Rut Bernhards miró a Sigurdur Óli y a Elínborg sin comprender cómo era posible que unos policías preguntaran por ella. Sigurdur tuvo que repetirlo tres veces hasta que ella se percató finalmente de la situación y les preguntó qué querían. Elínborg se lo explicó. Eran casi las diez de la mañana. Estaban en el descansillo de un bloque de apartamentos, no muy distinto al bloque en el que vivía Erlendur, excepto que este estaba más sucio, la moqueta más rasgada y en los pisos había un fuerte olor a humedad. Rut se quedó aún más atónita cuando Elínborg terminó de explicarle la situación.
—¿Los que estudiaban en Leipzig? —preguntó—. ¿Qué queréis saber de ellos? ¿Por qué?
—Quizá podríamos entrar un momento —dijo Elínborg—. Será muy breve.
Rut reflexionó unos segundos, aún llena de dudas, y luego les abrió la puerta. Entraron a un pequeño recibidor y de él pasaron al salón. Rut les ofreció asiento y les preguntó si querían té o alguna otra cosa, tenían que perdonarla, nunca había hablado con policías. Se dieron cuenta de su estado de confusión, de pie en la puerta de la cocina. Elínborg pensó que se sentiría más cómoda si preparaba té, así que aceptó la invitación, para desagrado de Sigurdur Óli. Él no tenía ganas de té ni de historias, y así se lo indicó con gestos a Elínborg, que se limitó a sonreírle.
Sigurdur Óli había recibido el día anterior una nueva llamada del hombre que había perdido a su mujer y su hija en un accidente de tráfico. Acababa de regresar del médico con Bergthóra; el doctor les había asegurado que el embarazo iba estupendamente, que el feto se desarrollaba bien y que no tenían por qué preocuparse. Pero las palabras del médico no les calmaron del todo. Ya le habían oído decir cosas parecidas con anterioridad. Estaban sentados en la cocina de su casa, charlando sobre el futuro sin ver las cosas del todo claras, cuando sonó el teléfono.
—Ahora no puedo hablar contigo —dijo Sigurdur Óli cuando oyó la voz de aquel hombre.
—No tenía intención de molestarte —repuso, siempre tan cortés.
Nunca se alteraba y nunca cambiaba el tono de voz. Hablaba siempre de una forma calmada y quejosa, que Sigurdur Óli atribuía a los tranquilizantes.
—No —dijo Sigurdur Óli—. No vuelvas a molestarme.
—Sólo quería darte las gracias —se excusó el hombre.
—No hace falta, yo no he hecho nada —dijo Sigurdur Óli—. No tienes que darme las gracias por nada.
—Creo que me estoy empezando a hacer a la idea —explicó el hombre.
—Eso está bien —respondió Sigurdur Óli.
Se produjo un silencio en el teléfono.
—Las echo tantísimo de menos —dijo el hombre.
—Es lógico —comentó Sigurdur Óli mirando a Bergthóra.
—No voy a rendirme. Por ellas. Intentaré hacer un esfuerzo.
—Eso está bien.
—Disculpa la molestia. No sé por qué estoy siempre llamándote. Esta es la última vez.
—Perfecto.
—Tengo que mantenerme firme.
Sigurdur Óli iba a despedirse cuando el hombre colgó sin previo aviso.
—¿Está mejor? —preguntó Bergthóra.
—No lo sé —dijo Sigurdur Óli—. Espero que sí.
Sigurdur Óli y Elínborg oyeron a Rut preparar el té en la cocina, y luego apareció con tazas y un azucarero y preguntó si lo querían con leche. Elínborg repitió lo que había dicho en la puerta, que estaban buscando a personas que hubieran estudiado en Leipzig, y añadió que era posible, pero solamente posible, repitió, que existiera algún tipo de relación con una desaparición que se produjo en Reikiavik un poco antes de 1970.
Rut la escuchó sin decir nada, hasta que la tetera empezó a silbar en la cocina. Fue allá y volvió con el té y unas pastas en un plato. Elínborg sabía que la mujer andaba por los setenta, y pensó que llevaba bastante bien su edad. Era delgada, de la misma estatura que ella, y con el pelo teñido de color castaño, el rostro alargado, con un gesto serio subrayado por las arrugas, pero con una bella sonrisa que no prodigaba mucho.
—¿Y creéis que esa persona estudió en Leipzig? —preguntó.
—No lo sabemos —dijo Sigurdur Óli.
—¿A qué desaparición os referís? —preguntó Rut—. Yo no recuerdo haber oído en las noticias de nadie que… —Puso gesto serio—. Excepto lo de Kleifarvatn, la primavera pasada. ¿Quizás os referís al esqueleto de Kleifarvatn?
—Así es —respondió Elínborg con una sonrisa.
—¿Tiene relación con Leipzig?
—No lo sabemos —contestó Sigurdur Óli.
—Pero algo tenéis que saber, puesto que habéis venido a hablar con una antigua estudiante de Leipzig —dijo Rut con decisión.
—Tenemos ciertos indicios —afirmó Elínborg—. No son suficientemente firmes para poder hablar demasiado al respecto, pero esperábamos que quizá tú podrías ayudarnos.
—¿Qué relación tiene todo eso con Leipzig?
—No se trata necesariamente de que el hombre del lago guarde relación alguna con Leipzig —dijo Sigurdur Óli, un poco más malhumorado que hasta entonces—. Tú dejaste los estudios después de año y medio —añadió para cambiar de tema—. En Leipzig. Así que no terminaste la carrera, ¿es así?
La mujer no le respondió, echó té en las tazas y en la suya añadió leche y azúcar. Lo removió con una cucharita, pensando en otra cosa.
—¿Así que era un hombre el que estaba en el lago? Dijiste que era un hombre, ¿verdad?
—Sí —respondió Sigurdur Óli.
—Tengo entendido que eres profesora —dijo Elínborg.
—Cuando volví a Islandia entré en la Escuela Normal —explicó Rut—. Mi marido también era maestro. Los dos éramos maestros de primaria. Hace poco que nos hemos divorciado. Yo he dejado de enseñar. Ya he llegado a la edad de la jubilación. Ya no les hago ninguna falta. Cuando se deja de trabajar, es como si se hubiera dejado de vivir.
Bebió un sorbo de té, y Elínborg y Sigurdur Óli hicieron lo mismo.
—Me pude quedar con el piso —prosiguió.
—Siempre es un fastidio… —comenzó Elínborg.
Rut la interrumpió como si no esperara muestras de simpatía de una mujer desconocida en misión oficial.
—Todos éramos socialistas —dijo, mirando a Sigurdur Óli—. Todos los que estuvimos en Leipzig. —Calló, mientras su mente retrocedía hasta aquellos años en que era joven y tenía la vida entera por delante—. Teníamos ideales —añadió, mirando a Elínborg—. No sé si habrá alguien que siga teniéndolos. Los jóvenes, me refiero. Auténticos ideales por alcanzar una vida mejor y más justa. No creo que haya nadie que piense en tales cosas hoy en día. Ahora, cada cual piensa en hacer todo el dinero posible. En esa época, nadie pensaba en ganancias ni en posesiones. No existía ese consumismo inagotable. Nadie tenía nada, excepto bellos ideales.
—Construidos sobre mentiras —dijo Sigurdur Óli—. ¿No es así, al menos en gran parte?
—No lo sé —dijo Rut—. ¿Construidos sobre mentiras? ¿Qué es una mentira?
—No, no —dijo Sigurdur Óli, que parecía tener prisa—. Me refiero a que el comunismo ha sido borrado de la faz de la tierra excepto en los lugares donde los derechos humanos no se respetan lo más mínimo, como China y Cuba. Apenas queda nadie que reconozca haber sido comunista. Es como una vergüenza. En los viejos tiempos, las cosas no eran así, ¿no?
Elínborg le miró, molesta. No podía creer que Sigurdur Óli estuviera mostrándose tan grosero con aquella mujer. Aunque en realidad no le extrañaba en absoluto. Sabía que Sigurdur Óli votaba al partido conservador y a veces le había oído hablar de los comunistas islandeses como si tuvieran que hacer penitencia por haber defendido un sistema que sabían que era inútil y que, cuando triunfaba, lo único que ofrecía era dictadura y opresión. Como si los comunistas tuvieran que enmendar su pasado porque tenían que haber sabido todo lo que sucedería y porque eran personalmente responsables de las mentiras. Quizá consideraba a Rut un blanco más accesible. Quizá su paciencia se había agotado.
—Tuviste que abandonar los estudios —se apresuró a decir Elínborg para reconducir la conversación por otros derroteros.
—No había nada más noble según nuestra forma de pensar —dijo Rut clavando los ojos en Sigurdur Óli—. Y eso no ha cambiado lo más mínimo. El socialismo en el que creíamos y en el que seguimos creyendo es el mismo socialismo que tuvo un papel fundamental en la creación del movimiento obrero, en el establecimiento de sueldos decentes, que inició la asistencia hospitalaria gratuita por si algo os sucedía a ti o a tu familia, que te educó para que pudieras llegar a ser policía, que estableció un sistema de Seguridad Social, que creó un sistema de bienestar. Pero todo eso no es nada en comparación con los valores socialistas en los que vivimos todos, tú y yo y ella, grandes y pequeños, simplemente para mantener en pie nuestra sociedad. Es el socialismo lo que nos convierte en seres humanos. ¡Así que no me vengas con bromas, muchacho!
—¿Estás segura realmente de que todo eso se debe al socialismo? —repuso Sigurdur Óli, sin dar su brazo a torcer—. Por lo que yo sé, fueron los partidos conservadores los que crearon el sistema nacional de Seguridad Social.
—Menuda gilipollez —replicó Rut.
—¿Y los soviéticos? —preguntó Sigurdur Óli—. ¿Qué hay de todas sus mentiras?
Rut calló.
—¿Por qué piensas que tienes cuentas que ajustar conmigo? —preguntó.
—No tengo ninguna cuenta que ajustar contigo —respondió Sigurdur Óli.
—Quizá la gente consideraba necesario adoptar posturas dogmáticas —dijo Rut—. Quizás era necesario en aquellos momentos. Tú jamás podrías comprenderlo. Luego llegan otros tiempos y las ideas cambian y la gente cambia. Nada es inmutable. No comprendo esa rabia tuya. ¿A qué se debe? —Miró a Sigurdur Óli—. ¿A qué se debe esa rabia?
—Yo no tenía intención de entrar en discusiones —aseguró Sigurdur Óli—. No es eso a lo que he venido.
—¿Recuerdas a alguien en Leipzig que se llamara Lothar? —preguntó Elínborg, incómoda. Confiaba en que Sigurdur Óli pensara alguna excusa y se fuera al coche, pero siguió allí sentado, clavado a su lado en el sofá, sin apartar los ojos de Rut—. Lothar Weiser —añadió.
—¿Lothar? —dijo Rut—. Sí, pero no mucho. Hablaba islandés.
—Así es —confirmó Elínborg—. ¿Le recuerdas?
—Apenas —contestó Rut—. A veces comía con nosotros en la residencia de estudiantes. Pero nunca tuve especial relación con él. Yo echaba de menos a mi país y… las circunstancias no daban para estar demasiado feliz, el alojamiento era pésimo y… en fin…, decidí que aquello no me convenía.
—No, claro, debía de ser muy difícil vivir allí después de la guerra —dijo Elínborg.
—Era auténticamente horrible —corroboró Rut—. La reconstrucción en Alemania Occidental iba diez veces más deprisa, porque contaban con el apoyo de las potencias occidentales. En Alemania Oriental, las cosas se hacían despacio, si es que se hacían.
—Tenemos entendido que Lothar tenía la misión de hacer que los estudiantes trabajaran para él —dijo Sigurdur Óli—. O que los vigilaba, de alguna forma. ¿Sabías algo de eso?
—A nosotros nos vigilaban —dijo Rut—. Nosotros lo sabíamos, todo el mundo lo sabía. Se denominaba vigilancia mutua, un eufemismo para el espionaje personal. La gente tenía que ir voluntariamente a informar de cualquier cosa que pudiera considerarse inapropiada en términos socialistas. Nosotros no lo hacíamos, claro. Ninguno de nosotros. Nunca noté que Lothar se dedicara a eso de forma especial, que intentara hacernos trabajar para él. Todos los estudiantes extranjeros tenían lo que se llamaba un mentor, al que podían recurrir siempre, y que les controlaba. Lothar era uno de los mentores.
—¿Mantienes contacto con tus antiguos compañeros de estudios en Leipzig? —preguntó Elínborg.
—No —contestó Rut—. Hace mucho tiempo que no veo a ninguno de ellos. No mantenemos ningún contacto, o al menos yo no sé que se mantenga. Yo dejé el partido al volver a Islandia. O quizá no es que lo dejara, sino que perdí el interés. Supongo que es lo que se llama «retirarse».
—Tenemos aquí los nombres de otros estudiantes en Leipzig en la época en que tú estuviste allí: Karl, Hrafnhildur, Emil, Tomas, Hannes…
—A Hannes le echaron de Leipzig —Rut interrumpió a Sigurdur Óli—. Por lo que sé, había dejado de asistir a las charlas y a los desfiles del Día de la Liberación, de modo que ya no encajaba en el grupo. Se esperaba que todos participáramos en esas cosas. Y además trabajábamos por el socialismo durante los veranos. En granjas y en la extracción de carbón. Tengo entendido que Hannes no estaba muy contento con lo que veía y oía. Quería terminar la carrera pero no pudo. Quizá deberíais hablar con él. Si sigue aún vivo, que no lo sé.
Miró al uno y luego a la otra.
—¿Puede ser él quien apareció en el lago? —preguntó Rut.
—No —dijo Elínborg—. No es él. Por lo que sabemos, vive en Selfoss y dirige allí un pequeño hotel.
—Recuerdo que al regresar a Islandia escribió sobre su experiencia en Leipzig, y que lo machacaron por hacerlo. Los viejos socialistas del partido. Lo declararon traidor y mentiroso. El partido conservador le recibió con los brazos abiertos como si fuera el hijo pródigo, y le tuvieron en palmitas. No puedo imaginarme que le gustara semejante cosa. Creo que simplemente quiso decir la verdad tal como la había visto, y naturalmente eso tiene sus costes. Le vi una vez hace unos cuantos años, y estaba de lo más deprimido y taciturno. Quizá creía que yo seguía militando en el partido, aunque no era así. Deberíais hablar con él. Él podría conocer mejor a Lothar. Yo estuve allí poco tiempo.
Cuando estuvieron de nuevo en el coche, Elínborg recriminó a Sigurdur Óli por dejar que sus ideas políticas interfirieran en una investigación policial. Tenía que cerrar la boca, reprimirse y no volver a meterse de ese modo con la gente, y menos que nadie con una mujer ya mayor que vivía sola.
—¿Pero qué te pasa? —le dijo cuando el coche se alejaba del bloque de apartamentos—. Nunca te he oído hablar en semejantes términos. ¿En qué estabas pensando? Te preguntaré lo mismo que ella: ¿A qué se debe esa rabia?
—Bah, no sé —contestó Sigurdur Óli—. Mi padre era un rojo de esos que nunca llegaron a ver la luz —dijo por fin.
Era la primera vez que Elínborg le oía referirse a su padre.
Erlendur acababa de llegar a su casa cuando sonó el teléfono. Necesitó unos segundos para entender que al otro lado del hilo telefónico se hallaba Benedikt Jónsson, pero de pronto le recordó. Era el hombre que, hacía tanto tiempo, había contratado a Leopold como vendedor en su empresa.
—¿Te molesto llamándote a casa? —preguntó Benedikt cortés, una vez quedó claro quién era.
—No —respondió Erlendur—. ¿Hay algo que…?
—Es por el hombre aquel.
—¿Qué hombre? —dijo Erlendur.
—El de la embajada alemana oriental, o la delegación comercial, o lo que fuera —contestó Benedikt—. El que me dijo que tenía que contratar a Leopold y me indicó que la empresa alemana tomaría medidas si me negaba.
—Sí —respondió Erlendur—. El gordo. ¿Qué pasa con él?
—Por lo que recuerdo —dijo Benedikt—, sabía islandés. Bueno, en realidad creo que lo hablaba perfectamente.