25

Níels no recordaba demasiado bien a Jóhann, el hermano de Haraldur, y al principio no llegaba a entender por qué Erlendur se había tomado tan a mal que no hubiera ni ninguna mención de él en los informes sobre la desaparición. Níels estaba al teléfono cuando Erlendur entró en su despacho y le interrumpió. Hablaba con su hija, que se encontraba en Estados Unidos estudiando medicina, más concretamente un máster en pediatría, dijo Níels, orgullosísimo al dejar el auricular, como si nunca se lo hubiera contado a nadie. Lo cierto era que prácticamente no hablaba de otra cosa. A Erlendur no le importaba lo más mínimo. Níels estaba a punto de jubilarse y últimamente le encargaban sobre todo delitos menores, robos de vehículos y atracos de escasa importancia, y siempre le decía a la gente que se olvidara de reclamar nada, que no había nada que hacer, que sería una pura y simple pérdida de tiempo. Si encontraban a los autores redactarían un informe que no serviría absolutamente de nada. Los delincuentes estarían otra vez en la calle nada más terminar el interrogatorio, y el caso jamás llegaría a los tribunales; y si llegaba, porque daba la casualidad de que habían acumulado suficientes delitos menores, la sentencia sería ridícula, una muestra de total desprecio hacia quienes se habían empeñado en denunciar a esos individuos.

—¿Qué recuerdas del tal Jóhann? —preguntó Erlendur—. ¿Le viste alguna vez? ¿Fuiste en algún momento a la granja de Mosfell?

—¿No tenías tú que estar investigando el aparato ruso ese? —preguntó Níels.

Sacó un cortaúñas del bolsillo del chaleco y se puso a hacerse la manicura. Miró el reloj. Ya se acercaba la hora de hacer una larga y apetitosa pausa para el almuerzo.

—Desde luego —respondió Erlendur—. Hay mucho trabajo.

Níels dejó de cortarse las uñas y le miró. Sus palabras habían ido acompañadas de un tonillo que no le gustó nada.

—El tal Jóhann, o Jói, como le llamaba su hermano, era un poco raro —dijo Níels—. Era retrasado o, como se decía en los viejos tiempos, tonto. Antes de que el lenguaje políticamente correcto se impusiera y nos hiciera usar todas esas palabras tan corteses.

—¿Retrasado, en qué sentido? —preguntó Erlendur.

Estaba de acuerdo con lo que Níels acababa de decir sobre el idioma. Se había desnaturalizado artificialmente con tanto respeto a toda clase de grupos posibles de personas.

—Pues que tenía la cabeza hueca —dijo Níels, que siguió cortándose las uñas—. Fui por allí un par de veces a hablar con los hermanos. El mayor era el que hablaba siempre por los dos. El tal Jóhann no decía mucho. Eran muy diferentes. Uno no era más que piel y huesos, con la cara tallada a martillazos, y el otro, más gordo y con una cara infantil como de corderito.

—No acabo de imaginarme al tal Jóhann —dijo Erlendur—. ¿A qué te refieres al decir que era retrasado?

—No me acuerdo demasiado bien. Iba siempre detrás de su hermano como si fuera un niño pequeño, y no hacía más que preguntar quiénes éramos. Casi no sabía hablar, apenas balbuceaba unas pocas frases. Era como uno se imagina a un campesino de un valle perdido, con la boina calada hasta las cejas y el pantalón sujeto con una cuerda.

—¿Y Haraldur consiguió convencerte de que Leopold no había ido nunca a su granja?

—No hizo falta que me convencieran ellos —dijo Níels—. Encontramos el coche delante de la estación de autobuses. No había nada que indicara que hubiera estado en la granja de esos dos. No teníamos nada. Y tú tampoco.

—¿No crees que ellos pudieron haber llevado el coche allí?

—No había nada que pudiera indicar tal cosa —respondió Níels—. Ya sabes cómo son estas desapariciones. Tú habrías hecho exactamente lo mismo con los datos de que disponíamos.

—Encontré el Falcon —dijo Erlendur—. Sé que han pasado muchos años y, naturalmente, el coche ha ido de acá para allá, pero encontramos en él lo que parecía ser excremento de vaca. Se me pasó por la cabeza la peregrina idea de que si te hubieras decidido a investigar el caso como es debido, habría sido posible encontrar al hombre y tranquilizar a la mujer que le esperaba, y que sigue esperándole desde entonces.

—¿Pero qué coño de imbecilidades dices? —protestó Níels, levantando la vista y dejando de cortarse uñas—. ¿Pero cómo se te ocurre semejante gilipollez? Por mucho que hayas encontrado mierda en el coche treinta años después. ¿Estás mal de la cabeza?

—Habrías podido encontrar algo significativo —le recriminó Erlendur.

—Tú y tus dichosas desapariciones —dijo Níels—. ¿Pero a qué viene tanto interés por esta? ¿Quién te ha metido en este berenjenal? ¿Es que hay caso? ¿Quién lo dice? ¿Por qué estás abriendo un caso que ocurrió hace treinta años, que no es ni siquiera caso y que nadie entiende, y te pones a intentar sacar algo de él? ¿No le habrás despertado esperanzas a esa mujer? ¿Estás intentando decirle que puedes encontrar a su compañero?

—No —respondió Erlendur.

—Estás loco —dijo Níels—. Siempre lo he dicho. Desde el momento mismo en que entraste aquí. Se lo dije a Marion. No comprendo qué vio Marion en ti.

—Creo que voy a hacer que busquen a ese hombre en el campo —dijo Erlendur.

—¿Que lo busquen en el campo? —exclamó Níels, totalmente desconcertado—. ¿Has perdido el juicio? ¿Dónde? ¿Dónde piensas buscarlo?

—Alrededor de la granja —dijo Erlendur, tan tranquilo como antes—. Al pie de la loma hay arroyos y canalillos que llegan hasta el mar. Quiero ver si encontramos algo.

—¿Qué bases tienes? —preguntó Níels—. ¿Tienes una confesión? ¿Hay algo nuevo en el caso? Nada. ¡¿Un cacho de mierda dentro de un trasto viejo?!

Erlendur se levantó.

—Sólo quería decirte que si piensas andar soltando barbaridades, si tienes intención de hacer cualquier tontería, tendré que explicar la mierda de trabajo que fue la investigación original, porque tiene más agujeros que…

—Haz lo que te dé la gana —le interrumpió Níels con muy malos modos, mirándole con ojos llenos de odio—. Si eso es lo quieres, haz el imbécil. ¡Nunca te darán permiso para semejante búsqueda!

Erlendur abrió la puerta y salió al pasillo.

—Ten cuidado, no te cortes los dedos —dijo, y cerró la puerta.

Erlendur mantuvo una breve reunión con Sigurdur Óli y Elínborg para hablar del caso de Kleifarvatn. La búsqueda de nuevos datos sobre Lothar Weiser estaba resultando difícil y lenta. Todas las preguntas pasaban por la embajada alemana, y Erlendur había ofendido a la embajadora, así que tenían pocas pistas que seguir. Enviaron una solicitud a Interpol por hacer algo, y la respuesta inmediata de la policía internacional fue que Lothar Weiser no había figurado nunca en sus archivos. Quinn, de la embajada estadounidense, estaba intentando conseguir que un funcionario de la embajada checa de esos años hablara con la policía islandesa. No sabía exactamente cómo acabaría el asunto. Al parecer, Lothar no había tenido mucho trato con los islandeses. Las averiguaciones realizadas entre los funcionarios del gobierno no dieron resultado alguno. Las listas de visitantes de la embajada de Alemania Oriental habían desaparecido mucho tiempo atrás. No existían listas de visitantes de la administración pública en esos años.

No tenían ni idea de cómo averiguar si Lothar había tratado a algún islandés. Nadie parecía recordar a aquel hombre.

Sigurdur Óli había solicitado ayuda de la embajada alemana y el Ministerio de Educación de Islandia a fin de hacerse con una lista de estudiantes universitarios islandeses en Alemania Oriental. No sabía a qué período debía limitarse, de modo que empezó a pedir listas de todos los que habían estudiado en los años que iban desde la Segunda Guerra Mundial hasta 1970.

Entretanto, Erlendur tendría tiempo de sobra para enfrascarse en su tema de principal interés, el hombre del Falcon. Sabía mejor que nadie que tenía poquísimo en lo que apoyarse para solicitar permiso de movilización general en busca de restos humanos en las propiedades de Haraldur y su hermano en Mosfell.

Decidió hacer una visita a Marion, que había mejorado un poco. La bombona de oxígeno seguía a mano, pero Marion tenía mejor aspecto y hablaba de medicinas nuevas, más efectivas que las antiguas, y luego arremetía contra el médico porque no tenía ni idea de su oficio. Erlendur tuvo la sensación de que Briem estaba otra vez en su vieja forma.

—¿A qué vienes aquí un día sí y otro también? —preguntó Marion, sentándose en su butaca—. ¿No tienes nada mejor con que matar el tiempo?

—Sí que tengo —dijo Erlendur—. ¿Cómo andas?

—Morirse no es fácil —respondió Marion—. Anoche creía que me iba a morir. Curioso. Claro que eso suele suceder a todos los que no tienen nada más que hacer que esperar la muerte. Tenía la convicción de que ya se había acabado todo.

Marion bebió un sorbito de agua con sus labios resecos.

—¿Qué pasó?

—Supongo que será eso de los viajes astrales —dijo Marion—. Ya sabes que yo no creo en esas estupideces. Sería una ilusión provocada por los somníferos. Seguramente causada por esos medicamentos nuevos. Pero ahí estaba yo flotando —explicó Marion, moviendo los ojos hacia el cielo—, y miraba hacia abajo y veía mi cuerpo. Creía que me estaba yendo y mi corazón estaba totalmente conforme. Pero claro, no me estaba muriendo, qué va. No era más que un sueño raro. Fui esta mañana a hacerme un reconocimiento y el médico dijo que estaba algo mejor. El análisis de sangre estaba mejor que en muchas semanas. Pero lo cierto es que no me dio ninguna esperanza de recuperación.

—Qué sabrán esos médicos —dijo Erlendur.

—Bueno ¿qué quieres de mí? ¿Es por lo del hombre del Falcon? ¿Por qué sigues con ese caso?

—¿Recuerdas si el granjero al que tenía que visitar en Mosfell tenía un hermano? —preguntó Erlendur, a ver qué pasaba.

No quería cansar a Marion, pero también sabía que se lo pasaba bien con todo lo misterioso y extraño, conservaba en la memoria los detalles más increíbles y no le costaba nada recuperarlos a pesar de su avanzada edad y las dificultades de su enfermedad. Marion entornó los ojos y reflexionó unos momentos.

—El vago de Níels dijo que el hermano era un poco raro.

—Dice que era retrasado, pero no sé lo que significa eso.

—Era bastante simplón, eso sí lo recuerdo bien. Grande, alto y fuerte, pero con una cabeza como la de un niño. Creo que apenas sabía hablar. Tartamudeaba y decía cosas sin sentido.

—¿Por qué no se hizo nada más en esa investigación, Marion? —preguntó Erlendur—. ¿Por qué permitieron que se cerrase el caso? Se habría podido hacer mucho más.

—¿Por qué lo dices?

—Tendrían que haber buscado en las tierras de los dos hermanos. Se consideró perfectamente creíble que el desaparecido nunca apareció por allí. No hubo la más mínima duda al respecto. Todo era claro y simple, y se tomaba como indudable que el hombre se había quitado la vida o que se había ido a cualquier otro sitio del país y que volvería a la capital cuando le viniese bien. Pero nunca volvió, y yo no estoy seguro de que se hubiera suicidado.

—¿Crees que le mataron los dos hermanos?

—Quiero comprobarlo. El cabeza de chorlito murió, pero el hermano mayor vive en una residencia de ancianos de Reikiavik, y yo diría que es capaz de agredir a cualquiera con el más mínimo pretexto.

—¿Y qué motivo podía existir? —preguntó Marion—. Sabes que no tienes nada firme. El hombre iba a venderles un tractor. No tenían ningún motivo para matarle.

—Lo sé —respondió Erlendur—. Si efectivamente le mataron, sería porque sucedió algo cuando el hombre llegó a su casa. Se desencadenó una serie de acontecimientos, quizá por pura casualidad, que llevó a la muerte del desaparecido.

—Erlendur, no te obceques —dijo Marion—. Eso es pura imaginación. Deja ya esta tontería.

—Sé que no tengo nada firme, y tampoco tengo cadáver, y sé que han pasado muchos años, pero aquí hay algo que no cuadra y quiero saber qué es.

—Siempre hay algo que no encaja, Erlendur. Nunca puedes hacer cuadrar todas las columnas. La vida es demasiado complicada, y nadie debería saberlo mejor que tú. ¿De dónde iba a sacar el granjero un aparato ruso de escucha con el que hundir a ese hombre en el lago Kleifarvatn?

—Ya lo sé, podía tratarse de un caso distinto y sin relación ninguna.

Marion miró a Erlendur con ojos interrogantes. Que los policías se interesaran enormemente por un caso que estaban investigando y se sintieran absorbidos por él no era nada nuevo. Le había pasado a Marion muchas veces, y sabía que Erlendur solía tomarse muy a pecho los casos más complicados. Tenía un talento que no estaba al alcance de todos, y que era al mismo tiempo una bendición y una maldición para él.

—El otro día me hablaste de John Wayne —dijo Erlendur—. Cuando estuvimos viendo el western.

—¿Ya has estado investigando? —preguntó Marion.

Erlendur asintió. Había preguntado a Sigurdur Óli, que conocía bien Estados Unidos y sabía un montón sobre sus personajes famosos.

—También él se llamaba Marion —dijo—. ¿No era eso? Los dos compartís el mismo nombre.

—Es curioso, ¿no te parece? —comentó Marion—. Porque yo soy como soy.