Las semanas que siguieron a la desaparición de Ilona pasaron muy lentamente, como una pesadilla incomprensible. En la memoria formaban una tortura permanente. En todas partes encontraba malos modos y la total indiferencia de las autoridades de Leipzig. Nadie quería decirle qué había sido de ella, adónde la habían llevado, dónde la mantenían detenida, con qué acusaciones la habían arrestado, qué sección de la policía llevaba su caso. Intentó recabar la ayuda de dos de los catedráticos de la universidad, pero dijeron que ellos no podían hacer nada. Intentó que el rector de la universidad se involucrara en el asunto, pero este se negó. Intentó que el presidente de la sección de la FDJ en la universidad hiciera averiguaciones, pero la asociación de estudiantes no le hizo el menor caso.
Finalmente, telefoneó al Ministerio islandés de Asuntos Exteriores, donde le prometieron que investigarían el asunto, pero nunca se supo nada; Ilona no era ciudadana islandesa, no estaban casados, el Estado islandés no tenía ningún interés que defender en aquel caso y no existían relaciones diplomáticas con la República Democrática Alemana. Sus amigos de la universidad, los islandeses, intentaron darle ánimos, pero estaban tan perdidos como él. No comprendían lo que estaba ocurriendo. Quizá se tratara de un simple malentendido. Ilona volvería y todo se aclararía. Lo mismo pensaban los amigos de Ilona y otros húngaros de la universidad, que se esforzaban tanto como él por conseguir respuestas. Intentaban animarle diciéndole que no perdiera los nervios, que todo terminaría por aclararse.
Consiguió saber que el mismo día habían arrestado también a otros estudiantes, aparte de Ilona. La Stasi hizo una razia en el campus de la universidad y entre los detenidos estaban los amigos de ella que asistieron a aquella reunión. Sabía que les había avisado después de que él la informara de que les estaban siguiendo y que la policía tenía fotos de todos ellos. A algunos los soltaron ese mismo día. Otros pasaron más tiempo en manos de la policía, algunos seguían en prisión cuando a él le expulsaron del país. Nadie sabía nada de Ilona.
Se puso en contacto con los padres de la chica, que ya habían tenido noticia de su detención, y que le escribieron una carta muy emotiva, preguntándole si tenía idea de qué le había sucedido a su hija. Por lo que ellos sabían, a Hungría no la habían enviado. No habían vuelto a saber nada de ella desde una semana antes de su desaparición, cuando recibieron una carta en la que no decía nada que pudiera indicar que se encontraba en peligro. Los padres le dijeron, en las cartas que le escribieron, que habían intentado que el gobierno húngaro averiguara lo que había sido de su hija en la Alemania del Este, pero no hubo ningún resultado. Las autoridades no se mostraron muy afectadas por aquella desaparición. Dada la situación reinante en el país, los funcionarios no se tomaban muy a pecho que hubieran detenido a una supuesta disidente. Los padres dijeron que no habían conseguido permiso para desplazarse a Alemania Oriental para hacer allí averiguaciones sobre la desaparición de Ilona. Parecían totalmente desconcertados.
Les escribió para decirles que él también estaba buscando alguna explicación en Leipzig. Deseaba decirles lo que todos sabían que Ilona había estado dirigiendo un grupo clandestino que conspiraba contra el Partido Comunista y contra la FDJ, que era una sección más del partido, contra las conferencias obligatorias y contra la supresión de la libertad de expresión, asociación y prensa. Que había conseguido reunir a su alrededor a un grupo de jóvenes alemanes y que organizaba reuniones secretas. Y que no había podido protegerse. Al igual que él. Pero sabía que no podía escribir ese tipo de cartas. Todo lo que enviara sería censurado. Había de tener mucho cuidado.
En vez de eso, les dijo que no se concedería ni un minuto de descanso hasta saber qué había sido de Ilona y conseguir que la pusieran en libertad.
Dejó de asistir a la universidad. Durante el día iba de una oficina del gobierno a otra para solicitar que le recibiera algún funcionario, a fin de conseguir apoyo e información. Según pasaba el tiempo, lo hacía más empujado por su fuerza de voluntad que por una esperanza razonable, pues, una y otra vez, se puso de manifiesto que nadie le daba respuesta alguna. Por las noches daba vueltas como un león enjaulado por la habitación que habían compartido, su mente atormentada por la angustia. Apenas dormía, se pasaba unas pocas horas seguidas en un duermevela. Paseaba nervioso por el cuarto, con la esperanza de que ella apareciese de pronto, de que aquella tortura acabase por fin, que pudieran estar juntos de nuevo. Daba un respingo con cualquier ruido que le llegaba desde la calle. Si se acercaba un coche, se asomaba a la ventana. Si se oía un crujido en cualquier lugar de la casa, se quedaba quieto, escuchando con toda atención, pensando que a lo mejor era ella. Pero nunca era ella. Y entonces comenzaba un nuevo día en el que se sentía tan horriblemente solo, tan horriblemente solo e indefenso en el mundo.
Finalmente consiguió reunir fuerzas para escribir a los padres de Ilona una nueva carta en las que les contaba que su hija estaba embarazada de él. Creía oír su llanto dolorido con cada letra que tecleaba en la vieja máquina de escribir de Ilona.
Ahora, después de tantos años, allí estaba con sus cartas en las manos, leyéndolas de arriba abajo y sintiendo de nuevo la ira que se traslucía en ellas, y más tarde la desesperación y la incomprensión. Nunca volvieron a ver a su hija. Él nunca volvió a ver a su amada.
Ilona había desaparecido de sus vidas de forma total y absoluta.
Dejó escapar un pesado suspiro, como cada vez que se permitía escarbar en sus más amargos recuerdos. No importaba los años que pudieran haber pasado, la añoranza seguía siendo igual de dolorosa; la pérdida, igual de incomprensible. En los últimos tiempos evitaba imaginar cuál habría podido ser su destino. Antes se había atormentado constantemente con la idea de lo que había podido sucederle tras la detención. Imaginaba el interrogatorio. Imaginaba la celda al lado del pequeño despacho en el edificio principal de la Policía Política. ¿La habían tenido allí encerrada? ¿Por cuánto tiempo? ¿Había sentido miedo? ¿Se había resistido? ¿Había llorado? ¿Le habían pegado? ¿Cuánto tiempo había permanecido allí, o donde fuera que la hubieran metido? Y, naturalmente, la peor de todas las preguntas: ¿cuál fue su destino?
Durante años enteros había estado dando vueltas a aquellas preguntas, que asumieron prioridad sobre todo lo demás en su vida. No se casó ni tuvo hijos. Intentó permanecer todo el tiempo posible en Leipzig, pero tenía abandonada la carrera y no tenía buenas relaciones con la policía ni con la asociación de estudiantes, de modo que no le renovaron la beca. Intentó publicar una foto de Ilona y una nota sobre su detención ilegal en el periódico de la asociación y en los diarios de la ciudad, pero en ningún sitio le hicieron el menor caso, y finalmente le obligaron a abandonar el país.
Existían diversas posibilidades, a juzgar por lo que leyó más tarde, cuando supo de lo sucedido a los opositores en todos los países del este de Europa en aquellos tiempos. Ilona podía haber muerto en manos de la policía de Leipzig o de Berlín Oriental, donde se encontraban los cuarteles generales de la Stasi, o podían haberla trasladado a una prisión, como el castillo de Hoheneck, para morir allí. Aquella era la mayor cárcel de mujeres de Alemania Oriental, sólo para presas políticas. Otra famosísima prisión para disidentes era la cárcel de Bautzen II, llamada «Miseria amarilla» porque la piedra de sus paredes era de color amarillo. Allí encerraban a los culpables de «delitos contra el Estado». A muchos disidentes los soltaban al poco de arrestarlos por primera vez. Aquello se consideraba una advertencia. A otros los soltaban después de una breve estancia en prisión, sin juicio ni sentencia.
A algunos los enviaban a alguna prisión, de la que salían muchos años después, y algunos, jamás. A los padres de Ilona no les llegó ningún informe de la muerte de su hija, y vivieron durante años con la esperanza de que un día volviera; pero nunca sucedió. Sus súplicas a las autoridades húngaras y de la República Democrática Alemana fueron inútiles, nunca consiguieron información alguna de si seguía o no con vida. Simplemente era como si jamás hubiera existido.
En realidad, él contaba con poquísimos recursos, siendo como era un extranjero en un país que no conocía bien y que comprendía aún peor. Se daba perfecta cuenta de su impotencia frente al poder de las autoridades, se daba cuenta de que ya le flaqueaban las fuerzas cuando iba de oficina en oficina, de un jefe de policía a otro, de un funcionario a otro. Se negaba a rendirse. Se negaba a oír que era posible arrestar a alguien como Ilona por tener ideas que no coincidían con las ideas del poder.
Preguntó repetidas veces a Karl lo que había sucedido cuando arrestaron a Ilona. Él era el único testigo de la aparición de la policía en la casa. Había ido a buscar un librito de un joven poeta disidente húngaro que Ilona había traducido al alemán y se lo iba a prestar.
—¿Y qué sucedió entonces? —preguntó a Karl por enésima vez, sentado frente a él en una mesa de la cafetería de la universidad, en compañía de Emil.
Habían pasado tres días desde la desaparición de Ilona y aún existían esperanzas de que la soltaran, y esperaba que se pusiera en contacto con él en cualquier momento, o que incluso entrara en aquel mismo instante por la puerta de la cafetería. Miraba una y otra vez hacia la puerta. Estaba fuera de sí de preocupación.
—Me preguntó si quería un té —dijo Karl—. Dije que sí, y puso agua a calentar.
—¿De qué hablasteis?
—Pues de nada en especial, de los libros que estábamos leyendo.
—¿Y qué dijo?
—Nada. Era una charla intrascendente. No hablamos de nada en especial. No sabíamos que iban a detenerla poco después.
Karl le veía sufrir.
—Ilona era amiga de todos nosotros —dijo—. No lo comprendo. No comprendo lo que está ocurriendo.
—¿Y después? ¿Qué pasó después?
—Llamaron a la puerta —dijo Karl.
—Sí.
—A la puerta del apartamento. Estábamos en el cuarto de Ilona; bueno, en el de Ilona y tuyo, vamos. Llamaron con violencia y gritaron algo que no pudimos entender. Ella fue a la puerta y entraron en tromba en el momento en que abrió.
—¿Cuántos eran? —preguntó él.
—Cinco, quizá seis, no lo recuerdo exactamente, pero algo así. Llenaban la habitación. Unos iban de uniforme, como la bofia de la calle. Otros llevaban ropa de paisano. Uno de ellos era el jefe. Los demás le obedecían. Le preguntaron su nombre. Si era Ilona. Llevaban una foto. Quizá de la secretaría de la uni. No lo sé. Luego se la llevaron.
—¡Lo dejaron todo patas arriba! —exclamó él.
—Se llevaron hasta el último papel que encontraron, y algunos libros. No sé cuáles —dijo Karl.
—¿Qué hizo Ilona?
—Naturalmente, quiso saber qué era lo que querían, y se lo preguntó una y otra vez. Yo también. No le respondieron, y a mí tampoco. Yo les pregunté quiénes eran y qué querían. No respondieron. Ni me miraron. Ilona les rogó que le dejaran hacer una llamada, pero se negaron. Estaban allí para detenerla y nada más.
—¿No pudiste preguntar adónde se la llevaban? —preguntó Emil—. ¿No pudiste hacer algo?
—Era imposible hacer nada —respondió Karl, angustiado—. Tenéis que comprenderlo. No pudimos hacer nada. ¡No pude hacer nada! Habían venido a llevársela, y se la llevaron.
—¿Estaba asustada? —preguntó él.
Karl y Emil le miraron con un gesto de compasión.
—No —dijo Karl—. No estaba asustada. Les desafió. Les preguntó qué buscaban y si ella podía ayudarles a encontrarlo. Luego se la llevaron. Me pidió que te dijera que todo iría bien.
—¿Qué dijo?
—Que yo tenía que decirte que todo iría bien. Eso es lo que dijo. Me dijo que te diera ese mensaje. Que todo iría bien.
—¿Dijo eso?
—Luego la metieron en el coche. Iban en dos coches. Salí corriendo tras ellos, pero no sirvió de nada, claro. Desaparecieron en la primera esquina. Esa fue la última vez que vi a Ilona.
—¿Qué quiere esa gente? —suspiró él—. ¿Qué le han hecho? ¿Por qué nadie quiere decirme nada? ¿Por qué nadie responde? ¿Qué piensan hacer con ella? ¿Qué pueden hacerle? —Puso los codos sobre la mesa y metió la cabeza entre las manos—. Dios mío —suspiró—. ¿Qué ha pasado?
—A lo mejor todo sale bien —dijo Emil, intentando consolarle—. A lo mejor ya está de vuelta en casa. A lo mejor vuelve mañana.
Miró a Emil con los ojos enrojecidos. Karl estaba en silencio, sentado a la mesa.
—¿Sabíais que…? No, claro que no lo sabíais.
—¿El qué? —dijo Emil—. ¿Qué es lo que no sabíamos?
—Me lo dijo justo antes de que la detuvieran. No lo sabía nadie.
—¿Qué es lo que nadie sabía? —preguntó Emil.
—Que Ilona estaba embarazada —le dijo finalmente—. Acababa de enterarse. Estábamos esperando un niño. ¿Comprendes? ¿Comprendes qué espanto? ¡Esa maldita vigilancia mutua de la puta mierda, esa mierda de los cojones! ¿Quiénes son esos tíos? ¡¿Qué clase de personas son?! ¿Por qué lucha esa gente? ¿Acaso piensan crear un mundo mejor espiando a diestro y siniestro? ¿Cuánto tiempo piensan seguir gobernando sobre la base del miedo y el desprecio a las personas?
—¿Que está embarazada? —exclamó Emil en un suspiro.
—Yo habría tenido que estar con ella, Karl, no tú —dijo él—. Nunca hubiera dejado que se la llevaran. Nunca.
—¿Me estás echando a mí la culpa? —exclamó Karl—. No se podía hacer nada. Yo no pude hacer nada.
—No —dijo él, escondiendo el rostro entre las manos para ocultar las lágrimas—. Claro que no. Claro que no fue culpa tuya.
Más tarde, cuando le hubieron notificado la expulsión de Leipzig y de la Alemania del Este, y estaba a punto de ponerse en camino, fue a buscar a Lothar por última vez y le encontró en la oficina de la FDJ de la universidad. Seguía sin saber lo que había sido de Ilona. El miedo y las preocupaciones que le habían perseguido durante los primeros días y las primeras semanas que se pasó buscándola habían dado paso a la desesperanza y la tristeza, que habían caído sobre él como una carga insoportable.
Lothar estaba en la oficina, bromeando con dos chicas que reían cada palabra que él decía. Las dos callaron cuando entró. Le dijo a Lothar que quería hablar con él un momento.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Lothar, sin moverse.
Las dos chicas le miraron con gesto serio. Toda la alegría había desaparecido de sus rostros. Toda la universidad se había enterado del arresto de Ilona. La habían presentado como una traidora, añadiendo que la habían enviado de vuelta a Hungría. Él sabía que era mentira.
—Sólo quiero hablar contigo un momento —dijo él—. ¿Vale?
—Sabes que no puedo hacer nada por ti —respondió Lothar—. Ya te lo he dicho. Déjame en paz.
Lothar se volvió de espaldas, dispuesto a seguir haciéndoles pasar un buen rato a las chicas.
—¿Tienes tú algo que ver con la detención de Ilona? —preguntó él, hablando ahora en islandés.
Lothar siguió dándole la espalda, sin responderle. Las mujeres miraron a uno y otro.
—¿Fuiste tú quien hizo que la detuvieran? —dijo él, alzando la voz—. ¿Fuiste tú quien les dijo que era peligrosa? ¿Que había que apartarla de la circulación? ¿Que dirigía una conspiración antisocialista? ¿Que organizaba reuniones de disidentes? ¿Fuiste tú, Lothar? ¿Era esa tu misión?
Lothar hizo como que no le oía y les dijo algo a las chicas, que sonrieron como tontas. Él se acercó a Lothar y le agarró.
—¿Quién eres tú? —preguntó con frialdad—. Dímelo.
Lothar se volvió hacia él, lo apartó de un empujón, le agarró por las solapas de la chaqueta y lo empujó contra el armario que había junto a la pared, produciendo un violento sonido metálico.
—¡Déjame en paz! —rugió Lothar entre dientes.
—¿Qué le has hecho a Ilona? —preguntó él sin modificar la frialdad de su voz, sin oponer resistencia—. ¿Dónde está? Dímelo.
—Yo no hice nada —rugió Lothar—. ¡Busca más cerca, islandés de mierda!
Lothar le tiró al suelo y salió de la oficina como una tromba.
Durante el viaje de vuelta a Islandia, se enteró de la noticia de que el ejército soviético estaba reprimiendo el levantamiento producido en Hungría.
Oyó el viejo reloj de pared dar las campanadas de medianoche y volvió a poner las cartas en su sitio.
Siguió por televisión los acontecimientos de la caída del muro de Berlín y la reunificación de Alemania. Vio las imágenes de la gente trepando al muro y golpeándolo con mazas y picos, como para destruir la inhumanidad que lo había levantado.
Cuando la unificación de los estados alemanes se hubo hecho realidad y él mismo se consideró preparado, viajó a la antigua RDA por primera vez desde que estuvo allí estudiando. Esta vez sólo necesitó medio día para llegar. Voló a Fráncfort y desde allí tomó un vuelo de enlace a Leipzig. En el aeropuerto tomó un taxi que le llevó al hotel. Comió solo en el hotel, que estaba a escasa distancia del centro y del barrio universitario. No había mucha gente en el comedor, dos matrimonios de edad avanzada y algunos hombres de mediana edad. Vendedores, quizá, pensó. Uno de ellos le saludó con un movimiento de la cabeza cuando sus miradas se cruzaron.
Al atardecer fue a dar un largo paseo y recordó su primera caminata por la ciudad, la noche de su llegada para estudiar allí, y pensó en los cambios que había sufrido el mundo. Su residencia, la vieja villa, había sido reconstruida y le habían devuelto su aspecto original, y en ella se alojaban las oficinas centrales de una gran empresa extranjera. En la oscuridad de la noche, el antiguo edificio de la universidad resultaba más opresivo de lo que recordaba. Fue hacia el centro y pasó junto a la iglesia de San Nicolás. No era católico, pero encendió una vela en recuerdo de los caídos. Siguió por la vieja plaza Karl Marx y desde allí hasta la iglesia de Santo Tomás, y contempló la estatua de Bach, ante la cual habían estado tantas veces los dos juntos.
Una anciana se acercó a él y quiso venderle flores. Él le sonrió y compró un ramito.
Poco después siguió hacia el lugar donde tantas veces se había acercado mentalmente, despierto y en sueños. Se alegró al comprobar que la casa seguía en pie. Estaba bastante remozada y había luz en las ventanas. No se atrevió a asomarse, aunque ardía en deseos de hacerlo, pero pensó que allí viviría alguna familia. El resplandor de una televisión llegaba desde lo que en tiempos era el saloncito de la anciana que perdió a sus hombres en la guerra. Seguramente, todo sería muy distinto en el interior. A lo mejor, el hijo mayor vivía en la habitación que había sido de ellos.
Besó el ramito de flores, lo dejó junto a la puerta e hizo sobre él la señal de la cruz.
Unos años antes había ido a Budapest, donde conoció a la anciana madre de Ilona, y también a sus hermanos. El padre había muerto sin haber podido saber nada del destino de su hija. Se pasó un día entero con la anciana, que le mostró fotografías de Ilona de pequeña y hasta su época de estudiante universitaria. Los hermanos, que habían alcanzado ya una edad madura, semejante a la suya, le dijeron lo que ya sabía, que su búsqueda de respuestas sobre lo sucedido a Ilona no había logrado ningún resultado. Notó la amargura de sus palabras y la desesperanza que se había adueñado de ellos desde hacía ya muchos años.
Al día siguiente de su llegada a Leipzig fue al antiguo cuartel general de la Policía Política en la ciudad. Allí estaba, en el mismo edificio que conoció él mientras estudiaba allí, en Dittrichring 24. Pero ahora no había policías en el mostrador de la recepción, sino una mujer joven que le sonrió y le entregó un folleto informativo. Él hablaba todavía un alemán muy decente, le dio los buenos días y dijo que estaba de paso por la ciudad y que le gustaría conocer aquel lugar. Otras personas entraban desde la calle con sus mismos planes, entrando y saliendo sin que nadie las molestara, las puertas estaban abiertas para todos los que tuvieran interés en ver el edificio. La joven notó por su acento que no era alemán, y le preguntó de dónde era; él se lo dijo. La joven le explicó que habían creado un museo en las antiguas oficinas de la Stasi. Le invitó a asistir a una conferencia que estaba a punto de empezar, y a pasear después por el edificio. Le acompañó al corredor de los despachos, donde habían dispuesto unas sillas, que estaban todas ocupadas. Había más oyentes junto a las paredes. La conferencia trataba de los escritores detenidos como disidentes en los años setenta.
Al terminar la charla fue a los despachos donde le habían amenazado Lothar y el hombre del bigote espeso. La celda anexa estaba abierta, y entró. Le acudió a la mente la idea de que Ilona podía haber estado allí. Todas las paredes de la celda estaban llenas de grafitis e inscripciones; imaginó que los detenidos los habían hecho con una cuchara.
Había presentado una solicitud formal para inspeccionar los informes en la Oficina de Control que se había creado tras la caída del muro. Allí ayudaban a la gente a hacer averiguaciones sobre el destino de amigos desaparecidos, o a encontrar informes sobre ellos mismos, elaborados a partir de datos proporcionados por vecinos, compañeros de trabajo, amigos y familiares, en el marco de la vigilancia mutua. Periodistas, científicos y quienes pensaban que podían figurar en los informes podían solicitar acceso a los archivos, y él lo había hecho desde Islandia mediante cartas y conversaciones telefónicas. Había que proporcionar justificaciones exhaustivas y válidas de por qué el solicitante necesitaba estudiar los informes, y qué buscaba exactamente. Él sabía que miles de grandes carpetas marrones guardaban informes que habían pasado por las trituradoras de papel en los últimos días del gobierno de la RDA, y que una gran cantidad de personas tuvo que trabajar para reconstruirlos. La cantidad de documentos era inimaginable.
Su viaje a Alemania no produjo resultado alguno. No encontró ni una mísera nota sobre Ilona, por mucho que buscó. Le dijeron que, probablemente, los informes sobre ella habrían sido destruidos. Que posiblemente la hubieran trasladado a alguna prisión o un campo de trabajo en la antigua Unión Soviética y que, de ser así, existía la posibilidad de que hubiera algo sobre ella en Moscú. Era también posible que hubiera muerto en manos de la policía de la ciudad, o en Berlín, si la habían enviado allí.
Tampoco encontró en los viejos archivos de la Stasi nada sobre el traidor que vendió a su amada a la Stasi.
Y ahora estaba allí sentado, esperando la visita de la policía. Llevaba esperándola todo el verano, y ya era pleno otoño y no había llegado todavía. Estaba convencido de que la policía tendría que llamar a su puerta tarde o temprano, y a veces pensaba cuál sería su propia reacción. ¿Haría como si no pasara nada, lo negaría todo y fingiría el más absoluto asombro? Quizá dependería de las pruebas de que dispusiesen. No tenía ni la más remota idea de lo que podría ser, pero imaginaba que si habían conseguido seguir su rastro, dispondrían de algo sólido.
Se quedó con la mirada perdida, hundiéndose una y otra vez en los lejanos años de Leipzig.
Tres palabras de la última vez que vio a Lothar seguían quemándole la mente y nunca dejarían de hacerlo. Tres palabras que lo decían todo.
Busca más cerca.