Una intolerancia «de cronología variable»
En el transcurso de la primera Edad Media, las tensiones entre judíos y cristianos eran relativamente reducidas, pero a partir del siglo XII la situación cambió. Desde el siglo XII hasta la mitad del siglo XIV, las políticas de la Iglesia y del Estado con respecto a los judíos eran parecidas, incluso competían entre sí. Más tarde, el antisemitismo se desarrolló en las masas populares. Se produjo una evolución similar a propósito de la hechicería y la homosexualidad, aunque con una cronología diferente, ya que la represión se manifestó sobre todo a partir del siglo XIII.
La imagen del judío perseguido no es válida para la alta Edad Media, como lo muestra Bernhard Blumenkranz. En esa época, la población cristiana, lejos de atacar a los judíos, parecía coexistir con ellos sin mayores problemas. A veces, incluso los apoyaba. Cuando en 582, Pathir, que se había vuelto cristiano hacía poco tiempo, mató al judío Priscus en París, tuvo que refugiarse con sus criados en la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre. Sin duda temía que la masa le hiciera pagar caro su crimen. Logró huir, pero uno de sus sirvientes fue salvajemente asesinado cuando salía de la iglesia.
A principios de la Edad Media, existían comunidades judías más o menos importantes tanto en Italia y Alemania, donde se habían establecido en la Antigüedad, al igual que en Francia y en la península ibérica. En el imperio carolingio, bajo el reinado de los sucesores de Carlomagno, y en particular, de Luís el Piadoso, esas comunidades prosperaron. Incluso se había instituido un «magistrado de los judíos» para resolver los litigios entre judíos y cristianos.
El poder civil rara vez tomaba medidas contra los judíos. Por el contrario, a menudo actuaba en contra de las presiones ejercidas por las autoridades eclesiásticas. El pueblo sencillo y el bajo clero tuvieron a veces la misma actitud. El obispo Rathier de Verona se quejaba, en 965, de que los fieles no compartieran su propia hostilidad hacia los judíos.
El poder civil adoptaba esa posición sobre todo por los servicios que les prestaban los judíos en el plano económico. Estos ejercían muchos oficios, por cierto, pero los cristianos conocían especialmente aquellos que los ponían en relación con ellos, es decir, el comercio y el préstamo de dinero. Como la Iglesia prohibía el préstamo a interés, algunos judíos ricos actuaron como banqueros en el siglo XII, mientras se producía un importante desarrollo económico. Sin embargo, al transformarse los oficios en corporaciones religiosas, los judíos ya no podían practicar el artesanado, ni el comercio con el mundo no judío. De manera que el préstamo a interés era su único medio de contacto con los cristianos en el plano de los negocios. Pero como estaba reglamentado, y debió sufrir la competencia de los lombardos o de instituciones de origen cristiano como los montepíos, pronto comenzó a declinar visiblemente. Se redujo, salvo excepciones, a préstamos con garantía destinados a una clientela modesta. Hay que decir también que, pese a las prohibiciones de la Iglesia, había cristianos, incluyendo a clérigos y prelados, que no se privaban de practicar el préstamo a interés…
Así fue como algunos judíos pudieron reunir importantes fortunas. Sara, esposa de Davin de Capestang, miembro de la comunidad judía de Perpignan, dejó en 1286 un testamento que mostraba la importancia de los recursos obtenidos por el préstamo a interés. Además de lo que dejó para la dote de jóvenes judías pobres, y de las rentas de sus casas de Narbona, que constituían una buena parte de su fortuna, legó 1200 sueldos melgorianos. En esa época, 100 sueldos melgorianos correspondían al salario anual de un jornalero bien remunerado.
El caso de Sara no era excepcional. Hasta el final del siglo XIII, las comunidades judías del sur de Francia parecían relativamente prósperas. El arzobispo de Narbona, Pedro IV de Montbrun, otorgó una carta de franquicia a los judíos de su ciudad, mediante el precio de entrada de 10 libras tornesas y una renta anual de 10 sueldos por casa habitada.
3. Si un cristiano o una cristiana que habita en la jurisdicción del arzobispo tiene obligaciones por razones comerciales con un judío o una judía del arzobispo, tendrá que pagar ante dicha corte y deberá hacerlo so pena de sanciones espirituales y temporales según ordena el derecho […].
8. Si hay alguna duda sobre quiénes deben garantías, se hará justicia tanto a los judíos como a sus deudores.
9. Si un judío recibió una garantía de dinero y la recibió durante dos años, y si recibió efectos mobiliarios durante un año, una vez pasados dos años para el dinero, y un año para los efectos mobiliarios, después de obtener el permiso del provisor de la corte del arzobispo, podrá vender esos bienes para recuperar sus fondos.
No cabe duda de que en el transcurso de la alta Edad Media los judíos no gozaban de los mismos derechos que los cristianos, pero las expulsiones o las amenazas de expulsión destinadas a conseguir conversiones provenían ante todo del clero, y pocas veces del soberano. En el siglo X, el papa León VII, respondiendo al arzobispo de Maguncia que le había preguntado si había que obligar a los judíos a bautizarse o bien expulsarlos, le recomendó que les predicara la buena palabra, pero sin obligarlos a bautizarse, aunque debía amenazarlos con el exilio si no se convertían.
La «bruja nocturna» no fue un invento medieval. En los dos primeros siglos de nuestra era, los escritos de los romanos mencionaban a menudo a una criatura que volaba de noche, lanzaba gritos y era aficionada a la carne y la sangre de los desdichados seres humanos.
A principios del siglo XI, Burchard, obispo de Worms, escribía: «¿Has compartido la creencia de muchas mujeres, de seguir a Satán? ¿Que en el silencio de la noche, después de haberte acostado en tu cama y mientras tu marido descansa sobre tu seno, tienes el poder, aunque seas corporal, de salir por la puerta cerrada y recorrer el espacio con otras mujeres parecidas a ti? ¿Que tienes el poder de matar, con armas invisibles, a cristianos bautizados y redimidos por la sangre de Cristo, comer su carne después de cocinarla, y poner paja o cualquier otro objeto en el lugar de su corazón? ¿Que después de comerlos, tienes el poder de hacerlos resucitar y de otorgarles una prórroga para vivir?». Hasta el siglo XIII, los letrados rechazaban la creencia en esta bruja nocturna, mientras que el pueblo persistía en su credulidad.
En su libro Penitencial, el mismo Burchard de Worms les pedía a los confesores que formularan la siguiente pregunta: «¿Has creído o has participado en una superstición a la que se entregan las mujeres perversas, agentes de Satán y engañadas por fantasmas diabólicos? De noche, con Diana, la diosa pagana, y en compañía de muchas otras mujeres, cabalgan sobre animales, recorren grandes distancias en el silencio de la noche profunda, obedecen las órdenes de Diana como si fuera su ama y se ponen a su servicio en noches bien determinadas. ¡Si al menos esas brujas pudieran perecer en su impiedad sin arrastrar en su perdición a muchas otras! En efecto, muchas personas inducidas a error creen que esas cabalgatas de Diana existen realmente, y se separan de la verdadera fe, caen en el error de los paganos al creer que puede existir una divinidad o una diosa fuera del único Dios». Y Burchard añadía: «¿Quién puede ser conducido fuera de sí mismo —si no es en sueños y en las pesadillas nocturnas— y ver mientras duerme lo que nunca ha visto despierto? ¿Quién puede ser tan tonto y tan estúpido como para imaginar que esos fantasmas, frutos de la imaginación, aparecen corporalmente?». Notemos que en este caso se trata de una creencia, no en brujas nocturnas caníbales, sino en mujeres que son súbditas de una reina sobrenatural que las dirige durante sus vuelos nocturnos.
Así coexistieron dos antiguas creencias populares en viajeras nocturnas.
Por supuesto, como hemos visto, la élite intelectual negaba su existencia. Sin duda, los demonios podían empujar al pecado a los seres humanos cuando soñaban, pero imaginar que los sueños constituían la realidad, que se pudiera participar en vuelos nocturnos, era contrario a la fe. Sin embargo, hasta el siglo XIII, la Iglesia no condenó severamente esas creencias. Sí lo hizo con posterioridad.
La erótica antigua era misógina, y desconfiaba de la mujer y de la pasión que ella podía inspirar. Claro que admitía que esta podía proporcionar placer. Pero la amistad homosexual siempre rivalizó con la pasión heterosexual. Según el historiador norteamericano John Boswell, hasta el siglo XIII la homosexualidad estuvo difundida en el Occidente cristiano, y no fue objeto de condenas virulentas. En los libros Penitenciales, dice Boswell, la homosexualidad no tenía un lugar privilegiado con respecto a los demás pecados. Sin embargo, san Colombano condenaba severamente al laico que se unía a un hombre como se hace con una mujer. Esto también aparecía en las visiones. El monje Wetti, muerto en 824 en Reichenau, declaró que en el transcurso de un viaje al más allá, un ángel le había dicho que nada ofendía más a Dios que el pecado contra natura.
Las cosas cambiaron a fines del siglo X. Hacia 1051, san Pedro Damiano escribió El Libro de Gomorra, en el que denunciaba las relaciones sexuales entre hombres, sobre todo entre clérigos, que describía con lujo de detalles. Aelred, abad del monasterio cisterciense de Rielvaux, se dedicó a mostrar el valor del amor entre personas del mismo sexo. Por otra parte, la atracción entre hombres siempre desempeñó un papel importante en su vida. Incluso a veces pasó al acto, en busca de placer, «en la época en que los bajos impulsos de la carne y el bullente manantial de la adolescencia hacía elevarse una nube de deseo».
En lo que concierne al mundo caballeresco, Georges Duby escribe en su libro sobre Guillermo el Mariscal, muerto hacia 1219: «Así, en este asunto todo gira en torno al amor, pero no nos engañemos: en torno al amor entre hombres. Esto ya no nos sorprende. Empezamos a descubrir que el amor, el que cantaban, después de los trovadores, los troveros, el amor que siente el caballero por la dama elegida, quizá disimulaba lo esencial, o más bien, proyectaba en el terreno del juego la imagen invertida de lo esencial: intercambios amorosos entre guerreros». Pero ¿implicaba ese amor relaciones carnales? En todo caso, los ritos de amistad, como darse besos y compartir la misma cama, le permitían expresarse libremente en el plano sexual.
La homosexualidad estaba difundida en esa época en los diversos países del Occidente cristiano, así como en los países escandinavos y en Tierra Santa. Hildebert de Lavardin, arzobispo de Tours desde 1125 hasta 1133, dio a entender claramente que la homosexualidad involucraba a muchas personas, incluso algunas de las más eminentes.
Innumerables Ganímedes honran innumerables altares
Y Juno se lamenta porque ya no recibe lo acostumbrado
Se manchan con ese vicio el hombre joven, el hombre hecho y el viejo,
Y ningún rango está exento de ello.
Otro texto decía que Chartres, Sens, Orléans y París eran centros de amor homosexual. Gautier de Chatillon aseguraba que los jóvenes nobles descubrían la homosexualidad durante sus estudios, y que él había conocido una gran cantidad de clérigos sodomitas. Escribió que «los príncipes han hecho de este crimen un hábito». De hecho, parece ser que Ricardo Corazón de León era homosexual, o más exactamente, bisexual. En realidad, era un libertino, como su padre Enrique II.
Pero esto cambió, especialmente a partir del siglo XIII. Después de la tolerancia, vino la represión, aunque eso no puso fin a la homosexualidad.
A comienzos del siglo XI, se produjo un movimiento, relatado por Raoul Glaber, que anunciaba las futuras persecuciones, aunque el giro decisivo tuvo lugar en la época de la primera cruzada. Ese movimiento estalló en Francia y en Italia como respuesta a un presunto pacto entre judíos y musulmanes. Se decía que los judíos de Orléans habían advertido al sultán El Hakem que si no destruía rápidamente la iglesia del Santo Sepulcro, los cristianos irían a ocupar su reino. El Hakem ordenó entonces, en 1009, que se destruyera el lugar sagrado. «Objetos del odio universal, expulsados de las ciudades, algunos pasados por el filo de la espada, otros ahogados en los ríos, asesinados de mil maneras diferentes, incluso algunos de ellos se suicidaron en diversas formas. De modo que después de esas justas represalias, apenas podían encontrarse algunos de ellos en el mundo romano». Seguramente estas palabras no deben tomarse al pie de la letra. Pero los judíos debieron abandonar Maguncia en 1012. En todo caso, las medidas de expulsión fueron coyunturales. «Sin embargo —reconoce Raoul Glaber— los judíos fugitivos y errantes que, ocultos en lugares alejados, habían escapado a la masacre anteriormente descripta, comenzaron a mostrarse nuevamente en pequeñas cantidades en las ciudades, cinco años después de la destrucción del santuario. Y como era necesario, aunque en verdad esto resulte confuso, que quedaran siempre algunos de ellos vivos para servir como prueba permanente de su propio crimen o ser un testimonio de la sangre derramada por Cristo, por esa razón, creemos, la Providencia quiso que el odio de los cristianos hacia ellos se morigerara durante un tiempo».
Pero se inició un cambio. En primer lugar, por la extensión del terreno en el que tenía lugar la persecución. Luego, porque la llevaban a cabo al mismo tiempo el poder civil y el poder religioso, ya que los soberanos —el rey de Francia Roberto el Piadoso y el emperador de Alemania Enrique II— se aliaron con los obispos. Por último, y sobre todo, por la acusación de traición, que obtuvo la adhesión de la población a las medidas tomadas por los príncipes y los obispos. El judío que vivía al margen de la sociedad cristiana era considerado ahora un ser maléfico. Cuando en 1020, el día de Viernes Santo, un terremoto devastó Roma, se atribuyó la responsabilidad a los judíos. Raoul Glaber señaló que, en la misma época, en Toulouse existía una costumbre brutal. «Al darle una bofetada a un judío, como se acostumbraba hacer en ese lugar todos los años en la fiesta de Pascua, [el capellán del vizconde de Rochechouart] súbitamente hizo saltar los sesos y los ojos de la cabeza del pérfido, que cayeron al suelo: el judío murió en el acto».
Los judíos eran excluidos de las Cruzadas, que, por otra parte, le quitaban valor al papel que desempeñaban en el comercio. A la eliminación social se agregó una eliminación económica. Mientras que anteriormente el poder civil no ejercía demasiada violencia contra ellos, a partir del siglo XI, los señores feudales estuvieron más dispuestos a ejecutar las decisiones eclesiásticas. «El siglo XI anunció el cambio, y las Cruzadas marcaron el punto de inflexión» (Bernhard Blumenkranz).
Las amenazas que se esgrimieron en el siglo XII provocaron represión y con frecuencia, expulsiones, en los siglos XIII y XIV. Esa situación se produjo en primer lugar en Inglaterra, Francia y Alemania. En España tuvo lugar un siglo más tarde, mientras que en Italia, las relaciones judeocristianas siguieron siendo bastante buenas. «Considerado al principio como diferente, luego como extranjero, el judío se convirtió en el enemigo» (Georges Dahan), capaz de provocar graves perjuicios. Se lo hacía responsable de diversos delitos. Y en primer lugar, de asesinatos rituales. El esquema era casi siempre el mismo. Al descubrir un cadáver, generalmente el de un niño pequeño, las sospechas recaían en los judíos, que, tras un proceso, eran condenados.
Veamos cómo se desarrollaba esta acusación. Rigord, historiógrafo de Felipe Augusto, relató: «El rey había oído decir a menudo, en boca de los niños que habían sido educados al mismo tiempo que él en el palacio, y lo recordaba perfectamente, que los judíos que vivían en París mataban todos los años a un cristiano, para mostrar su desprecio hacia la religión cristiana, en sacrificio, por así decir, y se escondían en criptas subterráneas el día de la Cena o durante la Semana Santa. Como perseveraron durante mucho tiempo en esa clase de delitos por su astucia diabólica, fueron arrestados en muchas oportunidades durante el reinado de su padre y entregados al fuego».
El tono de una nota que se encontró en un manuscrito hebreo era, por supuesto, muy diferente. En 1236, se dijo en Narbona que los judíos habían asesinado a un niño cristiano. Entonces los cónsules reunieron a los habitantes en la iglesia Saint-Étienne, y luego se dirigieron al palacio del vizconde. «Toda la población de la ciudad de Narbona se unió contra nosotros con el fin de destruirnos. Llegaron y entraron a nuestras casas y a nuestros dormitorios. Sin embargo, nadie de nuestro pueblo fue herido ni cayó en sus manos, porque Dios no lo permitió. [El vizconde y los notables de la ciudad se habían opuesto a las intenciones de los atacantes]… Todo esto sucedió porque un francés empezó a discutir con un pecador [es decir, un cristiano] y le golpeó la cabeza con una herramienta de madera. Las personas se reunieron y llevaron al herido a casa de un médico cristiano, que lo dejó morir, siguiendo el consejo de otro pecador que detestaba a los judíos y que se llamaba Paulivina. Entonces, otras personas se unieron a este e hicieron lo que hemos escrito más arriba».
Otra acusación, que puede parecemos menos grave, sin duda no lo era para los hombres de la Edad Media: la profanación de hostias. También en este caso, los relatos siguen generalmente un esquema bien establecido. El judío, a menudo un prestamista, conseguía mediante artimañas una hostia, que sufría ofensas y empezaba a sangrar. Los vecinos denunciaban el crimen, y eso provocaba un proceso y una condena. A veces, se masacraba a toda la comunidad judía.
Pero los judíos eran odiados por otros motivos. Ellos hacían préstamos de dinero, porque los cristianos tenían prohibido cobrar intereses, que se consideraba usura, y a veces cumplían funciones de recaudadores de impuestos para los príncipes. La prescripción bíblica: «Podrás prestar a interés al extranjero, pero no a tu hermano» (Deuteronomio 23,21), parecía autorizar a los judíos a prestar a los cristianos que, para ellos, no eran hermanos. El emperador Federico II lo dijo claramente en 1231: aunque la usura constituía un delito público para los cristianos, «no se puede sostener que sea ilícito para los judíos. La ley divina no lo prohíbe. Ellos no están sometidos a las leyes establecidas por nuestros muy santos padres».
Sin embargo, en el transcurso del siglo XIII, la legislación se volvió más restrictiva, tanto por parte de las autoridades civiles como de las eclesiásticas. El canon 67 del IV Concilio de Letrán, realizado en 1215, trató de reglamentar el préstamo de los judíos a los cristianos, aunque sin lograrlo realmente. «Cuanto más se esfuerza la religión cristiana por rechazar las prácticas usurarias, más se difunden estas con perfidia entre los judíos: ellos pueden llegar a acabar en breve plazo con las riquezas de los cristianos. Queremos ayudar en nuestras regiones a los cristianos a escapar de las sevicias de los judíos. Por lo tanto, establecemos lo siguiente por decreto sinodal: si en el futuro, bajo cualquier pretexto, los judíos arrancan intereses usurarios a los cristianos, todo comercio entre judíos y cristianos deberá cesar hasta una justa reparación de los graves perjuicios infligidos. Los mismos cristianos, si fuera necesario, serán obligados por censura eclesiástica inapelable a cesar todo comercio con ellos. Ordenamos sin embargo a los príncipes que ayuden en este sentido a los cristianos, dedicándose más bien a evitar que los judíos cometan tan graves injusticias…».
La Iglesia se opuso con mayor fuerza aún a la usura en el siglo XIV. El Concilio de Vienne (1311-1312) declaró que legitimar la usura era hacerse culpable de herejía: «Si alguien cae en el error de creer o de afirmar que practicar la usura no es un pecado, ordenamos que sea castigado como hereje, e intimamos con mucha firmeza a los jueces ordinarios y a los inquisidores que no omitan proceder contra los que sean difamados o sospechosos de tales errores, como sospechosos o públicamente acusados de herejía». Esta amenaza no estaba dirigida solamente contra los cristianos, sino también contra los judíos. En 1342, en Manosque, se llevó a cabo un proceso contra un judío llamado Simón David, porque había afirmado públicamente que «la usura no era un pecado».
Eran frecuentes los actos de violencia, tanto privados como colectivos, relacionados con la usura. El 3 de enero de 1276, Joseph de Ales, miembro influyente de la comunidad judía de Manosque, fue herido en el rostro por negarse a devolverle la garantía a uno de sus deudores. Según Guillaume de Newburgh, la agresión del 1 de marzo de 1190 que terminó con el asesinato o el suicidio de muchos miembros de la comunidad judía de York, en Inglaterra, fue provocada por «algunos nobles, endeudados en grandes sumas con esos prestamistas impíos. Algunos de ellos habían entregado sus bienes como prenda por el dinero prestado, y sufrían una gran penuria. Otros, obligados por sus propias garantías, eran intimados por el fisco a satisfacer a los usureros judíos del rey». Después de describir las atrocidades de esa noche, el cronista exponía las razones de sus autores: «Cuando terminó la masacre, los conjurados se dirigieron inmediatamente a la catedral y obligaron a los aterrorizados guardias, bajo amenaza de violencias, a que les entregaran los registros de las deudas, depositados en ese lugar, mediante los cuales los cristianos eran oprimidos por los usureros judíos del rey, y destruyeron esos instrumentos de una avaricia profana en las llamas solemnes en el medio de la iglesia, tanto para su propia liberación como para la de muchos otros» (texto citado por Joseph Shatzmiller). Escenas semejantes se desarrollaron en muchas regiones de Europa durante la Peste Negra de 1348-1349. Al mismo tiempo que los judíos eran acusados de haber provocado la epidemia, el populacho no olvidaba destruir las pruebas de las deudas.
Los príncipes, por su parte, también actuaban.
Expulsión y explotación: tal fue la política llevada a cabo por los reyes de Francia de una manera cada vez más brutal. Cuando los beneficios directos obtenidos por las actividades financieras de los judíos parecían insuficientes, los reyes exigían desembolsos suplementarios para protegerlos y recuperar sus bienes. A veces los expulsaban del reino y luego les pedían más dinero para tener el derecho de regresar. Poco después de su coronación, Felipe Augusto mandó arrestar a los judíos y confiscar sus bienes. Dos años más tarde, en 1182, los judíos fueron expulsados del dominio real. Tenían derecho a vender sus bienes muebles, pero el rey se quedó con sus casas, sus campos, sus viñedos y sus lagares… Muchos de ellos se refugiaron en las tierras del conde de Champagne. El acuerdo celebrado en 1198 entre este y el rey no dejaba ninguna duda sobre las motivaciones de ambos hombres. Esa política continuó hasta la expulsión definitiva de los judíos de Francia en 1394.
En Inglaterra, la situación de los judíos empeoró bajo el reinado de Enrique III. En 1275, el rey de Inglaterra Eduardo I decretó: «Por el honor de Dios y el bien común del pueblo, que a partir de ahora ningún judío practique en ninguna forma la usura». En efecto, «en el pasado, muchos hombres honestos perdieron sus tierras por la usura de los judíos, y muchos pecados resultaron de ello». Pero esta orden quedó como letra muerta, de modo que quince años más tarde el monarca ordenó la expulsión de todos los judíos del reino. Por supuesto, la culpa recaía sobre estos últimos, que no habían querido «vivir de su propio comercio y trabajo», y no habían dejado de practicar la usura, en forma aún más perniciosa que antes. Pero hay que señalar que las comunidades judías de Inglaterra debían pagar pesados impuestos y sufrían la competencia de las compañías italianas. Les era imposible modificar su actividad con tanta rapidez. Si se volvían pobres, dejaban de despertar interés. Su expulsión del reino en 1291 no fue resultado de la animosidad de los cristianos sino de las necesidades financieras, que el rey Eduardo quiso solucionar mediante esta expoliación.
En 1348, Alfonso X de Castilla declaró que la usura no sólo era un gran pecado, sino que provocaba problemas en los lugares donde se practicaba. Entonces les pidió insistentemente a los judíos que reemplazaran su actividad de usureros por ocupaciones más útiles. Este pedido era evidentemente una expresión de deseos, mientras que la expulsión constituía una solución más fácil de realizar.
De modo que las persecuciones a los judíos se debieron a diversos factores. Algunos, que acabamos de analizar, eran de orden económico y social. Los judíos, a quienes se vinculaba con los ricos, fueron los primeros afectados, porque bajo aspectos religiosos se disimulaban las motivaciones sociopolíticas.
Por otra parte, a medida que se abría al mundo, Occidente consideraba enemigos a todos los que no se ajustaban al modelo cristiano. Durante el siglo XIII, comenzaron a aparecer los dibujos que representaban a los judíos con rasgos distintivos (nariz ganchuda, labios gruesos). Una pregunta escolar, al comienzo de los años 1300, sugirió la hipótesis de que existía una diferencia de naturaleza entre el cristiano y el judío. Se trataba de establecer si el judío sufría a intervalos regulares de un flujo sanguíneo parecido a las reglas femeninas. La respuesta fue afirmativa. Para los intelectuales, el judío se transformó poco a poco en el Otro, alguien que pertenecía a una especie particular.
Los textos legislativos mostraban esta evolución. El Concilio de Letrán de 1215 deploraba que a veces no se pudiera distinguir a los judíos de los cristianos. «En algunas provincias, los judíos y los sarracenos se distinguen de los cristianos porque llevan una vestimenta diferente. En otras, en cambio, reina tal confusión que nada los diferencia. De ahí resulta a veces que, engañados, los cristianos se unen a mujeres judías o sarracenas, y algunos sarracenos o judíos toman esposas cristianas. Para evitar que tan reprensibles uniones puedan invocar en el futuro la excusa de la vestimenta, establecemos lo siguiente: en todas las provincias cristianas y en todo momento, esas personas, de uno u otro sexo, se distinguirán públicamente de otras poblaciones por la vestimenta». En 1283, el rey de Francia Felipe III retomó los reglamentos de su padre, san Luís. «Os mandamos y pedimos insistentemente que hagáis aplicar el estatuto anteriormente promulgado sobre los judíos: que puedan diferenciarse fácilmente de los cristianos llevando un pequeño círculo de fieltro en el pecho y otro en la espalda… Además, en nuestro reino, no deben vivir en las ciudades pequeñas, en medio de simples cristianos, sino en grandes ciudades y los lugares más importantes y los barrios en los que habitan desde hace mucho tiempo».
Esta manera de considerar a los judíos explica las persecuciones basadas en las acusaciones de envenenamiento de pozos, en complicidad con los leprosos, y de la propagación de la Peste Negra en 1348. Juan el Hermoso escribió en su Crónica, a propósito de los hechos ocurridos en Lieja en 1349: «Cuando vieron que esa mortandad y pestilencia no cesaba a pesar de los actos de penitencia, nació un rumor según el cual esa mortandad provenía de los judíos, y que los judíos habían arrojado ponzoña y veneno en los pozos y las fuentes del mundo entero, con el objeto de envenenar a toda la cristiandad, para tomar el poder en toda la tierra. Por eso, todos, poderosos o humildes, están tan indignados contra ellos que los señores y la Justicia local los quemaban y los mataban en todos los lugares por donde pasaban».
Los perseguidores invocaban siempre su deseo de vengar a Cristo, pero las causas religiosas no eran forzosamente las predominantes. A fines de la Edad Media, empezaron a proliferar los pogromos, cuya motivación era más específicamente religiosa, aunque las consideraciones económicas y sociales no estaban excluidas. Los más importantes se desarrollaron en España. David Nirenberg estudió con precisión la masacre de trescientos treinta y siete judíos en el castillo real de Montclus en Aragón, un día del verano de 1320. Los sobrevivientes acusaron a «ciertas personas, tanto funcionarios como otros súbditos del rey y de nuestro reino… de haber participado sin sentir temor en los crímenes perpetrados recientemente contra los judíos de Montclus por quienes se designan como los pastorcillos, consintiendo e incluso colaborando en los crímenes cometidos por los mismos pastorcillos sobre los bienes de los judíos». Pero fue en 1391 cuando tuvieron lugar los pogromos más terribles.
Se podría calcular que los judíos, que hacia 1370 eran alrededor de 200 000, representaban entre el 3% y el 5% de la población total de España. Entre ellos, una minoría de grandes financistas estaba en cierto modo aislada del resto de la comunidad. Algunos de esos judíos ocupaban cargos de recaudadores de impuestos, gracias a su experiencia y sus riquezas, aunque ese papel los hacía impopulares. Y la opinión pública no diferenciaba entre esos privilegiados y la masa de judíos, en la que no había sólo usureros, sino también agricultores, artesanos y comerciantes.
El conflicto fue más agudo en Castilla, porque allí tenía lugar una disputa dinástica entre el rey Pedro I el Cruel, que se apoyaba manifiestamente en los judíos, y su medio hermano Enrique de Trastámara, cuyas tropas saqueaban los barrios en los que residían. Los judíos terminaron por unirse a Enrique II, que venció en 1369. Pero aquí estaba el germen de los acontecimientos de 1391. Las quejas de orden económico se difundían a través de la propaganda de los conversos, no muy numerosos pero encolerizados, y de los fanáticos, entre los cuales ocupaba un lugar importante Ferrán Martínez, archidiácono de Écija, a quien Juan I de Castilla se vio obligado a moderar. Pero el rey murió el 9 de octubre de 1390 y, al comienzo del reinado de su heredero Enrique III, todavía menor de edad, se desencadenó una gran agitación.
En ese contexto comenzaron a producirse los pogromos. En primer lugar, en Sevilla, el 6 de junio de 1391: dos sinagogas fueron transformadas en iglesias, y hubo una gran cantidad de asesinatos y robos. Casi toda la arquidiócesis fue el teatro de actos violentos. Los desórdenes llegaron a Córdoba, Cuenca, donde varios miembros del consejo municipal tomaron parte en la masacre, y Toledo. Era el 18 de junio. El incendio se propagó hasta Valencia, y luego llegó a Cataluña, donde, en Barcelona, durante cuatro días, se cometieron las peores atrocidades. En esa ciudad, el sábado 5 de agosto, al comenzar la tarde, una pequeña tropa compuesta por marinos castellanos, proveniente del puerto, puso fuego al pórtico del barrio judío y masacró a un centenar de sus habitantes. El saqueo duró toda la tarde y toda la noche, y los judíos sobrevivientes hallaron refugio en el vecino Castillo Nuevo real. El domingo 6 hubo una cierta distensión y se empezó a controlar la situación. Pero el lunes 7, cuando estaban por colgar a diez castellanos, hacia la una de la tarde, estalló un levantamiento popular. Los sublevados devolvieron la libertad a los detenidos. Tocaron a rebato en la catedral. Durante la noche, se incendiaron los archivos judiciales. El martes 8 de agosto, los judíos refugiados en el Castillo Nuevo, que no habían podido comer ni beber, tuvieron que rendirse. Muchos de ellos fueron bautizados por la fuerza. Pero muchos otros, alrededor de trescientos, especialmente mujeres, se negaron y fueron asesinados. Comenzó entonces un período en cuyo transcurso Barcelona vivió bajo la amenaza popular. Pero a partir del 9 de octubre, se restablecieron los consejos en su composición anterior. Se generalizó la represión. La entrada del rey y de la reina pudo tener lugar el 10 de enero de 1392.
En España, los esfuerzos de la Iglesia, y luego del poder real, que pronunció muchas condenas a la hoguera, terminaron en fracaso. De manera que en 1492, los soberanos optaron por la solución de la expulsión. Aunque subsistieron algunas comunidades judías en Occidente, esa fecha marcó el final del judaísmo medieval en Occidente.
Al principios del siglo XIV, tuvieron lugar algunos procesos que sacaron a la luz la obsesión satánica. Hubo templarios que confesaron bajo tortura haber renegado de Cristo y haber escupido sobre la cruz. Un obispo de Troyes fue acusado de haber utilizado la magia para matar a una reina de Francia. En 1317, Mahaut de Artois también fue acusada de haberle encargado filtros y venenos a una hechicera de Hesdin. En este contexto, el papa de Avignon, Juan XXII, promulgó una bula, en 1326, en la que equiparaba la brujería con la herejía. Entonces, comenzaron a intervenir los inquisidores.
A fines del siglo XIV y a lo largo de todo el siglo XV, se desarrollaron muchos procesos contra la brujería y se escribieron libros sobre el tema. Entre 1320 y 1420 se publicaron trece tratados sobre hechicería, y otros veintiocho entre El hormiguero (1435-1437), del prior de los dominicos de Basilea Jean Nider, y El martillo de las brujas, aparecido en 1486. El tratado de Jean Nider fue la primera obra demonológica que insistió en la importancia de las mujeres en materia de hechicería: ellas fabricaban filtros de amor, robaban niños, practicaban la antropofagia.
En el invierno de 1486-1487, poco después de la bula de Inocencio VIII (1484) en la que pedía a los obispos alemanes que reforzaran la lucha contra la brujería, apareció el famoso libro El martillo de las brujas, con la firma de dos inquisidores dominicos alemanes, Heinrich Institoris y Jakob Sprenger. El libro tuvo un éxito inmediato, ya que se publicaron catorce ediciones entre 1487 y 1520. Ponía el acento casi exclusivamente en el papel de la mujer en la secta diabólica.
Según El martillo de las brujas, los hombres eran atacados por la locura amorosa alrededor de la cual giraban la impotencia masculina, la frigidez femenina, la esterilidad, los abortos, los adulterios y la fornicación. El maleficio provenía en primer lugar de la mujer. En efecto, había que traicionar la fe, y la mujer estaba predispuesta a ello por su credulidad, su débil inteligencia, su impresionabilidad. Había que conocer la magia y comunicarla, y la mujer lo hacía por medio del chismorreo que le era propio. Había que entregarse sin moderación a los celos y la cólera, y la débil voluntad de la mujer la inclinaba a hacerlo. Había que ser capaz de bajezas morales, y las mujeres, insaciables en el plano sexual, podían hacerlo perfectamente.
El inquisidor debía emplear todos los medios que estaban a su alcance para hacer confesar a la bruja, desde la astucia hasta la violencia.
El primer punto es que un juez no debe apresurarse a someter a la bruja al tormento. Por el contrario, debe observar ciertos signos […].
El segundo punto es que el juez debe ser cuidadoso en dictar su sentencia de tortura de la siguiente manera: «Hemos encontrado que tus confesiones son inciertas. Dices, por ejemplo, que has proferido esas amenazas sin intención de perjudicar. Sin embargo, hay indicios que nos parecen suficientes para someterte al tormento y a la tortura[…]».
La manera de comenzar este tormento es la siguiente: mientras los «ministros» se preparan, se desnuda a la acusada… Cuando están listos los instrumentos, el juez en persona o por intermedio de hombres honestos y celosos de la fe invitará a la acusada a decir la verdad voluntariamente. Luego, si ella se niega, ordenará a los verdugos que la aten con cuerdas y le apliquen otros instrumentos de tortura: ellos deben obedecer de inmediato, no con alegría, sino como con una turbación interior. A continuación, el juez solicitará que la saquen, por pedido de algunos, que la pongan a un lado para volver a convencerla. Y al hacer esto, que le informen que podría no ser condenada a muerte.
Se instauró la represión. Apareció con mayor virulencia en el siglo XVI, pero se manifestó y se intensificó a partir del final de la Edad Media. En Europa se han encontrado informes —aunque por supuesto, estos elementos no son exhaustivos— sobre 12 procesos por brujería llevados a cabo por la Inquisición entre 1320 y 1420, y 34 entre 1421 y 1486, 24 juzgados por tribunales laicos de 1320 a 1420, y 120 entre 1420 y 1486.
Las ejecuciones de brujos, y sobre todo de brujas, eran cada vez más frecuentes. Según el diario de Jehan Aubrion, burgués de Metz, referente al año 1488, en tres meses (17 de junio al 22 de septiembre), unas treinta mujeres fueron condenadas por brujería y casi todas fueron quemadas.
Y no hacía falta mucho para que una mujer fuera acusada de brujería. Un simple rumor… Fue lo que sucedió en Marmande en 1453.
Ese año, una epidemia provocó la muerte de algunos habitantes. Se difundió el rumor de que esa mortandad se debía a la presencia de brujas. Como los peticionarios —este asunto está relatado en una carta de remisión— eran cónsules, dijeron que un tal Gaubert Chamfré había ido a verlos y les había dicho, en sustancia: «Señores cónsules, en mi casa hay un hombre que viene de Armagnac, y acusa de brujería a una mujer llamada Jeanne Canay». Entonces los peticionarios y el representante el rey fueron a ver a la mujer, de noche, la detuvieron y la llevaron a la cárcel, sin más averiguaciones. Mientras la llevaban a la prisión, la gente se asomaba a las ventanas y preguntaba qué había pasado. La respuesta fue que se trataba de una bruja. Los pobladores dijeron entonces a los peticionarios que había muchas otras brujas en la ciudad, y que debían encarcelarlas. Provistos de palos, encolerizados, les exigieron que fueran a detenerlas. Ante la excitación popular, y como era de noche, los peticionarios regresaron a sus casas. Al ver eso, los doscientos o más pobladores reunidos se dividieron en dos grupos, eligieron dos jefes y fueron a prender ellos mismos a otras mujeres, diez u once, a las que enviaron a prisión junto con Jeanne Canay. Luego llamaron a los peticionarios para saber qué convenía hacer con esas mujeres, diciendo que eran brujas. Se decidió que los peticionarios las tuvieran bajo vigilancia, que al día siguiente arrestarían a Péronne de Benville, considerada bruja, y que los habitantes se reunirían para decidir la suerte de todas esas mujeres. Los peticionarios se resistieron, porque Péronne era la madrina de uno de ellos, pero el pueblo se reunió al día siguiente en el priorato de la ciudad: había de doscientas a trescientas personas. Estaba previsto que las mujeres detenidas serían torturadas, y que detendrían a Péronne. Uno o dos días más tarde, las desdichadas fueron sometidas a los tormentos, sin más formalidad. Bajo el efecto del dolor, tres de ellas confesaron que eran brujas y que habían hecho morir a varios niños. Por lo tanto, fueron condenadas, y los peticionarios aceptaron que las quemaran. Como Péronne de Benville y Jeanne Canay no reiteraron las confesiones arrancadas bajo la tortura, el magistrado y los peticionarios se opusieron a una condena a muerte. Esto irritó sobremanera a los pobladores, que se apoderaron de Péronne y Jeanne, y las hicieron quemar. Una mujer de Beulaigne y otra de Condon no quisieron confesar y fueron torturadas hasta tal extremo que murieron uno o dos días más tarde. Las demás mujeres, tras sufrir los tormentos sin confesar nada, fueron liberadas.
A partir del siglo XIII, se manifestó un cambio de actitud. Ya en 1179, el III Concilio de Letrán había dictado una condena que parecía referirse a los homosexuales: «Toda persona que sea reconocida culpable de haber cometido ese acto de incontinencia contra natura, si se trata de un clérigo, será reducido al estado laico, o encerrado en un monasterio para hacer penitencia; si se trata de un laico, será excomulgado y separado de la comunidad de los fieles». Los homosexuales también sufrieron el efecto de ciertos sentimientos provocados por las Cruzadas. En efecto, muchos textos occidentales atribuían una sexualidad desenfrenada a los musulmanes. Según Jacques de Vitry, Mahoma, «enemigo de la naturaleza, introdujo el vicio de la sodomía en su pueblo. Sus adeptos fuerzan a tener relaciones sexuales con ellos, no solamente a personas de ambos sexos, sino también a los animales».
La mayoría de las legislaciones occidentales del siglo XIII muestran este desarrollo. En Francia, la Escuela de Derecho de Orléans publicó un código que ordenaba la castración a la primera falta —sin duda, la ablación de los testículos—; la ablación de un miembro, a la segunda —seguramente la del pene—, y la pena de la hoguera para la tercera. La misma disposición se aplicaba a las mujeres (aunque el castigo relativo a las dos primeras faltas no se entiende demasiado). Se dictaba la confiscación de los bienes en favor del soberano, y esto constituía una invitación a los reyes, siempre faltos de recursos, a extirpar la homosexualidad de sus Estados. Aunque las leyes eran muy severas, se aplicaban de manera irregular, especialmente porque se suponía que las faltas sexuales correspondían a la justicia eclesiástica.
Los registros del inquisidor Jacques Fournier (1318-1325) permiten entender la homosexualidad en forma concreta a través del ejemplo de Arnaud de Verniolle. Este relató cómo había sido iniciado en su juventud por un camarada mayor que él, que luego fue sacerdote. Entre sus diez y sus doce años, su padre lo había enviado a estudiar gramática con Pons de Massabuc. «Dormí durante seis semanas en la misma cama que Arnaud Auréol. Cuando ya había compartido su cama dos o tres noches, él, creyendo que yo estaba dormido, me tomó entre sus brazos, me colocó entre sus muslos, y colocando también su miembro viril entre mis muslos, se movió como si estuviera con una mujer, y eyaculó entre mis muslos. Reiteró este pecado casi todas las noches, durante todo el tiempo que dormí con él».
Pasaron los años, y Arnaud de Verniolle declaró tener relaciones con personas de ambos sexos. Pero una aventura lo hizo renunciar a las mujeres. En la época en que quemaban a los leprosos, vivía en Toulouse, donde hacía sus estudios y tenía relaciones con una prostituta. Poco después, se le empezó a hinchar el rostro, y temió haber sido atacado por la lepra. En ese momento, juró no volver a tener relaciones carnales con ninguna mujer.
A partir de ese momento, Arnaud comenzó a coleccionar aventuras, especialmente con adolescentes. Cuando un muchacho de Toulouse, de dieciocho años, le preguntó si podía conseguirle un lugar para alojarse, lo invitó a su casa. Se acostaron completamente desnudos en la misma cama durante una noche. A veces, para conseguir sus fines, prometía un empleo con un canónigo homosexual. Así logró tener relaciones con un estudiante llamado Guillaume Rous.
También le habló de ese canónigo a un joven aprendiz de dieciocho años. Mientras conversaban, entraron a un jardín y se instalaron sobre un montículo de estiércol. El aprendiz puso a Arnaud debajo de él, pero este le dijo que sabía hacerlo e invirtió las posiciones. El joven quiso entonces mostrarle otra manera de proceder: colocarse ambos de costado. Una vez más, Arnaud dijo que conocía esa técnica.
Arnaud fue condenado «al “Muro estrictísimo”, a pan y agua, y a reclusión perpetua».
A comienzos del siglo XIV, el rey de Inglaterra Eduardo II, esposo de Isabel, hija de Felipe el Hermoso, con quien tenía varios hijos, era notoriamente homosexual. Después de su primer amante, un tal Piers Gaveston, mantuvo relaciones con Hugues le Despenser. Pero ambos amantes murieron trágicamente. Froissart escribió que los órganos genitales de Hugues fueron cortados y quemados públicamente antes de su decapitación. En cuanto a Eduardo, le introdujeron un hierro candente en el ano.
Al final de la Edad Media, los procesos contra los sodomitas aumentaron: en esa época era indispensable procrear, en países donde abundaban las epidemias y las guerras. En 1343, en la región lionesa, el señor Mathieu de Colombetes fue condenado a una multa de 300 florines, es decir, cien veces más alta que la multa aplicada a un concubino. La sodomía podía llevar a la hoguera, porque, como decía la acusación hecha contra el aviñonés Raymond Pascal, se trataba de un «horrible, detestable y enorme crimen».
La intolerancia parece ser una de las características mayores de la Edad Media. Pero la realidad tenía algunos matices. Cuando sobrevenían grandes dificultades, las poblaciones buscaban un chivo expiatorio. Se trataba de una mentalidad primitiva que volvía a surgir periódicamente frente a la adversidad, y siempre había letrados sádicos o poderosos ambiciosos que sabían manejar esos bajos instintos. En esto, el siglo XX no tiene nada que envidiarle a la baja Edad Media. Pero antes de eso, durante muchos siglos prevaleció cierta tolerancia. De modo que habría que dejar de atribuirle todos los males a la época medieval y de mostrarla en sus aspectos más oscuros sin hacer las necesarias reservas.