Las distracciones[5]
La Edad Media no es ese período triste que se suele describir. Aunque algunos hombres de la Iglesia, y especialmente los monjes, pregonaban el «desprecio por el mundo», algunos pensadores consideraban que el placer era legítimo. Y sobre todo, los hombres de esa época querían disfrutar de la vida, y aspiraban a divertirse.
«Las palabras y las acciones en las que sólo se busca el placer del alma, se llaman diversiones o esparcimientos. Es necesario usarlos de vez en cuando, como medios de darle un descanso al alma. Es lo que decía Aristóteles, cuando afirmaba que “en el transcurso de esta vida, se encuentra cierto descanso en el juego”. Por eso, hay que practicarlos de vez en cuando». Y santo Tomás de Aquino señalaba: «Si se lo hace moderadamente, está permitido utilizar el juego».
De manera que el juego era tolerado —los juegos de la juventud incluso eran considerados con benevolencia—, si se respetaban ciertas condiciones, algunas externas, como el contexto, y otras internas, es decir, la manera de jugar. Olivier de la Marche escribió que «el que juega a cualquier juego, debe tener en cuenta que la voluntad o las sensaciones no deben gobernar a la razón, porque a menudo de ello han resultado o podrían resultar grandes males».
Incluso era posible hacer el elogio de los juegos «en la medida en que sean útiles y beneficiosos para la vida humana», como dijo Juan el Hermoso en el siglo XIV. Podían aportar satisfacciones físicas. Cristina de Pisan decía que era bueno ejercitar el cuerpo practicando con mesura juegos como la pelota o las carreras pedestres. La poetisa consideraba además que la acción beneficiosa del juego sobre el cuerpo y el espíritu facilitaba el estudio.
En el norte de Francia, era muy popular un juego de pelota llamado soule. En el soule de pie, la pelota se pateaba. Había otra variante, en la que para lanzar la pelota los jugadores utilizaban un palo con la punta curvada. El partido de soule solía jugarse entre distintas regiones, o entre habitantes de la misma aldea, y en este caso, muchas veces entre solteros y casados. Los burgueses preferían el juego de la «palma» (paurne), que debía su nombre al hecho de que en el origen se lanzaba la pelota con la palma de la mano. Hacia fines del siglo XV y principios del siglo XVI, se reemplazó la mano por una raqueta.
A los señores feudales les gustaba jugar al estafermo. Se trataba de una especie de muñeco colocado sobre un poste, que giraba sobre un eje, y tenía un escudo en la mano izquierda y un palo o una espada en la mano derecha. Los jinetes debían pasar y darle un golpe de lanza exactamente en la mitad del pecho. Si erraban, el muñeco giraba y golpeaba al participante.
Los nobles apreciaban mucho los torneos. En el siglo XII, estos se desarrollaban como un deporte de dos equipos contrarios, un grupo de hombres a caballo y el otro, de hombres a pie. El placer de luchar en forma de juego —aunque a veces ocurrían accidentes— era acompañado por ventajas materiales para los vencedores.
Algunos juegos exigían más reflexión que fuerza o habilidad. Era el caso del ajedrez, reservado a la aristocracia. Seguramente los caballeros templarios encontraban placer en practicarlo, ya que san Bernardo los exhortaba a detestar «el ajedrez y los dados».
Ya estaba relacionado con algunos juegos al aire libre, pero se manifestaba plenamente en los paseos y en la caza. Cuando llegaba la primavera, los señores, los burgueses y los habitantes de las ciudades en general se dedicaban a pasear. El pueblo de París solía ir al prado de Saint-Germain, cerca de la abadía. Además, como puede verse en las miniaturas de fines de la Edad Media, las damas elegantes y los señores apreciaban los jardines bien diseñados, circundados por altos setos cuidadosamente podados, y provistos de césped y flores. En París, los de Saint-Pol, la residencia preferida de Isabel de Baviera, poseían una gran cantidad de patios unidos entre sí con emparrados. Los patios estaban rodeados de galerías. También habían construido un pabellón, salas para baños de vapor, un espacio para el juego de la «palma», y una pajarera.
Cazar constituía una de las distracciones favoritas de la aristocracia. En el siglo XIV, la caza mayor se organizaba con mucha precisión, según consta en el famoso tratado del conde de Foix Gaston Phébus. El día anterior a la caza, los cazadores se reunían y se distribuían las búsquedas. Una vez localizado el ciervo, y después de marcar el territorio en el que se encontraba, los cazadores salían en busca del animal. «Ahora te demostraré que los cazadores viven en este mundo con mayor felicidad que ninguna otra persona… Cuando pasan los perros, el cazador se pone a cabalgar detrás de ellos y grita a voz en cuello, tan fuerte como le es posible. Entonces siente gran alegría y gran placer, y les juro que no piensa en ningún otro pecado ni en ningún mal», escribió el conde de Foix en su Libro de la caza.
En cuanto a la volatería, según el Libro de caza del rey Modus (siglo XIV), procuraba cuatro placeres. El vuelo de los gavilanes constituía un espectáculo bellísimo. Además, se practicaba en buena compañía: cada cazador tenía su pájaro, lo que permitía comparar las hazañas de cada uno de ellos. Las mujeres podían participar en esta actividad, mientras que la caza mayor estaba reservada, en principio, a los hombres. Por último, se disfrutaba de la naturaleza, en primavera, cuando el clima era templado y agradable.
Las calles de las ciudades, desde el amanecer hasta la hora de la queda, estaban llenas de movimiento y bullicio. En las plazas, los juglares entretenían a los habitantes. Aparecían especialmente en los días de fiesta. A la multitud le gustaba reunirse para contemplar a los acróbatas, oír a los narradores de cuentos y a los cantores.
Las fiestas públicas celebraban los grandes acontecimientos: victorias militares, nacimientos o casamientos reales. El martes 6 de febrero de 1392, a la misma hora en que Carlos, hijo del rey de Francia, llegó al mundo, se rindieron solemnes Acciones de Gracias en todas las iglesias de París, que hicieron sonar las campanas, según contó el Monje de Saint-Denis, quien añadió: «Todos los habitantes de ambos sexos, nobles y gente del pueblo, recorrían las calles a la luz de las antorchas y al son de armoniosos instrumentos, a los que se unían voces melodiosas y cantos de una admirable pureza. Durante toda la noche, bailaron las muchachas y los comediantes representaron curiosas pantomimas. En los cruces, el pueblo dejaba oír sus aclamaciones en honor del rey. Habían colocado en las calles mesas cargadas de vinos y especias, que las damas y las doncellas del más alto rango ofrecían graciosamente a todos los que pasaban».
En las entradas reales, los monarcas hacían un despliegue de lujo, y el público admiraba un espectáculo que se fue haciendo cada vez más fastuoso a través de los siglos: cuando Juan el Bueno entró a París por primera vez, en 1350, los festejos duraron una semana. Los miembros del cortejo solían vestirse con una librea especialmente confeccionada para esa circunstancia. El rey era recibido al son de las trompetas y de otros instrumentos. La ceremonia se convertía en una fiesta bulliciosa y colorida. Además, la entrada daba lugar a espectáculos, especialmente representaciones teatrales, y al mismo tiempo se glorificaba a la monarquía.
El público apreciaba mucho el teatro, que al principio era edificante, y muy pronto también resultó un entretenimiento. El teatro cómico francés, nacido tardíamente en el siglo XIII, se manifestó en primer lugar en Tournai y Arras. En el siglo XV, a pesar de los desastres de la época, se multiplicaron las representaciones profanas o cómicas. Predominaban algunos géneros: la comedia escolar latina, la comedia moral y la farsa, la más famosas de las cuales fue la Farsa de Maese Patelín, escrita probablemente en el invierno de 1464. El teatro tenía mucho éxito. Los espectadores eran numerosos, y a veces venían desde muy lejos.
Los hombres de la Edad Media también disfrutaban de espectáculos menos agradables, como las ejecuciones capitales. Los ciudadanos de Mons llegaron a comprar muy caro a un bandido por el placer de ver cómo lo descuartizaban: «El pueblo se veía más feliz que si hubiera resucitado un nuevo cuerpo santo», escribió el cronista borgoñés Jean Molinet.
La ciudad de fiesta podía expresar sus propios valores y su visión del mundo, que terminaba por imponer a los campesinos. Pero la fiesta que se desarrollaba en la ciudad encontraba a veces su significado en las costumbres rurales.
Los campesinos, que constituían la gran mayoría de la población, tenían sus propias fiestas relacionadas con el calendario agrario: la cosecha, la vendimia, la matanza de los cerdos. En el tiempo de la cosecha, además de la cena que se realizaba para celebrar la última gavilla, tenían lugar escenas pintorescas, como la elección de una reina. Una carta de remisión señalaba que «el cuarto día de agosto pasado, Jacques Gallet, su mujer Jeannette, su hija Galoise y otros segadores de nuestro amado Guillaume de Soyecourt, señor de Torchy, estando en los jardines del susodicho Guillaume, hicieron alegremente un estandarte y elevaron a Jeannette a la dignidad de reina de su campo, como acostumbran hacer en esa época los segadores de esa región para divertirse».
La ciudad y el campo no podían existir en forma separada. Estaban unidos en la diversificación de los placeres relacionados con los ritmos temporales.
Muchas fiestas estaban vinculadas con el año litúrgico, como el ciclo de los doce días desde Navidad hasta Epifanía, o el de carnaval-cuaresma. En invierno, a fines de diciembre y principios de enero, como se reducía el trabajo, todas las fiestas, incluso las de origen religioso, ofrecían la oportunidad de divertirse, incluso de entregarse al libertinaje. Se unieron dos temas, los niños y los humildes, y dieron lugar a ceremonias que al principio fueron religiosas y luego, cada vez más profanas. En el siglo XIII, se perfeccionó la organización de esas fiestas, y su éxito fue cada vez más grande. Se llevaban a cabo ante todo en Europa del norte, mientras que los países meridionales, especialmente en Italia, mostraban más reserva.
La Fiesta de los Inocentes y los Niños, y la del Asno, que tenían connotaciones religiosas, se reunieron en la Fiesta de los Locos, una celebración completamente profana. Esta Fiesta de los Locos se desarrollaba en dos tiempos.
En el interior de la iglesia, se observaba un ritual muy preciso. Pero las manifestaciones, inocentes en su origen, terminaron por provocar desbordes dentro del mismo edificio. Los empleados de la iglesia elegían a uno de ellos como obispo. Es fácil imaginar que esa elección daba lugar a escenas burlescas. Se distribuía vino generosamente, de manera que pronto el santuario se llenaba de gritos y risas. ¡Todo era una enorme bufonada! Se decía, por ejemplo, que los clérigos incensaban el ambiente quemando sus viejos zapatos. Esto produjo virulentas condenas.
Segunda fase: el desfile por las calles de la ciudad. El obispo de los locos era llevado en primer lugar al atrio, o cerca de la iglesia. Mediante posiciones indecentes, palabras burlonas e impías, los actores se dedicaban a hacer reír al pueblo, que se apretujaba para ver el espectáculo. Luego el cortejo se ponía en movimiento y recorría la ciudad con gritos, cantos, risotadas y bromas salaces. El aspecto religioso se había desvanecido.
Hubo que esperar hasta el siglo XVI para que el concepto de lo sagrado se impusiera realmente con la Contrarreforma, y la Fiesta de los Locos fue desapareciendo para dejar lugar a otras formas cómicas, esencialmente profanas.
Antes de los ayunos de cuaresma, el carnaval constituía una especie de desahogo. Eran los últimos días en que se podía comer libremente carne, beber y divertirse, antes de someterse a una estricta disciplina. En Alemania y en Francia, el carnaval se adueñaba de la ciudad. Entre risas, los bailarines arrojaban sobre los transeúntes y las personas acodadas en las ventanas, cáscaras de huevo llenas de agua, a menudo perfumada, o flores. Algunos corredores se abrían paso entre los espectadores con ramas, y a veces los amenazaban con picas romas. A fines del siglo XV, en Alemania, los criados llevaban incluso cohetes, pero las autoridades prohibieron su uso porque eran peligrosos. Los músicos tocaban, y la procesión avanzaba lentamente, deteniéndose de tanto en tanto en las esquinas. En este desfile se incluían espectáculos, como san Jorge luchando contra el dragón. Este era colocado sobre un carro y escupía fuego, y gracias a una mecánica camuflada, movía la boca y la cola. El carnaval era, como lo señaló Sébastien Brant, autor de La nave de los locos, obra aparecida en 1494, una fiesta de la locura. Las risas groseras eran características de esos festejos, y los desbordes que se cometían entonces habrían sido prohibidos en cualquier otro momento. Las risas del carnaval no se parecían en nada a las de la vida corriente, sino que constituían un desahogo. Pero no socavaban los cimientos de la vida social y la moral cristiana.
En efecto, los desfiles del carnaval no atacaban tanto a la jerarquía como la Fiesta de los Locos. Se trataba solamente de una manifestación abierta a todos, destinada a divertirse y criticar a algunas personas, como a los comerciantes, que eran representados como avaros y codiciosos. Es cierto que algunas veces se cuestionaba también a los dignatarios eclesiásticos, como sucedía a fines del siglo XV, especialmente en Alemania. Entre los bailarines figuraba el Vendedor de Indulgencias. Era una ironía, más que una impugnación. Para no malquistarse con sus administrados, los gobiernos aceptaban esas farsas sin mayores consecuencias sociales ni políticas. Pero había que mantenerse dentro de ciertos límites y no perturbar el orden público. Por eso, la ciudad trataba de tomar a su cargo la organización de la fiesta.
Los hombres debían pensar ante todo en su salvación, y sólo cuando triunfó la doctrina aristotélica se rehabilitó el concepto de placer. Efectivamente, para Aristóteles el placer es un sentimiento subjetivo vinculado al cumplimiento de un acto. Como no constituye un acto en sí mismo, no puede ser juzgado en el plano moral. Pero juzgar un acto lleva a juzgar el placer que lo acompañaba. Por lo tanto, el placer relacionado con una actividad válida es bueno, y el que está unido a una actividad indigna es malo.
Tomás de Aquino, que intentó armonizar la fe y la razón, compartía esta opinión. El placer sigue al acto que lo originó, y por lo tanto, se otorga a ambos el mismo juicio. Y santo Tomás también aplicaba esos principios al placer sexual. Como las relaciones conyugales destinadas a la procreación eran buenas, el placer que se sentía también era bueno: «El placer que nace del acto conyugal, aunque muy grande, no excede los límites fijados por la razón antes de su comienzo, incluso cuando en el transcurso de ese placer, la razón no puede fijar sus límites». Tomás afirmaba incluso que Dios, para impulsar al hombre al acto que cubre las deficiencias de la especie, había vinculado el placer con la unión.
¿Por qué entonces, preguntaba santo Tomás, la búsqueda del placer puede constituir por lo menos un pecado venial? Sucede que las posibilidades agradables puestas a disposición del hombre están ordenadas tanto a las necesidades de la vida como a su fin. Por lo tanto, el hombre moderado actúa en función de sus necesidades, encuentra el placer al actuar, pero no actúa para encontrar el placer.
El franciscano inglés Thomas Middleton fue más lejos. En 1272, presentó una defensa del placer como fin. Se trataba, decía, de la opinión de algunos teólogos, pero admitía que se podían hallar argumentos en favor de esa tesis. La búsqueda de un placer moderado no significaba abandonarse a la concupiscencia. El placer no podía ser malo en sí mismo, porque en ese caso la templanza, que consiste en atenuarlo, ya no podría ser considerada una virtud. La unión del hombre con su esposa es casta por el sacramento del matrimonio: por lo tanto, el placer moderado constituye un fin aceptable de la unión conyugal. Así se justifica la actitud de las personas casadas que no piensan explícitamente en la procreación cuando tienen relaciones.
Pero las ideas de Middleton no encontraron ningún eco durante los dos siglos siguientes.
Si no era ilícito admitir, con algunas reservas, los placeres del cuerpo, con mayor razón podían tolerarse los del espíritu.
Según santo Tomás de Aquino, hay tres categorías de goces puramente psíquicos. En primer lugar, están los placeres morales y científicos, luego los placeres estéticos, y por último, los que se refieren a bienes exteriores, como poseer una fortuna.
Los hombres de la Edad Media eran sensibles a todo lo que brilla. A Froissart le fascinaba el reflejo del sol en los yelmos, las corazas y las puntas de las lanzas, y los colores resplandecientes de los estandartes de un grupo de jinetes. Las vestimentas de los ricos señores estaban adornadas a veces con una gran cantidad de piedras preciosas.
Algunos textos permiten percibir las impresiones provocadas por ciertas obras de arte, por ejemplo, por la catedral de Santiago de Compostela. El obispo Henry de Winchester, en el siglo XII, compró en Roma varias estatuas antiguas y las llevó a su país. Sir Gregory, su contemporáneo y compatriota, persuadido de la vanidad de esas obras, manifestó sin embargo una gran admiración ante su belleza. El Coloso de Rodas, del que sólo quedaba en ese tiempo la cabeza y la mano, lo maravillaba por su magnitud. Pero también elogiaba su perfección, impresionado por el aspecto natural de su fina cabellera y la vida que animaba a esa enorme figura. Mostró aún más entusiasmo frente a una estatua de Venus, representada desnuda y con un arte tan maravilloso que parecía una criatura viviente más que una imagen. Ese placer estético no provenía solamente de las formas, sino también de los colores, que debían ser durables y brillantes, porque esas cualidades engendraban la belleza.
El franciscano inglés Roger Bacon (ca. 1220-ca. 1292) pensaba que los oídos se deleitaban con la música instrumental y el canto de la voz humana, pero que además existía una música plástica, la danza, que incluía gestos, saltos y flexiones del cuerpo. Y el placer estético total sólo podía ser producido por la unión entre la música sonora y la danza plástica.
Es fácil entender que una élite protegiera a los músicos y apreciara sus obras. Según Philippe de Méziéres, era «cosa conveniente que el rey tuviera sus trovadores de instrumentos bajos para recrearse y poder tener una buena digestión después de los consejos y los trabajos». Del mismo modo, los príncipes, como Carlos de Orléans o los duques de Borgoña Felipe el Bueno y Carlos el Temerario, le otorgaban a la música un lugar importante entre sus distracciones. Así lo escribió Guillaume de Machaut:
La música es una ciencia
Que quiere que la gente ría y cante y baile:
No hace caso de la melancolía…
Dondequiera que esté, aporta alegría,
Reconforta a los desdichados,
Y sólo basta con oírla
Para que la gente se deleite.
El amor por los libros y el placer de leer existieron durante toda la Edad Media. Al principio sólo se circunscribía a una cantidad muy limitada de personas, sobre todo a los clérigos, pero luego se difundió bastante entre los aristócratas laicos.
En los siglos XIV y XV, a muchos grandes señores les gustaba rodearse de intelectuales. A Carlos V le encantaba frecuentar a los escritores y tenerlos cerca. Es muy conocida la escena en que un clérigo, de rodillas frente a él, le presenta un libro recientemente ilustrado. Gilles Malet, ayuda de cámara del rey, confeccionó en 1373 el catálogo de la biblioteca de su amo: incluía algo más de mil volúmenes. Raoul de Presles escribió: «Habéis honrado siempre la ciencia, habéis amado a los buenos clérigos, y habéis estudiado continuamente en diversos libros y ciencias». De Felipe el Bueno se decía que era el padre de los escritores, «que toda su vida, para entretenerse, se alimentó con historias».
Con frecuencia, los nobles se interesaban ante todo por el libro en cuanto objeto material, único, precioso, y mucho menos por el texto. No siempre era así, pero no leían forzosamente por sí mismos. Alart le Fèvre, deán de Leuze, era conocido como «lector» de Felipe el Bueno.
A los hombres siempre les gustó divertirse, tal vez más en la Edad Media que en otras épocas. Más cerca de la naturaleza, sin disponer, como nosotros, de técnicas que deshumanizan, experimentaban la necesidad de reunirse y de disfrutar en compañía las alegrías de una vida que, por otra parte, estaba llena de dificultades.