Las mujeres
Régine Pernoud, cuyas ideas son conocidas por un amplio público gracias a las novelas de su discípula Jeanne Bourin, afirma que las mujeres ejercieron una considerable influencia en todos los terrenos, especialmente desde el siglo X hasta fines del siglo XIII. Pero Georges Duby escribe en su libro sobre Guillermo el Mariscal: «Ese mundo era masculino. Sólo los varones tenían importancia. Hay que destacar desde el comienzo este primer rasgo fundamental: hay muy pocas figuras femeninas en ese poema, y sus apariciones son fugaces».
Dos tesis contradictorias. Intentaremos aclarar la cuestión.
En primer lugar, debemos terminar con una necedad todavía muy difundida: que la Iglesia le negaba a la mujer la posesión de un alma inmortal. Esta afirmación que los anticlericales del siglo 19 enunciaban con gran placer proviene simplemente de la mala interpretación de un pasaje de la Historia de los francos de Gregorio de Tours (libro 8, c. XX). Durante el concilio celebrado en Mâcon en 585, «uno de los obispos se puso de pie para decir que una mujer no podía ser llamada hombre». Ese obispo parecía ignorar que la lengua latina designa vir al ser masculino, y homo al ser humano. Sus colegas le mostraron, a través de varios ejemplos, que se podía designar a la mujer con la palabra homo. «Él se calmó, pues los obispos le explicaron que el libro sagrado del Antiguo Testamento enseña que en el principio, cuando Dios creó al hombre, “creó un varón y una mujer, y les dio el nombre de Adán”, que significa hombre hecho de tierra, designando de este modo tanto a la mujer como al hombre. Además, se llama hijo del hombre al Señor Jesucristo porque es el hijo de una virgen, es decir, de una mujer…». La cuestión era tratada sólo en el aspecto lingüístico: el problema del alma de las mujeres no estaba en discusión. Por otra parte, las actas del concilio de Mâcon no mencionan este incidente.
Pero también es cierto que muchos textos medievales manifestaban hostilidad hacia las mujeres.
Según el Génesis, la mujer se encuentra en el origen del pecado, pues convence al hombre de desobedecer a Dios. A causa de la menstruación, a la que los hombres del medioevo adjudicaban un poder maléfico, ella era impura en determinados períodos, cosa que dice el Levítico. Los apóstoles fueron influidos por la concepción judía de la mujer, que estaba excluida de las funciones sacerdotales y, por ese hecho, ubicada en una situación inferior. Aunque san Pablo no podía hacer otra cosa que afirmar la igualdad de todas las personas ante Dios, consideraba que en realidad el hombre era superior a la mujer.
De ahí el recelo y el sentimiento de superioridad del hombre. Tertuliano (ca. 155-ca. 222) mostraba una gran agresividad hacia la mujer. «Deberás llevar duelo siempre, estar cubierta de harapos y sumida en la penitencia, para redimir la culpa de haber causado la perdición del género humano… Mujer, eres la puerta del diablo. Tú eres la que tocó el árbol de Satán y violó por primera vez la ley divina». Entre los clérigos, existía un verdadero odio a la sexualidad, apenas tolerada en el marco del matrimonio. Era absolutamente preferible la virginidad, que negaba la función esencial de la mujer: la maternidad. San Jerónimo (ca. 347-419 o 420) consideraba con desprecio el pasaje bíblico que ordena a los hombres crecer y multiplicarse. Le recomendó a una joven que permaneciera virgen: «¿Te atreves a rebajar al matrimonio que ha sido bendecido por Dios?, dirás. No es rebajar al matrimonio preferir la virginidad… Nadie compara un mal con un bien. Que las mujeres casadas se enorgullezcan de estar en segundo lugar, detrás de las vírgenes».
La cultura estaba en manos de clérigos a quienes se les negaba una sexualidad normal, y que veían en la mujer el instrumento de Satán, una tentadora, cuya seducción temían. Los monjes lanzaban diatribas contra los engañosos atractivos de esa pérfida criatura, como la de un tal Odon de Cluny, en el siglo X: «La belleza física no va más allá de la piel. Si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, la visión de las mujeres les causaría repugnancia. Si no podemos tocar ni con la punta de un dedo un escupitajo o la mierda, ¿cómo podemos desear abrazar esa bolsa de excrementos?».
A comienzos del siglo XI, Burchard, obispo de Worms, insistía en la libido insaciable de las mujeres, y pedía a los confesores que les hicieran las siguientes preguntas:
Lo que sigue concierne directamente a las mujeres.
¿Has hecho lo que algunas mujeres acostumbran hacer? ¿Te fabricaste un objeto, un instrumento en forma de miembro viril, del largo que deseas, para, después de sujetarlo con un lazo, introducirlo en tu sexo, o en el de alguna otra, y fornicar con otras mujeres, o bien otras contigo, con ese mismo instrumento o con otro? ¿Has hecho lo que suelen hacer algunas mujeres, fornicar solas con el susodicho objeto o algún otro?
¿Has hecho lo que suelen hacer algunas mujeres, que cuando quieren calmar el deseo que las hostiga, se unen como si fueran a copular —y consiguen hacerlo— y sucesivamente, acercando sus sexos, tratan de calmar su excitación frotándose?
¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer: fornicar con tu hijo muy pequeño, colocando, digamos, al niño sobre tus partes pudendas, como sustituto de la fornicación?
¿Has hecho lo que suelen hacer algunas mujeres: acostarte debajo de un animal y excitarlo al coito, por cualquier medio, para que copule contigo?
Muchas mujeres apelaban a la magia para despertar el amor de su marido, o al contrario, para volverlo impotente. «¿Has bebido el semen de tu marido para enardecer por medio de tus actos diabólicos su amor por ti?».
Las mujeres, pecadoras e instigadoras al pecado para los hombres, eran manifiestamente inferiores a ellos. Graciano (muerto antes de 1179), cuyo Decreto constituye una base del derecho canónico, dedicaba algunos pasajes a las incapacidades femeninas. «Es el orden natural de la humanidad que las mujeres sirvan a los hombres y los hijos a sus padres, pues en esto la justicia quiere que el más pequeño sirva al más grande». «La mujer debe seguir en todo la decisión de su marido. Ella no tiene ninguna autoridad: no puede enseñar, ni ser testigo, ni prestar juramento, ni juzgar».
En el transcurso de los siglos XI y XII, se afirmó verdaderamente la incompatibilidad entre sacerdocio y matrimonio, se exaltó la virginidad y se preconizó el desprecio por el mundo. La mujer era tolerada porque permitía la propagación de la especie. ¿Cómo era percibida por los clérigos en el siglo XIII?
Tomás de Aquino (muerto en 1274), cuya influencia ha sido tan grande en la Iglesia, intentó efectuar una síntesis entre el pensamiento de Aristóteles, por un lado, y por el otro, las Escrituras y la tradición patrística. «Con relación a la naturaleza particular, la mujer es una cosa imperfecta y ocasional, porque la virtud activa del sexo masculino tiende a producir su semejante perfecto del mismo sexo; y la causa de que resulte engendrada mujer es la debilidad de la virtud activa, o alguna indisposición de la materia, o acaso alguna transformación procedente de fuera, como de los vientos australes, que son húmedos, como dice Aristóteles. Pero relativamente a la naturaleza universal, la mujer no es un efecto ocasionado, y sí intentado por la naturaleza con destino a la obra de la generación: porque la intención de la naturaleza universal depende de Dios, que es su autor; y así, al crear la naturaleza, no sólo produjo el individuo masculino, sino también la mujer» (Suma teológica, I, q. 92, a. I, sol.).
Se llegó a un punto máximo con Gilles Bellemere (muerto en 1407), eminencia jurídica en los tiempos de Avignon y del Gran Cisma. «¿Por qué las mujeres son apartadas de los oficios civiles? Son frágiles y normalmente menos reflexivas. En la justicia, hay una razón especial: el juez debe ser constante e imperturbable. Y la mujer es cambiante y frágil: no es ni sagaz, ni sabia… La mujer promete fácilmente, pero no suele dar… La condición de la mujer es inferior. No puede enseñar en público, ni predicar, ni oír confesiones, ni ocuparse de lo que tenga que ver con las llaves de la Iglesia. No puede recibir las órdenes. No puede acercarse al altar cuando se celebran los oficios. Así debe entenderse la ley que dice que, en muchos aspectos, la condición femenina es menos buena que la de los hombres».
Estos ataques provienen de un distinguido jurista y están tomados de una obra seria. No sorprende entonces que, en esas condiciones, se manifestara a fines de la Edad Media una verdadera demonización de la mujer.
Hacia 1330, el franciscano Alvaro Pelayo, en ese momento penitenciario de la corte pontificia de Avignon, escribió a pedido del Papa un libro titulado El llanto de la Iglesia. La segunda parte incluía un catálogo de ciento dos «vicios y fechorías» de la mujer. Además de los que compartía con el hombre, tenía algunos que le eran propios. Por ser descendiente de la madre del pecado, constituía un abismo de sexualidad, un monstruo de idolatría, un conjunto de defectos y a veces una vidente impía. Su marido debía desconfiar de ella. Por otra parte, la mujer perturbaba a la Iglesia. Aunque muchas acusaciones no parecían nuevas, el conjunto marcaba la aparición de otra fase del antifeminismo clerical. El autor insistía, en particular, en el hecho de que la mujer era idólatra y alteraba la vida de la Iglesia. De ahí a justificar la caza de brujas, no había más que un paso.
Algunos autores laicos, siguiendo el ejemplo de los clérigos, consideraban a la mujer como un ser inferior lleno de defectos. Sin embargo, como se les permitía tener relaciones con ella en el marco conyugal, con el fin de procrear, sus motivaciones eran diferentes. El matrimonio convertía en cierto modo al hombre en un prisionero: por lo tanto, estaba tentado de estigmatizar a aquella de la que, en principio, no podía separarse.
El poeta Eustache Deschamps, que ejerció diversos cargos administrativos durante unos treinta años en tiempos de Carlos VI, es el autor de El espejo del matrimonio, un largo poema de más de doce mil versos, escrito en los años 1380. Su crítica estaba llena de frases hechas. Era mejor frecuentar a las prostitutas que casarse. El marido no mandaba en su casa, y si su esposa era bonita, corría el riesgo de que lo engañara. Por otra parte, la belleza no duraba demasiado. La mujer sólo pensaba en arreglarse, y cuando estaba bien vestida, quería mostrarse en público y divertirse. El marido no podía oponerse a ello. Cuando la mujer regresaba a la casa, empezaba a discutir con él. Empleaba artimañas para obtener sus fines. Además, era difícil soportar la vida en familia: los hijos constituían una pesada carga.
Es evidente que en la Edad Media la mayoría de los textos eran hostiles a la mujer. Pero muchas críticas eran estereotipadas. En uno de sus poemas, Eustache Deschamps se declaraba feliz de tener una esposa. En otros textos, escribió que el matrimonio permitía evitar el concubinato y llevar una vida ordenada. Y había muchos otros textos con argumentos a favor del sexo débil.
En nuestra época existe una tendencia a reducir la influencia del amor cortés y del culto mariano. En la Edad Media, el amor cortés sólo aparecía en el medio aristocrático y constituía ante todo un juego. Georges Duby afirma incluso que, al servir a su esposa, las jóvenes buscaban fundamentalmente ganar los favores del príncipe. En cuanto al culto mariano, se dirigía a la mujer que constituía un ideal: un ideal que las mujeres de este mundo no podían realizar, puesto que María es al mismo tiempo virgen y madre.
Pero también se escribieron en la Edad Media obras que defendían a la mujer. La cantidad de estas obras fue en aumento, y se estabilizó en los siglos XII y XIII. Alcuin Blamires sostiene que es peligroso considerar en forma sistemática que el discurso masculino sobre las mujeres era misógino, ya que en realidad ellas mismas habían interiorizado los conceptos que regían aquella sociedad. Los que toman la defensa de las mujeres ponen el acento en la ingratitud de sus acusadores, que olvidaban el hecho de que todos ellos le debían la vida a su madre, en la generalización abusiva —no todas las mujeres son iguales—, en el papel que han tenido algunas mujeres en la historia y en la leyenda —Débora, Esther, María Magdalena…—, en la dureza de la acusación a Eva, cuya responsabilidad atenúan, en las virtudes femeninas que contrastan con los defectos masculinos. Pero mientras una tradición que provenía principalmente de autores antiguos afirmaba la inestabilidad fisiológica y moral de las mujeres, se desarrolló la tesis inversa con Fortunato en el siglo VI. Pedro el Venerable en el siglo XII, y Cristina de Pisan a fines de la Edad Media. Este equilibrio aparecía en muchos autores: Hrotsvitha con su pieza Gallicanus, Chrétien de Troyes con Yvain, Chaucer con la historia de Griselda. Sin embargo, el hombre seguía siendo el punto de referencia. Esto no llama la atención, ya que fue el hombre quien elaboró la ideología. Además, la defensa de las mujeres se ubicaba en el plano de la moral, y las cualidades que se les reconocían eran las tradicionalmente atribuidas a su sexo (amor a los hijos, amor por la paz…).
En su Libro de sentencias, el famoso teólogo Pedro Lombardo (fines del siglo XI-1160) mostró lo que creaba la igualdad de los esposos en la Escritura: «La mujer no fue formada de una parte cualquiera del cuerpo del hombre, sino de su costado, para mostrar que era creada con vistas a una asociación fundada en el amor. Si hubiese sido hecha a partir de la cabeza, habría parecido que ella domina al hombre; si hubiera sido a partir de los pies, parecería que está sometida a él para servirlo. Ni soberana ni sirvienta; lo que se le da al hombre es una compañera. Tenía que salir de su costado, y no de la cabeza ni de los pies, para que él supiera que debía poner a su costado a la que sabía que había sido sacada de su costado».
La «Corte de Amor» de Carlos VI, fundada en enero de 1400, tenía como objetivo el elogio a las damas, que debían juzgar los poemas compuestos en su honor. Estaban prohibidas las expresiones antifeministas. Había sanciones: los individuos que se mostraban irrespetuosos hacia las damas eran excluidos. Pero esa corte era sólo un entretenimiento surgido de la nostalgia de una aristocracia caballeresca, y esto parecía muy claro desde el momento en que entre sus miembros figuraban dos notorios adversarios de la mujer: Jean de Montrueil y Pierre Col.
El problema de la igualdad de los sexos se abordó con mayor seriedad cuando se produjo la querella del Libro de la rosa. Esta obra, escrita en el siglo XIII, que tuvo un enorme éxito y ejerció una gran influencia en los siglos XIV y XV, está compuesta de dos partes, escritas por dos autores diferentes. Mientras que la primera era de inspiración cortés, Jean de Meun, autor de la continuación, manifestaba su escepticismo con respecto a la fidelidad en el amor y la honradez de las mujeres. Y se empeñaba en desvalorizar la imagen del matrimonio, predicando la libertad sexual.
Jean de Montreuil leyó el Libro de la rosa al finalizar el invierno de 1401. Entusiasmado, trató de compartir su admiración con otros. Pero como «un amigo, notable clérigo» y Cristina de Pisan se escandalizaron, les envió un tratado sobre el tema. Se produjo un intercambio de cartas. El 1 de febrero de 1402, Cristina le pidió a la reina Isabel de Baviera que mediara en la querella que sostenía con Jean de Montreuil y Pierre Col, a quien De Montreuil había llamado en su auxilio. Ella tomó como testigo a la corte, y el debate, que hasta ese momento se había desarrollado en el ámbito privado, fue llevado a la plaza pública.
Según la poetisa, la debilidad física de las mujeres no demostraba de ninguna manera su inferioridad. Esta se debía a la educación que recibían. ¿Acaso las campesinas no eran más vigorosas que las burguesas? Y el espíritu de las mujeres estaba a la misma altura que el de los hombres. La tiranía masculina las obligaba a ocuparse solamente de cositas insignificantes. Esta situación irritaba a Cristina de Pisan, que no había podido estudiar tanto como habría deseado. «Tu padre, que fue gramático y filósofo, no pensaba que las mujeres tuvieran menos valor a causa de su ciencia, y le daba mucho placer el hecho de verte interesada en las letras. Pero la opinión de tu madre, que quería que te dedicaras a hilar, según la costumbre de las mujeres, fue la causa de que en tu infancia no pudieras llegar más lejos en el camino de los estudios». Las mujeres, pensaba Cristina de Pisan, debían estudiar y participar en la vida de la ciudad.
En una época en que, a pesar de las apariencias, los caballeros no defendían demasiado a las mujeres, Cristina tuvo el mérito de instar a sus lectores a tomar en serio las virtudes que elogiaban.
La misoginia medieval es un concepto que hay que manejar con cuidado. Aparecía sobre todo en la literatura clerical. Pero ¿hasta qué punto correspondía a una realidad?
La vida conyugal era bastante difícil para muchas mujeres. En primer lugar, no se hacía demasiado caso de lo que quería una joven con respecto a su futuro esposo, al menos en el ambiente de la aristocracia, en la que el matrimonio era un acuerdo entre los padres de los contrayentes, más que la unión voluntaria de dos personas. Thietmar de Mersebourg relató los acontecimientos que llevaron al matrimonio de Liutgarde (†1012), hija de Ekkehard de Meissen, con Werner de Walbeck. «Cuando el conde Liuthar observó la belleza y la sabiduría de la joven, no dejó de pensar, en el secreto de su espíritu, en la manera de unirla a su hijo. Finalmente, no pudo resistirlo y le manifestó al margrave Ekkehard, por intermedio de algunos fieles, el anhelo que había ocultado durante tanto tiempo. Recibió inmediatamente una respuesta positiva. Durante un encuentro entre ambas familias, Ekkehard prometió con total legitimidad a Liuthar que entregaría su hija como esposa al hijo de este, y lo confirmó delante de todos los nobles presentes según la ley y la costumbre». Ese era el procedimiento. Un jefe de familia se ponía en contacto con otro aristócrata. La aceptación del padre de la joven permitía la desponsatio: las dos familias se reunían, y el padre prometía solemnemente dar a su hija en matrimonio. Nadie hacía ninguna alusión al consentimiento de ambos jóvenes.
Incluso en familias relativamente modestas, intervenían muchas veces elementos ajenos a la voluntad de la futura esposa. En el registro del inquisidor Jacques Fournier figuraban las circunstancias del segundo matrimonio de Raymonde d'Argelliers, a principios del siglo XIV, tras el deceso de su primer marido. Cuando se negoció esa nueva unión, Raymonde era una mujer de cierta edad. Sin embargo, sus parientes y sus amigos intervinieron en el asunto. Raymonde fue, en cierto modo, el objeto de una transacción.
La esposa debía soportar la violencia y las infidelidades de su cónyuge. Jonas, obispo de Orléans (antes de 780-843), es el autor del tratado Sobre la educación de los laicos, redactado hacia 830, cuya segunda parte estaba dedicada al matrimonio. Los hombres, escribía el obispo, buscan en sus esposas cuatro cosas: la cuna, la sabiduría, la riqueza y la belleza. Si ellos las creen de condición libre, y ellas luego caen en servidumbre, las repudian inmediatamente. Otros actúan de la misma manera si ven que tienen problemas de salud o se vuelven pobres. Entonces buscan mujeres más hermosas y más ricas. Está prohibido repudiar a la esposa, salvo que ella se haga culpable de fornicación, y quien se casa con una mujer repudiada, comete adulterio. Sin embargo —afirmaba Jonas— muchos actúan sólo en función de su placer.
En un libro sobre el «divorcio» del emperador Lotario II, el arzobispo de Reims, Hincmar, escribió: «Los hombres nunca deben mostrar amargura ante sus esposas, pero mucho menos deben ser salvajes, crueles, sanguinarios, no respetando con respecto a ellas la ley, la razón y la justicia que la religión cristiana debe defender incluso con respecto a los esclavos. Sin embargo, cuando les viene en gana, en los arrebatos de la excitación y de un furor impío, las mandan despedazar como en la carnicería y dan la orden de inmolarlas bajo el cuchillo de sus cocineros como si fueran corderos o cerdos, y a veces las matan con sus propias manos o con su espada… En la perturbación de su voluntad, las hacen desaparecer para siempre, se manchan criminalmente con su sangre, cuando en un asunto de esta clase habría sido más justo esperar una sentencia conforme a la ley, sobre todo por lo fácil que es para la violencia del marido perpetrar un homicidio. Algunos de ellos son tan feroces que no se encuentra en ellos ningún sentimiento humano, sino la crueldad de las fieras. Por una sospecha de adulterio, sin ley ni razón, ni juicio, sólo bajo el influjo de la animosidad y la crueldad, o también impulsados por el deseo hacia otra esposa o concubina, mandan matar a su primera esposa, y mojados con su sangre todavía fresca, se acercan sin escrúpulos al altar».
Las cartas de remisión muestran que hacia el final de la Edad Media la situación no había evolucionado demasiado. El hecho de golpear a la mujer parecía haber entrado en las costumbres. Colin Cartau, furioso contra su esposa, la golpeó. Cuando ella salió de la casa con el cabello en desorden y el rostro lleno de rasguños, Jean Savary le dijo a Cartau que no debía pegarle a su esposa, pero sólo «porque era vieja y anciana y ya no podía corregirse». Guillemette Clergue de Montaillou, que tenía un ojo hinchado, sin relación con su vida conyugal, se cruzó en la calle con el tejedor Prades Tavernier. «¡Eh, Guillemette! —le gritó este—. ¿Qué pasó? ¿Te pegó tu marido?». Una pregunta que revela las costumbres atribuidas a los maridos.
Esa brutalidad masculina existía en todos los niveles de la sociedad. También entre los campesinos. Guillaume, un labrador que vivía en Saintonge, no encontró a su esposa Jeanne al regresar a su casa: ella había ido a ver a un religioso para tratar de resolver un conflicto que tenía con su marido. Cuando volvió a su casa a la noche, él le preguntó de dónde venía. La mujer le explicó la razón de su ausencia, pero Guillaume se enojó, porque ella había actuado sin su autorización. Le reprochó por haber hecho una locura. Jeanne, disgustada, se puso a gritar. Cuando Guillaume quiso ir a dormir, encontró la cama sin hacer, lo que reavivó su cólera. Ante sus reproches, su mujer empezó a hacer la cama profiriendo insultos. Guillaume buscó un bastón para castigarla, y encontró uno de esos zancos que los labradores usaban en invierno para cruzar las ciénagas, y que tenían una punta de hierro. Lo arrojó contra Jeanne por encima de la cama para hacerla callar, pero la punta de hierro golpeó a la mujer en la sien. Cayó al suelo perdiendo mucha sangre, y pronto falleció.
No se trataba mejor a las burguesas y a las damas nobles. El escudero Pierre Léau casó a su hija con André de Parthenay. Pero este llevaba una vida disoluta, porque tenía una concubina a la que recibía todos los días en su casa, y con quien tuvo un bastardo. Para estar tranquilo, después de muchos insultos y golpes, hacía salir de su casa a su joven esposa, que tenía unos quince años, y la obligaba a dormir con los animales o en otros lugares sórdidos. Los amigos de Jeanne y André le reprocharon a este su conducta, pero él no les hizo caso. El 26 de mayo de 1381, hacia la medianoche, André echó a su esposa de su casa, la llevó lejos, a los bosques, y le ordenó que fuera adonde quisiera. Cuando ella intentó volver con él, le pegó violentamente. «Si vuelves a casa, te mato», le dijo.
El mismo comportamiento se observaba en la alta nobleza. Brunissent, la hija mayor del conde Périgord, se casó hacia 1385 con Jean II Larchévêque, señor de Parthenay, por intermediación del duque de Berry. En cuanto se llevó a cabo la unión, Jean Larchevéque mantuvo prisionera a su esposa, la hacía poner de rodillas y besar el suelo que él pisaba. Tras el fallecimiento de su suegro, ella fue llevada al castillo de Parthenay, donde su situación no hizo más que empeorar. Harta de los malos tratos que sufría, se refugió en el palacio de la reina de Sicilia. Pero su marido consiguió encerrarla en Vouvant «y ordenó que nadie entrara allí, ni para hacer vigilancia ni por ninguna otra razón, si no tenía más de cuarenta años; y como alimentaba sospechas sin fundamento hacia ella, le apoyó su espada sobre el cuerpo diciendo que la mataría».
Las mujeres estaban subordinadas a sus maridos. La obediencia era escrupulosamente recomendada por todos los autores, que eran hombres. Philippe de Novare escribía, en tiempos de san Luis: «Nuestro Señor ordenó que la mujer estuviera siempre subordinada: en la infancia, debe obedecer a los que la alimentan; cuando se casa, debe estar sometida a su esposo; y cuando entra en la religión, debe seguir una regla». A fines del siglo XIV, el caballero de la Tour-Landry les enseñaba a sus hijas que «ninguna mujer debe rechazar ni desestimar el mando de su señor, si quiere conservar su amor y su paz. Porque la humildad debe venir en primer lugar de parte de ella». En la misma época, el autor del Mesnagier de Paris le decía a su joven esposa que toda mujer debía amar y servir a su marido. En consecuencia, ella debía obedecerle, ocuparse de su persona, ser discreta y hacerle notar suavemente sus errores. Era conveniente que ella siguiera sus órdenes, y que no lo contradijera, sobre todo delante de extraños.
Los textos aquí mencionados son esencialmente de orden normativo y jurídico. No dan una imagen exacta de la vida conyugal de la mayor parte de las mujeres, puesto que los pueblos felices no tienen historia.
Es bastante probable que existiera una especie de flirteo prematrimonial en los ambientes campesinos entre los jóvenes de la misma aldea y de la misma edad. Por ejemplo, en los últimos siglos de la Edad Media, en ocasión de la fiesta del 1 de mayo, o del 14 de febrero, el día de san Valentín, los hombres y las mujeres jóvenes ponían sus nombres en trozos de papel de diferente color para cada sexo: el muchacho y la joven cuyos nombres se sacaban al mismo tiempo quedaban unidos por un año. Pero sólo en situaciones de ciertas características (endogamia, posiciones sociales equilibradas) podía manifestarse alguna libertad de elección, y por lo tanto, un sentimiento amoroso.
La Iglesia trataba de lograr que los jóvenes consintieran su unión con total libertad. El hecho de que desempeñara un papel cada vez más importante en la jurisprudencia matrimonial resultaba beneficioso para las mujeres. El derecho canónico contenía muchas disposiciones tendientes a asegurar la libertad del consentimiento, so pena de nulidad. La violencia se admitía con bastante facilidad cuando se trataba de la mujer. Los libros Penitenciales decían que una joven, a partir de los quince, dieciséis o diecisiete años, no podía estar comprometida contra su voluntad. Aunque sus padres la hubieran comprometido en forma válida, sin pedirle su consentimiento, ella tenía derecho a no cumplir esa promesa. Para que el procedimiento matrimonial fuera respetado, la Iglesia daba a publicidad los casamientos y luchaba contra las uniones clandestinas. Una vez que se contraía matrimonio, el mismo era indisoluble. Evidentemente, esos eran los principios enunciados. En la realidad, existía una relación de fuerza entre la Iglesia y la nobleza. En todo caso, a mediados del siglo XI, la Iglesia afirmó el principio de su competencia exclusiva en materia de «divorcio» (habría que decir, más exactamente, «anulación», porque el divorcio en el sentido moderno del término, no existía).
Sin duda, la influencia de la familia era preponderante en la mayoría de los casos. Pero de todos modos, la Iglesia profesaba la doctrina del consenso. El derecho consuetudinario lo admitía a veces. Una de sus reglas enunciaba: «El matrimonio es un vínculo propiamente dicho, que se realiza con el consentimiento del hombre y de la mujer, ya que los corazones de ellos consienten tenerse uno al otro en matrimonio».
La esposa tenía algunas ventajas, especialmente en el plano económico. Hasta el siglo X, la mujer disponía en principio libremente de sus bienes. En una carta cluniacense de 974, Dominique le daba a su segundo esposo, David, el usufructo de los bienes que le había asignado su primer marido, Angelard, al casarse. En 994, Ulrich le dio a Eimengarde una parte de sus bienes situados en la zona de Mácon: estipuló que le transmitía esos bienes a perpetuidad, con la facultad de conservarlos, venderlos, donarlos, cambiarlos o hacer lo que su libre albedrío le indicara. En el siglo X, fue surgiendo poco a poco la idea de que la esposa sólo tenía el usufructo de los bienes que el marido le entregaba al contraer matrimonio. En el siglo XI, esa costumbre se impuso. Por otra parte, la mujer aportaba su propia dote. Esta constituía su patrimonio, que le pertenecía a ella y más tarde pasaba a sus herederos propios. Cuando Françoise, hija de Louis Breschart, se casó con Jean de Villers, su padre le dio una renta de 100 libras, por la cual le cedió la tierra de Saint-Aubin en Charollais. Como los esposos vendieron ese dominio, Jean le asignó a su esposa 55 libras de renta sobre su tierra de Villers-La-Faye. Su hijo Louis de Villers reclamó, tras el fallecimiento de su madre, la renta y los pagos atrasados (1474).
La mujer preparaba la comida, fabricaba la vestimenta, educaba a los hijos pequeños. En Baillet-en-France, las construcciones eran muy probablemente mansi, fincas integradas por una vivienda familiar y un campo, cuya ocupación databa del siglo X y principios del XI. La trilla y el tamizado de los cereales se realizaban aparentemente en el interior de las fincas, a juzgar por la presencia de restos de espigas. El grano triturado en los molinos producía una harina gruesa, con la que se fabricaban galletas y panes. Se cocían caldos en vasijas que podían contener uno o dos litros y colocarse sobre el fuego. De todos modos, en esos caldos solía introducirse preferentemente piedras que se pasaban antes por el fuego. También se encontraron sartenes de hierro con mangos largos y picos vertedores. Las galletas y los panes se cocinaban en hornos domésticos, donde se los introducía con palas de madera. Las carnes, algunas de las cuales se conservaban saladas en grandes recipientes o se secaban en las campanas de las chimeneas, se comían casi siempre hervidas. De ese modo obtenían al mismo tiempo la carne y un caldo grasoso en el que cocinaban las legumbres de las huertas. Los fogones interiores, además de proporcionar calefacción, permitían preparar los alimentos. Los fogones exteriores se usaban para las artesanías.
Las excavaciones de Colletière, en Charavines, en las aguas del lago de Paladru —algunos caballeros rurales se instalaron allí en 1003 y e fueron hacia 1035— atestiguaron la práctica del hilado, y permitieron descubrir una gran cantidad de variadas herramientas. Se cardaban fibras vegetales (lino, cáñamo) y animales (de oveja) usando peines de madera con dientes de hierro. Luego se colocaban las madejas en las ruecas. A pesar de la ausencia de bastidores para tejer, seguramente las mujeres los utilizaban, ya que se encontraron dos lanzaderas. El tejido terminado se alisaba con bolas de vidrio.
Según el registro de Jacques Fournier, se establecía una especie de matriarcado cuando la mujer se convertía en jefa de familia en ausencia de un heredero varón. En ese caso, el hombre sólo era el yerno. Guillaume de l'Aire, de Tignac, «tomó mujer en Lordat, y al entrar a la familia de su mujer, se lo empezó a llamar Guillaume de Corneillan». Este personaje abandonó su propio apellido y tomó el de su esposa. Si además la mujer tenía cierto temperamento, al marido no le quedaba otra alternativa que mostrarse sumiso. Sibylle Baille recibió en herencia una casa en Ax-les-Thermes. Se casó con un notario de Tarascón, Arnaud Sicre. Violentamente anticátaro, este debió sufrir las iras de la autoritaria Sibylle, que lo expulsó de su casa de Ax, donde vivían juntos. El hombre se vio forzado a volver a trabajar a Tarascón.
En general, incluso sin tener en cuenta las fórmulas estereotipadas de las cartas, como «a mi queridísima esposa», parece ser que la mayoría de las parejas llevaba una vida tranquila. Eginhard le escribió en 836 a su amigo Loup, abad de Ferrières: «El dolor tan profundo que siento por la muerte de la que, después de haber sido mi fidelísima esposa, se había convertido luego en mi amada hermana y mi compañera, me quitó y me hizo perder todo gusto y todo interés por los asuntos de mis amigos, y también por los míos. Y esto, al parecer, no tendrá fin, porque mi memoria conserva con tal obstinación el recuerdo de esa muerte tan bella que no puede, por decirlo así, desviarse de ese objeto».
La esposa, aun oprimida, era venerada en su papel de madre. En la aldea de Montaillou, hacia 1300-1320, toda joven más o menos tiranizada por un marido más viejo pasaba a ser la madre respetada por sus hijos, varones y niñas. Estas últimas, en los medios rurales, manifestaban una gran deferencia hacia sus madres, que, por otra parte, las ayudaban mucho cuando se casaban, especialmente con el cuidado de los niños.
La viuda del siglo X gozaba de cierta autonomía, pero no podía disponer de sus bienes sin control. Sin embargo, su papel era cada vez más importante. Esto era evidente en Cataluña, hacia el año 1000, en el corazón de la Edad Media. Al morir su marido, la mujer recibía el usufructo de sus bienes, que se agregaban a los de ella. La viuda administraba sola el patrimonio familiar, y ejercía al mismo tiempo la tutela de sus hijos menores de edad. Su lugar eminente en la aristocracia está demostrado por el hecho de que los nobles, en su juramento de fidelidad, sólo mencionaban su filiación materna.
¿Qué pasaba cinco siglos después, cuando los documentos permiten tener una idea más clara de la situación? Marie Thérèse Lorcin estudió la condición de las viudas lionesas a fines de la Edad Media. Las situaciones variaban según las clases sociales. La campesina que había trabajado toda su vida al lado de su marido solía ser designada para reemplazarlo. Pero la cohabitación con los herederos tenía un tiempo limitado. Cesaba automáticamente si la viuda se volvía a casar. En ese caso, esta podía partir manteniendo su estado, «si no podía o no quería vivir con el heredero».
La mujer que no volvía a casarse podía disponer de su dote y administrar sus bienes propios. Esa era la solución más corriente en Lyon y en la nobleza rural. Pero a los campesinos no les gustaba demasiado devolverle su dote a su madre viuda. De modo que a medida que se avanza en el siglo XV, puede verse que los testadores intentaban disuadir a la mujer de adoptar tal solución. Muchos de ellos preferían otorgarle una pensión. Esta solución de la pensión vitalicia ofrecía muchas ventajas. La viuda seguía viviendo en su aldea, y así podía conservar sus amistades. Permanecía en contacto con sus hijos y sus nietos. Finalmente, el problema residía sobre todo en la naturaleza de las relaciones que mantenía con ellos. Todo iba bien cuando la pensión se pagaba regularmente. Pero no siempre sucedía esto.
Sin embargo, gracias a la viudez, las esposas de artesanos, al heredar el taller y el oficio, adquirían poder en el plano familiar y profesional. Y algunas viudas recibían el apoyo de sus hijos. Un notario de Lyon que vivía cerca del palacio, hospedaba a su abuela. En el burgo Saint - Vincent de Lyon, el navegante Pernet Drille le dio alojamiento a su suegra. Guillaume Champoseau, pobre labrador de Poitou, casado y padre de tres niños pequeños, se hizo cargo de su madre de alrededor de setenta años. André Hommet, carnicero de Loudun, casado y padre de un niño de un año, recibió en su casa a su madre ciega.
Los autores, generalmente hombres, no se interesan por la vida privada de las mujeres, en particular las que pertenecían a las categorías más modestas de la sociedad. Pero lo cierto es que en los ambientes campesinos, las mujeres ocupaban un lugar esencial dentro de la familia. Ese lugar era sin duda menor en las clases superiores, ya que los sirvientes se encargaban de los niños y de las tareas domésticas.
El mundo medieval era fundamentalmente masculino. ¿Hasta qué punto podían ejercer las mujeres alguna influencia fuera del marco familiar? Para responder a esta pregunta, analicemos los diferentes aspectos de la vida social.
Las campesinas participaban en los trabajos agrícolas. En la primavera, o a comienzos del verano, las mujeres, con grandes tijeras, ayudaban a sus maridos a esquilar las ovejas. En junio tomaban parte en la siega del heno: una miniatura del libro de las horas del duque de Berry muestra unas mujeres armadas de horquillas y rastrillos de madera, apilando hierba, mientras los hombres segaban. A fin de julio, varias familias se reunían habitualmente, y todos, hombres y mujeres, provistos de hoces, participaban en la cosecha. Un poco más tarde, en el momento de la trilla, los hombres desgranaban los cereales con mayales, mientras las mujeres sacudían con una horquilla los tallos para hacer caer los granos. En septiembre, los hombres y las mujeres iniciaban alegremente la vendimia, y ellas se encargaban de cortar los racimos. Antes de la vinificación, había que limpiar los toneles: eran las mujeres quienes ejecutaban ese trabajo durante la semana previa a la vendimia. Cuando llegaba el invierno y la época de matar cerdos, el marido se ocupaba de atrapar al animal y matarlo, y la mujer, de recoger la sangre y revolverla para evitar una coagulación demasiado rápida. También estaban los trabajos menos puntuales, por ejemplo, el cuidado de los animales de la granja, la horticultura. En efecto, mientras que el campo y los viñedos estaban a cargo del hombre, la huerta solía ser habitualmente el terreno de la mujer. El autor del Mesnagier de Paris le dedicó un largo pasaje a la horticultura, señal de que su esposa, aunque no cuidara la huerta ella misma —pertenecía a la alta burguesía—, seguramente se ocupaba de que lo hicieran sus sirvientes.
Entre los artesanos, las mujeres desempeñaron un papel discreto pero importante. Esto puede comprobarse al leer el Libro de los oficios de Étienne Boileau. Había seis oficios relativos a la seda que sólo empleaban a mujeres. Pero en general, el gremio era mixto o estaba compuesto por maestros. En cuanto a París, el registro de impuestos de 1313 mencionaba 672 casos de mujeres contribuyentes: eran solteras o viudas que proveían a sus necesidades sólo con su trabajo.
Las mujeres también intervenían en el pequeño comercio. En Montaillou, Fabrisse Rives ejercía el oficio de tabernera. En Toulouse, algunas viudas o esposas de hombres ajenos a esa actividad, trabajaban por su cuenta: Guillemette, viuda de Odinet Boutone, en L'Écu de Bretagne; la señora Navarre de Rieux, esposa de un notario y secretario del conde de Armagnac, en L'Homme sauvage.
Entre las profesiones llamadas liberales, las parteras ocupaban un lugar preponderante. Jean Mouchard, que recorrió el arcedianato de losas entre 1458 y 1470, señaló que sobre 149 parroquias visitadas, correspondientes a 138 aldeas, en 74 parroquias, es decir, en 67 aldeas, había una partera. La primera mención conocida de matronas profesionales data de 1333. Se trata de Mabille la Ventrière y Emeline Dieu La Voie. Las parteras solían ser convocadas como peritas ante los tribunales, para examinar a jovencitas que decían haber sido desfloradas. Carlos VI dijo, a propósito de Perette, partera diplomada de París, «su servicio, oficio o industria es muy necesario para la cosa pública, y las mujeres encintas tienen gran confianza en su ciencia y diligencia».
En cuanto a otras profesiones, Cristina de Pisan contaba en La ciudad de las damas que había convocado a Anastaise, la mejor iluminadora de París, pero también la más cara, para realizar bordes de páginas y miniaturas. «Juana tocando el órgano» figura en el libro de cuentas del hotel de Artois del día de Todos los Santos de 1320.
No hay que olvidar la gran cantidad de sirvientas, mal pagas pero muy útiles. Las funciones de la camarera, por ejemplo, estaban claramente definidas en El libro de las propiedades de las cosas. «La camarera es una sirvienta encargada del servicio de la esposa o del señor de la casa para hacer las tareas más viles y trabajosas».
Cuando el señor viajaba o hacía la guerra, su esposa tenía que ocuparse de sus dominios. Hacia mediados del siglo XV, Jeanne de Chalon, noble borgoñesa, concedió tierras y casas sujetas en arriendo, a perpetuidad, cosa que no constituía, por otra parte, la solución más ventajosa. En cambio, realizó operaciones financieras provechosas gracias a la cría de ganado, porque les entregaba a los campesinos no solamente la tierra sino también los animales y las herramientas de cultivo. Pero no se limitó a la agricultura. También prestaba dinero en el campo, y sobre todo en París, por lo cual tuvo que enfrentar largos procesos. Trataba con grandes comerciantes. El dinero que prestaba provenía de los ingresos de sus tierras, y sobre todo de las ventas. En su persona, el noble ya no era alguien que pedía un préstamo, sino un prestamista.
Sin embargo, hay que aclarar las cosas. En principio, la campesina no podía realizar ciertos trabajos. No solamente por su debilidad física, sino también porque de una manera simbólica no eran propios del sexo débil. La tierra era mujer, y era el hombre quien debía fecundarla. En la vida de san Géraud d'Aurillac, atribuida al abad Odon de Cluny, se relataba la siguiente anécdota: durante un viaje, san Géraud vio a una campesina que conducía una carreta por un pequeño campo. Entonces le ordenó a su sirviente que le diera dinero para que pudiera contratar a un agricultor, que reemplazara a su marido enfermo. Porque no era conveniente que una mujer realizara un trabajo viril.
La situación de las artesanas y las comerciantes se deterioró a fines de la Edad Media. En París, prohibieron a las mujeres ejercer la profesión de barberas. Más adelante, las autorizaron a ejercerla, pero sólo en el caso de ser hijas o esposas de maestros del oficio. En las ferias de Chalon-sur-Saône, las mujeres, que constituían el 4,8% del total de los vendedores, siempre vivían en las cercanías. Como no podían hacer viajes largos, tampoco podían hacer grandes negocios. Sus oficios eran casi siempre una prolongación de sus actividades domésticas. Si querían continuar la profesión de sus maridos, debían ser asistidas por un valet calificado, y aun en este caso, con restricciones.
La que suscitaba más reticencias era la viuda, porque se la consideraba una competidora, mientras que la esposa se limitaba generalmente a ayudar a su marido. De ahí las prohibiciones. La viuda de un carnicero, según un estatuto de 1381, sólo podía vender la carne entregada en vida de su marido. Lo que más se temía era que transmitiera a un segundo marido los conocimientos recibidos del primero. En 1454, el Parlamento autorizó a una viuda a ejercer la profesión de su difunto esposo, con la condición de no volver a casarse o de casarse con un hombre que ejerciera el mismo oficio. Por razones similares, se le prohibía a la viuda entrar al servicio de un burgués a quien pudiera darle informaciones.
En cuanto a los salarios, variaban según el sexo. Una ordenanza de 1351 señalaba que las camareras de los burgueses de París ganaban 30 sueldos por año, más sus calzados, y los mejores carreteros cobraban 7 libras, es decir, 140 sueldos. En Lyon, Jean le Codurier y su esposa, que alquilaban una casa a 2 florines, es decir, alrededor de 24 gros, le pagaban la misma suma a su sirvienta. Por ocupar una habitación independiente, Anthonia Sussieu pagaba 14 gros. Muchas familias se limitaban a darle casa y comida a su sirvienta, sin pagarle salario. Y el salario, que por lo general se pagaba en forma anual, a veces era retenido por los patrones durante el tiempo que la sirvienta permanecía bajo su techo. Esto podía verse en los testamentos, que estipulaban desembolsos de fuertes sumas por atrasos en el pago del salario.
Las mujeres no tenían acceso a la educación superior, y eso las excluía de las profesiones jurídicas o médicas, salvo en una categoría subalterna en este último caso. De 7647 profesionales de la medicina registrados en Francia desde el siglo XII hasta el final del siglo XV, 121 (es decir, aproximadamente 1,5%) eran mujeres. Entre ellas, 44 están identificadas con los títulos de matronas, parteras o ventreras, mientras que las otras ejercían como barberas, cirujanas o médicas. Tres de ellas eran consideradas hechiceras. El primer texto conocido referido al ejercicio ilegal de la medicina data de 1312: se trata de la condena a una mujer llamada Claire de Rouen.
Al principio, las mujeres probablemente no estaban capacitadas para poseer feudos, porque no podían cumplir el servicio militar. Mientras los feudos fueron concesiones temporarias o vitalicias, esa costumbre persistió. Cuando se volvieron hereditarios, como el servicio militar estaba relacionado con el usufructo, y no con el dominio, las mujeres podían tener feudos. Si no estaban casadas, el soberano les servía de tutor. Ese tutor, que tenía el usufructo del feudo de su pupila, le entregaba a veces su derecho a un caballero, que en retribución debía cumplir los deberes militares. De modo tal que, antes en las regiones meridionales que en las septentrionales de Francia, las mujeres desempeñaron un nuevo papel en el gobierno. Cuando poseían con anterioridad importantes propiedades, aparecían subordinadas a sus maridos o a sus hijos en el ámbito de la vida política. Pero las cosas fueron diferentes a partir del momento en que el cargo se convirtió en cierto modo en una propiedad privada. En el siglo X, en el sur de Francia, se las consideraba en general como iguales de sus esposos. Además, desde la segunda mitad del siglo IX, en el sur de Francia y en Cataluña, participaban del título. En 865, se encontró en Languedoc la primera mención de una viuda que participaba del título y del honor, si no de la función, y se la mencionaba antes que a su hijo. A partir de 885, las esposas de los condes de Barcelona eran condesas, y seguían siéndolo cuando enviudaban.
Mahaut, condesa de Artois, muy conocida por los lectores de Los reyes malditos, de Maurice Druon, era un ejemplo de esas aristócratas que mostraban fuerza y tenacidad en el manejo de los dominios que debían dirigir. Tras el deceso de Felipe el Hermoso, se produjo una revuelta de la nobleza, especialmente en Artois, donde los confederados se alzaron contra la administración de la condesa. Las reivindicaciones, al principio pacíficas, pronto degeneraron bajo la influencia de Robert d'Artois. Mahaut les hizo frente, y reaccionó de inmediato, tanto contra las reivindicaciones de los señores como contra los requerimientos de su sobrino: resistió ante el Parlamento y combatió en Artois. En el transcurso de un largo proceso, por consejo de Luis X y, luego, de Felipe el Largo, Mahaut y los aliados llegaron a un acuerdo. El regreso de Mahaut, en julio de 1319, constituyó para ella una gran victoria. En las ciudades, los burgueses se unieron a los clérigos para ir en procesión a su encuentro. La misma nobleza, agotada, quizá se alegraba de terminar de una vez con ese conflicto. En el plano comunal, las relaciones estaban impregnadas de confianza y respeto: el gobierno de la condesa se limitó a autorizar asambleas, a restaurar la paz pública o a permitir el libre desarrollo de las elecciones municipales.
Pero cuando consideraba que sus derechos eran amenazados, Mahaut no dudaba en reaccionar enérgicamente e iniciar procesos que seguía con perseverancia contra miembros de su familia, contra los funcionarios del rey, contra las ciudades y los señores de Artois. Por otro lado, los funcionarios del rey no tenían miramientos con ella, de modo tal que, a pedido de la condesa, Felipe VI les ordenó que pusieran fin a sus vejaciones. No siempre la espada vencía a la rueca. Cuando el señor de Oisy, al penetrar en tierras pertenecientes a monasterios colocados bajo la protección de la condesa de Artois, saqueó, mató y cometió muchas acciones violentas, Mahaut reaccionó con vigor. Como él no quiso recibir a su delegado y lo mandó encarcelar, la condesa decidió volver a tomar el feudo que él había recibido en el condado de Artois y destruir su castillo de Oisy.
La condesa no participaba en forma activa en la política del reino, pero tenía mucha influencia. Intervenía para arbitrar conflictos. En 1327, por ejemplo, envió a uno de sus clérigos y uno de sus capellanes a entrevistarse con su nieto, el delfín de Viennois, para obtener la liberación de Robert de Bourgogne y del conde de Auxerre.
Los aristócratas también tenían que ser expertos en derechos de armas, decía Cristina de Pisan, porque Francia atravesó una situación difícil en la época de la guerra de los Cien Años. «No cabe duda de que conviene a todo barón, si quiere ser honrado de acuerdo con su rango, estar la menor cantidad de tiempo posible en su casa… La dama que con tanta frecuencia y durante tanto tiempo queda como única dueña de los dominios, debe tener corazón de hombre». Ella tenía que tener conocimientos en materia militar para ser capaz de dirigir a sus vasallos, tanto para atacar como para defenderse. Debía controlar que no faltaran víveres, ni municiones, ni dinero, para conservar la fidelidad de sus hombres. Tenía que dar pruebas de firmeza hacia ellos, ponerlos al tanto de las decisiones tomadas por el consejo, y de ese modo, gracias a la lealtad y disciplina de sus hombres, triunfaría en sus empresas. No debía bajar la guardia, ya que los ofrecimientos del enemigo podían tentar a muchos guerreros y llevarlos a la traición.
Sin embargo, el privilegio de la masculinidad hacía que los varones excluyeran en algunos casos a las mujeres de la sucesión. Hacia fines del siglo X, Adèle, esposa de Elbodon, que dio origen a los señores de Ardres, tenía dos hijas de un primer matrimonio. A su muerte, sus nietos pidieron compartir sus tierras alodiales con el hijo nacido del segundo matrimonio: su solicitud fue rechazada. Les respondieron que sus madres ya no podían heredar a Adèle porque esta había transformado sus tierras en feudos.
En las ciudades, las funciones municipales (de cónsules o magistrados) eran ejercidas por hombres. En las listas de las asambleas plenarias, salvo contadas excepciones, no figuraban mujeres.
Había un caso en el que la ausencia de función política se vinculaba con los impedimentos religiosos: el de la sucesión a la corona de Francia. En 1328, Felipe VI fue elegido rey, por sobre las pretensiones de Eduardo III de Inglaterra, que invocaba los derechos heredados de su madre. En un diálogo imaginado por Gerson entre un francés y un inglés, el primero decía que una mujer no podía ser sucesora al trono en el reino de Francia «porque este ha sido edificado en la fe de Cristo con admirables dones y prerrogativas celestiales, como la sagrada ampolla llevada por un ángel a san Remigio para ungir a Clodoveo y a sus sucesores. Gracias a esta sacrosanta unción, el rey de Francia puede curar enfermos de una determinada dolencia sólo tocándolos con sus manos. Una mujer no puede hacer eso, desde que le está vedado administrar los sacramentos». De este modo, en opinión de los franceses, como la mujer no tenía acceso al sacerdocio, tampoco era apta para la corona.
Existían aristócratas cultivadas, como Dhuoda, esposa de Bernard de Septimanie, quien hacia mediados del siglo IX redactó un manual para la educación de su hijo. Hrotsvitha, canonesa de Gandersheim, nacida hacia 935, compuso obras de teatro, escritas, según ella, a la manera de Terencio: «Sin que nadie lo supiera, por así decir, en secreto, yo trabajaba sola. A veces escribía, a veces destruía lo que había escrito con aplicación, pero que sin embargo era malo». Cristina de Pisan, nacida en Venecia en 1365 y educada en Francia, tuvo que escribir al enviudar para subvenir a sus necesidades y las de su familia. La lista es mucho más larga.
Sin embargo, según los autores —hombres—, las mujeres laicas no debían dedicarse al estudio. El conocimiento de las letras no les era útil, y hasta podía ser perjudicial. Philippe de Novare, en la segunda mitad del siglo XIII, desaprobaba que se les enseñara a leer y escribir. La instrucción las exponía al mal y no les servía para nada. Pero era muy distinto para las que se consagraban a la vida religiosa. Según él, una mujer instruida corría el riesgo de perderse. Un hombre que no se atreviera a declararse de viva voz podía escribir una canción, un cuento, una novela o un poema, y si la dama aceptaba esa clase de homenaje, podía tentarse de actuar en la misma forma. El italiano Francesco da Barberino, que viajó a Francia de 1309 a 1313, hacía una diferenciación entre las clases sociales. Las niñas de la alta nobleza debían aprender a leer y escribir porque podían llegar a gobernar sus tierras. En el caso de las niñas de la pequeña nobleza, el autor creía que las opiniones estaban divididas, pero él se pronunciaba de manera negativa, salvo en el caso de las religiosas. En cuanto a las hijas de mercaderes o de obreros, no convenía que supieran leer y escribir. El caballero de la Tour Landry permitía que las mujeres aprendieran sólo a leer, para conocer mejor las Sagradas Escrituras. Esta concepción parecía corresponder a cierta realidad, ya que el autor del Mesnagier de Paris, un burgués rico, le aconsejaba a su esposa que leyera en secreto las cartas que él le enviaba, y que le contestara con su propia mano si sabía escribir, o que recurriera para ello a una persona discreta.
En el siglo XI, el cardenal Humbert escribió en un libro dedicado a la simonía, que en Occidente las mujeres disponían de los bienes de la Iglesia, y daban la investidura de la cruz y el anillo a los obispos y abades que obtenían su dignidad a cambio de dinero. Las mujeres celebraban concilios, tenían la pretensión de legislar sobre todo, consideraban que tenían derecho a promover y deponer a los obispos, y a lavar de toda acusación a las más indignas de ellas: constituían el senado de la Iglesia. Las palabras del malhumorado cardenal eran bastante exageradas, pero su carácter excesivo deja entrever que las mujeres intervenían en los asuntos de la Iglesia. Por otra parte, ¿no tenía Gregorio VII entre sus más fieles partidarias a la condesa Matilde?
A fines de la Edad Media, las voces de algunas mujeres se hacían oír con toda claridad en la Iglesia. En esa época, el cristiano no tendía tanto a venerar a Dios como a imitar a Cristo, de modo que la vida religiosa, que ya no se limitaba a los monasterios, se hizo accesible a todos los fieles. El Gran Cisma y el desorden que sobrevino después, engendraron un clima propicio para los discursos de las mujeres, principalmente laicas, que pretendían haber recibido revelaciones directas de Dios, a la manera de Juana de Arco. Esas mujeres se consideraban elegidas por Dios para ser sus intérpretes ante los hombres. La generación de los años 1385 a 1400, la de Constance de Rabastens y Marie Robine, representaba una amenaza, pues la Iglesia, al igual que la sociedad, se negaba a obedecer las órdenes divinas que ellas les comunicaban.
Otra tendencia de naturaleza mística, nacida en los Países Bajos y en Alemania, se extendió a partir de 1250 por Italia y Provenza con Douceline de Aix, y se desarrolló posteriormente en Francia e Inglaterra. Esas mujeres querían unirse a Dios profundizando su devoción. Para los clérigos, constituían una amenaza más grande que la de los visionarios. En efecto, su vida religiosa, que se manifestaba como una relación amorosa, presentaba además el peligro de desarrollarse en forma solitaria, por lo general alejada de toda manifestación litúrgica. Mientras que en el pasado las monjas vivían en dependencia de una comunidad masculina, desde su celda de clausura, Delphine de Puimichel o de Sabran, cuyo proceso tuvo lugar en 1363 en Apt, ejerció un gran ascendiente sobre muchos clérigos de Provenza y del Condado. Las místicas tenían como interlocutores privilegiados a los grandes de este mundo, tanto en el plano religioso como político.
Pero las mujeres no podían acceder al sacerdocio. Y en este punto, la posición de la Iglesia permanece inalterable. Al analizar los términos «sacerdotisa» y «diaconisa», Atton, obispo de Verceil aproximadamente entre 924 y 960, dijo que se trataba de las esposas de los sacerdotes y de los diáconos que practicaban la continencia. Además, las mujeres prácticamente no podían tomar parte en el culto público. El mismo Atton incluyó en un manual de prescripciones litúrgicas una regla tomada de un libro de Teodulfo de Orléans (750/760-821), según el cual las mujeres debían permanecer alejadas del altar, ya que un artículo del IV Concilio de Cartago les prohibía enseñar a los hombres en público, aunque estuvieran capacitadas para hacerlo, así como algunos sínodos y concilios les prohibían tocar los vasos sagrados, las vestimentas litúrgicas y el incensario del altar.
La conclusión es que, paradójicamente, la inmensa mayoría de las mujeres que no aparecían mencionadas en los textos porque sus actividades no les interesaban a los hombres, desempeñaron un papel eminente en el marco familiar. En cuanto a las que ocupaban el centro de la escena, especialmente grandes damas, fueron pocas. Señalemos que a fines de la Edad Media, la condición femenina tendió a deteriorarse. Fue el preludio de una larga declinación que, con altibajos, se prolongó hasta el siglo 19.