La embajadora alemana en Reikiavik, la doctora Elsa Müller, les recibió personalmente en su despacho a mediodía. Era una mujer de muy buena presencia, que ya había cumplido los sesenta, y que desde el principio miró encantada a Sigurdur Óli. Erlendur le llamó menos la atención, con su chaleco marrón de punto debajo de la desgastada chaqueta. Dijo que había estudiado historia, de ahí su doctorado. Tenía preparadas pastas alemanas y café. Se acomodaron en un tresillo, y Sigurdur Óli aceptó una taza de café. No quería mostrarse descortés. Erlendur prefirió no tomar nada. Lo que le apetecía era fumar, pero no se atrevió a pedir permiso para hacerlo.
Intercambiaron las habituales expresiones de cortesía, ellos sobre los esfuerzos realizados por la embajada alemana, y ella asegurando que nada más lógico que mostrarse dispuestos a ayudar a las autoridades islandesas.
Las preguntas de la Policía Criminal de Reikiavik acerca de Lothar Weiser habían recorrido el camino habitual a través del sistema, les dijo Elsa, aunque en realidad se lo dijo más bien a Sigurdur Óli, pues en todo el rato no paró de mirarle. Hablaban en inglés. Confirmó que un alemán con ese nombre había trabajado de agregado comercial en la delegación comercial de Alemania Oriental durante los años sesenta. Había sido extraordinariamente difícil recoger información sobre él, porque resultó que durante ese período había trabajado para el servicio secreto de la Alemania del Este en relación directa con los servicios secretos de Moscú. Les contó que una gran parte de los informes de la Stasi había sido destruida tras la caída del muro de Berlín, y que los pocos informes de que disponían procedían en su mayoría del servicio secreto alemán occidental.
—Desapareció en Islandia sin dejar rastro en 1968 —dijo la doctora Müller—. Nadie sabía qué pudo ser de él. En su momento, se pensó que lo más probable era que hubiese cometido algún error y…
Frau Müller calló y se encogió de hombros.
—Le quitaron de en medio —Erlendur concluyó la frase.
—Quizá sea una de las posibilidades, pero aún carecemos de toda confirmación. También es posible que se suicidara y lo enviaran para allá a través de la valija diplomática.
Sonrió a Sigurdur Óli, como queriendo decir que era una simple broma.
—Sé que les parecerá cómico y hasta absurdo —dijo—, pero en términos diplomáticos, Islandia es uno de los lugares menos deseables del mundo. El clima es espantoso. El viento silbando sin parar, la oscuridad y el frío. Uno de los castigos más severos es enviar a alguien a trabajar aquí.
—¿De modo que al enviarle aquí le estaban castigando por algo? —dijo Sigurdur Óli.
—Por lo que hemos conseguido averiguar, trabajaba en Leipzig para la Stasi. Cuando era más joven. —Repasó unas hojas de papel que tenía en la mesa—. En los años 1953 a 1957 o 58, su principal misión era captar estudiantes extranjeros en la Universidad de Leipzig, quienes en su mayoría, si no en su totalidad, eran comunistas becados por el Estado, para que trabajaran para él como informadores. No eran espías en sentido estricto. Se trataba más bien de saber lo que se dedicaban a hacer los estudiantes.
—¿Informadores? —preguntó Sigurdur Óli.
—Sí, no sé cómo preferirá usted llamarlos —dijo Frau Müller—. Espiaban a los demás. Lothar Weiser gozaba de muy buena consideración por su capacidad de captar jóvenes que trabajaran para él. Podía ofrecerles dinero e incluso garantizarles buenas calificaciones. En esa época había mucho nerviosismo, por lo de Hungría y demás. Los jóvenes seguían de cerca lo que ocurría allí. La Stasi seguía de cerca á los jóvenes. Weiser se infiltró entre ellos. Y mucho más que eso. Había mucha gente como Lothar Weiser en todas las universidades de Alemania Oriental, y de todos los países comunistas, en general. Querían seguir de cerca a su gente, saber lo que pensaban. La influencia de los estudiantes extranjeros podía ser peligrosa, aunque la mayoría se afanaba por estudiar su carrera y también el socialismo.
Erlendur recordó que les habían mencionado los conocimientos de islandés de Lothar.
—¿Había estudiantes islandeses en Leipzig en esos años?
—Pues no lo sé —dijo Frau Müller—. Tendrán que averiguarlo ustedes mismos.
—¿Y qué fue de Lothar tras sus años en Leipzig? —preguntó Sigurdur Óli.
—Me imagino que les resultará curioso —dijo Frau Müller—. Servicio secreto y espionaje. Aquí en el norte, en medio del océano, sólo conocerán eso de oídas, ¿no?
—Probablemente —contestó Erlendur con una sonrisa—. No recuerdo que nosotros hayamos tenido ningún espía de verdad.
—Weiser se convirtió en espía para el servicio secreto de Alemania Oriental. Dejó de servir en la Stasi. Viajó mucho y trabajó en embajadas repartidas por el mundo. Y entre otros sitios le enviaron también aquí, a Islandia. Tenía un interés muy especial por este país, lo que se comprueba por el hecho de que aprendió islandés cuando era aún bastante joven. Sin duda, era un genio para las lenguas. Aquí se dedicó a la misma actividad que en los demás sitios, esto es, captar gente del país que trabajara para él, o sea básicamente lo mismo que hacía en la Universidad de Leipzig. Podía ofrecer dinero si los ideales no eran suficientemente firmes.
—¿Tenía islandeses a su cargo? —preguntó Sigurdur Óli.
—No necesariamente hizo muchos progresos aquí —respondió la doctora Müller.
—¿Y qué hay de los funcionarios de la embajada que trabajaban con él en Reikiavik? —dijo Erlendur—. ¿Sigue alguno de ellos con vida?
—Tenemos una relación de los funcionarios de esa época, pero no hemos conseguido encontrar a ninguno que siga vivo y que hubiera podido conocer a Weiser y saber lo que le sucedió. Lo único que hemos confirmado por el momento es que su historia parece terminar en Islandia. El cómo, lo desconocemos. Es como si se hubiera desvanecido en el aire. Naturalmente, los viejos informes del servicio secreto no son demasiado de fiar. Faltan muchos datos, al igual que en los archivos de la Stasi. Cuando se hicieron públicos a raíz de la unificación de los dos estados alemanes, sobre todo los archivos sobre personas, una buena parte ya se había perdido. La Policía Política de Alemania Oriental se había disuelto, naturalmente. A decir verdad, no hemos conseguido suficiente información sobre la desaparición de Lothar Weiser, pero continuaremos buscando.
Se produjo un silencio. Sigurdur Óli probó una galletita. Erlendur seguía con ganas de un cigarrillo. No vio ningún cenicero por ningún sitio, así que probablemente la posibilidad de encenderse un pitillo era más bien nula.
—En realidad, hay un punto interesante en todo esto —dijo Frau Müller—, ya que hablamos de Leipzig. La gente de Leipzig está muy orgullosa de haber sido ella quien, en realidad, comenzó el levantamiento que llevó a la destitución de Honecker y la caída del muro. En Leipzig había mucha oposición al gobierno comunista. El centro del levantamiento fue la iglesia de San Nicolás, cerca del centro. Allí se congregó la gente para rezar y manifestarse, y una tarde los manifestantes salieron de la iglesia y entraron en tromba en el cuartel general de la Stasi, que estaba cerca de allí. Al menos en Leipzig, piensan que ellos comenzaron el movimiento que condujo a la caída del muro.
—Vaya —exclamó Erlendur.
—Es curioso que un espía alemán desapareciera en este país —dijo Sigurdur Óli—. En cierto modo resulta…
—¿Ridículo? —dijo Frau Müller con una sonrisa—. En cierto sentido fue muy conveniente para quien le mató, si alguien le mató, claro, que Weiser fuera miembro del servicio secreto. Se puede comprobar por la reacción de la representación comercial de Alemania Oriental en este país, dado que embajada propiamente dicha no tenían. No hicieron nada. Es una reacción típica para cubrir algún escándalo diplomático. Nadie dice nada. Es como si Weiser jamás hubiera existido. No tenemos constancia de que se hubiera puesto en marcha investigación alguna por su desaparición.
Les miró alternativamente a los dos.
—Su desaparición no se denunció a la policía islandesa —dijo Erlendur—. Lo hemos comprobado.
—¿No apuntaría eso a que se trataba de un asunto interno? —preguntó Sigurdur Óli—. Que le mató alguno de los funcionarios, digamos.
—Podría tratarse de eso —dijo la doctora Müller—. Pero aún sabemos muy poco sobre Weiser y lo que fue de él.
—Quizá su asesino esté ya muerto —dijo Sigurdur Óli—. Ha pasado mucho tiempo. Si Lothar Weiser fue asesinado.
—¿Creen que pueda tratarse del hombre del lago? —preguntó Frau Müller.
—No tenemos ni idea —dijo Sigurdur Óli.
No habían proporcionado a la embajada datos precisos del esqueleto encontrado. Miró a Erlendur, que asintió con la cabeza.
—El esqueleto que encontramos —continuó Sigurdur Óli— estaba atado a un equipo de escucha de fabricación rusa, de los años sesenta.
—Comprendo —dijo Frau Müller, pensativa—. ¿Un equipo ruso? ¿Y? ¿Qué significado ven ustedes en ese hecho?
—Existen varias posibilidades —dijo Sigurdur Óli.
—¿Ese equipo podría proceder de la embajada de Alemania Oriental, o de la representación comercial, o como quieran llamarla? —preguntó Erlendur.
—Naturalmente, es posible —dijo Frau Müller—. Los países del Pacto de Varsovia trabajaban en estrecha colaboración, también en el terreno del espionaje.
—Cuando se reunificaron ustedes —dijo Erlendur— y las dos embajadas en Reikiavik se unificaron también, ¿aparecieron equipos de esos en la parte alemana oriental?
—No nos unimos —precisó Frau Müller—, la embajada alemana oriental se disolvió sin que nos enterásemos. Pero comprobaré lo de ese equipo.
—¿Qué interpretación da al hecho de que apareciese un aparato ruso de escucha con el esqueleto? —preguntó Sigurdur Óli.
—No puedo decirle nada —respondió Frau Müller—. No es cosa mía entrar en especulaciones.
—No, claro —dijo Sigurdur Óli—. Pero lo único que tenemos son especulaciones, en realidad, así que…
Ni Erlendur ni Frau Müller mostraron interés alguno por sus palabras, y se produjo una pausa en la conversación. Erlendur metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y cogió el paquete de cigarrillos. No se atrevió a sacarlo.
—¿Qué error cometió usted? —preguntó.
—¿Que qué error cometí? —dijo Frau Müller.
—¿Por qué la enviaron a usted a este país tan horrible, en el extremo del mundo civilizado?
Frau Müller sonrió y Erlendur percibió algo ambiguo en su sonrisa.
—¿Le parece adecuada semejante pregunta? —preguntó ella—. Soy la embajadora de Alemania en Islandia.
Erlendur se encogió de hombros.
—Perdone —dijo Erlendur—, pero antes comentó que el cargo de embajador en este país es una especie de castigo. Naturalmente, no es asunto mío.
Un silencio incómodo se extendió por el despacho hasta que Sigurdur Óli reunió fuerzas, carraspeó y dio las gracias por la ayuda prestada. La doctora Müller dijo con frialdad que se pondría en contacto con ellos si se enteraban de algo más sobre Lothar Weiser que pudiera serles de utilidad. El tono de su voz les hizo darse perfecta cuenta de que no pensaba echar a correr hacia el teléfono.
Cuando salieron de la embajada, hablaron de la posibilidad de que hubiera estudiantes universitarios islandeses que pudieran conocer a Lothar Weiser. Sigurdur Óli dijo que lo comprobaría.
—¿No fuiste un tanto grosero con ella? —preguntó.
—Bah, me pone de los nervios eso del culo del mundo —dijo Erlendur, y encendió el cigarrillo largamente apetecido.