La comida
Raoul Glaber, o el «Calvo», un monje de Borgoña, muerto en 1047, traza en sus Historias un famoso y terrible cuadro de la hambruna de 1032-1033. Esa catástrofe que nació en Oriente, escribe Glaber, devastó Grecia, pasó por Italia, luego atravesó la Galia y por último llegó a Inglaterra. La falta de víveres afectó a todas las categorías sociales. Los productos alimenticios se vendían a precios exorbitantes. Después de alimentarse de animales salvajes y pájaros, los hombres comenzaron a «recoger para comer toda clase de carroñas y cosas horribles de decir». Terminaron por devorar carne humana. «Los viajeros eran secuestrados por hombres más robustos que ellos, que les cortaban los miembros, los cocinaban y se los comían. Muchas personas que iban de un lugar a otro para huir de la hambruna, y en el camino encontraban hospitalidad, eran degolladas durante la noche y servían como alimento a los que los habían albergado. Había quienes les mostraban a los niños una fruta o un huevo, los atraían así a lugares apartados, los mataban y los devoraban. En muchos sitios, sacaban de la tierra los cuerpos de los muertos y saciaban con ellos su hambre… Como si ya fuera habitual ingerir carne humana, uno empezó a venderla ya cocida en el mercado de Tournus, como si fuera la carne de cualquier animal. Cuando lo arrestaron, no negó su crimen vergonzante: lo ataron y lo quemaron en la hoguera. Otro fue de noche a desenterrar esa carne que habían escondido bajo la tierra, la comió, y también fue quemado».
El cronista describía así el lastimoso estado físico de esa pobre gente: «No se veía otra cosa que rostros pálidos y demacrados. Muchos tenían la piel floja por la hinchazón. Hasta la voz humana se volvió más chillona, parecida a pequeños gritos de pájaros agonizantes. Los cadáveres de los muertos, que por su gran cantidad eran forzosamente abandonados por todas partes sin sepultura, servían de alimento a los lobos, que luego siguieron durante mucho tiempo buscando su pitanza entre los hombres».
Esta descripción no hará más que confirmar a los detractores de la Edad Media. Pero esas catástrofes, aun considerando que Raoul Glaber sea digno de fe, ¿eran frecuentes? ¿Cómo era la alimentación de los hombres de la Edad Media? Hay que recordar que se trata de un período que se extendió durante diez siglos y, por lo tanto, no puede considerarse como un conjunto homogéneo.
Entre 406 y 690 el territorio de Francia, tal como es hoy, conoció tres verdaderas hambrunas: en 410, en 450 y en 585. Gregorio de Tours describió así a esta última: «Una gran hambruna asoló durante este año a casi todas las Galias. Mucha gente hacía pan con pepitas de uva y con flores de avellano, y algunos, incluso con raíces de helechos: las ponían a secar, las reducían a polvo y las mezclaban con un poco de harina. Algunos cortaban el trigo antes de que madurara y hacían lo mismo. También hubo quienes, al no tener harina, cortaban algunas hierbas, las comían, se hinchaban y sucumbían. Una gran cantidad de personas murieron, agotadas por la falta de alimentos». Por supuesto, los especuladores estaban de parabienes. «Los comerciantes explotaban severamente a la población… Reducían a los pobres a la esclavitud para darles un poco de alimento».
Al parecer, el siglo VII no sufrió esta calamidad: por lo menos, nuestras fuentes no dan cuenta de ello.
En el periodo carolingio se registraron cuatro hambrunas: en 845, en 873-874, en 916 en Aquitania, y en 995 en Borgoña. En 995, la trágica situación empujó a los desdichados al canibalismo. Raoul Glaber relata: «En esa misma época [en que el rey de Francia Roberto asolaba Borgoña, “incendiando a su paso las casas y las cosechas”], una rigurosa hambruna, que duró cinco años, se extendió por todo el mundo romano, hasta el punto de que ni una sola región se salvó de la miseria y la falta de pan. Una gran parte de la población murió de inanición. Entonces, en muchos lugares del territorio, bajo el imperio de un hambre terrible, no sólo sirvió de alimento la carne de los animales inmundos y los reptiles, sino también la de los seres humanos, mujeres y niños. Nada los detenía, ni siquiera los afectos familiares. El rigor de esta hambruna llegó al punto de que los hijos ya grandes devoraban a sus madres, y las mismas madres, olvidando su amor por sus hijos pequeños, hacían lo mismo».
El período que se extiende desde el año 1000 al 1350 presenta once años de verdadera hambruna: 1005-1006, 1032-1033, 1043, 1076-1077, 1095, 1124-1125, 1139, 1145, 1197, 1233-1234, 1315-1316. En estos casos, intervino un nuevo elemento. Además de los avatares climáticos y los estragos cometidos por los soldados, mientras la producción experimentaba un escaso crecimiento, la población aumentaba en forma considerable. Por ejemplo, entre los años 1070 y 1170, en las campiñas del bajo Languedoc, cerca de Béziers, las familias numerosas eran frecuentes en la aristocracia: por lo menos cinco o seis hijos, de los cuales tres o cuatro llegaban a la edad adulta. El incremento de la población era algo menor entre los campesinos. En la Francia del norte y del noroeste, ese crecimiento se mantuvo firme hasta las dificultades de los años 1315-1318. En la Francia meridional, continuó hasta los años 1340.
Por todo esto, y por el hecho de que los señores querían sacar el mayor provecho de sus dominios, hacia el siglo XI, la economía agro-silvo-pastoril de la alta Edad Media fue reemplazada por una economía agraria. Entonces la palabra «carestía» adquirió un sentido más estricto, y se aplicó sobre todo a la falta de cereales.
A pesar de las crisis, la complementariedad entre los recursos animales y los recursos vegetales permitió que la población europea subsistiera durante la alta Edad Media. Las carestías forestales eran, además, tan terribles como las agrícolas: los animales necesitaban bellotas, hierba. Por otra parte, aunque en la época carolingia se produjeron cuatro hambrunas, los cronistas y los analistas mencionan dieciséis entre 793 y 995. En muchos casos, no hacen mención de muertes humanas. Se trataba más bien de carestías, períodos en que a los habitantes les faltaban alimentos, más específicamente, pan. Cuando se produjo en Francia una carestía en 779, el monasterio de Aniane entregaba a los pobres que acudían allí en gran número carne de cordero o de vaca, y leche de oveja, hasta que llegaba el tiempo de la nueva cosecha.
En 1125, a pesar de los desmontes y los progresos técnicos, el problema afectó a Flandes. Galbert de Bruges, notario gantés, describió, en el comienzo de su Historia del asesinato de Carlos el Bueno, una «hambruna» con muchos detalles interesantes, en particular, su fecha (el comienzo de la primavera, en la época de la cosecha), su característica principal (la falta de trigo), y los problemas que suscitó (su fuerte incidencia en la campiña, mientras las ciudades y los castillos que contaban con provisiones atraían a los hambrientos). Pero aclaraba: «En esa época, nadie podía alimentarse normalmente en comida ni en bebida. Contrariamente a lo habitual, se consumía de una sola vez, en una comida, todo el pan que, antes de esa hambruna, solía consumirse en el transcurso de varios días. De ese modo, la gente se llenaba sin medida, la excesiva carga de los alimentos y de la bebida distendía los orificios naturales de los órganos, y las fuerzas naturales declinaban. Los alimentos crudos e indigestos descomponían a los individuos, consumidos por el hambre hasta que exhalaban su último aliento. Muchos se sentían asqueados por los alimentos y las bebidas, aunque a veces los tenían en abundancia, y estaban completamente hinchados».
«En la época de esa hambruna, en plena cuaresma, en la región de Gante y de los ríos de Lys y Escaut, se veían personas que carecían absolutamente de pan, y comían carne…».
Las autoridades reaccionaron. El conde distribuyó limosnas, algo nada original, pero también reglamentó la vida económica, tanto en lo concerniente a las semillas, como a la fabricación y la venta. «Un edicto ordenó que, cada vez que se sembraban dos medidas de tierra, la segunda de esas medidas se sembrara con habas y garbanzos: esas dos especies de legumbres fructifican más rápido y más temprano, y los pobres podrían entonces alimentarse con ellas mucho antes, si la carestía, la hambruna y la miseria no cesaban durante el año… Prohibió la fabricación de cerveza para que, en el caso de que los burgueses y todos los habitantes del país dejaran de fabricar cerveza durante la hambruna, los pobres pudieran ser mejor y más fácilmente abastecidos. En efecto, dispuso que con la avena se hiciera pan, a fin de que los pobres dispusieran al menos de pan y agua para sobrevivir. Ordenó que se vendiera el cuarto de vino a seis denarios, y no más caro, para disuadir a los comerciantes de comprar y almacenar el vino».
Cuando las crisis de los cereales se volvieron demasiado graves, la comuna de Florencia intervino directamente comprando los granos y vendiéndolos luego a un precio protegido. Esa medida coyuntural tomada a fines del siglo XIII, se puso en práctica de manera sistemática en 1329, 1340 y 1347. «Durante esa época [mayo de 1329], hubo en Florencia una muy grande y cruel hambruna y carestía, y las otras partes del mundo no escaparon a ello», escribió el florentino Domenico Lenzi. «Según lo que informan hombres dignos de fe de nuestra ciudad, en todas partes el hambre se hizo tan cruel y tan grave que los pobres recurrían a diversas raíces y frutas de árboles y carnes nauseabundas tanto para la boca como para la nariz. Pero Italia, y especialmente la Toscana, se vieron más llenas y rodeadas de ese flagelo que otras regiones. Y lo que yo puedo decir es que mi patria, Florencia, cuyos campos no son suficientes para abastecerla por más de cinco meses por año, y donde el aprovisionamiento es siempre más caro que en cualquier otro lugar de Italia, pudo mantener, durante esta hambruna, a la mitad de los pobres de Toscana, gracias a la ayuda providencial proporcionada por sus buenos ciudadanos ricos y su dinero. Y hay que recordar —fue y sigue siendo cierto— que, expulsados de los ricos dominios llenos de granos de los alrededores, y sin ningún otro recurso, los pobres empezaron a afluir, con su pobreza, a Florencia, como su único puerto de esperanza y consuelo».
En general, las verdaderas hambrunas y las carestías fueron escasas. Y en muchas regiones, los rendimientos permitían que los habitantes se alimentaran en tiempo normal. En las tierras del obispado de Winchester, en Inglaterra, de 1200 a 1350, eran alrededor de 4 granos por unidad sembrada para el trigo; 3,9 para la cebada; 2,8 para la avena, y tal vez un poco más si se consideraba el diezmo. El señor que utilizaba mano de obra asalariada ganaba 12 por ciento, cuando eran de 3,5 por unidad. Podían ser más elevados en las regiones de Lille o de Bruselas. Los de las zonas meridionales eran más débiles. Sin embargo, en la región de Aix, a mediados del siglo XV, en las tierras del rey René en Gardanne, el trigo proporcionaba un promedio de 5,7 en el 70 por ciento de las tierras sembradas, y los rendimientos, muy irregulares, oscilaban entre el 3,5 y el 9,5.
Los hombres de la Edad Media podían comer. Pero ¿en qué consistía su alimentación?
En lo que respecta a la alta Edad Media, es difícil dar precisiones sobre la alimentación de las personas de condición humilde, pero hemos comprobado que la economía silvo-pastoril les permitía sobrevivir. Y las condiciones climáticas permitían, en determinadas épocas, rendimientos importantes. La Vida de Didier (630-655) afirmaba que «en su época, una gran cantidad de frutos, tanto de les campos como de los viñedos, crecía con una abundancia excepcional».
Las fuentes permiten conocer mejor las raciones monásticas. En la época carolingia, durante las comidas de fiesta, relativamente frecuentes —los días festivos podían llegar a ser ciento cincuenta y seis—, se distribuían raciones que Michel Rouche intentó contabilizar. El 21 de junio de 837, los canónigos, sacerdotes y clérigos de la ciudad de Mans y sus alrededores recibieron 1,636 kilo de pan y más de 1 kilo de carne (602 gramos de cordero y 602 gramos de cerdo). El 17 de 1 septiembre y el 9 de noviembre, la cantidad de pan no varió (1,636 kilo), pero la de carne se redujo, aunque seguía siendo considerable (sin duda, más de una libra). Cada clérigo de Mans recibió también alrededor de 2,5 litros de vino en esas jornadas festivas, y hasta 3,636 litros el 17 de septiembre. La ración diaria llegaba a las 8000 calorías, y con mayor frecuencia, a las 9000 calorías. Cantidades asombrosas, aun teniendo en cuenta que los administradores pudieran hacer una sobrestimación de las previsiones.
En Corbie, en trece de los veintidós días festivos del año 822, los servidores laicos exteriores recibieron una especie de refrigerio suplementario compuesto por una copa llena de vino o, en su defecto, de la cerveza reservada a los monjes. Para que participaran de la alegría general, recibían, entonces, tres cuartos de litro de vino o cerveza. En los días de las grandes festividades, los monjes de Corbie tenían derecho a beber vino especiado, y en los días de fiestas ordinarias, un vino mezclado con moras. El texto agregado a los estatutos de Adalhardo en el siglo X, decía que la distribución de vino mezclado con moras también tenía lugar los sábados y domingos.
Esta abundancia existió sin duda, sobre todo si se tiene en cuenta una observación de los padres del concilio de Letrán de 1059. Sorprendidos por las prescripciones alimentarias del concilio de Aix-la-Chapelle de 816, declararon: «Considerando el capítulo según el cual cada persona recibe diariamente 4 libras de pan y 6 de vino, el santo concilio de los obispos resolvió que esa decisión debía ser retirada de la institución canónica porque no invita a la templanza cristiana, sino a la canallada de los Cíclopes, que no manifiesta ningún respeto por los hombres, y que esas raciones se habían decidido mucho más para maridos que para canónigos, para mujeres madres de familia que para monjas».
Señalemos que el siglo XI, austero —la reforma gregoriana se produjo en esa época—, concebía la existencia bajo un aspecto menos festivo que el período carolingio. Pero considerando que las raciones indicadas correspondían a maridos, e incluso a madres de familia, podemos pensar que no eran nada incongruentes en los tiempos de Carlomagno o Luís el Piadoso.
Bernardo de Clairvaux se escandalizaba por la abundancia y la riqueza de la comida que se les servía a los monjes de Cluny: «Los platos se suceden unos después de otros, y en vez de un plato único de Carne, de la que se abstienen, repiten los platos de pescados grandes».
«Y cuando te llenas con los primeros, si quieres comer otros, te parecerá que todavía no tocaste los anteriores. Porque todos los platos son preparados por los cocineros con tanto cuidado y arte que incluso después de haber devorado cuatro o cinco, los primeros no impiden comer los últimos y la saciedad no disminuye el apetito».
¡Qué decir entonces de los prelados! Sólo en el día de Pascua de 1290, el registro de gastos del obispo de Hereford mencionaba que se había consumido una vaca y media salada, una vaca y tres cuartos fresca, 5 cerdos, 4 terneros y medio, 22 cabritos, 3 piezas de caza, 12 capones, 88 palomas y 1400 huevos, a lo que hay que agregar el pan, el queso, la cerveza y 66 galones de vino.
Así se entiende que en el siglo XIII Bertoldo de Ratisbona hubiera vituperado, en uno de sus sermones, al referirse a la gula, o más bien, a la glotonería, esa manera de vivir (aunque los sermones solían caricaturizar en cierto modo la realidad para ejercer una mayor influencia sobre sus oyentes). Pero aclaró: «Ustedes, los pobres, no tienen mucho que ver con esa clase de pecado, ya que casi nunca tienen lo necesario». «Los glotones —siguió diciendo el predicador— devoran en un solo día lo que alimentaría a tres o cuatro personas. Cuando diez de ellos están juntos, derrochan en un solo día lo que necesitarían para vivir cuarenta personas que, por su parte, se ven obligadas a privarse de esa comida que su cuerpo necesita…».
«¡Todas esas enfermedades provienen de la glotonería, y también la muerte, súbita o lenta! Y observad bien una cosa: los hijos de los ricos llegan con menos frecuencia a una edad avanzada, o siquiera a la edad adulta, que los de los pobres. Esto es así por la abundancia con la que se atiborra a la progenie de los ricos, porque aunque los atiborren, siempre creen que no es suficiente». Así, de acuerdo con Bertoldo, algunos comían demasiado, mientras que otros pasaban hambre.
El análisis de las cuentas de señores laicos mostraba prácticamente lo mismo. A fines de la Edad Media, la ración diaria de pan en Auvernia por persona y por día era de alrededor de un kilo: 1050 gramos para el conde en Vic, 1090 gramos para Guillaume de Murol, 1240 gramos para Marguerite de Latour, priora de Toul en el Cantal.
La ración de carne variaba entre una libra y un kilo por día y por persona: 935 gramos para el conde en Vic, 600 gramos para Guillaume de Murol, 515 gramos para Marguerite de Latour. En cuanto a la ración de vino, el promedio era de 1,82 litros por persona y por día para la corte del conde, de 2 litros para la de Guillaume de Murol y de tres cuartos de litro para Marguerite de Latour y su entorno femenino. El total de calorías correspondía a 4500 para Marguerite de Latour, 4750 para Guillaume de Murol, y más de 5000 para el conde.
En el Mesnagier de Paris, obra escrita por un burgués parisino a fines del siglo XIV, en honor a su joven esposa, figuraban diversos menús. Las comidas estaban compuestas por varios platos, entre los que se intercalaban entremeses, y cada plato incluía en sí mismo varios manjares. Seguramente los comensales se servían solamente de los platos que colocaban delante de ellos. ¡Pero de todos modos era una gran cantidad de comida! Veamos el menú de una comida sencilla de dos servicios para los días de carne:
Primer servicio. Puerros blancos con pollo, ganso con lonjas de cerdo y andouilles tostadas, cortes de carne de vaca y de cordero, caldo con trozos de carne de liebre, vaca y conejo.
Segundo servicio. Pollo, perdiz, conejo, chorlito y cerdo relleno, faisán para los señores, carne y pescado en gelatina. Como entremeses, lucios y carpas. Entremeses elaborados: guiso de liebre, pavo, alcaraván, garza y otras cosas.
Para finalizar, jabalí, arroz con leche, patés de pollo, flanes con crema, pastelitos con crema, anguilas, frutas, barquillos, y vino blanco con miel.
Podría creerse que, afortunadamente, esta profusión era compensada por la frugalidad de los días de vigilia. Pero no era así. El mismo autor nos proporciona este ejemplo, entre otros:
Primer servicio. Puré de garbanzos, caldo de legumbres, guiso de ostras, salsa blanca con percas y lucios, picadillo de berro, arenques, grasa de ballena, anguilas saladas, lochas hervidas.
Segundo servicio. Pescado de agua dulce y de mar, rodaballo con salsa (generalmente verde), y anguilas con salsa de pescado. Tercer servicio. Los mejores y más hermosos pescados asados que se pudieran conseguir, patés blancos, lochas, cangrejos de río, percas con perejil y vinagre, tencas con rodajas de pan mojadas en caldo, vino o salsa, jalea.
La carne predominaba, a expensas de los alimentos de origen vegetal, en las capas sociales más elevadas. Las personas de condición humilde sólo disponían, por el contrario, de un «acompañamiento» —lo que se come con el pan— restringido. Por otra parte, es más difícil saber qué comían. La ración de una pareja de siervos de la gleba de Beaumont-le-Roger, en 1268, estaba compuesta por una hogaza y dos panes pequeños, es decir, 2,250 kilos, un galón de vino, es decir, 4 litros, 200 gramos de carne o huevos, y un celemín de guisantes. A finales de la Edad Media, 800 a 1500 gramos de pan y 2 litros de vino constituían raciones habituales. Los prisioneros de Saulx-le-Duc, en Borgoña, y sus guardianes recibían, entre 1343 y 1346, raciones de vino que casi siempre correspondían a un promedio de 1,68 litro o 2,56 litros. Hay que agregar que la producción de carne había aumentado en esa época, especialmente para provecho de la población urbana que se beneficiaba con la economía de mercado.
Por supuesto, los ricos siempre comían mucho más que los pobres, seguramente demasiado, de manera que sus organismos se veían amenazados por la sobreabundancia de comida. Pero las condiciones de vida eran muy diferentes de las nuestras. Los ejercicios físicos eran intensos, mientras que nosotros hemos perdido la práctica de caminar. Los medios de calefacción eran reducidos, y la gente debía soportar fríos a veces muy rigurosos.
Es evidente que se comía más y mejor cuanto más alto era el rango social. El proyecto de ordenanza que fijó hacia 1471-1472 las distribuciones de alimentos para el palacio del rey de Inglaterra Eduardo IV, otorgaba a los poderosos más vino y pan, así como un mayor número de platos.
Si bien las raciones parecían generalmente suficientes en el plano cuantitativo, desde el punto de vista cualitativo eran bastante mediocres. La alimentación de los monjes en la época carolingia se caracterizaba por proporciones inconvenientes en materia de glúcidos, prótidos y lípidos, y por la ausencia de algunas vitaminas.
Louis Stouff señaló con mayor precisión las carencias de la alimentación de los provenzales en los siglos XIV y XV. Estos consumían grandes cantidades de pan y bebían mucho vino. Su plato de base era o bien una sopa de coles con tocino, o una sopa de frijoles y lentejas, o un caldo de carne salado en el que mojaban el pan. Comían carne de cerdo salada, pescados salados, y un poco de carne fresca en las fiestas. Consumían cantidades insuficientes de queso, leche, frutas y legumbres frescas. Les faltaban proteínas animales, calcio, las vitaminas A y C. En cambio, el aporte glucídico era excesivo.
Los desequilibrios de la dieta de los provenzales variaban según las categorías sociales. Cuanto más modesto era el medio, más grande era la insuficiencia de las proteínas animales, y más aumentaba la proporción de glúcidos. Los habitantes de las costas comían más cítricos y pescado, y los montañeses consumían más leche y queso. En algunos aspectos, el campesino estaba más desfavorecido con respecto al habitante de las ciudades, pero en cambio tenía un acceso más directo a los productos de la ganadería y la agricultura.
Los individuos de la Edad Media, que desconocían una buena cantidad de alimentos —pensemos en la importancia que tendría luego la patata—, mejoraban su alimentación gracias a los progresos técnicos y los esfuerzos humanos. Reemplazaron el antiguo arado por el arado con rejas. La fuerza de tracción se efectuaba con las paletillas, y no ya con el cuello del caballo. En la segunda mitad del siglo XIII, aparecieron libros de agronomía escritos en lengua vulgar, especialmente en Italia e Inglaterra. Los innumerables trabajos de labranza realizados en muchas de las tierras conquistadas por los grandes desmontes de los siglos XI y XII, permitieron una mejor regeneración del suelo. La rotación se hizo trienal, especialmente gracias a los cereales de primavera. De ese modo, aumentaban los rendimientos.
Sin duda, el mal tiempo, los grandes fríos, las sequías y las inundaciones podían estropear las cosechas. Matthieu Paris, un benedictino inglés muerto en 1259, que a partir de 1234 estudió los principales acontecimientos climáticos, escribió que las inundaciones del otoño de 1258 resultaron catastróficas para las cosechas. En toda Inglaterra, se pudrieron las cosechas y los graneros estaban vacíos. Los hombres y los animales sin forraje sufrieron hambre. A pesar de la falta de dinero, el trigo costaba muy caro. Los pobres se debilitaron, y algunos murieron. Hubo que vender los animales, y las tierras quedaron sin cultivar. Pero esos hechos fueron coyunturales. Y habría que revisar la idea de que los hombres de la Edad Media estaban permanentemente hambrientos.