37

Cuando llegó el invierno con sus fríos vientos del norte y sus espesas nevadas, Erlendur fue al lago donde habían aparecido los huesos de Emil la primavera anterior. Era por la mañana y había escaso tráfico en las cercanías del lago. Erlendur aparcó el Ford en el arcén y bajó hasta la orilla. Había leído en los periódicos que ya no se escapaba el agua y que el nivel del lago había empezado a subir de nuevo. Según la previsión de los científicos de la Compañía de Distribución de la Energía, recuperaría su volumen original. Erlendur miró hacia la poza de Lambhagatjörn, que se había secado dejando ver el rojo fondo de arcilla. Miró hacia el arroyo Sydri-Stapa, que desaguaba en el lago, y hacia el círculo de montañas que lo abrazaba, y se maravilló de que aquel pacífico lago se hubiera podido convertir en el escenario de un caso de espionaje en Islandia.

Miró el agua moviéndose en pequeñas olas hacia el norte, y pensó que aquel lugar volvería a ser como antes. Quizá todo lo había organizado la divina providencia. Quizás el Kleifarvatn se había vaciado para dejar al descubierto un antiguo crimen. Muy pronto volvería a ser profundo y frío, justo en el lugar en el que estaba el esqueleto ocultando una historia de amor y traición en un país lejano.

Había leído más de una vez el relato que escribió Tomas y que concluyó poco antes de quitarse la vida. Leyó sobre Lothar y Emil y los estudiantes islandeses, y el sistema que se ofreció a sus ojos, inhumano e incomprensible, destinado a pudrirse y desaparecer. Leyó las reflexiones de Tomas sobre Ilona y su breve convivencia, sobre el amor que sentía por ella y el niño que esperaban y que él jamás pudo ver. Sintió una profunda compasión por aquel hombre con quien nunca había podido hablar y al que había encontrado bañado en su propia sangre, con una vieja pistola al lado. Quizá fuera aquella la única solución posible para Tomas.

Nadie echó en falta a Emil, excepto la mujer que le conocía con el nombre de Leopold. Emil era hijo único y tenía pocos familiares. Había mantenido una correspondencia bastante esporádica con un primo suyo hasta mediados de los años sesenta, y siempre le escribía desde Leipzig. El primo había olvidado prácticamente la existencia de Emil cuando Erlendur fue a preguntar por él.

La embajada americana les había proporcionado una fotografía de Lothar, de la época en que era agregado en Noruega. La mujer de Emil no consiguió recordar haber visto nunca al hombre de la foto. La embajada alemana de Reikiavik proporcionó también algunas fotos antiguas de él, y supieron que había habido sospechas de que era agente doble y que probablemente murió en una prisión cercana a Dresde en algún momento anterior a 1978.

—Ya vuelve a subir el nivel —oyó Erlendur detrás de él, y se volvió.

Una mujer, que tuvo la sensación de conocer, le sonreía. Llevaba un grueso anorak y tenía la capucha puesta.

—Espera…

—Sunna —dijo la mujer—. La hidróloga. Yo fui la que encontró el esqueleto la primavera pasada, quizá ya no me recuerdes.

—Sí, sí, claro que te recuerdo.

—¿Dónde está el que va contigo? —preguntó, mirando a su alrededor.

—¿Sigurdur Óli?, supongo que estará en la comisaría.

—¿Habéis podido saber quién era el del lago? —preguntó Sunna.

—Más o menos —contestó Erlendur.

—No he visto nada en las noticias.

—No, todavía no hemos informado a los medios —dijo Erlendur—. ¿Y tú, qué cuentas?

—Nada, todo muy bien.

—¿Está ese contigo? —preguntó Erlendur, mirando a un hombre que estaba en la playa tirando piedras al lago, haciendo cabrillas.

—Sí —dijo Sunna—. Le conocí este verano. ¿Y quién era el del lago?

—Es una larga historia —dijo Erlendur.

—Quizá la leeré en los periódicos.

—Quizá.

—Bueno, hasta la vista.

—Adiós —dijo Erlendur con una sonrisa.

Miró a Sunna caminar hacia donde estaba el hombre y les vio dirigirse a un coche que estaba aparcado junto al talud, y marcharse en dirección a Reikiavik.

Erlendur se arrebujó en el abrigo y paseó la vista por el lago. Pensó sin pretenderlo en el apóstol que también se llamaba Tomás y del que escribió Juan en su evangelio. Los apóstoles le dijeron que habían visto a Jesucristo resucitado y Tomás respondió: «Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré».

Tomas había visto la señal de los clavos y había metido el dedo en la herida, pero, a diferencia del Tomás del que habla la Biblia, él había perdido la fe al hacerlo.

—Bienaventurados los que no vieron ni creyeron —musitó Erlendur, y sus palabras fueron arrastradas sobre las aguas del lago por el viento del norte.