Cuando Erlendur regresó de su despacho a casa por la tarde, Sindri Snær le estaba esperando en el apartamento. Estaba durmiendo tumbado en el sofá, pero se despertó al entrar Erlendur, y se levantó.
—¿Por dónde andabas? —preguntó Erlendur.
—Por ahí —dijo Sindri Snær.
—¿Has comido algo?
—No, pero no te preocupes.
Erlendur sacó pan de centeno, mantequilla y paté de cordero y se sirvió un café. Sindri dijo que no tenía hambre, pero Erlendur se dio cuenta de cómo devoraba el pan con paté. Puso queso sobre la mesa, que también desapareció engullido por Sindri.
—¿Sabes algo de Eva Lind? —preguntó Erlendur mientras tomaban café, cuando lo peor del hambre parecía haber pasado.
—Sí —respondió—, hablé con ella.
—¿Está bien? —preguntó Erlendur.
—Regular —dijo Sindri, y cogió una cajetilla. Erlendur hizo lo mismo. Sindri encendió el cigarrillo de su padre con un mechero barato—. Creo que hace mucho que Eva no está bien —añadió.
Se sentaron a fumar en silencio mientras tomaban el café solo.
—¿Por qué está esto tan oscuro aquí dentro? —preguntó Sindri mirando hacia el salón, donde las gruesas cortinas mantenían alejado el sol de la tarde.
—Hay demasiada claridad. Por las tardes y por la noche —añadió al cabo de unos instantes.
Pero optó por no seguir con el tema. No le dijo a Sindri que prefería de largo los breves días del invierno y las noches negras como la pez, antes que el eterno sol vespertino y la luz que brotaba de él las veinticuatro horas de un día de verano. Ni él mismo sabía a ciencia cierta a qué se debía aquella preferencia. Ni él mismo sabía por qué en el oscuro invierno se sentía mejor que en el luminoso verano.
—¿Dónde la viste? —preguntó—. ¿Dónde encontraste a Eva?
—Me mandó un mensaje al móvil. La llamé. Siempre hemos mantenido el contacto, incluso cuando yo andaba en el otro extremo del país. Siempre nos hemos llevado bien. —Calló y miró a su padre—. Eva es una chica estupenda —añadió.
—Sí —dijo Erlendur.
—En serio —insistió Sindri—. Si la hubieras conocido cuando estaba…
—No hace falta que me lo cuentes —dijo Erlendur, sin darse cuenta de lo brusco que estaba siendo—. Lo sé perfectamente.
Sindri siguió sentado en silencio, mirando a su padre. Luego apagó el cigarrillo. Erlendur hizo lo mismo. Sindri se levantó.
—Gracias por el café —dijo.
—¿Ya te vas? —preguntó Erlendur, que se puso en pie y salió con Sindri de la cocina—. ¿Adónde vas?
Sindri no le respondió. Cogió una chaqueta vaquera astrosa que había dejado en una silla y se la puso. Erlendur le estuvo mirando mientras lo hacía. No quería que Sindri se fuera cabreado.
—No pretendía… —comenzó—. Es sólo que… Eva es… Sé que os queréis mucho.
—¿Qué te crees que sabes tú de Eva? —dijo Sindri—. ¿Por qué te crees que sabes algo de Eva?
—No vayas a convertirla en un angelito —espetó Erlendur—. No se lo merece. Y tampoco a ella le gustaría.
—No pretendo nada de eso —dijo Sindri—, pero tú no puedes creerte que conoces a Eva. Ni pensarlo. ¿Y qué sabes tú lo que ella se merece y lo que no?
—Sé que es una yonqui de mierda —espetó Erlendur—. ¿Hace falta saber algo más? No hace nada por resolver su problema. Sabes que perdió el niño. Los médicos dijeron que era un mal menor teniendo en cuenta la cantidad de droga que estuvo tomando durante el embarazo. No empieces ahora a pontificar sobre tu hermana. La muy imbécil ha vuelto a meterse hasta el cuello otra vez, y no estoy dispuesto a seguir aguantando estas estupideces.
Sindri ya había abierto la puerta y tenía un pie en el descansillo de la escalera. Titubeó y volvió la cabeza hacia Erlendur. Luego se dio media vuelta, volvió a entrar en el apartamento y cerró la puerta. Fue hacia él.
—¿Así que pontifico sobre mi hermana? —dijo.
—Tienes que ser realista —observó Erlendur—. Es lo único que estoy diciendo. Mientras ella no haga nada en absoluto por ayudarse a sí misma, los demás no podemos hacer ni una puta mierda.
—Yo me acuerdo bien de cuando Eva no se drogaba —dijo Sindri—. ¿Te acuerdas tú también?
Estaba casi encima de su padre, y Erlendur vio la furia en sus movimientos, en el rostro, en los ojos.
—¿Te acuerdas tú de cuando Eva no se drogaba? —repitió Sindri.
—No —dijo Erlendur—. No me acuerdo. Lo sabes perfectamente.
—Sí, lo sé perfectamente —aseguró Sindri.
—No empieces con el rollo de siempre —dijo Erlendur—. Ella ya lo ha hecho bastante.
—¿Rollo? —repitió Sindri—. ¿Nosotros no somos más que un rollo?
—Dios mío —suspiró Erlendur—. Vale ya. No quiero discutir contigo. No quiero discutir con ella y no tengo el más mínimo deseo de discutir por ella.
—No sabes nada, ¿verdad? —dijo Sindri—. He visto a Eva. Anteayer. Está con un hombre que se llama Eddi y que es diez o quince años mayor que ella. Está completamente colocado. Intentó atacarme con un cuchillo porque pensó que iba a reclamarle dinero. Pensaba que era un matón de los traficantes. Eva y él trapichean, pero también consumen, y cuando no les cuadran las cuentas les echan encima a los matones. Hay unos cuantos que van detrás de ellos. Como tú eres poli debes de conocer al tal Eddi. Eva no quería decirme dónde vivía, porque está cagada de miedo. Viven en algún cuartucho cerca del centro. Eddi le proporciona la droga y ella le quiere. Nunca he visto un amor tan auténtico. ¿Lo entiendes? Él es su camello. Ella va muy sucia…, no, va asquerosa. ¿Y sabes qué me preguntó?
Erlendur sacudió la cabeza.
—Me preguntó si te había visto —dijo Sindri—. ¿No te parece raro? Lo único que quería saber era si yo te había visto. ¿Por qué crees que será? ¿Por qué crees que le puede preocupar algo así, en medio de la miseria y la podredumbre en que vive? ¿Por qué crees que será?
—No lo sé —respondió Erlendur—. Hace mucho que he renunciado a comprender a Eva.
Habría podido decirle que Eva y él habían pasado juntos muchas cosas buenas y malas. Que, aunque su relación era difícil e intermitente, y un tanto conflictiva, era una relación a fin de cuentas. A veces incluso era buena. Pensó en las Navidades pasadas, cuando ella pasó una temporada tan deprimida por el aborto, que él pensó que iba a hacer alguna tontería. Pasó las fiestas y el año nuevo en su casa, y hablaron de la niña y del sentimiento de culpa que la atormentaba, pues se culpaba de lo que pasó. Y luego, una mañana de principios de año, desapareció.
Sindri le miraba fijamente.
—Le preocupaba cómo estarías. ¡Cómo estarías tú, precisamente tú!
Erlendur calló.
—Si la hubieras conocido como era antes —dijo Sindri—. Antes de meterse en la droga, si la hubieras conocido como yo, te daría un infarto. Yo hacía tiempo que no la veía, y al verla, la pinta que tenía, es que… me dieron ganas de…
—Creo que he hecho todo lo que he podido por ayudarla —dijo Erlendur—. Lo que se puede hacer es muy limitado. Y cuando uno se da cuenta de que no existe auténtica voluntad de hacer nada para enfrentarse a…
Sus palabras se apagaron.
—Era pelirroja —dijo Sindri—. Cuando éramos pequeños. Con un pelo largo y rojo que mamá decía que seguramente lo había heredado de tu familia.
—Recuerdo ese color rojo —rememoró Erlendur.
—Cuando cumplió los doce se lo rapó y se lo tiñó de negro —dijo Sindri—. Desde entonces lo lleva negro.
—¿Por qué lo hizo?
—Su relación con mamá era difícil —explicó Sindri—. Mamá nunca me trató a mí como trataba a Eva. Quizá porque Eva era la mayor y le recordaba mucho a ti. Quizá porque Eva siempre estaba metida en algo. Era realmente hiperactiva. Pelirroja e hiperactiva. Siempre estaba de malas con sus profesores. Mamá la cambió de colegio, pero eso no sirvió más que para empeorar las cosas aún más. Se metían con ella porque era nueva y hacía toda clase de barbaridades para llamar la atención. Y se dedicó a acosar a otros porque pensaba que así la aceptarían mejor. Mamá fue a un millón de reuniones en el colegio por su culpa.
Sindri se encendió un cigarrillo.
—Nunca creyó lo que decía mamá de ti. O decía que no lo creía. Se llevaban como perro y gato, y Eva sabía perfectamente cómo poner furiosa a mamá. Decía que era de lo más lógico que la hubieras abandonado. Nadie era capaz de vivir con ella. Te defendía.
Sindri miró a su alrededor con el cigarrillo en la mano. Erlendur señaló un cenicero sobre la mesa del salón. Sindri tomó una calada y se sentó junto a la mesa. Se tranquilizó y la tensión entre ambos se relajó un poco. Le dijo a Erlendur que cuando era lo bastante mayor para hacer preguntas razonables sobre su padre, se dedicó a inventar historias sobre él.
Ambos hermanos se dieron cuenta del tremendo resentimiento de su madre contra Erlendur. Eva no creía todo lo que su madre les contaba y se forjó por su cuenta las imágenes de un padre que le parecían adecuadas para cada ocasión. Eran completamente distintas a la figura que les describía su madre. Eva se escapó de casa dos veces, a los nueve y a los once años, para ir a buscarle. Mentía a sus amigas y les decía que su verdadero padre, no los hombres que andaban siempre rondando a su madre, estaba siempre en el extranjero. Siempre que volvía a Islandia le traía unos regalos preciosísimos. Nunca pudo enseñarles ninguno de aquellos regalos porque su madre no quería que presumiera de ellos. A otras les decía que su padre tenía un chalé enorme y que ella iba de vez en cuando a pasar temporadas, y que le daba todo lo que le pedía, porque era muy rico.
Cuando creció y maduró, las historias sobre su padre fueron adquiriendo tonos más realistas. Su madre decía siempre que, por lo que ella sabía, él seguía en la policía. A lo largo de los años de problemas en el colegio y en casa con su madre, cuando empezó a fumar y probó la marihuana y empezó a beber cerveza, a los trece y catorce años de edad, Eva Lind siempre sabía que su padre estaba en algún lugar de la ciudad. Con el tiempo, dejó de estar tan segura de querer encontrarle.
Quizá, le dijo a Sindri, lo mejor es dejar que viva sólo dentro de mi cabeza. Pensaba que seguramente le produciría una desilusión, como todo lo demás.
—Y eso es lo que sucedió —dijo Erlendur. Estaba sentado en su sillón. Sindri volvió a sacar la cajetilla—. Claro que ella tampoco tenía una pinta demasiado atrayente con todas esas cosas pinchadas en la cara. Siempre vuelve a las andadas. Nunca tiene dinero y se cuelga de alguien que vende o trapichea y se pega a él y da igual lo mal que la traten, siempre andará con ellos.
—Intentaré hablar con ella —dijo Sindri—. Aunque estoy casi seguro de que está esperando que vayas tú a salvarla. Creo que está en las últimas. Ha estado mal muchas veces pero nunca la había visto así.
—¿Por qué se cortó el pelo a los doce años? —preguntó Erlendur.
—Había alguien que la abrazaba y le acariciaba el pelo y le decía obscenidades —dijo Sindri.
Lo dijo de sopetón y todo seguido, como si pudiera buscar sucesos parecidos en la memoria y tuviera un montón de ellos para elegir.
Sindri pasó la vista por las estanterías del salón. En el apartamento no había prácticamente nada más que libros.
Erlendur no mostró ninguna reacción, sus ojos permanecían fríos como el mármol.
—Eva me dijo que estabas siempre estudiando desapariciones de personas —dijo.
—Así es —respondió Erlendur.
—¿Es por lo de tu hermano?
—Quizá. Probablemente.
—Eva dijo que tú eras su persona desaparecida.
—Sí —dijo Erlendur—. Aunque las personas desaparezcan, no tienen por qué estar necesariamente muertas —dijo, y apareció en su mente un Ford Falcon negro aparcado delante de la estación de autobuses de Reikiavik, con un tapacubos de menos.
Sindri no quiso quedarse a pasar la noche en su casa. Erlendur le dijo que podía dormir en el sofá, pero Sindri rechazó el ofrecimiento y se despidieron. Erlendur se quedó sentado en su sillón un buen rato después de que su hijo se hubiera ido, pensando en su hermano y en Eva Lind, la pequeña que él recordaba cuando su hija era aún una niña pequeña. Tenía dos años cuando se divorciaron. Las palabras de Sindri sobre su infancia habían tocado una fibra muy sensible y empezó a ver su tensa relación con Eva a una luz más triste que antes.
Cuando se durmió, poco después de medianoche, seguía pensando en su hermano y en Eva y en sí mismo y en Sindri, y tuvo un extraño sueño. Los tres estaban dando un paseo en coche, él y sus hijos. Los dos niños iban sentados en el asiento trasero y él iba al volante, pero no sabía dónde se encontraban porque estaban completamente rodeados por una luz cegadora y no conseguía distinguir nada del paisaje. Sin embargo, notaba que el coche estaba en movimiento y sabía que tenía que conducir con mucha más prudencia de lo habitual, porque no veía nada. Miró por el retrovisor a sus dos hijos que estaban en el asiento trasero pero no pudo distinguir sus rostros. Tenía la sensación de que eran Sindri y Eva, pero los rostros estaban borrosos o envueltos en niebla. Pensó que Eva no podía tener más de cuatro años. Vio que iban cogidos de la mano.
La radio estaba en marcha y se oía cantar una relajante voz femenina.
Sé que esta noche vendrás a mí…
De repente vio un camión enorme que se dirigía hacia él. Intentó tocar el claxon y pisar el freno pero no sucedió nada. Miró por el retrovisor y vio que los niños habían desaparecido y se sintió aliviado de una forma inexpresable. Miró hacia el frente, a la carretera. Se acercaba al camión a una velocidad terrorífica. El choque era ya inevitable.
Cuando era ya demasiado tarde notó una extraña presencia a su lado. Miró al asiento del copiloto y vio a Eva allí sentada, mirándole y sonriendo. Ya no era una niña, sino una persona adulta, con un aspecto horrible, llevaba puesto un mugriento chaquetón azul, tenía el pelo grasiento, grandes ojeras, las mejillas hundidas y los labios negros. Le sonrió con la boca abierta y él observó que le faltaban dientes.
Sintió el deseo de decirle algo, pero de sus labios no salió nada. Sintió deseos de gritarle que saltara del coche, pero había algo que le retenía. Algo maravilloso en Eva Lind. Una calma y una paz absolutas. Eva apartó la vista de él, la dirigió hacia el camión y se echó a reír.
Un instante antes de estamparse contra el camión, Erlendur se despertó de un sobresalto y gritó el nombre de su hija. Tardó bastante tiempo en darse cuenta de lo que pasaba, pero luego volvió a apoyar la cabeza en la almohada y hasta sus oídos llegó una triste melodía que le acompañó a un nuevo sueño sin sueños.
Sé que esta noche vendrás a mí…