Los poderosos tan caricaturizados
Los señores feudales tienen mala fama. Generalmente han sido considerados seres crueles, codiciosos y lujuriosos. Claro que no todo es falso en esta afirmación, pero muchos de ellos tuvieron una utilidad social innegable.
Se dice que eran crueles. Según Gregorio de Tours, en tiempos de los merovingios, Rauching «cometía maldades abominables. Si un sirviente sostenía frente a él una vela mientras estaba comiendo, como era la costumbre, hacía que le desnudaran las piernas y aplicaran sobre ellas la vela hasta que se apagaba. Y otra vez, cuando volvían a encender las velas, repetía su acción hasta que las piernas del sirviente se quemaban por completo. Si este lanzaba un grito o trataba de moverse hacia otro lado, lo amenazaban con una espada desnuda, y el resultado era que mientras él se lamentaba, el otro manifestaba una gran alegría». Dos de sus sirvientes, un muchacho y una joven, se habían enamorado y se unieron ante un sacerdote. Rauching le pidió a este que se los devolviera, con la promesa de no separarlos nunca. Después de haberlos recuperado, regresó a su casa. De inmediato, hizo cortar un árbol y vaciar su tronco. Luego, ordenó depositar el ataúd en una fosa. «Colocó allí a la joven como si estuviera muerta y ordenó arrojar sobre ella al sirviente. Luego tapó el ataúd, llenó la fosa de tierra y los enterró vivos diciendo: “No violé mi juramento en virtud del cual nunca debían ser separados”». A pedido del sacerdote, los jóvenes fueron desenterrados: el sirviente aún estaba vivo, pero la joven había muerto asfixiada.
Alrededor de cinco siglos más tarde, la Historia eclesiástica de Orderic Vital mostró que la sociedad aristocrática no había cambiado demasiado. Orderic nació en Inglaterra en 1075, y en 1085 fue enviado por su padre a la abadía normanda de Saint-Evroult. Allí hizo toda su carrera y murió poco después, en 1141. En su libro, la crueldad de los señores feudales aparece con total claridad. Guillaume, apodado Talvas, hijo de Gillaume de Bellème, invitó a su boda a Guillaume Giroie y «sin más trámite, le hizo saltar los ojos; llevó su crueldad al extremo de arrancarle, por medio de una humillante mutilación, los tendones de las orejas y los órganos de la reproducción». Eustache de Breteuil, yerno del rey Enrique I de Inglaterra, le arrancó los ojos a un joven rehén, hijo de Raoul-Harenc, y se los envió a su padre. Entonces este fue a ver al rey, quien le entregó a las dos hijas de Eustache. Para vengar a su hijo, Raoul, con el permiso del soberano, les arrancó los ojos y les cortó la punta de la nariz.
A estos siniestros retratos se agrega el de Thomas de Marle, señor de Coucy (muerto en 1130), como nos lo presenta Guibert de Nogent en su Autobiografía, redactada a principios del siglo XII. Thomas, hijo presunto —en razón de la conducta de su madre— de Enguerran de Coucy, y propietario del castillo de Marle, «desde su primera juventud, asaltaba a los pobres y los peregrinos de Jerusalén. Se había fortalecido gracias a matrimonios incestuosos, y llegó a tener un poder considerable, para aniquilar a una enorme cantidad de personas. Mostró una crueldad inaudita para nuestro tiempo, hasta el punto de que algunos que son considerados crueles se mostraban en realidad más humanos cuando mataban animales, que él cuando mataba a seres humanos. Porque no se conformaba con ejecutar simplemente por medio de la espada, como es la costumbre, a los que se reconocían culpables, sino que los hacía perecer en horribles suplicios. Cuando quería obligar a algunos prisioneros a pagar rescate, los colgaba de los testículos, a veces con sus propias manos. Entonces ocurría a menudo que sus partes cedían bajo el peso del cuerpo, e inmediatamente los intestinos saltaban hacia afuera. Otros eran colgados de los pulgares, o también de los órganos genitales, y les sobrecargaban los hombros con el peso de una piedra, y él iba y venía por debajo. Cuando no conseguía arrebatarles lo que no podían poseer, se encarnizaba contra ellos golpeando sus cuerpos con un bastón hasta que le prometían lo que exigía o morían por los golpes. Una cantidad incalculable de hombres perecieron, encadenados en sus calabozos, por hambre, infecciones o tortura». Guibert relataba muchos otros casos que mostraban la crueldad de Thomas. Por ejemplo, una vez llegó a la montaña de Soissons para ayudar a alguien contra los campesinos, y tres de estos se refugiaron en una caverna. «Él llegó a la entrada de la gruta, armado con una lanza, hundió su arma en la boca de uno de los fugitivos y la apoyó tan fuerte que el hierro de la lanza, después de atravesar sus entrañas, salió por el ano». Luego mató él mismo a los otros dos.
Se dice que eran codiciosos. Gregorio de Tours mencionaba siete veces en sus obras esta expresión tomada de la Eneida (III, 56) de Virgilio, y que se convirtió en un proverbio: «detestable hambre de oro». Mummole, general merovingio, dejó a su muerte 250 talentos de plata y más de 30 de oro, en forma de piezas o de platos: esto representaba 6250 kilos de plata y 750 kilos de oro.
Según Jacques de Vitry, los señores cometían robos y exacciones en forma personal o por intermedio de sus auxiliares.
«Los hombres de nuestro tiempo, especialmente los que recibieron el poder de gobernar a los demás, no se conformaban con llenar sus manos ávidas de dones ilícitos, sino que además arrebataban para su perdición el dinero a sus súbditos por medio de impuestos y de exacciones inicuas…».
«Pero ellos, esos perros impuros que no conocen la saciedad, y dejan que los cuervos voraces escarben los cadáveres, oprimían a los pobres por intermedio de sus prebostes y de todos sus adictos, despojando a las viudas y a los huérfanos, tendiendo trampas, difundiendo sus calumnias, lanzando toda clase de acusaciones para quedarse con el dinero de sus víctimas. Con demasiada frecuencia arrojaban a la prisión y hacían encadenar a víctimas que no tenían nada que reprocharse. Muchos inocentes eran torturados sin otro motivo que poseer algún bien. Esto sucedía sobre todo cuando sus señores, inclinados en su ociosidad a la prodigalidad y al lujo, se encontraban expuestos a gastos superfluos por sus torneos y a la vana pompa del mundo, víctimas de deudas y usureros».
Los peajes de la época feudal servían más para enriquecer a los señores que para reparar caminos y puentes. Landri el Grueso reconoció haber detenido a mercaderes de Langres que pasaban por sus tierras y haberse apoderado de sus mercancías. Fue necesaria la intervención del obispo de Langres y del abad de Cluny para que devolviera una parte de lo que había tomado. A partir de entonces, para poder atravesar sin temor sus dominios, los mercaderes aceptaron pagarle una determinada cantidad de dinero. Entonces, Landri decidió gravar con un pesado impuesto llamado peaje a los comerciantes y peregrinos que pasaban por sus tierras. Los señores de Cluny lo eludieron mediante el pago de 300 sueldos. Para evitar esa clase de abusos, el Concilio de Letrán de 1179 amenazó con la excomunión a aquellos que crearan nuevos peajes o aumentaran las tarifas de los antiguos sin autorización de los príncipes.
A fines de la Edad Media, las necesidades habían aumentado —pagos de rescates, un tren de vida más lujoso—, mientras que los capitales —ingresos territoriales fijos, y por lo tanto, bajos— disminuían. Había que utilizar todos los recursos, sacar provecho de la guerra y de los altos cargos, conseguir pensiones, vender la fidelidad al mejor postor, tomar préstamos. En una palabra, se daba rienda suelta a la codicia.
Los matrimonios tenían ante todo motivaciones económicas. Jeanne de Boulogne, apenas núbil, fue literalmente vendida por su tutor Gaston III Phébus al duque de Berry, que tenía unos cincuenta años. En efecto, en abril de 1389, en la plaza fuerte de Morlaas, Jeanne fue entregada a los embajadores del rey a cambio de 25 000 francos en especie, que fueron transportadas hasta ese lugar.
Se dicen que eran lujuriosos. Clotario I, hijo de Clodoveo, tuvo muchas esposas, sucesivamente o al mismo tiempo. La lista (sin orden cronológico) es la siguiente: Ingonda, Aregonda, Chunsina, Gondioque —exesposa de su hermano Clodomiro—, Radegunda, Vulderade —exesposa de su sobrino Tedebaldo—. Gregorio de Tours relató cómo tomó Clotario por esposa a Aregonda, hermana de su mujer Ingonda. Esta le había pedido que buscara un marido para su hermana, y «al oírlo, el rey, que era lujurioso en exceso, se encendió de amor por Aregonda, fue hasta la casa en la que ella residía y la unió a él por medio de un matrimonio». Cuando regresó junto a Ingonda, le dijo: «Al buscar un hombre rico e inteligente para casarse con tu hermana, no encontré a nadie mejor que a mí mismo». Sus hijos, con excepción de Sigeberto, no le iban en zaga.
La situación no cambió demasiado bajo el reinado de los carolingios, salvo que la Iglesia trató de intervenir cada vez más en materia matrimonial y de hacer respetar la concepción cristiana del matrimonio. Pero no estaba en una posición de fuerza frente a los poderosos de la época. Uno de ellos era, sin duda, Carlomagno, que a su vez tuvo una gran cantidad de esposas y concubinas. El emperador Lotario, su nieto, quiso casarse con su amante Waldrada, con quien tenía un hijo. Entonces repudió a su esposa Teutberga, a quien calumnió para hacer anular su unión con ella, lo que originó una importante crisis.
Según relata Orderic Vital, tras la muerte de Guillermo el Conquistador en 1087, y la del papa Gregorio en 1085, la sociedad feudal atravesó una grave crisis moral. «La juventud petulante adopta la delicadeza femenina. Los hombres de la corte se esfuerzan por agradar a las mujeres mediante toda clase de lascivias». Guibert de Nogent pintó un cuadro muy sombrío de las damas de su época. ¡Por supuesto, todo tiempo pasado es mejor, y su madre, cuyas virtudes relataba, era la antítesis de las mujeres de su época! «Lamentablemente, desde aquellos tiempos hasta nuestros días, se produjo una caída progresiva y lamentable de la pudicia y la honradez en la condición virginal. ¡Cómo desapareció la vigilancia —real, o sólo aparente— en las mujeres casadas! Todo su comportamiento es pura simulación: sus guiños, sus palabras, son sólo bromas. Su manera de caminar es desvergonzada… Creen haber tocado el fondo de la miseria si parecen no tener un amante, pero se jactan de tener nobleza y cortesía si sus pasos son acompañados por muchos pretendientes».
Para apoyar sus palabras, mencionaba el caso de Sibylle, segunda esposa de Roger, conde de Porcien. Durante una ausencia de su marido, ella permaneció en el castillo de Thour Porcien. Y al quedar embarazada como consecuencia de un adulterio, tomó a Enguerran de Boyes, primo de su marido, como nuevo amante, y pronto comenzó a vivir públicamente con él. Su conducta no mejoró en los años siguientes, y siguió coleccionando amantes.
La fornicación simple o adúltera, incluso incestuosa, continuó durante toda la Edad Media. El duque de Borgoña, Felipe el Bueno, se atribuía dieciocho bastardos, que todos conocían. Agnès Sorel fue la primera amante oficial de un rey de Francia, en este caso, Carlos VII.
Los señores feudales eran ociosos y vanidosos. Evidentemente, «vivir noblemente» era distraerse, en sus propios palacios o en la corte del rey, gracias a los juegos, la caza y los torneos, y viajar para adquirir gloria y riqueza. La clase de vida que llevaban habitualmente se reveló en varias oportunidades durante el proceso al borgoñón Jean Didier, que se desarrolló entre 1436 y 1456: «Lo único que hacían era vivir de sus rentas».
Los personajes anteriormente citados quizá no fueran excepciones, pero tampoco constituían una mayoría.
El feudalismo y la Iglesia fueron los dos elementos que convirtieron a la Edad Media en una época «negra», según sus detractores. Jacques Heers ha mostrado muy bien la génesis del odio hacia este período. Mencionemos solamente el hecho de que, continuando sobre todo a los pensadores del Siglo de las Luces o a los adversarios de los privilegios de la época revolucionaria, la escuela histórica francesa, después de la Restauración, manifestó una violenta hostilidad hacia el Antiguo Régimen. Los actos reprobables del feudalismo fueron denunciados con virulencia por Michelet y muchos otros autores. Se trata de libros que no llegan demasiado al gran público, pero las mismas ideas suelen encontrarse en los manuales escolares, e incluso en novelas. Ahora, desde hace algunas décadas, los historiadores tratan de restablecer la verdad, en la medida de lo posible.
¡Señores tiránicos! Hemos visto que la condición campesina no era tan deplorable como la presentan los detractores del feudalismo, un término que, por otra parte, suele confundirse con el de señorío. «El señorío rural nació antes del feudalismo, y lo sobrevivió» (Robert Boutruche).
¡Señores codiciosos! Su relación con el dinero era normalmente diferente de la de otros miembros de la sociedad. Debían dar muestras de generosidad. Guillermo el Mariscal, «el mejor caballero del mundo» gracias a sus numerosas victorias, ganó en los torneos sumas importantes, pero no las guardó, sino que las gastó inmediatamente en fiestas y donaciones. Una memoria de los herederos de Gilles de Rais —de siniestra reputación, dicho sea de paso—, escrita hacia 1460, lo acusaba de haber dilapidado su fortuna y desprenderse de muchos señoríos. Al parecer, había llevado un tren de vida de un lujo extravagante. En su residencia, donde había 200 hombres a caballo, su capilla empleaba de 25 a 30 personas. Los administradores de la mansión de Gilles de Rais vivían en su casa «con grandes y excesivos gastos, y como grandes señores». Por negligencia, los productos consumidos en su residencia se compraban a un precio mucho mayor de lo que valían. Las estadías en las ciudades eran muy costosas. En cuanto Gilles recibía algún dinero, lo distribuía entre sus sirvientes. Y no olvidemos los gastos ocasionados por su búsqueda de la piedra filosofal y su actividad de mecenas. En general, «él nunca quería oír explicaciones ni razones ni saber cómo y en qué se distribuían sus denarios, porque no le preocupaba en absoluto cómo se utilizaba, con tal de que él siempre tuviera dinero para gastar frenéticamente».
Este es un ejemplo extremo, pero los argumentos esgrimidos contra los herederos merecen analizarse. Tener doscientas personas a caballo no era nada anormal, «sobre todo si se tomaba en cuenta su oficio de mariscal de Francia y el tiempo de guerra que corría entonces, y especialmente porque no hay corte en este reino que tenga tantos ingresos como el susodicho señor Gilles». Además, los nobles tenían que redistribuir sus riquezas: «Los que tienen tan grandes ingresos no deben guardarlos en sus bolsas: es necesario para la cosa pública que los gasten, pues de otro modo el pueblo sencillo no tendría nada, y también el dinero por su naturaleza quiere ser gastado y distribuido en varios lugares». En lo concerniente a la capilla, nada era demasiado para el servicio divino. Por último, «si el difunto señor Gilles entregaba sus tierras en usufructo por menos de lo que valían, si vendía los cereales, los vinos, la sal y otros frutos de sus tierras a menor precio que su valor, si a veces iba a las ciudades y allí hacía gastos y a veces pedía prestada una parte de los víveres que consumía, o si daba algunas de sus joyas en prenda por menos de los que valían», eso no significaba que fuera de una extraordinaria prodigalidad, «porque muchas personas, reconocidas como sabias y nobles, actúan de la misma manera en función de las circunstancias» (textos citados por Jacques Heers). «Dicho de otro modo —escribe Philippe Contamine— la característica, o al menos, la tentación del noble, sobre todo el de alto rango, era más bien administrar su fortuna con generosidad y liberalidad, sin hacer demasiadas cuentas».
¡Señores lujuriosos! Según los detractores de la Edad Media —¡o los ignorantes!—, poseían el «derecho de la primera noche», es decir, el famoso derecho de pernada. Se trata de un mito arraigado que algunos insisten en sostener todavía en nuestros días. Alain Boureau reveló cómo se fabricó este mito entre los siglos XIII al XX. ¡No todos los aristócratas pensaban en fornicar! Había quienes respetaban las reglas del matrimonio. Orderic Vital dijo, al hacer el retrato de un caballero modelo, Ansoud de Maule, a principios del siglo XII, que «se limitaba a una unión legítima, le gustaba la castidad. No criticaba la obscenidad del deseo como un laico con una verbosidad vulgar, sino que la condenaba delante de todos por medio de argumentos refinados, como un doctor de la Iglesia».
La función de los nobles era, en primer lugar, la de combatir, pero además desempeñaron un papel político fundamental durante todo el período medieval. Como escribió Antoine de la Sale hacia mediados del siglo XV, en su juventud aprendían a comportarse «en la corte y en la guerra». Esto es demasiado evidente para insistir en ello.
Y muchos aristócratas se preocupaban por la administración de sus dominios. Hacia 830, Eginhard le envió la siguiente carta a su administrador: «Debes saber que deseamos que envíes algunos hombres a Aix para mejorar y restaurar nuestras viviendas. Harás que lleven en tiempo oportuno todo lo que necesitamos, es decir, harina, cereales para hacer cerveza, vino, queso y lo demás, como de costumbre. En cuanto a los bueyes que hay que matar, queremos que los hagas llevar a Lanaeken para faenarlos. Queremos que hagas entregar uno de esos bueyes a Hruotlouge, y que los trozos y los restos, que no sirvan para nuestro uso, les sean entregados a los domésticos que se encuentran allí. En cuanto a nosotros, queremos ir al palacio hacia el día de san Martín».
Si las ferias de Champagne eran tan prósperas en el siglo XIII, se lo debían en gran parte a las medidas tomadas por los condes para garantizar la seguridad de los comerciantes y cuidar que se mantuvieran en buenas condiciones. Por ejemplo, en 1137, Thibaud, conde de Blois, concedió a perpetuidad a los hombres del antiguo mercado de Provins la feria de San Martín. «Lo hago con la condición de tener la mitad del precio de todos los hospedajes y todas las demás costumbres, y percibir los mismos ingresos que cuando tenía la feria».
Los nobles favorecían el florecimiento de la vida cultural y aristocrática. El duque de Borgoña, Carlos el Temerario, que sin embargo ha sido tan difamado, encontraba en los libros una fiel compañía. El cronista Molinet dijo sobre él: «Después de alimentar el cuerpo, daba alimento a su alma, y empleaba sus días no en una insensata vanidad, en espectáculos mundanos, sino en sagradas escrituras, historias aprobadas y de elevada recomendación». Decían que nunca se iba a dormir sin que le hubieran leído algo de las proezas de los Antiguos. Como los derechos de autor no existían en esa época, Cristina de Pisan no habría podido vivir de su pluma sin el mecenazgo de los miembros de la familia real, entre ellos, Jean de Berry, hermano de Carlos V, que tenía en su biblioteca casi todas sus obras y poseía notables colecciones.
Algunos señores de menor importancia mostraban interés por la creación literaria. Parece un poco limitado considerarlos solamente brutales guerreros. Según Orderic Vital, a principios del siglo XII, Ansoud de Maule «aprendía de memoria los hechos pasados tal como aparecían en los antiguos manuscritos, los leía en los textos de los cronistas eruditos y confiaba a su sólida memoria las biografías de sus antepasados que había oído».
Aunque los moralistas no siempre se equivocaban cuando alertaban a los nobles contra el ocio, lo cierto es que «en general, los nobles seguramente no se sentían inactivos, y menos, inútiles o marginales… Su vida estaba llena de actividades, sus actividades llenaban su vida» (Philippe Contamine).
No deberíamos juzgar el comportamiento de los señores de la Edad Media a la luz de nuestra mentalidad, ni de nuestra sensibilidad. Por otra parte, la nobleza no constituía una categoría homogénea, y había muchas diferencias entre el gran señor que vivía fastuosamente y el pequeño noble cuyos medios de existencia no diferían demasiado de los de un agricultor más o menos acomodado.
Al igual que los príncipes, también sus representantes podían sentir la tentación de abusar de su poder.
Leudasto, hijo de un esclavo, después de haber abandonado varias veces la cocina real, en la que trabajaba, huyó a casa de Marcovefa, esposa del rey Cariberto, que le confió el cuidado de sus mejores caballos. «Habiendo recibido el cargo de condestable, escribió Gregorio de Tours, desdeña y trata con desprecio a todos los demás. Se torna sumamente vanidoso, se abandona a la lujuria, está lleno de codicia y, como confidente personal de su patrona, se desplaza por aquí y por allá atendiendo sus asuntos». Después de la muerte de Marcovefa, intentó conservar el mismo lugar con el rey Cariberto gracias a los regalos que le hacía. Luego, para castigar los pecados de la población, fue destinado como conde a Tours: «allí se pavoneaba aún más, con el orgullo que le daba una gloriosa dignidad, y se mostraba rapaz en sus pillajes, colérico, porque le gustaban las peleas, inmundo en su vida licenciosa. Sembrando la discordia y lanzando acusaciones calumniosas, amasó tesoros que no eran módicos».
Había sobre todo dos categorías de funcionarios que tenían relación con el dinero: los de la justicia y los de las finanzas.
Varios elementos explican sus prevaricaciones. En primer lugar, los cargos pertenecían a sus titulares, que cobraban salarios bajos porque les estaba permitido cobrar dinero —esto se admitía— a expensas de sus administrados. Además, algunos tenían la costumbre de recibir sobornos. Y los funcionarios tenían otras ventajas: los jueces, por ejemplo, se quedaban con una parte de las multas. Por último, gracias a la acumulación de empleos, aumentaban las ganancias: un funcionario de la Casa de la Moneda podía trabajar al mismo tiempo como cambista.
Hugues de Filaines, magistrado de Amiens bajo el reinado de Felipe IV el Hermoso, convicto por corrupción al menos una vez, y por abuso de poder en varias oportunidades, fue condenado a una multa y se le prohibió ejercer su cargo de por vida. Pierre Roche, juez de Limoux, y luego de Minervois, condenado en 1310 después de un primer sumario, y luego indultado, fue ejecutado en 1318, después de un nuevo sumario. Sus bienes confiscados fueron vendidos por la enorme suma de 11 000 libras tornesas, lo que sugiere un afán de ganancia poco común.
Después de los funcionarios judiciales, estaban los de las finanzas, que fueron estudiados por Jean Kerhervé en Bretaña. Según él, los hombres de finanzas participaban en diferentes actividades comerciales. Entre estas, las especulaciones de los recaudadores ordinarios sobre los productos del Dominio. Compraban cereales de sus jurisdicciones en condiciones muy ventajosas, y los revendían con grandes ganancias en la mejor época del año. Cuando la operación se realizaba sobre cantidades pequeñas, dejaba un apreciable margen de ganancia, del orden del 32% —el cereal que se compraba a un poco más de 40 libras, se revendía a más de 59—, equivalente a la tercera parte del sueldo anual del personaje.
Los funcionarios financieros, en las localidades francesas que contaban con instituciones comunales, se interesaban en los ingresos por arriendos, y buscaban los más ventajosos. Las cuentas municipales de Rennes ofrecen muchos ejemplos de funcionarios que intervenían de manera muy activa en la adjudicación de fincas urbanas. Del mismo modo, los mercados de trabajos públicos permitían obtener importantes beneficios. En Rennes, los funcionarios se ocupaban también de construir murallas y torres, pavimentar los caminos de los suburbios, excavar pozos… La moneda, el préstamo a interés, también constituían fuentes de ingresos nada desdeñables. El testamento de Yvonnet Flourée decía que en el momento de su muerte le debían 3729 libras —de las cuales, 622 eran por atrasos de salarios—, repartidas entre 35 acreedores que involucraban a 22 personas. A veces, los funcionarios aceptaban depósitos de dinero, pero no se sabe si les producían utilidades. En general, la mayoría de ellos trataban de enriquecerse, y no tenían reparos en especular sacando provecho de su cargo.
La codicia llevaba a algunos a efectuar malversaciones. Muchos recaudadores se dedicaban a realizar extorsiones de fondos. Guillaume Le Gall y Nicolas Brest, que trabajaban como recaudadores cerca de Hennebont en 1397, llegaron a exigir 3 escudos a los habitantes más ricos —que eran colonos exentos de impuestos, por otra parte—, cuando la cuota parte individual era de sólo 3 sueldos. Y para conseguir sus objetivos, los funcionarios financieros no dudaban en usar la fuerza. Por su parte, ellos mismos hacían fraude en sus rendiciones de cuentas. Jean Beauceporte, recaudador de Rennes, tenía que recuperar 90 libras que su predecesor Michel Le Breton decía haberle pagado a Perrin Regnaud por diversos trabajos, pero comprobó que esos gastos no se habían efectuado. La investigación demostró que Perrin, que era un pobre criado de Le Breton, no había recibido nada, y que este había tenido como cómplice a otro hombre, que aceptó confirmar la realización del pago. Algunos recaudadores de Huelgoat hicieron otorgar tierras comunales «a mucho menor precio de lo que valen, cobrando grandes comisiones para dejarlas a un precio bajo». Estas eran pequeñas malversaciones, si se comparan con las que cometían los funcionarios superiores. Jean Mauléon, tesorero de Juan V, fue acusado inmediatamente después de la muerte de este, especialmente por dos cosas: «Haber practicado y expoliado indebidamente en la distribución de las finanzas que manejó [durante la guerra contra los Penthièvre en 1420, es decir, veintidós años atrás], más de veinte mil escudos de oro»; haber violado su juramento de no enajenar bienes de la Corona y «poner fuera de las manos y la posesión del difunto duque Juan varios anillos, joyas, vajilla de oro y plata, piedras preciosas y riquezas, que estaba encargado de custodiar y administrar».
Los sobornos eran moneda corriente. Los particulares ofrecían regalos para obtener favores: pequeñas sumas de dinero para «ser favorable a los burgueses», podía leerse en las cuentas de Guingamp. ¿Qué hicieron los regidores de Saint-Omer cuando la ciudad necesitó ayuda? En 1448, Nicolas Rollin pidió cuatro ayudantes a los Estados, y como deseaba una respuesta rápida, los regidores enviaron delegados para señalar la pobreza de la ciudad, y para que «se esforzaran e hicieran lo mejor que pudieran, y para poder esforzarse más convenientemente y ser tratados con delicadeza, y los asuntos de la ciudad fueran más agradables, que a monseñor el canciller de Borgoña los susodichos diputados le presentaran y entregaran cien escudos de oro».
Los soberanos tomaron medidas para que sus funcionarios ejercieran sus cargos con competencia y honestidad.
En el transcurso de una asamblea de grandes eclesiásticos y laicos celebrada entre 823 y 835, el emperador Luís el Piadoso promulgó una capitular dirigida a todas las órdenes del reino. Entre los veintiséis artículos que integraban esa admonición, había varios que se referían a los condes.
6. A vosotros, los condes, os decimos y os advertimos… debéis establecer vosotros mismos la paz en vuestros ministerios, y controlar que se ejecute escrupulosamente en vuestros ministerios lo que nuestra autoridad haya decidido públicamente hacer.
7. Además, advertimos a vuestra fidelidad que guarde en la memoria la fe que nos habéis prometido, y en la parte de nuestro ministerio que os ha sido encomendada, es decir, establecer la paz y la justicia, mostraros como sois, ante Dios y ante los hombres, que se os pueda llamar con justicia nuestros verdaderos auxiliares y los «conservadores» del pueblo; y que ninguna causa —soborno o sentimiento (amistad, odio, temor o agradecimiento) hacia nadie— os impulse a desviaron del recto camino, de modo que podáis juzgar con justicia no sólo entre vuestros prójimos. Debéis ser, según vuestras posibilidades, ayudantes y defensores de los huérfanos, las viudas y todos los demás pobres, y honrar en todo lo posible a la santa Iglesia y sus servidores. Debéis reprimir como conviene, con vuestro celo y vuestra corrección, a aquellos, sean ladrones o bandidos, que intenten perturbar la paz común del pueblo usando temerariamente la violencia. Y si alguien os impide ser capaces de ejecutar lo que os decimos, debemos ser informados a tiempo, para que con la ayuda de nuestra autoridad, podáis cumplir dignamente vuestro ministerio.
No bastaba con prescribir: era necesario controlar. El artículo 14 proporcionaba los medios: «Queremos investigar, por medio de los que presentan una denuncia, por medio de cualquier otra indicación cierta, o por nuestros enviados, que habremos designado y enviado a tal efecto, de qué manera se esfuerza cada uno, y queremos saber a través del testimonio común, de los obispos con respecto a los condes, y de los condes a propósito de los obispos, cómo los condes aman e imparten justicia, y la devoción con la que los obispos viven y predican, y conocer por boca de los obispos y de los condes qué sucede con la equidad, la paz y la concordia entre nuestros fieles establecidos en sus circunscripciones. También deseamos que, si son interrogados por nosotros sobre la sociedad y el estado comunes, unos y otros puedan aportar recíprocamente un testimonio verídico».
Según Joinville, en enero de 1247, san Luís comenzó a enviar «clérigos de la puerta» por todo el reino, con la misión de anotar «las quejas relativas a las injusticias, exacciones y otras faltas de las que sean culpables nuestros magistrados, prebostes, guardabosques, recaudadores y sus subordinados, desde el inicio de nuestro reinado». Otras investigaciones tenían como objetivo poner fin a las violencias y vejaciones infligidas por los agentes del rey.
Joinville transcribía el texto de una ordenanza general establecida por el rey sobre sus súbditos en todo el reino de Francia. Estos son algunos fragmentos sugestivos:
Nosotros, Luís, rey de Francia por la gracia de Dios, establecemos que todos nuestros magistrados, vizcondes, prebostes, alcaldes y todos los demás, en cualquier asunto que sea y en cualquier cargo que ocupen, presten juramento de que, mientras estén en su cargo o magistratura, harán justicia a todos, sin excepción de personas, a los pobres como a los ricos, al extraño como a los allegados, y que conservarán los usos y costumbres que son buenos y están probados. Y si sucede que los magistrados o los vizcondes u otros, como recaudadores o guardabosques, actúan en contra de sus juramentos, y están convencidos de ello, queremos que sean castigados en sus bienes y en sus personas, si la falta lo exige. Y los magistrados serán castigados por nosotros, y los demás, por los magistrados.
Además, los otros prebostes, magistrados y recaudadores […] jurarán que no tomarán ni recibirán, por sí mismos ni por intermedio de otra persona, ni oro ni plata, ni ventajas indirectas, ni ninguna otra cosa, con excepción de frutas, pan o vino, u otro presente, hasta llegar a la suma de diez sueldos, y esa suma no debe ser superada.
A partir de 1297 ó 1298, la Cámara de Cuentas controlaba dos veces por año las cuentas de ingresos y gastos que presentaban quienes habían sido nombrados magistrados y senescales. Todos los años, durante diez meses, la Cámara procedía a examinar las cuentas. Los comisarios y los investigadores también estaban sometidos a su control.
Había consejeros competentes y fieles, como Philippe de Mezières o los hermanos Jean y Bureau de la Rivière, que fueron asistentes del rey de Francia Carlos V.
Philippe de Mezières, perteneciente a la nobleza picarda, nació hacia 1327. En 1369, tras el asesinato de Pierre de Lusignan, rey de Chipre, de quien había sido canciller, se retiró a Venecia, donde frecuentó los ambientes devotos. Luego fue convocado por Carlos V y se dirigió a París en 1373. Fue miembro del consejo del rey durante siete años, y trató, en vano, de hacer abolir la costumbre que excluía del sacramento de la penitencia a los condenados a muerte. Para poner fin al Gran Cisma de Occidente, alentó la realización de un concilio general que al mismo tiempo reformara también la cristiandad. A la muerte del rey, se retiró a vivir con los celestinos. Allí redactó algunos años más tarde El sueño del viejo peregrino, donde planteaba los fundamentos teóricos de un programa, que los monigotes (antiguos consejeros de Carlos V, que fueron convocados nuevamente al poder por su hijo en 1388) intentaron realizar.
Los hermanos De la Rivière pertenecían a una familia que había dado muchos leales servidores al rey. Jean y Bureau se acercaron al delfín en 1358. Jean se convirtió en su chambelán, mientras que Bureau, más joven, fue solamente su escudero y criado trinchante. Siempre fueron leales al soberano. Cuando el duque de Borgoña Felipe el Audaz le ofreció a Bureau, en 1373, una pensión de 80 o libras por año a condición de que le jurara lealtad, Bureau rechazó la lealtad y la pensión. Tanta fidelidad mereció una recompensa por parte del rey. A partir de 1364, Jean fue primer chambelán, mientras que Bureau lo reemplazó en su cargo. Jean se hizo cruzado y murió en Famagusta. En cuanto a Bureau, cumplió funciones militares y diplomáticas. Fue, ante todo, el confidente del rey, y se esforzó por cumplir sus deseos. Después de la muerte de Carlos V, regresó al poder en la época de los monigotes.
Estos antiguos consejeros de Carlos V iniciaron toda una serie de reformas durante los cuatro años transcurridos desde el día en que Carlos V tomó el poder hasta el día en que perdió la razón, es decir, desde el Día de todos los Santos de 1388 hasta agosto de 1392. Ellos no se limitaron a recordar los antiguos reglamentos, sino que crearon instituciones que faltaban, y para que el servicio del Estado quedara bien establecido en la sociedad, otorgaron a sus servidores, y por lo tanto, a los funcionarios, algunos privilegios, que no estaban vinculados a su persona sino a su cargo. Trabajaron para que el reino fuera gobernado por personal competente al servicio de los administrados, y dirigido por una jerarquía. Querían la elección de los funcionarios, porque de ese modo el rey podía seleccionar entre candidatos capaces. «Cambiar el Estado por medio de la ley, por medio de ideas, más aún, en el corazón de sus servidores, eso anhelaban los monigotes con pasión, y si por haber nacido demasiado temprano, no lo lograron, por lo menos, al crear la función pública, sentaron las bases sobre las que siempre se apoya el Estado» (Françoise Autrand).
La dedicación de los funcionarios dependía en gran parte de la autoridad superior que los nombraba, los controlaba e incluso los sancionaba, llegado el caso. «Teniendo en cuenta la reciente investigación, seria presuntuoso negar que hubo en el espacio francés, sucesivamente, un Estado de los Carolingios, un Estado de los Capetos, un Estado de los primeros Valois, a cada uno de los cuales correspondieron sus propios funcionarios», escribió con mucha razón Philippe Contamine en la presentación de un coloquio sobre Los funcionarios del Estado en la Edad Media.
Los negocios tenían como objetivo el enriquecimiento y, en consecuencia, podían llevar incluso a las personas competentes a la codicia y la deshonestidad.
«En aquel tiempo, los comerciantes explotaban severamente a la población… Reducían a la esclavitud a los pobres a cambio de un poco de comida», escribió Gregorio de Tours a fines del siglo VI. Ocho siglos más tarde, en 1421, el Diario de un burgués de París decía: «Y vendía cada comerciante del modo que quería, todas las mercancías». A lo largo de toda la Edad Media, los comerciantes, que ejercían su oficio para vivir, se sintieron tentados de ganar más dinero del que convenía.
Las profesiones vinculadas al comercio y a las nuevas condiciones de la economía durante los primeros siglos de la Edad Media eran criticadas a menudo por los predicadores, que no vacilaban en presentarlas bajo los colores más negros. A juzgar por las denuncias presentadas por algunos responsables flamencos en la Hansa, algunos comerciantes alemanes de vino del Rhin hacían probar a la entrada de sus establecimientos productos que no correspondían a los que se vendían en el interior. A la mañana, abrían un tonel de buena calidad, pero cuando afluían los clientes, lo reemplazaban por vino mediocre. Cuando llegaban vinos nuevos, se negaban a entregar las llaves de sus bodegas a los inspectores hasta no haberlos mezclado con vinos viejos de calidad inferior. Compraban a otros comerciantes en Flandes vinos que revendían al por mayor, convirtiéndose así en intermediarios inútiles. En Gante, los toneles que vendían contenían cenizas «y a veces otras inmundicias». Mezclaban los vinos: la prueba está en que compraban vino de Poitou al por mayor, y nunca lo vendían al por menor.
Analicemos la conducta de tres hombres de negocios: un flamenco, Jehan Boinebroke en el siglo XIII; un italiano, Francesco di Marco Datini de Prato en el siglo XIV; y un francés, Jacques Coeur, en el siglo XV.
Los textos que utilizó Georges Espinas le permitieron trazar la descripción de Jehan Boinebroke, patricio y pañero de Douai, muerto hacia 1286, codicioso hombre de negocios que no se detenía ante ninguna acción deshonesta para aumentar su fortuna. En el transcurso de su vida causó daños a diversas personas. Algunas murieron, y sus viudas y sus hijos reclamaron justicia en su nombre, tras el deceso del odioso personaje. Las concesiones otorgadas por los ejecutores testamentarios tenían valor sobre todo porque pertenecían al mismo medio que el difunto. No rechazaron los reclamos, y de esta manera, reconocían las culpas de este último.
Jehan Boinebroke mostraba desprecio hacia sus interlocutores, y cuando alguien se le resistía, no dudaba en emplear la fuerza. Una vez encontró a una tintorera que le debía dinero, a la que le había incautado una cantidad de glasto fijándole un precio muy inferior a su valor. Le ofreció un trabajo diciendo que lo hacía porque le dolía verla en la necesidad. La mujer no pudo hacer otra cosa que aceptar, aunque se trataba de un trabajo mal remunerado. Cuando le pidió una ayuda, él le respondió con soma que lo escribiría en su testamento. Y se quedó con el bien indebidamente adquirido.
Cuando encontraba resistencia, Boinebroke montaba en cólera y amenazaba con recurrir a la Justicia. Un día quiso obligar a un hombre con quien había hecho un trato, a recibir una entrega de lana esquilada de cordero, pero cuando el pequeño fabricante abrió la bolsa, vio que aunque la mercadería colocada arriba correspondía al precio convenido, la de abajo no valía nada. Rechazó el envío. Boinebroke le ordenó aceptarlo, pues de lo contrario apelaría a la Justicia. Seguramente tenía alguna relación con el juez, o en todo caso, esperaba amedrentar a sus interlocutores gracias a sus amenazas. El otro, temeroso, recibió la lana, que de este modo estaba pagando a más del doble de su valor.
La fuerza estaba por encima del derecho. Un granjero había cultivado a las puertas de Douai un campo de rubia, cuyo valor parecía ignorar. La vendió a razón de 30 sueldos la medida, diciendo: «No me atrevería a pedir más en buena conciencia». Pero Boinebroke, que había sido informado sobre la venta, dijo que él quería tener la planta. Justamente, la cotización de esta aumentó, y la medida valía 100 sueldos. ¿Qué hizo Boinebroke? Fue con dos obreros, se apoderó de la rubia y se la llevó, sin preocuparse por el pago. Por supuesto, le dijo muchas veces al granjero que lo indemnizaría, pero nunca lo hizo. De este modo cometió un doble perjuicio, al vendedor, a quien no le pagó, y al primer comprador, quien al parecer no hizo la denuncia.
Los asalariados directos de su empresa eran quienes sufrían las peores vejaciones de parte del pañero. Este utilizaba contra ellos toda clase de procedimientos. Les vendía mercadería de mala calidad, hacía trampas con el peso, compraba a un precio inferior a la cotización normal, y vendía más caro. Cualquiera que fuera el trabajo, lo pagaba mal o no lo pagaba. Por tres días de trabajo, pagaba el salario de dos. Ejercía un verdadero poder absoluto que le permitía actuar con total deshonestidad. Si un asalariado le compraba una bolsa de lana y no podía pagarla al contado, debía pagar un 25% más. Algunos asalariados de Boinebroke también eran sus arrendatarios, otros eran sus deudores. Todo eso le permitía sacar provecho de su poder. Un hombre le alquiló una casa por 8 libras anuales: sin ninguna razón válida, lo obligó a pagarle 12. Además, al no darles a sus asalariados el trabajo que les permitiera pagar su alquiler, los tenía doblemente a su merced.
Trataba a las personas independientes de la misma manera. Un deudor le pagó dos veces por error: Boinebroke se quedó con todo a sabiendas. En cambio, él no se sentía obligado a pagar sus deudas. Como propietario inmobiliario, no pagaba las facturas de sus compras de materiales ni de la realización de trabajos. En cuanto a los bienes contiguos a los suyos, si estaban en juego sus intereses, los trataba como si le pertenecieran. Hizo derribar un muro de una de sus casas, y para apuntalar la construcción, sacó materiales del patio del vecino.
«Sólo conoce una cosa: los negocios. Sólo aprecia una cosa: la riqueza. Sólo desea una cosa: la fortuna… El interesado no solamente quiere enriquecerse, sino enriquecerse de cualquier manera» (Georges Espinas).
Por su parte, Francesco di Marco Datini y Jacques Coeur también emplearon procedimientos a veces poco honestos, pero generalmente conformes a las costumbres de la época, y no mostraron la misma rapacidad que Jehan Boinebroke.
El problema de los impuestos preocupaba mucho a Francesco. Como había vivido durante mucho tiempo en Avignon, no tenía demasiados amigos en Florencia y, por lo tanto, no podía esperar una gran complacencia por parte de las autoridades. Cuando se recaudaron los impuestos en 1401, Francesco se encontraba en Bolonia, y su notario, Ser Lapo Mazzei, le aconsejó que se quedara allí: si regresaba, debería mostrar sus libros de cuentas a las autoridades, y de ese modo, revelar su fortuna. En cambio, al estar ausente, Ser Lapo podía luchar y mentir para defender sus intereses «afirmando y desmintiendo, prometiendo y amenazando, predicando y viviendo en el infierno, un demonio entre los demonios». Preparó el borrador de una carta en la que Francesco afirmaba que sus negocios de Avignon y Cataluña se encontraban en tan mal estado que estaba considerando liquidarlos, y que todos sus bienes, con excepción de sus residencias, no llegaban a 2500 florines: una desvergonzada mentira, sin duda.
¿Practicaba Francisco la usura? Este término era un poco confuso en aquella época, y cualquier préstamo, incluso con un interés mínimo, se denominaba usura. Este es un punto de vista que compartía Ser Lapo Mazzei, quien le escribió a Datini a propósito de un préstamo que este había efectuado, «porque me parece que esa transacción contraviene las leyes y los preceptos de Dios, que son que no debe pedirse ningún interés por un préstamo de dinero». Y poco tiempo después, añadió: «Me parece que es tu deber devolverle ese dinero a Ludovico, porque es el fruto de un contrato usurario: me parece que yo también debo confesarme y hacer penitencia».
A pesar de las afirmaciones de Francesco, en todas sus cartas se sentía su amor por el dinero. Así lo veían sus allegados. «¿Por qué siempre quieres más?», le había escrito su madre adoptiva cuando él era joven. Y su esposa no dejaba de repetirle: «Aprende a moderar tus deseos». En cuanto a su socio Domenico di Cambio, le decía: «Con total buena fe, Francesco, te lo digo: un hombre debe pensar en ganar dinero, pero también en disfrutar con sus amigos. Y tú te equivocas al pensar que todos se parecen a ti». Lapo Mazzei trataba de moderarlo: «Me da pena ver que te dedicas a tus negocios con tanta avidez, obstinación, frenesí, incluso tormento. Eso no es bueno. El sabio debe aprender a dominarse… a no obedecer a todos sus deseos, sino comportarse con discreción y moderación… Tú sabes hasta qué punto desagrada a los hombres una casa en la que la sirvienta le da órdenes a la dueña: tanto más le desagrada a Dios el alma que permite que sus deseos dominen a su razón» (todos estos textos son citados por Iris Origo).
«Las “exacciones financieras” que se le reprocharon a Jacques Cœur en su proceso, sólo parecían diferenciarse de las prácticas de sus contemporáneos en su diversidad y su amplitud» (Michel Mollat). En efecto, Jacques Coeur, rico comerciante y tesorero del rey, mezclaba con frecuencia sus bienes personales con los del reino. A veces llegaba a realizar verdaderos desvíos de fondos públicos. Por ejemplo, cuando utilizó una parte de la talla de los hombres de armas de la baja Auvernia para comprar el señorío y las tierras de Saint-Gérard-de-Vaux.
Fue en Languedoc donde más se notó esta mezcla de las finanzas. Al parecer, Jacques Coeur se benefició con los sobornos más o menos voluntarios de los miembros de los Estados, de las asambleas diocesanas, de las municipalidades. Uno de sus acusadores declaró «que obtuvo ganancias en todas partes». Aunque podía haber alguna exageración por parte de los enemigos del hombre de negocios, sus críticas no carecían de fundamento. De las gratificaciones en especie que los Estados ofrecían a los comisionados del rey, tomó una parte cada vez más importante, tal vez la mitad en 1451. Los recibos que llevaban su firma mostraban que algunas sumas pagadas por determinadas ciudades tenían como objetivo reducir impuestos. Durante cinco años seguidos, de 1440 a 1445, la municipalidad de Montpellier le pagó a Jacques Coeur 250 libras tornesas, y le hizo regalos para que se ocupara de los intereses de la ciudad.
El tesorero del rey retiró grandes ganancias de los impuestos que pesaban sobre las ferias de Pezenas y de Montagnac. Y cuando fue encargado general de las gabelas, participó en el tráfico de la sal en el Rhône, pero, como su nombre no debía aparecer entre los comerciantes, usaba un seudónimo.
Jacques Cœur se interesó por la fabricación de moneda y las operaciones de cambio. Ubicó en puestos estratégicos a hombres a quienes podía controlar. Reconoció haber fabricado escudos y lingotes. Explotaba yacimientos de plomo argentífero en la región de Lyon. De este modo, utilizó «todas las maneras y sutilezas posibles de las finanzas».
Sus finanzas le permitieron prestar dinero y practicar el oficio de la banca. Al investigar sus bienes, el procurador Dauvet encontró muchas facturas impagas, entre ellas, algunas concernientes a rescates de prisioneros ingleses.
De manera que la especulación aparecía por todas partes. La especulación con el trabajo de los demás, con las mercancías, con las monedas. Poco antes de la devaluación monetaria, algunos notables de Brujas recibieron informaciones secretas de algunos funcionarios y tomaron las medidas necesarias. Luego, para que no se supiera nada, les aconsejaron «quedarse muy tranquilos y en silencio en sus casas». En cuanto a la usura, había «buenos cristianos» que la practicaban…
Entre 1164 y 1170, apareció en Arras el primer representante de la familia Crespin. A partir de 1185, el Crespin de la época fue llamado «usurero», es decir, banquero. Mientras que en el siglo XII, los grandes comerciantes dominaban la ciudad, en el XIII fueron los financistas quienes ocuparon el lugar más destacado. Enrique III de Inglaterra le pidió a uno de ellos un préstamo de 1200 libras a 20% de interés. Los hombres de negocios de Arras se habían vuelto suficientemente ricos como para prestar dinero a los soberanos, empezando por el rey de Francia. A pesar del temor que inspiraba el infierno que castigaba la usura, daban pruebas de deshonestidad. A pedido del «común», el conde de Artois ordenó una investigación sobre la administración de la ciudad desde 1282 hasta 1289, y descubrió que la oligarquía urbana desviaba a su favor el producto de los pesados impuestos. En el siglo XIII, la ciudad estaba floreciente y los ricos de Arras prestaban a una tasa del 15% al 20%, al punto que el papa Inocencio III le pidió al obispo que aplicara a la ciudad las sanciones relativas a los usureros. La ciudad se endeudó cada vez más, pero los regidores se enriquecían. Al finalizar el siglo, uno de los oligarcas, llamado Juan el Tuerto, tomó dinero de las cajas y se hizo adjudicar a precio reducido las fincas de la ciudad. Hacía préstamos a la nobleza y al clero, y vendía muy por encima de su valor real los productos de sus dominios. La ciudad de Brujas se endeudó con Robert V Crespin y Baude XV Crespin por un valor de 110 000 libras. En 1311, la ciudad de Ypres se vio obligada a usar un carruaje tirado por cuatro caballos para llevar a Arras todo el dinero que le debía a Baude Crespin.
Algunos hombres de negocios no veían en su oficio sólo un medio para ganar dinero.
Hinrich Castorp (ca. 1420-1488), nacido en Dortmund, comenzó su carrera comercial en Brujas, donde vivió durante nueve años, y se instaló en Lübeck a la edad de treinta años. Se casó con la hija de un rico comerciante, fue miembro del Consejo en 1462, y alcalde diez años después. Entonces se casó en segundas nupcias con una mujer proveniente de una de las familias más importantes. Era un buen cristiano y se interesaba también por cuestiones intelectuales: coleccionaba crónicas y él mismo escribió una. Sus actividades comerciales, que estaban fundamentalmente relacionadas con Flandes, el Este (Prusia y Livonia) y Brandeburgo, fueron gradualmente reemplazadas por las operaciones de crédito y las compras de rentas. De este modo, se volvió muy rico.
Hinrich Castorp también desempeñó un importante papel político y diplomático, especialmente hacia el final de su vida. En 1464, formó parte de una delegación que intentó poner fin al conflicto entre Polonia y la Orden Teutónica. Dirigió la delegación que negoció la paz de Utrecht en 1474. Como lo señala Philippe Dollinger, una de sus frases expresaba el espíritu de la Hansa: «Reunámonos para deliberar, porque es fácil izar el pabellón de la guerra, pero cuesta mucho arriarlo con honor».
Cosme de Médicis fue sin duda uno de los más notables hombres de negocios de fines de la Edad Media. Cuando murió su padre, en 1429, tenía cuarenta años. Hacía veinte años que recorría Occidente, y conocía perfectamente tanto la situación general como las empresas de su padre. Junto con su hermano Lorenzo, heredó negocios prósperos que incluían compañías comerciales y sociedades industriales constituidas en filiales, cuya sede principal estaba ubicada en Florencia. Cosme administró la totalidad de los bienes de su padre, pues Lorenzo tenía una absoluta confianza en él. Tras la prematura muerte de su hermano, Cosme, tutor de su sobrino, siguió ocupándose de la fortuna de las dos ramas. Cuando el hijo de Lorenzo, Pier Francesco, llegó a la mayoría de edad, dejó sus capitales en las empresas tan bien administradas por su tío.
Poderoso gracias a su riqueza, Cosme ejerció funciones públicas, incluyendo la magistratura suprema de la Justicia, pero se mantuvo al margen de la vida política activa. Sus adversarios lograron, sin embargo, que lo desterraran, aunque sus negocios no dejaron de prosperar. Para regresar a Florencia, tenía que hacer política. Volvió en 1434 a su ciudad, se convirtió en su amo y siguió siéndolo durante tres décadas. Pero no ejerció el poder en forma personal.
Por otra parte, mantuvo la dirección de sus negocios, que se desarrollaron cada vez más. En 1458, formaba parte de once sociedades comerciales e industriales. Las dirigía efectivamente, y para las compañías lejanas reclutó directores de condición modesta, pero muy competentes, y les asignó, como ayudantes, a jóvenes de su familia. Esos directores de filiales debían ir a Florencia cada dos o tres años para rendirle cuentas y recibir sus directivas. Lo ayudaba un director general, pero Cosme se reservaba las decisiones fundamentales.
Una parte de su fortuna estaba invertida en inmuebles: un palacio en Florencia, mansiones en las colinas vecinas. En esas viviendas, acumuló una gran cantidad de obras de arte, así como un conjunto de manuscritos, no para revenderlos, sino para disfrutar de los textos que contenían, porque tenía inquietudes culturales. Apoyaba el studium florentino, que, gracias a la aprobación del Papa, logró convertir en universidad. Fundó la Biblioteca Marciana, y hacia el final de su vida, reunió a su alrededor a diversos humanistas, para conocer las ideas de Platón y Aristóteles sobre la vida y la muerte. Protegió a los artistas. Brunelleschi y Donatello fueron sus amigos.
Cosme practicaba la caridad, hizo restaurar y ampliar muchas iglesias, en particular las de las órdenes mendicantes. Probablemente, como muchos otros hombres de negocios, no tenía buena conciencia y trataba de conseguir el perdón de Dios. «Amo político de Florencia, sin fundar un señorío ni abandonar sus negocios, cristiano tradicional muy interesado en las investigaciones de los humanistas, hombre de buen gusto inclinado tanto hacia los conservadores como hacia los innovadores» (Yves Renouard).
Estamos muy lejos de la rapacidad de un Jehan Boinebroke.
Muchos hombres de negocios se preocupaban por la manera en que habían construido su fortuna. Algunos se limitaban a realizar donaciones piadosas en su lecho de muerte para ganar la misericordia divina. Otros tenían más escrúpulos. Pero estas dos actitudes no eran contradictorias, según decía Francesco di Marco Datini. Datini, cuyo espíritu de lucro hemos conocido, antes de morir, legó su fortuna y su casa al hospital que había hecho construir para los pobres de Prato, pero con la condición de que ese establecimiento conservara sus archivos a perpetuidad. «A diferencia de otras casas y del hospital de la tierra de Prato, esta se llamaría La Casa de los Pobres de Francesco di Marco». Este mismo Francesco di Marco interrumpió sus negocios durante diez días para hacer una peregrinación, que reseñó minuciosamente. «Vestido de tela de lino blanco y calzado como la mayoría de las personas en ese tiempo» —estaba prohibido cambiarse la ropa durante toda la peregrinación y dormir en una cama—, Francesco, que ya era un septuagenario, atravesó Florencia muy temprano —comulgó en Santa Maria Novella, la iglesia de los dominicos—, luego abandonó la ciudad, y se unió a los grupos de peregrinos. Todos caminaban descalzos, cosa que no olvidó mencionar. En la abadía de Ripoli, el obispo de Fiesole celebró una misa para ellos. El grupo siguió camino hacia la mitad de la tarde. A la noche, el cansancio ya se hacía sentir.
El último día, a la hora de las vísperas, Francesco atravesó la puerta Santa Croce. A la noche, estaba de regreso en su casa. «No descansamos de noche en una cama, ni nos cambiamos la vestimenta blanca antes del domingo por la mañana, cuando el crucifijo fue transportado a Fiesole con las pocas personas que lo seguían. En la plaza de Fiesole, el obispo celebró una misa solemne. Luego predicó y dio la bendición a todos. Entonces todos regresaron a sus casas, y así se completó el viaje de peregrinación. Quiera Dios que valga para el alma de todos, si así le place. Amén» (citado por Jean Favier).
Francesco no olvidó llevar sus cuentas. La novena había costado 35 libras. Pero lo importante es que un comerciante acomodado, de edad avanzada, había hecho casi doscientos kilómetros en diez días, descalzo el primer día, y sin acostarse en una cama durante toda la peregrinación. Él había anotado todo porque no podía perder sus costumbres, y dirigió su peregrinación como un negocio.
Hubo también quienes lo abandonaron todo. Algunos hasta fueron canonizados. Hacia 1173, un comerciante de Lyon llamado Valdés decidió llevar una vida religiosa más ferviente. Cuando un sacerdote le expuso las enseñanzas de Cristo en materia de pobreza, dejó su profesión y distribuyó sus bienes entre los pobres. Después de estudiar la doctrina cristiana, se separó de su esposa, puso a sus hijas en un monasterio y comenzó a predicar. Pronto comenzó a seguirlo un grupo de hombres y mujeres. Él los envió en misión a la región lionesa. Pero surgieron dificultades, porque los simples laicos no tenían derecho a predicar. Finalmente, como Valdés se negó a someterse, sus seguidores, los valdenses, fueron condenados como herejes en 1184.
En la misma época, Homebon de Cremona (muerto en 1197) tuvo un destino completamente diferente. Según los hagiógrafos, habría nacido hacia 1117 en una familia de la mediana burguesía de Italia del norte. Siguió la profesión paterna, al mismo tiempo sastre y vendedor de trajes. Algunos textos afirmaban que se habría dedicado al comercio lejano, pero no parece muy probable, y quizá se haya dicho eso para aumentar su mérito. Estaba casado y tenía varios hijos. En una fecha que se desconoce, abandonó su profesión y sus bienes para consagrarse por completo a la beneficencia. Según cuenta una anécdota, un día vio que sus manos se ponían negras, y quedaban así después de lavárselas. Fue a consultar a un hombre santo, y este le recordó las palabras de Cristo, que había ordenado: «Vende todo lo que tienes y distribúyelo entre los pobres». Este mismo pasaje había provocado la conversión de Valdés, y también intervino de manera decisiva en la de san Francisco de Asís, hijo de un comerciante, y él mismo vendedor de telas. Tal vez sea un lugar común. En todo caso, la anécdota muestra que muchos laicos que se ocupaban del comercio podían tener escrúpulos por sus actividades, en relación con las enseñanzas de la Iglesia. La caridad de Homebon conmovió a todos sus contemporáneos: Inocencio III lo canonizó poco después de su muerte (1199).
Había una gran distancia entre los mercaderes ambulantes de la alta Edad Media y los hombres de negocios italianos del final de ese período, que dirigían desde su escritorio sociedades —tanto en Occidente como en Oriente— en las que, siendo jóvenes, habían efectuado su aprendizaje. Las técnicas habían evolucionado profundamente. Ahora era indispensable tener aptitudes muy concretas. El dinero intervenía cada vez más, no sin suscitar problemas de conciencia, pero la Iglesia comprendió, a partir de los siglos XI y XII, que debía tomar en cuenta las realidades económicas, y que la enseñanza de Cristo no impedía ganarse la vida por medio de los negocios, siempre que se respetaran ciertos principios. De modo que a fines de la Edad Media, los hombres de negocios aparecían como un elemento indispensable de la sociedad. Y se puede decir, con Yves Renouard, que la acción de los hombres de negocios —él se refería a los italianos, pero la observación también era válida para los de otros países, aunque en menor medida— «tendió, por el desarrollo de los intercambios, a mejorar las condiciones de vida del hombre en la tierra, a permitir que todos conocieran y utilizaran los productos de regiones lejanas, a acrecentar la suma de bienes puestos a su disposición». Y los de las ciudades marítimas hicieron conocer países lejanos. De manera que «posibilitaron que el hombre de Occidente fuera un poco más independiente de las condiciones naturales. Contribuyeron a que fuera más dueño y señor del universo».
En el séptimo círculo del Infierno, Dante encuentra a unos usureros que pertenecen a grandes familias, como los Gianfigliazzi, güelfos florentinos; los Obriachi, gibelinos florentinos; los Scrovegni, de Padua: mientras espera a Vitaliano del Dente, paduano, alcalde en 1307, o a Giovanni di Buiamente dei Becchi, magistrado judicial en 1293: «Vi que una bolsa les pendía del cuello». Ellos no dudaban en explotar a los pobres.
Sin embargo, salvo excepciones, no existía un antagonismo virulento entre débiles y poderosos. La «lucha de clases» no existía en la Edad Media, aun cuando esporádicamente se manifestaran tensiones.