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La salud

Las epidemias

Tienen lugar en todas las épocas. Pero sus características, su nocividad, su expansión, varían profundamente. La Edad Media, ¿presenta en este sentido rasgos específicos?

Siglos VI-XIII

La lepra, al parecer bastante poco frecuente hasta el siglo VI, se propagó en esta época, a juzgar por los textos legislativos o reglamentarios que se ocupaban cada vez más del tema. Pareció retroceder durante el siglo VII, recuperó su vigor a partir del siglo VIII, y luego disminuyó otra vez entre los siglos IX y XI.

Otra enfermedad que se creía desaparecida, la viruela, resurgió en el siglo VI. Se desvaneció durante algún tiempo y luego volvió a manifestarse. El rey Hugo Capeto de Francia habría muerto por esa enfermedad en 996. La viruela prácticamente desapareció después del siglo XI, al menos en Europa del norte.

Europa sufrió un tercer flagelo: la peste bubónica. Esta pandemia llevaba el nombre de «peste de Justiniano». En efecto, había entrado por el mar Rojo a Pelusio, puerto egipcio sobre el Mediterráneo, llegó a Constantinopla en 542, y desde allí se propagó. Afectó en 543 a Roma e Italia, luego a Marsella, y entró a Tréveris por el valle del Ródano. En su Historia de los francos, Gregorio de Tours escribió: «La muerte en sí era rápida, porque se producía en la ingle o en la axila una herida parecida a la mordedura de una serpiente, y ese veneno provocaba la muerte, de manera tal que el enfermo entregaba su alma al día siguiente o al otro. Pero la violencia del veneno hacía perder el sentido a los hombres». Paul Diacre hablaba de «pequeños ganglios en forma de nuez o de dedo» que aparecían en la ingle o en otras partes. «La aparición de esos ganglios era seguida inmediatamente por una fiebre intolerable, y el enfermo moría en el término de tres días. Pero si el paciente superaba los tres días, tenía esperanzas de sobrevivir».

Jean-Noel Biraben, en su libro sobre la peste, señala que la epidemia de Marsella que describía Gregorio de Tours era la quinta que se había producido sólo en Occidente de 588 a 591. «Una nave proveniente de España con su cargamento habitual, ingresó al puerto de esa ciudad [Marsella] trayendo, desgraciadamente, el germen de esta enfermedad. Muchos habitantes compraron allí diversas mercancías. Una casa en la que vivían ocho personas quedó rápidamente vacía, pues todos sus habitantes murieron por el contagio. Esta epidemia incendiaria no se extendió en forma inmediata a todas las viviendas, pero después de interrumpirse por algún tiempo, volvió a encenderse como una llama en medio de una cosecha e hizo arder a toda la ciudad con el fuego de la enfermedad». El obispo de la ciudad le suplicó a Dios que pusiera fin a esa mortandad. «La plaga cesó completamente durante dos meses, y mientras la población regresaba tranquila a la ciudad, la enfermedad volvió a manifestarse, y los que habían vuelto, fallecieron. Más adelante, la ciudad fue aquejada en muchas oportunidades por ese flagelo mortal».

Es curioso comprobar que los médicos bizantinos racionalistas insistían en explicar la propagación de la enfermedad por la contaminación del aire, y se negaban a admitir que el contacto con los enfermos pudiera tener alguna importancia.

Se aconsejaba huir. En 571, Gregorio de Tours partió hacia Brioude, pero si bien él mismo no se enfermó, la peste atacó a dos de sus sirvientes. En 588, los habitantes de Marsella abandonaron su ciudad. Existían procedimientos menos racionales. En Auvergne, en 543, dibujaban en las paredes de las casas y las iglesias un signo que los campesinos llamaban Tau. El paganismo estaba lejos de haber sido extirpado, y la propia madre de Gregorio de Tours apelaba a la oniromancia, es decir, a la adivinación de los sueños. «Cuando esa famosa enfermedad de las ingles, que fue expulsada por las plegarias del obispo saint Gall, llegó a Auvergne, y de pronto se vieron los muros de las casas y las iglesias cubiertos de signos y caracteres, mi madre creyó ver en sueños, durante la noche, que el vino que guardábamos en nuestros sótanos se había convertido en sangre. Cuando se lamentó y gritó: “¡Desdichada de mí! ¡Mi casa lleva la señal de la plaga!”, un hombre le dijo: “¿Sabes que pasado mañana, que será el día de las calendas de noviembre, se celebrará la fiesta de la pasión del mártir Benigno?”. “Lo sé”, dijo ella. Entonces él replicó: “Ve, pues, y vela toda la noche en su honor, haz decir misas, y serás preservada de la plaga”. Cuando mi madre se despertó, hizo lo que le habían ordenado, y nuestra casa permaneció intacta en medio de las casas vecinas marcadas con los signos fúnebres».

Los daños fueron considerables, aunque geográficamente se limitaron a la costa mediterránea de Europa. Pero la peste se repitió varias veces: se produjeron unas veinte recurrencias con espacios de nueve a trece años entre 541 y 767. Luego desapareció, no sólo de Europa, sino también de Asia y África.

A partir del siglo IX, se inició un nuevo período. Mientras la lepra retrocedía, la viruela aparecía en forma más esporádica y la peste desaparecía, aparecieron dos nuevas plagas. En primer lugar, el «fuego sacro», que más tarde se conoció con el nombre de «fuego san Antón», al desarrollarse la orden de los antonianos, fundada en 1095 en la región de Vienne, Francia. Se trataba de una intoxicación por el cornezuelo del centeno que, mezclado con harina, daba origen a dos formas de enfermedad. Cuando la forma de la enfermedad era fuerte o convulsiva, se producían espasmos acompañados por dolorosas contracturas, que provocaban la muerte. Cuando era débil o gangrenosa, los miembros se ennegrecían, se secaban y se rompían en las articulaciones. Las personas de la Edad Media creían que el ennegrecimiento se debía a un fuego interior que quemaba los miembros, y por eso llamaron a la enfermedad «fuego sacro». Como las condiciones climáticas eran propicias, el ergotismo hizo estragos en el siglo X, provocando una gran cantidad de muertos y lisiados. Alemania e Inglaterra se vieron afectadas a comienzos del siglo XII, época del apogeo de esa enfermedad en Europa occidental.

Una segunda epidemia importante, la gripe, apareció súbitamente durante el invierno de 876877. Síntomas como fiebre, problemas oculares y tos afectaron especialmente a los pobladores de las regiones renanas, tras el regreso de Italia del ejército de Carlomán. Esa gripe se manifestó en muchas oportunidades.

El paludismo que se propagó en aquel entonces únicamente en las costas mediterráneas de Europa, llegó a las orillas atlánticas y las del mar del Norte, llevado por los vikingos que volvían de las incursiones en el Mediterráneo y en África. Luego la plaga subió por los ríos hasta las regiones pantanosas del interior.

A principios del siglo XII, volvieron a aparecer antiguas epidemias. La viruela, en las zonas mediterráneas. La lepra, por las nuevas relaciones con el Cercano Oriente, donde estaba extendida. En cuanto al fuego sacro, muy frecuente hacia 1100, disminuyó rápidamente.

En esa época se desarrolló el escorbuto, que afectó a las poblaciones que se habían alimentado durante mucho tiempo con carnes y pescados salados. Afectó al ejército del rey de Francia Luís IX en Damieta, en 1248. Joinville relataba: «El único pescado que comimos en el campamento, durante toda la cuaresma, fue locha, y las lochas comen gente muerta, porque son peces voraces. Y por causa de esa desgracia, por causa de la incomodidad del país donde jamás llueve una sola gota de agua, hemos contraído la enfermedad del ejército, por la cual se nos secaba la carne de las piernas, y la piel de nuestras piernas se llenaba de manchas negras y de color tierra, como una bota vieja. Y al contraer esta enfermedad, se nos pudría la carne de las encías, y nadie se libraba de esta enfermedad, sino que debía morir. El signo de la muerte era que cuando sangraba la nariz, la gente moría… La enfermedad empezó a agravarse en el campamento de tal manera que nuestros soldados tenían tanta carne muerta en las encías que los barberos debían sacarles la carne muerta para que pudieran masticar la comida y tragarla. Daba mucha pena oír en el campamento los alaridos de la gente a la que le cortaban la carne muerta, porque daban alaridos como mujeres en trabajo de parto».

La tuberculosis aparecía en los textos, durante la alta Edad Media, especialmente bajo la forma de la tisis, pero lo que más se mencionaba eran las escrófulas. En el siglo XII se desarrolló en Inglaterra y Francia la idea de que el rey podía curar las escrófulas tocándolas.

A mediados del siglo XIV, apareció la terrible Peste Negra.

La Peste Negra

Esta epidemia era seguramente de origen asiático, pero ningún texto occidental la mencionó antes de su aparición, en 1346, a orillas del mar Negro. En 1347, afectó a la factoría genovesa de Caffa. Después de dejar Constantinopla, atacadas por la enfermedad a mediados de ese mismo año, doce galeras genovesas se dirigieron a su patria. Hicieron escala en Mesina, y de allí la peste se propagó por toda Sicilia. Los diversos puertos del Mediterráneo oriental y occidental fueron afectados a principios de 1348. La peste ingresó luego al interior de las tierras, tanto en Occidente como en Oriente. En junio o julio de 1348, se instaló en Burdeos, y luego, en pocas semanas, llegó a los puertos de Inglaterra, Normandía e Irlanda. En 1349, atacó los puertos que rodeaban el mar del Norte, y luego se propagó en toda la Alemania septentrional. La ciudad de Lübeck se vio afectada a comienzos de junio de 1350, e inmediatamente después, los puertos y los países ribereños del Báltico. En 1350-1351 fueron afectadas Polonia, Lituania y Curlandia. En 1352, le tocó el turno a Rusia.

La epidemia se manifestaba en general bajo la forma bubónica, con problemas pulmonares o hemorrágicos secundarios, y cesaba, o disminuía su intensidad, en invierno.

Las consecuencias demográficas fueron considerables. Según un libro de cuentas que llevaba el vicario de la parroquia de Givry, cerca de Chalon-sur-Saône, en Borgoña, la peste habría causado la muerte de más de un tercio de la población (que se puede estimar en 2000, y hasta 2200 habitantes) entre fin de julio y fin de noviembre de 1348, es decir, en el término de cuatro meses, y quizá más, tomando en cuenta a los bebés. En la ciudad de Reims, la proporción parece haber sido de un muerto cada tres habitantes, y el campo estaba tan expuesto como la ciudad. «La mortandad fue tan grande en el hospital para indigentes de París que, durante mucho tiempo, llevaban diariamente en canos más de 500 muertos para enterrarlos en el cementerio de los Santos Inocentes», escribió Jean de Venette. Antes de ser afectado por la peste, el reino de Navarra tenía, según algunos historiadores, entre 70 000 y 90 000 habitantes. En 1350, la población había disminuido en un 63 por ciento con respecto a 1330.

Se produjo un gran impacto demográfico, pero también económico, social y mental. El cronista florentino Malteo Villani dio testimonio de ello: «Cuando terminó la peste, los pocos hombres que quedaron, enriquecidos de bienes materiales gracias a las herencias y las sucesiones, olvidando los hechos pasados como si no se hubieran producido, comenzaron a llevar una vida más escandalosa y desordenada que antes. Se entregaron a la pereza y la disolución, pecaron por glotonería, disfrutando de los banquetes, las tabernas y las delicias de una alimentación delicada, y también de los juegos, dejándose llevar sin freno a la depravación, buscando maneras extrañas y desacostumbradas de vestirse y modales deshonestos, introduciendo novedades en el corte de la ropa. Y la gente modesta, hombres y mujeres, por la excesiva abundancia de las cosas, no querían ejercer más los oficios habituales: exigían la comida más cara y más fina para su mesa cotidiana, y se permitía que los criados y las mujeres de baja condición se casaran engalanados con las bellas y ricas vestimentas de las damas nobles difuntas. Y sin ninguna discreción, casi toda nuestra ciudad se entregó a una vida deshonesta, y, en forma parecida, o peor, actuaron las demás ciudades y los demás países del mundo».

La Peste Negra tuvo varias recurrencias. En el territorio francés, hubo tres pestes muy violentas, en 1361, 1374 y 1400, y tres pestes medianas en 1369, 1382 y 1390. A propósito de la epidemia de 1360-1363, Guy de Chauliac, médico del papa Clemente VI, señaló: «Se diferencia de la anterior por el hecho de que en la primera murieron más personas del pueblo, y en esta, más ricos y nobles, muchos más niños y pocas mujeres». De manera que esta peste, al atacar particularmente a los niños nacidos de las numerosas uniones celebradas en 1349 y 1350, afectó gravemente la recuperación demográfica.

SIGLO XV

Según Jean-Noel Biraben, hubo doce epidemias de peste entre 1412 y 1498, tres de ellas muy virulentas en 1412, 1439 y 1482. Las epidemias y las malas cosechas seguidas de carestías y hambrunas estaban muy relacionadas entre sí. El invierno de 1480-1481, extremadamente duro desde fines de diciembre hasta principios de febrero, provocó el congelamiento de los ríos y la destrucción de las siembras. En primavera y en verano, se produjeron abundantes lluvias que causaron inundaciones y echaron a perder las cosechas, por lo cual subió excesivamente el precio de los granos. En enero de 1482, tuvieron lugar otra vez fuertes inundaciones, y hubo muchas dificultades con las cosechas. Una epidemia, probablemente de meningitis, atacó al mismo tiempo a las poblaciones. Luego vino la peste.

En el siglo XV, la mayoría de las epidemias avanzaron en general, con excepción del fuego sacro y la lepra, como la gripe que afectó a toda Europa en 1438 —con una particular virulencia en Italia—, y atacó sobre todo a Francia en 1482. La viruela pareció regresar a Europa central y septentrional. La disentería causaba cada vez con mayor frecuencia importantes daños en los ejércitos.

El autor del Diario de un burgués de París señalaba que los habitantes de la ciudad sufrían diversas enfermedades, como la tos ferina. «Ocurrió que, por voluntad de Dios, un mal aire contaminado cayó sobre el mundo, que más de cien mil personas en París se encontraron en tal estado que perdían el beber y el comer, el descanso, y tenían fiebre alta dos o tres veces por día, y especialmente todas las veces que comían, y todas las cosas les parecían amargas y muy malas y hediondas, y temblaban todo el tiempo. Y con eso, peor aún, perdían toda la fuerza del cuerpo, y no se atrevían a tocar nada en ninguna parte, por lo agobiados que están los que padecían ese mal, y duró sin cesar tres semanas y más, y empezó a ciencia cierta al comienzo del mes de marzo en dicho año, y lo llamaron tac o golpe… Sobre todos los males, la tos era tan cruel para todos, día y noche, que a algunos hombres a fuerza de toser se les rompieron los testículos para toda la vida [perdieron su capacidad viril]». O la gripe de 1427: «Empezaba en los riñones y los hombros, y los enfermos creían que tenían cálculos, tan cruel era el dolor, y después a todos les venían los estornudos o fuertes temblores, y durante ocho o diez o quince días no podían beber, ni comer, ni dormir, unos más, otros menos, después venía una tos tan mala que cuando estaban en el sermón, no se podía oír lo que decía el predicador, por el gran ruido que hacían los que tosían».

A fines del siglo XV, apareció la sífilis, cuya expansión, a partir de los años 1493-1494, llenó de angustia a sus contemporáneos. Alexander Benedictus, un médico veneciano que observó a los soldados contaminados en Fornova en 1495, escribió que «por el contacto venéreo, una enfermedad nueva, o al menos desconocida por los médicos que nos precedieron, el mal francés, se deslizó desde Occidente hasta nosotros, en el momento en que publico este libro [en 1497]… Tan repulsivo es siempre el aspecto, tan grandes son los sufrimientos, sobre todo de noche, que esta enfermedad supera en honor a la lepra generalmente incurable o la elefantiasis, y la vida está en peligro». Inmediatamente se entendió que el mal se contraía a través del contacto sexual. Por eso, Johannes Wilmann, que escribió en 1497 un tratado sobre la enfermedad, recomendaba tomar precauciones durante las relaciones sexuales, especialmente con prostitutas. Se publicaron ordenanzas para expulsar a los enfermos de sífilis o «gran viruela». En París, «se intima, en nombre del rey y del preboste de París, a todos los enfermos de dicha enfermedad, tanto hombres como mujeres, que inmediatamente después de esta proclama, abandonen la ciudad y los suburbios de París, y que los extranjeros regresen a vivir a los países y lugares donde nacieron, y los otros, fuera de la ciudad y los alrededores, so pena de ser arrojados al río si se los atrapa después de este día».

Esta lista es impresionante. Pero la Edad Media duró mil años. En el siglo 20 aparecieron, por no citar más que dos enfermedades, la gripe española, que causó millones de muertes inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial, y el sida, que sigue haciendo estragos en todos los continentes. En nuestra opinión, la catástrofe más terrible que conoció la Edad Media fue la Peste Negra y sus recurrencias. Una catástrofe contra la cual los principales remedios parecían ser la huida y la plegaria. Sin embargo, la medicina hizo progresos en aquella época.

Los progresos de la medicina

Por supuesto, la medicina medieval presentaba deficiencias.

En el mundo romano no existía —más que en una forma muy parcial— ni una enseñanza verdaderamente organizada de la medicina, ni un control previo que habilitara para el ejercicio de la profesión. En Roma, quienes se ocupaban de curar a los enfermos eran mayormente eslavos que habían sido médicos antes de ser capturados, y en algunos casos, libertos. En cuanto a los hombres libres, por lo general eran griegos, como Galeno en el siglo 2, que iban a ejercer a la capital. Además, los textos de medicina de la Antigüedad pocas veces estaban escritos originalmente en latín, ya que el idioma que se utilizaba era el griego. De manera que los textos en latín, una lengua cada vez menos conocida por los occidentales tras la caída del Imperio Romano, eran en su mayoría traducciones, adaptaciones o compilaciones de obras escritas en griego.

Los manuscritos médicos de los siglos 5 a 10, casi siempre copiados en un marco monástico, se limitaban generalmente a proporcionar recetas o a describir en forma sintética las enfermedades, indicando tratamientos, sin justificarlos. Más que el método hipocrático, se seguía un procedimiento metódico. Y, como escribió Isidoro de Sevilla, «los metódicos no toman en cuenta ni los elementos, ni los tiempos, ni las edades, ni las causas, sino solamente las sustancias de las enfermedades». La doctrina metódica tampoco consideraba útil conocer la fisiología ni la anatomía, de manera que no llama la atención que los textos de la alta Edad Media, bajo su influencia y como consecuencia del empobrecimiento intelectual de la época, contengan muy pocas exposiciones sobre esos aspectos.

Antes del siglo XI, la medicina era ejercida en general por los monjes. Desde luego, tenía muchas lagunas. En el siglo IX, el arzobispo de Reims, Hincmar, al escribir sobre el divorcio del emperador Lotario y su esposa Teutberga, declaró que había tenido que investigar sobre temas de ginecología, ya que, por su condición de clérigo, no era demasiado competente en ese terreno.

Sólo una pequeña parte de los textos árabes fue traducida en la Edad Media. Por lo tanto, subsistieron muchas ignorancias referentes a la cronología y a la geografía. El movimiento de traducción que tuvo lugar en los siglos XI-XII no permite tener acceso a las obras posteriores. Los textos médicos árabes que conocían los latinos eran únicamente los que existían en Italia y España. Casi no hacían referencia a la práctica hospitalaria en las tierras del islam.

Predominaba siempre el saber libresco, y se recurría a la lectura antes que a la observación directa. Se abrían los cuerpos con el objeto de responder a preguntas planteadas con anterioridad.

La formación que recibían los médicos y los barberos era muy reducida en muchos lugares. En Toulouse, por ejemplo, durante los siglos XIV y XIV, no existió ninguna facultad especial de medicina. Se enseñaba medicina en la facultad de artes, junto con la gramática y la lógica. Una bula del 27 de abril de 1306 deploraba que muchos médicos fueran tan poco instruidos, y le encargaba al obispo que a partir de ese momento llevara a cabo exámenes, con la ayuda de expertos. Evidentemente, los profesores no estuvieron de acuerdo con esa medida. Como consecuencia de una demanda de la Universidad, que se quejaba de que, a causa de la mortandad, hombres y mujeres incapaces ejercieran la medicina, y que, en consecuencia, muchos enfermos murieran o no se curaran, las autoridades municipales de Toulouse ordenaron que los médicos fueran evaluados por los profesores. Como el provisor se opuso a esa medida, agitando la amenaza de la excomunión, el rey le pidió al juez, en 1411, que la hiciera aplicar. Pero los textos sobre Toulouse no se refieren con tanta frecuencia a los médicos que tenían títulos universitarios, como a los barberos, que estaban organizados en asociaciones profesionales desde 1391.

Los procesos judiciales demostraban la incompetencia profesional de algunos médicos o que se hacían pasar por tales. Eso sucedió, por ejemplo, en Manosca. En 1310, Miqueu Aucemant fue llevado ante el tribunal. Ese charlatán no sólo practicaba la cirugía sin tener título, sino que además, según lo confesó él mismo, era analfabeto. Causó lesiones irreparables en el miembro viril de un habitante de Manosca al tratar de curarlo. En 1326, un médico, el doctor Antoni Imbert, fue acusado de haber prometido en forma engañosa curar problemas de esterilidad, especialmente en las mujeres. Tenía un ayudante, que lo elogiaba ante los eventuales clientes. Gracias a esas prácticas, Antoni ganó importantes sumas de dinero en Draguignan, de donde tuvo que huir en medio de la noche. En el transcurso del proceso, se mencionaron sus «remedios». Por ejemplo, le había prometido a Raimunda Veranessa que su hija Roselina se reconciliaría con su marido y daría a luz un hijo. Para conseguirlo, pidió una sábana de la cama de los esposos, un velo que la joven mujer debía usar y un bolso de seda, sobre el cual escribió trece letras en oro y azul. Además, Roselina tenía que escribir los «evangelios» (sic) de san Juan, de Lázaro y de los tres magos. Debía tener relaciones con su marido un viernes. Antoni le pidió un florín de oro y su alianza a Bertranda, esposa de Peire Gasc, cosió esos objetos con un hilo negro en una tela amarilla, sobre la que pegó un papel que tenía el dibujo de una cruz y las inscripciones «Gaspar, Melchor, Baltasar», «Pater Noster, Ave Maria», y «Michael». Después de enganchar a ese papel una piedra redonda y un denario, le recomendó a Bertranda que colocara ese amuleto en el lecho conyugal.

Los hombres de la Edad Media llevaban consigo determinados objetos para alejar las enfermedades. Suponían que las piedras y los metales raros, por ejemplo, gracias a su dureza, su brillo y su pureza, los protegería, alejando las podredumbres externas e impidiendo que las podredumbres internas se desarrollaran. El inventario de los bienes del duque de Berry, hermano de Carlos V, mencionaba que solía llevar dos piedras «contra el veneno». La misma costumbre existía en la corte de Provenza, donde, algunas décadas más tarde, en los inventarios del rey René se incluían «piedras contra la epidemia». Las reliquias poseían poderes similares. Los huesos de santo Thomas Beckett, en el siglo XII, impedían las enfermedades, los accidentes, y transmitían ese poder a la tumba y al agua que emanaba de ella.

Por otra parte, como escribe Georges Vigarello, «el cuidado de la salud implicaba una afinidad muy especial entre el estado del cuerpo y el de los astros, entre el funcionamiento de los órganos y la marcha de las estaciones, los vientos, los climas y las aguas». En consecuencia, se desarrolló el diagnóstico astrológico, aunque si se compara con la Antigüedad, en la Edad Media esta práctica clínica disminuyó, y se le dio mucha más importancia al análisis del pulso y de la orina. Las explicaciones de Guy de Chauliac ilustraban la forma de pensar de la Facultad. «Diga lo que diga el pueblo, la verdad es que la causa de esta mortandad fue doble: una activa, universal, y la otra, pasiva, particular. El agente universal fue la disposición de cierta conjunción de los más grandes, de tres cuerpos superiores, Saturno, Júpiter y Marte, que en el año 1345, había precedido al vigésimo cuarto día del mes de marzo, en el decimocuarto grado de Acuario. Porque las conjunciones más grandes (como lo dije en mi libro Sobre la astrología) significan cosas maravillosas, fuertes y terribles, como los cambios de reinados, el advenimiento de profetas y las grandes mortandades… Una conjunción tan grande imprimió una forma tal sobre el aire y los demás elementos, que del mismo modo en que el imán atrae al hierro, puso en movimiento los humores densos, calientes y venenosos. Al mezclarlos adentro, se formaban abscesos que provocaban fiebres continuas y esputos de sangre al principio. Dicha forma era tan poderosa que alteraba la naturaleza. Luego, cuando se atenuó, la naturaleza menos alterada comenzaba a rechazar lo que podía hacia afuera, principalmente hacia las axilas y las ingles, produciendo bubones y otros abscesos, de modo que esos abscesos exteriores eran el producto de los abscesos internos».

En la ginecología y en la obstetricia puede notarse la insuficiencia de los conocimientos médicos que tenían incluso los mejores clínicos. Para Henri de Mondeville (ca. 1270-ca. 1330), cirujano de Felipe el Hermoso, la sangre femenina de las reglas, cuyas propiedades nefastas se complacían en enumerar los autores medievales, constituía un residuo venenoso que era absolutamente necesario evacuar cuando la naturaleza no lo hacía por sí misma. De lo contrario, envenenaba y, según se creía, producía afecciones cutáneas, especialmente la lepra, en niños y adultos. Podía contaminar las operaciones que se realizaran sobre el cuerpo humano. De manera que el cirujano debía evitar todo contacto con esa sangre antes de una intervención.

Los embarazos y los partos planteaban frecuentes problemas. Cuando la salida del niño presentaba alguna dificultad, se podían colocar reliquias sobre el vientre de la futura madre. En un libro que trataba sobre los milagros de santa Catalina de Fierbois, se aconsejaba a una mujer que se hiciera leer la vida de santa Margarita. Esta, antes de su martirio, habría prometido un parto feliz a las mujeres que hubieran leído o que llevaran consigo el libro de su vida. Muchas veces se invocaba a un santo, a quien se le prometía una ofrenda o una peregrinación. Los partos difíciles eran bastante frecuentes. La esposa de Pierre Boutin de Bellac tuvo contracciones durante dos días. Los dolores cesaron durante veinticuatro horas, pero luego se reanudaron y se prolongaron durante casi una semana. Su marido la encomendó a santa Catalina, y poco después, la mujer dio a luz una niña cuyo rostro estaba vuelto hacia el costado, pero que enseguida encontró una posición normal. La mala posición del niño constituía otra causa de mortalidad y de malformación. Las parteras no eran capaces de impedir un desenlace a menudo fatal para el recién nacido. Como el bebé de una angevina había sacado un brazo por el útero, colgaron a la madre de los pies, esperando que el peso del feto lo hiciera volver a entrar dentro del útero. Al fracasar la operación, llamaron a Jeanne-Marie de Maillé, quien ordenó que descolgaran a la mujer. Finalmente, esta dio a luz a una niña, y falleció al día siguiente.

Con demasiada frecuencia, las infecciones provocaban la muerte de la parturienta, cuyas partes genitales, especialmente durante los partos complicados, eran manipuladas por parteras que no se lavaban las manos.

En general, durante una grave epidemia, recurrir a la medicina sólo constituía un último recurso. Bocaccio describía así las reacciones de los habitantes de la ciudad de Florencia frente a la Peste Negra. «Algunos creían que vivir con moderación y cuidarse de los excesos era una buena manera de resistir a la plaga: se agrupaban entre ellos y vivían alejados de los demás, unidos y recluidos en casas donde no había enfermos, y donde podían vivir mejor, consumían con extremada templanza platos muy finos y excelentes vinos, evitando todo exceso, no dejaban que nadie les hablara, no querían oír ninguna noticia del exterior, de la epidemia o de los enfermos, y se conformaban con tener música y placeres a su alcance. Otros, por el contrario, sostenían que frente a un mal tan grande, nada era más seguro que beber mucho, pasarla bien, andar por todas partes cantando y divirtiéndose, tratar de satisfacer todos sus deseos, reír y burlarse de lo que pasaba… Muchos otros, en un término medio entre los dos grupos descriptos, no se restringían tanto en la comida como los primeros, ni se entregaban a la bebida y otros excesos como los segundos: se servían de las cosas en cantidades suficientes y según su apetito, y en vez de encerrarse en sus casas, circulaban por todas partes. Algunos llevaban en la mano flores; otros, hierbas aromáticas; otros, diversas clases de especias, que olían a menudo, y les parecía excelente reconstituirse con esos perfumes, porque el aire estaba completamente infectado y hediondo por el olor de los cadáveres, de las enfermedades y de los medicamentos».

La medicina medieval no se caracterizó sólo por sus insuficiencias. También supo responder, en cierta medida, a las necesidades de los enfermos. En primer lugar, estaba la medicina monástica, ya que los conventos disponían en sus bibliotecas de textos antiguos, y eran lugares de caridad. San Benito, al tratar a sus hermanos enfermos, pedía que se los cuidara «ante todo y por encima de todo». Raban Maur, eminente teólogo y científico nacido en Maguncia hacia el año 780, fue el autor de una enciclopedia de veintidós libros. En el libro 18, trataba sobre la medicina, «ciencia que protege o restaura la salud del cuerpo: su campo es el de las enfermedades o las heridas». Los cuidados que ofrece la medicina, escribió más adelante, no deben ser menospreciados. Por otra parte, el Eclesiastés recomienda honrar al médico, porque es Dios quien creó la medicina. El nivel de la atención variaba, por supuesto, según los establecimientos. Algunos, como Saint-Pierre-le-Vif en Sens, adquirieron un gran renombre. A mediados del siglo IX, Marcward, abad de Prüm, le envió al abate Didon a sus monjes enfermos, aunque para ello debió hacerles recorrer más de 300 kilómetros. Loup de Ferrières le escribió en nombre de Marcward, en 847: «La singular habilidad con la que ejercéis vuestro arte, y cuya fama corre de boca en boca, nos fue particularmente elogiada por el hermano Nithard [monje de Prüm]… Nuestros hijos padecían una enfermedad corporal que algunos médicos que habíamos convocado no pudieron ahuyentar… Os los enviamos para que sean atendidos, para que recuperen por vuestro intermedio los consuelos de la salud».

Las reglas monásticas del siglo XI se referían a menudo a la enfermería. El enfermero tenía la obligación de preparar en cada oportunidad lo necesario para el restablecimiento de los enfermos. Después de las oraciones nocturnas, si alguno de ellos no se había levantado, tomaba una linterna y pasaba por su cama para averiguar el motivo. Si alguno no podía levantarse, regresaba con el mayordomo del monasterio al amanecer, para consultar con él sobre las medicinas que convenía preparar para el restablecimiento del enfermo. Pimienta, canela, jengibre y otras raíces medicinales nunca faltaban en el pequeño armario instalado a tal efecto, para poder disponer siempre de remedios. En el caso de que un enfermo se viera atacado por un dolor súbito, se le podía preparar inmediatamente un medicamento.

Las escuelas catedrales, como las de Laon o Chartres, que tuvieron un gran auge entre los siglos IX y XI, se interesaban por la medicina. Fulbert, obispo de Chartres desde 1006 hasta 1028, no podía dedicarse a la práctica terapéutica en razón de su cargo, pero en su correspondencia solía dar algunos consejos, a los que adjuntaba sus preparaciones. Así fue como le envió al obispo de Laon, Adalberón, cuyo protegido Ebale estaba enfermo, tres dosis del antídoto amargo que se le atribuía a Galeno, e igual cantidad de triaca [contraveneno]. «Os enviamos también el vomitivo que nos pedisteis, aunque en nuestra opinión no es necesario que, a vuestra edad, os fatiguéis con este purgante. Pero si sentís la necesidad de aliviaros con un medicamento que se puede tomar con frecuencia y sin peligro, podéis recurrir al oximel [un jarabe de vinagre y miel] y al rábano blanco, que tiene un efecto más laxante para una persona de edad: se toma en forma de píldoras».

En esa época se introdujo la medicina árabe en Occidente, gracias a la traducción al latín de algunos textos. La traducción de Constantino el Africano (muerto antes de 1098), de un tratado de Ali ibn al-Abbas al-Magusi, el Pantegni (Todo el arte), permitió a los occidentales tener informaciones más detalladas sobre la anatomía y la fisiología humanas.

Después de Constantino el Africano, Gerardo de Cremona tradujo, en la segunda mitad del siglo XII, en Toledo, el Canon. de Avicena, que fue incluido en los programas universitarios entre los años 1270 y 1320.

«Esas traducciones constituyeron, en cierto modo, el acta de nacimiento de la medicina occidental» (Danielle Jacquart). Se estableció así una base doctrinal que, a comienzos del siglo XIII, permitió sentar las bases de la enseñanza universitaria, cuyos centros de excelencia fueron, hasta principios del siglo XIV, Bolonia, Montpellier y París. Las universidades que proporcionaban conocimientos y diplomas, controlaban las profesiones de la salud, con el apoyo de las autoridades. El emperador Federico II (1231-1240) dictó ordenanzas que reglamentaban estrictamente el ejercicio de la medicina. «Teniendo conciencia del grave peligro y del mal irreparable que podría provocar la ignorancia de los médicos, ordenamos que en el futuro nadie se arriesgue, alegando poseer un título de médico, a practicar la medicina, en ninguna forma, o prodigar tratamientos, sin haber sido previamente confirmado y reconocido como tal, en Salerno mismo, y frente a una asamblea pública, por el fallo de los maestros de medicina… Dado que en ningún caso se puede conocer la ciencia médica si no se ha aprendido previamente la ciencia de la lógica, decidimos que nadie puede cursar estudios de ciencia médica si no ha estudiado antes, por lo menos durante tres años, la ciencia de la lógica. Después de esos tres años, si lo desea, puede estudiar medicina, disciplina que estudiará durante cinco años. En cuanto a la cirugía, que es una parte de la medicina, su estudio sólo puede realizarse después del mencionado período reglamentario. Y solamente después de ese período, y no antes, se le podrá otorgar la autorización de practicarla, después de dar un examen según las reglas de la corte».

Hacia el final de la Edad Media, se multiplicaron en Francia las universidades en las que se enseñaba la ciencia médica, y se desarrolló una medicina científica que no impedía el recurso a los magos y a los santos sanadores, pero ofrecía una alternativa a los enfermos.

Después de los hombres, los lugares. Se fundaron muchos hospitales durante toda la Edad Media. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió en el Oriente bizantino, y sobre todo islámico, no eran espacios exclusivamente dedicados a los enfermos. Eran lugares de caridad, y por lo tanto, indiferenciados, destinados en principio a recibir a todas las personas que se encontraran en una situación difícil. Más tarde se empezó a hacer una diferenciación según las clases sociales de los enfermos: había espacios privados donde se ofrecía atención a algunas personas, y espacios públicos, donde los demás recibían sobre todo ayuda material y apoyo espiritual. Pero al terminar la Edad Media, el hospital apareció bajo una nueva luz, ya que se había convertido en un lugar para curar, más acorde con el carácter laico de la medicina. Esta evolución se debió al desarrollo de las ciudades y a la presencia de la peste, que llevó a una creciente laicización de la asistencia médica.

¿Cómo se curaba a los enfermos en los establecimientos hospitalarios? Tomemos el ejemplo del hospital para indigentes, el Hôtel-Dieu, de París, a fines de la Edad Media, basándonos especialmente en los trabajos de Annie Saunier. La hermana portera distribuía a los enfermos en función de su propio pronóstico. En efecto, aquellos que, según ella, tenían una enfermedad mortal, eran enviados a la sala Nueva. Los que sólo tenían una enfermedad leve iban a la sala Saint-Denis. En cuanto a las mujeres embarazadas, eran instaladas en la sala de las Parturientas. Esa fue la división establecida por Jean Henry en 1483. Las actas de fundación y los textos contables permitían distinguir entre enfermedades comunes y epidemias.

Las condiciones materiales eran buenas. El Hôtel-Dieu estaba compuesto por cuatro salas, una enfermería y capillas. La sala de las Parturientas, situada debajo de la sala Nueva, tenía ventanas que daban directamente sobre el Sena. La pequeña sala anexa Saint-Linart, estaba reservada a los niños. Todas esas salas, de 10 a 12 metros de ancho y 6 a 8 metros de largo, estaban revestidas de azulejos. Tenían grandes ventanas, ubicadas sobre las camas de los enfermos, que se manejaban por medio de cuerdas y proporcionaban luz y aire, de manera que no había un ambiente cerrado. A la noche, la iluminación se obtenía mediante una gran cantidad de lámparas de aceite, a las que a veces se agregaban incluso algunas velas. Había doce candeleros de madera que permitían a las hermanas vigilar a los enfermos o asistir a los moribundos. Tres de las salas tenían chimeneas. Además, unos carros rodantes de metal provistos de brasas completaban la calefacción.

Las camas no eran demasiado diferentes de las que utilizaban los particulares. Por otra parte, en los primeros tiempos, los canónigos, los burgueses ricos y algunos príncipes, al morir, solían donar sus camas al hospital. Más adelante, el Hôtel-Dieu prefirió mandar fabricar un mobiliario más funcional: camas bajas para los que estaban más enfermos, que de este modo podían ser cuidados con más facilidad, camas altas a las que se subía con una escalerilla. Cambiaban las sábanas con bastante frecuencia: todas las semanas se efectuaba en la gran lavandería «el lavado muy trabajoso de las grandes cantidades de sábanas, entre ochocientas y novecientas, que se llevaban a lavar al Sena, aunque hiciera mucho frío, y luego se estiraban, se sacudían, se tendían para secar, e innumerables grandes obras concernientes a la gran lavandería».

La higiene era una obligación. En cuanto llegaba al Hôtel-Dieu, o a cualquier otro establecimiento, el enfermo debía dejar su ropa, que se lavaba, se secaba y se guardaba durante su hospitalización, o era vendida, si fallecía. Le lavaban los pies y la cabeza, le cortaban el cabello, y lo llevaban a su cama. Se velaba permanentemente por su limpieza corporal. Había bañeras de latón montadas sobre ruedas, que permitían tomar baños.

Se controlaba y se adaptaba la alimentación a los diferentes casos. Las comidas consistían generalmente en una porción de carne, una sopa y una porción de legumbres. En el tiempo de cuaresma, se servía arenque o pescados de vivero, y se agregaban frecuentemente alimentos lácteos. Las legumbres que no provenían de la huerta, se compraban en los mercados. Se sazonaba las comidas con especias, sal, manteca salada o aceite. En cuanto a la bebida, los enfermos tomaban habitualmente vino: el Hôtel-Dieu poseía viñas.

Los cirujanos conocían mejor la anatomía humana gracias a las autopsias y a los manuales de los que disponían, como los redactados por Henri de Mondeville o Guy de Chauliac. En 1470, el cirujano Gervais Collot practicó por primera vez la extirpación de cálculos renales en un arquero de Bagnolet condenado a muerte por robo. El paciente se curó rápidamente, y fue indultado por Luís XI. En el Hôtel-Dieu de París, los partos se practicaban en una sala especial, el «calefactorio», que disponía de una chimenea.

La gran cantidad de epidemias descriptas por los cronistas no deben ocultar, entonces, los esfuerzos que se realizaban por combatirlas. Los hospitales contaban con un personal completo, desde el médico universitario diplomado hasta los hermanos enfermeros y las hermanas enfermeras, pasando por las parteras y los boticarios.

La exclusión como remedio

En el caso de los leprosos y los locos, y especialmente en el de los primeros, prevalecía la exclusión.

La lepra es una enfermedad infecciosa causada por un peligroso microbio, el bacilo llamado de Hansen. Por supuesto, en aquella época esta causa aún no se conocía. Los textos médicos publicados entre los años 1180 y 1340 se apoyaban básicamente en los trabajos de Avicena, que mencionaba la atrabilis, uno de los cuatro humores principales del organismo viviente (los otros tres son la sangre, la flema y la bilis). También intervenían causas secundarias. Las divergencias entre los médicos eran muchas, y algunas opiniones eran bastante graciosas, en particular cuando se referían a los factores alimentarios. Bernard de Gordon, un médico de Montpellier que murió hacia 1320, escribió: «La lepra se contrae ab utero o después. Si es ab utero, es porque alguien es engendrado durante la menstruación, o porque es hijo de leproso, o porque un leproso se acostó con la mujer encinta, y entonces el niño será leproso. De estas corrupciones que tienen lugar sobre todo en la concepción, nace la lepra. Si es después del nacimiento, puede ser porque el aire es malo, pestilente, está contaminado, o porque se consumen continuamente alimentos melancólicos, como las lentejas u otras leguminosas, y carnes melancólicas, como las de oso, liebre y cuadrúpedos como los asnos y otros semejantes, y en algunas regiones se comen todos esos animales salvajes. La lepra proviene también de una excesiva frecuentación de los leprosos, del coito con una leprosa, y el que se acuesta con una mujer que acaba de acostarse con un leproso, se vuelve leproso» (texto citado por Françoise Bériac).

La lepra era relacionada con el pecado mortal que separa de Dios. Ricardo de San Víctor, muerto hacia 1173, comentaba de esta manera el siguiente pasaje de san Mateo: «Cuando Jesús bajó de la montaña, lo siguió una gran multitud. Entonces un leproso fue a postrarse ante él y le dijo: “Señor, si quieres, puedes purificarme”» (Mateo 8,1-2). «Este leproso es el género humano que permaneció separado y muy alejado de Dios y de la Ciudad de Dios, es decir, Jerusalén, que es nuestra madre celestial, mientras era leproso».

Los clérigos aceptaban con reservas la idea de la lepra sanción, y entre el final del siglo XI y la mitad del siglo XIII, la enfermedad adquirió un significado más positivo, ambivalente, si no contradictorio: era una imagen del pecado, pero también una invitación a la conversión, un recordatorio de los sufrimientos de Cristo.

Sin embargo, al dedicar tres de sus sermones «a los leprosos y a los rechazados», el franciscano Guibert de Tournai se diferenció de Jacques de Vitry o del dominico Humbert de Romans. Mientras Jacques de Vitry, por ejemplo, relacionaba a los leprosos con los demás enfermos, a los que en cierto modo representaban, Guibert separaba la palabra destinada a los pobres y a los enfermos, de la que reservaba para los leprosos y los abyectos. Como consecuencia de esta diferenciación, se produjo el rechazo.

Eudes de Chateauroux fue aún más lejos en un sermón pronunciado en una leprosería, durante la fiesta de Juan el Bautista. El tema inicial, extraído del libro de Job, tomaba las palabras de Dios: «Le di una casa en la soledad…». Dios aislaba a los leprosos por amor. «Por el hecho de haberles infligido semejante herida, el Señor procura que estén aislados de los demás y que permanezcan solos, prácticamente solos, lejos de la sociedad de las personas sanas. Y esto, Dios lo hace por amor, como un hombre encierra a su esposa y celosamente la separa de la compañía de las demás mujeres, que podrían corromperla con sus comadreos y sus sugerencias» (texto citado por Nicole Bérou y François-Olivier Touati).

La imagen del buen leproso, símbolo de Cristo sufriente, era reemplazada cada vez más por una representación muy diferente, que se veía tanto en los textos literarios como en otros documentos. La novela sobre los amores de Tristán e Isolda, escrita por Béroul entre 1150 y 1190, describía así a Yvain y sus compañeros: «Había en Lantien un leproso llamado Yvain. Estaba horriblemente mutilado. Había ido allí para asistir al juicio. Había llevado con él a un centenar de compañeros, con sus muletas y sus bastones. Nunca se habían visto criaturas más feas, deformes y mutiladas. Cada uno de ellos llevaba sus tablillas de San Lázaro…». Con voz sorda, le propusieron al rey infligir a su esposa un castigo peor que el fuego, es decir, que se la entregara a ellos. «¡Mira! Tengo aquí cien compañeros. ¡Entréganos a Isolda! Ella será nuestro bien común. Jamás dama alguna habrá conocido final más horrible. Señor, ardemos con tal pasión que ninguna mujer bajo el cielo podría soportar, ni siquiera un día, hacer el amor con nosotros. La ropa se nos pega a la piel… Si nos la entregas a nosotros, los leprosos, cuando ella vea nuestras exiguas cabañas, cuando vea nuestras escudillas y cuando tenga que acostarse con nosotros (Señor, en lugar de tus bellas comidas, ella tendrá los desperdicios y los mendrugos que nos arrojan frente a las puertas), por el Señor que reina en los cielos, cuando vea nuestro patio, entonces tú verás su desesperación…». Este discurso expresaba el dolor que sentían, la violencia que ese dolor podía producir, en el momento en que Tristán quería recuperar a Isolda. «¡Había que ver a esos leprosos jadeando, sacándose sus capas y retirando sus abrigos! Todos blandían sus muletas en dirección a Tristán. Algunos lo amenazaban y otros lo insultaban». Y el episodio concluía con esta frase despectiva: «Tristán era demasiado valiente y cortés para matar a gente de esa especie».

El miedo al otro, que ya se manifestaba hacia 1260-1270, en la época de los sermones de Eudes de Châteauroux, se exacerbó a principios del siglo XIV. Una serie de calamidades (desastres climáticos, hambrunas, manipulaciones monetarias) provocó un acaloramiento de los ánimos. La búsqueda de causas fue reemplazada por la búsqueda de culpables. Se produjeron vejaciones, persecuciones. En 1321, se rompió el equilibrio entre caridad y exclusión con respecto a los leprosos. En la Francia meridional se pasó, según la expresión de Françoise Bériac, «de las fantasías a la masacre». Se acusaba a los leprosos de querer envenenar o contaminar a los cristianos. En Périgueux, se produjeron los primeros arrestos a mediados de abril, pero el comienzo del enardecimiento quizá deba ubicarse antes de esa fecha. Los incidentes locales, difundidos por los rumores públicos, podían terminar en una persecución. Una persecución que el rey generalizó a través de su ordenanza del 21 de junio. La represión se extendió poco a poco a todo el reino de Francia y a las comarcas vecinas o bajo influencia francesa, como Navarra. Se manifestó con una gran crueldad, como lo muestra una noticia dada por un monje de Uzerche, sobre los acontecimientos que habían tenido lugar en la jurisdicción de su abadía. «Todos los que confesaron fueron condenados a la hoguera… En junio, el martes anterior a Corpus Christi, fueron quemadas por la misma razón quince personas, tanto hombres como mujeres. Algunas de estas tenían niños muy pequeños, y haciendo caso omiso de la decisión del juez, los llevaron con ellas a la hoguera y los pusieron debajo de ellas y los protegieron del fuego, mientras fue posible. Además, el 27 de agosto, las quince personas que quedaban, mujeres embarazadas y sus hijos, niños y niñas, fueron encerradas en una leprosería de Coursières, para terminar allí sus días a pan y agua, y al entrar a la casa, todos fueron igualmente marcados con hierro candente en el hombro, para que si uno de ellos escapaba, se lo pudiera reconocer entre los demás. Y durante ese mes, los soltaron, por pedido de la opinión pública, y son tan libres ahora como en el pasado».

Las persecuciones de 1321, que no se repitieron, a diferencia de los pogromos, manifestaban una malevolencia colectiva hacia el otro. Y los testimonios en el sentido de que la lepra convertía a todos los que tocaba en marginales, fueron cada vez más frecuentes en los años que siguieron.

En 1371, ocho años después de que el cirujano Guy de Chauliac fundamentara la obligación de aislar a los leprosos en el carácter contagioso de la enfermedad, una ordenanza real los expulsó del país. Las razones sanitarias ocupaban un segundo lugar, después de los motivos de orden económico y político. Desde el comienzo de la guerra, los leprosos «vienen todos los días a nuestra buena ciudad, en gran cantidad, mendigan, beben y comen en las calles, en los cruces de caminos y en otros lugares públicos, los más frecuentados, de manera que a menudo obstaculizan o desvían a las personas, que no pueden pasar e ir a sus trabajos, y estas deben pasar entre ellos o muy cerca y sentir el olor de su aliento, y eso es malo, porque nuestros buenos súbditos y las personas del pueblo, que son gente sencilla, por causa de la frecuentación y de la multitud de esos leprosos que frecuentan, vienen y permanecen en nuestra buena ciudad, podrían ser contaminados y contraer el mal de san Lázaro, cosa que puede o podría provocar enormes males e inconvenientes». En 1377, apareció en Occidente la cuarentena. El miedo a la enfermedad se expresaba claramente en las fórmulas que se empleaban: «La conversación entre personas leprosas y personas sanas es muy peligrosa, porque esta enfermedad de la lepra es abominable y contagiosa, y la frecuentación de los enfermos puede causar muy grandes inconvenientes mortales y manchas de la enfermedad sobre los cuerpos de las otras criaturas humanas», declaraba una ordenanza dirigida en 1404 al preboste de París.

Pero la medicina reaccionó. Muchas leproserías albergaron a una gran cantidad de esos desdichados excluidos. Aunque ya se las mencionaba en la primera mitad del siglo XII, aumentaron mucho entre 1250 y 1350 aproximadamente. Los leprosos se diferenciaban de los otros enfermos en el sentido de que su permanencia en los establecimientos se prolongaba durante mucho tiempo, meses, y hasta años. Por ejemplo, en Limoges, dos de seis leprosos que habían ingresado al hospital en 1475, aún seguían estando allí en 1482. De modo que en realidad constituían una comunidad particular con respecto a los demás enfermos. Esos grupos de leprosos dieron origen a las leproserías que se establecieron en forma institucional, que diferían de acuerdo con las circunstancias: entre 1150 y 1250 tuvo lugar una primera gran ola de fundaciones. Esta enorme cantidad de leproserías constituía la señal de un importante aumento de la cantidad de enfermos. Hacia 1108-1124, el abad de Saint-Pierre-le-Vif de Sens le informó al rey Luís VI que, por la propagación de la enfermedad y el riesgo de contagio, el arzobispo había aceptado que la leprosería originalmente instalada en las tierras del monasterio fuera trasladada a un terreno de su propia iglesia. «Su número aumentó tanto que es absolutamente intolerable para nosotros y nuestros habitantes».

Aunque los clérigos y los religiosos desempeñaron un papel muy importante en las fundaciones de leproserías, su intervención era a menudo algo ambigua. Las congregaciones que, como lo hacían los cistercienses, se instalaban en lugares aislados, de ninguna manera querían tener a los leprosos como vecinos. Pero los clérigos y los laicos hacían donaciones. Más tarde, en el siglo XIII, se generalizaron las compras.

¿Cómo podía detectarse la enfermedad? En Lille, no se recurría a los médicos, sino a leprosos. La detección parecía una investigación policial que terminaba en un procedimiento judicial. El leproso era tratado más o menos en la misma forma que un condenado de derecho común. Después de ser denunciado, el sospechoso era encarcelado u obligado a permanecer en su casa. Luego comparecía ante expertos que los regidores elegían entre los miembros de las grandes leproserías. Esos expertos pinchaban o quemaban la piel de los enfermos para tratar de determinar las zonas insensibles. Después del veredicto, el leproso era separado de las personas sanas.

Esa separación era experimentada dolorosamente, por supuesto. Algunos trataban de ganar tiempo. William, un monje de Canterbury que relató los milagros de Thomas Beckett, escribió a propósito de un normando: «Tenía en el rostro las manchas reveladoras de la lepra, y por su negligencia culpable, tardó dos años en paliar su defecto de naturaleza, y en suprimir los principios de efecto y causa, hasta que la presencia de la enfermedad incitó al desprecio, el desprecio a la vergüenza, y la vergüenza lo obligó a reducir sus encuentros con la gente». A veces, el enfermo contaba con el apoyo de su familia. Un ujier del Parlamento de Toulouse, que fue reconocido leproso en 1456, fue autorizado a quedarse en su casa: sólo podía salir para asistir a la primera misa. Al parecer, la decisión disgustó a los vecinos, porque, dos años después, la corte le ordenó que viviera en una casa aislada, y prohibió a su esposa y a sus hijos que lo recibieran. Estos se obstinaron, y en 1459, el hombre pudo regresar a su casa.

Todas las clases sociales podían ser víctimas de la enfermedad, pero la actitud hacia los enfermos solía depender de su posición. Volvamos a Lille. Indudablemente, los miembros de la oligarquía se enfermaban, igual que los pobres. Pero en primer lugar, en lo referente a la detección, la calidad de los análisis variaba según el lugar que ocupaba el enfermo en la sociedad. Por lo general, el procedimiento era expeditivo. Cuando se trataba de patricios, se realizaban varios estudios y análisis comparativos. Siempre se apartaba al enfermo de las personas sanas, pero había matices. En el caso del simple particular, se efectuaba una exclusión simple y llana. El destino de los forasteros (extranjeros) era un poco mejor. A partir de 1373, la ciudad les otorgó subvenciones y un local. Los burgueses eran recibidos en una de las dos leproserías, a las que denominaban, respectivamente, «pequeña» y «grande». Para los patricios, los regidores financiaron en parte la edificación de pequeñas casas ubicadas en las afueras de la ciudad, y les dieron subvenciones. De este modo, los patricios enfermos podían evitar la promiscuidad de las grandes leproserías.

Las leproserías se construían lejos de las aglomeraciones urbanas, para que los habitantes de estas no tuvieran contacto con los enfermos, o por lo menos, el menor contacto posible. La leprosería de Narbona estaba situada al norte de la ciudad, aproximadamente a un kilómetro de distancia. Un río o un pantano permitían una separación adecuada. Hacia 1020, en Chauvigny, los enfermos residían en una orilla del río Vienne, y los habitantes de la ciudad, en la otra. Lo mismo ocurría en Chatellerault en 1120. Cuando la ciudad se extendió, no vacilaron en trasladar la leprosería. Sin embargo, se permitía que los enfermos circularan, e incluso que se acercaran a las ciudades, pero en general se les fijaban límites. Los estatutos de la leprosería de Lille, en 1239, prohibían a los enfermos ingresar en la ciudad sin autorización: no podían atravesar la plaza situada frente al establecimiento, ni acercarse a las casas vecinas. En cambio, tenían derecho a ir al campo, con la condición de no entrar en ninguna vivienda.

La libertad de desplazarse tenía a veces como requisito la obligación de usar una insignia muy visible. En algunos lugares, los enfermos debían llevar incluso ropas especiales, largas y cerradas, para que se los pudiera reconocer de lejos y para que no difundieran su olor pestilente. El concilio de Lavaur, en 1368, impuso al mismo tiempo la insignia y la ropa especial.

También se temía el contacto indirecto. Los leprosos no debían tocar los alimentos, ni acercarse a los lugares en los que se almacenaban las provisiones. Se creía que esos alimentos podían contagiar a quien los comiera. El reglamento de Saint-Hippolyte de Périgueux, en 1217, prohibía que los leprosos vendieran su ganado, sus aves de corral o sus huevos. Se temía aún más el hecho de usar los mismos recipientes. Por eso, los leprosos llevaban una copa de madera en la que se les podía poner monedas o comida sin ningún contacto, o con la que bebían agua. En la novela de Béroul, Isolda le indicaba a Tristán cómo podía hacer para que nadie lo tocara, y fijaba una cita. «Que se disfrace de leproso. Que lleve una taza de madera con una cantimplora atada abajo con una correa. Que lleve una muleta en la otra mano y que aprenda en qué consiste la astucia. En el momento oportuno, se sentará sobre la colina, con la cara hinchada. Que extienda la taza y pida simplemente limosna a todos los que pasen por allí. Le darán oro y plata».

Las precauciones recomendadas se aplicaban en las grandes leproserías, pero en las pequeñas, situadas en el campo, no ocurría lo mismo. En el siglo XIII, en la diócesis de París, un documento aconsejaba al archidiácono que no dejara de pasar por «las pequeñas granjas de los leprosos cuando visitara las parroquias», y que tuviera cuidado «en el caso de leprosos errantes, ebrios o lujuriosos que van por todas partes, de localidad en localidad, de plaza pública en plaza pública. A la noche, se reúnen en las mencionadas granjas o en otras casas de leprosos, y corrompen a los demás con su mal ejemplo, y por causa de las mujeres que frecuentan, muchos corren el riesgo de contraer la lepra». De hecho, se podía comprobar el incesante desplazamiento de algunos enfermos que todavía se valían por sí mismos. A fines de la Edad Media, aunque ya existía una mayor preocupación por la higiene pública, las restricciones a los desplazamientos de los leprosos no siempre se aplicaban. Los regidores de Poitiers repitieron ocho veces, de 1413 a 1466, que los leprosos no tenían derecho a entrar en las ciudades. Pero como solían mendigar cerca de las iglesias, entre dos tentativas de aplicar los reglamentos, se los toleraba. A pedido de las ciudades de Toulousain y de todo el Languedoc, en 1407, Carlos VI confirmó las disposiciones locales, es decir, el hábitat separado y el signo distintivo. Algunas décadas más tarde, los senescales constituyeron comisiones para atender a los enfermos. Pero todo fue en vano.

Finalmente no se aplicó ninguna política global para los leprosos, a quienes la sociedad rechazaba sin vacilar. Y el contexto político y económico de los siglos XIV y XV provocó un deterioro de las leproserías. El estado de abandono de muchas de ellas dejó a los enfermos en asilos lamentables.

En cuanto a los locos, la sociedad medieval adoptó hacia ellos una actitud compleja. Es cierto que a veces les prestaban atención y les prodigaban cuidados. Pero al mismo tiempo se manifestaba cierta repulsión hacia ellos. En el 70 por ciento de los relatos de milagros referentes a la Francia de los siglos XI y XII, la enfermedad se relacionaba con la presencia del demonio, mientras que otros textos insistían en la alienación mental. Los hagiógrafos consideraban la locura como una enfermedad, como posesión y, por lo general, como posesión demoníaca.

Como el enfermo mental era considerado impuro, evidentemente era preciso impedir en lo posible todo contacto con él, y por lo tanto, a veces la solución radical consistía en encerrarlo. Además, el loco podía resultar peligroso, y eso implicaba restricciones en el plano jurídico, y reacciones individuales o colectivas de burla o de odio. Los locos se fueron convirtiendo así en seres marginales: algunos incluso estaban sometidos a una verdadera exclusión.

Pero ¿qué era un loco? Eran los actos los que manifestaban la alienación mental. Muchos textos jurídicos asociaban la locura con la prodigalidad, porque un hombre no podía gastar como quería los bienes correspondientes a sus herederos. En el siglo XIII, el Gran Consuetudinario de Normandía, que dedicaba un capítulo entero a los locos, se preocupaba mucho más por la paz pública que por el enfermo. Si este mataba o hería a alguien, iba a prisión, sus allegados se ocupaban de mantenerlo y, si no tenían los medios para hacerlo, recurrían a la limosna. Si se consideraba que era potencialmente capaz de llevar a cabo un crimen, aunque no pasara a la acción, era puesto bajo la guarda de parientes, amigos o vecinos que administraban sus bienes. Además, tenían derecho a encerrarlo, y hasta a atarlo.

A fines de la Edad Media, la situación de los locos estaba bien organizada en el plano jurídico. Cuando un enfermo mental era incapaz de administrar su patrimonio, a pedido de sus parientes, o más a menudo, de los futuros herederos, la corte podía designar un tutor o un curador para ocuparse de su persona y de sus bienes. Pero antes había que efectuar una investigación seria, y la decisión debía hacerse pública, para informar a los terceros.

El derecho canónico, por su parte, limitaba el acceso de los locos a los sacramentos. El Decreto de Graciano, una compilación terminada en 1142, indicaba que «ni un loco ni una loca pueden contraer matrimonio». En efecto, era necesario gozar de plena razón para consentir una unión. Por lo tanto, todos aquellos que, en la edad normal del matrimonio, sufrían ya trastornos mentales, estaban condenados al celibato, y eso no hacía más que aumentar su soledad y agravar su enfermedad. Más aún: muchos pedidos de nulidad utilizaban ese argumento. «Un hombre le entregó su hija como esposa a un loco, pero no lo sabía. Por lo tanto, este no podía tenerla, ya que no podía consentir. Entonces el padre pidió que el matrimonio se considerara nulo. El papa ordenó que, si los hechos eran exactos, se separara a los esposos» (Libro de justicia y procedimiento, fines del siglo XIII).

En lo concerniente al bautismo, la posición de la Iglesia era más flexible, si tomamos en cuenta el análisis de santo Tomás de Aquino: «¿Hay que bautizar a los locos y los dementes?», se preguntaba el sabio dominico. No se podía equiparar a los locos con los animales, porque «los locos y los dementes están privados del uso de la razón accidentalmente, a causa de algún obstáculo proveniente de los órganos corporales, y no, como los animales, porque no tengan un alma razonable». Hay que tratarlos como a los niños, a quienes se bautiza «en virtud de la intención de la Iglesia». En cambio, «los que tuvieron en algún momento el uso de la razón, o lo tienen ahora, son bautizados según su propia intención, que tienen ahora o que tuvieron cuando estaban sanos de espíritu».

Como se comparaba a los que nunca habían tenido uso de razón con los niños recién nacidos, no debían recibir el sacramento de la eucaristía. Pero podían comulgar los que se habían vuelto locos pero cuando estaban en posesión de sus facultades habían mostrado devoción por ese sacramento, aunque solamente «en artículo de muerte, salvo si se teme que lo vomiten o lo escupan».

Si bien el derecho canónico trataba de impedir el aislamiento espiritual del loco, en la práctica este no podía acceder al matrimonio ni a la eucaristía, y por lo tanto se encontraba marginado. Aunque se ocuparan de su salud. Sobre todo durante el periodo que precedió al crecimiento urbano, porque entonces el núcleo familiar se volvió más amplio. Los terribles acontecimientos del final de la Edad Media no Podían dejar de perturbar los espíritus. Según el Monje de Saint-Denis, «había en el reino muchos nobles y gente de pueblo que estaban afectados por la misma enfermedad [que el rey Carlos VI]».

El rechazo al loco se hacía aún más evidente cuando estaba encerrado. Era el caso de los enfermos peligrosos tanto para los demás como para ellos mismos. En las Costumbres de Beauvaisis, que escribió entre 1279 y 1283, Philippe de Beaumanoir señalaba: «Los locos furiosos deben ser atados por los que los cuidan, y todos deben colaborar con ello, para evitar los daños que podrían causar, porque no tardarían en matarse o en matar a los demás…». Pero no se conocen las condiciones reales del encierro en el marco familiar. Algunos alienados eran tratados con afecto. Pero es probable que muchos locos peligrosos estuvieran confinados en algún granero o en algún cobertizo, atados y forzados a permanecer allí para siempre, sin salir nunca. Esa forma de exclusión era mucho más frecuente que el encierro en los hospitales o las prisiones.

En efecto, algunos alienados seguían siendo encerrados en las prisiones. Se decía que era por razones de orden público. A título preventivo, cuando se trataba de locos furiosos: «Si no se puede tener a un loco, hay que buscar consejo y remedio para que se lo ponga en prisión» (Libro de justicia y procedimiento). Con más razón, si había cometido un homicidio: «Si un insensato mata o hiere a un hombre por su estado de loco furioso, debe ser puesto en prisión» (Antigua costumbre de Normandía). Se mencionaba especialmente el parricidio, lo que demuestra que ese acto, extremadamente grave en una época en que la autoridad paterna era omnipresente, no era excepcional. Sin embargo, la locura constituía una circunstancia atenuante, por lo cual, con excepción de la cárcel, las penas eran reducidas. Pero se planteaba el problema de dejar o no al loco en la cárcel. Las Costumbres de Beauvaisis le permitían salir si recuperaba la razón, pero debía permanecer allí mientras durara su demencia.

Generalmente los locos se mezclaban con los prisioneros de derecho común en las prisiones, que en su mayoría no eran edificios específicos, sino lugares especiales dentro de los castillos. Pero al parecer, a partir del siglo XIII, los locos peligrosos eran encerrados en ciertas torres de las murallas urbanas. Por ejemplo, en los textos de los siglos XIV y XV, aparecen la torre Chatimoine en Caen, el pequeño castillo de Melun, la torre de la puerta Saint-Pierre de Lille, y muchos otros. Según Muriel Laharie —a quien estas páginas le deben mucho—, esos sitios constituían no sólo un espacio ubicado entre el mundo civilizado y el mundo salvaje, entre la seguridad de la ciudad y los peligros del bosque cercano, sino que además, en el plano espiritual, se asemejaban al purgatorio: un lugar intermedio entre el paraíso y el infierno. También era posible que los locos cada vez más numerosos fueran ubicados en esas torres desocupadas por razones de comodidad. Es probable que las condiciones carcelarias fueran deplorables. La mayoría de los locos, abandonados por sus familias, atados en calabozos insalubres, debían de morir rápidamente.

Como en el caso de los leprosos, la medicina no podía permanecer indiferente. El primer hospital de Occidente que recibió locos parece haber sido el de Montpellier. En los estatutos de la orden del Espíritu Santo, fundada hacia 1178-1179, que administraba ese establecimiento, decía: «si hay locos en la ciudad, los recibiréis y buscaréis el origen de su locura para encontrarle remedio. Los pondréis solos para que no se hagan daño los unos a los otros». En Alemania, se construyó una casa de locos en 1326, como anexo del Georgshospital de Elbing, sobre terrenos pertenecientes a los caballeros teutónicos. En Londres, el hospital Santa María de Belén albergaba, en 1403, a seis hombres privados de razón. Seguramente se trataba de un hospital especializado, porque en 1441 se hizo una donación al establecimiento para que se ocupara de los «pobres locos de Belén». Pero al parecer esas ciudades se interesaban solamente por los enfermos mentales provenientes de su comunidad. Cuando llegaba un loco que no era nativo de la ciudad, lo expulsaban y lo devolvían a su lugar de origen: una práctica especialmente difundida en Alemania. Los registros municipales de Hildesheim de 1384 a 1480, que detallaban los gastos ocasionados por 82 lunáticos, señalaban la expulsión de 43 de ellos. En Nuremberg, de 1377 a 1397, sobre 37 locos alojados y alimentados por la ciudad, 17 fueron reenviados a otras ciudades. Antes de su expulsión, todos esos locos habían sido encarcelados.

Concluimos señalando que la mortalidad en el nacimiento y en el transcurso de los primeros años de vida era muy alta en la Edad Media, de manera que por lo general sólo sobrevivían los individuos más robustos. Pero, de todos modos, estos debían recurrir de vez en cuando a la medicina, que a pesar de sus falencias no permanecía inactiva, y experimentó algunos progresos especialmente después de la traducción de los tratados árabes. Los conocimientos y las técnicas de esa época pueden parecer ridículos en comparación con los nuestros. Pero los hombres de la Edad Media estaban particularmente informados sobre las virtudes de las plantas medicinales. Y la dedicación y el amor que prodigaban a los enfermos no eran, por cierto, menores que en nuestros días.