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La violencia

La violencia engendra sufrimiento, así como la intolerancia genera violencia. Por eso es tan difícil tratar estos conceptos en forma separada. La religión, la guerra y la justicia constituían en la Edad Media tres formas de violencia a veces estrechamente ligadas, mientras que en nuestra época, al menos en el Occidente cristiano, pretenden estar diferenciadas.

La violencia física no era la única que existía. Podía ser precedida, como lo muestran las cartas de remisión, por una violencia verbal. Y la presión ejercida por un padre sobre su hija con el fin de obtener su consentimiento para un matrimonio que él consideraba ventajoso, tenía que ver tanto con la violencia como con la intolerancia. En este sentido, había muchos aspectos y grados. La violencia contra las personas no debe hacer olvidar la que se ejercía contra los bienes, sobre todo porque el robo con premeditación era castigado en la Edad Media con más severidad que el homicidio, ya que se consideraba que existía un estrecho vínculo entre las personas y las cosas.

Violencia colectiva

De las guerras privadas a las guerras que enfrentaban a los Estados, pasando por las guerras civiles, la violencia parecía omnipresente en la Edad Media.

Guerras privadas

La venganza, el deseo de apoderarse de los bienes de otro, dieron origen a guerras privadas, que se prolongaron durante toda la Edad Media. Normalmente, los protagonistas estaban unidos por lazos de sangre o de amistad, pero podían reclutar a extraños. Por otra parte, durante muchos siglos, la violencia que los hombres no eran capaces de refrenar tampoco pudo ser contenida por los poderes establecidos.

La dislocación del Imperio carolingio produjo cierta anarquía. Por eso, entre los siglos XI y XIII, se multiplicaron las guerras privadas, que, en cierto sentido, permitieron la estructuración de la sociedad. La primera de las que enfrentó al conde de Anjou, Geoffroy Martel, con Gervais, obispo de Mans y señor del Château-du-Loir, entre 1035 y 1039, terminó mal para el angevino, quien, mientras yacía herido en el castillo de Vendôme, debió ceder a su adversario algunos de sus feudos. Gervais desencadenó entre 1045 y 1047 una segunda guerra, durante la cual fue capturado. Pero gracias a sus caballeros, Château-du-Loir resistió por lo menos hasta 1056. Tras la muerte de Geoffroy Martel, su sobrino Geoffroy el Barbudo le entregó la plaza al hermano de Gervais.

Orderic Vital se refirió abundantemente a la familia que, hacia mediados del siglo XI, restauró el monasterio de Saint-Evroult en la región de Ouche (Normandía), donde pasó, como monje, una gran parte de su vida, y donde murió en 1141. «Entre otras notables proezas, Giroie, junto con Guillaume de Bellème, llevó adelante una vigorosa guerra contra Herbert, conde de Maine. Guillaume, derrotado, se vio forzado a emprender la fuga cuando Giroie apareció con los suyos, soportó vigorosamente todos los esfuerzos del enemigo, hasta que finalmente logró hacer que Herbert y sus tropas perdieran terreno, obtuvo la victoria, y mereció hasta el día de hoy el elogio de quienes conocieron sus hazañas». Tuvo siete hijos y cuatro hijas con su esposa Gisèle. Cuando murió, casi todos sus hijos eran pequeños: sólo dos llevaban las armas. Por supuesto, algunos señores vecinos intentaron aprovecharse de la situación. «Sin embargo, Gislebert, conde de Brionne, confiando en su valor, y con el afán de extender el límite de sus posesiones, tuvo la osadía de lanzarse con un valeroso ejército sobre esos jóvenes huérfanos, y trató de quitarles Montreuil por la fuerza. Ellos reunieron enseguida a sus parientes y sus soldados, se presentaron valientemente en el campo de batalla, enfrentaron a Gislebert, hicieron una gran matanza entre sus tropas y las derrotaron. En el ardor de su venganza, le quitaron por la fuerza la aldea que se llama Le Sap».

Los conflictos eran permanentes. El duque Robert le había dado el castillo de Exmes a Gislebert, hijo de Engenulfe de l'Aigle, para recompensarlo y defender la región, y «resultó que Robert de Bellème, amargado por la hiel de la envidia y la cólera, reunió un ejército y, en la primera semana de enero, sitió durante cuatro días esa plaza, contra la que lanzó duros asaltos, a pesar de las lluvias y las heladas del invierno».

La amargura del cronista es comprensible. «La provincia entera cayó en la disolución, los bandidos recorrían en grupos tanto los Burgos como las campiñas, y bandas de ladrones se entregaron a toda clase de excesos contra el pueblo desarmado. El duque no tomó ninguna medida contra esos malhechores que, durante ocho años, bajo ese príncipe débil, ejercieron su furor sobre una población indefensa».

La venganza familiar, que constituyó una de las primeras formas organizadas de la justicia, se remonta a un pasado lejano. En el siglo XIII, Philippe de Beaumanoir no les reconocía a los plebeyos el derecho de administrarse justicia, pero también debió reconocer que los burgueses se atribuían el derecho de venganza y no siempre eran castigados. En consecuencia, las cartas de remisión, ya se tratara de un noble, un comerciante, un artesano o un agricultor, informaban sobre largas y sangrientas disputas que provocaban verdaderas batallas campales. Los nobles tenían bandas a su servicio. Jean de Gavre era «diariamente acompañado por varios sirvientes y criados armados y provistos de palos para llevar a cabo su guerra», señalaba una carta de remisión de julio de 1460. Los plebeyos no tenían tantos recursos económicos como para actuar de esa manera, pero podían contar con sus «parientes y amigos», y los burgueses, cuando tenían que vengarse, eran «aguerridos».

Las disputas se originaban casi siempre en cuestiones de intereses, de ataques contra el amor propio o contra el honor. Se llegaba rápidamente a los golpes, y los parientes y amigos acudían en ayuda de los interesados. Veamos algunos conflictos que tuvieron lugar en los Países Bajos bajo el reinado de Felipe el Bueno, duque de Borgoña, de 1419 a 1467. Hellin y Mahieu Annesen se habían peleado con los hermanos bastardos del joven Parceval de le Woestine. Al ver pasar frente a su casa a Perceval y su madre, se arrojaron sobre ellos, en compañía de otras diez personas, para matar al adolescente, que tenía dieciséis años. Este logró escapar, pero su madre, que estaba embarazada, murió de terror.

El conflicto podía terminar así. Pero muchas veces se desencadenaban largas guerras, porque la familia ofendida trataba de vengar al miembro que había recibido los golpes o había resultado muerto. Podía recurrir a la justicia, pero no era lo más frecuente. Parceval de le Woestine se dirigió en expedición a Deulémont en compañía de sus hermanos bastardos. Estos mataron a Jean Willays, que había ayudado a sus sobrinos Mahieu y Hellin Annesen a atacar a Parceval.

Quennon Agaiche, que había hablado mal de Jean de le Mote, recibió bastonazos del hijo de este último. Decidió vengarse, junto con sus parientes. Todos ellos atacaron la casa de su enemigo: Jean, su esposa, sus hijos, sus hijas y un pariente cercano lograron rechazar el asalto, pero muchos de los combatientes resultaron heridos, y uno de ellos murió.

A veces existía una tercera fase, ya que la venganza provocaba a su vez una revancha. Como consecuencia de una discusión en una taberna de Audenarde, en enero de 1458, Laurens Bertin y Jean van Coye se insultaron mutuamente. Cuando volvió a su domicilio, Laurens se puso al acecho hasta que vio salir a Adrien van Coye, hermano de Jean, que vivía cerca de su casa, le asestó una cuchillada y lo hirió gravemente. Al enterarse de esta agresión, Jean van Coye fue a buscar a Laurens Bertin con un compañero: lo mataron a hachazos y bastonazos. La familia Bertin decidió vengarse a su vez, y el hijo de Laurens intentó matar a Liévin, otro hermano de Jean van Coye. Todas estas agresiones se desarrollaron en un corto lapso, en algunas semanas, o tal vez algunos días.

Rebeliones populares

Marcaron en particular dos períodos: uno se ubica en el siglo XII, y el otro, en los siglos 14-15. La primera rebelión estuvo relacionada con el movimiento comunal que enfrentó, especialmente en el norte de Francia, a los burgueses, apoyados por el pueblo, con los señores feudales, para conseguir una determinada cantidad de derechos, tanto en el plano económico como en el jurídico y político. En Italia también se produjeron rebeliones de los habitantes contra el emperador o el Papa. Esos movimientos evidentemente provocaron actos violentos. Pero dejemos hablar a Guibert de Nogent, de la comuna de Laon (1115): «Por toda la ciudad estalló el tumulto de la gente que gritaba: “¡Comuna!”. Al mismo tiempo, pasando por el interior de la iglesia Notre-Dame, y utilizando la misma puerta por la que antaño habían entrado y salido los asesinos de Gérard [señor de Quierzy], una enorme cantidad de habitantes, llevando espadas, hachas dobles, arcos, lanzas y picas, invadieron el palacio episcopal. Entonces se vio llegar de todas partes, en dirección al obispo, a los nobles que habían tenido conocimiento de esta subversión». Guimar, señor de un castillo, fue herido de un hachazo en la nuca. Luego, el marido de una prima de Guibert fue alcanzado desde atrás por un golpe de pica y arrojado al suelo. Poco después, el fuego que ardía en el palacio consumió la parte inferior de su cuerpo. El señor Adon, que logró abatir a tres de sus adversarios, recibió heridas en las rodillas, pero sin embargo siguió luchando hasta que lo atravesaron con una lanza. Su cuerpo fue reducido a cenizas por el incendio de los edificios.

«Por último, el populacho insolente, que vociferaba frente a las murallas del palacio, atacó al obispo. Este, ayudado por algunos de los que habían acudido en su auxilio, mantuvo al enemigo a raya mientras pudo, arrojando piedras y lanzando flechas. En ese momento, como anteriormente, reafirmó el rigor para el combate que siempre lo caracterizó». El obispo se vistió con las ropas de un sirviente y se escondió en un pequeño tonel, pero lo descubrieron y lo mataron de un hachazo.

El segundo período de intensas revueltas se situó, a escala europea, entre 1350 y 1450 aproximadamente, tanto en las ciudades como en el campo. Pero también se produjeron otros movimientos, de los siervos contra sus señores, por ejemplo, o, especialmente en Flandes, de los habitantes de las ciudades contra los patricios que ejercían el poder.

Algunas crisis fueron originadas por situaciones políticas difíciles. Juan el Bueno fue derrotado y tomado prisionero en Poitiers en 1356. En ausencia del rey, el delfín, el futuro Carlos V, debió enfrentar una insurrección dirigida en París por el regidor Étienne Marcel. La sublevación que tuvo lugar en la cuenca parisina en mayo-junio de 1358 debe vincularse con los movimientos que se produjeron entonces en las ciudades de Flandes. El relato de Froissart reflejó los actos violentos perpetrados por los campesinos, y luego por los nobles, en el momento de la represión.

«Entonces los campesinos partieron, sin consejo ni armadura, llevando sólo palos reforzados con hierro y cuchillos, y se dirigieron a la casa de un caballero que vivía cerca de allí. Destruyeron la casa y mataron al caballero, a la dama y a los hijos, pequeños y grandes, y quemaron la vivienda…».

«Lo mismo hicieron en varios castillos y mansiones, y su número aumentó hasta el punto de que pronto fueron seis mil. Los caballeros y sus damas, los escuderos, sus mujeres y sus hijos huyeron. Las damas y las señoritas llevaron a sus hijos a diez o veinte leguas, a lugares donde podían encontrar seguridad, y dejaron sus casas sin protección. Y esos canallas reunidos, sin jefes y sin armaduras, saquearon y quemaron todo, mataron a los gentileshombres que encontraron y forzaron a todas las damas y a las doncellas, sin piedad ni misericordia, como perros rabiosos».

Pero fue en los años 1378-1382 cuando se produjeron las crisis más importantes en los diferentes países europeos: Francia, los Países Bajos, Inglaterra, Italia y el Imperio Romano-Germánico. En Francia, las insurrecciones comenzaron en el sur, en 1378 y 1379, y a partir del año siguiente, cuando murió Carlos V, se manifestaron sobre todo en el norte, en particular en Rouen y París en 1382. Ese mismo año se inició la represión, que continuó en 1383. En los Países Bajos, en 1379, los barqueros de Gante, armados con palas y picos, agredieron a los trabajadores que estaban construyendo un canal para unir directamente el Lys y el río de Brujas, el Reie, algo que era muy perjudicial para el comercio fluvial de Gante. Los tejedores acudieron en ayuda de los barqueros. Abrieron las prisiones, incendiaron el castillo condal y mataron al representante del rey. Gante resistió durante tres años frente al conde y los poderosos. En Inglaterra, después del voto del Poll Tax en 1380, estalló una revuelta a fines de mayo de 1381, en Essex, y luego se propagó y terminó con la entrada de los rebeldes en Londres el 13 de junio de 1381. Tras la muerte de Wat Tyler dos días más tarde, en julio-agosto empezó la represión. En Italia, los ciompi (humildes obreros) que se levantaron en Florencia en julio de 1378 fueron finalmente derrotados en enero de 1382. En el Imperio Romano-Germánico se produjeron disturbios en Dantzig, Brunswick, Lübeck, durante los años 1378-1381, pero los conjurados de Lübeck, por ejemplo, sólo fueron arrestados el 17 de septiembre de 1385.

Las revueltas, tan frecuentes en los siglos XIV y XV, eran generalmente iniciadas por quienes estaban obligados a pagar los impuestos porque no eran ni tan privilegiados ni lo suficientemente pobres como para ser eximidos de la talla. Luego se manifestaron los marginales, y los pobres se rebelaron contra los ricos. Después de los movimientos contra los recaudadores de impuestos, apareció la hostilidad contra las personas adineradas. Aquí intervenían otros factores. Los carniceros, por ejemplo, gozaban de cierta fortuna, pero su oficio era despreciado: de ahí su participación en la insurrección parisina en 1413. Al no haber diálogo entre los poderosos y los humildes, estos recurrían a la violencia, que engendraba otra violencia, la de la represión, en formas un poco diferentes, ya que los campesinos disponían de armas rudimentarias frente a los caballeros.

Claude Gauvard señala que «la rebelión tiene algunos puntos en común con la fiesta, que son característicos de los ritos colectivos». Las fechas eran significativas, ya que estaban relacionadas con la cuaresma o el carnaval, momentos de reforma o de impugnación. El tiempo podía estar invertido, porque el movimiento se iniciaba a menudo en las vísperas y proseguía durante la noche. Se trastocaba el tiempo, y también el espacio. Cerraban la ciudad y abrían las cárceles. Pero las referencias habituales no podían ser transgredidas por mucho tiempo. Y la violencia se extinguía en poco tiempo.

De la insurrección popular a la guerra civil, es decir, a una guerra que se desarrolla en el interior de un Estado y enfrenta a dos fuerzas de naturaleza equivalente, suele haber poca distancia. Además, ambas pueden mezclarse.

Una de las más terribles guerras civiles que atravesó Francia se produjo a principios del siglo XV, entre los Armagnac[2] y los borgoñones, con el telón de fondo de una guerra internacional que enfrentó a franceses e ingleses, es decir, la guerra de los Cien Años.

El asesinato de Luis de Orléans, hermano de Carlos VI, por instigación de su primo, el duque de Borgoña Juan Sin Miedo, fue el origen de este conflicto, cuyos excesos pueden verse a través del testimonio de un cronista anónimo, profesor de la Universidad, favorable a los borgoñones, que relató en un diario los acontecimientos de los años 1405 a 1449. Los Armagnac se instalaron en 1411 en el norte de París y atacaron Saint-Denis: «Hicieron tanto mal, como lo hubiesen hecho los sarracenos, porque colgaban a algunas personas de los pulgares, a otras de los pies, extorsionaban y mataban a otros, violaban a las mujeres e incendiaban, y sin importar quiénes eran los verdaderos autores, la gente decía: “son los Armagnac”, y no quedaba nadie en las aldeas salvo ellos. Pero Pierre des Essarts fue a París, y volvió a ser regidor, e hizo tanto que en París gritaban que abandonaban a los Armagnac, y que quien pudiera matarlos, los matara, y tomara sus bienes. Fueron allí muchas personas a las que habían causado daños varias veces, y especialmente los compañeros de la aldea, a los que llamaban bandidos, que se reunieron e hicieron mucho mal so pretexto de matar a los Armagnac». Se desarrolló un bandolerismo campesino, con el permiso de las autoridades. En general estaba dirigido contra los Armagnac, pero en realidad prácticamente no era controlado, y atacaba a los nobles y a los ricos en general.

Invasiones y guerras entre estados

Es imposible imaginar a la Edad Media sin guerra. A pesar de sus reticencias, la Iglesia vivía en simbiosis con ella. La vida espiritual se asimilaba a una lucha constante contra las fuerzas del mal. Y el caballero fue la figura emblemática de esa época.

Sólo en los comienzos de la Edad Media hubo invasiones. Aunque en general no existieron conflictos destinados a asegurar la hegemonía sobre un inmenso territorio, en cambio se emprendía la conquista o la reconquista de los dominios a expensas de los paganos o de los musulmanes. De las guerras entre los diferentes pequeños reinos de la Galia merovingia, se pasó a disputas que enfrentaban a Estados mucho más extendidos, para terminar en la guerra de los Cien Años al final de la Edad Media.

Hubo dos olas de invasiones: una en los siglos IV-VII, y la otra en los siglos VII-XI. Generaron una gran violencia, y los vándalos que devastaron la Galia, España del sur y África del norte hicieron que la palabra «vándalo» se transformara luego en un sustantivo común que significa «destructor brutal, ignorante».

Los que combatían eran relativamente pocos, y quienes más sufrieron las consecuencias de esas invasiones fueron los civiles. Las fuentes permiten seguir, sobre todo en Italia, los movimientos de los refugiados. En el año 408, una ley fustigó la reducción a la esclavitud de los ilirianos, quienes tuvieron que huir por los italianos. En 410, fueron los italianos quienes debieron abandonar Roma durante su saqueo. Los poderosos no sufrían demasiado las consecuencias, pero los pobres eran muy maltratados: Jerónimo acusó a un conde de África de haber vendido varias jóvenes y mujeres refugiadas a casas de tolerancia de Oriente. Algunos años más tarde, llegaron a Italia otros refugiados, aquitanos que huían de Alarico, quien había salido de la región para dirigirse a Galia. Cuando Genserico destruyó Roma en 456, muchos prisioneros fueron llevados al África. Los encerraron en Cartago en dos iglesias, para ser vendidos.

Las autoridades eran incapaces de socorrer a los humildes, mientras que los poderosos conseguían refugiarse en regiones apartadas. En cuanto a la ayuda ofrecida por la Iglesia, era bastante limitada.

Los siglos 7-9 estuvieron marcados por las invasiones normandas, sarracenas y húngaras.

Lo que motivaba a los normandos no era la guerra ni la conquista del suelo, sino la búsqueda del dinero y del botín. En cuanto los obtenían, volvían a partir. Por supuesto, les atraían los monasterios y las iglesias, pero en general operaban en edificios abandonados por sus ocupantes. Las fuentes señalan con frecuencia la huida de los religiosos frente a los invasores. Si bien ante los normandos hubo una primera fase pasiva, la segunda fue activa, y se comenzó a organizar la defensa del territorio. Los normandos eran considerados como instrumentos de un juicio de Dios. Los obispos reunidos en Meaux en 845 lo afirmaron en forma explícita: «Los cristianos no han obedecido los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Por eso, la Providencia condujo a los paganos más crueles, los enemigos más encarnizados del cristianismo, al seno del reino y hasta París». Al decir que había que convertirse a través del sufrimiento, los clérigos retrasaron el momento en que los agredidos entendieron que debían tomar su destino en sus propias manos. Cuando comenzó la resistencia, y los cristianos vencieron, los clérigos colaboraron en la lucha.

Y esa lucha debía llevarse contra los musulmanes. En Occidente, estos habían iniciado en 711 la conquista de España, y ocuparon toda la península sin duda hacia 714. Carlos Martel los interceptó en 732 cerca de Poitiers. Pero permanecieron en la región narbonesa durante una gran parte del reinado de Pepino el Breve. En el siglo IX, especialmente gracias a las victorias de Carlomagno, la Galia se vio libre de las incursiones terrestres de los musulmanes, que en ese momento descubrieron su vocación marítima. Los piratas buscaban el provecho económico, y las motivaciones religiosas eran secundarias.

Los húngaros efectuaron incursiones típicas de un pueblo nómada. Para invadir con mayor facilidad, solían dividirse, manteniendo la comunicación a través de fuego y humo. Durante las batallas, lanzaban gritos para amedrentar al enemigo. Su ejército mostraba una gran movilidad: preparado para las invasiones rápidas, apenas era capaz de ocupar territorios habitados por poblaciones sedentarias. Se los consideraba una expresión de la cólera divina, y les atribuían costumbres horribles. Según Liutprand de Cremona (ca. 920-ca. 972), bebían la sangre de los muertos. Otros autores sostenían que eran antropófagos.

La guerra de los Cien Años que enfrentó a Francia e Inglaterra, fue un paradigma de esos conflictos entre Estados. La violencia se manifestó de muchas maneras. En el plano militar, es preciso diferenciar entre las luchas en el campo de batalla, en las que combatían soldados, y los sitios, en los que con mucha frecuencia se unían los militares y los civiles de la oposición con los sitiadores. Además, los soldados saqueaban, violaban y masacraban durante sus desplazamientos, y sus fechorías eran aún más terribles durante las treguas.

La batalla de Azincourt, en 1415, diezmó a la flor y nata de la nobleza francesa. Según el relato del Monje de Saint-Denis, los ingleses lanzaban sin cesar sobre las tropas francesas «una terrible lluvia de flechas… Como tenían un armamento ligero, y sus filas no estaban demasiado pobladas, tenían total libertad de movimientos y podían asestar cómodamente golpes mortales. Además habían adoptado en gran parte una especie de arma no usada hasta entonces: eran unas mazas de plomo, que con un solo golpe podían matar a un hombre o derribarlo haciéndole perder el conocimiento. Así se mantuvieron en ventaja en medio de esa sangrienta refriega, aunque muchos de los suyos cayeron, combatiendo con gran fervor, sobre todo porque sabían que era una cuestión de vida o muerte. Por último, en un esfuerzo desesperado, rompieron la línea de batalla de los franceses y se abrieron paso en muchos puntos. Entonces tomaron prisioneros a los nobles de Francia, como si fueran un vil rebaño de esclavos, y estos murieron bajo los golpes de una oscura soldadesca». La batalla de Azincourt fue particularmente sangrienta, y a la nobleza francesa le costó mucho recuperarse. Según el Monje de Saint-Denis, los mensajeros enviados al rey le informaron que más de cuatro mil de los mejores hombres de armas habían muerto, y cuatrocientos caballeros habían sido tomados como rehenes. En cambio, según Monstrelet y Lefevre de Saint-Rémy, la cantidad de muertos se había elevado a diez mil, de los cuales entre siete y ocho mil eran nobles, y los demás eran arqueros o sirvientes.

La violencia que se ejercía durante los asedios mostraba notables diferencias con la que se observaba en el campo de batalla. En los sitios, las víctimas eran civiles, y no sólo las armas causaban sufrimiento, sino también el hambre. Muchas veces, los sitiados sólo se rendían empujados por la falta de agua y de comida.

Las treguas no llevaban tranquilidad, porque a menudo el ejército, compuesto en buena parte por mercenarios habituados a vivir en guerra, sin ocupación, causaba más daños durante esos períodos que durante los combates. Fue lo que ocurrió después de la batalla de Poitiers de 1356. Los miembros de las Compañías, dirigidas por jóvenes de la nobleza a los que se habían unido muchos individuos inescrupulosos, saquearon y asaltaron. Como tomaron prisioneros a muchos señores, les fue fácil apoderarse de sus castillos e instalarse en ellos. Esos aventureros no dudaban en torturar a sus víctimas, les daban latigazos de día y los encerraban de noche en un armario, los ponían cabeza abajo en una bolsa después de atarlos de pies y manos, y les aplastaban el vientre bajo pesados yunques hasta hacerles salir espuma de la boca. Incendiaban sus campos sembrados y sus casas, y se apoderaban de sus animales. Violaban a las jóvenes, a las religiosas y a las mujeres casadas, mataban a los ancianos y a los niños, cuando no pedían rescate por ellos. Durante el reinado de Carlos VII, los «desolladores» actuaron de la misma manera, dejando a Francia exangüe, según Thomas Basin. «Y en su tiempo, el susodicho reino […] quedó en un estado de devastación tal, que desde el Loire hasta el Sena, y desde allí hasta el Somme, los campesinos habían sido asesinados u obligados a huir, y por lo tanto casi todos los campos permanecieron mucho tiempo, durante años, no sólo sin cultivar, sino sin hombres capaces de cultivarlos, salvo algunas escasas porciones de tierra, donde lo poco que se podía cultivar lejos de las ciudades, plazas o castillos, no podía extenderse, a causa de las frecuentes incursiones de los saqueadores».

Reinaba, pues, un clima de violencia, que era indirectamente alimentado. En efecto, la guerra producía una enorme presión fiscal. La inseguridad de los caminos fomentaba la criminalidad. Y los conflictos creaban un clima psicológico favorable a esa violencia.

Pero el clima de violencia no significaba anarquía, salvo algunas excepciones.

Cuando el poder real se fortaleció, trató de poner fin a las guerras privadas que habían sido prohibidas por san Luís en 1245, antes de partir hacia las Cruzadas, y también en 1257, pero las ordenanzas reales no se aplicaban demasiado. En 1296, Felipe IV prohibió las guerras privadas, los duelos y los torneos mientras durara la guerra. Esa reglamentación daba a entender que las guerras privadas estaban autorizadas en tiempos de paz. Pero en 1304, en una orden dirigida al senescal de Toulouse, Felipe el Hermoso las condenó sin reservas. Esa orden tenía por objeto dar satisfacción a los habitantes de Toulouse, y también debe relacionarse con la encarnizada lucha que libraban las casas de Foix y de Armagnac. De manera que el rey de Francia impuso la paz. Pero en 1308, el conde de Foix volvió a tomar las armas contra el conde de Armagnac y Amanieu de Albret. En varias oportunidades, en 1311 y en 1314, Felipe reiteró su prohibición, ya fuera porque quería reservar las fuerzas de los nobles para sus propias guerras, o porque deseaba ganarse la confianza de los habitantes no nobles de algunas regiones. En cambio, su hijo Luis X confirmó la antigua costumbre de la guerra privada. En 1339, a pedido del señor de Albret, y de otros barones aquitanos, Felipe VI les otorgó el derecho de batirse entre ellos, pero si alguien quería emprender una guerra privada, debía lanzar antes un desafío a su adversario, y este debía aceptarlo. Cuando el propio rey hacía la guerra, primero debían terminar las guerras privadas. Tras la paz de Brétigny, los nobles creyeron que estas volvían a estar permitidas, se enviaron desafíos y convocaron a sus aliados. Juan el Bueno se preocupó por estas actitudes y en 1361, prohibió las guerras privadas, incluso en tiempos de paz. Pero dos años más tarde, fueron proscriptas solamente en los momentos en que las bandas asaltaban el país. Carlos V también reconoció su legalidad en el caso de que los adversarios se pusieran de acuerdo para llevarlas a cabo.

De manera que existía una legislación, pero era una legislación incoherente, salvo en un solo punto: la prohibición de las guerras privadas cuando el mismo rey estaba haciendo la guerra. Estos reglamentos debían ser repetidos con frecuencia, ya que se los olvidaba rápidamente.

A veces, los dirigentes de los Estados trataban de arreglar los problemas por las vías diplomáticas. Por ejemplo, en 1259, mediante el tratado de París, san Luís intentó poner fin al secular conflicto que oponía a Francia e Inglaterra. Para eso, no dudó en hacer algunas concesiones, que suscitaron las críticas de sus consejeros. Joinville escribió: «Sucedió que el santo rey negoció que el rey de Inglaterra, su esposa y sus hijos vinieran a Francia para tratar la paz entre él y ellos. Los integrantes de su consejo se oponían absolutamente a esa paz, y le dijeron lo siguiente: “Señor, estamos extremadamente sorprendidos de que vuestra voluntad sea tal que queráis darle al rey de Inglaterra una parte tan grande de vuestra tierra, que vos y vuestros predecesores habéis conquistado sobre él y a las que él renunció. Nos parece que, si consideráis que no tenéis derecho sobre ella, no le hacéis una restitución justa al rey de Inglaterra al no devolverle todas las conquistas que vos y vuestros predecesores habéis hecho. Y si consideráis que tenéis derecho sobre ella, creemos que perdéis todo lo que le entregáis”. A esto respondió el santo rey de la siguiente manera: “Señores, estoy seguro de que los predecesores del rey de Inglaterra han perdido con toda justicia la conquista que yo ocupo. Y la tierra que le entrego, no se la entrego en razón de una obligación que supuestamente tendría hacia él y hacia sus herederos, sino para establecer el amor entre mis hijos y los suyos, que son primos hermanos. Y me parece que hago un buen empleo de lo que le doy, porque él no estaba entre mis hombres, y ahora tengo su fidelidad”».

Los señores no siempre estaban dispuestos a hacer la guerra. Cuando el rey de Francia Felipe VI convocó a sus vasallos nobles para combatir contra los ingleses, encontró mala voluntad, e incluso rechazo. La guerra era muy cara para los nobles, sin contar la pérdida de vidas humanas.

Y hay que tener en cuenta que el marco espacio-temporal de las guerras medievales era muy diferente del de las guerras contemporáneas. Por la lentitud de las comunicaciones, podía ser que una batalla tuviera lugar cerca de un lugar donde sus habitantes vivían apaciblemente. Además, los combates no eran continuos. La guerra de los Cien Años fue un excelente ejemplo de ello.

Violencia individual[4]

En razón de las fuentes documentales que tenemos hasta ahora, elegiremos dos diferentes enfoques: uno cronológico, concerniente al período que se extiende desde el siglo VI hasta el siglo XIII, y el otro temático, que esboza una tipología de esa violencia al final de la Edad Media.

Del siglo VI al siglo XIII

«Si alguien encuentra un hombre libre en un cruce de caminos, sin manos ni pies, abandonado allí por sus enemigos, y lo ultima, y esto se prueba contra él, cosa que le corresponde al tribunal en el caso de “hombre libre mutilado sobre la hierba”, que sea condenado a una multa de 400 denarios, que hacen 100 sueldos», decía la Ley Sálica, es decir, la ley de los francos salios, escrita a principios del siglo VI, y luego modificada y completada.

Pasaron los siglos. Las autoridades civiles y religiosas promulgaron reglamentos para tratar de limitar la violencia. Los resultados no fueron demasiado convincentes, a juzgar por el testimonio de Hincmar relativo a la conducta de los aristócratas carolingios con respecto a sus esposas.

No sorprende entonces que los libros Penitenciales dedicaran muchos artículos a la violencia. Burchard de Worms, en el comienzo del siglo XI, recomendaba a los confesores que formularan, entre otras, las siguientes preguntas:

¿Has cometido un homicidio voluntariamente y sin necesidad, fuera de la guerra, por codicia, para apropiarte de los bienes de otro? […] ¿Has cometido un homicidio para vengar a tus parientes? […] ¿Has aconsejado cometer un homicidio, sin llevarlo a cabo tú mismo, y alguien fue asesinado a causa de tus consejos?

¿Has atacado a un hombre, en compañía de otras personas, en su propia casa, o en la casa de otro, o en cualquier otra parte donde se hubiera refugiado, y has lanzado una piedra contra él, o una flecha o una jabalina, para matarlo? ¿Fue muerto ese hombre por alguno de tu banda, sin que tú mismo lo hirieras o mataras? […] ¿Has cometido un parricidio, es decir, has matado a tu padre, a tu madre, a tu hermano, a tu hermana, a tu tío paterno o materno, a tu tía u otra parienta? Si lo hiciste en forma accidental, involuntaria y sin cólera, harás penitencia como por un homicidio voluntario. Pero si cometiste ese parricidio con premeditación o cólera, harás penitencia como sigue […]

¿Has matado a tu patrón, has tomado parte en un complot urdido contra él? ¿Has matado a tu esposa, que es una parte de ti? […] ¿Has matado, o has tomado parte en un complot urdido contra un penitente público vestido con el hábito que usan los que ayunan una cuarentena? […]

¿Le has cortado la mano o el pie a tu prójimo? ¿Le has arrancado los ojos o lo has herido? […]

¿Has matado con tus propias manos, o has incitado a otro a matar a un eclesiástico, un salmista, un portero, un lector, un exorcista, un acólito, un subdiácono, un diácono o un sacerdote?

Siglos XIV y XV

El núcleo conyugal

A pesar de la crítica de algunos intelectuales, Jean de Meun o Eustache Deschamps, el matrimonio era la base de la sociedad y un ideal buscado por las personas en general. Pero la vida en común no estaba exenta de conflictos, como lo reconocía una carta de remisión a fines del siglo XV: «Cuestión y debate de palabra se produce entre el peticionario y su esposa, como sucede tantas veces en un matrimonio».

Ya hemos hablado bastante de la violencia de los maridos; no es necesario volver sobre el tema.

En cuanto a la mujer, pocas veces actuaba por sí misma: en la mayoría de los casos era cómplice o instigadora. Y solía utilizar más la astucia que la violencia. La esposa de un carpintero de La Rochelle, que tenía alrededor de dieciocho años, recurrió a unas «hechiceras» para desembarazarse de su marido. Estas confeccionaron una figura de cera que representaba al marido, para que ella la colocara debajo de su cama durante un período de siete a quince días. Ningún resultado. Las hechiceras pusieron a hervir una camisa del esposo y le hicieron beber el agua. Nuevo fracaso. Entonces le dieron sulfuro de arsénico rojo con vidrio molido[3]. También existían mujeres fuertes que golpeaban, como una tal Isabel, esposa de Jean de Lairent, que insultó y trató duramente a sus sucesivos esposos (1416). Pero pocas veces se salían con la suya.

En general, la vida conyugal no estaba exenta de violencia, pero cuando la discusión involucraba a varias personas, los esposos se unían, en lugar de enfrentarse. ¿Acaso la función del matrimonio no era permitirles vivir «juntos en paz y amor»?

Los pedagogos aconsejaban a los padres castigar a sus hijos, pero no se trataba forzosamente de aplicarles castigos corporales, sino de reprenderlos cuando no se esforzaban lo suficiente. Aunque algunos tratados mencionaban los castigos físicos, generalmente sugerían recurrir a ellos en última instancia. También existían conflictos entre generaciones, como en todas las épocas. Louis Fraigneau tenía dos hijos. Uno se quedó con sus padres y se ocupó de ellos, junto con su esposa. El otro, en cambio, le pegaba a su padre porque quería apoderarse de sus bienes, y tuvo que alejarse.

Parientes y vecinos

Guillaume Rochier, labrador de Chef-Boutonne, que ya había sido objeto de muchas vejaciones por parte de su hermano mayor Huguet, estaba segando un prado con él, cuando este volvió a atacarlo. Para defenderse, le dio un golpe con la guadaña, que le causó una herida en la cabeza y luego la muerte (1395). Del mismo modo, Jean Bonnitaud, hostigado por su hermano mayor Guillaume, que no dejaba de buscar pelea, lo hirió mortalmente durante una riña (1460). La cohabitación podía ser fuente de disputas. Louis Raoul, feligrés de Saint-Philibert de Luçon, y Guillaume Boyneau, que se habían casado con dos hermanas, vivieron juntos sin ningún problema durante mucho tiempo. Pero un domingo a la noche, mientras les daban de comer a sus animales, los dos hombres, que ese día habían estado bebiendo en forma excesiva, se pelearon porque Guillaume no quiso ir a buscar heno para los animales, como lo había hecho Louis, que era el mayor y dirigía la explotación. El ruido atrajo a dos mujeres, la viuda del padre de las dos esposas y la mujer de Louis, que los separaron. Entonces Guillaume tomó una horquilla y golpeó a Louis en la cabeza. Cuando intentó repetir el golpe, este tomó el cuchillo que usaba para cortar el pan e hirió a su cuñado, que murió (1447).

Los culpables y las víctimas solían vivir en un radio de menos de cinco kilómetros. En casi la mitad de los casos, los padres y los hijos compartían la misma vivienda. Por lo tanto, muchos homicidios involucraban a personas que vivían en la misma aldea o en aldeas vecinas. A los campesinos no les gustaba demasiado recorrer largas distancias. Sólo el 2% de ellos se aventuraba a más de 30 kilómetros de su lugar de residencia. De manera que era en un ambiente familiar donde tenían lugar los crímenes comunes, como los homicidios, los robos, o las violaciones, mientras que los crímenes colectivos, como los saqueos, se efectuaban en el nivel del reino.

A menudo, los vecinos participaban en los crímenes ayudando al culpable, más que a la víctima. Y los habitantes de las aldeas solían denunciar las infracciones a las reglas, especialmente en materia de sexualidad. En Laon, a principios del siglo XV, Tristan Hanotin quería seducir a la joven Pierrette, y Jeannette la Alfarera le sirvió de intermediaria, probablemente con la complicidad de los padres. Los vecinos vieron las idas y venidas de Tristan, y notaron que la muchacha se vestía mejor que antes. La madre decidió hacer recaer la culpa sobre Jeannette, quien, por su instigación, fue desfigurada. Durante el proceso, Tristan declaró que había sido víctima de los vecinos, pues había oído decir que amaba a una joven, sin ninguna precisión, y que «algunas mujeres lo habían visto».

Tipología

Sexo

La criminalidad femenina era baja. En París, sobre 56 casos mencionados en el registro criminal del Châtelet desde el 6 de septiembre de 1389 hasta el 18 de mayo de 1392, sólo 16, es decir, menos de un tercio, se referían a mujeres. En la región lionesa, entre los 521 delincuentes juzgados entre febrero de 1427 y septiembre de 1433, había 85 mujeres, es decir, un porcentaje levemente superior al 16%; si se toma en cuenta la complicidad, esa cifra se eleva al 20%. En la región del Loire medio, hacia fines del siglo XIV, sólo había un 6,5% de mujeres entre los acusados que solicitaron una carta de remisión, y fueron menos aún en la primera mitad del siglo XV. Las infracciones femeninas correspondían más a la pequeña y mediana delincuencia que a la grande. Tenían que ver en general con las costumbres y los bienes. Los principales crímenes por los que obtenían remisión eran el robo y el infanticidio, y el robo se efectuaba sin violencia, que era patrimonio del hombre. Según Claude Gauvard, en la Francia de la baja Edad Media, el 99% de los culpables de homicidio y el 79% de las víctimas pertenecían al sexo masculino.

La violencia entre mujeres podía calificarse como primaria. Ellas peleaban con las manos, se arañaban, se arrancaban los cabellos, se pisaban los pies. En cuanto a los instrumentos que usaban, tomaban cualquier cosa que tuvieran a mano. En Lyon, Jeannette Chastellain, esposa de un artesano, golpeó con sus puños a una tal Philippa y le mordió cruelmente un dedo. Peronnette Millet estaba tan enardecida, que su víctima la acusó de haberle desgarrado la primera falange al mordérsela. También se producían frecuentes peleas entre sirvientas y dueñas de casa o entre vecinas. La madre de Humbert Béguin le dio una cachetada a la sirvienta de Jean Volet. La criada del cuidador del hospital de Saint-Catherine recibió violentos bastonazos en la cabeza, propinados por la esposa de un cordelero. Pero en la mayoría de los casos, las mujeres se limitaban a los insultos. Pernelle Sagette, una mujer disoluta que vivía en Saint-Maixent en Poitou, tenía la costumbre de insultar a un tal Chardebeuf en cuanto lo veía, gritándole desde la ventana: «Chardebeuf, canalla, rufián, sinvergüenza, vendedor de carne viva a los monjes», así como otras palabras ultrajantes.

Las querellas entre mujeres pocas veces terminaban en homicidios, que, en ese caso, sólo ocurrían por casualidad. Cuando comenzaba una riña, la mujer podía intervenir, pero era difícil que tuviera alguna relación física con el origen de la pelea. Por otra parte, ella no llevaba encima el cuchillo para cortar pan. Muy pocas veces asestaba golpes mortales. Actuaba con los extraños de la misma manera que con su marido: se limitaba a impulsar a otro a cometer el delito. Cuando Macé du Pois trató a Jean Gabory de ladrón, la mujer de este le dijo que le apretara la garganta a Macé para que retirara sus palabras. Jean Gabory obedeció. Después, con la ayuda de uno de sus hijos, la mujer le dio bastonazos a Macé en la cabeza y en el cuerpo. Robine, esposa de Étienne el Constructor, de Bellencombre, sorprendida en flagrante delito de adulterio con un sacerdote por un muchacho que había ido a buscar vino al sótano, le dijo a su amante: «Si no lo matas, estamos perdidos». Entonces el sacerdote le dio una cuchillada al joven, quien murió dos semanas más tarde.

Pero había un homicidio que era cometido por las mujeres: el infanticidio. Por obvias razones, las culpables no solían ser mujeres casadas, sino muchachas solieras o mujeres viudas, que temían el deshonor si se descubría su falta. Colette Wardavoir, de quince años, había podido ocultar su estado. Cuando su embarazo llegó a término, se dirigió a las letrinas, donde su hijo nació y comenzó a llorar. Asustada, la niña se dio a la fuga (1390). Guillemette de Thorry, de Louviers, de dieciocho años, también había podido llegar a término sin despertar sospechas. Temiendo que su padre y su madre la oyeran gritar y quejarse, se tapó la boca con un trozo de tela, pero el dolor era tan grande que se desvaneció. Cuando volvió en sí, vio que había dado a luz a un bebé que yacía sin vida. Al día siguiente, se levantó y fue a trabajar a los viñedos (1414).

La mujer era más frecuentemente víctima que culpable, y la violencia que sufría era ante todo la violación. Todas las categorías sociales estaban involucradas, como lo señaló A. Porteau-Bitker. Los autores podían ser clérigos, desde el simple tonsurado hasta el canónigo, nobles, escuderos y caballeros, funcionarios públicos, artesanos, maestros y compañeros, criados. Los nobles no solían ser perseguidos sólo por cometer violaciones: en general, el crimen era cometido en el transcurso de operaciones militares. Pero no hay que confiar en las apariencias, porque lo que ocurría era que las víctimas, generalmente de condición humilde, no se atrevían a hacer las denuncias. Para algunos delincuentes, la violación no era más que una infracción entre otras. Veamos algunos ejemplos. Guillaume Maingot, señor de Surgères, fue llevado a París por forzar a Phelippe Danielle, a quien había raptado y desflorado. Este caballero también había violado antes a Margot Perroteau y a otra mujer llamada La Botellera (1335). Algunos ni siquiera retrocedían ante los establecimientos religiosos. Hardouin de la Porte, escudero de unos veinte años, escaló los muros del priorato de Tourtenay, raptó a la llavera Guillemette Chrétien y la violó. Aprovechando la situación, Hardouin y sus compañeros también violaron a Thomasse, esposa de Aimery Chaillou (1386).

A veces el delito se veía facilitado por los vínculos de parentesco o de subordinación entre el autor de la violación y su víctima. En la región de Senlis, Thomas el Cerero fue acusado de violar a la hija de su mujer, la joven Belote, de sólo once años. La violación incluso habría tenido lugar en el lecho conyugal, en presencia de la madre, que fue amenazada de muerte si trataba de interponerse, ya que Thomas había colocado su espada en el medio de la cama. Jean Pénigault d'Iteuil, de Poitou, abusó de Guillemette Rousseau, la esposa de su sobrino Étienne Nicolas. Algunos funcionarios señoriales o reales aprovechaban su poder. Jean Brunet, funcionario judicial en Bourges, forzó a dos mujeres, amenazando a una de ellas con la prisión si no accedía a tener relaciones sexuales con él, y prometiéndole a la otra la liberación de su marido si le otorgaba sus favores.

Sin embargo, el número de violaciones, individuales o colectivas, era bastante bajo, ya que no superaba el 3% de los delitos denunciados. Aunque seguramente esta cifra era inferior a la real, porque en general la sociedad solía acusar en cierto modo a la víctima de su desgracia. Para evitar las consecuencias infamantes de la violación, muchas mujeres preferían guardar silencio. Pero el deshonor variaba según la condición social de la víctima. En Manosque, costaba cinco veces menos violar a una mujer adulta sola que a la esposa de un burgués o a una joven casadera. En efecto, se solía sospechar que la mujer de cierta edad que permanecía soltera o la viuda que no se volvía a casar llevaban una vida licenciosa, y por lo tanto, el hecho de forzarlas parecía menos grave. En Lyon, entre 1429 y 1441, la violación de una viuda se pagaba con una multa de 1 a 2 libras tornesas, mientras que la de una virgen costaba 6 libras tornesas. No sorprende entonces que la tercera parte de los acusados invocara, como circunstancia atenuante, la mala reputación de la víctima. Estos términos se aplicaban en realidad a tres categorías de mujeres: las prostitutas, las que estaban en una situación precaria (sirvientas, viudas, solteras), y por último, las muchachas jóvenes y las mujeres casadas. Al parecer, la violencia sexual establecía diferencias entre las mujeres permitidas, cuyo número los hombres buscaban aumentar, y las otras, que, por ser casadas, le estaban vedadas a la comunidad masculina.

Edad

En las cartas de remisión, sólo el 25% de los peticionarios daban una edad concreta, y el 36% una edad cualitativa, como «hombre joven». Por otra parte, no se solía mencionar la edad en forma espontánea, sino sólo cuando podía servir como circunstancia atenuante. Claude Gauvard dice que los jóvenes de quince a veinte años todavía no estaban instalados en la vida, e intervenían poco en el plano de la criminalidad. La mayoría de los «jóvenes» eran solteros: sólo alrededor del 20% de ellos estaban casados. Y el 8 0% de ellos no indicaban profesión. No se trataba verdaderamente de una clase de edad. La expresión «hombre joven» se aplicaba sobre todo a la franja entre veinte y treinta años, con una media de veintisiete años. Los hombres jóvenes formaban un grupo heterogéneo.

Los «jóvenes» eran presentados como individuos que no podían controlarse. Su temperamento efervescente al mismo tiempo que irreflexivo, los llevaba a cometer homicidios, y parecían fácilmente influenciables. Se explicaba su criminalidad por el deseo de compensar aquello que estaba fuera de su alcance: la riqueza y las mujeres. Thomas Le Cornadel, de veintidós años de edad, violó a la viuda de Jean Bouligny: «Y cuando la vio caída en el piso, con el vestido tan levantado que se le veían los muslos, Thomas se acostó sobre Marion y se excitó tanto que, tentado por el enemigo, la conoció carnalmente» (1406). Pero la dificultad de ser joven no llevaba automáticamente a la rebeldía ni a la desesperación. Y la violencia no era privativa de la juventud.

El vocabulario relativo a las personas de más edad era difícil de definir. A partir de los cuarenta años, y de manera significativa, a partir de los cincuenta, se consideraba que las personas eran adultas o ancianas. Los peticionarios que tenían más de cincuenta años eran dos veces menos numerosos que los de treinta y cinco, y cinco veces menos que los que se hallaban entre los quince y los treinta años, aunque no faltaban criminales entre ellos. Los de más de cincuenta años seguían ejerciendo una profesión. Por eso, su criminalidad no tenía nada de específico. El homicidio estaba siempre en primer lugar, con 67% de los delitos cometidos. Pero los criminales de más de cincuenta años se desplazaban menos que los otros. Solían ir a la taberna para beber y jugar. Incluso abusaban de la bebida, y alrededor del 60% de los mayores de sesenta años estaban ebrios cuando cometían un crimen. Algunos conservaban su vigor, a pesar de la edad. A los ochenta años, Jehannet Rasoleau no tenía ningún problema en pelear: «Entonces Rasoleau tomó la piedra en su puño y golpeó con la piedra y el puño juntos al susodicho Olivier que, tomándolo por el brazo, lo arrojó al suelo debajo de él y lo tomó por el cuello, pero Rasoleau se debatió tanto que logró colocarse encima de Olivier, le apoyó la rodilla sobre el vientre y le dio varios golpes en la sien con la piedra que sostenía» (1405). Los viejos solían definirse a sí mismos como más «débiles» y «pobres» que los demás, para obtener con más facilidad su remisión.

¿Qué relaciones existían entre los jóvenes y los viejos? En general, la criminalidad se manifestaba en el interior de las mismas franjas etarias, especialmente en los casos de los «jóvenes» y los «hombres». La oposición entre jóvenes y hombres mayores se daba sobre todo en el plano del poder. Las peleas que llevaban a las personas de edad al crimen eran las que los enfrentaban a sus hijos o a sus sirvientes. Sin embargo, no había demasiada criminalidad derivada de conflictos entre generaciones.

Condición social

Las cartas de remisión también involucraban a los clérigos, pero aunque ellos eran víctimas en más del 12% de los casos, sólo eran culpables en cerca del 4% de los casos, algo que parece lógico considerando su estado. Sin embargo, se peleaban y robaban casi tanto como las otras categorías profesionales. Las riñas constituían el 50% de los crímenes que se les atribuían. Más que excluirlos de la comunidad de la aldea, la criminalidad los integraba a ella. Con todo, esa sociedad intentaba actuar de manera que mantuvieran la especificidad propia de su función.

Entre los laicos, la mayor parte de los criminales trabajaba. El 20% de los culpables se definían como trabajadores. En su mayoría, eran agricultores, y algunos ejercían un oficio artesanal. Había muchas similitudes entre estos dos grupos: unos eran trabajadores rurales y los otros, trabajadores manuales.

Las actividades de los artesanos los llevaban a desplazarse más que los agricultores. Pero no eran mundos demasiado diferentes. Un estudio referente al Estado pontificio de Avignon distinguía entre oficios poco violentos (hombres de leyes, médicos…), oficios en los que la delincuencia era reducida pero el empleo de la violencia, relativamente frecuente (construcción, indumentaria), oficios en los que la violencia y el fraude tenían una importancia equivalente (taberneros, alimentación, especialmente los carniceros), y por último, oficios muy violentos (administración, especialmente por los guardias municipales, transportes, domésticos, agricultores).

La violencia solía producirse entre iguales. Los patrones entraban en conflicto con sus sirvientes sólo en el 7% de los casos, mientras que defendían sus intereses frente a sus iguales en el 41% de los casos. Lo mismo ocurría entre criados.

Los nobles usaban la espada con facilidad. El 75% de sus crímenes eran homicidios en riñas, una cantidad netamente superior a un promedio general ya elevado para este tipo de violencia, que era del 57%. El lugar del crimen era siempre la vivienda de un noble. Esto significa que los nobles solían enfrentarse con personas a las que frecuentaban regularmente. Casi siempre triunfaban los miembros de la nobleza: sólo una de cada diez víctimas era de origen noble.

Se desvalorizaba mucho más al que no era noble con respecto al noble, que al criado frente al patrón. Durante una disputa entre Jean de Neauffle, que era «de buena y honesta estirpe», y Massot Enfroy, pastelero, hombre de «condición humilde», ambos hombres se refirieron a sus orígenes: «Massot le dijo pérfidamente que si lo hubiera engendrado el padre de Jean, él sería tan gentilhombre como Jean». Massot pagó con su vida esas «palabras arrogantes». Esta superioridad colocaba a los nobles por encima de toda justicia. Y su condición social explicaba la ausencia o la poca frecuencia de ciertos crímenes. En ese sentido, el infanticidio cometido por la joven esposa de Antoine de Claerhout constituyó una excepción (1455).

La única división en esa sociedad era la que separaba a los nobles de quienes no eran nobles, pero no originaba muchos crímenes.

Desde el comienzo de la Edad Media, la violencia no fue anárquica, a pesar de que el Estado no intervenía demasiado. Lo más importante era respetar la ley del talión, es decir, definir una reparación igual a la del daño ocasionado. Más adelante, la justicia señorial, la justicia urbana y la justicia real permitieron frenar, al menos en parte, esa violencia. En primer lugar, se impuso en las ciudades una restricción para llevar armas. Esa restricción, que variaba según los lugares, las épocas y las categorías sociales, tendió a ampliarse, pero los habitantes de las ciudades usaban armas de reemplazo.

En los siglos XIV y XV, los guardias municipales se encargaban de la policía municipal y de la policía judicial. En las ciudades pequeñas eran pocos, pero los efectivos del Châtelet de París se elevaban a cuatrocientos cincuenta hombres. Como generalmente actuaban solos, tenían problemas para intervenir cuando había una riña, por ejemplo. En algunas ciudades se realizaba una ronda nocturna, pero a los habitantes no les gustaba que los molestaran en sus hábitos nocturnos, como ocurrió con ese lionés que fue llevado a prisión, en 1462, porque fue sorprendido después de la queda, armado y sin luz, por el ayudante del arzobispo de Lyon y su guardia.

El asseurement era un pacto de no agresión. Se trataba de un contrato privado que se celebraba ante una corte de justicia, y se convertía así en un acto público cuya violación acarreaba sanciones penales. Fue el caso de Jehanotte Bassot y Jehanotte Le Verpillet, esposas de dos ayudantes de carniceros de Dijon. Cuando una de ellas le solicitó al alcalde «un buen y leal asseurement» con la otra, que la había injuriado, el edil «puso a las susodichas mujeres bajo vigilancia de la ciudad y les prohibió, so pena de 60 sueldos de multa para dicha ciudad, que atentasen o cometieran cualquier acto reprobable una contra la otra». Poco más tarde, una de las mujeres violó el juramento y fue encarcelada.

Existían otras maneras de reducir la violencia: la intervención de los mismos habitantes —«es de provecho común que cada uno sea un guardián y tenga el poder de arrestar a los malhechores», escribió Philippe de Beaumanoir—, aunque en general, estos preferían quedarse en sus casas; la observancia de los consejos prodigados por los hombres de la Iglesia, que predicaban la paz en sus sermones; el control de las instituciones para la juventud, que canalizaban los ardores juveniles.

Las fuentes muestran que a fines de la Edad Media el mundo de los criminales era «un mundo ordinario». La frecuencia de los homicidios se explicaba porque todo el mundo llevaba armas. Pero la brutalidad cotidiana, común, tenía que ver especialmente con la defensa del honor: en ese caso, no era verdaderamente considerada como criminalidad.