Erlendur y Elínborg no anunciaron su visita con antelación, y no sabían casi nada del hombre al que iban a ver, excepto que se llamaba Hannes y que en tiempos estudió en Leipzig. Dirigía un pequeño hotel en Selfoss y se dedicaba además al cultivo de tomates. Sabían dónde vivía y fueron directamente hasta su casa; aparcaron el coche delante de un chalé de una sola planta, que parecía idéntico a todos los demás chalés de la pequeña ciudad, con la única diferencia de que no se había pintado en mucho tiempo y que delante tenía un espacio asfaltado donde probablemente estaba previsto construir un garaje. El jardín que rodeaba la casa estaba magníficamente cuidado, con arbustos y flores, y una pequeña pajarera.
En el jardín había un hombre de algo más de setenta años, peleando con una segadora de césped. No quería ponerse en marcha, y el hombre estaba ya visiblemente cansado de tirar del cable de encendido, que volvía a esconderse en el agujero, como un largo gusano, en cuanto lo soltaba. No se dio cuenta de la presencia de los dos policías hasta que llegaron justo a su lado.
—¿Un trasto viejo? —preguntó Erlendur, mirando la segadora y dando una calada al cigarrillo.
Elínborg no le había dejado fumar en el camino. El coche de Erlendur estaba ya suficientemente guarro.
El hombre levantó la vista y les miró: dos desconocidos en su jardín. Tenía barba gris, un cabello gris que empezaba a escasear, la frente ancha y de aspecto inteligente, las cejas espesas y unos vivarachos ojos castaños. Llevaba sobre la nariz unas grandes gafas que tal vez estuvieron de moda un cuarto de siglo atrás.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—¿Tú eres Hannes? —preguntó Elínborg.
El hombre asintió, totalmente sorprendido por su visita, mirándoles con ojos interrogantes.
—¿Venís a por tomates? —quiso saber.
—Quizá —dijo Erlendur—. ¿Son buenos? Elínborg es toda una experta.
—¿No estudiaste en Leipzig en los años cincuenta? —preguntó Elínborg.
El hombre la miró sin responder. Era como si no comprendiera la pregunta y, desde luego, no entendiera el motivo de hacérsela.
—¿Qué pasa? —dijo el hombre—. ¿Quiénes sois? ¿Por qué me preguntáis por Leipzig?
—Fuiste allí por primera vez en 1952, ¿no es así? —dijo Elínborg.
—Así es —preguntó el hombre, atónito—. ¿Por qué me preguntáis eso?
Elínborg le explicó que la investigación policial por el hallazgo de un esqueleto en Kleifarvatn la primavera pasada había mostrado una pista referente a estudiantes islandeses en Alemania Oriental después de la Segunda Guerra Mundial. Era sólo un detalle entre los muchos que se estaban estudiando en relación con el caso, le dijo, aunque sin mencionar el aparato de escucha ruso.
—Yo… qué… tengo yo que… —dijo Hannes, titubeante—. ¿Qué nos afecta eso a los que estuvimos en Alemania?
—Quizá no en Alemania, sino en Leipzig, para ser más exactos —precisó Erlendur—. Estamos haciendo averiguaciones especialmente sobre un hombre llamado Lothar. ¿Te resulta familiar ese nombre? Un alemán, Lothar Weiser.
Hannes les miró atónito, como si hubiera visto un fantasma salir de la tierra de su jardín. Miró a Elínborg y después, otra vez, a Erlendur.
—No puedo ayudaros —dijo.
—Es cuestión de un momento —dijo Erlendur.
—Lo siento —se disculpó Hannes—. He olvidado todo aquello. Hace demasiado tiempo.
—Nos gustaría que… —empezó a decir Elínborg, pero Hannes la interrumpió.
—A mí gustaría que os marcharais de aquí ahora mismo —dijo—. Creo que no tengo nada que deciros. En mí no encontraréis ayuda ninguna. Hace mucho tiempo que no hablo de Leipzig y no tengo ninguna intención de volver a empezar ahora. Ya lo he olvidado todo y no pienso consentir que me sometáis a un interrogatorio. No ganaréis nada hablando conmigo.
Se puso de nuevo a manipular el cable de arranque y a remover algo en el motor del cortacésped. Erlendur y Elínborg se miraron.
—¿Por qué crees eso? —preguntó Erlendur—. No tienes ni idea de lo que queremos de ti.
—No, ni quiero saberlo. Dejadme en paz.
—Esto no es un interrogatorio —dijo Elínborg—. Pero si lo prefieres, podemos citarte para un interrogatorio formal. Si es eso lo que quieres.
—¿Me estás amenazando? —espetó Hannes, levantando la mirada de la segadora.
—¿Qué problema hay en contestar un par de preguntas? —dijo Erlendur.
—No tengo por qué hacerlo si no quiero, y no pienso hacerlo. Adiós. Que paséis un buen día.
Elínborg estaba a punto de decir algo y, a juzgar por su gesto, iba a soltarle una buena bronca, pero antes de que pudiera decir nada, Erlendur la cogió del brazo y se la llevó hacia el coche.
—Si se cree que puede librarse con esa gilipollez… —empezó Elínborg en cuanto estuvieron sentados en el coche, pero Erlendur la interrumpió.
—Voy a intentar poner las cosas claras con él, y si no funciona, allá él —dijo—. Entonces mandaremos que vengan a buscarle.
Salió del coche y volvió hacia donde estaba Hannes. Elínborg le miró. Hannes había conseguido, por fin, poner la segadora en marcha, y había empezado a cortar el césped. Iba a ignorar a Erlendur, que se interpuso en su camino y apagó la máquina.
—He tardado dos horas en ponerla en marcha —gritó Hannes—. ¿A qué viene eso?
—No tenemos más remedio que hablar contigo —dijo Erlendur tranquilo—, aunque ni a ti ni a nosotros nos apetezca. Lo siento. Podemos hablar ahora y acabar enseguida, o enviar un coche a buscarte. Y nada impide que sigas sin decirnos nada, y entonces te mandaremos a buscar al día siguiente y al otro, hasta que te conviertas en uno de nuestros visitantes asiduos.
—¡No permito que nadie me presione!
—Yo tampoco —dijo Erlendur.
Estaban uno frente al otro, con la segadora entre ambos. Ninguno estaba dispuesto a ceder. Elínborg seguía en el coche, mirando la pelea de gallos, sacudió la cabeza y pensó: ¡Hombres!
—Estupendo —dijo Erlendur—. Así que nos vemos en Reikiavik.
Se dio media vuelta y se alejó de Hannes en dirección al coche. Hannes se quedó mirándole con el entrecejo fruncido.
—¿Se incluirá eso en vuestros informes? —le gritó a Erlendur mientras se alejaba—. Si acepto hablar con vosotros.
—¿Tienes miedo a los informes? —preguntó Erlendur, dándose la vuelta.
—No quiero que se me mencione. No quiero que haya informes sobre mí o sobre lo que os diga. No quiero espionajes personales.
—Perfecto —dijo Erlendur—. Yo tampoco.
—No he recordado todo eso en decenas de años —explicó Hannes—. He hecho lo posible por olvidarlo.
—¿Por olvidar qué?
—Aquellos fueron tiempos muy raros —dijo Hannes—. Hace mucho que no oía el nombre de Lothar. ¿Qué tiene él que ver con el esqueleto de Kleifarvatn?
Erlendur le miró sin responder, y así transcurrió un rato hasta que Hannes carraspeó y dijo que quizá lo mejor sería entrar en la casa. Erlendur asintió con la cabeza y le hizo una señal a Elínborg.
—Mi mujer murió hace cuatro años —dijo Hannes al abrir la puerta.
Les dijo que sus hijos iban de vez en cuando a visitarle, cuando hacían alguna excursión en coche por los páramos, y le llevaban a los nietos, pero por lo demás estaba tan tranquilo él solo, y tan feliz. Le preguntaron por las circunstancias de su vida y si llevaba mucho tiempo viviendo en Selfoss, y contestó que se había ido a vivir allí veinte años atrás más o menos. Antes había trabajado de ingeniero en una gran empresa de ingeniería, en maquinaria de centrales eléctricas, pero perdió todo interés en la ingeniería, se marchó de Reikiavik y se instaló en Selfoss, donde se encontraba muy a gusto.
Les llevó café al salón, y Erlendur preguntó por Leipzig. Hannes intentó explicarles cómo era ser estudiante universitario allí a mediados de los años cincuenta y sin darse ni cuenta estaba hablando de la penuria, el trabajo voluntario en la limpieza de ruinas, la parada obligatoria el Día de la Liberación, Ulbricht, la asistencia inexcusable a las conferencias sobre el socialismo, las discusiones de los estudiantes islandeses sobre el socialismo que estaban viendo, las actividades contrarias al partido, la asociación de estudiantes Freie Deutsche Jugend, el poder soviético, la economía planificada, la colectivización y la vigilancia mutua que garantizaba que nadie quedara a salvo si causaba problemas, y la supresión de cualquier disidencia. Les habló de las amistades que se crearon en el grupo de islandeses, los ideales de los que hablaban, el socialismo como auténtica respuesta al capitalismo.
—No creo que haya muerto —dijo Hannes como si hubiera llegado a una especie de conclusión—. Creo que está muy activo, aunque de un modo distinto a lo que creíamos, quizás. Es el socialismo lo que nos hace soportable la vida bajo el capitalismo.
—¿Sigues siendo socialista? —preguntó Erlendur.
—Nunca he dejado de serlo —contestó Hannes—. El socialismo no tiene nada que ver con el monstruo inhumano en que lo convirtió Stalin, o con esa dictadura absurda que se practicaba en Europa Oriental.
—O sea que no todo el mundo se dedicaba a cantar alabanzas de aquel engaño —dijo Erlendur.
—No lo sé —respondió Hannes—. Yo dejé de hacerlo en cuanto vi cómo se practicaba el socialismo en Alemania Oriental. En realidad, me expulsaron por no ser suficientemente dócil. Por no querer meterme hasta el cuello en aquel sistema de vigilancia que tenían montado y que calificaban con el bonito adjetivo de «mutua». Les parecía perfecto que los hijos espiaran a sus padres y les denunciaran si se desviaban de la línea del partido. Eso no tiene nada que ver con el socialismo. Eso es miedo a perder el poder. Lo que a fin de cuentas acabó por suceder, claro.
—¿Qué quieres decir con eso de meterte hasta el cuello en el sistema? —preguntó Erlendur.
—Querían que espiara a mis camaradas, a los islandeses de la universidad. Me negué. Me rebelé también contra otras cosas que veía y oía. No asistía a las conferencias obligatorias. Criticaba el sistema. No abiertamente, claro, porque nadie podía permitirse decir en voz alta nada que sonara a crítica, simplemente atacaba las carencias del sistema en un pequeño grupo de gente en la que se podía confiar. En la ciudad había grupos de disidentes, jóvenes que se reunían de forma clandestina. Me enteré de eso. ¿Es Lothar el que encontrasteis en Kleifarvatn?
—No —dijo Erlendur—. Bueno, no sabemos quién es.
—¿Y quiénes eran «ellos»? —preguntó Elínborg—. ¿Quiénes te mandaron espiar a tus camaradas?
—Lothar Weiser, por ejemplo —respondió Hannes.
—¿Por qué él? —preguntó Elínborg—. ¿Tienes idea?
—Oficialmente estaba estudiando, pero no parecía poner ningún interés en los estudios, se dedicaba a hacer lo que le apetecía. Hablaba islandés de maravilla y suponíamos que estaba allí por encargo del partido o de la asociación de estudiantes, que venía a ser lo mismo. Sin lugar a dudas, una de sus tareas consistía en vigilar a los estudiantes e intentar hacer que colaborasen con él.
—¿Qué clase de colaboración? —preguntó Elínborg.
—Había de todo, desde luego —dijo Hannes—. Si uno sabía que alguien escuchaba emisiones de radio occidentales, iba al representante de la FDJ y le informaba. Si alguien decía que no le gustaba nada el trabajo en las ruinas o cualquier otra actividad voluntaria, se informaba también. Y luego había casos más serios, como cuando alguien se permitía airear ideas antisocialistas. Si alguien se escaqueaba del desfile el Día de la Liberación, se veía como un acto de disidencia y no como simple pereza. Igualmente, si alguien no iba a las inútiles charlas de la FDJ sobre los valores del socialismo. Era difícil vigilar tantas cosas, y Lothar era uno de los encargados. Se nos exigía que delatáramos a los demás. En realidad, no mostrabas el espíritu correcto si no delatabas alguna cosa.
—¿Y Lothar pudo pedir a otros islandeses que le proporcionaran información? —preguntó Erlendur—. ¿Es posible que pidiera a otros que espiaran a sus compañeros?
—No hace falta preguntar si lo hacía, estoy seguro de que, efectivamente, lo hacía —dijo Hannes—. Me imagino que fue a todos y cada uno del grupo para intentar que aceptaran.
—¿Y?
—Y nada.
—¿Había alguna contraprestación especial por mostrarse colaborador, o era puramente una cuestión ideológica? —preguntó Elínborg—. Eso de espiar a los demás, quiero decir.
—Había varias formas de recompensar a los que querían destacar. A veces, un mal estudiante que era fiel a la línea y completamente seguro políticamente, conseguía calificaciones superiores a las de un estudiante destacado con conocimientos muy superiores pero que no se mostraba activo políticamente. Así era el sistema. Cuando se expulsaba de la universidad a un estudiante indeseable, como acabó siendo mi caso, era fundamental que los demás estudiantes se pusieran del lado de los miembros del partido, para mostrar así su lealtad. Los estudiantes podían ganarse el aprecio del partido enfrentándose al facineroso, demostrando así que eran leales y que seguían la línea, para utilizar el término que se usaba entonces. La Freie Deutsche Jugend se encargaba de mantener la disciplina. Era la única asociación de estudiantes que estaba permitida, y tenían mucho poder. Estaba mal visto no participar en las reuniones. Estaba mal visto no asistir a las conferencias que organizaban.
—Has dicho que existían grupos de disidentes —dijo Erlendur—. ¿Qué…?
—Ni siquiera sé si se les puede llamar grupos de disidentes —respondió Hannes—. Eran principalmente chicos que se reunían a escuchar las emisoras de radio occidentales y hablar de Elvis y de Berlín Occidental, donde habían estado muchos de ellos, e incluso de temas religiosos, que no estaban demasiado bien vistos. Y bueno, sí, existían auténticos grupos de disidentes que querían luchar por una sociedad libre, por una democracia plena, con libertad de prensa y de expresión. Contra ellos cargaban con dureza.
—Dijiste que, por ejemplo, Lothar Weiser te pidió que espiaras para él. ¿Había otros como él? —preguntó Erlendur.
—Sí, desde luego —respondió Hannes—. Era una sociedad archivigilada, tanto en la universidad como entre los ciudadanos corrientes. Y todos temían el sistema de vigilancia. Los más ortodoxos participaban por convicción, los más tibios intentaban sortear la situación y vivir como si fuera un fastidio inevitable, pero creo que no era yo el único, ni mucho menos, que pensaba que aquello era lo contrario de todo lo que significa el socialismo.
—¿Sabes de alguien que hubiera podido trabajar para Lothar, alguien del grupo de islandeses?
—¿Por qué queréis saber eso? —preguntó Hannes.
—Tenemos que saber si mantenía contacto con islandeses cuando estuvo destinado aquí como agregado comercial en los años sesenta —respondió Erlendur—. Es algo totalmente rutinario. No estamos intentando espiar a nadie, sólo reuniendo información que pueda tener alguna relación con el esqueleto encontrado.
Hannes les miró.
—No sé de ningún islandés que tuviera interés por el sistema, excepto Emil, quizá —dijo—. Creo que él no era lo que parecía. Se lo dije a Tomas en su momento, cuando me preguntó eso mismo. En realidad, fue mucho después. Me vino a ver y me hizo exactamente la misma pregunta.
—¿Tomas? —repitió Erlendur. Recordó el nombre en la lista de estudiantes en la RDA—. ¿Sigues en contacto con las personas que estudiaron en Leipzig contigo?
—No, no estoy en contacto con ellos y no lo he estado nunca —respondió Hannes—. Tomas y yo, en cambio, teníamos en común que a los dos nos habían expulsado de la universidad. Al igual que yo, él volvió a Islandia antes de terminar la carrera. Lo expulsaron de Leipzig. A su regreso me localizó, vino a verme y me habló de su novia, una chica húngara llamada Ilona. Yo la conocía un poco. Diciéndolo con suavidad, no seguía escrupulosamente la línea del partido. Procedía de un entorno algo diferente. Las cosas eran más libres en Hungría en aquel entonces. Los jóvenes habían empezado a expresar su opinión sobre el poder soviético, que lo dirigía todo en Europa Oriental.
—¿Por qué te habló de ella? —preguntó Elínborg.
—Estaba deshecho cuando vino a verme —dijo Hannes—. Parecía una sombra de sí mismo. Yo le recordaba siempre tan ufano, tan seguro, tan lleno de los ideales del socialismo. Luchaba por ellos. Era de una familia inserta desde siempre en el movimiento obrero.
—¿Por qué estaba tan deshecho?
—Porque la chica había desaparecido —respondió Hannes—. La habían detenido en Leipzig y nunca más la volvió a ver. Aquello había acabado con él por completo. Me contó que Ilona estaba embarazada cuando desapareció. Me lo dijo con lágrimas en los ojos.
—¿Y volvisteis a veros alguna otra vez? —preguntó Erlendur.
—En realidad fue bastante extraño que viniera después de tantos años y recordara estas cosas. Yo ya lo tenía todo olvidado, pero saltaba a la vista que Tomas no había olvidado nada. Lo recordaba todo. Hasta el último detalle, como si hubiera sucedido ayer.
—¿Qué es lo que quería? —preguntó Elínborg.
—Me estuvo preguntando por Emil —dijo Hannes—. Si trabajaba para Lothar. Si había existido una conexión entre ambos. Yo no sabía por qué me lo preguntaba, pero le dije que tenía la certeza de que Emil tenía mucho interés en ganarse la consideración de Lothar.
—¿Por qué esa certeza? —preguntó Elínborg.
—Emil era muy mal estudiante y en realidad su sitio no era la universidad, pero sí que era un buen socialista. Todo lo que decíamos nosotros le llegaba por el camino más directo a Lothar, y Lothar se encargaba de que Emil tuviera una buena beca y estupendas calificaciones. Tomas y Emil eran muy buenos amigos.
—¿De dónde procedía tu certeza? —repitió Erlendur.
—Me lo dijo el catedrático de ingeniería al despedirnos. Cuando me echaron. Le dolía que no pudiera acabar la carrera. Me dijo que no se hablaba de otra cosa entre los profesores. A los profesores no les gustaban demasiado los estudiantes como Emil, pero no podían hacer nada. Tampoco a todos les gustaban demasiado los tipos como Lothar. El catedrático dijo que Emil tenía que ser valioso para Lothar, porque difícilmente podía encontrarse un alumno más flojo, pero Lothar hacía llegar mensajes al rectorado de la universidad en los que decía que no se le podía suspender. Todo llegaba a través de la FDJ, y el que estaba detrás era Lothar. —Hannes calló—. Emil era el más duro de todos nosotros —dijo entonces—. Un comunista y estalinista inflexible.
—Por qué… —comenzó a preguntar Erlendur, pero Hannes prosiguió como si tuviera la cabeza en otro sitio, otra vez en Leipzig, en los años en que era un joven estudiante.
—Nos pilló tan por sorpresa —continuó, con la mirada perdida—. Todo ese sistema. Nos encontramos con la dictadura absoluta del partido, con el miedo y la opresión. Algunos intentaron explicárselo luego al partido de aquí, al volver a Islandia, pero no consiguieron nada. Yo siempre pensé que el socialismo de la RDA era una especie de continuación del nazismo. La gente, desde luego, estaba aplastada por la bota soviética, pero enseguida empecé a pensar que el socialismo aquel no era más que otra forma de nazismo.