Benedikt Jónsson, el antiguo vendedor de maquinaria agrícola, recibió a Erlendur en la puerta y le invitó a entrar. La visita de Erlendur se había retrasado. Benedikt estaba pasando unos días en casa de su hija, que vivía cerca de Copenhague. Así que acababa de volver al país y sus palabras daban a entender que le habría gustado quedarse allí más tiempo. Dijo que se sentía estupendamente en Dinamarca.
Erlendur asintió en los momentos adecuados mientras Benedikt hablaba y hablaba de Dinamarca. Era un viudo que parecía vivir una vida estupenda; era más bien bajo y con dedos cortos y gruesos, rostro redondo, rubicundo y con expresión ingenua. Vivía solo en un pequeño y elegante chalé. Erlendur se dio cuenta de la presencia de un todoterreno Mercedes, bastante nuevo, delante del garaje. Pensó que, probablemente, el viejo presidente de la empresa había tenido la precaución de ahorrar para los años de su vejez.
—Sabía que un día u otro tendría que responder a preguntas sobre ese hombre —dijo Benedikt al fin, entrando en materia.
Era como si hubiese agotado el depósito de cortesías.
—Sí, he venido por Leopold —afirmó Erlendur.
—Todo fue de lo más misterioso. Tenía que llegar el momento en que alguien se pusiera a darle vueltas al asunto. Probablemente debería de haberos contado la verdad en su momento, pero…
—¿La verdad?
—Sí —dijo Benedikt. ¿Puedes decirme por qué andáis preguntando ahora por ese hombre? Mi hijo me dijo que le habías hecho algunas preguntas a él también, y cuando hablamos por teléfono no fuiste muy explícito. ¿A qué viene ese interés por él ahora? Yo creía que habíais investigado el caso en su día y que lo habíais cerrado. En realidad, eso era lo que esperaba.
Erlendur le habló del esqueleto encontrado en Kleifarvatn, y que la desaparición de Leopold era una de las diversas desapariciones que estaba investigando la policía en relación con el hallazgo.
—¿Le conocías personalmente? —preguntó Erlendur.
—¿Personalmente? No, no mucho, en realidad. Tampoco es que vendiera mucho en el tiempo que pasó con nosotros. Si la memoria no me engaña, sí que era muy aplicado a la hora de irse a viajar por el país. Todos mis vendedores salían mucho de viaje, vendíamos maquinaria agrícola y de construcción, pero nadie viajaba tanto como Leopold y nadie vendía menos que él.
—¿De modo que no ganaste mucho con él? —preguntó Erlendur.
—Para empezar, yo no quería contratarle —dijo Benedikt.
—¿Ah, no?
—Sí, bueno, no, no eso es lo que quiero decir. En realidad me obligaron a hacerlo. Tuve que poner en la calle a un hombre mucho mejor para poderle contratar a él. Esta empresa no fue nunca muy grande.
—Espera, repite lo que has dicho. ¿Quién te obligó a contratarle?
—Dijeron que no podía contárselo a nadie, de modo que… no sé si debo soltarlo ahora. No me gustaban nada los secretos que se traían. No me van los secretos.
—Hace muchísimos años ya —dijo Erlendur—. Nadie te va a perseguir judicialmente ahora.
—No, supongo que no. Me amenazaron con darle el negocio a otro. Me amenazaron sin disimulo si no contrataba a aquel hombre. Era como si hubiese topado con la mafia.
—¿Quiénes te obligaron a contratar a Leopold?
—El distribuidor de Alemania, o de Alemania Oriental, como se llamaba entonces. Tenían unos tractores estupendos que eran mucho más baratos que los americanos. Y buldóceres y excavadoras. Vendíamos mucho ese material, aunque no era tan refinado como los de Ferguson y Caterpillar.
—¿Podían decidir ellos a quién tenías que contratar en tu empresa?
—Me amenazaron —dijo Benedikt—. ¿Qué iba a hacer yo? No podía hacer nada. Así que contraté a aquel hombre, faltaría más.
—¿Te dieron alguna aclaración de por qué tenías que contratar a ese hombre en particular?
—No. Ninguna. Nada de explicaciones. Le contraté sin conocerle. Dijeron que sería por un tiempo limitado y, como he dicho, no pasaba mucho tiempo en la ciudad, siempre viajando de un extremo a otro del país.
—¿Un tiempo limitado?
—Dijeron que no necesitaba trabajar mucho tiempo en la empresa. Y pusieron una serie de condiciones. No tenía que figurar en las nóminas. Tenía que cobrar un sueldo de comisionista pero pagado en dinero negro. Aquello era bastante difícil. Mi contable no paraba de ponerme pegas. Pero, eso sí, mucho dinero no era, Leopold no habría tenido suficiente para vivir, de modo que tenía que recibir otros ingresos de algún otro sitio.
—¿Cuál crees que serían los planes de esa gente?
—No tengo ni idea. Luego desapareció y no volví a oír una palabra sobre Leopold excepto por la policía.
—¿Cuando desapareció no les contaste lo que me estás contando ahora a mí?
—No se lo dije a nadie. Me amenazaron. Yo tenía a unas personas contratadas. Mi medio de vida era esta empresa. Aunque fuera pequeña, nos permitía ganarnos la vida, y además estaban empezando a montar centrales hidroeléctrica. En Sigalda y en Búrfell. Eso hacía imprescindible nuestra maquinaria. Ganamos muchísimo dinero con las centrales. Fue por esa época. La empresa creció. Tenía otros asuntos que atender.
—Así que te limitaste a olvidarlo, ¿verdad?
—Exacto. Pensé que aquello no tenía nada que ver conmigo. Como el importador me había exigido que contratara a aquel hombre, lo hice, pero Leopold me resultaba total y absolutamente indiferente.
—¿Y tienes alguna idea de qué es lo que pudo pasarle?
—No, ninguna. Tenía que acudir a la reunión aquella en Mosfell pero no apareció, que se sepa. A lo mejor no tuvo ganas de ir o aplazó la visita para el día siguiente. No es impensable. A lo mejor tuvo que ir a hacer cualquier otra cosa.
—¿Crees que el granjero al que tenía que ir a ver pudo mentir entonces?
—De eso no tengo ni idea.
—¿Quién se puso en contacto contigo para la contratación de Leopold? ¿Él mismo?
—No, no fue él. Vino a verme un hombre de su embajada, que estaba en la calle Ægisída. Era una simple representación comercial más que una embajada lo que tenían aquí en esos años. Más tarde se hizo mucho más grande e importante. En realidad, nos reunimos en Leipzig.
—¿En Leipzig?
—Sí, íbamos siempre una vez al año, a la exposición comercial. Celebraban una gran exposición con toda clase de herramientas y maquinaria, y éramos muchos los que íbamos a ella, porque teníamos negocios con Alemania Oriental.
—El hombre que habló contigo, ¿quién era?
—No se presentó nunca.
—¿Te suena familiar el nombre de Lothar? Lothar Weiser. De Alemania Oriental.
—Nunca he oído ese nombre. ¿Lothar? No, no lo he oído nunca.
—¿Puedes describirme al hombre de la embajada?
—Fue hace mucho tiempo. Era un tanto grueso. Un hombre de lo más amable, supongo, a no ser porque me obligó a contratar al otro.
—¿No crees que habrías debido comunicar estos datos a la policía en su momento? ¿No crees que habrían podido ser útiles?
Benedikt titubeó. Luego se encogió de hombros.
—Intenté que aquel asunto no nos perjudicara, ni a mí ni a la empresa. Y pensaba que no tenía nada que ver conmigo. Aquel hombre no tenía nada que ver conmigo. En realidad, no tenía nada que ver con la empresa. Y me habían amenazado. ¿Qué iba a hacer yo?
—¿Recuerdas a su novia, a la novia del tal Leopold?
—No —dijo Benedikt, pensativo—. No, realmente no. ¿Se quedó…?
Calló como si no supiera realmente lo que iba decir de la mujer que perdió al hombre al que quería y que nunca supo nada de su destino.
—Sí —dijo Erlendur—. Se quedó terriblemente apenada. Y así sigue.
El checo Miroslav vivía en el sur de Francia, era un hombre de edad avanzada, pero con muy buena memoria. Hablaba francés, dominaba el inglés, y se mostró encantado de hablar por teléfono con Sigurdur Óli. Quinn, el de la embajada estadounidense en Reikiavik, quien les había hablado del checo, hizo las veces de intermediario para su conversación. Tiempo atrás, Miroslav había sido juzgado por espionaje en su patria, y pasó varios años en prisión. No se le consideraba un espía destacado, ni de mediana importancia siquiera, pues había estado destinado en Islandia durante casi toda su carrera en el servicio diplomático. Él mismo no se consideraba espía. Dijo que había caído en la tentación cuando le ofrecieron dinero para que informase a un contacto en la embajada de Estados Unidos de todo lo que pudiera parecer anómalo en su propia embajada o en las de otros países de detrás del telón de acero. Nunca tuvo nada que contar. En Islandia jamás pasaba nada.
Era pleno verano. El esqueleto de Kleifarvatn había caído en total olvido con las vacaciones. Los medios de comunicación habían dejado ya, desde hacía tiempo, de recordar el hallazgo. A causa de las vacaciones, se había retrasado también la solicitud que Erlendur había presentado para buscar al hombre del Falcon en las tierras de los dos hermanos.
Sigurdur Óli había hecho una escapada de dos semanas a España, con Bergthóra, y volvió feliz y moreno. Elínborg había viajado por Islandia con Teddi y pasaron quince días en la casita de verano de su hermana, en el norte del país. Aún no se había apagado el interés por su libro de cocina, y en una breve entrevista en una revista ilustrada, en la sección «Gente en los medios de comunicación», decía que ya tenía otro en el horno, esto es, otro libro de cocina.
Y un día, a finales de julio, le dijo a Erlendur en voz baja que Sigurdur Óli y Bergthóra por fin lo habían conseguido.
—¿Por qué hablas tan bajito? —preguntó Erlendur.
—Por fin —exclamó Elínborg con un suspiro de alegría—. Me lo dijo Bergthóra. Todavía es secreto.
—¿El qué? —dijo Erlendur.
—¡Bergthóra está embarazada! —dijo Elínborg—. Lo tuvieron tan difícil. Han tenido que recurrir a la fertilización in vitro, y esta vez van a conseguirlo.
—¿Que Sigurdur Óli va a tener un hijo? —exclamó Erlendur.
—Sí —dijo Elínborg—. Pero no digas ni una palabra. No debe saberlo nadie.
—¡Pobre niño! —exclamó Erlendur con un fuerte suspiro, y Elínborg se alejó gruñendo y refunfuñando.
Resultó que, al principio, Miroslav mostró la mejor disposición para ayudarles. La conversación telefónica tuvo lugar en el despacho de Sigurdur Óli, y estaban presentes Erlendur y Elínborg. El teléfono estaba conectado a una grabadora. El día acordado, a la hora acordada, Sigurdur Óli levantó el auricular y llamó.
Tras varios tonos de llamada, una voz femenina respondió al otro lado, y Sigurdur Óli se presentó y preguntó por Miroslav. Le pidieron que esperase un momento. Sigurdur Óli miró a Erlendur y Elínborg y se encogió de hombros, como si no supiera qué esperar. Al poco se puso al teléfono un hombre que dijo ser Miroslav. Sigurdur Óli se presentó de nuevo como inspector de la policía de Reikiavik y explicó el objeto de su llamada. Miroslav dijo al momento que sabía de qué iba el asunto. Incluso habló un poco de islandés, aunque pidió que la conversación tuviera lugar en inglés.
—Más mejor a mí —dijo.
—Sí, desde luego, ejem, es por ese funcionario de la misión comercial de Alemania Oriental en Reikiavik en los años sesenta —dijo Sigurdur Óli en inglés—. Por Lothar Weiser.
—Tengo entendido que han encontrado un cadáver en un lago y que piensan que puede tratarse de él —dijo Miroslav.
—No sabemos —dijo Sigurdur Óli—. Es sólo una posibilidad entre varias —añadió tras una breve pausa.
—¿Encuentran ustedes muchos cadáveres atados a equipos de espionaje de fabricación rusa? —preguntó Miroslav riendo. Evidentemente, Quinn le había informado bien—. No, comprendo. Comprendo que quieran ir con prudencia y no decir demasiado, y menos aún por teléfono, naturalmente. ¿Me van a pagar por esta información?
—Lo siento —dijo Sigurdur Óli—. No estamos autorizados a llegar a acuerdos de ese tipo. Nos dijeron que estaba usted dispuesto a colaborar.
—Dispuesto a colaborar, claro —repitió Miroslav—. ¿Ningún dinero? —añadió en islandés.
—No —respondió Sigurdur Óli, también en islandés—. Ningún dinero.
Se produjo un silencio en el teléfono, y se miraron unos a otros, apiñados como estaban en el estrecho despacho de Sigurdur Óli. Pasó un buen rato hasta que volvieron a oír la voz del checo. Dijo algo en voz bastante alta en una lengua que supusieron que era checo, y oyeron a lo lejos una voz de mujer que le respondía. Las voces sonaban apagadas, como si tuvieran tapado el teléfono con la mano. Se produje otro intercambio de palabras. No sabían si era una discusión.
—Lothar Weiser era uno de los espías de Alemania Oriental en Islandia —dijo Miroslav sin más preámbulos cuando volvió al teléfono. Las palabras fluyeron como si estuviera excitado después de la breve conversación con su mujer—. Lothar hablaba islandés muy bien, lo había estudiado en Moscú; ¿lo sabía?
—Sí, claro —respondió Sigurdur Óli—. ¿Qué hacía aquí?
—Tenía credencial de agregado comercial. Como todos.
—¿Pero era otra cosa? —preguntó Sigurdur Óli.
—Lothar no trabajaba para la misión comercial sino para el servicio secreto de Alemania Oriental —dijo Miroslav—. Su especializad era conseguir personas que se pusieran a su servicio. Y era un genio en esa actividad. Utilizaba toda clase de métodos y era un maestro en aprovechar los puntos débiles de la gente. Obligaba a la gente a trabajar para él. Hacía chantaje. Utilizaba prostitutas. Todos lo hacían. Tomaban fotos que podían poner a los hombres en dificultades. ¿Entiende usted adónde voy? Era increíblemente imaginativo.
—¿Tenía, cómo llamarlos, colaboradores, aquí en Islandia?
—Ninguno que yo sepa, pero eso no significa que no los tuviera.
Erlendur cogió un papel y un bolígrafo de la mesa y empezó a escribir algo que se le había pasado por la cabeza.
—¿Tenía alguna amistad realmente íntima con alguna islandesa? ¿Lo recuerda? —preguntó Sigurdur Óli.
—No conozco bien sus relaciones de amistad con islandeses. No le conocía demasiado.
—¿Puede describirnos más exactamente a Lothar?
—Lo único destacable de Lothar era él mismo —respondió Miroslav—. No le importaba a quién engañaba si eso le beneficiaba de algún modo. Tenía muchos enemigos, y seguramente muchos habrían querido verle muerto. Por lo menos era eso lo que oí.
—¿Sabe personalmente de alguien que deseara su muerte?
—No.
—Y qué puede decirme del aparato ruso, ¿de dónde podría haber salido?
—De cualquier embajada de los países comunistas en Reikiavik. Todos utilizábamos equipos rusos. Ellos los fabricaban prácticamente en exclusiva, y todas las embajadas utilizaban sus equipos. Emisoras y receptores y equipos de escucha y también aparatos de radio y unos espantosos televisores rusos. Nos hacían cargar con aquellos trastos y estábamos obligados a comprarlos.
—Creemos que lo que hemos encontrado es un equipo de escucha y que se utilizaba para seguir las comunicaciones del ejército norteamericano en el aeropuerto de Keflavík.
—En realidad, eso era lo único que hacíamos —dijo Miroslav—. También escuchábamos lo que decían otras embajadas. Y, naturalmente, el ejército norteamericano tenía bases por todo el país. Pero no quiero hablar de eso. Según me dijo Quinn, lo que les interesaba a ustedes era solamente la desaparición de Lothar en Reikiavik.
Erlendur pasó la nota a Sigurdur Óli, quien leyó la pregunta que se le había ocurrido a Erlendur.
—¿Sabe usted por qué enviaron a Lothar a Islandia? —preguntó Sigurdur Óli.
—¿Por qué? —dijo Miroslav.
—Tenemos entendido que este lugar tan apartado no figuraba entre los destinos favoritos de los diplomáticos —comentó Sigurdur.
—Para nosotros, que veníamos de Checoslovaquia, no estaba tan mal —dijo Miroslav—. Pero no sé si Lothar pudo cometer algún error y le enviaron a Islandia por ello, si es eso a lo que se refiere. Sé que en una ocasión le expulsaron de Noruega. Los noruegos descubrieron que estaba intentando captar a un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores para que trabajase para él.
—¿Qué sabe usted de la desaparición de Lothar? —preguntó Sigurdur Óli.
—La última vez que le vi fue en una recepción en la embajada soviética. Fue poco antes de enterarnos de su desaparición. Era el año 1968. Naturalmente eran malos tiempos, a causa de los sucesos de Praga. Durante la recepción, Lothar estuvo recordando la sublevación de Hungría en 1956. Sólo pude oír unas pocas palabras de lo que decía, pero me acuerdo bien porque lo que decía le describía muy bien a él mismo.
—¿Y qué era? —preguntó Sigurdur Óli.
—Hablaba de los húngaros que conoció en Leipzig —dijo Miroslav—. Sobre todo de una chica que solía ir con los estudiantes islandeses de la ciudad.
—¿Y qué recuerda que dijo? —preguntó Sigurdur Óli.
—Dijo que sabía cómo había que tratar a esos disidentes, a esos levantiscos de Checoslovaquia. Había que cogerlos a todos y enviarlos al Gulag. Cuando lo dijo estaba borracho, y no tengo ni idea de qué estaba hablando, pero eso era más o menos lo que decía.
—¿Y poco después se enteraron de que había desaparecido? —dijo Sigurdur Óli.
—Seguramente cometió algún error —dijo Miroslav—. O eso es lo que pensaban todos. Corrieron historias de que ellos mismos lo habían quitado de en medio. Los alemanes orientales. Que lo habían enviado a casa por valija diplomática. Podían haberlo hecho perfectamente. Nunca se inspeccionaba el correo enviado por las embajadas, y traíamos y sacábamos todo lo que nos apetecía. Las cosas más inverosímiles.
—O lo tiraron al lago —dijo Sigurdur Óli.
—Lo único que yo sé es que desapareció y que nunca se volvió a saber nada más de él.
—¿Sabe cuál es el error que pudo haber cometido?
—Pensábamos que se había pasado al otro lado.
—¿Pensaban que se había pasado?
—Que se había vendido a los otros. Sucedía con cierta frecuencia. Fíjense en mí. Pero los alemanes no eran tan compasivos como nosotros, los checos.
—Quiere decir que pudo vender información…
—¿Estás seguro de que no pagan nada por esto? —interrumpió Miroslav a Sigurdur Óli.
La voz femenina del fondo había vuelto, más sonora aún que antes.
—Lo siento —respondió Sigurdur Óli.
Oyeron a Miroslav decir algo, probablemente en su lengua materna. Y luego en inglés: «Ya he dicho bastante. No vuelva a llamarme». Y colgó. Se miraron unos a otros. Erlendur estiró el brazo hacia la grabadora y la apagó.
—Pero mira que eres tonto —le dijo a Sigurdur Óli—. ¿No podías soltarle una mentira? Decir que le pagábamos diez mil coronas. Cualquier cosa. ¿No podías haber intentado mantenerlo más rato al teléfono?
—Tranquilo —repuso Sigurdur Óli—. No quería decir nada más. No quería seguir hablando con nosotros. Lo habéis oído.
—¿Hemos avanzado algo? ¿Tenemos más claro quién estaba en el fondo del lago? —preguntó Elínborg.
—No lo sé —dijo Erlendur—. Tenemos un asesor comercial de la Alemania del Este y un equipo de escucha ruso. Podría encajar.
—Yo creo que es obvio —dijo Elínborg—. Lothar y Leopold son la misma persona, y lo echaron al Kleifarvatn. Cometió algún error y tuvieron que librarse de él.
—¿Y la mujer de la lechería? —preguntó Sigurdur Óli.
—Ella no tiene la menor idea de nada —dijo Elínborg—. No sabe nada de ese hombre, excepto que era bueno con ella.
—Es posible que la mujer fuera una parte de su tapadera en Islandia —dijo Erlendur.
—Quizá —dijo Elínborg.
—Yo creo que tiene que tener algún significado que el aparato estuviera inutilizado cuando lo usaron para hundir el cuerpo —dijo Sigurdur Óli—. Como que ya no estaba en uso o que lo habían destruido.
—Estuve dándole vueltas a si el aparato tuvo que proceder necesariamente de una embajada —dijo Elínborg—. Si no habría podido llegar al país por alguna otra vía.
—¿Quién iba a querer meter de contrabando un equipo ruso de escucha? —preguntó Sigurdur Óli.
Callaron y estuvieron pensando cada uno por su lado que el caso había ido creciendo y que estaba más allá de su comprensión. Estaban acostumbrados a enfrentarse a los casos criminales islandeses, mucho más simples, en los que no había ni aparatos misteriosos ni agregados comerciales que no eran tales agregados comerciales, ni embajadas extranjeras, ni guerra fría, sino solamente la realidad islandesa, pequeña, monótona, cotidiana y a inmensa distancia del mundo criminal de otros países.
—¿No podríamos encontrar algo islandés en este caso? —preguntó finalmente Erlendur, por decir algo.
—¿Y qué hay de los estudiantes? —dijo Elínborg—. ¿No deberíamos hacer lo posible por localizarlos? ¿Por saber si alguno de ellos se acuerda del tal Lothar? Tenemos que comprobarlo.
Al día siguiente, Sigurdur Óli tenía en las manos la lista de las personas que habían estudiado en universidades de Alemania Oriental desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta 1970 incluido. Los datos procedían del Ministerio de Educación y de la embajada alemana. Se pusieron en acción, comenzando con los estudiantes que habían estado en Leipzig en los años sesenta, y fueron retrocediendo en el tiempo. No había prisa alguna, y trabajaron en el caso al tiempo que se ocupaban de otros sucesos que les iban llegando, en su mayoría robos y atracos. Sabían cuándo había estado matriculado Lothar en la Universidad de Leipzig en los años cincuenta, pero su estancia allí podía remontarse a mucho más tiempo, así que pensaban hacerlo de modo concienzudo. Decidieron ir hacia atrás desde el momento de su desaparición de la embajada.
No querían llamar a la gente y hablar con ellos por teléfono, sino que consideraron más recomendable presentarse inesperadamente en sus casas. Erlendur opinaba que la primera reacción a la visita de la policía era de una especial importancia. Al igual que en la guerra, un ataque por sorpresa podía resultar decisivo. Un simple gesto, al decirles el objeto de la visita. Las primeras frases.
Así sucedió un día, ya avanzado el mes de septiembre, cuando en su revisión de los estudiantes islandeses habían llegado a mediados de los años cincuenta. Sigurdur Óli y Elínborg tocaron a la puerta de una mujer llamada Rut Bernhards.
De acuerdo con la información de que disponían, había interrumpido sus estudios después de año y medio en Leipzig.
Fue ella misma quien acudió a la puerta, y se quedó más que asombrada al enterarse de que eran policías los que preguntaban por ella.