Metió las páginas que había escrito en un sobre grande, anotó el destinatario y lo dejó sobre la mesa. Pasó la mano por el sobre y pensó en la historia que contenía. Hubo un momento en que no acababa de decidir si debía o no contar aquellos sucesos, pero llegó a la conclusión de que no podía hacer otra cosa. Los restos habían aparecido en Kleifarvatn. Tarde o temprano, la pista conduciría hasta él. Sabía que en realidad no existía prácticamente ninguna conexión entre el hombre del lago y él, y que la policía tendría dificultades para averiguar la verdad sin su ayuda. Pero no quería mentir. Si lo único que merecía era la verdad, ya era suficiente.
Le hizo bien visitar a Hannes. Desde su primer encuentro había sentido simpatía hacia él, aunque no estuvieran siempre de acuerdo. Hannes le había ayudado. Había arrojado nueva luz sobre la relación entre Emil y Lothar, y le había dicho que Emil e Ilona se conocían desde antes de su llegada a Leipzig, aunque todo estaba poco claro. Quizás aquello podía explicar lo sucedido. O quizás el asunto se había vuelto más complejo por aquella relación. Aún no sabía qué pensar.
Llegó a la conclusión de que tendría que hablar con Emil. Tendría que preguntarle por Ilona y Lothar y por sus trapicheos con él en Leipzig. No estaba seguro de que Emil tuviese todas las respuestas, pero tendría que confesarle todo lo que supiera. Tampoco podía dedicarse a espiarle en su caseta del jardín. Aquello sería una indignidad. No quería jugar a los espías.
Había otra cosa que le servía de acicate. Algo en lo que empezó a pensar después de visitar a Hannes, y que se relacionaba con su propia parte en el caso, y en lo infantil, ingenuo e inocente que había sido. Sabía que habría podido suceder de otro modo, pero también era posible que hubiera sucedido por su propia culpa. Tenía que saber cuál era la verdad.
Por eso estaba otra vez en Bergstadastræti, una tarde, pocos días después de seguir a Lothar, con la mirada fija en la caseta del jardín. Había ido a casa de Emil nada más terminar la jornada de trabajo. Había empezado a oscurecer y hacía frío. Notó la proximidad del invierno.
Entró en el jardín de atrás, donde estaba el almacén. Al acercarse, vio que la caseta no estaba cerrada. El candado colgaba abierto. Entreabrió la puerta y se asomó por la rendija. Emil estaba sentado ante su mesa de trabajo, enfrascado en algo. Cruzó el umbral. En la caseta había un montón de trastos que no podía distinguir bien en la oscuridad. Solamente una bombilla colgaba desnuda del techo, encima de la mesa.
Emil no se percató de su presencia hasta que él llegó justo a su lado. Su chaqueta colgaba en el respaldo de la silla, y le pareció que estaba rota, como si se hubiese peleado con ella puesta. Oyó a Emil murmurar algo para sí, como enfadado. De repente, Emil percibió su presencia en el almacén. Levantó la vista del mapa, volvió la cabeza y le miró. Él se dio cuenta de que necesitó un tiempo para identificar al recién llegado.
—Tomas —suspiró entonces—. ¿Eres tú?
—Hola, Emil —respondió él—. La puerta estaba abierta.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Emil—. ¿Qué…? —Se había quedado mudo de asombro—. ¿Cómo sabías…?
—Seguí a Lothar hasta aquí —dijo—. Le seguí desde Ægisída.
—¿Que seguiste a Lothar? —repitió Emil, incrédulo. Se levantó de la silla sin mirarle—. ¿Qué haces? —preguntó—. ¿Por qué seguiste a Lothar? —Miró hacia la puerta, como si fueran a aparecer más huéspedes inesperados—. ¿Estás solo? —quiso saber.
—Sí, estoy solo.
—¿A qué has venido? ¿Qué quieres?
—Recordarás a Ilona —dijo él—. De Leipzig.
—¿Ilona?
—Estábamos juntos, Ilona y yo.
—Claro que me acuerdo de Ilona. ¿Y qué pasa?
—¿Puedes decirme qué fue de ella? —preguntó él—. ¿Puedes decírmelo ahora, después de todos estos años? ¿Lo sabes?
No quería parecer alterado, sino guardar la calma, pero le fue imposible. En su semblante se podía leer, como en un libro abierto, el sufrimiento de tantos años por la mujer a la que amaba y añoraba.
—¿De qué hablas? —dijo Emil.
—De Ilona.
—¿Todavía piensas en ella? ¿Después de todos estos años?
—¿Lo sabes tú? ¿Sabes lo que fue de ella?
—No sé absolutamente nada. No sé de qué hablas, nunca lo he sabido. No deberías estar aquí. Tienes que marcharte.
Pasó la mirada por el interior de la caseta.
—¿Qué haces? —preguntó él—. ¿Para qué es este almacén? ¿Cuándo volviste al país?
—Tendrías que largarte —repitió Emil, mirando preocupado hacia la puerta—. ¿Alguien más sabe que estás aquí? —preguntó entonces—. ¿Alguien más sabe que yo estoy aquí?
—¿Puedes decírmelo? —repitió él—. ¿Qué fue de Ilona?
Emil le miró y se puso furioso de repente.
—¡Lárgate, te digo! ¡Vete de aquí! ¡No puedo ayudarte en tus gilipolleces!
Emil le empujó, pero él ni se movió.
—¿Qué te dieron por delatar a Ilona? —preguntó—. ¿Qué es lo que te dieron, ya que eras tú su héroe? ¿Te dieron dinero? ¿Conseguiste buenas notas? ¿Te ofrecieron un buen trabajo con ellos?
—No sé de qué me estás hablando —dijo Emil.
Hasta entonces había hablado en voz baja, pero ahora levantó la voz.
Se dio cuenta de que Emil había cambiado mucho desde los tiempos de Leipzig. Seguía igual de flaco que antes, pero con aspecto más débil y oscuras bolsas en los ojos, los dedos amarillentos del tabaco, la voz ronca. Su nuez prominente subía y bajaba al hablar, el cabello había empezado a clarear. No había visto a Emil desde hacía mucho tiempo y sólo lo recordaba de joven. Ahora le parecía cansado y enfermizo. Emil llevaba barba de varios días, y tuvo la sensación de que bebía más de lo debido.
—Fue por mi culpa, ¿verdad? —dijo él.
—¿Quieres dejar ya esa estupidez? —exclamó Emil, que intentó darle un empujón—. ¡Lárgate! —le gritó—. Olvídate de todo esto.
Él se echó a un lado.
—Fui yo quien te contó lo que hacía Ilona, ¿no? Fui yo mismo quien te puso en la pista. Si no te lo hubiera dicho, quizás habría podido librarse. No se habrían enterado de las reuniones. No nos habrían hecho fotos.
—¡Vete!
—Hablé con Hannes. Él me habló de Lothar y de ti, me dijo que Lothar y la FDJ hacían que la universidad te recompensara con buenas calificaciones. Tú nunca fuiste un buen estudiante, ¿verdad, Emil? Jamás te vi consultar un libro. ¿Qué te daban por delatar a tus camaradas, por delatar a tus amigos? ¿Qué te daban por espiar a tus compañeros?
—A mí no consiguió engatusarme para que cambiara mis ideas, pero tú caíste como un pelele —exclamó Emil, fuera de sí—. Ilona era una traidora.
—¿En qué te traicionó a ti? —dijo él—. ¿Sólo porque no quería saber nada de ti? ¿Tanto te dolió? ¿Tanto te dolió que no quisiera estar contigo?
Emil le miró.
—No sé qué vio en ti —dijo, con una sonrisa burlona jugueteando en sus labios—. ¡No sé qué pudo ver en un inteligente idealista, dispuesto a convertir Islandia en un estado socialista, y que cambió de opinión en cuanto ella le hizo dos carantoñas! ¡No sé qué coño pudo ver en ti!
—De modo que quisiste vengarte —confirmó él—. ¿De eso se trataba, de vengarte de ella?
—Estabais hechos el uno para el otro —dijo Emil.
Clavó los ojos en Emil y se sintió atravesado por un frío extraño. Ya no reconocía a su amigo, no sabía en quién ni en qué se había convertido. Sabía que lo que tenía delante era la misma perversidad inflexible que conoció en sus años de estudiante, y sabía que tenía que llenarse de furia y de odio y atacar a Emil, pero de pronto sintió que ya no sentía deseos de hacerlo. No sentía necesidad de descargar sobre él sus sufrimientos y su miedo y su preocupación de tantos años. No porque nunca hubiera agredido a nadie. No porque nunca hubiera sido violento y nunca se hubiera visto involucrado en una pelea de ningún tipo. Despreciaba la violencia en cualquiera de sus formas. Sabía que en aquel momento tenía que estallar su furia haciéndole sentir el deseo de matar a Emil. Pero en vez de llenarse de ira, su mente se vació hasta que dejó de sentir cualquier cosa que no fuera aquel intenso frío.
—Y tienes razón —continuó Emil, los dos seguían frente a frente—. Fuiste tú. No puedes echarle la culpa a nadie excepto a ti mismo. Fuiste tú quien me habló por primera vez de sus reuniones, de sus ideas y de su deseo de ayudar al pueblo a combatir el socialismo. Fuiste tú. Si era eso lo que querías saber, te lo puedo confirmar. ¡Fueron sobre todo tus propias palabras las que condujeron a la detención de Ilona! Yo no sabía a qué se dedicaba. Tú me lo dijiste. ¿Te acuerdas? Después empezaron a seguirla. Después te llamaron y te advirtieron. Pero era ya demasiado tarde. El asunto había llegado demasiado lejos. Había dejado de estar en nuestras manos.
Lo recordaba bien. Había pensado una y otra vez en si había podido decir a alguien algo que no hubiera debido decir. Siempre había creído que podía confiar en sus compatriotas. Que podía estar seguro de que los islandeses no se espiaban unos a otros. Que la vigilancia mutua no alcanzaba a aquel pequeño grupo de amigos. Que la policía de las ideas no tenía nada que ver con los islandeses. Fue esa seguridad lo que le permitió hablarles de Ilona, de sus camaradas y sus ideas.
Miró a Emil y pensó en la inhumanidad y en lo fácil que era construir una sociedad basada exclusivamente en ella.
—Hay algo en lo que empecé a pensar cuando todo había pasado —dijo él por fin. Era como si estuviera hablando consigo mismo, como si hubiera desaparecido del tiempo y el espacio y ya nada importase—. Cuando todo había concluido y nada podía salvarse ya. Mucho después de volver a Islandia. Fui yo quien te habló de las reuniones de Ilona. No sé por qué, pero lo hice. Creo sencillamente que intentaba animaros, a ti y a los demás, a que asistierais a los encuentros. Entre los islandeses no teníamos secretos. No contaba con que pudiera haber alguien como tú. —Calló—. Estábamos juntos —continuó—. Hubo alguien que delató a Ilona. Aquella universidad era muy grande y podía haber sido cualquiera. Sólo una semana después empecé a darle vueltas a la posibilidad de que alguno de los islandeses, alguno de mis amigos, fuera quien lo hizo. —Miró a Emil a los ojos—. Fui un absoluto idiota al creer que éramos amigos —dijo con la voz apagada—. Éramos sólo unos críos. Ni tú ni yo pasábamos apenas de los veinte.
Se dio media vuelta, con intención de salir de la caseta.
—Ilona era una puta de mierda —gritó Emil a su espalda.
En el momento en que oyó aquellas palabras, vio una pala sobre una vieja cómoda polvorienta. La agarró por el mango, la levantó en el aire, giró en semicírculo, soltó un alarido y estampó la pala con todas sus fuerzas sobre Emil. Le dio en la cabeza, y vio la mirada morir en sus ojos mientras caía de rodillas al suelo.
Él quedó en pie, mirando el cuerpo inerte de su amigo como si aquello estuviera sucediendo en otro mundo, hasta que llegó a su memoria una frase olvidada desde hacía muchos años.
La mejor manera de matarlas es con una pala.
Un negruzco charco de sangre empezó a formarse en el suelo, y enseguida comprendió que, con aquel golpe, había matado a Emil. No experimentaba ningún sentimiento. Se quedó quieto y en silencio mirándolo en el suelo, viendo cómo crecía el charco de sangre. Lo observaba como si no guardara ninguna relación con él. No había albergado en ningún momento la intención de matarle. Había sucedido sin que él pensara en ello ni por un solo instante.
No sabía cuánto tiempo había pasado. De repente se dio cuenta de que alguien se había acercado y le estaba hablando. Alguien que le pellizcó y le golpeó suavemente en la mejilla y dijo algo que no comprendió. Miró al hombre sin reconocerle. Vio al hombre en cuclillas al lado de Emil. Le puso los dedos sobre el cuello, buscando el pulso. Sabía que no había nada que hacer. Sabía que Emil estaba muerto. Había matado a Emil.
El hombre se levantó y se volvió hacia él. Entonces vio quién era. Aunque había engordado. Había seguido a aquel hombre en Reikiavik, y le había conducido hasta Emil.
Era Lothar.