30

Hannes se aclaró la garganta y les miró. Los dos tuvieron la sensación de que le costaba hablar de la época de sus estudios en Leipzig. No parecía habituado a recordar sus años allí. Erlendur le había obligado a sentarse junto a ellos.

—¿Hay algo más que queráis saber? —preguntó.

—El tal Tomas llega muchos años después de su estancia en Leipzig y te pregunta por Emil y Lothar y tú le dices que tienes la certeza de que los dos estaban conchabados —dijo Erlendur—. Que Emil trabajaba para él en esa importantísima vigilancia de los estudiantes.

—Sí —respondió Hannes.

—¿Por qué preguntó por Emil, y quién es el tal Emil?

—No me lo dijo, y yo sé muy poco sobre Emil. Lo último que supe es que vivía en el extranjero. Creo que vivió fuera todo el tiempo, desde que estuvimos en Alemania. Creo que nunca volvió a Islandia. Hace años me encontré a uno de los estudiantes de Leipzig, uno que se llama Karl Había ido de excursión por Skaftafell, al igual que yo, y nos pusimos a recordar todo aquello, y él me dijo que creía que Emil había decidido instalarse en el extranjero cuando terminó la carrera. Desde entonces ni le había visto ni había oído nada de él.

—¿Y de Tomas, sabes algo de él? —preguntó Erlendur.

—No, en realidad, no. Estudió ingeniería en Leipzig, pero nunca ejerció de ingeniero, por lo que yo sé. Le expulsaron de la universidad. No volví a verle excepto cuando volvió de Alemania, y esa vez que vino a preguntar por Emil.

—Cuéntanoslo —le rogó Elínborg.

—Es que no hay mucho que contar. Vino y hablamos de los viejos tiempos.

—¿Por qué estaba tan interesado por el tal Emil? —preguntó Erlendur.

Hannes les miró.

—Será mejor que prepare más café —dijo. Y se levantó.

Hannes les contó que años atrás vivió en una casa adosada nueva en el barrio de Vogar, en Reikiavik. Una tarde sonó el timbre de la puerta. Cuando abrió, vio a Tomas en la escalera. Era otoño y fuera soplaba un viento gélido que agitaba los árboles del jardín mientras un auténtico diluvio caía sobre la casa. Hannes tardó un tiempo en darse cuenta de quién era la persona que había llegado de visita, y se llevó una enorme sorpresa al reconocerle. Su asombro fue tal que ni siquiera le invitó a entrar para guarecerse de la lluvia.

—Perdona que venga a molestarte de esta forma —dijo Tomas.

—No, no pasa nada —contestó Hannes, recuperando por fin el sentido de la realidad—. Hace un tiempo horrible. Ven, entra, por favor.

Tomas se quitó el abrigo y saludó a su mujer, y sus hijos se asomaron para mirar al huésped, que les sonrió. Hannes tenía un pequeño despacho en el sótano de la casa e invitó a Tomas a bajar con él después de tomar una taza de café y charlar un rato sobre el tiempo. Notó que había algo que le tenía muy preocupado. Tomas no estaba tranquilo. Estaba inquieto y aparentemente un tanto incómodo de haberse presentado de aquel modo en casa de unas personas a las que en realidad apenas conocía. En Leipzig no habían sido íntimos. La esposa de Hannes nunca había oído el nombre de Tomas.

En cuanto estuvieron en el sótano empezaron a rememorar los años de Leipzig, sabían lo que había sido de algunos de sus compañeros, pero de otros no tenían ni idea. Hannes se percató de que Tomas estaba tanteando el terreno antes de entrar en materia y pensó que se habrían podido llevar bien. Recordó la primera vez que le vio en la biblioteca de la universidad. Recordó su cortés timidez y la claridad con que había hablado de sus ideas. Era un joven socialista en cuyas opiniones no cabía sombra de duda.

Conocía perfectamente la desaparición de Ilona y recordaba la visita de Tomas, recién llegado de Alemania Oriental, convertido en un hombre distinto al que había sido, y le contó lo sucedido. Le compadeció. Había enviado a Tomas una carta que escribió lleno de furia, echándole la culpa de que le expulsaran de Leipzig, pero cuando se le pasó la rabia y volvió a Islandia, se dio cuenta de que no había sido culpa de Tomas, sino de él mismo, por haber alzado el puño contra el sistema. Tomas empezó a hablar de la carta y dijo que no podía quitársela de la cabeza. Él le dijo que se olvidara de ella, que la había escrito en un estado de completa irritación y que nada de lo que decía era verdad. Se reconciliaron. Tomas dijo que se había puesto en contacto con la dirección del partido, por Ilona, y que le habían prometido preguntar a la RDA. Le echaron un tremendo rapapolvo por haber hecho que le expulsaran, abusando así de su posición y de la confianza que habían puesto en él. Dijo que sí a todo y dio muestras de profundo arrepentimiento. Les dijo todo lo que querían oír. Su único objetivo era ayudar a Ilona. No sirvió de nada.

Tomas dijo que había oído que Ilona y Hannes habían estado juntos un tiempo, y que Ilona quería casarse para poder salir del país. Hannes dijo que era la primera vez que oía semejante cosa. Añadió que había asistido a varias reuniones y había visto a Ilona en ellas, pero luego perdió todo interés por la política. Y allí estaba Tomas otra vez, en su casa. Habían pasado doce años desde su último encuentro. Empezó a hablar de Lothar, por fin parecía entrar en materia.

—Quería preguntarte por Emil —dijo Tomas—. Sabes que éramos buenos amigos en Alemania.

—Sí, lo sabía.

—¿Es posible que Emil… que, digamos, tuviera alguna relación especial con Lothar?

Movió la cabeza en señal de asentimiento. No quería hablar de la gente a sus espaldas, pero entre él y Emil no había existido nunca amistad alguna, y creía saber quién era Emil realmente. Le contó a Tomas lo que había dicho el catedrático sobre Emil y Lothar. Que aquello había sido la confirmación de lo que ya sospechaba. Que Emil participaba activamente en la vigilancia mutua y que se aprovechaba de su lealtad al partido y a la asociación de estudiantes.

—¿Pensaste en algún momento que Emil hubiera podido estar involucrado en tu expulsión? —preguntó Tomas.

—Era imposible saberlo. Cualquiera pudo haberme delatado a la FDJ, y no uno ni dos. Yo te eché la culpa a ti, como sabes bien. Te escribí la carta aquella. Es tan complicado hablar con la gente cuando no sabes lo que puedes decir y lo que no. Pero no me he dedicado a darle vueltas al asunto. Para mí, está enterrado y olvidado.

—¿Sabías que Lothar está aquí, en Islandia? —preguntó Tomas, de repente.

—¿Lothar? ¿Aquí? No.

—Está aquí en no sé qué puesto de la embajada de la Alemania Oriental, es funcionario o algo por el estilo. Me lo encontré por casualidad, bueno, no me lo encontré, sólo le vi. Iba camino de la embajada. Yo iba paseando por Ægisída, vivo en Vesturbær. Él no me vio. Estaba a cierta distancia de él, pero allí estaba, vivito y coleando. Una vez, cuando le acusé de la desaparición de Ilona, me dijo que buscara más cerca, y no le comprendí. Creo que ahora comprendo lo que quería decir.

Callaron.

Miró a Tomas y se dio cuenta de lo solo y triste que estaba aquel antiguo compañero de estudios, y deseó poder hacer algo por él.

—Si puedo ayudarte con… ya sabes, si puedo hacer algo por ti…

—¿Dijo eso el catedrático, que Emil estaba conchabado con Lothar y que se beneficiaba de ello?

—Sí.

—¿Sabes qué fue de Emil? —preguntó Tomas.

—¿No vive en el extranjero? Creo que después de acabar la carrera no volvió a Islandia.

Estuvieron un buen rato en silencio.

—Esa historia de Ilona y yo que mencionaste, ¿quién te la contó? —preguntó Hannes.

—Lothar —respondió Tomas.

Hannes titubeó.

—No sé si debo contártelo o no —dijo por fin—, pero poco antes de marcharme de allí oí una cosa algo distinta. Tú estabas tan afectado al volver de Alemania, que no quise andarme con dimes y diretes. Ya había habido suficiente. Pero tengo entendido que Emil bebía los vientos por Ilona, antes de que empezarais a ser pareja vosotros dos.

Tomas se quedó mirándole.

—Eso era lo que oí decir —continuó Hannes, que vio que Tomas palidecía—. No tiene por qué haber ni pizca de verdad.

—¿Me estás diciendo que fueron pareja antes de que Ilona y yo…?

—No, sólo que a él le gustaba Ilona y estuvo intentando camelarla. No hacía más que dar vueltas a su alrededor, la acompañaba a la limpieza de ruinas y…

—¿Emil e Ilona? —suspiró Tomas, incrédulo e incapaz de asimilar aquella noticia.

—Él lo estuvo intentando, es lo único que oí decir —se apresuró a añadir Hannes, que ya se estaba arrepintiendo de habérselo contando.

Se daba cuenta de que no habría debido mencionarlo nunca. Lo veía en el rostro de Tomas.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó Tomas.

—No me acuerdo y, además, ese rumor no tiene por qué haber sido cierto.

—¿Emil e Ilona? ¿Ella no le hacía caso? —preguntó Tomas.

—Ni el más mínimo —dijo Hannes—. Eso fue lo que oí. Ella no tenía el menor interés en él. Y Emil lo llevaba fatal.

Callaron.

—¿Ilona no te lo contó?

—No —dijo Tomas—. Nunca habló de eso.

—Y se fue —concluyó Hannes mirando a Erlendur y Elínborg—. No le he vuelto a ver desde entonces y en realidad no sé si está vivo o muerto.

—Si lo he entendido bien, vuestra experiencia en Leipzig fue de lo más traumática —observó Erlendur.

—Lo peor era aquel insoportable espionaje personal y las constantes sospechas. Pero en muchos sentidos, aquello era muy positivo. Quizá no estuviéramos todos encantados con las maravillas del socialismo de allí, pero la mayoría de nosotros intentaba vivir pese a las pegas. Algunos lo conseguían mejor que otros. La universidad en sí era auténticamente ejemplar. La mayor parte de los estudiantes eran hijos de campesinos y de obreros. ¿Dónde han sido así las cosas, antes o después?

—¿Por qué va Tomas después de tantos años y te pregunta por Emil? —dijo Elínborg—. ¿Crees que tal vez lo viera alguna vez?

—No lo sé —respondió Hannes—. No me lo dijo.

—Y a la tal Ilona —preguntó Erlendur—, ¿se sabe algo de lo que fue de ella?

—No creo. Eran tiempos un tanto especiales, por lo de Hungría, donde todo acabó saltando por los aires. No estaban dispuestos a que aquello se repitiera en otros estados comunistas. No había sitio para el intercambio de ideas, ni para discusiones críticas. Creo que nadie sabe qué le pasó a Ilona. Tomas no llegó a saberlo nunca. O eso es lo que creo, aunque yo no tengo nada que ver con el asunto. No me interesa esa época. Hace mucho que la dejé atrás y me molesta hablar de ella. Fueron unos tiempos horribles. Horribles.

—¿Quién te dijo lo de Emil e Ilona? —preguntó Elínborg.

—Se llama Karl —dijo Hannes.

—¿Karl?

—Sí —respondió Hannes.

—¿Él estuvo también en Leipzig?

Hannes asintió.

—¿Sabes si hubo islandeses que hubieran podido disponer de un equipo ruso de escucha en los años sesenta? —preguntó Erlendur—. ¿Que hubieran podido dedicarse a actividades de espionaje?

—¿Un aparato ruso de espionaje?

—Sí, no puedo entrar en más detalles, pero ¿se te ocurre alguien?

—Bueno, si Lothar estuvo aquí de agregado, es posible pensar en él —dijo Hannes—. No puedo imaginarme… estáis… estáis hablando de espías islandeses, ¿no?

—No, creo que sería absurdo —dijo Erlendur.

—Como he dicho, no sé prácticamente nada de esas cosas. No he mantenido apenas contacto alguno con la gente que estuvo en Leipzig. No tengo ni idea de asuntos de espionaje ruso.

—No tendrás una foto de Lothar Weiser, ¿verdad? —preguntó Erlendur.

—No, qué va —dijo Hannes—. No conservo muchos recuerdos de aquellos años.

—El tal Emil parece haber sido bastante misterioso —dijo Elínborg.

—Es posible. Como ya os dije, creo que vivió siempre en el extranjero. En realidad… la última vez que le vi… fue en la época en que Tomas me hizo aquella extraña visita. Vi a Emil un instante en el centro de Reikiavik. No le había vuelto a ver desde Leipzig, y le vi sólo de pasada, pero estoy seguro de que era Emil. Pero ya digo, no sé más de él.

—¿De modo que no hablaste con él? —dijo Elínborg.

—¿Que si hablé con él? No, no pude. Se metió en un coche y se fue. Sólo le vi un momento, pero no me cabe duda de que era él. Lo recuerdo porque me llevé un susto de muerte al verle así, tan de repente.

—¿Recuerdas qué coche era en el que subió?

—¿Qué coche era?

—¿Qué marca, qué color?

—Era negro —dijo Hannes—. Pero es lo único que recuerdo del coche. Sólo recuerdo que era negro.

—¿Podía ser un Ford? —preguntó Erlendur.

—No lo sé.

—¿Un Ford Falcon?

—Ya he dicho que sólo recuerdo que era negro.