36

Erlendur estaba en el garaje de Kópavogur mirando el Ford Falcon. Tenía en la mano el tapacubos, y se inclinó para ponerlo en una de las ruedas delanteras. El tapacubos encajaba perfectamente. La mujer se había mostrado un tanto asombrada por la nueva visita de Erlendur, pero le ayudó a entrar en el garaje y quitar la pesada lona que cubría el coche. Erlendur se quedó en pie mirando las líneas de aquel vehículo, la lustrosa pintura negra, los pilotos traseros redondos, la tapicería blanca, el volante grande y estilizado, y el viejo embellecedor que estaba de nuevo en su sitio al cabo de tantos años, y de repente se vio dominado por un violento deseo. No había sentido un deseo así en muchísimo tiempo.

—¿Así que este es el tapacubos original? —preguntó la mujer.

—Sí —dijo Erlendur—, lo encontramos.

—Pues muy bien hecho —respondió la mujer.

—¿Crees que todavía funcionará? —preguntó Erlendur.

—Antes funcionaba —dijo la mujer—. ¿Por qué lo preguntas?

—Es un coche un tanto especial —comentó Erlendur—. Estaba pensando si… si está en venta… y que…

—¿En venta? —dijo la mujer—. Estoy intentando sacarlo de aquí desde que murió mi marido, pero nadie tiene el menor interés en él. Incluso lo intenté poniendo un anuncio, pero sólo llamaron algunos tipos locos que no querían pagar. Pretendían que se lo regalara. ¡Que me lleve el diablo si un día regalo este coche!

—¿Cuánto quieres por él? —preguntó Erlendur.

—¿No debes comprobar primero si está en estado de uso y demás? —preguntó la mujer—. Si quieres, lo puedes conducir unos cuantos días. Tengo que hablar con mis hijos. Ellos están mucho más enterados que yo de estas cosas. Yo lo único que sé es que ni por asomo voy a regalar a nadie este coche. Quiero un buen precio por él.

La memoria de Erlendur le había traído la imagen de su cochambroso utilitario japonés, ya tan oxidado que se caía a pedazos. Nunca había querido poseer nada, pues eso no servía nada más que para coleccionar cosas muertas, pero el Falcon tenía algo que había despertado su atención. Quizás era la historia de aquel coche y su relación con una misteriosa desaparición sucedida decenios atrás. Por algún motivo, Erlendur tuvo la sensación de que aquel coche tenía que ser suyo.

Sigurdur Óli no pudo reprimir un gesto de asombro cuando Erlendur fue a verle a mediodía del día siguiente. El Ford funcionaba perfectamente. La mujer dijo que sus hijos iban con regularidad a Kópavogur para revisarlo, aunque no tenían el menor interés por los coches antiguos. Erlendur había ido directamente a un taller Ford, donde revisaron el coche, lo lubricaron, comprobaron la protección anticorrosión y el sistema eléctrico. Le dijeron que el vehículo estaba como nuevo, los asientos muy poco gastados, los instrumentos, perfectos, y el motor en un estado aceptable a pesar del poco uso.

—¿Pero en qué estás pensando? —preguntó Sigurdur Óli cuando se sentó en el asiento del copiloto.

—¿En qué estoy pensando? —repitió Erlendur.

—¿Qué piensas hacer con este coche?

—Conducirlo —dijo Erlendur, y salió del aparcamiento.

—¿Se puede? ¿No es una especie de prueba?

—Ya se verá.

Se dirigían a visitar a uno de los estudiantes de Leipzig; Tomas, de quien les había hablado Hannes. Erlendur había visitado a Marion por la mañana. Le pareció que estaba bastante bien. Le había preguntado por Kleifarvatn y por Eva Lind.

—¿Ya has localizado a tu hija? —preguntó Briem.

—No —fue la respuesta de Erlendur—. No sé nada de ella.

Sigurdur Óli le dijo que se había dedicado a estudiar en internet las actividades de la Stasi, la Policía Política de Alemania Oriental. Casi habían conseguido realizar una vigilancia exhaustiva de todos los ciudadanos. Los cuarteles centrales de la Stasi ocupaban cuarenta y un edificios, la organización utilizaba 1.181 casas para sus agentes, 305 casas de veraneo, 98 instalaciones deportivas, 18.000 apartamentos para las reuniones con espías, 97.000 personas trabajaban para la Stasi, 2.171 se dedicaban a leer el correo, 1.486 pinchaban teléfonos, 8.426 hacían escuchas telefónicas y de radio. La Stasi tenía más cien mil colaboradores activos no oficiales, un millón de personas le proporcionaban información de forma esporádica, existían informes sobre seis millones de personas y una sección se dedicaba exclusivamente a la vigilancia de los miembros de la propia Stasi.

Sigurdur Óli concluyó su relación en el momento en que Erlendur y él se detenían ante la puerta de la casa de Tomas. Era pequeña, un solo piso y sótano, vieja y claramente necesitada de reforma. Había manchas en el tejado de chapa, y los canalones de desagüe estaban oxidados. Había desconchones en las paredes, que no se habían pintado en años, el jardín estaba totalmente descuidado. La casa se hallaba en un lugar con preciosas vistas al mar, en la parte oeste de la ciudad, y Erlendur aprovechó para contemplar el océano. Sigurdur pulsó el timbre por tercera vez. Al parecer, no había nadie en casa.

Erlendur vio un barco en el horizonte. Un hombre y una mujer caminaban a buen paso por la acera, delante de la casa. El hombre daba zancadas e iba delante de ella, que hacía todo lo posible por no quedarse rezagada. Iban charlando, él hacia atrás por encima del hombro, y ella alzando la voz para que él pudiera oírla. Ninguno de los dos se percató de la presencia de los dos policías en la puerta de la casa.

—Eso significa entonces que el tal Emil de Leipzig y el bueno de Leopold eran la misma persona —dijo Sigurdur Óli, tocando otra vez el timbre.

Erlendur le había hablado de sus hallazgos en casa de los hermanos en Mosfell.

—Eso parece —dijo Erlendur.

—¿Y será él también el hombre del lago?

—Posiblemente.

Tomas estaba en el sótano cuando oyó el timbre de la puerta. Supo que era la policía. Por la ventana del sótano había visto dos hombres saliendo de un viejo automóvil negro. Era toda una coincidencia que llegaran en ese preciso momento. Estaba esperándoles desde la primavera, todo el verano, y ya había llegado el otoño. Sabía que vendrían. Sabía que si tenían aunque sólo fuera una pizca de cerebro acabarían presentándose delante de su puerta, esperando a que les abriera.

Miró por la ventana del sótano y pensó en Ilona. Una vez estaban junto a la estatua de Bach al lado de la iglesia de Santo Tomás. Era un hermoso día de verano e iban cogidos de la mano. A su alrededor estaba todo lleno de gente que paseaba, de tranvías y de coches, pero para ambos no existía otro mundo que ellos mismos.

Cogió el revólver. Era inglés, de la Segunda Guerra Mundial. Había sido de su padre, a quien se lo había dado un militar inglés, junto con varios cartuchos. Él lo había limpiado y engrasado, y unos días atrás había ido a Heidmork a comprobar si funcionaba bien. Tenía un único cartucho. Levantó el brazo y puso el cañón en su sien.

Ilona levantó los ojos para mirar la iglesia y la torre.

—Eres mi Tomas —dijo, y le besó.

Bach se erguía por encima de ellos, en total silencio, mirando hacia el infinito, y él tuvo la sensación de que en sus labios se dibujaba una sonrisa.

—Siempre —dijo—. Siempre seré tu Tomas.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Sigurdur Óli mientras Erlendur y él esperaban delante de la puerta—. ¿Tiene algún papel en esto?

—Sólo sé lo que dijo Hannes —respondió Erlendur—. Estuvo en Leipzig y tenía allí una novia.

Volvió a tocar el timbre. Y siguieron esperando.

No fue realmente el sonido de un disparo lo que llegó hasta ellos. Fue como un golpecito dentro de la casa. Como si hubieran golpeado suavemente la pared con un martillo. Erlendur miró a Sigurdur Óli.

—¿Has oído eso?

—Ahí dentro hay alguien —dijo Sigurdur Óli.

Erlendur golpeó la puerta y agarró el pomo. No estaba cerrada con llave. Entraron y llamaron a gritos, pero nadie contestó. Vieron una puerta y una escalera que llevaban al sótano. Erlendur descendió prudentemente por la escalera y vio a un hombre caído en el suelo y a su lado una pistola de modelo antiguo.

—Aquí hay un sobre dirigido a nosotros —dijo Sigurdur Óli, bajando por la escalera.

Tenía en la mano un grueso sobre amarillo en el que estaba escrito «Policía».

—¡Vaya! —exclamó al ver al hombre en el suelo.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Erlendur, como hablando consigo mismo. Fue hacia el cadáver y miró fijamente a Tomas—. ¿Por qué?

Erlendur visitó a la novia del hombre que se hacía llamar Leopold, pero que en realidad se llamaba Emil, y le dijo que los huesos de Kleifarvatn eran los restos mortales del hombre al que amó mucho tiempo atrás y que desapareció de su vida como si la tierra se lo hubiera tragado. Pasó un largo rato con ella en el salón, informándola de lo que había escrito Tomas antes de bajar al sótano, y respondió a sus preguntas lo mejor que pudo. La mujer tomó las noticias con calma.

No mostró reacción alguna cuando Erlendur le dijo que, posiblemente, Emil trabajaba en secreto para Alemania Oriental.

Aunque la historia fue toda una sorpresa para ella, Erlendur supo que no sería la verdadera actividad de Emil, ni quién era en realidad, lo que ocuparía su mente cuando él se hubiera marchado esa tarde. No había podido responder a la pregunta que sabía que la atormentaba más que cualquier otra. ¿Su amor era correspondido? ¿La amaba él realmente? ¿O la había utilizado solamente como una cosa más para conseguir sus fines?

Intentó verbalizar su pregunta antes de que Erlendur se marchara. Este se dio cuenta de que no le era fácil, y de pronto la abrazó. La mujer rompió a llorar.

—Tú lo sabes —dijo él—. Tú lo sabes mejor que nadie, ¿no es verdad?

Un día, poco después, Sigurdur Óli volvió a casa después del trabajo y vio a Bergthóra confusa y desvalida, mirándole con los ojos arrasados en lágrimas. Enseguida comprendió lo que había sucedido. Corrió hacia ella e intentó reconfortarla, pero ella se echó a llorar inconsolablemente, el cuerpo entero le temblaba. La sintonía de las noticias llegó hasta ellos desde la radio. La policía anunciaba la desaparición de un hombre de mediana edad. El anuncio iba seguido de una breve descripción. Sigurdur Óli levantó la cabeza y de repente vio en su mente a una mujer en una tienda, con una cestita de fresas en la mano.