Los débiles
Una obra alegórica inglesa de la segunda mitad del siglo XIV —Pierce the Ploughman's Creede— describía así a un pobre campesino hacia 1394-1399: «Vi a un pobre hombre aferrado a su arado. Llevaba un tosco jubón. De la capucha agujereada sobresalían sus cabellos. Cuando caminaba, sus zapatos gastados, de gruesas suelas, dejaban ver los dedos de los pies. Las polainas le colgaban de las pantorrillas a ambos lados y, como caminaba detrás del arado, estaba todo embarrado. Tenía mitones confeccionados con tela rústica, gastados y llenos de estiércol. El hombre se hundía en el fango casi hasta los tobillos y llevaba delante de él cuatro novillas de aspecto miserable, tan flacas que se les podía contar las costillas. Su mujer caminaba a su lado, llevando una larga aguijada en la mano, vestida con una túnica encogida y envuelta en una criba de tela para protegerse del mal tiempo. Caminaba descalza sobre el hielo, y le salía sangre. Al final del surco, había un pequeño canasto, y adentro, un niño pequeño cubierto de trapos, y del otro lado, dos mellizos de dos años, y todos cantaban una canción que daba pena oír: todos emitían el mismo lamento de acentos miserables. El pobre hombre suspiró amargamente y dijo: “¡Silencio, niños!”».
En 1464, un viajero inglés escribió, a propósito de los campesinos de Francia: «Los pobres de Francia beben agua, comen manzanas, con pan muy oscuro, hecho de centeno. No comen carne, salvo a veces un poco de tocino, o entrañas y cabezas de los animales que matan para la alimentación de los nobles y los mercaderes del país. No usan nada de lana, salvo una pobre camisa de tela rústica debajo de su vestimenta superior. Sus polainas son de una tela semejante, y no sobrepasan las rodillas, a las que se ajustan con una liga: los muslos quedan desnudos. Sus mujeres y sus niños van descalzos. No pueden vivir de otra manera, porque los granjeros, que debían pagar cada año un escudo de arriendo al señor, ahora pagan además cinco escudos al rey. Están así obligados por necesidad a vigilar, labrar, roturar la tierra para su subsistencia, hasta el punto de consumir sus fuerzas, y su especie es reducida a la nada. Están encorvados y son débiles, no son capaces de combatir y defender al reino. Tampoco tienen armas, ni dinero para comprarlas. Viven en la más extrema miseria, y sin embargo habitan el reino más fértil del mundo».
A fines de la Edad Media, la situación económica y social (guerras, epidemias) explica muchas de las dificultades, pero los detractores de esta época esgrimen argumentos que no tienen relación directa con ese contexto.
Algunos campesinos no eran libres. El término latino servus, que en la Antigüedad designaba al esclavo, se aplicaba ahora al siervo. Existía una gran variedad de servidumbres en esta época, pero ninguna de ellas correspondía a la esclavitud.
El políptico de Saint-Germain-des-Prés, redactado en tiempos del abad Irminón, a principios del siglo IX, mostraba que en las posesiones de la abadía vivían campesinos, entre los cuales algunos eran colonos, es decir, independientes, mientras que los otros, los siervos, dependían administrativamente del abad. Los siervos debían realizar prestaciones personales a veces humillantes, y podían sufrir castigos corporales.
Los criterios de servidumbre fueron cambiando, como lo muestra Dominique Barthélemy. En las épocas carolingia y poscarolingia, consistían en primer lugar en la dependencia corporal: pago de un tributo anual, impuestos sobre el matrimonio y la herencia. Luego, se los reemplazó o se les agregó, en Francia, la talla arbitraria; en Inglaterra, la prestación personal pesada, y en Cataluña, toda una serie de derechos, entre ellos, el «derecho a maltratar». A partir del siglo XIII, todos los siervos eran campesinos, mientras que antes no había sido así.
Antes del año 813, aproximadamente, las uniones entre siervos eran consideradas concubinatos. Durante muchos siglos más, aunque esas uniones ya se consideraban verdaderos matrimonios, fueron controladas por los amos. Cuando los esposos no tenían el mismo amo, el destino de la descendencia planteaba problemas. Por ejemplo, durante la primera mitad del siglo XI, se suscitó un conflicto entre el abad de Saint-Florent de Saumur y el conde de Anjou, Foulque Nerra, a propósito de la descendencia de Landry, siervo de Saint-Florent, quien, a espaldas del abad, había tomado una esposa entre los siervos del conde, con la que tuvo cinco hijos y seis hijas. Los amos de ambos fueron a la justicia porque no se ponían de acuerdo con respecto a esos niños: el abad decía que toda la descendencia pertenecía a Saint-Florent según la costumbre del lugar, y el conde, por su parte, reivindicaba la mitad para sí mismo. «Finalmente, ante la desmesurada violencia del conde, el abad consintió, con la conformidad de los monjes, en que los hijos de Landry, el susodicho siervo, fueran repartidos». Del mismo modo, en 1196, los monasterios de Saint-Denis y de Saint-Lucien de Beauvais suscribieron un acuerdo referente al casamiento entre sus dependientes y la división de su descendencia. «Si nuestras mujeres se unen en matrimonio a hombres de Saint-Denis, o a la inversa, mujeres de Saint-Denis a nuestros hombres, deseamos y fijamos de común acuerdo que todos los herederos provenientes de tal unión sigan absolutamente la condición de su madre, excepto algunos de ellos, a voluntad o por decisión de la iglesia a la que pertenece el padre, que quedarán totalmente bajo la condición del padre, en compensación por la pérdida del padre». De este modo, los «hombres» de las abadías del sur de la Picardía y de Île-de-France no podían casarse libremente, y las parejas no tenían derechos sobre sus hijos, que se repartían entre las abadías.
Las herencias eran controladas y gravadas, y la condición infamante de dependencia corporal de los siervos, todavía numerosos en Borgoña en el siglo XIV, subsistió a través de tasas de reconocimiento, como la de los bienes de «manos muertas»: cuando un siervo moría sin descendientes directos, sus bienes eran tasados y vendidos a beneficio del señor.
En 1496, un estatuto del rey Juan Alberto suprimió la mano de obra libre en Polonia. «Con el fin de prevenir el relajamiento de las costumbres de los jóvenes del pueblo, y al mismo tiempo impedir el abandono de las tierras, pues las explotaciones se vacían como consecuencia de la escasez de mano de obra en el campo, porque los jóvenes campesinos dejan a sus padres… decretamos que, en cada explotación, un solo hijo podrá dejar a su padre para convertirse en criado, o, preferentemente, para estudiar letras o un oficio. Los demás permanecerán en su heredad con sus padres».
Los campesinos debían pagar pesados impuestos. El hermano Ludwig, franciscano alemán, declaró, a fines del siglo XIII, que los agricultores eran amados por Dios en razón de injusta opresión a que los sometían sus señores. «Se dejan atormentar y oprimir por ellos bajo la carga demasiado pesada de sus prestaciones, tan insoportables que podrían decir con Joel: “Los labradores están consternados porque se ha perdido la cosecha”. Porque todo lo que recogen es tomado y devorado por los señores». Por los señores, pero también por el rey y la Iglesia.
¿Qué cargas pesaban sobre los campesinos? Las prestaciones de las que hablaba el hermano Ludwig consistían en un servicio gratuito que imponía el dueño a todos sus arrendatarios, libres o no. Dada la escasa cantidad de moneda, no se podía pagar en efectivo, especialmente durante la alta Edad Media. En las grandes posesiones de aquella época, esas prestaciones podían representar para cada dominio varios días por semana. En los siglos X y XI, se hicieron menos indispensables. Entonces fueron reemplazadas en muchos casos por prestaciones públicas, como el mantenimiento de los caminos. El registro del priorato de Hurtsbourne, en Hampshire, redactado hacia 1050, daba una idea de esas prestaciones y de las exigencias de los señores. «Por cada hide [ciento veinte acres], los campesinos deben cuarenta denarios en el equinoccio de otoño, y seis medidas de cerveza, y tres sextarios de trigo para el pan. Deben cultivar tres acres, sembrarlos con su propia semilla y almacenar la cosecha. Deben tres libras de cebada como censo, tienen que segar medio acre de prado y hacer haces con el heno, proveer cuatro cargas de madera partida, ponerlas en pilas y proveer dieciséis estacas para cercas. En Pascua, deben entregar dos ovejas, con dos corderos (se cuentan dos animales jóvenes por cada adulto); deben lavar y esquilar los corderos, y trabajar bajo prescripción todas las semanas, excepto tres: en Navidad, en Pascua y durante las Rogaciones». Como puede observarse, no estaba definido el trabajo semanal.
El arrendatario libre debía un censo, que constituía el arriendo que le pagaba al propietario de la tierra que usaba. Hasta los siglos X y XI, ese alquiler incluía también los servicios, que, como vimos, luego empezaron a disminuir. El censo podía ser pagado en dinero o en especie.
Los ingresos feudales estaban compuestos por el diezmo que percibía la Iglesia o personas que lo acaparaban. En efecto, cuando los laicos echaron mano sobre los bienes de la Iglesia en los siglos 8 y 9, se consideró que los diezmos formaban parte de los dominios. Al final de la Edad Media, el cobro del diezmo dio origen a muchos conflictos.
En cuanto a los impuestos propiamente dichos, al principio eran recaudados por los que ejercían la autoridad. Sólo en 1357 —Juan el Bueno había sido tomado prisionero en Poitiers en 1356, y hubo que pagar un enorme rescate a los ingleses—, apareció el impuesto real. Esos impuestos derivaban del derecho feudal de vasallaje, del poder de mando. Al principio, fueron acaparados por los señores feudales, pero luego se percibían a favor del rey. Citemos, entre otros, la prohibición a los habitantes de un territorio de vender su vino por un tiempo determinado (generalmente, tres semanas o un mes), durante el cual el señor era el único que tenía derecho a negociar su cosecha, cuando los precios eran más altos.
Cuando la economía se hizo monetaria, la talla, que apareció en la segunda mitad del siglo XI, le permitió al señor feudal hacer participar a sus hombres de los impuestos que pesaban sobre sus dominios. Su objetivo era, en principio, retribuir la protección que proporcionaba el señor, pero muy pronto perdió su justificación. La talla «a voluntad» era fijada de manera arbitraria. La talla real se originó en parte en esta talla señorial. Al principio servía para compensar el servicio armado, pero luego se extendió a todos los súbditos del príncipe. La talla se convirtió en un impuesto distributivo, que se fijaba para una comunidad y se repartía entre sus miembros. Además estaba el fogaje, que consistía en una carga fija, ya que todos los hogares se gravaban de la misma manera.
A fines del siglo XIV, la talla era el impuesto directo por excelencia, mientras que los impuestos indirectos eran los concernientes al transporte o la venta de ciertos productos alimenticios.
Los impuestos que se consideraban excesivos provocaban conflictos. Sin embargo, la idea de un mundo campesino indefenso no resiste ningún análisis.
La imagen del campesino sujeto a la gleba también debe ser revisada. Se puede aplicar, por cierto, a las poblaciones serviles, pero no a los campesinos libres. Algunos incluso poseían alodios, es decir, tierras libres de cargas señoriales. Eran propietarios en el sentido actual del término.
La condición servil no era tan mala como se ha sostenido. Los siervos de Saint-Germain-des-Prés del siglo IX, diferían profundamente de los cautivos paganos llevados por los traficantes a la península ibérica. Eran explotados, pero no se los podía comparar con los esclavos. Debían prestar servicios personales, pero sólo eran más humillantes que los que se les exigía a los campesinos libres. Por ejemplo, en las proximidades de Saint-Maur-des-Fossés, hacia 870, tenían que esparcir el estiércol que traían los campesinos libres en sus carretas. Conservaban una porción de tierra para cultivar. Desde el comienzo del siglo IX, contraían uniones que se consideraban legítimas. Y los hombres gozaban de derechos paternos. El problema de los siervos que se casaban con personas de otro feudo se resolvía de distintas maneras. La mejor consistía en armonizar el estatus de los dos miembros de la pareja, es decir, darle a la mujer un estatus similar al del marido con el cual iría a vivir. En cuanto al reparto de los hijos que mencionamos anteriormente, no provocaba exactamente la división de la familia, sino que otorgaba a dos amos derechos sobre las personas que vivían juntas.
Quedaría por considerar la coacción, los impuestos serviles. Pero también había impugnaciones, olvidos… y manumisiones. «Les hemos concedido y les concedemos por la presente la manumisión o libertad perpetua y la libre residencia en todo el reino, liberándolos totalmente a partir de este momento, a ellos y a sus hijos y sus herederos en línea directa de los vínculos de servidumbre», puede leerse en un acta de principios del siglo XIV. Esas manumisiones demuestran que algunos siervos habían podido adquirir cierta fortuna, pues si bien en muchos de los documentos no se habla de ello, la liberación por parte de los señores se hacía de manera onerosa.
Los arrendatarios tenían derechos sobre las tierras que cultivaban. Por ejemplo, durante más de veinte años, una pequeña aldea «de Saint-Julien», cerca de Burdeos, estaba completamente despoblada y sin cultivar. El señor debió esperar que los derechos de los poseedores o de sus herederos prescribieran para volver a otorgar las tierras. «Los arrendatarios murieron, y no se presentó ningún heredero, ni otras personas a quienes pertenecían o debían pertenecer las casas, ante los señores prior y capítulo, ni les informó sobre sus derechos, ni pagó los censos debidos por sus bienes, y esto sucedió durante veinte años y más… El señor provisor de Burdeos mandó hacer citaciones, denuncias, anuncios públicos y perentorios en la iglesia mayor y en las quince capillas parroquiales de Burdeos, una, dos y tres veces, y la cuarta por añadidura, después de tres faltas de respuesta, para anunciar lo que sigue». Como nadie compareció, en 1364, el provisor de Burdeos entregó al prior y capítulo de la iglesia Saint-André de Burdeos «licencia y autoridad para disponer de los emplazamientos para provecho y utilidad de su iglesia».
Y los campesinos se desplazaban. Los desmontes, la fundación de aldeas rurales que servían como refugios, de «villanuevas» y de fortificaciones en los siglos XI y XII, muestran que no tenían ningún problema en viajar a centenares de leguas de su lugar de residencia. Esas migraciones se volvieron a producir durante la guerra de los Cien Años, pero esta vez en un contexto de desolación.
En la región de Chartres, los desplazamientos, de una duración muy variable, y a veces definitivos, se realizaban a escala local, interregional o internacional. Colin-Gayet, de Bois-Rouvray, fue a instalarse a la parroquia Saint-Saturnin de Chartres, a unos veinte kilómetros de su lugar de origen. Hubo un importante movimiento migratorio de bretones, a los que se agregaron normandos y lemosinos en la segunda mitad del siglo XIV. Durante la segunda mitad del siglo XV, una vez terminada la guerra, cada vez más gente emigraba, probablemente para trabajar las tierras que quedaban sin cultivar. Para muchos, la región de Chartres representaba sólo una etapa antes de partir hacia una ciudad más importante.
También debe relativizarse la carga excesiva de los impuestos. El censo era un alquiler, no un impuesto, y en muchos casos era muy bajo. Cuando se otorgaban tierras en arriendo a perpetuidad, y el censo se pagaba en dinero, la devaluación de la moneda hacía que el alquiler tuviera un valor de reconocimiento: este era un elemento favorable para el campesino, pero desastroso para el señor feudal, cuyos ingresos disminuían considerablemente.
El diezmo no se aplicaba a todas las cosechas, sino sobre todo a los cereales, y no siempre representaba la décima parte. Y este diezmo no sólo servía para el ejercicio del culto, sino también para la asistencia pública y la enseñanza en las parroquias.
Es cierto que los impuestos sobre las ventas presentaban a veces graves inconvenientes, pero los peajes, por ejemplo, permitían mantener las rutas y los puentes. A veces se usaban en forma incorrecta, ya que sin duda existían señores feudales corruptos. Pero no hay que generalizar.
La talla «a voluntad» que percibía arbitrariamente el señor se practicaba cada vez menos, ya que muchas veces el campesino conseguía su abolición. La talla fija que se pagaba anualmente gravaba al arrendatario, y no a la tierra arrendada. Podía suceder a la talla arbitraria o aplicarse a arrendatarios de un feudo nuevo, cuyo contrato estipulara una talla que se sumaba al censo rural. De este modo, estaba más o menos vinculada a la tierra, dejaba de ser personal y se volvía real.
Por otra parte, los señores solían aligerar los tributos para atraer a los campesinos o retenerlos en un contexto difícil. Por ejemplo, cuando en 1182 Felipe Augusto creó en uno de sus bosques una «villanueva», un terreno virgen para cultivar, ofreció a los futuros colonos cargas señoriales reducidas: ninguna talla, un servicio de milicia moderado, disminución de las multas. «Los habitantes estarán exentos y eximidos de censo, talla y toda otra exacción injusta. No irán a la milicia ni a los desfiles, a menos que puedan volver a su casa el mismo día, salvo en caso de guerra. Podrán usar la madera seca de nuestro bosque de Cuise. En caso de delito, las multas serán: para los delitos pasibles de 60 sueldos, 5 sueldos; para los delitos de 5 sueldos, 12 denarios. Quien desee disculparse bajo juramento podrá hacerlo y no pagará nada».
La Peste Negra y la guerra de los Cien Años provocaron el despoblamiento de las aldeas. En el transcurso de la segunda mitad del siglo XV en particular, durante la reconstrucción, los propietarios rurales debieron ofrecer ventajas convenientes para que los campesinos regresaran.
Existían campesinos propietarios y ricos. Ya hemos mencionado a los que poseían alodios, tierras en plena propiedad, es decir, no sometidas a ningún canon pecuniario, y sólo debían realizar algunas prestaciones o servicios públicos. Es probable que esta pequeña propiedad haya sido mayoritaria hasta los siglos X y XI, frente a los grandes dominios. Cuando se instituyó el régimen señorial, muchos campesinos dueños de alodios perdieron su estatus, por la fuerza o la necesidad, con diferencias según los países. En efecto, ese movimiento de absorción fue mucho más débil en las regiones meridionales de la Europa occidental, donde podía observarse que campesinos modestos vendían libremente sus tierras.
Algunos campesinos poseían fortunas nada desdeñables. Por medio de matrimonios, herencias o usurpaciones, habían podido adquirir tierras, y por lo tanto, aumentar su producción. Como solían prestar semillas o dinero a sus vecinos, a veces terminaban por comprar o confiscar sus tierras, cuando ellos no podían pagar sus deudas. Los libros de contabilidad de las casas rurales inglesas muestran que algunos arrendatarios sembraban menos de una hectárea, mientras que otros, en la misma aldea, sembraban más de cincuenta.
De este modo se creaba toda una jerarquía que iba del gran agricultor hasta el miserable asalariado agrícola que en invierno se dedicaba a trabajos complementarios, como el tejido de telas. Y como el labrador rico, junto con los miembros de su familia, no podía realizar todas las tareas agrarias, recurría a los trabajadores agrícolas de los alrededores.
Los campesinos no eran individuos aislados. Las comunidades rurales que se formaban les permitían hacer valer mejor sus derechos. Al igual que los habitantes de las ciudades, especialmente en Inglaterra y en el norte de Francia, se organizaban e instituían una reglamentación que los responsables debían aplicar, y gozaban de libertades individuales o colectivas. La comunidad campesina no se formó contra el señor feudal: en Máconnais se organizó al mismo tiempo que el feudo. «La necesidad de luchar y defenderse fortaleció en esa época [siglos XI a XIII] la solidaridad campesina. En todo Occidente, la comunidad rural, esa asociación de todos los jefes de familia nacida de las relaciones de vecindad y unida más estrechamente por la necesidad de regular las relaciones entre la posesión privada de los campos y la posesión colectiva de las tierras sin cultivar, se solidificó aún más» (Georges Duby).
A veces, los campesinos se defendían de una manera bastante discutible. No hablamos de rebeliones populares, sino de una resistencia cotidiana, sin violencia. Eso hacía, por ejemplo, el trabajador asalariado que había podido comprar una fracción de tierra para plantar en ella algunas filas de cepas, y hacía trampa al cultivar su viña, ya que normalmente su jornada de trabajo comenzaba con la salida del sol y terminaba cuando oscurecía. En Sens, en 1383, los hombres de Iglesia, los nobles, los burgueses y los habitantes de la ciudad y los alrededores, se quejaron ante Carlos VI de que los «trabajadores y los cultivadores de viñas, que cobran por trabajar durante el día […] abandonan su labor y parten entre el mediodía y alrededor de la hora nona, especialmente un gran espacio de tiempo antes de la caída del sol, y van a trabajar a sus viñas», donde hacían para sí mismos «tanto trabajo o más que el que hicieron todo el día para quienes les pagan». Más aún: durante el tiempo que pasaban en las viñas eclesiásticas, nobles o burguesas, ahorraban sus fuerzas porque querían guardarlas para trabajar después de partir. Y sólo aceptaban el trabajo si podían actuar de ese modo. En Auxerre, cuando el reloj de la catedral hacía sonar la hora nona, es decir, a las tres de la tarde, los viñateros, según decían los burgueses de la ciudad, gritaban muy fuerte «para que a su grito, todos se fueran, dejando su trabajo». Eso provocaba conflictos, que los soberanos trataban en vano de apaciguar.
Un relato de un ciudadano florentino, escrito a principios del siglo XV, muestra que ser dueño de una aparcería exigía una gran vigilancia. «Y además, lo que obtuve de él como compensación por las cosas que me quitó con tanta frecuencia. A saber, mi parte de un cerdo que vendió sin avisarme, y que teníamos a medias, y las cañas que vendió durante dos años y la leña que vendió sin decirme nada. Además, los granos: durante dos años no sembró su parte, que iba a medias, y no sembró los que le di de mi parte, o apenas. Y además, la parte que me correspondía de un cerdo que tenía, y no me entregó. Luego, las bellotas cosechadas, que le dio al cerdo y a los carneros que tenía él, y no me dio nada a mí. También la paja que se llevó a su casa. También dos maderas de arado que me quitó y un tronco de nogal de tres brazas. También muchas estacas que hizo en su casa y vendió a otros. También muchas estacas que había comprado en Cerracchio y que se llevó. También las habas que había sembrado, que cosechó y comió, sin darme nada. Además, las cadenas que eran mías, y sacó de mi casa. Y también, como reparación por el grano que me robó, cuando cosechaba y escondía las gavillas en el bosque, por todas partes, y que encontramos en muchos lugares».
Las condiciones de vida de los campesinos eran, pues, mejores —en todo caso, menos malas— que lo que se suele decir. Sin embargo, a fines de la Edad Media, mientras por un lado aumentaba la influencia de un campesinado pudiente, por el otro, la condición de los pobres sufrió un deterioro.
También habría que revisar el punto de vista habitual sobre el mundo del artesanado. Su misión era producir obras bellas, incluso verdaderas obras de arte. Además, precisamente era obligatorio producir una obra de arte para convertirse en maestro. En cuanto a las condiciones de trabajo, seguramente les parecerían muy duras a nuestros contemporáneos. Pero a veces, las apariencias engañan.
Los estatutos de los oficios parisinos, especialmente el famoso Libro de los oficios de Étienne Boileau, preboste de París en la época de san Luís, al igual que los reglamentos de otras ciudades, definían los límites de la jornada de trabajo. Comenzaba normalmente al salir el sol, o una hora más tarde, y finalizaba cuando se iba la luz, es decir, a la hora de la queda, o cuando sonaban las completas, es decir, a las 6 o 7 de la tarde. Pero la duración variaba según los oficios. Los bataneros y los tejedores de telas trabajaban en invierno desde las 6 de la mañana hasta las 5 de la tarde, y —desde Pascua hasta san Remigio—, de 5 de la mañana a 7 de la tarde. Las hilanderas de seda estaban aún más desfavorecidas, ya que su jornada comenzaba en verano a las 4 de la mañana (en invierno, a las 5), y terminaba a las 8 de la noche.
Quiere decir que el trabajo nocturno estaba prohibido, aunque esa prohibición no se respetaba demasiado. Y algunos oficios pedían exenciones. En 1467, los guanteros le hicieron saber al rey que en invierno existía una fuerte demanda para sus productos, y le rogaron que les permitiera trabajar de 5 de la mañana a 10 de la noche. La autorización les fue concedida. ¡Entre sus argumentos figuraba el de que los compañeros y los aprendices que estaban desocupados durante demasiado tiempo, frecuentaban lugares inconvenientes y luego trabajaban mal!
No todos los asalariados se hallaban en la misma situación. Cuando los empleaban por períodos prolongados, dependían mucho más del empleador. Este sólo estaba restringido por la prohibición de trabajar a la luz de las velas, y por los límites físicos de su empleado. Además, el estatuto de los tundidores especificaba que las horas de trabajo indicadas sólo eran válidas para los compañeros contratados «por día».
En verano, la jornada de trabajo podía extenderse a 16 o 17 horas, mientras que en invierno no superaba las 11 horas. Esto se refiere a la cantidad de horas entre el comienzo y el final del trabajo. Había que restarle, por lo tanto, los períodos de descanso y los que se dedicaban a las comidas. El estatuto de los tundidores de paños de 1384 les otorgaba en invierno media hora al comienzo del día «para su bebida matutina»; una hora para desayunar, a las 9 de la mañana; y una hora para comer, a la I de la tarde. En verano, los períodos de pausa y de comidas para los tundidores se elevaban a tres horas y media.
Como lo muestra Bronislaw Geremek, incluso quitando las horas de pausa, la jornada laborable del artesanado parisino llegaba —en verano, es decir, durante más de siete meses—, a los límites de la resistencia física.
Los talleres estaban integrados por aprendices, compañeros y maestros. Todos ellos tenían problemas.
Los aprendices, que habían gastado dinero para su mantenimiento y la iniciación en su futuro oficio, solían ser explotados. En efecto, a partir de la firma del contrato, debían plena obediencia al maestro, que podía usarlos como mano de obra cuando adquirían cierta competencia. Esto puede verse en las numerosas referencias de los estatutos a las fugas. Se invocaban la juventud y la inestabilidad del carácter. Pero los tejedores admitían que el maestro podía tener una parte de responsabilidad. En esos casos, intervenían los jurados. Los maestros tenían derecho a castigar corporalmente a los aprendices, y a veces, abusaban de esa facultad. En 1382, un tendero golpeó a su aprendiz con una llave en la cabeza con tanta violencia que este falleció unos días más tarde. Lo mismo sucedió en Arras en 1424, cuando un albañil golpeó cruelmente a un aprendiz que se había mostrado grosero con sus empleadores, y este murió a causa de las heridas.
Los compañeros eran llamados generalmente valets en el Libro de los oficios, lo que mostraba su situación de dependencia, una dependencia muy grande, si se tiene en cuenta especialmente que por lo general se los contrataba por todo el año. En realidad, podían ser empleados por períodos más cortos, pero en ese caso quedaban más expuestos a los azares de la coyuntura.
A menudo, los obreros asalariados tenían que desplazarse para encontrar trabajo. En 1469, Jean Piot el joven, trapero de veinticinco o veintiséis años, que vivía en París con su mujer y sus hijos, declaró que había nacido en París, que había vivido allí durante su infancia y había aprendido el oficio de jubonero hasta los dieciocho años. Una vez formado, partió en busca de una buena fortuna, especialmente a Brujas, donde vivió durante algún tiempo. Más tarde fue a Arras, donde trabajó y se casó. Luego ambos esposos se dirigieron a París. Al parecer, Jean Piot no hizo fortuna, puesto que no pudo pagar los honorarios de la maestría. Entonces pidió autorización para ejercer el oficio de trapero. Con mucha frecuencia, en efecto, los compañeros no disponían de los medios necesarios para acceder a la maestría.
Entre los maestros, los que ejercían a domicilio mantenían una cierta independencia, porque no vendían más que el producto de su trabajo. Pero había otros —especialmente en los oficios textiles— que se convertían en verdaderos asalariados: hilanderas, tejedores, bataneros. Cuando contraían deudas con sus patrones, a veces con los propietarios de las casas en las que vivían, terminaban por caer en una completa dependencia.
Se producían disputas entre los diferentes oficios. Durante decenas de años, los talabarteros y los guarnicioneros se enfrentaron por el derecho a fabricar sillas de montar. Al final del siglo XV, los talabarteros pidieron que se pusiera fin a la corporación común de la que formaban parte ambos oficios: «Y tienen los susodichos guarnicioneros que son grandes comerciantes ricos a los susodichos peticionarios en tal sujeción que los susodichos peticionarios no pueden vender sus productos y obras sino a vil precio y por menos de lo que valen». En cuanto a los compañeros, no siempre se entendían entre ellos en lo concerniente a las condiciones de trabajo ni al reparto de tareas dentro de un taller. También existía cierta antipatía entre compañeros de profesiones diferentes. Pero por lo general, los antagonismos tenían lugar entre los maestros y los asalariados.
Por ejemplo, en el siglo XV, los compañeros y los maestros tundidores de paños se enfrentaron a propósito de la duración del trabajo. Este asunto fue relatado por Bronislaw Geremek. En 1047, los compañeros presentaron una demanda ante el tribunal civil de Châtelet, argumentando que los maestros los obligaban a trabajar de noche. Protestaban así contra los mismos reglamentos, ya que estos permitían comenzar el trabajo a medianoche en invierno (estatuto de 1348). En 1411, todavía regía la ordenanza en la que figuraba esta cláusula, pero se otorgaba a los compañeros una pausa de media hora a las 9 de la mañana para desayunar. Los maestros no estaban de acuerdo, y se negaban a reconocer esta pausa. Una sentencia de 1415 decretó que, en invierno, la jornada laborable comenzara a las 6 de la mañana y terminara a las 5 de la tarde, con dos pausas: media hora para desayunar y una hora para comer. En los considerandos de la sentencia, se mencionaban las frecuentes discusiones que se producían entre los maestros y los compañeros a propósito de la duración de la jornada laboral. En caso de infracción, se estipulaban multas. Pero no se solucionaron todos los problemas, puesto que en 1489 se decidió que la jornada de trabajo de invierno no debía comenzar antes de las 6 de la mañana ni terminar después de las 7 de la tarde, y esto la prolongaba en dos horas con relación a la sentencia de 1415. Al año siguiente, después de tomar conocimiento de las sentencias de 1410 y 1415, el Parlamento de París declaró que los compañeros debían trabajar fuera de las horas definidas por las antiguas ordenanzas. Por lo tanto, los compañeros no lograron sus pretensiones en este punto. En cambio, el Parlamento les dio la razón en 1495, cuando los maestros violaron el reglamento de 1490, según el cual estos debían a dar prioridad a los compañeros de París sobre los extranjeros. Al mismo tiempo, el Parlamento estipuló que los maestros debían mantener y alimentar durante todo el año a los compañeros contratados en forma anual, incluso si no prestaban servicios durante la temporada baja.
Las disputas referentes al salario eran menos frecuentes, y eso se explica por el hecho de que su monto se fijaba de una manera más rígida. Los conflictos se suscitaban más bien por el pago, por ejemplo cuando el empleador no pagaba los salarios a tiempo.
Al final de la Edad Media, se cerró el acceso a la maestría. El Libro de los oficios no mencionaba en forma explícita la necesidad de presentar una obra maestra. Pero eso no significa que se hubiera dejado de verificar las aptitudes. En los siglos XIV y XV, se seguía exigiendo a los candidatos a la maestría que conocieran su oficio, pero también debían aprobar un examen frente a los jurados, y se comenzó a exigir cada vez más una obra maestra, una exigencia que se generalizó en el siglo XV. Pero la realización de ese trabajo exigía al mismo tiempo medios financieros para comprar los materiales y el tiempo necesario para su elaboración.
Para cerrarles el camino a los candidatos, los maestros disponían de dos medios: rechazar la obra maestra con el argumento de que no correspondía a los criterios técnicos, o aumentar los costos. Además, para entrar a una corporación, había que pagar una suma importante, a la que se agregaban los gastos de la comida. Sin hablar de los regalos a los jurados… Por lo general, los compañeros no podían esperar una promoción. La maestría estaba reservada, cada vez más, a los hijos de los maestros.
Con la perspectiva de un trabajo ilimitado, una vivienda deficiente o un salario miserable, ¿cómo entender que algunos emprendieran la carrera de artesano?
Es cierto que las jornadas de trabajo eran largas y las vacaciones pagas no existían todavía, pero no hay que creer que los artesanos trabajaran 365 días por año. Los domingos eran feriados, los sábados y las vísperas de algunas fiestas religiosas se trabajaba medio día. Y esas fiestas, en las que obviamente no se trabajaba, eran muchas en la Edad Media, alrededor de cuarenta, aunque esa cifra podía variar según las regiones, por la celebración de los santos locales. Los sábados, el trabajo terminaba generalmente a partir de las 3 o las 4 de la tarde.
Tomemos el ejemplo de los panaderos. Tenían prohibido cocer el pan aproximadamente ochenta días por año. Las fiestas que figuraban en el Libro de los oficios de Étienne Boileau eran, en primer lugar, la de la Ascensión y la de los Apóstoles, los lunes de Pascua y de Pentecostés, y los dos días posteriores a Navidad. A estas se añadían las siguientes: santa Genoveva y la Epifanía, los días 3 y 6 de enero; la Purificación de la Virgen, el 2 de febrero; la Anunciación, el 25 de marzo; Santiago el Menor y san Felipe, y el Descubrimiento de la Santa Cruz, el 1 y el 3 de mayo; el día de san Juan el Bautista, el 24 de junio; santa María Magdalena, Santiago el Mayor y san Cristóbal, los días 22 y 25 de julio; san Pedro en cadenas, san Lorenzo, la Asunción y san Bartolomé, los días 1, 10, 15 y 24 de agosto; la Natividad de la Virgen María y la Exaltación de la Cruz, los días 8 y 14 de septiembre; san Dionisio, el 9 de octubre; el Día de Todos los Santos y de los Muertos, y san Martín, los días 1, 2 y 11 de noviembre; san Nicolás y Navidad, los días 6 y 25 de diciembre.
Incluso sin tomar en cuenta el mal tiempo, que implicaba la interrupción del trabajo en algunos oficios, tenemos de una manera general alrededor de ciento noventa días completamente laborables, y alrededor de setenta días de media jornada de trabajo. Algunos hechos inesperados, como la muerte de un miembro de la corporación, podían disminuir aún más esa cifra. Por último, el estatuto de los «trefiladores de latón» estipulaba que los compañeros tenían derecho a un mes de vacaciones en agosto, probablemente para realizar trabajos agrícolas.
Estas cifras no corresponden exactamente a la realidad, ya que eran frecuentes las demandas por la falta de cumplimiento de los feriados, así como las sanciones que se tomaban contra los artesanos que trabajaban en esos días. Las cuentas de la construcción del hospicio Saint-Jacques mostraban que los obreros trabajaban en promedio unos veinte días por mes, es decir, cuatro o cinco días por semana.
Los salarios permanecían prácticamente invariables cuando perturbaciones monetarias eran leves. Pero no sucedía lo mismo épocas de crisis, por ejemplo, después de la epidemia de la Peste Negra. Juan el Bueno tuvo que tomar medidas, y la gran ordenanza 1351 decretó que los salarios no debían ser superiores al tercio de 1 niveles anteriores a la Peste Negra. Por supuesto, los obreros exigían aumentos. Unos años más tarde, otra ordenanza mostró la ineficacia de la «gran ordenanza»: «por la el alto costo de los obreros que no quieren realizar las tareas si no se les paga según su voluntad». Para, evitar las tarifas de los salarios diarios, los obreros no querían ser empleados por día, y preferían trabajar a destajo.
Las tarifas no se respetaban. Mientras que la ordenanza de 139 prescribía no pagar a los artesanos de la construcción más de 32 denarios en verano y 26 en invierno cuando se trataba de un maestro, y más de 20 denarios en verano y 16 en invierno si se trataba de un ayudante, en el hospital Saint-Jacques pagaban, en 1349-1350, entre 48 y 60 denarios a un maestro y 30 denarios a un ayudante. En 1352-1353, un maestro recibía entre 60 y 96 denarios, y un ayudante, entre 32 y 42.
Cuando la situación era normal y había suficiente mano de obra, los salarios se fijaban a partir de reglas no escritas, de cuyo cumplimiento se encargaban los empleadores.
No todos los trabajadores eran tratados de la misma manera. La deplorable condición de los obreros textiles contrastaba con la situación privilegiada de los mineros. Las ventajas que se concedían a estos últimos se debían a los ingresos que producían las minas. Los señores feudales de Europa, especialmente los de Europa Central e Inglaterra establecieron una administración minera, independiente de las autoridades locales, que dirigían los mismos mineros.
Esos mineros estaban exentos de los impuestos habituales, d diversos derechos de peajes y del servicio militar. Se les acordaban concesiones, y lo que el concesionario descubría en su terreno le pertenecía, podía negociarlo y transmitirlo a sus herederos. En 11984 cuando el rey de Inglaterra Ricardo Corazón de León reorganizó las minas de estaño de su país, favoreció a los mineros para obtener un mejor rendimiento. El rey Juan sin Tierra continuó esa política. En 1201, decretó: «El antiguo derecho de los mineros de excavar la tierra para extraer el estaño en cualquier momento, en cualquier lugar, en paz y libremente, sin ninguna clase de prohibición, incluso en las dunas o en tierras de un abad, un obispo o un conde… les da también el derecho de recoger y colocar en haces toda la leña menuda que necesiten para su fundición, sin causar daños a los bosques, así como el derecho de desviar el curso de los ríos si necesitan el agua para las curtiembres, como establecen las costumbres antiguas» (citado por Jean Gimpel). Y los mineros no dependían de la justicia local, sino de sus propias cortes de justicia.
Los compañeros se organizaron, y así pudieron resistir mejor a las exigencias de los empleadores.
Existían cofradías de oficios que agrupaban a maestros y compañeros. Por supuesto, los primeros preferían que los compañeros no crearan sus propias cofradías. Pero los intereses de ambos grupos se oponían en muchos puntos. Señalemos que el término «compañero» que, hasta los siglos XIV y XV, designaba en Francia a los miembros de las corporaciones, y por lo tanto, también a los maestros, se aplicó después solamente a los oficiales. Empezó a surgir la solidaridad. Cuando en 1407 los compañeros tundidores de paño intentaron un proceso contra sus empleadores, todos ellos tuvieron que aportar dinero para cubrir los gastos. En 1415, una de los partes que se presentó ante el Châtelet fue la «comunidad de los compañeros tundidores».
En algunos oficios, la dirección incluía a representantes de los compañeros. Estos, además de la defensa de los intereses de sus colegas, se encargaban de determinadas tareas, por ejemplo, de velar por el cumplimiento de las horas de trabajo. Las cofradías de oficiales se hicieron cada vez más numerosas, y eso permitió a sus miembros oponerse a los empleadores con alguna probabilidad de vencer o de llegar a un acuerdo satisfactorio. Eso ocurrió en 1425, al producirse un conflicto entre los maestros y los compañeros del oficio de los herreros de Tréves. A veces, los compañeros llegaban a usar la Suspensión del trabajo como medio de protesta. En Troyes, en 1358, estalló una disputa dentro de los oficios de los paños a propósito de la duración de la jornada laboral. Los pañeros declararon que los asalariados se negaban a trabajar antes del final de la misa, y que, después de ponerse de acuerdo, impedían que todos los asalariados, aprendices y compañeros, fueran a trabajar más temprano. Una carta de remisión de 1472 relataba que, quince años atrás, los cinco obreros de una herrería dejaron de trabajar después de nueve meses, porque el herrero no les pagaba el salario: el diferendo terminó con el asesinato del herrero.
Sin los artesanos, no habrían existido esas catedrales cuyas altas bóvedas admiramos en la actualidad. Sin ellos, no habrían existido esos vitrales cuyos brillantes colores resplandecen bajo el sol. Sin ellos, no tendríamos esos manuscritos ricamente ornamentados de los que se vanaglorian nuestras bibliotecas.
El maestro albañil desempeñaba un papel fundamental en la construcción de un edificio. Lo atestigua la crónica del monje Gervais, cuando relata los trabajos de Guillaume de Sens, maestro albañil francés, constructor del nuevo coro de la catedral de Canterbury (segunda mitad del siglo XII). «Se comprometió a conseguir piedras allende los mares. Construyó aparatos para cargar y descargar los barcos, y para transportar el cemento y las piedras. Entregó los modelos para tallar la piedra a sus obreros, que estaban reunidos, y sin pérdida de tiempo, preparó otras piezas semejantes». El maestro, que disponía de una sólida experiencia después de haber sido oficial durante varios años, adquirió una mayor importancia a medida que la arquitectura de los edificios se tornaba cada vez más complicada. En el siglo XIII, Pierre de Montreuil, maestro albañil de la abadía de Saint-Germain-des-Prés de París, era tan importante que su lápida llevó la inscripción doctor latomorum (maestro de los talladores de piedras) y su mujer fue enterrada junto a él. Algunos maestros albañiles gozaban de tanta fama que los convocaban lejos de su país de origen. Mathieu de Arras, primer arquitecto de la catedral de Praga, fue llamado a Narbona.
Los maestros albañiles también eran dibujantes, y se los consideraba responsables de todos los detalles. Hubo mecenas que enviaron a algunos de ellos a estudiar otros monumentos. En 1412-1413, la Obra de la catedral de Troyes le pidió a Jehan de Nantes que fuera a dibujar las torres de las catedrales de Mehun y de Bourges, con el objeto de copiarlas eventualmente para su propia catedral.
Hacia 1290, se decidió agrandar el palacio de la comuna de Macerata (en la región de Marches, Italia). El nuevo edificio debía duplicar la superficie del palacio original. Sería de piedra, pero se encontraba en una región de arquitectura de ladrillo. Hubo que recurrir entonces a un maestro constructor de otra ciudad, que fuera al mismo tiempo albañil y carpintero. Aquí transcribimos algunos fragmentos del contrato: «Construirá los cimientos y las paredes de esta casa del mismo espesor que los del antiguo palacio, hasta el parapeto, adelgazando esa pared hasta el parapeto, en forma idéntica al palacio antiguo […] Elevará el palacio sobre tres pisos […] Y hará construir sobre esa casa un armazón para el techo con buenas y largas vigas y tablas de pino del mismo grosor que las vigas y las tablas del armazón del palacio antiguo».
Los vitrales de las iglesias eran realizados por otros artesanos talentosos. En el prefacio del tercer libro de su Ensayo sobre diversas artes, redactado entre 1110 y 1140, el monje Théophile escribió: «Porque el ojo humano es incapaz de decidir en qué obra fijar primero su vista… Si considera la profusión de luz que emana de los vitrales, se maravilla ante el inestimable esplendor del vidrio y del trabajo infinitamente rico y variado». El éxito de un vitral dependía ante todo del artesano. El pintor vidriero debía equilibrar y combinar los diversos colores. Por lo tanto, tenía que controlar la llegada de la luz al interior del edificio, y elegir las piezas de vidrios de colores necesarias para obtener el efecto que deseaba. Analicemos el papel que desempeñó John Thornton de Coventry, que dirigió la ejecución de la gran vidriera este del monasterio de York entre 1405 y 1408. Mide 23,4 por 9,8 metros, y se encuentra detrás del altar principal. Hay diversos paneles que representan escenas del Antiguo y del Nuevo Testamento, así como figuras legendarias e históricas. No se conoce exactamente el papel de John Thornton en lo concerniente a la concepción del tema iconográfico, pero es evidente que demostró mucha creatividad e imaginación. Tomando en cuenta la distancia entre el observador y los paneles, cambió las formas habituales de representación para hacerlas más visibles. Pero el sentido del detalle y el virtuosismo técnico no pueden apreciarse plenamente desde el piso.
Según el contrato, la tarea de Thornton consistió en dibujar la vidriera y pintar una parte del vitral. Esto significa que el trabajo fue realizado por todo un equipo, aunque sólo se conozca al responsable general.
Como el vidrio era al mismo tiempo caro y valioso, había que mantener los vitrales. Por eso, el abad Suger, al describir los de la fachada este de Saint-Denis, construida entre 1140 y 1144 aproximadamente, estipulaba: «Como estos son de un trabajo maravilloso y de una gran riqueza de vidrio pintado y material de vidrio azul, instituimos el cargo de un maestro que los cuidará y los reparará, y que será retribuido, al igual que el maestro orfebre encargado del tesoro, con una prebenda tomada de las ofrendas del altar, y de los ingresos del granero común de los monjes, con el objeto de tomar todas las precauciones para que nunca se ausenten».
En el transcurso del siglo 16, empezaron a diferenciarse claramente el aspecto artesanal y el aspecto artístico de la confección de un vitral, ya que el vidriero fabricaba los vidrios engastados en plomo, y el pintor vidriero elaboraba el vitral.
Muchos otros artesanos fueron los autores de las maravillas artísticas medievales, por ejemplo, los orfebres. Y si alguien cometía un fraude, recibía un castigo. Los maestros jurados visitaban los talleres para controlar la producción. En 1348, «sucedió que un comerciante a quien llamaban maese Remon de Tournon tenía muchas joyas falsas que había preparado y embalado para llevarlas fuera del país. Había hecho forjar esas joyas, y con sus propias manos, las adornó con piedras falsas y orfebrería, y esmaltes que no eran ni buenos ni suficientes, los pegó con cola y los ocultó entre los esmaltes de hojas de oro que eran como oro fino. Por la falsedad de esas joyas, maese Remon fue detenido y encarcelado, y además, fue puesto en la picota. Las mencionadas joyas pesaban 85 marcos y dieron (en la fundición) 56 marcos, que fueron adquiridos al rey para los delitos arriba mencionados».
La condición de los artesanos era, pues, mejor de lo que parecía a primera vista. Y gracias a esos artesanos —y en aquel entonces, los artistas eran considerados artesanos—, la Edad Media nos ha legado obras maestras.
Los campesinos y los artesanos ocuparon, a pesar de su situación modesta, un lugar fundamental en la sociedad medieval, haciendo posible que los nobles y los clérigos —menos de un diez por cierto de la población— se dedicaran a sus funciones: la guerra y la oración.