32

Erlendur y Elínborg comentaron el relato de Hannes durante el regreso desde Selfoss. Era ya la tarde avanzada y había poco tráfico en Hellisheidi. Erlendur pensó en el Falcon negro. No debían de haber muchos por las calles de la ciudad en esa época. Y eso que el Falcon era popular, según le había dicho Teddi, el marido de Elínborg. Pensó en Tomas, el que tenía una novia que desapareció en la RDA. Irían a verle a la primera oportunidad. No acababa de entender cómo podían relacionarse el cadáver del lago y los estudiantes de Leipzig en los años cincuenta. Pensó en Eva Lind, que parecía abocada a la destrucción sin que él pudiera hacer nada para evitarlo, y en Sindri, su hijo, a quien prácticamente no conocía. Estuvo dando vueltas a todas estas cosas una y otra vez sin lograr poner orden en sus pensamientos. Elínborg le miró de reojo y le preguntó en qué estaba pensando.

—En nada —respondió él.

—Algo será —dijo Elínborg.

—No —dijo Erlendur—. No es nada.

Elínborg se encogió de hombros. Erlendur pensó en Valgerdur. No había tenido noticias suyas en varios días. Sabía que necesitaba tiempo y que él tampoco debía apresurarse. Desconocía lo que podía haber visto en él. Era un auténtico misterio. No conseguía comprender lo que pudo ver Valgerdur en un hombre solitario y deprimido que vivía en un oscuro apartamento de un bloque de pisos. A veces incluso se preguntaba si merecía la amistad de aquella mujer.

En cambio, él sabía hasta el último detalle lo que le gustaba de Valgerdur. Lo supo desde el primer momento. Ella era tantas cosas que él no era pero querría ser. Ella era, en todos los aspectos, su opuesto. Atractiva, sonriente, alegre. Pese a las dificultades que tenía que sobrellevar en su matrimonio, y que Erlendur sabía que la afectaban mucho, no permitía que la destruyesen. Siempre veía aspectos positivos en sus problemas, y era incapaz de sentir odio por nada, ni de sufrir en exceso por sus dificultades. No permitía que nada ensombreciera su visión de la vida, que era dulce y generosa. Ni siquiera su esposo, que Erlendur pensaba que tenía que ser un imbécil integral por engañar a una mujer como Valgerdur.

Erlendur sabía perfectamente lo que había visto en ella. Notaba como se regeneraba cuando estaba a su lado.

—Dime en qué piensas —le rogó Elínborg. Se aburría.

—En nada —respondió Erlendur—. No pienso en nada.

Elínborg sacudió la cabeza. Erlendur había estado bastante deprimido durante el verano, aunque pasó más tiempo con ellos fuera del trabajo que en cualquier época anterior. Sigurdur Óli y ella habían comentado aquel hecho, y pensaron que probablemente estuviera abatido por culpa de Eva Lind, que no había vuelto a ponerse en contacto con él. Sabían que estaba muy preocupado por ella y que había intentado ayudarla, pero era como si la chica no fuese capaz de poner su vida en orden. «Es una pobre infeliz», fue la expresión de Sigurdur Óli. Elínborg había estado dos o tres veces a punto de hablar de Eva con Erlendur, y le había preguntado si se encontraba bien, pero él se había limitado a descartar el tema con un gesto de la mano.

Estuvieron en profundo silencio hasta que Erlendur se detuvo delante de la casa de Elínborg; pero esta no salió del coche, sino que se volvió hacia él.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Erlendur no respondió.

—¿Qué vamos a hacer a partir de ahora con los casos que tenemos entre manos? ¿No deberíamos hablar con el tal Tomas?

—Claro, tenemos que hacerlo —respondió Erlendur.

—¿Estás pensando en Eva Lind? —preguntó Elínborg—. ¿Es eso lo que te tiene tan callado y tan serio?

—No te preocupes por mí —dijo Erlendur—. Hablamos mañana.

La miró mientras subía las escaleras de la puerta principal y entraba en la casa. Cuando desapareció, se marchó.

Dos horas después, cuando Erlendur estaba recostado en su sillón mirando pensativo hacia la oscuridad, sonó el telefonillo. Se levantó y preguntó quién era, y abrió el portal apretando un botón. Encendió la luz en el apartamento, fue hacia la puerta, la abrió y esperó. Enseguida apareció Valgerdur.

—¿Prefieres estar solo? —preguntó.

—No, entra —respondió Erlendur.

Entró mientras él ocupaba aún parte del umbral, y Erlendur la ayudó a quitarse el abrigo. Vio un libro abierto sobre la mesa, al lado del sillón, y le preguntó qué estaba leyendo, y la respuesta fue que era un libro sobre avalanchas de nieve.

—Y todos sufren una muerte horrible —dijo ella.

Habían hablado muchas veces del interés de Erlendur por la cultura popular, la historia y las fuentes documentales, y también los libros sobre muertes y desapariciones.

—No todos —dijo él—. Algunos sobreviven. Por suerte.

—¿Es por eso por lo que lees esos libros de muertes en los montes y las avalanchas?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Erlendur.

—¿Es porque algunos sobreviven?

Erlendur sonrió.

—Quizá —dijo—. ¿Sigues en casa de tu hermana?

Valgerdur asintió. Dijo que estaba pensando en hablar con un abogado para arreglar el divorcio y le preguntó a Erlendur si conocía a alguno. Ella nunca había tenido necesidad de buscar los servicios de un abogado. Erlendur se ofreció a preguntar en la comisaría, donde dijo que había abogados por todos los rincones.

—¿Te queda aún de esa cosa verde? —preguntó Valgerdur, que se sentó en el sofá.

Erlendur asintió y sacó la botella de Chartreuse y dos vasos. Recordó haber oído alguna vez que se utilizaban treinta tipos distintos de hierbas para conseguir el sabor adecuado. Se sentó al lado de ella y le habló de las hierbas.

Ella le dijo que había visto a su marido esa mañana, y que él le había jurado que cambiaría de conducta, e intentó convencerla de que volviera a casa con él. Pero cuando quedó claro que estaba decidida a divorciarse, se enfadó y acabó perdiendo los nervios y se puso a chillar y a hacerle reproches. Estaban en un restaurante y él se dedicó a cubrirla de insultos sin preocuparse lo más mínimo por la presencia de los demás comensales, que les miraban atónitos. Ella se levantó y se fue sin mirar atrás.

Cuando terminó de contar lo sucedido, se quedaron en silencio mientras terminaban sus bebidas. Ella pidió otra copa.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó al fin.

Erlendur vació su copa y sintió la bebida quemarle la garganta. Volvió a llenar las copas y pensó en el perfume de Valgerdur, que sintió cuando ella cruzó el umbral de la puerta y se sentó a su lado. Era como el aroma de algún verano muy lejano, y se sintió invadido por una extraña añoranza que se remontaba a tiempos demasiado lejanos en el pasado para poder identificarla exactamente.

—Haremos lo que nos apetezca —contestó Erlendur.

—¿Tú qué quieres hacer? —preguntó ella—. Has sido muy paciente, y ahora estoy pensando que a lo mejor no es cuestión de paciencia, sino que lo que ocurre es que… de algún modo no quieres comprometerte del todo.

Callaron. La pregunta quedó flotando en el aire.

¿Tú qué quieres hacer?

Erlendur vació su segunda copa. Aquella era una pregunta que él mismo se había hecho desde que conoció a Valgerdur. No tenía idea de haber sido paciente. No tenía ni idea de haber sido nada, excepto que intentó apoyarla. Quizá no le había mostrado suficiente atención, o cariño. No sabía.

—Tú no querías precipitar las cosas —dijo—. Yo tampoco. No ha habido una mujer en mi vida durante mucho tiempo.

Calló. Deseaba decirle que casi siempre había estado solo en aquel lugar, con sus libros, y que el que ella estuviera allí sentada en el sofá era para él un motivo de enorme alegría. Que ella era tan distinta de todo cuanto él estaba acostumbrado, un delicioso aroma de verano, y que no sabía cómo enfrentarse a esa nueva realidad. Cómo decirle que aquello era todo lo que él quería y lo que había deseado desde el primer momento en que la vio. Poder estar con ella.

—Nunca quise parecer distante —dijo—. Pero hace falta tiempo, sobre todo me hace falta a mí. Y, claro, tú… vamos, que es difícil pasar por un divorcio…

Valgerdur se dio cuenta de que a Erlendur se le hacía difícil hablar de esas cosas. Siempre que su conversación se centraba en ellos, se le veía incómodo y vacilante, y apenas decía nada. Por regla general, no hablaba mucho, y tal vez era eso lo que la hacía sentirse cómoda a su lado. No había en él impostura ninguna. Nunca fingía. Probablemente no tendría ni idea de cómo comportarse si pretendiese cambiar su manera de ser. Era totalmente sincero en todo lo que hacía y decía. Ella lo notaba y hallaba en su sinceridad una seguridad de la que había carecido durante mucho tiempo. Veía en él a un hombre en quien sabía que podía confiar.

—Perdona —le dijo con una sonrisa—. No era mi intención convertir esto en una especie de negociación. Pero es bueno saber dónde está cada uno. Lo entiendes, ¿verdad?

—Perfectamente —dijo Erlendur, sintiendo que se había aliviado la tensión producida entre ellos.

—Hará falta tiempo, ya veremos —comentó ella.

—Creo que eso es muy razonable —aseguró él.

—Estupendo —dijo ella, levantándose del sofá.

Erlendur se puso también en pie. Ella dijo algo de que tenía que ir a ver a sus hijos, pero él no entendió exactamente sus palabras. Estaba pensando en otra cosa. Ella fue hacia la puerta y él la ayudó a ponerse el abrigo. Valgerdur abrió la puerta y preguntó si había algún problema.

Erlendur la miró.

—No te vayas —dijo.

Ella se detuvo en el umbral.

—Quédate conmigo —insistió él.

Valgerdur titubeó.

—¿Estás seguro? —dijo.

—Sí —respondió él—. No te vayas.

Ella se quedó inmóvil largo rato, mirándole. Él fue hacia ella y la condujo de nuevo al salón, cerró la puerta y empezó a quitarle el abrigo sin que ella opusiera resistencia.

Se amaron sin prisas, con suavidad y ternura, los dos un poco titubeantes e inseguros al principio, sensaciones que fueron desapareciendo. Ella le dijo que era el segundo hombre con el que se acostaba en su vida.

Tumbados en la cama, él miró al techo y le dijo que a veces viajaba al este del país, a su hogar de infancia, y se instalaba en su vieja casa. No quedaban más que las paredes, con el tejado medio hundido y pocas cosas que indicaran que en un tiempo hubiera podido vivir allí una familia. Sin embargo, aún quedaban algunos restos de la vida desaparecida. Algunos pedazos de moqueta de cuadros, que recordaba perfectamente. Armarios rotos en la cocina. Alféizares en los que se habían apoyado pequeñas manos. Dijo que le gustaba ir allí y acostarse con los recuerdos y volver a hallarse en un mundo lleno de luz y paz.

Valgerdur le apretó la mano.

Empezó a contarle la terrible historia de una chica joven que se marchó de casa de su madre sin saber exactamente adónde ir. Estaba disgustada, su temperamento era débil y quería escapar de su vida, lo que probablemente era comprensible porque nunca le habían dado lo que más deseaba. Sentía que le faltaba algo en la vida. Se sentía engañada. Se lanzó a lo desconocido en un extraño afán de autodestrucción y se fue hundiendo más y más en su propia perdición. Cuando la encontraron, la llevaron otra vez a la granja y la cuidaron, pero en cuanto hubo reunido fuerzas suficientes desapareció de nuevo sin previo aviso. Se enfrentó a las tormentas, y algunas veces acudía a refugiarse al lugar donde vivía su padre. Este intentó hacer por ella todo cuanto podía y mantenerla al abrigo de las inclemencias del tiempo, pero ella no permitía que nadie le dijera lo que tenía que hacer, como si su destino no fuera otro que la perdición.

Valgerdur le miró.

—Nadie sabe dónde está ahora. Sigue con vida, porque si hubiera muerto, me habría enterado. Espero alguna noticia suya. Me he metido en las tormentas una y otra vez en su busca y la he encontrado y la he arrastrado a casa y he intentado ayudarla, pero dudo que a estas alturas nadie pueda ayudarla.

—No estés demasiado seguro —dijo Valgerdur tras un largo silencio.

Sonó el teléfono de la mesilla de noche. Erlendur lo miró sin intención de cogerlo, pero Valgerdur le dijo que tenía que tratarse de algo urgente si llamaban a semejantes horas de la noche. Él dijo que seguramente sería cualquier estupidez de Sigurdur Óli y alargó el brazo hacia el auricular.

Necesitó un rato para darse cuenta de que el hombre del teléfono era Haraldur. Llamaba desde la residencia de ancianos, dijo que se había colado en la oficina y que quería hablar con Erlendur.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Erlendur.

—Quiero contarte lo que sucedió —respondió Haraldur.

—¿Por qué? —preguntó Erlendur.

—¿Quieres que te lo cuente o no? —dijo Haraldur—. Si no, lo olvidamos y ya está.

—Tranquilo —dijo Erlendur—. Iré a verte mañana por la mañana. ¿Te parece bien?

—Ven, entonces —contestó Haraldur, y colgó.