas de gruesas paredes y anodizados barrotes negros encajados en una especie de mamparas de hormigón. Las celdas eran bastante antiguas y, con la escasa iluminación del nivel 5, tenían una apariencia de lo más gótica.

No obstante, eran los gemidos y susurros roncos procedentes de la oscuridad tras aquellos barrotes los que revelaban la verdadera naturaleza de sus inquilinos.

No eran celdas para animales, se percató Juliet con horror.

En ellas había seres humanos.

Los prisioneros oyeron que la puerta se abría, que Juliet y el presidente y los otros dos agentes del servicio secreto irrumpían en su sala y se pegaron a los barrotes de sus celdas para ver a qué se debía todo aquel ruido.

—¡Oh, eh, nena! —gritó un individuo sin dientes cuando Juliet, con grandes y resueltas zancadas y la SIG-Sauer en la mano, pasó junto a su celda con el presidente pegado a ella.

—¡Ramondo! —gritó—. ¡Bloquee esta puerta!

Una fila de armarios de acero flanqueaba la pared junto a la puerta que daba a la habitación de las jaulas de animales. Ramondo empujó los tres primeros, colocándolos en posición horizontal delante de la puerta.

Los prisioneros comenzaron a gritar.

Como todos los condenados a cadena perpetua, podían oler el miedo al instante e incrementarlo les proporcionaba un gran placer. Algunos comenzaron a soltar obscenidades, otros a golpear los barrotes con tazas lacadas, mientras que otros se limitaron a gritar de manera ensordecedora.

Juliet atravesó aquella pesadilla con gesto resuelto y adusto.

Vio una rampa poco pronunciada a su derecha, rodeaba por una verja con barrotes de un grosor considerable. La rampa parecía conducir al siguiente nivel. Fue hasta ella.

—¡Eh, nena!, ¿te apetece bailar… sobre mi mástil?

El presidente contemplaba boquiabierto todo aquel caos. Los prisioneros, con uniforme de tela vaquera azul, sin afeitar y enloquecidos, se asomaban por entre los barrotes e intentaban agarrarlo.

—Eh, abuelo. Seguro que tienes un culito suave como un dulce de malvavisco.

—Vamos. —Juliet alejó al presidente de las voces.

Llegaron a la verja.

Como cabría esperar de una prisión, tenía un candado grueso y resistente. Un disparo no lo abriría.

—Curtís —dijo una resuelta Juliet—. Cerrojo.

El agente especial Curtís se puso de rodillas delante de la verja y sacó una especie de ganzúa de lo más sofisticada del bolsillo de su abrigo.

Mientras Curtís usaba su ganzúa de tecnología punta, Janson escudriñó a su alrededor.

Había movimiento y ruido por todas partes. Brazos agitándose por entre los barrotes de las celdas. Cabezas asomadas. Y luego estaban los gritos, gritos constantes.

Ninguno de los prisioneros parecía haber reconocido al presidente. Tan solo disfrutaban de hacer ruido, de provocar miedo.

Entonces, de repente, oyeron un sonoro bum a sus espaldas.

Juliet se volvió con la pistola en ristre.

Se encontró con la mira del arma de un marine. Tenía el uniforme de gala empapado y la estaba apuntando con una escopeta de corredera Remington.

Tras ese hombre había tres marines más, igualmente empapados.

El primer marine bajó el arma cuando vio a Juliet y al presidente.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —dijo Libro II mientras se acercaba, bajando a su vez el arma que había sacado de la vitrina de la antesala—. Somos nosotros.

Calvin Reeves dio un paso adelante y habló con voz seria:

—¿Qué ha ocurrido aquí?

Juliet dijo:

—Hemos perdido a seis hombres ya, y esos bastardos de la Fuerza Aérea están en la otra habitación, pegados a nuestro culo.

Detrás de ella, el agente especial Curtís insertó la ganzúa en el candado y pulsó un botón.

¡Zzzzzzz!

El dispositivo emitió un zumbido similar al torno de un dentista. El cerrojo se soltó y la puerta se abrió.

—¿Cuál es su plan, agente Janson? —preguntó Calvin.

—Ir adonde no estén los malos —dijo Juliet—. Lo primero de todo, subir por esta rampa. Pongámonos en marcha.

Los agentes especiales Curtís y Ramondo encabezaron la marcha, seguidos de Calvin. Juliet colocó al presidente tras ellos. Sex Machine y Elvis iban detrás. Libro II se situó junto a Juliet, que cubría la retaguardia.

Estaban a punto de subir por la rampa cuando, de repente, los dos oyeron una voz por encima de todo aquel caos.

—No soy un prisionero… ¡Soy un científico! Conozco esta instalación… ¡Puedo ayudarlos!

Juliet y Libro II se volvieron.

Les llevó un segundo ubicar la voz.

Tres celdas desde la rampa. En la celda más cercana a la habitación donde guardaban a los animales.

La persona que había hablado estaba de pie, asomado por entre los barrotes de su celda, solo que con el caos reinante parecía otro más de los presos.

Pero, mirándolo más de cerca, difería considerablemente del resto.

No llevaba el uniforme de tela vaquera azul de los presos, sino que vestía una bata blanca sobre una camisa y una corbata aflojada.

Tampoco parecía enajenado o amenazador. Más bien todo lo contrario. Era bajo, con gafas y un escaso y fino cabello rubio que daba la sensación de haber sido peinado con esmero durante todos y cada uno de los días de su vida.

Juliet y Libro se acercaron a su celda.

—¿Quién es usted? —le preguntó Juliet a gritos.

—¡Mi nombre es Herbert Franklin! —respondió rápidamente—. Soy doctor, ¡inmunólogo! ¡Hasta esta mañana estaba trabajando en la vacuna! ¡Pero entonces la gente de la Fuerza Aérea me encerró aquí!

—¿Conoce esta instalación? —gritó Libro II. Junto a él, Juliet miró de reojo a la puerta maciza que daba a la sección de los animales. Estaban aporreándola desde el otro lado.

—¡Sí! —gritó el hombre llamado Franklin.

—¿Qué opina? —le preguntó Libro II a Juliet.

Juliet lo meditó durante unos instantes.

A continuación gritó hacia la rampa:

—Curtís, ¡rápido! ¡Vuelva! ¡Necesito que abra otro cerrojo!

Dos minutos después, subían por la rampa con un nuevo miembro en el grupo.

Sin embargo, mientras subían por la pasarela en pendiente para dirigirse al siguiente nivel, ninguno de ellos se percató de la capa de agua que chapaleaba contra la base de la rampa.

* * *

Cuando el avión de huida de Schofield se había estrellado contra la plataforma elevadora de aviones, esta se hallaba detenida en el nivel 4, en el lugar donde el séquito presidencial la había dejado casi una hora atrás.

En esos momentos, los restos del Boeing 707 yacían desperdigados por toda la plataforma.

Había fragmentos de metal por todas partes. Dos de las ruedas habían salido despedidas del avión por el impacto. El propio avión yacía boca abajo, ladeado sobre un costado, con el morro combado hacia dentro y el ala izquierda partida por la mitad, aplastada por el tremendo peso del avión. El domo del AWACS había sobrevivido milagrosamente a la caída y estaba intacto.

Shane Schofield salió de lo que quedaba del avión, seguido de Gant, Madre y Lumbreras. Sortearon los restos mientras corrían hacia la gigantesca puerta de acero que conducía al nivel 4.

Había una puerta más pequeña situada en la base de la enorme puerta que se abrió con relativa facilidad.

Tan pronto como la abrieron, Schofield levantó su arma y disparó. El disparo impactó en una cámara de seguridad montada en la pared que estalló en una lluvia de chispas.

—Nada de cámaras —dijo mientras seguía andando—. Así es como nos están siguiendo.

Los cuatro siguieron avanzando por el levemente empinado pasillo. Al final de este se alzaba una puerta de aspecto sólido y resistente.

Madre giró una especie de rueda que tenía la puerta y esta se abrió.

Schofield entró primero, con su pistola Beretta encabezando la marcha.

Accedió a una especie de laboratorio. Había superordenadores en las paredes con luces parpadeantes. Terminales de teclados numéricos y pantallas de datos, así como cajas de plástico transparente, ocupaban el resto del espacio.

Por lo demás, el laboratorio estaba vacío.

¡Blam!

Disparo.

¡Blam!

Otro.

Era Gant, que se estaba encargando de un par de cámaras de seguridad.

Schofield siguió escudriñando la sala.

Lo más característico del laboratorio era una fila de ventanas de vidrio inclinadas que se hallaban al otro lado de la entrada.

Subió hasta las ventanas de observación, miró desde ellas…

Y se encontró una sala enorme y ancha, de techos altos, en cuyo centro se hallaba un cubo de vidrio de considerable tamaño.

El cubo era una unidad independiente. Ocupaba el centro de la habitación, si bien sin tocar ni el techo ni las paredes.

La pared que daba al lado más alejado del cubo, una pared que dividía el nivel en dos, tampoco llegaba al techo. Quedaba a unos dos metros de este, reemplazada por vidrio de gran grosor. A través de ese vidrio, Schofield vio una serie de pasarelas cruzadas que pendían sobre lo que quiera que se hallara al otro lado de la planta.

Pero fue el cubo lo que llamó inmediatamente su atención.

Tenía el tamaño de una buena sala de estar. Era fácil llegar a esa conclusión, puesto que el cubo estaba provisto del mobiliario habitual de una casa: un sofá, una mesa, sillas, una tele con la Playstation 2 y, lo más extraño de todo, una cama con un edredón de Jar Jar Binks.

Había algunos juguetes desperdigados por el suelo del cubo. Coches en miniatura. Una nave espacial amarilla del Episodio I de La guerra de las galaxias. Algunos libros ilustrados.

Schofield negó con la cabeza.

Parecía la habitación de un niño.

En ese preciso momento, el inquilino del cubo salió de un rincón discretamente cubierto por una cortina: el baño.

Schofield se quedó estupefacto.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —murmuró.

Había unas escaleras en el lado norte del laboratorio elevado que conducían hasta el cubo.

Una vez llegó a los pies de las escaleras, Schofield avanzó junto a la pared divisoria que sellaba esa parte de la zona este del nivel 4. Gant iba con él. Madre y Lumbreras se quedaron arriba, en el laboratorio de observación.

Schofield y Gant se detuvieron delante del cubo y miraron a través de él.

El inquilino del cubo los vio acercarse y se acercó hacia una de las paredes de la estructura hermética y sellada.

El inquilino llegó hasta la barrera de vidrio transparente, justo delante de Schofield, y ladeó la cabeza a un lado.

—Hola, señor —dijo el niño.

* * *

—Señor, no dispongo de imágenes del laboratorio del nivel 4. Han empezado a disparar a las cámaras de vigilancia…

—Me sorprende que hayan tardado tanto —dijo César Russell—. ¿Dónde está el presidente?

—En el nivel 5. Se dirige al nivel 4 por la rampa.

—¿Y nuestra gente?

—La unidad Alfa está en posición, esperando en la zona de descompresión del nivel 4. La unidad Delta se ha detenido en la zona de confinamiento de animales del nivel 5.

César sonrió.

Aunque Delta se había detenido momentáneamente, el razonamiento tras esa acción era de lo más coherente. La unidad Delta estaba obligando al presidente a subir… donde Alfa lo aguardaba…

—Dígales a Delta que atraviesen esa entrada y suban por la rampa para evitar que el presidente pueda replegarse.

No podía tener más de seis años de edad.

Y con su pelo marrón cortado a tazón que casi le cubría los ojos, su camiseta de Disneylandia y sus zapatillas Converse, era como cualquier otro crío estadounidense.

Solo que ese crío vivía en el interior de un cubo de vidrio, en las entrañas de una base secreta de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.

—Hola —dijo Schofield con cautela.

—¿Por qué estás asustado? —preguntó el niño de repente.

—¿Asustado?

—Sí. Estás asustado. ¿De qué tienes miedo?

—¿Cómo sabes que estoy asustado?

—Lo sé, sin más —dijo el niño de una manera un tanto críptica. Hablaba con una voz tan serena y calma que a Schofield le dio la sensación de que estaba soñando—. ¿Cómo te llamas? —le preguntó el niño.

—Shane. Pero la mayoría de la gente me llama Espantapájaros.

—¿Espantapájaros? Es un nombre gracioso.

—¿Y tú? —preguntó Schofield—. ¿Cuál es tu nombre?

—Kevin.

—¿Y tu apellido?

—¿Qué es un apellido? —preguntó el niño.

Schofield paró de hablar.

—¿De dónde eres, Kevin?

El crío se encogió de hombros.

—De aquí, supongo. Nunca he estado en ninguna otra parte. Oye, ¿quieres saber una cosa?

—Claro.

—¿Sabías que, además de estar muy ricos, los Twinkies proporcionan la mitad de la cantidad diaria de azúcar recomendada para los niños?

—Eh, esto… no, no lo sabía —dijo Schofield.

—¿Y que los reptiles son tan sensibles a las variaciones en el campo magnético de la tierra que algunos científicos dicen que pueden predecir los terremotos? Oh, y nadie da mejor las noticias que la NBC —dijo con total seriedad.

—¿De veras? —Schofield y Gant se miraron.

Y entonces, un sonido mecánico resonó al otro lado de la pared divisoria.

Schofield y Gant se volvieron y, a través de la sección de vidrio de la parte superior de la pared, vieron que las luces al otro lado del nivel 4 se apagaban de repente.

El presidente de Estados Unidos avanzaba con cautela por la rampa que unía el nivel 5 con el 4, rodeado por tres agentes del servicio secreto, cuatro marines y un científico con aspecto de ratón de biblioteca.

En el extremo superior de la rampa había una reja retráctil, como una especie de puerta de garaje, solo que en horizontal.

Juliet Janson le dio a un interruptor de la pared y la puerta horizontal comenzó a abrirse, revelando una oscuridad que no hacía presagiar nada bueno.

—La puerta de la rampa se está abriendo… —susurró por su micro uno de los diez soldados del séptimo escuadrón apostados en el área de descompresión del nivel 4.

Los otros nueve miembros de la unidad Alfa estaban dispuestos alrededor de la sección este del nivel, ocultos en distintos lugares y con sus armas apuntando a la rampa, en el centro de la sala. Con sus máscaras antigás y sus gafas de visión nocturna parecían un grupo de insectos esperando a sus presas.

La puerta horizontal corrediza comenzó a abrirse lentamente y un haz de luz se filtró en la habitación, completamente a oscuras. La única otra luz de aquella zona provenía del vidrio de la sección superior de la pared que dividía en dos el nivel.

—No actuaremos hasta que todos salgan de la rampa —dijo Kurt Logan desde su posición—. Que nadie quede con vida.

Los dos agentes del servicio secreto Curtís y Ramondo salieron primero a la penumbra casi total del nivel 4, armados con sus Uzi. Calvin Reeves y Elvis salieron después.

El presidente fue el siguiente, con Juliet Janson a su lado. Llevaba una SIG-Sauer P-228 que le había dado Juliet, solo por si acaso.

Tras ellos salió el científico, Herbert Franklin y, cerrando la marcha, Libro II y Sex Machine, los dos con escopetas de corredera.

Tan pronto como accedieron a aquella oscuridad casi total, a Libro II no le gustó un pelo.

Varias estructuras se cernían amenazantes sobre ellos. A su derecha, en el lado sur de la enorme habitación, había una cámara hexagonal. A su izquierda, envueltas en la penumbra, vio ocho cámaras del tamaño de cabinas telefónicas. Con la tenue luz que se filtraba a través del otro lado de la planta, solo pudo discernir una serie de pasarelas cerca del techo, a unos seis metros del suelo.

Tan pronto como Libro II se apartó de la entrada dispuesta en el suelo, la puerta horizontal volvió a su posición inicial, sellando la salida.

Calvin había accionado el interruptor, cerrándola.

Libro II tragó saliva. Habría preferido dejar esa puerta abierta.

Encendió una linterna de policía que había cogido de la antesala del nivel 5. La colocó bajo el cañón de su escopeta e iluminó a su alrededor.

Calvin Reeves asumió el mando estratégico.

—Ustedes dos —le susurró a Curtís y a Ramondo—, miren tras esas cabinas de teléfono y después vayan a la puerta de la escalera. Haynes, Lewicky y Riley —dijo, usando los apellidos de Elvis, Sex Machine y Libro II—, al área tras esa cámara de descompresión y después aseguren la otra puerta. —Señaló la pared divisoria—. Janson, usted y yo nos quedaremos con el presidente.

Curtís y Ramondo desaparecieron por entre las cámaras de pruebas y, momentos después, reaparecieron en el extremo que daba al hueco de la escalera.

—No hay nadie allí —dijo Ramondo.

Libro II, Elvis y Sex Machine accedieron a la oscuridad tras la cámara de descompresión. Un estrecho y vacío pasillo los recibió. Nada.

—Despejado —dijo Libro II mientras los tres marines salían de detrás de la cámara hexagonal de considerables dimensiones. Se dirigieron a la puerta de la pared divisoria.

Reeves estaba siguiendo las tácticas estándar en los combates cuerpo a cuerpo: si no hay rastro de tu enemigo, asegura todas las salidas y consolida tu posición.

Fue su mayor error.

No solo porque limitaba sus opciones para replegarse, sino porque era exactamente lo que Kurt Logan (que ya se encontraba en el interior de la habitación) esperaba que hiciera.

Mientras Elvis y Sex Machine se dirigían a la pared divisoria, Libro II apuntó con la linterna a la cámara de descompresión, de más de nueve metros de largo. Era enorme.

Al final de la cámara, encontró una pequeña ventana de observación y la apuntó con la luz.

Metió un brinco.

Un rostro asiático lo estaba mirando; el rostro de un hombre, pegado al cristal.

El hombre asiático sonreía divertido.

Y entonces señaló hacia arriba, hacia el techo de la cámara de descompresión.

Libro II siguió con la linterna el dedo del hombre y miró hacia la parte superior de la cámara de descompresión…

¡Y se topó con el rostro de un soldado del séptimo escuadrón provisto de unas gafas de visión nocturna y una máscara antigás!

La linterna fue lo único que salvó la vida a Libro II.

Fundamentalmente porque cegó al hombre que se ocultaba en la parte superior de la cámara de descompresión, si bien solo por un instante. El hombre apartó la cara de la luz, pues sus gafas de visión nocturna aumentaban ciento cincuenta veces el haz.

Libro II no necesitó más.

Disparó, haciendo pedazos las gafas del soldado y abatiéndolo del techo de la cámara.

Fue una breve victoria porque, en ese preciso momento, los disparos se sucedieron desde todas partes cuando una legión de oscuras figuras salió de sus posiciones en la parte superior de la cámara de descompresión y en el interior de las cámaras de pruebas, disparando sin piedad al desventurado grupo de Libro II, en el centro de la habitación.

Cerca de la puerta que daba a las escaleras, Curtís y Ramondo recibieron una ráfaga de disparos desde ambos flancos. Murieron allí mismo, con el cuerpo cosido a balazos.

Juliet Janson cogió al presidente y lo arrojó al suelo, a los pies de la cámara de descompresión, en el mismo instante en que una serie de disparos les pasó rozando la cabeza.

Calvin Reeves no tuvo tanta suerte.

El fuego cruzado le alcanzó en la nuca y su cuerpo se sacudió para a continuación caer de rodillas con expresión consternada (como si, a pesar de haber hecho todo bien, hubiese perdido de todas maneras). A continuación, su cabeza se golpeó con fuerza contra el suelo, cerca del lugar donde Herbert Franklin yacía cubriéndose la suya con las manos.

Las balas crepitaban por el aire.

Juliet tiró del presidente hasta ponerlo en pie, disparando con su mano libre, y lo arrastró tras unos bancos situados cerca de la pared divisoria cuando de repente vio a un soldado del séptimo escuadrón erguirse desde el techo de la cámara de descompresión y apuntar a la cabeza del presidente.

Juliet lo apuntó con su pistola. Demasiado tarde…

¡Blam!

La cabeza del soldado estalló y su cuello se combó hacia atrás. El cuerpo ya sin vida del soldado cayó de la cámara de descompresión.

Juliet se volvió para ver quién había disparado, pero no vio a nadie.

Libro II, Elvis y Sex Machine se lanzaron a la vez tras el banco del laboratorio en el mismo momento en que en la parte superior de este impactaba una ráfaga de disparos. Comenzaron a disparar, apuntando a los tres soldados de la Fuerza Aérea que se ocultaban entre las cámaras de pruebas.

Pero pronto quedó claro que el arsenal provisional de los marines poco iba a poder hacer contra los subfusiles automáticos P-90 de los soldados del séptimo escuadrón. Las estanterías dispuestas a su alrededor estallaban y se astillaban bajo el peso del fuego enemigo.

Elvis se agachó.

—¡Mierda! —gritó—. ¡Estamos bien jodidos!

—¿En serio? —gritó Libro II. Levantó su escopeta de corredera y se dispuso a disparar, pero cuando se asomó por encima del banco y disparó un par de veces, ocurrió algo de lo más extraño: vio que los tres soldados del séptimo escuadrón caían, abatidos por detrás.

Los disparos cesaron y Libro II se encontró contemplando un campo de batalla vacío.

—Pero ¿qué…?

Desde su posición cercana a la puerta de las escaleras, el líder de la unidad Alfa, Kurt Logan, vio lo que estaba ocurriendo.

—¡Joder! ¡Hay alguien más ahí! —gritó enfadado por su micro—. ¡Que alguien se encargue de él!

De repente, el soldado contiguo a Logan recibió un disparo en la cabeza y le estalló medio cráneo. Su sangre y sesos se esparcieron por todas partes.

—¡Joder! —Logan había previsto perder a unos dos soldados en la contienda, pero en esos momentos ya había perdido a seis—. ¡Unidad Alfa! ¡Retirada! ¡Todos al hueco de la escalera ahora! ¡Evacuación de emergencia!

Abrió la puerta justo cuando una serie de balas impactaron en la pared y a punto estuvieron de dejarlo sin cabeza. El resto de hombres de la unidad corrieron a la puerta para ponerse a cubierto en el hueco de la escalera este, pero no sin antes disparar brutalmente a los cuerpos de sus compañeros caídos, acribillando los cadáveres y el suelo de balas.

El propio Logan disparó sin piedad al cuerpo de un soldado del séptimo escuadrón que yacía muerto en el suelo junto a él. Cuando hubo terminado, desapareció tras la puerta junto con los demás y de repente se hizo el silencio.

Libro II seguía agazapado tras el banco del laboratorio con Elvis y Sex Machine. El acre humo de los disparos seguía flotando en el aire.

Silencio.

Un silencio ensordecedor.

Juliet Janson y el presidente estaban tumbados en el suelo a metro y medio de Libro y los demás, cubiertos de polvo y trozos de plástico. Juliet todavía tenía el arma levantada.

Unas botas aterrizaron con un golpe sordo sobre el banco.

Todos alzaron la vista… y vieron al capitán Shane Schofield, del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, vestido de uniforme de gala, con dos pistolas en las manos.

Les sonrió.

—Hola.

* * *

Mientras tanto, en los bares y oficinas y casas de Estados Unidos y de todo el mundo, la gente permanecía pegada a sus televisores.

Como la grabación era tan breve, la CNN y otras cadenas de noticias extranjeras emitían una y otra vez los escasos minutos de la cinta. Se había llamado a distintos expertos para que dieran su opinión.

La gente del Gobierno se había puesto en marcha, aunque en realidad nadie podía hacer nada de peso, pues solo unos pocos conocían el emplazamiento exacto de aquella pesadilla.

En cualquier caso, pronto darían las ocho en punto y la gente esperaba en tensión las últimas novedades.