La Iglesia
La religión estructuraba toda la vida medieval. Se pensaba que la vida terrenal no era más que una preparación para la vida eterna. Por lo tanto, había que conducirse de acuerdo con los principios que enseñaba la Iglesia, que poseía la Verdad. Por eso, la Iglesia ejercía una profunda influencia sobre los cristianos, combatía a los herejes, y trataba de convertir a los paganos, por la fuerza si era necesario. A pesar de sus imperfecciones, se esforzaba sin embargo por poner en práctica la doctrina evangélica.
A diferencia de las religiones y las filosofías de la Antigüedad, el cristianismo puso al pecado en el centro de su reflexión. Sócrates afirmaba, con la pluma de Platón, que «nadie es malo en forma voluntaria». El cristianismo, después del judaísmo, considera el pecado como una oposición del hombre a la voluntad de Dios. Adán desobedeció deliberadamente a su creador.
La reflexión sobre la gravedad de los pecados estuvo llena de vacilaciones hasta san Agustín, que distinguió claramente los pecados veniales de los pecados mortales. Los primeros no ponen en riesgo la salvación eterna. Los segundos, por el contrario, merecen la condenación. Se entiende que san Luís haya reprendido a Joinville, cuando este decía que prefería cometer un pecado mortal antes que ser alcanzado por la lepra. En los detalles, las listas de faltas graves podían variar un poco, pero a la cabeza había tres crímenes mayores: la idolatría y el sacrilegio, el homicidio y la fornicación. Pero los pecados mortales podían ser perdonados por la Iglesia, en virtud del poder que Jesús le había conferido a san Pedro.
En el sistema que prevalecía en la época carolingia, cada falta estaba tarifada. Las tarifas figuraban en los libros llamados Penitenciales (siglos VI-XI). No existía ninguna clasificación de las faltas, y las penitencias variaban según los libros. La religión aparecía en cierto modo en negativo. No se hacían alusiones a las infracciones al amor por el prójimo. En cambio, los clérigos otorgaban un lugar de privilegio a los pecados relativos a la sexualidad, y se inmiscuían incluso de una manera muy detallada en la intimidad conyugal. «El hombre casado se abstendrá de relaciones conyugales cuarenta días antes de Navidad y de Pascua. Lo mismo los domingos, los miércoles y los viernes. También se abstendrá desde el comienzo del embarazo de su mujer hasta el trigésimo día después del nacimiento, si es un varón, o hasta el cuadragésimo día, si es una niña. Del mismo modo durante las reglas. Relaciones conyugales inversas, pero no sodomitas… Relaciones sodomitas entre esposos…» (Penitencial de Beda el Venerable, hacia 672/673-735).
Luego, se ponía el acento en el arrepentimiento redentor. La absolución venía inmediatamente después del reconocimiento de la culpa, porque lo más importante era la confesión, y por lo tanto, el examen de conciencia. Esta clase de procedimiento llevaba lógicamente a la confesión frecuente. Por eso, el cuarto Concilio de Letrán, en 1215, prescribió la confesión anual obligatoria.
Como lo señala Jean Delumeau, esa evolución hacia la culpabilización coincidió con otra que, en la misma época, determinó la teología de los sacramentos y, como consecuencia, aumentó el poder del clero. Por medio de la absolución, el sacerdote concedía el perdón de Dios, pero también múltiples gracias que confortaban al pecador arrepentido. De este modo, el clero obtenía un medio de presión extremadamente importante sobre los cristianos, es decir, en principio, sobre la casi totalidad de la población.
Para combatir algunos hábitos muy arraigados, muchos hombres de la Iglesia trataban de culpabilizar a los fieles insistiendo en el pecado y sus consecuencias. Los Penitenciales fueron reemplazados por las Sumas de los Confesores y los Manuales de confesión. Los redactores de las Sumas eran canonistas que consideraban a los confesores como jueces, y, por lo tanto, daban a sus obras un tono represivo. Por su parte, los Manuales de confesión que indicaban cómo administrar y recibir el sacramento de la penitencia, ponían el acento en el interrogatorio y la confesión. Y la tendencia a complicar las cosas llevó a un considerable aumento de la cantidad de pecados, cuyas circunstancias generalmente agravantes eran estudiadas en detalle. El interrogatorio se volvió cada vez más minucioso. Por ejemplo, para volver al problema de la sexualidad, se mencionaban sucesivamente, por orden de gravedad, dieciséis clases de pecados: el beso impuro; la manera impura de tocar; la fornicación; la impudicia, especialmente la seducción de una virgen; el adulterio simple, cuando uno solo de los culpables era casado; el adulterio doble; el sacrilegio voluntario, cuando uno de los integrantes de la pareja había formulado votos religiosos; el rapto y la violación de una virgen; el rapto y la violación de una mujer casada, pecado que incluía también el adulterio; el rapto y la violación de una religiosa; el incesto; la masturbación; las posiciones inconvenientes, incluso entre esposos; las relaciones sexuales contra natura; la sodomía; el bestialismo. Los Manuales de confesión exacerbaron el temor de hacer una confesión insuficiente, y por lo tanto, sacrílega. Dios se convirtió en un acreedor que llevaba una cuenta rigurosa de todas las deudas. La culpabilización nunca era demasiado grande, pues, como escribió Gerson (1363-1429), que fue rector de la Universidad de París, «es una mala cosa, censurable y peligrosa, olvidar por negligencia sus pecados».
La angustia por los castigos del infierno, exacerbada por los clérigos, oprimía a los hombres de la Edad Media.
En el transcurso de los primeros siglos, para decirlo sencillamente, la fe era el elemento esencial de la salvación, y la línea de demarcación se situaba entre los cristianos perseguidos y los paganos, cuyo castigo consistía en los suplicios infernales. Pero una vez que el cristianismo se convirtió en religión oficial, la división entre elegidos y condenados se ubicó en el interior mismo de la comunidad de cristianos. San Agustín estableció los fundamentos del concepto de castigo eterno, especialmente en el libro 21 de la Ciudad de Dios. Allí señalaba que la idea de tiempo no constituía un elemento pertinente para la justicia divina. Lo que debía tomarse en cuenta era la gravedad del pecado. El castigo debía ser eterno porque, a través del pecado, el hombre destruía la promesa de un bien eterno. Agustín trató detenidamente la naturaleza del fuego infernal, un fuego corporal que tortura a los seres espirituales.
El Elucidarium, atribuido a Honoruso d'Autun (ca. 1080-ca. 1157), y redactado alrededor del año 1098, fue la primera exposición sistemática de la fe católica. El libro obtuvo un éxito prodigioso entre el bajo clero y los laicos de condición modesta, para quienes desempeñó en cierto modo el papel de un catecismo hasta la Reforma. Muy pronto fue traducido a las lenguas vulgares, en todos los dialectos que se hablaban en Occidente:
«Cuando mueren los malos, los demonios, horribles, se reúnen, sacan el alma del cuerpo, la torturan y la arrastran al infierno».
«Existen dos infiernos. El infierno superior es este mundo, que está lleno de tormentos. El infierno inferior es un lugar espiritual colmado de un fuego inextinguible. Dicen que está bajo tierra porque las almas de los pecadores están enterradas allí».
«Nueve castigos son propios de este infierno. Son: un fuego tal que el mar entero no podría apagarlo y que, aunque no brilla, supera al fuego material de la misma manera en que este supera a la imagen pintada del fuego; un frío intolerable, capaz de congelar a una montaña de fuego[…]; gusanos inmortales, es decir, serpientes y dragones, que viven en el fuego, horribles de ver y oír; un hedor extraordinario; los redobles de los demonios golpeando como los herreros golpean el hierro; tinieblas palpables; la vergüenza de los pecados descubiertos ante todos; la visión de demonios y dragones y el clamor de víctimas y verdugos; ataduras de fuego en todos los miembros. Los condenados merecen […] el fuego a causa del fuego de sus concupiscencias, el frío a causa de su fría malicia: el fuego los quemará por fuera y el frío los congelará por dentro. Los gusanos los morderán como los han roído la envidia y el odio. Sufrirán el hedor porque se deleitaron en el hedor de la lujuria. Los golpearán porque se negaron a ser torturados en este mundo. Soportarán las tinieblas porque prefirieron las tinieblas de los vicios a la luz de Cristo. Se avergonzarán de sus pecados porque no quisieron confesarlos. Serán atormentados por espectáculos terribles y lastimosos clamores porque despreciaron ver y oír el bien. Sus miembros serán atados con cadenas porque se entregaron a todos los vicios. “Desearán morir y la muerte huirá de ellos”. Son colocados en el infierno con la cabeza hacia abajo completamente flojos».
Los sermones hacían frecuentes alusiones a los suplicios que sufrirían los condenados. Se estableció una pastoral del miedo. Hacia 1150, Julien de Vézelay declaró: «Tres cosas me aterran, y ante su sola mención, todo mi ser interior tiembla de miedo: la muerte, el infierno, y el juicio futuro».
El arte no se quedó atrás. El frontón de la abadía de Conques (primera mitad del siglo XII) le dedica al infierno un lugar fundamental. El eje central, constituido por Cristo, separa a los elegidos y los condenados ubicados a su izquierda. La zona inferior del infierno se refiere a varios pecados capitales: el orgullo es representado por un caballero que se cae del caballo; la lujuria, por una pareja unida por el nudo doble de una cuerda; la avaricia, por una bolsa que cuelga del cuello de un ahorcado; la maledicencia, por un condenado a quien un diablo le toma la lengua para cortársela; la gula, por un hombre sumergido en una marmita. El personaje acostado dentro de las llamas, y sobre el que camina Satán, seguramente representa la pereza.
En la parte superior, ya no es el pecado lo que caracteriza a los condenados, sino su lugar en la sociedad. A la derecha, un condenado sentado sostiene un trozo de tela que termina en la cara de un demonio. Probablemente se tratara de un artesano o un comerciante deshonesto. No se pone el acento en el suplicio, sino que se trata de mostrar la condición social o la naturaleza del pecado. Pero los dos últimos versos del poema grabado transmiten la misma moraleja que los sermones: «Pecadores, si no cambiáis de conducta, sabed que seréis severamente juzgados».
La Iglesia intervenía en todos los niveles para custodiar la enseñanza de su doctrina. En 1215, el cardenal Robert de Courçon, legado pontificio en Francia, impuso estatutos para los maestros y los escolares de París: «Que nadie sea autorizado a hacer lecturas solemnes o prédicas en París, si no se ha examinado su vida y sus conocimientos. Que nadie sea estudiante en París si no tiene un maestro determinado». Los contraventores eran excomulgados. En 1496, los vicarios generales del obispo de Saint-Brieuc, en nombre de este, emitieron un edicto: «Cada rector deberá controlar por lo menos una vez por año, por sí mismo o por medio de sus curas, a todos sus parroquianos individualmente en cuanto a su Credo, su Confiteor, su Pater Noster y su Ave, bajo pena de excomunión y de una multa de 10 libras. Deberán invitarlos cada domingo a instruir a sus hijos, a alentarlos a que los reciten devotamente todos los días. Que nos comuniquen todos los arios por lo menos la lista de los nombres de todos aquellos que ignoren el Pater, el Credo y el Confiteor».
La Iglesia pretendía ejercer su influencia sobre todos los hombres, y no sólo sobre los cristianos. Por eso se esforzaba en convertir a los paganos y perseguir a los herejes.
En el siglo 4, el cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano, en un mundo que hasta entonces había sido pagano. Las huellas de ese paganismo perduraron mucho tiempo en Occidente, pero los misioneros intentaron extirparlo, a veces cristianizando costumbres paganas. Algunos soberanos persiguieron el mismo objetivo, pero recurrieron muchas veces a la violencia.
En el siglo VII Agustín de Canterbury, con el apoyo de Gregorio el Grande, cristianizó Inglaterra. Este papa, que envió como refuerzo al abate Mellitus, que luego sería obispo de Londres, le pidió que transmitiera sus instrucciones: «No se deben destruir los templos consagrados a los ídolos en esta nación, sino solamente los ídolos que allí se encuentran. Se hará agua bendita, se rociará con ella el interior, se construirán altares y se colocarán reliquias en ellos… Por otra parte, como los bretones tienen la costumbre de sacrificar muchos bueyes a sus demonios, se debe transformar para ellos esta costumbre en una solemnidad religiosa: se colocarán en esos lugares las reliquias de los santos mártires, el día de la consagración de los templos o de la natividad de los mártires; alrededor de los templos transformados en iglesias, se erigirán especies de tabernáculos hechos con ramas de árboles y se celebrará esa fiesta de una manera solemne con una cena religiosa. De este modo, ellos no le sacrificarán esos animales al diablo, sino que los inmolarán para su propia alimentación y en alabanza a Dios… En efecto, y sin duda alguna, es imposible proceder a una extirpación total de las costumbres en las almas aún toscas, pues aquel que quiere subir a un lugar muy elevado, sólo puede llegar gradualmente, paso a paso, y no por saltos».
Gregorio no hablaba de coerción, pero no tenía en cuenta la libertad de conciencia, y evidentemente los bretones no renunciaron a sus tradiciones sin cierta resistencia.
En el continente, después de atacar los reductos de paganismo que subsistían en el mundo franco, los misioneros se dedicaron, a partir del siglo VIII, a las regiones hostiles de Frisa, Turingia, Hesse o Suabia. Generalmente, cuando los príncipes paganos se hacían bautizar, provocaban la conversión de sus pueblos. Sajonia sólo fue cristianizada después de muchas campañas militares llevadas a cabo por Carlomagno entre 774 y 804, caracterizadas por sus masacres.
Los sajones, cuyo país correspondía a la Baja Sajonia actual, eran inveterados paganos, a juzgar por lo que afirman los autores carolingios, y especialmente Eginhard. Según ellos, no muy lejos de Weser, cerca del castillo de Heresburg, había un tronco que sostenía la bóveda celeste, el Irminsul. En ese lugar, los sajones enterraban oro y plata, y se libraban a sangrientos sacrificios. Odiaban a los francos, pero por motivos políticos, además de religiosos.
En 772, Carlomagno conquistó la fortaleza de Heresburg, saqueó el Irminsul y derribó los ídolos. Los sajones, por su parte, arrasaron Hesse y convirtieron la basílica de Fritzlar en una caballeriza. Durante el verano de 775, Carlomagno no se limitó a luchar contra ellos, sino que se propuso convertirlos, y de ese modo, pacificar la región. La campaña de 776 fue tan terrible que muchos sajones se entregaron y pidieron el bautismo. Carlos instaló su cuartel general en Paderborn, y allí, en el verano de 777, durante una gran asamblea, le encomendó al abad de Fulda que preparara una misión. Así terminó la primera campaña de Sajonia.
Pero una sublevación general de los sajones los llevó hacia el Rhin: la abadía de Fulda fue saqueada. Hasta 782, Carlos intentó someterlos: fue hasta el Elba e instaló allí misioneros y condes para apaciguar la región. Pero por instigación del jefe westfaliano Widukind, las nuevas iglesias fueron devastadas. El ejército franco sufrió un verdadero desastre. La reacción de Carlos fue terrible: hizo decapitar a cuatro mil quinientos sajones. Luego, para someter definitivamente a sus adversarios, decidió convertirlos por la fuerza. La famosa capitular de Carlomagno de 785 decía: «Quien libre a las llamas el cuerpo de un difunto, según el rito pagano, y reduzca sus huesos a cenizas, será condenado a muerte. Desde ahora, todo sajón no bautizado que trate de esconderse entre sus compatriotas y se niegue a hacerse bautizar, queriendo permanecer pagano, será ejecutado…».
Todos se alegraron. Según Alcuino, Europa conoció la paz gracias a la conversión de los sajones y los frisones. El papa Adriano envió sus felicitaciones a Carlos por haber hecho «doblegar bajo su poder el corazón de los sajones y conducir a toda su nación a la fuente sagrada del bautismo». Y ordenó que se celebrara un triduum los días 23, 26 y 28 de junio en todo el mundo cristiano. Pero esa conversión obtenida por medio de la violencia no duró demasiado. Los sajones volvieron a sus antiguas costumbres. A los sacerdotes les resultaba imposible cumplir su tarea. Y los métodos empleados no eran precisamente los más adecuados para ganar el corazón de los nuevos conversos.
Por lo tanto, se produjo otra revuelta. «Como el perro que regresa a su vómito, los sajones volvieron al paganismo, mintiendo tanto a Dios como a su señor el rey, aunque este los colmó de beneficios, y arrastrando con ellos a los pueblos paganos que los rodean… Todas las iglesias que se encontraban en su territorio fueron destruidas o incendiadas. Rechazaron a sus obispos y a sus sacerdotes, hasta apresaron a algunos de ellos y mataron a otros, y volvieron a hundirse en el culto a los ídolos» (texto citado por Pierre Riché).
Entre 794 y 799, la guerra hizo estragos. Pero Carlos, comprendiendo que el empleo de la fuerza no era suficiente, incorporó políticamente a los sajones al resto del reino, aunque ellos poseían un derecho privado particular. Junto con los funcionarios, llegaron sacerdotes y monjes. Se crearon los primeros obispados.
Después de su conversión, el emperador Constantino había señalado con toda claridad que el privilegio otorgado a los cristianos sólo debía beneficiar a los católicos, es decir, a los que aceptaban las afirmaciones del concilio de Nicea y el magisterio del obispo de Roma. En cuanto a los herejes y los cismáticos, «no solamente se les debe negar esos privilegios, sino que deben ser sometidos a diversos servicios obligatorios». San Agustín se dedicó a justificar la coacción religiosa y la conversión que se obtiene con ella. El emperador Justiniano puso en práctica las medidas tomadas por sus predecesores, que excluían a los herejes del servicio público, de las profesiones del derecho y de la enseñanza, de la capacidad de heredar y la facultad de dar testimonio contra católicos ante un tribunal.
Una vez resuelta la cuestión del arrianismo, ningún documento usó la acusación de herejía contra laicos en Occidente, hasta fines del siglo X. Fue el monje de Cluny Raoul Glaber quien rompió el silencio.
En 1022, se produjo en Orléans una famosa herejía, que llevó a la hoguera, por primera vez en Occidente, a muchas personas, y especialmente, a clérigos que pertenecían al capítulo de la catedral. «Se les dijo que si no volvían lo más rápido posible a un sano concepto de su fe, serían entregados sin tardanza a las llamas, por orden del rey y el consentimiento unánime del pueblo. Pero ellos, absolutamente aferrados a su locura, se jactaban de no tener miedo a nada, y anunciaron que saldrían indemnes del fuego, y se reían con desprecio de quienes les daban mejores consejos. El rey, al ver, junto con todos los que se encontraban allí, que no podría hacerlos regresar de su locura, mandó encender cerca de la ciudad una gran hoguera, esperando que quizás ante su vista ellos renunciaran a su malignidad. Mientras los llevaban, agitados por una demencia furiosa, proclamaban en todos los tonos que aceptaban el suplicio, y se precipitaron dentro del fuego, empujándose entre ellos para llegar antes. Por último, entregados en número de trece a las llamas, empezaban ya a arder más fuerte cuando se pusieron a gritar a voz en cuello desde el medio de la hoguera que habían sido terriblemente engañados por las artimañas del demonio, que sus recientes ideas sobre el Dios y Señor de todas las cosas eran malas, y que como castigo por la blasfemia de la que eran culpables, soportarían mil tormentos en este mundo, a la espera de los tormentos eternos que sufrirían en el otro… A partir de ese momento, en todos los lugares donde se descubrían adeptos a esas creencias perversas, se les infligía el mismo castigo vengador». En realidad, el proceso de Orléans tuvo más que ver con la política que con la herejía, ya que constituyó el episodio central de una disputa entre el rey Roberto el Piadoso y el conde Eudes de Blois.
Sólo el azar de las fuentes permitió conocer ciertos temas. Los monjes se oponían a los laicos que deseaban imitarlos, y la jerarquía luchaba contra sus adversarios, que recusaban su autoridad. La herejía cátara del siguiente siglo sacaría a la luz la voluntad de la Iglesia de terminar por cualquier medio con aquellos que ponían en duda sus dogmas y se negaban a obedecer a su jerarquía. Sin embargo, no habría que limitarse a la idea simplista de una religión únicamente coercitiva.
El discurso clerical sobre el infierno —como lo señala Jérôme Baschet— no tendía tanto a «hacer temer» como a «hacerse temer». Siguiendo el ejemplo de los clérigos, algunos laicos, nobles o mercaderes ricos, pensaron que la imagen del infierno tenía su utilidad. El miedo al infierno impulsaba a la confesión, que a su vez llevaba al perdón de los pecados. El proceso de Gilles de Rais —ejecutado en 1440— demostró que un terrible criminal podía tener la esperanza de entrar en el paraíso. Gilles les pidió a sus cómplices que creyeran «que el hombre no puede cometer pecado tan grande que Dios no perdone en su bondad y su benignidad, siempre que el pecador tenga en su corazón un gran arrepentimiento y una gran contrición, y le implore su gracia con mucha perseverancia». Más que de temor, quizás haya que hablar de misericordia. Cuando lo que persiste es el temor, por ejemplo en el caso de los escrupulosos, se trata de una desviación. Gerson, aunque insistía en el pecado y el miedo al infierno, se preocupaba por los excesos a los que podía llevar el escrúpulo.
A partir de fines del siglo XII, con el Purgatorio de san Patricio —texto redactado entre 1180 y 1220 por un monje cisterciense de Saltrey—, aparece un espacio intermedio, el purgatorio, que separa al infierno del paraíso, adonde las almas purgadas irán después. Los que no merecían ir directamente al paraíso ya no estaban automáticamente condenados.
Pero existía un espíritu crítico. Abelardo (1074-1142), en su tratado Sic et non (Pro y contra), trataba de resolver las dificultades provenientes de opiniones contradictorias sobre temas teológicos y morales. «Es preciso distinguir cuidadosamente, cuando las opiniones sobre el mismo tema difieren, las diversas intenciones de los santos: obligación apremiante, permisividad indulgente, consejo de perfección, para encontrar en la diversidad de esas intenciones una salida a las oposiciones. Si se trata de una obligación, hay que discernir si es general o particular, si está dirigida a todos o a algunos en especial… Se encontrará fácilmente una solución a las controversias si se puede alegar que los mismos términos han sido empleados por diferentes autores con sentidos diferentes».
Entre los laicos existían espíritus antirreligiosos. El emperador Federico II puso en duda todas las creencias que no le parecían fundadas en la razón. Especialmente lo desconcertaba la naturaleza del alma. El monje Salimbene escribió que «si él hubiera sido un buen católico, si hubiera amado a Dios y a la Iglesia y a su alma, habría tenido muy pocos pares entre los soberanos del mundo».
La incredulidad se manifestaba también entre la gente del pueblo, por ejemplo, entre los campesinos de Montaillou a principios del siglo XIV. Arnaud de Savignan, un albañil instruido, era uno de los que creía en la eternidad del mundo. «Oí decir a muchas personas, habitantes de Sabarthes, que el mundo siempre había existido y que existirá siempre en el futuro». En Jaquette den Carot, mujer sencilla de Ax, el rechazo al más allá iba acompañado de un gran escepticismo con respecto al dogma de la resurrección. «¿Volver a encontrar a nuestro padre y nuestra madre en el otro mundo? ¿Recuperar nuestros huesos y nuestra carne a través de la resurrección? ¡Vamos!». Esta incredulidad se desarrolló a fines de la Edad Media. Incluso en el caso de no oponerse a la enseñanza de la Iglesia, los preceptos morales solían ser objeto de crítica con mucha frecuencia.
Por lo demás, «no hay que imaginar una implacable domesticación del pueblo por parte de las élites clericales. Las cosas no habrían funcionado sin cierto consentimiento» (Jacques le Goff).
Aunque parecía indispensable convertir a los paganos, la fuerza no constituía el único recurso. El obispo de Treves, Nicetus, al escribirle, en 565, a Clodosvinda, reina de los lombardos, empezaba por recordarle cómo Clotilde había llevado a Clodoveo a la fe católica. ¿Por qué no se convertiría entonces el rey Albuino? «Te suplico que no permanezcas inactiva. Ya sabes lo que suele decirse: “El marido no creyente será salvado por la esposa creyente”».
La posición del Cuarto Concilio de Toledo (633) referente a «la distinción entre los judíos que no están obligados a creer, y los que lo están» era interesante. En efecto, el canon 57 de esa asamblea indicaba: «Con respecto a los judíos, el santo concilio ha prescripto que de ahora en adelante, nadie emplee la violencia para hacer conversiones… Pero en el caso de aquellos que ya fueron obligados a venir al cristianismo… por el hecho de que es seguro que, al recibir los sacramentos divinos y al ser bautizados han obtenido la gracia, han sido ungidos con el crisma y participan del cuerpo y la sangre de Cristo, es importante obligar a esos hombres a conservar su fe, aunque la hayan recibido por la fuerza».
Francisco de Asís se dirigió a Oriente en 1219 y se unió en Damieta, Egipto, a la quinta cruzada. Aprovechando una tregua, dejó el ejército cristiano con un solo compañero. Fue conducido ante el sultán Malik Al Kamil, y al parecer, le propuso soportar una ordalía para mostrar la superioridad de la religión cristiana sobre el islam. Pero el sultán se habría negado, y lo habría enviado de vuelta, sano y salvo, con los cristianos. En la primera regla, que data de 1221, ya no se hablaba de martirio ni de discusiones doctrinales que pudieran irritar a los musulmanes. Se aconsejaba adoptar la siguiente actitud: «Los hermanos que se van así [a vivir entre sarracenos e infieles], pueden conducirse espiritualmente de dos maneras. Una manera consiste en que no entablen litigios ni contiendas, sino que estén sometidos a toda humana criatura por Dios y simplemente confiesen que son cristianos. La otra manera consiste en que, cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios, para que los paganos crean en Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo, redentor y salvador, y para que se bauticen y se hagan cristianos».
En algunas regiones de Occidente, cristianos y miembros de otras religiones debían vivir juntos. Las relaciones no estaban forzosamente teñidas de hostilidad. Ibn Jobair, secretario del príncipe almohade gobernador de Ceuta, y luego de Granada, vivía en Mesina en diciembre de 1184. Eso le permitió describir a Sicilia al final de la dinastía normanda que se había instalado allí un siglo antes. «La actitud del rey es verdaderamente extraordinaria. Tiene una conducta perfecta hacia los musulmanes: les da empleos, elige entre ellos a sus funcionarios, y todos, o casi todos, mantienen en secreto su fe y permanecen fieles a la fe del islam. El rey tiene plena confianza en los musulmanes y delega en ellos sus asuntos y sus preocupaciones más importantes, hasta el punto de que el intendente de su cocina es un musulmán…».
¿Observaba la Iglesia los preceptos evangélicos que pretendía enseñar? A primera vista, parecía que no, tanto en lo referente a la paz como a la pobreza.
San Agustín, que ejerció una influencia muy importante sobre el pensamiento medieval, desarrolló el concepto de guerra justa. El Imperio «convertido» al cristianismo sufría la presión de los pueblos bárbaros. En 410, Roma fue incluso saqueada por los visigodos. San Agustín quiso tranquilizar a los creyentes. Por supuesto, la Iglesia no desaparecería con el Imperio, pero era preferible que este, garantía de paz, sobreviviera. Pero el cristianismo no prohibía todas las guerras. ¿Acaso no había intervenido el propio Dios en forma beligerante en el Antiguo Testamento? Sin embargo, para que una guerra fuera justa, debía cumplir ciertas condiciones. Sus objetivos debían estar de acuerdo con la justicia, por ejemplo, oponiéndose a los perjuicios provocados por un enemigo, tratando de restablecer esa justicia, recuperando territorios invadidos, castigando a quienes hubieran cometido delitos. No debía guiarla un afán de venganza o el interés personal. La guerra debía ser pública, por lo tanto, debía emprenderla una autoridad legítima. Así como los magistrados del Imperio empleaban la fuerza para castigar a los criminales, era normal que los soldados la usaran en el exterior con un objetivo de justicia. Una guerra así era justa porque la llevaba a cabo un Estado cuyo poder provenía de Dios. «La guerra ordenada directamente por Dios no puede ser más que santa. La que proclaman las autoridades legales sólo pueden alcanzar cierto grado de legitimidad: es justa si está al servicio de la justicia» (Jean Flori).
En la época carolingia, los normandos, los húngaros y los sarracenos invadieron el Imperio. Los centros de cultura que constituían los monasterios fueron saqueados, devastados. Como allí era donde se escribía la historia, se produjo una especie de demonización de esos saqueadores en los textos, y en consecuencia, una valorización de quienes los combatían. También se hizo una sacralización de la lucha destinada a rechazar a esos «paganos». En 879, el Papa respondió de este modo a unos obispos que le preguntaron si los que morían combatiendo por la Iglesia serían salvados: «Nos atrevemos a responder que quienes caen en el campo de batalla guerreando valientemente contra los paganos y los infieles, llevando en su corazón el amor por la religión católica, entrarán en el descanso de la vida eterna».
Hasta esa época, el santo era ante todo una víctima. Era alguien que prefería morir antes que renegar de su fe. Pero ahora los relatos monásticos mostraban santos que no dudaban en emplear la fuerza para castigar no solamente a los infieles, sino también a los cristianos que faltaban a sus deberes, intentando apoderarse de los bienes de la Iglesia. Además había santos militares, generalmente de origen oriental, que habían sufrido el martirio especialmente por haber rechazado la conscripción. Georges, muy conocido en Occidente, era considerado el campeón de los cristianos contra los musulmanes. A esos santos, había que agregar al arcángel Miguel.
En estas condiciones, surgieron las cruzadas. La guerra justa se convirtió en guerra santa.
Según Foucher de Chartres, el papa Urbano II habría declarado en el concilio de Clermont de 1095: «¡Que vayan pues al combate contra los infieles —un combate que vale la pena emprender y que merece terminar en victoria— aquellos que hasta ahora se dedicaban a las guerras privadas y abusivas, poniendo en riesgo a los fieles! ¡Que sean desde ahora caballeros de Cristo, aquellos que no eran más que bandidos! ¡Que luchen ahora, con razón, contra los bárbaros, aquellos que combatían contra sus hermanos y sus padres! Ganarán recompensas eternas quienes antes se hacían mercenarios por algunas miserables monedas».
El término cruzada, que al principio sólo designaba a las expediciones efectuadas contra los musulmanes de Tierra Santa, se empezó a usar con un sentido más amplio. Por ejemplo, en 1208, el papa Inocencio III lanzó una cruzada de una gran crueldad contra los albigenses. El ejército cruzado que partió en julio de 1209 puso sitio a Béziers. Tomaron la ciudad y masacraron a toda la población. Escuchemos a Guillermo de Tudela y a su continuador anónimo, autores de un largo poema compuesto entre 1212 y 1219.
Convierten, pues, a Béziers en una carnicería ejemplar:
Ni un solo sobreviviente. ¿Quién puede decir algo mejor, o peor?
¿La iglesia? Un matadero. La sangre baña los frescos.
Niños y ancianos, todos masacrados, os digo.
¡Que Dios reciba sus almas en su santo paraíso!
Creo que nunca, desde los sarracenos,
Conoció el mundo matanza más feroz.
Las poblaciones aterrorizadas se refugiaron en Carcassonne, que luego también fue tomada. Y la guerra continuó, marcada por muchos episodios sangrientos.
Como señaló Dominique Barthélemy, a veces los intereses de los caballeros y de los representantes de la Iglesia parecían unirse en el seno de la sociedad feudal. Y habría que revisar las ideas sobre la oposición entre esas dos categorías, una violenta y la otra pacifista.
En 1038, Aimon, arzobispo de Bourges, convocó a los obispos de su provincia para promover la paz en los territorios colocados bajo su autoridad. No dudó en predicar la lucha armada y la confiscación de los bienes de los recalcitrantes, y para eso, reclutó a todos los hombres mayores de quince años, y también a sacerdotes. André de Fleury, que narró el episodio, se mostró horrorizado ante esa actitud, pero siendo él mismo de origen aristocrático, se mofaba de la gente de pueblo que se montaba en asnos para imitar a los caballeros. El partido episcopal fue derrotado por Eudes de Déols. Los anales del monasterio de Déols ofrecieron, sin embargo, una versión diferente del asunto. Según ellos, se trató de una «lucha feudal», en la que el arzobispo de Bourges, aliado al vizconde de su ciudad contra un señor local, intentó apoderarse de una fortaleza de la región.
La Iglesia no sólo justificaba ciertas guerras, sino que no parecía practicar demasiado la virtud de la pobreza, puesto que era rica. La época carolingia nos ha dejado documentos extremadamente interesantes en el plano económico y social: los polípticos. Se trata de la descripción de los bienes inmuebles que a menudo pertenecían a un monasterio. El más conocido y más completo es el de Saint-Germain-des-Prés, redactado entre 825 y 829, bajo la dirección del abad Irminon. La abadía poseía bienes que se extendían por varias decenas de miles de hectáreas, sobre todo en Parisis, pero también en otras regiones, como Anjou, Blésois, Chartrain, Orléanais…
Personas de todas las clases sociales hacían donaciones, a veces muy importantes, especialmente en su lecho de muerte, para conquistar el favor de Dios por intermedio de la Iglesia y sus representantes. Por otra parte, una buena administración permitía acrecentar esa riqueza. Existen muchos documentos que muestran las donaciones, las adquisiciones, los intercambios…
En la segunda mitad del siglo XIII, una suma de 4 a 5 libras tornesas era suficiente para que una persona de condición modesta pero independiente, pudiera vivir convenientemente. En Inglaterra, el ingreso imponible de las iglesias se elevaba a 760 000 libras tornesas, y eso permitía mantener decentemente entre 152 000 y 190 000 personas. El país tenía alrededor de 65 000 clérigos, que, por lo tanto, disponían de medios económicos adecuados.
Al final de la Edad Media, la Iglesia, gran propietaria rural, fue afectada por la crisis, como el resto de la sociedad, pero su fortuna siguió siendo considerable.
Con el desarrollo económico, creció la codicia, porque el dinero ocupaba cada vez más el centro de las preocupaciones de la Iglesia. Algunos poemas de Carmina Burana (1220-1250) estigmatizaban esa actitud:
La codicia es lo que más abunda en Roma. Es despiadada con el avaro que da con mezquindad; Allí el dinero es dios, el marco reemplaza a san Marcos, Y se acercan con más frecuencia a la caja que al altar.
Gautier Map (1130/1135-1210), en sus Cuentos para los cortesanos, afirmaba que el mismo nombre de Roma estaba formado con las iniciales de la avaricia y su definición, porque, según decía, la palabra ROMA significaba «la Raíz Omnipresente de los Males es la Avaricia».
En realidad, los miembros de la corte pontificia tenían la costumbre de recibir donaciones tanto en dinero como en especie. Giraud le Cambrien relataba que cuando fue recibido por primera vez por el papa Inocencio III, en 1199, le ofreció seis tomos de sus obras. Sus finanzas no le permitían hacer más, y se disculpó diciendo que había preferido darle libros antes que libras. En cuanto a Hubert, arzobispo de Canterbury, con quien estaba en pleito, le había enviado a Roma 11 000 marcos de plata y le propuso al Papa que lo ayudara a fijar un impuesto a la Iglesia de Inglaterra.
La fuente de todos los males de la Iglesia, decía Nicolás de Clamanges en un famoso libelo, De la ruina de la Iglesia (hacia 1401), el afán de poseer bienes terrenales se había apoderado de la curia, de los cardenales, de los obispos, de los cabildos, e incluso de los monjes. Clamanges criticaba las exigencias fiscales de los papas, la institución de los recaudadores, la injerencia de los príncipes, las atribuciones simoníacas. Y la cuestión de los privilegios desempeñó un papel muy importante en este final de la Edad Media.
Conquistar un beneficio servía para cumplir una función. Al darles más importancia a las ventajas de la función que a la función misma, y como consecuencia de las dificultades materiales y el deseo de vivir bien, se llegaba a privilegiar el beneficio por encima del ministerio. Algunos recurrían a sus relaciones para conseguir por lo menos una gracia en suspenso, es decir, la promesa de un puesto que todavía estaba ocupado, lo que los llevaba a desear la muerte del titular. Según Petrarca, «era vergonzoso ver que algunos estaban sobrecargados de ingresos, y muchos otros, mejores que ellos, vivían en la necesidad».
A pesar de las apariencias, la Iglesia promovía la paz y la pobreza.
Jesús había tomado la palabra para enseñar a sus discípulos diciendo las Bienaventuranzas: «Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt. 5,9). La Iglesia establecía la paz de Dios, mientras se producían muchas guerras privadas en los siglos X y XI. «En el año mil de la Pasión del Señor —escribió Raoul Glaber— en primer lugar en las regiones de Aquitania, los obispos, los abates y los demás hombres consagrados a la santa religión comenzaron a reunir al pueblo en asambleas plenarias, a las que se llevaba muchos cuerpos de beatos y relicarios llenos de santas reliquias. Ese ejemplo cundió en la provincia de Arles, y luego en la de Lyon. Y así, poco a poco, por toda Borgoña, y hasta las comarcas más alejadas de Francia, llegó el día en que se anunció en todas las diócesis, que en determinados lugares, los prelados y los nobles de todo el país celebrarían asambleas para el restablecimiento de la paz y la consolidación de la santa fe». En efecto, algunos obispos y abates, en particular Odilon de Cluny, iniciaron ese movimiento por la paz, y luego intentaron sumar a él a los señores.
El punto de partida, en el actual estado de nuestros conocimientos, se ubica en 989-990 en Charroux. En 989, durante un concilio celebrado en ese lugar, los obispos de la provincia eclesiástica de Burdeos se refirieron a las iglesias violadas o saqueadas, los campesinos y demás pobres privados de sus animales, los clérigos capturados, atacados o golpeados.
Después de difundirse en el norte de Francia, el movimiento inició en las regiones meridionales una segunda fase, que se desarrolló especialmente entre 1027 y 1041.
Las disposiciones de los primeros concilios tuvieron como objetivo proteger contra la violencia de los poderes laicos que se formaban y combatían, a los establecimientos religiosos, luego a los clérigos, y por último, a los pobres. Sin duda, los soberanos carolingios perseguían el mismo objetivo, pero el nuevo contexto político obligó en cierto modo a los responsables religiosos a paliar las deficiencias de las autoridades laicas. El movimiento por la paz llevó a diferenciar entre los laicos, a los pobres, los que no estaban armados, y los caballeros. Los primeros concilios de paz no rechazaban el derecho de combatir de estos últimos. Se limitaban a restringir ese derecho. «La paz de Dios, en sus comienzos, tendió solamente a circunscribir las violencias militares a un sector del pueblo cristiano, el de los hombres que llevaban la espada y el escudo, y montaban a caballo» (Georges Duby).
Hacia 1020, la paz de Dios empezó a transformarse. La Iglesia propuso a los caballeros que ya no se limitaran a las prescripciones anteriores relativas a la paz, sino que renunciaran a las alegrías del combate en determinados períodos, de manera que al respeto por la paz se agregara la tregua, es decir, un cese de las actividades militares. Desde la noche del miércoles hasta el lunes por la mañana, todos los cristianos, fueran amigos o enemigos, debían vivir en paz. Se aplicaban sanciones contra aquellos que no respetaban esas prohibiciones.
Durante los siglos siguientes, la Iglesia intervino cuando se declaraban treguas entre soberanos cristianos. Eso ocurrió durante la guerra de los Cien Años. En 1340, el ejército inglés, reforzado por contingentes flamencos y brabanzones, puso sitio a Tournai, que formaba parte de los dominios del rey de Francia. Los legados del Papa y la abadesa de Fontenelles, que era parienta tanto de Eduardo III como de Felipe VI, aprovecharon el cansancio de los combatientes para conseguir que ambos reyes acordaran la tregua de Esplechin, una tregua que se prolongó y se mantuvo hasta 1342. Una conferencia franco-inglesa, que se llevó a cabo entre octubre y diciembre de 1344 a instancias del papa Clemente VI, terminó en un fracaso. Entre 1372 y 1377, por iniciativa del papa Gregorio XI, representado por sus nuncios, se llevaron a cabo negociaciones franco-inglesas en Calais y Brujas. Como resultado de ello, en julio de 1375 se declararon treguas que se prolongaron hasta 1377, pero el problema de la soberanía de la Guayana impidió llegar a una solución. En la conferencia de Arras, en 1435, los cardenales de Santa Cruz y de Chipre representaron al Papa, deseoso de restablecer la paz entre Francia e Inglaterra bajo su égida, y al concilio.
En general, la Iglesia se comprometía en favor de la paz. Pero en este punto seguiremos a Dominique Barthélemy, quien escribe a propósito de la sociedad feudal: «Una verdadera aspiración a la paz y a la equidad no impide atribuir la prioridad a las aspiraciones señoriales y sociales del propio clero».
Socorrer a los pobres es socorrer al mismo Jesús (Mt. 25,34-46). Aunque los bienes eclesiásticos servían para mantener a los clérigos y a los establecimientos religiosos, ante todo se destinaban a luchar contra la pobreza. La Iglesia no dejó de cumplir su tarea.
El concilio de Orléans de 511 ordenó a los obispos que entregaran la cuarta parte de sus ingresos a los pobres, y en las parroquias rurales, se les debía dar la tercera parte de las ofrendas. Alrededor del año 500, no menos de cuarenta y un concilios o sínodos, dieciocho de ellos realizados en Francia, se preocuparon por el destino de los pobres. Gregorio de Tours mencionaba a muchos obispos caritativos.
En el terreno práctico, la asistencia a los pobres se presentaba en particular bajo la forma de la matrícula que existía en todas las ciudades importantes en el siglo VI. Se trataba de listas de nombres de personas socorridas por las iglesias. Por supuesto, no incluían a todos los indigentes. A cambio de algunos servicios, las personas inscriptas en esas listas recibían muchas ventajas: se les aseguraba alimentos, ropa y techo. Pero se producían abusos, y a veces se inscribían en las matrículas hombres sanos, capaces de trabajar. En el siglo IX, los hospitales, y especialmente las maisons-Dieu se ocupaban de los pobres. Muchos de esos establecimientos habían sido fundados por obispos, pero algunos se debían a laicos. Algunas hospederías monásticas desempeñaron en ese momento un papel fundamental.
Ya san Benito le otorgaba en su regla una importancia particular a recibir a los pobres. «Al recibir a pobres y peregrinos se tendrá el máximo de cuidado y solicitud, porque en ellos se recibe especialmente a Cristo, pues cuando se recibe a ricos, el mismo temor que inspiran, induce a respetarlos». La distribución de víveres constituía el elemento esencial, pero también se proveía ropa y madera para la calefacción.
Todo esto costaba caro. El portero tenía a su disposición la décima parte de los ingresos del establecimiento. Pero sus numerosas funciones, y probablemente el aumento de la cantidad de huéspedes, llevaron a que, a partir de la segunda mitad del siglo XI, debiera compartir su cargo. Se estableció un guardián encargado del hospedaje de los ricos y un capellán que se ocupaba del hospedaje de los pobres. Cada uno de ellos contaba con recursos separados. Desde mediados del siglo XI, el capellán adquirió cada vez más importancia. Las hambrunas y las epidemias provocaron un aumento del número de personas que se beneficiaban con las distribuciones. «Entonces se sacaron los adornos de las iglesias para venderlas a beneficio de los indigentes. Se repartieron los tesoros que, como se ve en las instrucciones dejadas por los antiguos abades, se habían constituidos en el pasado para ese efecto», escribe Raoul Glaber.
Los monasterios no mantuvieron en el siglo XII esa especie de monopolio de la beneficencia demasiado cara, ni siquiera en Cluny, que le dedicaba alrededor de la tercera parte de sus ingresos. Las transformaciones de la sociedad produjeron cierta falta de adaptación. Los monjes, retirados del mundo, ya no tenían los mismos contactos con los pobres que deambulaban o se encontraban en ciudades en desarrollo. Surgieron algunas respuestas originales: eremitas o predicadores ambulantes, canónigos que seguían la regla de san Agustín… Se establecieron hospicios en los caminos que recorrían los peregrinos, especialmente en los que llevaban a Santiago de Compostela o a Roma. El desarrollo de esta clase de hospitalidad, durante la segunda mitad del siglo XII, correspondió evidentemente al aumento de los intercambios. No todos los viajeros eran pobres, pero todos corrían los mismos riesgos en la montaña. También en las zonas boscosas había religiosos que se ponían al servicio de los indigentes y de los viajeros. Pero ahora los laicos intervenían en forma activa, por ejemplo, fundando fraternidades filantrópicas urbanas. Algunas órdenes se especializaban en el rescate de cautivos, y estos aparecían entre los destinatarios más frecuentes de las donaciones y los legados que figuraban en el Libro Negro de la catedral de Coimbre, a fines del siglo XI.
Para san Francisco de Asís y santo Domingo, el pobre no era una entidad, sino un ser vivo cuya clase de vida querían imitar: para hacerlo, se dirigieron a las ciudades. No se oponían al mundo creado por Dios, y cuya belleza cantaba Francisco con mucha emoción, sino al egoísmo, al odio, a la violencia que debían soportar los más humildes. En una sociedad en la que el poder se basaba en gran parte en el dinero, ellos enseñaban que el pobre tenía un valor humano por sí mismo, y que no era solamente un instrumento de la salvación del rico. En pleno centro de Asís, Francisco se despojó de toda su vestimenta para expresar su deseo de llevar una vida de pobre. Francisco y Domingo no vivieron en ermitas o en un monasterio, porque deseaban estar en medio de los indigentes. El sistema vertical del clérigo que se dirigía a sus fieles desde lo alto del púlpito, fue sustituido por la fraternidad de los Mendicantes, en concordancia con las solidaridades horizontales de los pobres de la ciudad.
«La “revolución de la caridad”, inaugurada en el siglo XII, tuvo su auge en el XIII» (Michel Mollat). Las obras de ayuda siguieron siendo más o menos las mismas, pero se multiplicaron, y al hacerlo, se organizaron, se volvieron más sólidas, y se adaptaron más a las nuevas condiciones económicas y sociales.
Los obispos organizaron mejor su asistencia. Durante sus giras pastorales, Simon de Beaulieu, arzobispo de Bourges (1281-1294), llevaba consigo a un limosnero para entregar sus donativos, cuando veinte años atrás el arzobispo de Rouen, Eudes Rigaud, no contaba con ninguno. Algunas sedes episcopales tenían induso limosneros estables. Los papas de Avignon poseían un servicio especializado (llamado pignotte) que administraba las obras de caridad, bajo el control del camarero papal. También tenían limosneros algunos soberanos, empezando por los reyes de Francia, y los grandes señores.
Algunos de esos servicios y cofradías se ocupaban de los establecimientos hospitalarios, cuyo número aumentó en el siglo XIII en toda Europa. Intervenían en ellos clérigos y laicos. En París, en 1220, el hospital para indigentes contaba con treinta y ocho hermanos (de los cuales treinta eran laicos) y veinticinco hermanas.
La gran cantidad de fundaciones se explica por la atención que los laicos prodigaban a los indigentes y por el deseo de las autoridades eclesiásticas, y luego civiles, de organizar en una forma más coherente las instituciones de caridad. Como la jerarquía desconfiaba de los pequeños grupos devotos que escapaban a su control, poco a poco las tareas hospitalarias empezaron a ser realizadas por religiosos. Por razones de orden público, las autoridades municipales se interesaban en las obras asistenciales. Todavía no intentaban reemplazar a las autoridades eclesiásticas, pero trabajaban en conjunto con ellas. En todo caso, el derecho de fiscalización de los magistrados urbanos era cada vez más reconocido.
La pobreza, y por lo tanto la asistencia, planteaba algunos problemas a fines de la Edad Media. ¿Cómo aceptar, por ejemplo, que un hombre sano, apto para el trabajo, se pusiera a mendigar? ¿Cómo ver el rostro de Cristo en el de un bandido? El mendigo no espantaba tanto por su indigencia como por su ociosidad, su anonimato, los delitos que podía cometer. El concepto de pobre se vio afectado, sobre todo porque las órdenes mendicantes competían entre ellas, y su manera de vivir la pobreza suscitaba la crítica. El humanismo sustituyó el elogio de la riqueza por el de la pobreza. Pero sin exagerar: se seguía haciendo la diferencia entre los verdaderos pobres agobiados por la desgracia y los que trataban de sacar partido en forma fraudulenta de la bondad de la gente.
Surgió una reflexión sobre las relaciones entre el deber de caridad y la justicia. San Antonino (1389-1459), arzobispo de Florencia, hijo de un notario florentino, estaba vinculado al mismo tiempo a la burguesía mercantil y al mundo de los Mendicantes. Habiendo entregado todos sus bienes a los pobres, se sentía con toda la autoridad para dictarles su conducta a los mercaderes. Había que dar limosna. Existía lo superfluo cuando las necesidades de una persona y su familia estaban cubiertas. La solidaridad humana y la moral cristiana exigían acudir en ayuda de los indigentes. Había que donar bienes adquiridos honradamente, y a los verdaderos pobres. La pobreza era un mal, pero la limosna era una obligación que debía tomar en cuenta el grado de pobreza y las necesidades del indigente. Muy pronto, la reflexión llevó a preconizar un crédito honesto, punto de convergencia entre la caridad cristiana y la fraternidad humanista.
En ese final tan conmocionado de la Edad Media, como la Iglesia no podía hacer frente a todas las necesidades de la gente humilde, las autoridades civiles intervinieron para reemplazarla o cubrir una parte de sus funciones. Pero siempre eran los obispos quienes controlaban las obras de caridad. En Italia, los montepíos, fundados por los franciscanos de la Observancia, tuvieron un gran auge bajo la influencia de Bernardino de Feltre. Al mismo tiempo, otro observante, Andrea de Faenza, creó establecimientos que les prestaban semillas a los campesinos y distribuían granos en los tiempos de hambruna.
A pesar de sus imperfecciones, y de todo lo que se ha dicho, la Iglesia supo encarnar el amor de Cristo en la Edad Media.
Para estigmatizar a la Edad Media, sus detractores suelen poner el acento en los crímenes cometidos por la Inquisición. No se trata de justificar los excesos en los que esta incurrió, pero la realidad fue mucho más matizada de lo que aparece a primera vista. Tampoco debemos olvidar que para la gente de esa época, la salvación del alma era más importante que ninguna otra cosa.
En 1229, el tratado de París puso fin al problema albigense, en el plano político. Pero en el plano religioso, la cuestión no estaba resuelta. Por eso, se instaló un dispositivo de represión a la herejía. Al establecer contra la herejía jueces que dependían sólo de él, el papa Gregorio IX (1227-1241) le reservaba a la Iglesia el poder de decidir en materia doctrinal, y les quitaba a los que tenían el poder público una importante manifestación de autoridad. La Inquisición fue temible tanto por su jurisdicción excepcional como por sus prácticas.
Los inquisidores gozaban de una absoluta independencia. Sólo respondían ante el papa, y cuando un conflicto los enfrentaba con el obispo, eran ellos quienes tomaban la decisión final. Disponían de un derecho de fiscalización universal. Los obispos y los rectores, así como los funcionarios civiles, tenían la obligación de ayudarlos, si ellos lo pedían. Su llegada a una ciudad suscitaba terror en la población. Los herejes tenían algunos días para entregarse. Por temor a la hoguera, muchos confesaban en forma espontánea. Entonces eran condenados a penas bastante leves, e incluso se los reconciliaba inmediatamente. Pero debían prometer que denunciarían a los demás herejes. En Principio, se necesitaban dos testimonios para inculpar a un sospechoso. En la realidad, uno solo era suficiente para iniciar un proceso. Los testigos eran interrogados a solas. Los nombres de los delatores se mantenían en secreto para evitar eventuales represalias.
Y junto a los delatores ocasionales, existían verdaderos profesionales. En efecto, la Inquisición tenía una especie de policía secreta cuyo objetivo era espiar y perseguir a los fugitivos. Algunos cátaros cuyas familias habían sido expoliadas, se pusieron a su servicio para recuperar la fortuna familiar. Por ejemplo, Arnaud Sicre se infiltró y consiguió que arrestaran al cátaro Bélibaste, refugiado en San Mateo. Para eso, el inquisidor Jacques Fournier, obispo de Pamiers, le había dado dinero y le había permitido actuar como los herejes, con la condición de no adherir a su doctrina. Como recompensa, Arnaud obtuvo la absolución y el restablecimiento de todos sus derechos.
El famoso inquisidor Bernard Gui (1261-1331) nos servirá de guía en la caza de herejes. Gracias a su Práctica, podemos seguir el procedimiento inquisitorial.
Primer acto: la citación. En cuanto alguna sospecha o alguna denuncia ponía a alguien en su mira, nuestro inquisidor lo citaba a comparecer ante él en Toulouse. El cura, que era quien normalmente recibía la citación, iba a ver a su feligrés para comunicárselo. El domingo siguiente, a veces durante tres domingos seguidos, informaba sobre ello a los habitantes en el transcurso de la misa mayor. Si la persona inculpada no comparecía ni se hacía representar por un procurador, sufría una excomunión provisoria, que se volvía definitiva después de una nueva citación sin respuesta. Sus vecinos debían dejar de tener tratos con esa persona, y, bajo pena de sanciones, tenían que señalar el lugar donde se escondía. La citación sólo se utilizaba en el caso de personas que podían ser dejadas en libertad provisional. En los otros casos, Bernard Gui solicitaba a los poderes civiles que arrestaran a los acusados y los entregaran a su representante. A veces, el poder secular se limitaba a ayudar a sus agentes. Todos los gastos estaban a cargo del sospechoso, incluyendo la comida que le daban mientras estaban en prisión.
A continuación, el inquisidor procedía al interrogatorio, con la ayuda de dos religiosos, mientras un notario redactaba el acta de los testimonios. El inquisidor gozaba de privilegios especiales que lo autorizaban a proceder sin abogados ni figura de juicio. La culpa podía demostrarse de dos maneras: por la confesión del sospechoso o por medio de testigos. Contrariamente al derecho común, se aceptaban testimonios de criminales o excomulgados. Si las declaraciones de los testigos no concordaban, el juez se limitaba a verificar que estuvieran de acuerdo en la «sustancia de la cosa o del hecho». Sólo él tenía la facultad de decidir si podían recibirse los testimonios. Los interrogatorios se llevaban a cabo según un modelo fijado de antemano, y sólo se referían a los hechos. Se le preguntaba al acusado si había visto herejes, si había hablado con ellos, si había escuchado sus prédicas. Como tenía que proporcionar los nombres de todos aquellos con quienes se había encontrado en alguna ceremonia cátara, una sola declaración podía producir muchas detenciones.
Los herejes se encontraban solos frente al juez, sin defensores. Los concilios de Valencia, en 1248, y de Albi, en 1254, prohibieron su presencia, porque; según se dijo, no harían más que demorar el desarrollo del proceso.
El dominico Nicolau Eymerich (1320-1399), en su Manual de los inquisidores, sostenía que la astucia era la mejor arma, y describía «los diez trucos para desbaratar los de los herejes». Veamos, a manera de ejemplo, el noveno truco: «Si el hereje se obstina en negar, el inquisidor hará que le traigan a uno de sus antiguos cómplices que se haya convertido, y que se supone será aceptado por el acusado. El inquisidor se arreglará para que puedan hablar entre ellos. El converso podrá asegurar que sigue siendo un hereje y que sólo abjuró por temor, y que por temor, le contó todo al inquisidor. Cuando el acusado entre en confianza, el converso se ingeniará para prolongar la conversación hasta que caiga la noche. Entonces dirá que es demasiado tarde para irse, y le pedirá al acusado que le permita pasar la noche en la prisión con él. Seguirán hablando durante la noche, y seguramente cada uno de ellos contará lo que hizo. Para esa noche se habrán apostado testigos, incluso al notario inquisitorial, en un buen lugar —con la complicidad de las tinieblas— para escucharlos».
Se prefería la confesión del acusado a la prueba testimonial. Para conseguirla, existían diversos medios de coacción. Bernard Gui recomendaba a los prisioneros que se convirtieran y denunciaran a sus correligionarios. Había, además, toda una graduación de penas: los ayunos, las ligaduras en los pies, las cadenas en las manos lograban vencer muchas resistencias. Y si el detenido no confesaba, estaba la tortura. Es cierto que la mutilación y la amenaza de muerte estaban prohibidas. Pero se trataba sobre todo de una cláusula de estilo para que no se molestara al inquisidor. La tortura fue tan utilizada con los albigenses, que Clemente V decidió, a principios del siglo XIV, que los interrogatorios, la promulgación de las sentencias y la vigilancia de los prisioneros estuvieran a cargo en forma conjunta por los obispos y los inquisidores. Una disposición que a Bernard Gui no le agradó en absoluto.
Por su parte, Nicolau Eymerich escribió:
Una vez que la herejía era admitida (¿y cómo no lo sería en esas condiciones?), sólo restaba pronunciar la sentencia.
Las penas dictadas por la Inquisición eran proporcionales a la falta. A los simples creyentes cátaros se les imponía generalmente castigos arduos, largos pero temporarios. Debían llevar signos infamantes: dos cruces amarillas cosidas sobre la ropa, una en el pecho y otra en la espalda. A menudo se les imponían peregrinaciones. Por último, podían ser encarcelados durante varios años, pero su régimen no era tan duro como el de los que eran encerrados para toda la vida. El hereje era excomulgado, excluido de la comunidad. Y a las penas religiosas, se agregaban las penas civiles. A los cátaros les expropiaban las tierras y les destruían las casas. De manera que una aldea, como fue el caso de Montaillou, podía ser arrasada en parte si albergaba a muchos condenados. La mayoría de los cátaros «perfectos» no confesaban, no abjuraban. Eran condenados por la Inquisición, y entregados a la justicia secular, que se encargaba de castigarlos y quemarlos.
Un testigo ocular describió la ejecución de Juan Huss en Constata, en 1415. El desdichado, de pie sobre un haz de leña, estaba fuertemente atado a un gran poste con cuerdas que le apretaban los tobillos, debajo de las rodillas, en la ingle, en la cintura y en los brazos. Le habían puesto una cadena alrededor del cuello. Como miraba hada el este, y por lo tanto, hacia los lugares santos, lo dieron vuelta hacia el oeste. Apilaron leña y paja hasta su mentón. Frente a su obstinada negativa a retractarse, los verdugos encendieron el fuego. Luego, el cuerpo carbonizado fue completamente destruido, quebraron sus huesos y arrojaron los pedazos a otra hoguera.
La Inquisición fue más terrible en España, a fines del siglo XV. El miedo a la tortura provocaba rápidas confesiones de culpa, y los inquisidores condenaban fácilmente a la hoguera después de un breve interrogatorio. En 1499, en Córdoba, el inquisidor Lucero hizo quemar a 300 personas en pocas semanas. Según Béatrice Lerpy, en España hubo, de 1478 a 1490, 2000 quemados y 15 000 reconciliados.
Hay que agregar que los tribunales de la Inquisición estaban muy interesados en los bienes, y que gracias a las multas, confiscaciones y otras sanciones del mismo tipo, participaron en una política de acaparamiento de las riquezas de Languedoc, en beneficio del rey, y luego de los obispos y de los señores laicos provenientes del norte.
El inquisidor castigaba, pero también podía indultar, siempre que esa medida fuera útil para la fe, y que no actuara movido por algún sentido de lucro o contra la justicia o su conciencia. Según la Práctica de Bernard Gui, los jueces de Toulousain y de Carcasses usaron ampliamente ese derecho. Prometían salvar la vida y eximir de la prisión, del exilio o de la confiscación de bienes a los que confesaran voluntariamente sus faltas y las de otros, en un plazo que se indicaba en el sermón general, que era casi siempre de un mes. Esas medidas permitían detener a los herejes, que de otro modo habrían podido escapar. Sin embargo, las confesiones espontáneas no aseguraban una remisión completa.
Las penas primitivas eran conmutadas por otras que se consideraban menos duras. Bernard d'Ortel, de Ravat, no creía en la resurrección de los cuerpos: fue condenado a cinco años de prisión. Lo encerraron en agosto de 1324, y luego, en enero de 1329, conmutaron su pena por la de llevar una cruz. Guillemette Benet, de Ornolac, asimilaba el alma con la sangre. Fue condenada al Muro (prisión de la Inquisición) en 1321, pero su pena fue conmutada en enero de 1329 por la de llevar cruces dobles. Bernard Gui solía reemplazar las peregrinaciones por la realización de obras piadosas cuando se trataba de ancianos, inválidos, muchachas jóvenes o mujeres encintas. Las remisiones y las conmutaciones completas eran excepcionales.
Los inquisidores hacían figurar en sus actas las razones que los llevaban a la indulgencia… muy relativa. Invocaban la duración de la detención, la humildad del detenido. Un cautivo fue liberado porque posibilitó la detención de varios perfectos cátaros. Otro reveló un complot contra la vida del inquisidor. Un tercero despertó a los guardias cuando unos prisioneros trataban de escapar. Un hombre, cuya familia estaba en estado de mendicidad a causa de su cautiverio, fue autorizado a dejar momentáneamente su prisión. Se eximía de llevar los signos infamantes a algunas personas por razones familiares o de salud, a veces, a pedido de personas de bien.
¿A qué se debía esa actitud? Al hecho de que a los inquisidores les importaba más conseguir conversiones que quemar a los herejes. «Y si después de ser entregado a la curia secular o incluso mientras se lo lleva a la hoguera, o cuando ya está atado a la estaca para ser quemado, el hereje declara que quiere abjurar, creo que por misericordia se lo podría recibir como hereje penitente y encerrarlo a perpetuidad, aunque no se ajuste demasiado al derecho y no haya que darle demasiado crédito a esa clase de conversión», decía Nicolau Eymerich.
Las prisiones degradantes, las confiscaciones, las penitencias humillantes, el temor a ser denunciado, constituían finalmente armas eficaces que permitían hacer regresar a los sospechosos al buen camino. Para el juez eclesiástico, el castigo tenía como función curar el alma del acusado. Cuando la curación resultaba imposible, en el caso de los obstinados y los reincidentes, se recurría a la hoguera para erradicar la enfermedad, pero sólo en ese caso. «Una vez dictada la sentencia, los asistentes del inquisidor se disponen para la ejecución. Durante la preparación de la ejecución, el obispo y el inquisidor, por sí mismos o por boca de algún creyente ferviente, intimarán al acusado a confesar espontáneamente. Si el acusado no lo hace, ordenarán a los verdugos que le quiten la ropa, cosa que harán inmediatamente, pero sin alegría, como embargados por cierta turbación. Lo exhortarán a confesar mientras los verdugos lo desvisten. Si sigue resistiendo, será llevado aparte, completamente desnudo, por esos buenos creyentes, quienes lo exhortarán una y otra vez. Al exhortarlo, le dirán que, si confiesa, no lo matarán, si jura que no volverá a cometer esos crímenes… Muchos confesarían si les prometieran salvar su vida. Entonces, que el inquisidor y el obispo se lo prometan, ya que podrán mantener su palabra (salvo si se trata de un relapso, y en ese caso, no se prometerá nada)». Eso era en cierto modo lo que ya decía Bernard Gui, quien repetía a su vez las frases de un predecesor anónimo de los años 1270: «El objetivo del oficio de Inquisición es destruir la herejía, y esto sólo puede hacerse si se destruye a los herejes, y no se los puede destruir si al mismo tiempo no se destruye a quienes los reciben, los ayudan y los defienden… Los herejes pueden ser destruidos de dos maneras: por una parte, convirtiéndolos de la herejía a la verdadera fe católica… por la otra, cuando, entregados al brazo secular, son realmente quemados».
Analicemos más detenidamente las sentencias de este famoso inquisidor. En diecisiete años de función, Bernard Gui se ocupó de alrededor de 647 acusados de herejía. Por lo general, pronunciaba su veredicto durante un sermón general. Por ejemplo, en 1310, en el domingo de la Pasión. Tras dictar algunas medidas de clemencia, estableció condenas, como llevar la cruz en el caso de 20 personas, y la prisión para otras 62. Seis difuntos, muertos en estado de herejía, fueron condenados póstumamente. Luego se dictó una sentencia colectiva para 16 relapsos. Por último, se le aplicó una sentencia a un hereje notorio, impenitente y relapso. Alrededor de 65% de los acusados sólo confesaron después de ser arrestados. Otro 10%, después de ser citados por el inquisidor. Al parecer, sólo 2 personas, es decir, aproximadamente el 3%, fueron a confesar por su propia voluntad. Los demás casos son inciertos.
Bernard Gui, como lo señaló Jacques Paul, no era sanguinario. En efecto, al condenar a prisión a los herejes penitentes por fuerza, sin deseo de conversión, los equiparaba con las personas que hacían penitencia por temor a la muerte. No agravaba los castigos, sino al contrario, como en el caso de Alasais, por ejemplo, citada por primera vez en 1307. Tras haber prestado juramento, mintió, ocultando todo lo que pudo. Primero fue arrestada, luego liberada, y se escondió durante varios meses. La volvieron a detener y la interrogaron por segunda vez. La Inquisición obtuvo contra ella los testimonios de sus antiguas cómplices. Alasais sólo confesó después de haberse enterado de esto. Fue condenada a prisión. Pero no se arrepintió. Bernard Gui, a quien no se podía calificar de ingenuo, la trató como si fuera una penitente por miedo a la muerte. No la consideró como una impenitente, porque finalmente ella había hablado. Sólo consideraba cátaros impenitentes a los que hacían declaraciones grandilocuentes. A los demás les evitaba la pena de muerte, aplicando las cláusulas más formales del procedimiento.
En general, no hay que representarse a la Inquisición de una manera demasiado rígida. Estaba dirigida por hombres cuyo objetivo principal era convertir a los herejes. Con excepción de algunos sádicos, la hoguera constituía para ellos un último recurso destinado a evitar la contaminación de una enfermedad del alma que era, a su juicio, mucho más peligrosa que una enfermedad del cuerpo.
Evidentemente, los clérigos actuaban muy a menudo como los laicos que tenían a su cargo, ya que compartían sus defectos. La verdad es que muchos de ellos no habían ingresado a las órdenes por vocación religiosa.
La simonía prosperaba: a veces el clérigo ofrecía dinero para conseguir una dignidad eclesiástica, y a veces se hacía pagar por un acto de su ministerio. En los siglos X y XI, los obispados daban lugar a un verdadero tráfico. En 1032, a la muerte de Lietry, arzobispo de Sens, Gelduin le compró esa sede metropolitana al rey Enrique I. En 1038, Bernard, vizconde de Albi, y Frotaire, su hermano, le vendieron el obispado a un tal Guillaume. El contrato estipulaba: «Nosotros, Frotaire y Bernard, le damos a Guillaume, hijo de Bernard, este obispado a la muerte del obispo Ameil, de manera tal que Guillaume, si se hace obispo o hace bendecir a otro obispo, obtenga este obispado a la muerte de Ameil». El precio de venta fue de 5000 sueldos. Se indicaba que Frotaire y Bernard retendrían en garantía aproximadamente la mitad del territorio del obispado hasta el pago completo de los 5000 sueldos prometidos. En 1053, dos candidatos se disputaban el obispado de Puy, y el rey se lo otorgó a Bertrand de Mende, que le pagaba una cantidad mucho mayor de dinero.
Según Raoul Glaber, «al igual que casi todos los príncipes, que desde hacía mucho tiempo estaban enceguecidos por el amor a las vanas riquezas, el mal también afectó a todos los prelados de las iglesias diseminadas por el mundo… Incluso los reyes, que habrían debido ser los jueces de la dignidad de los candidatos a los empleos sacros, corrompidos por los obsequios que les prodigan, optan por cualquiera para gobernar las iglesias y las almas, cuando es aquel de quien esperan los más ricos regalos. Y si todos los turbulentos, todos los que están henchidos de vanidad, son los primeros en abrirse paso en cualquier prelatura, es porque su convicción está atada a las cajas donde guardan su dinero, y no a los dones que trae consigo la sabiduría. Una vez que consiguen el poder, se entregan con mayor asiduidad a la codicia, sobre todo porque deben a ese vicio la coronación de sus ambiciones. Lo sirven como a un ídolo que ocupa para ellos el lugar de Dios».
Los eclesiásticos, que a veces desembolsaban grandes sumas, se sentían tentados a recuperar sus fondos y obtener dinero de lo espiritual. Algunos metropolitanos vendían la consagración episcopal a la persona elegida por el clero y el pueblo, o escogida por el soberano. Hacia 991, Dagbert, arzobispo de Bourges, aceptó consagrar, a cambio de una suma de dinero, al abad de Beaulieu, Bernard, como obispo de Cahors. Guifred de Narbona actuó en la misma forma. Al incriminarlo, el vizconde Bérenger declaró que Guifred «vendió todas las órdenes y, por hablar solamente de los obispos que consagró en mis tierras, les sacó hasta el último céntimo. Si dudáis de estos hechos, interrogad a los obispos de Lodéve y de Elne, a quienes él ordenó, y que podrían dar testimonio». Gerbert ponía en boca de un obispo estas palabras: «Ese oro que entregué, si vivo fielmente, no pierdo la esperanza de recuperarlo. Ordeno a un sacerdote y recibo oro. Designo a un diácono y recibo mucho dinero. Por las otras órdenes, por la bendición de abades y de iglesias, confío en obtener mi ganancia. De manera que el oro que yo entregué, está intacto en mi tesoro» (estos dos textos son citados por Auguste Dumas).
¿Por qué no seguiría ese ejemplo el bajo clero? A fines del siglo IX, era común ver en algunas regiones que un cura rural le pagara un derecho al señor para que le confiara su iglesia. Esta costumbre fue condenada por el concilio de Vienne de 892. En 895, el concilio de Tribur declaró que «se ha insinuado una costumbre que horroriza y que debe ser evitada por todos los cristianos: se vende a un precio determinado la sepultura que les es debida a los muertos, y se vuelve venial la gracia de Dios».
Para conseguir más rápidamente un lugar en el paraíso, convenía atraer la misericordia de Dios. La Iglesia era una intermediaria obligada, y las donaciones constituían un excelente medio para ello. De modo que en su lecho de muerte, el pecador se mostraba generoso, especialmente porque sus riquezas ya no le servían. Y cuando no era suficientemente generoso, el sacerdote podía instarlo a ser más magnánimo.
Los clérigos no observaban la continencia. A través del matrimonio, por lo menos hasta el siglo XII, y del concubinato, durante toda la Edad Media, el clero secular violaba sus compromisos.
El concilio llevado a cabo en Bourges en 1031 declaró que ningún sacerdote, diácono o subdiácono debía tener mujer ni concubina. Todos los clérigos que eran ordenados subdiáconos debían prometer que no tomarían esposa ni concubina. En adelante, los hijos de los sacerdotes, diáconos o subdiáconos no serían admitidos en el clero. Se prohibió dar una hija en matrimonio a un sacerdote, a un diácono, a un subdiácono o a sus hijos, y casarse con la hija o la viuda de un sacerdote, de un diácono o de un subdiácono. El concilio celebrado en Limoges ese mismo año renovó algunos cánones, especialmente sobre el celibato. La frecuente repetición de esas interdicciones mostraba que la continencia no se cumplía. Por otra parte, el clero jerárquico daba el ejemplo. El arzobispo de Rouen, Robert, hijo del duque de Normandía Ricardo 1, tenía tres hijos con una mujer llamada Herlève. En 1049, el obispo de Langres fue acusado ante el concilio de Reims de haber raptado a una mujer casada y con la que vivía desde mucho tiempo en adulterio. Ese mismo concilio afirmó que los sacerdotes tampoco querían abstenerse de cortesanas y guardar la continencia.
En Bretaña existían verdaderas dinastías de obispos. En Quimper, a principios del siglo X, la casa condal se apoderó del obispado y, durante tres generaciones, los condes y los obispos pertenecieron a la misma familia. Benedicto (1008-1029), al mismo tiempo obispo y conde de Cornouailles, le dejó el condado a su hijo Alain Canhiart y el obispado a su otro hijo Orscant. Este se casó con Onven, hija de Rivelen de Crozon. Su hijo también fue obispo de 1065 a 1113. En Rennes, en el siglo XI, se sucedieron cuatro prelados, de padre a hijo: el primer Tébaut era hijo de un sacerdote llamado Loscoran, que había seducido a una joven de la nobleza. Los padres de ella ayudaron a su hijo a convertirse en obispo de Rennes. Tébaut, obispo en 990, se casó en primeras nupcias con una hija del archidiácono de Nantes y tuvo con ella un hijo llamado Gautier. Lo hizo obispo de Rennes y luego se retiró a la abadía de Sainte-Melaine. La segunda esposa de Tébaut le dio dos hijos, Mainguené de la Guerche y Triscan. El obispo Gautier se casó y tuvo varios hijos, entre ellos Guérin, a quien hizo obispo mientras él vivía. A la muerte de Guérin, Triscan fue obispo, después de suceder a Tébaut en la dirección de la abadía de Sainte-Melaine.
La situación cambió con la reforma gregoriana que estableció el matrimonio para los laicos y el celibato para los sacerdotes. Pero la prohibición del nicolaísmo, o casamiento de los sacerdotes, encontró bastante resistencia. El casamiento de los obispos y los sacerdotes era todavía tan frecuente en el siglo XI que esa conducta no parecía deshonrosa, decía Bonizo de Sutri en la segunda mitad del siglo. De acuerdo con el sínodo de París celebrado en 1074, la ley del celibato era intolerable. A principios del siglo XII, sin embargo, triunfó la reforma gregoriana. La regla del celibato eclesiástico ya no podía transgredirse impunemente. Yves de Chartres le dijo a Galon, obispo de París, uno de cuyos canónigos acababa de casarse, que este debía perder las atribuciones de su cargo.
Pero subsistió el concubinato, que perduró durante toda la Edad Media. Al final de este período, por ejemplo, en Poitou, Pierre Barriou, párroco de Asnières, era considerado «hombre de vida disoluta y deshonesta», y Guillaume Rodier, archipreste de Ambernac y párroco de Pressac durante nueve o diez años, había llevado durante ese tiempo «una vida muy mala y deshonesta» y «continuamente tuvo mujeres en concubinato, incluso entre sus feligresas».
Entre las monjas, la clausura raras veces era absoluta. En muchos casos, entraban en el convento por motivos económicos o por razones de seguridad, y la vida espiritual no podía dejar de resentirse por ello. Muchas monjas se convirtieron prácticamente en mujeres públicas, según señaló el concilio de Aix-la-Chapelle de 836. Los concilios de Meaux-París (845-846) estipularon que las religiosas acusadas de vida licenciosa debían vivir en lugares donde pudieran hacer penitencia bajo vigilancia. La abadía Saint-Jean de Laon mostraba un relajamiento material y moral tan grande que en 1060, el obispo Elinand expulsó a la abadesa sin siquiera escucharla. En 1098, Yves de Chartres le escribió al obispo de Meaux, Gautier, que los monjes de Tours y la condesa Adela le habían advertido que las monjas de Faremoutiers se prostituían (una expresión empleada quizá de manera excesiva por el prelado). En Saint-Eloi de París, el obispo Galon se vio obligado a expulsar a las religiosas a causa de sus desórdenes. Los reyes Felipe y Luís dieron su consentimiento. En el siglo XIV y durante la primera mitad del 15, la guerra y las dificultades económicas contribuyeron al desorden.
Como podemos comprobar a través de las cartas de remisión, los monjes se comportaban en la misma forma que los sacerdotes. Pierre Tenebrer, llamado el Capellán, fue «engendrado del hermano Guillaume Braer, abad de Absie de Gatine, y Marion Tenebrere, mujer difamada». El hermano Jean Tranchée, religioso de Saint-Hilaire de la Celle, y el hermano Jean Pinot, religioso de Talmont, fueron sorprendidos en flagrante delito por los maridos de sus amantes. Louis de Nesson, prior de Saint-André de Mirebeau, el hermano Nicolas de Gironde y Jean de Redout raptaron a la marquesa de Bulhon, que tenía catorce o quince años, e hicieron lo que quisieron con ella durante cinco días.
La homosexualidad parece haber estado muy difundida en el mundo religioso. En el siglo XI, Pedro Damiano acusó a los sacerdotes de tener relaciones con hombres a quienes dirigían en el plano espiritual. Yves de Charles le dijo al legado del Papa, y luego al propio Papa, que el arzobispo de Tours, Raoul, había convencido al rey de Francia Felipe I para que nombrara a un tal Jean, obispo de Orléans. Se trataba de un amante del arzobispo. «Es un ser ignominioso cuya deshonesta familiaridad con el arzobispo de Tours y su difunto hermano, y muchos otros libertinos, es públicamente condenada en todas las ciudades de Francia».
Los clérigos eran violentos. «El difunto Étienne Merceron era un hombre de mala vida y deshonesto, que durante mucho tiempo mantuvo y llevó por el país a la mujer de Jean du Brueil, tuvo cuatro hijos con ella o algo así, y fue acusado el susodicho Merceron de haber asesinado a un tal Ogis y haberle robado siete francos y medio, y arrojó a su padre al fuego y le pegó, así como a su madre en varias oportunidades, y a Pierre, su hermano, le rompió dos costillas… [fue acusado de diversos robos] y con eso arruinó y dilapidó bienes, solía reprender sin causa, fue un gran pleitista y mortificador de personas, era malévolo y estaba lleno de odio hacia todos sus parientes y vecinos, o la mayor parte de ellos» (1395).
Muchos sacerdotes se mostraban particularmente iracundos. Un día de Pascua, Lyonard Aladouce encontró en su casa a su hermano Benedicto, sacerdote, hombre de mala vida, que había pasado todo el día en la taberna. Después de intercambiar insultos, el sacerdote quiso atacar a su hermano con un cuchillo. Lyonard le suplicó «No me mates», le arrebató el arma y salió para evitar la pelea. Pero Benedicto lo siguió hasta el patio, lo tomó por los cabellos y lo arrojó al piso gritando: «Gran villano, toma esto». Y le propinó bastonazos en la cabeza a Lyonard, causándole una herida de cuatro dedos (1498).
Los textos que mencionaban las acciones reprobables de los clérigos eran en general documentos de orden legislativo y judicial, y algunos expresaban una indignación de moralistas. En consecuencia, constituían testimonios de cargo.
Pero al estudiar las relaciones de la Iglesia con la pobreza, hemos comprobado, en un plano general, que frente a la codicia de algunos, había muchos clérigos que se desprendían de los bienes terrenales.
Las recomendaciones que hacían algunos obispos de la zona lotaringia o renana (en el siglo IX o a comienzos del siglo X), y frecuentemente repetidas, con variantes, en muchos manuscritos canónicos y litúrgicos, muestran un esfuerzo de la jerarquía por establecer un marco de conducta para sus clérigos y elaborar una ética, especialmente en materia de dinero. Transcribimos algunos pasajes: «Primera admonición: vuestra vida y vuestra conducta deben ser irreprochables. Para eso, vuestra residencia estará cerca de la iglesia y no tendréis mujer en casa […] Ninguno de vosotros exigirá retribución ni obsequios para el bautismo de los niños, ni para la absolución de los enfermos, ni el entierro de los difuntos […] No entreguéis en prenda a un comerciante o a un tabernero los recipientes sagrados ni las vestimentas sacerdotales […] Ninguno de vosotros pagará usura ni prestará a interés. Los bienes y las riquezas que adquirís después de vuestra ordenación pertenecen a la Iglesia. Ninguno de vosotros podrá adquirir una iglesia sin que nosotros lo sepamos y aceptemos. Ninguno podrá adquirir una iglesia haciendo intervenir un poder secular. Ninguno podrá abandonar la iglesia de la que es titular, ni irse a otra por la ganancia. Ninguno podrá tener varias iglesias sin la ayuda de otros sacerdotes. Nunca se podrá dividir una iglesia entre varios titulares […] Ninguno percibirá el diezmo correspondiente a otro […] Ninguno tendrá la audacia de vender, cambiar o enajenar de ninguna manera los bienes, las posesiones o las propiedades de su iglesia».
La biografía de san Norberto (1080-1134), el fundador de los premonstratenses, redactada hacia 1160, que relata su vida de predicador en 1118-1120, antes de establecerse, señalaba que había dado pruebas de una absoluta pobreza. «No le pedía nada a nadie, pero entregaba a los pobres y a los leprosos todo lo que le ofrecían».
Los mendicantes, evidentemente, y en particular los franciscanos, por sus mismas constituciones, se ubicaban en primera fila entre quienes despreciaban las riquezas de este mundo. En 1234, Domingo fue canonizado por el papa Gregorio IX, después de un proceso en el que desfilaron muchos testigos. Uno de ellos, el hermano Stefano, prior provincial de la Orden de los Predicadores en la provincia de Lombardía, declaró: «El hermano Domingo era un verdadero amante de la pobreza. Este testigo lo oyó predicar con mucha frecuencia esa virtud a los hermanos, y recomendársela insistentemente. Si le ofrecían mansiones, a él o a la comunidad, las rechazaba y prohibía a los hermanos aceptarlas. Sólo quería para su orden casas pequeñas y pobres, y él usaba un hábito miserable y ropa interior ordinaria… Amaba la pobreza en sí mismo, y también la amaba en sus hermanos. Por eso, les dio el precepto de usar solamente vestimentas de poco valor, no llevar nunca dinero en los viajes, sino vivir en todas partes de limosnas. Y eso lo hizo escribir en su regla, en sus constituciones».
Así como las fuentes legislativas y judiciales destacaban las faltas de los clérigos, los textos hagiográficos insistían en la fidelidad a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia. Gregorio de Tours describía a Dalmas, obispo de Rodez, muerto hacia 580, como «un hombre eminente, por su absoluta santidad, que se abstenía de la buena comida y los placeres de la carne, muy generoso en sus limosnas, bueno para todos y muy asiduo en la plegaria y los ayunos». Pero no faltaban las dificultades. El beato Marzio de Gualdo, discípulo de san Francisco de Asís, «domaba su cuerpo bajo el peso de las piedras [reconstruyó una pequeña iglesia], se ejercitaba y se sometía a los trabajos del campo para que ningún vicio pudiera germinar en su cuerpo, y así pensaba someter la carne rebelde al espíritu». San Francisco de Asís no solamente vivía en la pobreza. Thomas de Celano escribió: «Cada vez que predicaba, antes de exponer frente a los asistentes la palabra de Dios, invocaba la paz: “Que el Señor, decía, os dé la paz”. Anunciaba esa paz constantemente, con la mayor devoción, a los hombres y a las mujeres, a los que encontraba, o lo encontraban». Se trata, evidentemente, de personajes excepcionales. Pero hubo muchos sacerdotes y monjes oscuros que llevaron una vida digna y honraron sus compromisos, aunque, por supuesto, no son mencionados en los textos.
Los miembros del clero actuaban como sus feligreses, y estaban completamente integrados en la sociedad del lugar, como lo atestiguan algunas cartas de remisión concernientes a Poitou. También intervenían en la vida económica. Guillaume de Limoges, sacerdote, deseaba fervientemente adquirir unos terrenos situados cerca de Niort, que pertenecían a uno de sus hermanos. Jean Sicault, que le había prestado a André Damguille dos escudos, intentaba recuperarlos: un sacerdote llamado Jean Paingot le propuso tomar su crédito, a cambio de seis blancas. Una carta de remisión de julio de 1498 señalaba que en el tiempo de la vendimia, un molinero que pasaba por la aldea de Berthinville vio en un jardín a dos sacerdotes cosechando, que lo invitaron a beber. El cura de Seuilly, cerca de Mirebeau, los sacerdotes Pierre Mapault y Jacques Girier tenían una taberna. Gracias a su instrucción, los sacerdotes podían ejercer profesiones que exigieran cierta cultura. En una oportunidad, como el notario de Civray estaba demasiado ocupado, un tal Moriset fue a buscar a Jean Gaudre, sacerdote y notario de Charroux.
Los sacerdotes —pocas veces los monjes, que no estaban tan en contacto con los habitantes de la aldea— compartían la vida de sus rebaños. Muchos textos relatan que almorzaban o cenaban con sus feligreses, y se divertían con ellos. Jean Botard fue a una hostería a almorzar, y compartió su vino con dos sacerdotes. Como se sintió mal, fue a acostarse a un pajar que estaba cerca. Luego llegaron sucesivamente los curas de Melleran y de Sainte-Ouenne, y el vicario de La Chapelle, que lo invitaron a ir a almorzar con ellos, y una hora más tarde, el sacerdote Perrot Davy, un molinero y dos arqueros, acompañados por una mujer pública, también lo invitaron (1491).
Los miembros del clero participaban de las distracciones de los aldeanos, como Pierre Fourré, cura de Aulnay, que se reunía con varios compañeros de esa ciudad, «para ciertos juegos, esparcimientos y diversiones que suelen hacer el día de la fiesta de san Nicolás, yendo de casa en casa para pedir lo que las buenas gentes quieran darles, como huevos, tocino, queso y otras cosas, para ir a beber juntos a la taberna u otras cosas». El 31 de diciembre de 1500, en la ciudad de La Rochefoucauld, hacia las nueve de la noche, el sacerdote Jean Guyonnet, llamado Descuratz, se paseaba disfrazado, armado con un sable corto, y con una cofia de seda amarilla bajo una capucha blanca para ocultar su rostro. Lo acompañaban otras ocho o nueve personas, clérigos y laicos, disfrazados como él y muy ruidosos.
Los sacerdotes y los fieles se reunían también para cumplir sus deberes religiosos. Según una carta de 1394, el domingo posterior a la Trinidad, los feligreses de Nieul-le-Dolant, junto con su párroco, se dirigieron en procesión y peregrinación a la iglesia de Sainte-Flaive, a aproximadamente una legua de distancia. Al llegar a destino, «hicieron su ofrenda y oyeron la misa devotamente como lo deben hacer los buenos cristianos, y después salieron de la iglesia y fueron a casa del cura de la parroquia, donde bebieron y comieron, y luego regresaron».
Es muy difícil conocer la proporción de clérigos que se ajustaban a las exigencias de Cristo y de la Iglesia. ¡Habría que sondear los corazones! Algunos elementos incitaban, ciertamente, a la desobediencia. ¿Hasta qué punto tenían vocación los clérigos? Poseían una superioridad tanto material como intelectual con respecto a los laicos, y eso les ofrecía ventajas, pero también les ocasionaba inconvenientes, porque podían abusar de ellas. Y durante la larga Edad Media, las situaciones fueron cambiando. La reforma gregoriana del siglo XI trajo como consecuencia un mayor control sobre el clero. El complicado contexto de los siglos XIV y XV engendró desórdenes. En todo caso, el clero ordinario, que vivía en medio de los campesinos, tenía tendencia a comportarse como ellos. Y justamente no correspondían a la imagen que se solía tener de ellos.
La acción de la Iglesia fue en última instancia positiva en la Edad Media. Compuesta por personas falibles, evidentemente cometió excesos, y en ciertos momentos su actitud puede parecer incomprensible, incluso detestable, para nuestros contemporáneos. Sin embargo, cuando se mostró fiel a las enseñanzas de Cristo, aportó humanidad a un mundo demasiado a menudo violento.