22

Seguía con atención los informativos sobre el hallazgo del esqueleto en la radio, la televisión y los diarios, e iba comprobando cómo las noticias eran menos importantes cuanto más tiempo pasaba, hasta que llegó un momento en que el asunto ya casi no se mencionaba. De vez en cuando se emitía un breve comunicado en el que se indicaba que no había novedades en la investigación, y se señalaba como fuente a un tal Sigurdur Óli, de la Policía Criminal. Él sabía que no significaba nada que no hubiera noticias sobre el esqueleto. La investigación debía de seguir en marcha y contaba con que en algún momento llamaría alguien a su puerta. A lo mejor era ese tal Sigurdur Óli. A lo mejor nunca descubrirían lo que había sucedido. Sonrió. No estaba ya seguro de si era eso lo que deseaba. Llevaba demasiado tiempo cargando con ello. En ocasiones tenía la sensación de carecer de existencia, de carecer de cualquier vida que no fuera la que vivía en el miedo al pasado.

Ya había sentido algunas veces una necesidad apremiante, una necesidad casi irresistible, de contar lo que sucedió, dar un paso adelante y decir la verdad. Siempre conseguía refrenarse. Volvía a calmarse y con el tiempo desaparecía aquella necesidad, sustituida por una especie de insensibilidad hacia lo sucedido. No se arrepentía de nada. No hubiera querido que las cosas hubieran seguido un camino diferente.

Siempre que pensaba en el pasado veía claramente el rostro de Ilona la primera vez que la vio. Cuando se sentó a su lado en la cocina y él le explicó el poema de Jónas Hallgrímsson y ella le besó. Cuando estaba solo con sus propios pensamientos y desaparecía en el mundo de todo lo que había amado, casi podía sentir de nuevo aquel dulce beso en sus labios.

Se sentó en la silla al lado de la ventana y recordó el día en que su mundo se vino abajo.

El verano siguiente no regresó a Islandia, sino que estuvo trabajando un tiempo en una mina de carbón y luego viajando por Alemania Oriental en compañía de Ilona. Habían hecho planes para viajar a Hungría, pero él no consiguió un permiso de viaje. Tenía claro que cada vez sería más difícil conseguir permiso para quien no fuera ciudadano del país al que pretendía ir. Oyó también decir que se estaban limitando mucho los viajes a Alemania Occidental.

Viajaron en tren y en autocar, pero sobre todo fueron a pie, disfrutando de estar los dos solos de viaje. A veces dormían al aire libre. Otras veces en pequeños hostales, escuelas o estaciones de ferrocarril o de autobús. Ocasionalmente podían pasar varios días en granjas que se encontraban en el camino. Donde más tiempo se quedaron fue en la granja de un ganadero de ovejas que se quedó maravillado de que un islandés llamara a su puerta, e hizo pregunta tras pregunta sobre el lejano país boreal y especialmente sobre el Snæfellsjökull; resultó que había leído la novela de Julio Verne, Viaje al centro de la Tierra. Estuvieron dos semanas en su casa y se lo pasaron estupendamente trabajando en la granja. Aprendieron bastantes cosas sobre ganadería y se despidieron de él y su familia con la mochila repleta de comida y buenos deseos.

Ilona le habló de su casa en Budapest y de sus padres, médicos los dos. Les había hablado de él en las cartas que les escribía. ¿Qué planes tenéis?, le había preguntado su madre en una carta. Era hija única, Ilona le pidió que no se preocupara, pero no sirvió de mucho. ¿Pensáis casaros? ¿Qué pasará con los estudios? ¿Qué pasará con el futuro?

Eran preguntas que ellos mismos se habían hecho ya, juntos o por separado, pero que no les parecían apremiantes. Lo único que importaba eran ellos dos en el presente. El futuro era un terreno inexplorado, lleno de misterios, y lo único que sabían con certeza era que se dirigían juntos hacia él.

A veces, por las noches, ella le hablaba de sus amigos, y le aseguraba que le recibirían con los brazos abiertos, y que se pasaban larguísimos ratos en cafés y tabernas hablando de los cambios imprescindibles, que ya se vislumbraban en el horizonte. Él la miraba y la veía encenderse de pasión cuando hablaba de una Hungría libre. Hablaba, como si fuera una especie de visión onírica, inalcanzable y lejana, de una libertad que él conocía y de la que había gozado toda su vida. Ilona y sus amigos solamente esperaban lo que él había tenido siempre, y que le resultaba tan natural que nunca le había prestado especial atención. Le hablaba de sus amigos que habían sido detenidos y que habían pasado temporadas más o menos largas en prisión, y de personas que había oído que desaparecieron sin que nadie volviera a saber nada más de ellas. Él percibía el miedo en la voz de Ilona, pero también el entusiasmo de quien tiene una profunda convicción y lucha por ella sin pensar en el coste. Notaba en ella la tensión y la expectación que se crean cuando se vislumbran grandes acontecimientos.

Ese verano, durante las semanas que pasaron juntos viajando, Tomas pensó mucho y acabó por convencerse de que el socialismo tal como lo había conocido en Leipzig estaba construido sobre una mentira. Empezó a comprender mejor los sentimientos de Hannes. Al igual que Hannes, él había adquirido la conciencia de que la verdad no era única, simple y socialista, y que no existía una única verdad simple. Aquello complicaba enormemente su imagen del mundo, porque tuvo que enfrentarse a preguntas nuevas y exigentes. La primera y más importante era la relativa a cuál debía ser su forma de reaccionar. Había llegado a la misma situación que Hannes. ¿Debía continuar sus estudios en Leipzig? ¿Debía marcharse a Islandia sin tardanza? Las premisas que justificaban su estancia allí para estudiar habían cambiado. ¿Qué podría decirle a su familia? Desde su país le llegaron noticias de que Hannes, quien en tiempos había sido líder del movimiento juvenil, escribía en la prensa, asistía a reuniones y hablaba de su estancia en Alemania Oriental criticando a los comunistas. Aquello produjo una considerable indignación y cólera en las filas de los socialistas islandeses y debilitó mucho su posición, sobre todo a la vista de lo que estaba sucediendo justo entonces en Hungría.

Sabía que seguía siguiendo socialista y que eso no cambiaría, pero el socialismo que había conocido en Leipzig no era lo que él quería.

¿E Ilona? Él no quería hacer nada sin ella. Todo lo que tuviera que hacer lo harían juntos.

Hablaron de todo eso durante los últimos días del viaje y llegaron a un acuerdo. Ella continuaría con sus estudios y su trabajo en Leipzig, asistiría a las reuniones clandestinas, pasaría información y seguiría el desarrollo del movimiento húngaro. Él continuaría con sus estudios como si no hubiera pasado nada. Recordaba el sermón que le soltó a Hannes, echándole en cara que estuviera abusando de la hospitalidad del Partido Comunista de la República Democrática Alemana. Ahora él iba a hacer exactamente lo mismo, y le resultaba difícil justificar su actitud.

Se sentía incómodo. Nunca se había encontrado en una tesitura semejante, su vida siempre había sido mucho más simple y mucho más segura. Pensó en sus amigos de Islandia. ¿Qué iba a decirles? Había perdido el norte en la vida. Todo aquello en lo que creía con tanta convicción le resultaba ahora nuevo y extraño. Sabía que siempre viviría de acuerdo con su ideario socialista de igualdad y reparto justo de la riqueza, pero el socialismo que había visto en la práctica en Alemania Oriental ya no era algo por lo que valiese la pena luchar o en lo que mereciese la pena creer. El cambio en su manera de pensar se había iniciado. Haría falta todavía cierto tiempo para comprenderlo del todo y definir el mundo de una forma nueva, y entretanto se abstendría de tomar cualquier decisión definitiva.

Cuando volvieron a Leipzig, Tomas dejó la vieja mansión y se mudó a la habitación de Ilona. Dormían juntos en su cama individual. En un primer momento, la anciana que alquilaba la habitación tuvo sus dudas. Hacía todo lo posible por guardar las apariencias de moralidad, pues era católica estricta, pero pronto cedió. Le contó que había perdido a su esposo y sus dos hijos en la batalla de Stalingrado. Le enseñó fotos de los tres. Se hicieron amigos. Él hacía cosillas en la casa, arreglaba los desperfectos, compraba utensilios de cocina y cosas de comer, y cocinaba. Sus amigos de la residencia de estudiantes pasaban a veces a visitarle, pero notó que poco a poco se iba alejando de ellos; también ellos le encontraban más distante y menos locuaz que antaño.

Emil, que era quien tenía más intimidad con él, se lo mencionó en una ocasión en que se sentó a su lado en la biblioteca.

—¿Algo va mal? —preguntó Emil, sorbiéndose los mocos.

Estaba resfriado. El otoño era duro y lluvioso, y hacía frío en la residencia de estudiantes.

—¿Mal? —respondió él—. No, todo va bien.

—No, es porque… —dijo Emil—, o sea… tenemos la sensación de que nos rehúyes. ¿O son sólo imaginaciones?

Miró a Emil.

—Claro que son sólo imaginaciones —dijo él—. Lo único que pasa es que han cambiado muchas cosas en mi vida. Ilona y, bueno, ya sabes, muchas cosas ahora son distintas.

—Ya, lo sé —dijo Emil, preocupado—. Claro. Ilona y todo eso. ¿Sabes algo de esa chica?

—Lo sé todo de ella —respondió él, riendo—. No pasa nada malo, Emil. No te preocupes tanto.

—Lothar estuvo contando cosas de ella.

—¿Lothar? ¿Ha vuelto?

No les había contado a sus amigos lo que dijeron los camaradas de Ilona sobre Lothar Weiser y su papel en la expulsión de Hannes de la universidad. Lothar no estaba cuando él se reintegró ese otoño, y no le había visto ni había sabido nada de él hasta entonces. Había tomado la determinación de evitar a Lothar, de evitar todo lo que guardara relación con él, de evitar cualquier conversación con él o sobre él.

—Estuvo en la cocina con nosotros anteanoche —dijo Emil—. Trajo unas enormes chuletas de cerdo. Siempre tiene un montón de comida.

—¿Qué dijo de Ilona? ¿Por qué habló de Ilona?

Intentó disimular su excitación pero apenas lo consiguió. Miró nervioso a Emil.

—Nada, sólo que era húngara y que los húngaros eran un tanto falsos —dijo Emil—. Algo por el estilo. Todos hablan de lo que está pasando en Hungría pero nadie parece saber exactamente qué ocurre. ¿Te ha explicado algo Ilona? ¿De lo que está pasando en Hungría?

—No sé mucho —dijo él—. Lo único que sé es que la gente habla de cambios. ¿Qué dijo exactamente Lothar sobre Ilona? ¿Por qué lo dijo? ¿A qué se refería?

Emil se dio cuenta de su excitación e intentó recordar lo que había dicho Lothar.

—Dijo que no tenía ni idea de cómo catalogarla —dijo Emil, por fin, con cierta vacilación—. Tenía dudas de que fuera una auténtica socialista, y dijo que ejercía una influencia negativa sobre la gente a la que trataba. Que hablaba de la gente a sus espaldas. También de nosotros, que la conocíamos a ella y a ti. Dijo que hablaba mal de nosotros. Que él mismo la había oído.

—¿Y cómo puede decir semejante cosa? ¿Qué sabe él de Ilona? No se conocen de nada. Ella jamás ha hablado con él.

—No sé —dijo Emil—. Son sólo chismes. ¿O no?

Él calló, enfrascado en sus pensamientos.

—¿Tomas? —preguntó Emil—. ¿No son más que chismes?

—Claro que son meras habladurías —respondió él—. No conoce a Ilona en absoluto. Ella nunca ha hablado mal de vosotros. Eso es una mentira asquerosa. Lothar es…

Había estado a punto de contarle a Emil lo que había sabido de Lothar, cuando al instante se dio cuenta de que no podía hacerlo. Se dio cuenta de que no podía confiar en Emil. En su amigo. No tenía ningún motivo para desconfiar de él, pero de repente su vida empezó a girar en torno a la duda de en quiénes podía confiar y en quiénes no. A quiénes podía abrir su corazón y con quiénes no podía hablar. No porque se tratara de gente de poco fiar, traicionera, dispuesta a revelar sus secretos, sino porque alguien podía hablar en algún momento con alguien, sin mayor preocupación, al igual que habló él sin preocupación alguna sobre Hannes. Eso valía para Emil, Hrafnhildur y Karl, sus amigos de la residencia de estudiantes. En su momento les había contado con todo detalle lo que sucedió en el sótano con los amigos de Ilona, y cómo se conocieron Ilona y Hannes, y todo resultaba de lo más emocionante e incluso arriesgado. Ya no podía seguir hablando así.

Debía tener especial cuidado con Lothar. Intentó comprender por qué habló Lothar de Ilona en aquellos términos delante de sus amigos. Intentó recordar si el alemán había hablado de Hannes alguna vez en esos mismos términos. No recordó nada. Quizá se trataba de un mensaje para Ilona y su gente. Sabían poquísimo de Lothar. No sabían para quién trabajaba exactamente. Ilona pensaba, porque así lo decían sus amigos, que trabajaba para la Policía Política. A lo mejor, esos eran sus métodos. Calumniar a alguien en un pequeño grupo y crear así animosidad contra esa persona.

—¿Tomas? —Emil intentaba llamar su atención—. ¿Qué pasa con Lothar?

—Perdona —dijo él—, estaba pensando.

—Ibas a decir algo sobre Lothar —afirmó Emil.

—No —repuso—, no era nada.

—¿Qué hay de Ilona y tú? —preguntó Emil.

—¿Qué pasa con nosotros? —dijo él.

—¿Pensáis seguir juntos? —preguntó Emil, indeciso.

—¿Qué quieres decir? Pues claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Ándate con cuidado —dijo Emil.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, desde que echaron a Hannes, no se sabe nunca lo que puede ocurrir.

Le contó a Ilona su conversación con Emil, intentando minimizarla al máximo. Al momento, ella puso cara de preocupación y le interrogó exhaustivamente sobre lo que había dicho Emil. Intentaron imaginar cuáles podían ser las intenciones de Lothar. No cabía duda de que estaba calumniándola ante los otros estudiantes, especialmente los que tenían más trato con ella, que eran los amigos de Tomas. ¿Era aquello el principio de algo más serio? ¿Era posible que Lothar la tuviera sometida a una vigilancia especial? ¿Era posible que estuviera informado de las reuniones? Decidieron no hacer nada durante las próximas semanas.

—Nos mandarán a casa, ya lo verás —dijo ella, intentando sonreír—. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Nos pasará lo mismo que a Hannes. Nunca llegarán las cosas más lejos.

—No —él confirmó su idea—, nunca llegarán las cosas más lejos.

—De todos modos, a mí podrían detenerme por actividades subversivas —dijo ella—. Por sedición anticomunista. Conspiración contra el Partido Socialista Unificado. Tienen palabras para esas cosas.

—¿No podrías parar? ¿Parar por un tiempo? ¿Ver cómo evolucionan las cosas?

Ella le miró.

—¿Qué quieres decir? —preguntó—. No voy a permitir que un idiota como Lothar me diga lo que tengo que hacer.

—¡Ilona!

—Digo lo que pienso —continuó ella—. Siempre. Se lo digo a todos los que quieren saber lo que está pasando en Hungría, y los cambios que quiere el pueblo. Siempre he hablado así. Tú lo sabes. No pienso dejar de hacerlo.

Ambos callaron, preocupados.

—¿Qué es lo peor que pueden hacer?

—A ti, mandarte a casa.

—Me mandarán a casa.

Se miraron.

—Tenemos que andarnos con cuidado —dijo él—. Tienes que andarte con cuidado. Prométemelo.

Pasaron semanas y meses. Ilona continuó como acostumbraba, aunque con más cautela que nunca. Él asistía a las clases, siempre preocupado por Ilona, y una y otra vez le rogaba que fuera más precavida. Y un día se encontró a Lothar. No le había visto en mucho tiempo y, cuando pensaba en lo que había sucedido después, se daba cuenta de que aquella vez no fue pura casualidad. En aquel momento salía de clase. Había quedado con Ilona a la entrada de la iglesia de Santo Tomás, cuando Lothar apareció por una esquina y se dirigió directamente hacia él. Lothar sonrió y le saludó con cariño. Él no se dio por aludido e intentó seguir su camino, pero Lothar le cogió por el brazo.

—¿Ya no saludas? —le espetó.

Él se soltó y siguió adelante, y estaba ya en la escalera cuando sintió que le agarraban de nuevo por el brazo.

—Tenemos que hablar —dijo Lothar cuando él se dio la vuelta.

—No tenemos nada de qué hablar —repuso él.

Lothar volvió a sonreír, pero su sonrisa era falsa.

—Todo lo contrario —aseguró Lothar—. Tenemos que hablar de muchísimas cosas.

—Déjame en paz —dijo él, y siguió bajando por la escalera hasta la planta de la cafetería. No miró hacia atrás, esperando que Lothar le dejara tranquilo, pero su deseo no se vio satisfecho. Lothar le detuvo otra vez, observando a su alrededor. No quería llamar la atención.

—Pero qué pasa, tío —le dijo enfadado a Lothar—. No tengo nada que hablar contigo. ¿Es que no me entiendes? ¡Déjame en paz!

Intentó librarse de él, pero Lothar le barró el camino.

—¿Qué pasa? —preguntó Lothar.

Él calló y le miró fijamente a los ojos.

—¿Eh? —dijo Lothar.

—Nada —contestó él—. Déjame en paz.

—Dime. ¿Por qué no quieres hablar conmigo? Creía que éramos amigos.

—No, no somos amigos —dijo él—. Hannes sí que era amigo mío.

—¿Hannes?

—Sí, Hannes.

—¿Y esto es por Hannes? —preguntó Lothar—. ¿Es por él por lo que te comportas así?

—Déjame en paz —exclamó él.

—¿Y qué tengo que ver yo con Hannes?

—Tú…

Calló nada más empezar. ¿Qué tenía que ver Lothar con Hannes? No había vuelto a ver a Lothar desde que expulsaron a Hannes. Después de aquello, Lothar desapareció de la faz de la tierra. Entretanto, oyó a Ilona y a sus amigos decir que Lothar era un sicario de la Stasi, un traidor y un chivato, un individuo que intentaba sonsacar a la gente para que le hablase de sus amigos, de lo que pensaban y decían. Lothar no podía tener ni la menor idea de si él sospechaba algo. Había estado casi a punto de contárselo todo, de contarle lo que había dicho Ilona de él. De pronto se le hizo como un nudo en la garganta, se dio cuenta de que si había algo que nunca podía hacer era poner a Lothar sobre aviso, darle a entender que sabía algo sobre él.

Se percataba de que aún tenía mucho que aprender para poder jugar al juego en que acababa de iniciarse, no sólo ante Lothar, sino también ante sus compatriotas y, en realidad, ante todos los que pudiera conocer, con excepción de Ilona.

—¿Yo qué? —preguntó Lothar con obstinación.

—Nada —dijo él.

—Hannes no tenía por qué seguir aquí —respondió Lothar—. No tenía ya nada que hacer aquí. Tú mismo lo dijiste. Me lo dijiste a mí. Viniste a verme y los dos hablamos sobre ello. Nos fuimos a una taberna y me contaste el desprecio que sentías por Hannes. Hannes y tú no erais amigos.

—No, es cierto —reconoció él, con mal sabor de boca—. No éramos amigos.

Sintió que tenía que decirlo. En realidad, no acababa de entender a quién protegía. Ya no sabía exactamente qué debía hacer. Por qué no decía lo que pensaba, sin rodeos, como había hecho siempre. Estaba jugando a ciegas a un juego del que prácticamente no comprendía nada en absoluto, e intentaba seguir adelante de una u otra forma, sumido en una ceguera total. Quizá no daba para más. Quizás era un cobarde. Pensó en Ilona. Ella sí que habría sabido responder a Lothar.

—Yo nunca dije que hubiera que expulsarle de la universidad —aseguró, sacando fuerzas de flaqueza.

—Pues yo recuerdo que dijiste eso precisamente —dijo Lothar.

—No es cierto —repuso él, levantando la voz—. Eso es mentira.

Lothar sonrió.

—Tranquilo —dijo.

—Déjame en paz.

Iba a marcharse, pero Lothar no se lo permitió. Se puso más agresivo, le cogió más fuerte por el brazo, tiró de él hacia sí y le dijo en voz baja:

—Tenemos que hablar.

—No tenemos nada de qué hablar —repuso él, intentando soltarse, pero Lothar no le dejó ir.

—Tenemos que hablar un par de cosas sobre tu Ilona —dijo Lothar.

Notó cómo se le inflamaba el rostro. Se le relajaron los músculos y Lothar se dio cuenta. Notó cómo su mano se había quedado sin fuerzas por un instante.

—¿Pero qué dices? —exclamó él, fingiendo no estar afectado.

—Creo que no es buena compañía para ti —respondió Lothar—; y ahora te estoy hablando como tu mentor y camarada. Y perdona que me meta en este asunto.

—¿Pero qué dices? —repitió él—. ¿Que no es buena compañía? Creo que no es asunto tuyo si…

—No creo que ni tú ni yo seamos el tipo de persona con la que ella suele tratar —le interrumpió Lothar—. Me da miedo que te arrastre con ella y os hundáis los dos.

Él clavó los ojos en Lothar sin decir una palabra.

—¿Pero qué dices? —repitió por tercera vez, porque no sabía qué otra cosa decir.

No se le ocurría nada. Lo único en lo que era capaz de pensar era en Ilona.

—Sabemos que organiza reuniones —dijo Lothar—. Sabemos quiénes asisten a esas reuniones. Sabemos que tú has participado en ellas. Sabemos que se dedica a repartir panfletos.

Tomas no podía creer lo que estaba oyendo.

—Deja que te ayudemos —le pidió Lothar.

Tenía los ojos clavados en Lothar, que le miraba con gesto muy serio. Lothar había dejado de disimular. Su falsa sonrisa había desaparecido. Él no veía en su gesto más que una inflexible severidad.

—¿Quién? —dijo—. ¿Quiénes son esos «nosotros» de que hablas? ¿Qué estás diciendo?

—Ven conmigo —le ordenó Lothar—. Te voy a enseñar una cosa.

—No pienso ir contigo a ninguna parte —respondió él—. ¡No tengo por qué ir contigo a ningún sitio!

—No lo lamentarás —dijo Lothar, sin cambiar el semblante—. Estoy intentando ayudarte. Intenta comprenderlo. Déjame que te enseñe algo. Así comprenderás mejor lo que te estoy diciendo.

—¿Y qué me vas a enseñar? —preguntó él.

—Ven —dijo Lothar, casi empujándole para que caminara delante de él—. Estoy intentando ayudarte. Confía en mí.

Pensó en resistirse, pero el miedo y la curiosidad le empujaron y se sometió. Si Lothar tenía que enseñarle algo, era mejor verlo en vez de darle la espalda. Salieron de la universidad en dirección al centro, atravesaron la plaza Karl Marx y siguieron por Barfussgässchen. Enseguida se dio cuenta de que se dirigían al edificio de la esquina de Dittrichring 24, donde sabía que tenía su sede la central de la Stasi en Leipzig. Refrenó el paso y se detuvo cuando vio que Lothar pretendía subir por la escalera de acceso al edificio.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó.

—Ven —dijo Lothar—. Tenemos que hablar contigo. No pongas las cosas más difíciles para ti.

—¿Más difíciles? ¡Yo no entro ahí!

—O entras ahora o irán a por ti —dijo Lothar—. Es mejor hacerlo ahora.

Él no se movió de donde estaba. Sentía un deseo casi irrefrenable de echar a correr. ¿Qué quería de él la Policía Política? No había hecho nada. Miró a su alrededor las calles que hacían esquina. ¿Alguien podría verle entrar?

—¿Qué quieres decir? —preguntó en voz baja.

En aquellos momentos sentía pánico.

—Ven —dijo Lothar mientras abría la puerta.

Subió vacilante los escalones y entró en el edificio con Lothar. Llegaron a un pequeño vestíbulo en el que había una escalera de piedra gris y macizas paredes de mármol rojizo. En lo alto de la escalera había, a mano izquierda, unas puertas que llevaban a las salas de recepción. Al momento notó el hedor a linóleo sucio, a paredes llenas de inmundicia, a tabaco, sudor y miedo. Lothar hizo una seña con la cabeza al hombre de la recepción y abrió una puerta que daba a un largo pasillo, en el que había a ambos lados puertas pintadas de verde. Hacia la mitad del pasillo había un hueco que daba a un pequeño despacho, y a su lado, una estrecha puerta metálica. Lothar entró en el despacho, donde había un hombre de mediana edad y aspecto cansino sentado a una mesa. Levantó la cabeza y la movió saludando a Lothar.

—¡Caramba, ya era hora! —exclamó el hombre a Lothar, sin prestarle a él ninguna atención.

El hombre fumaba unos cigarrillos gruesos y apestosos. Sus dedos estaban amarillentos y el cenicero rebosaba diminutas colillas.

Tenía un espeso bigote. El pelo que le caía sobre los labios estaba quemado por los cigarrillos. Su tez era oscura y las patillas habían empezado a encanecer. Abrió un cajón de su mesa, sacó una carpeta y la abrió. Contenía unas cuantas hojas mecanografiadas y varias fotografías en blanco y negro. El hombre cogió las fotos, las miró y luego las echó sobre la mesa.

—¿No eres tú este? —preguntó.

Tomas cogió las fotos. Tardó unos instantes en darse cuenta de lo que había en ellas. Estaban tomadas de noche y desde cierta distancia, y se veía a varias personas saliendo de un bloque de viviendas. Miró las fotos con más atención y de pronto vio a Ilona y a un hombre que había asistido a la reunión del sótano, a otra mujer que estuvo también allí, y a él mismo. Pasó las fotos. Algunas eran ampliaciones del rostro de las personas, del rostro de Ilona y del suyo propio.

El hombre del espeso bigote encendió otro cigarrillo y se arrellanó en su asiento. Lothar permanecía sentado en otra silla, en un rincón del despacho. En una de las paredes había un plano de Leipzig y una fotografía de Ulbricht. En otra había tres voluminosos archivadores metálicos.

Se volvió hacia Lothar, intentando reprimir el temblor de sus manos.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Eres tú quien tendría que contárnoslo —respondió Lothar.

—¿Quién sacó estas fotos?

—¿Crees que eso tiene la menor importancia? —dijo Lothar.

—¿Me estáis espiando?

Lothar y el hombre del bigote chamuscado se miraron, y Lothar se echó a reír.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó a Lothar—. ¿Por qué habéis sacado estas fotos?

—¿Sabes quiénes son esas personas? —preguntó Lothar.

—No les conozco —dijo, y no mentía—. Menos a Ilona, claro. ¿Por qué sacáis estas fotos?

—No, claro que no les conoces —aseguró Lothar—. Menos a la preciosa, preciosísima Ilona. A ella sí la conoces. La conoces mejor que nadie. La conoces incluso mejor que tu amigo Hannes.

No sabía adónde pretendía llegar Lothar. Miró al hombre del espeso bigote. Miró hacia el pasillo, pero sólo vio la puerta metálica. Había en ella un pequeño agujero con una tapa. Pensó si habría alguien allí dentro. Si tenían allí a alguien detenido. Sintió un violento deseo de escapar de allí a toda costa. Se sentía como un animal enjaulado que buscaba desesperadamente alguna vía de escape, fuera la que fuese.

—¿Queréis que deje de asistir a esas reuniones? —preguntó vacilante—. No hay problema. No he asistido a tantas.

Siguió con los ojos fijos en la puerta metálica. En ese mismo instante se sintió abrumado por el miedo. Ya había empezado a ceder terreno, ya había empezado a mostrarse dispuesto a corregirse, aunque no sabía exactamente qué era lo que había hecho, qué era lo que podía hacer para agradarles. Haría lo que fuese para poder salir de aquel despacho.

—¿Dejar de asistir? —repitió el hombre del bigote—. Ni mucho menos. Nadie te pide que dejes de asistir. Todo lo contrario. Estaríamos encantados de que asistieses a más reuniones. Tienen que ser de lo más interesantes. ¿Cuál es su objetivo principal?

—Ninguno —respondió, notando lo difícil que le resultaba mostrar serenidad. Tenía que conseguir que le creyeran—. No hay ningún objetivo. Hablamos de cosas de la universidad. De música. De libros. Cosas de esas.

El hombre del bigote sonrió. Seguramente percibía su miedo. Percibía su miedo con total claridad. Físicamente. Él nunca había sido un buen mentiroso.

—¿Qué es lo que dijiste de Hannes? —preguntó, indeciso, mirando a Lothar—. Eso de que yo conocía a Ilona mejor que Hannes. ¿Qué quieres decir?

—¿No lo sabías? —dijo Lothar, fingiendo asombro—. Los dos fueron pareja, al igual que Ilona y tú ahora. Antes de que aparecieses tú. ¿Ella no te lo ha contado?

Él calló y clavó la mirada en Lothar.

—¿Por qué no te lo habrá dicho? —continuó Lothar, con el mismo tono artificial de asombro en la voz—. Le van un montón los islandeses. ¿Sabes lo que creo? Creo que es sólo porque Hannes no pudo ayudarla.

—¿Ayudarla?

—Ella quería casarse con alguno de vosotros para irse a vivir a Islandia —dijo Lothar—. Con Hannes no pudo ser. Quizá tú sí que podrías ayudarla. Hace tiempo que quiere marcharse de Hungría. ¿No te lo ha contado? Está loca por irse.

—Siéntate —ordenó el hombre de la barba, encendiendo un nuevo cigarrillo.

—No puedo seguir más tiempo aquí —dijo él, intentando sacar fuerzas de donde no las había—. Tengo que irme. Muchas gracias por contarme todas esas cosas. Lothar, hablaremos más despacio en otro momento.

Fue hacia la puerta, sin mucha decisión. El hombre del bigote miró a Lothar, que se encogió de hombros.

—¡Siéntate, cabrón de mierda! —gritó el hombre al tiempo que saltaba de su silla.

Él se detuvo en la puerta como si hubiera recibido un puñetazo, y se dio la vuelta.

—¡No estamos dispuestos a tolerar actividades subversivas! —le gritó al rostro el hombre del bigote—. Sobre todo de unos extranjeros hijos de puta que vienen a estudiar aquí con justificaciones falsas, como tú. ¡Siéntate, cabrón de los cojones! ¡Cierra la puerta y siéntate!

Cerró, volvió a entrar en el despacho y se sentó en una silla delante de la mesa.

—Ya has conseguido enfadarle —dijo Lothar, sacudiendo la cabeza.

Tomas no deseaba más que regresar a Islandia y olvidarse de todo aquello. Envidiaba a Hannes por haber podido escapar de aquel suplicio. Fue lo primero en lo que pensó cuando por fin le autorizaron a abandonar el edificio. Le prohibieron salir del país. Tenía que entregarles su pasaporte ese mismo día. Luego pensó en Ilona. Sabía que nunca sería capaz de abandonarla, y, una vez lo peor del miedo hubo pasado, tampoco quería hacerlo. La utilizaban para amenazarle a él. Si no hacía lo que querían, algo le podría suceder a ella. No lo expresaron directamente así, pero la amenaza era evidente. Si le hablaba a Ilona de aquella reunión, algo podría sucederle. No dijeron qué. Dejaron la amenaza planeando sobre él para que pudiese imaginar lo más horrible.

Era como si le tuvieran en el punto de mira desde hacía mucho tiempo. Sabían exactamente lo que iban a hacer y lo que querían que él hiciese por ellos. No era una decisión tomada a la ligera. Veía que tenían la intención de convertirle en su hombre de confianza en el mundo universitario. Tenía que proporcionarles información, vigilar las actitudes antisocialistas, delatar a sus camaradas. Sabía que le estarían vigilando, porque se lo dijeron. Lo que más les interesaba eran las actividades de Ilona y sus camaradas en Leipzig y otros lugares de Alemania. Cuáles eran las ideas principales. Cuáles eran las conexiones con Hungría y otros países de la Europa Oriental. Hasta dónde llegaba la disensión. Lo que se decía sobre Ulbricht y el Partido Comunista. Le dijeron más cosas, pero él llevaba ya un buen rato sin escuchar. Solamente oía un zumbido en los oídos.

—¿Y si me niego? —preguntó en islandés.

—¡Hablad en alemán! —ordenó furioso el hombre del bigote.

—No te negarás —dijo Lothar.

El hombre le dijo lo que pasaría si se negaba. No le expulsarían del país. No se escaparía tan fácilmente como Hannes. Para ellos, él no valía nada. Era como una mierda de la calle. Si no hacía lo que les decía, perdería a Ilona.

—Pero si os digo todo lo que queréis, también la perderé.

—No como lo hemos planificado —dijo el hombre, que apagó de pronto el cigarrillo.

No como lo hemos planificado.

Esa era la frase que no le abandonaba y que le acompañó como una canción pegadiza hasta llegar a casa.

No como lo hemos planificado.

Clavó los ojos en Lothar. Tenían planificado algo respecto a Ilona. Lo único que faltaba era ponerlo en práctica. Si él no hacía lo que le ordenaban.

—¿Qué eres tú realmente? —le dijo a Lothar, levantándose vacilante de la silla.

—¡Siéntate! —gritó el hombre del bigote espeso, poniéndose también en pie.

Lothar le miró y una débil sonrisa jugueteó en sus labios.

—¿Cómo puede nadie ser así?

Lothar no le respondió.

—¿Y si le cuento todo esto a Ilona?

—No deberías hacerlo —dijo Lothar—. Pero dime una cosa, ¿cómo consiguió convertirte? Por los informes que tenemos, tú eras el más duro de todos. ¿Qué pasó? ¿Cómo consiguió hacerte cambiar?

Él se acercó a Lothar. Reunió todas sus fuerzas para poder decir lo que quería decirle. El hombre del bigote salió de detrás de la mesa y se puso detrás de él.

—No fue ella la que me hizo cambiar —dijo él en islandés—. Fuiste tú. Lo que me hizo cambiar fue lo que tú representas. El desprecio al ser humano. El odio. El ansia de poder. Fue todo lo que eres tú lo que me hizo cambiar.

—Es muy sencillo —dijo Lothar—. O eres socialista o no.

—No —repuso él—. No lo comprendes, Lothar. O eres un ser humano o no lo eres.

Volvió a casa caminando deprisa y sin dejar de pensar en Ilona. Tenía que decirle lo que había ocurrido, por mucho que le hubieran ordenado no hacerlo, y por muchas cosas que tuvieran planificadas.

Ilona tenía que abandonar la ciudad, Quizá podían irse juntos a Islandia. Se dio cuenta de lo horriblemente lejos que estaba Islandia. Quizá pudiera escapar a su casa, a Hungría. Quizás incluso a Alemania Occidental. A Berlín Occidental. La vigilancia no era tan estricta. Él podía contarles todo lo que querían oír para mantenerlos lejos de Ilona, y entretanto ella prepararía la huida. Tenía que abandonar el país.

¿Qué era eso de Hannes? ¿Qué dijo Lothar sobre Hannes e Ilona? ¿Fueron pareja? Ilona no se lo había mencionado jamás. Sólo le había dicho que eran amigos y que se habían conocido en aquellas reuniones. ¿Era posible que Lothar estuviera intentando confundirle con esa historia? ¿O acaso Ilona le estaba utilizando para poder escapar?

Había echado a correr. La gente pasaba a toda velocidad por su lado sin que él le prestara la menor atención. Fue por una calle y luego por otra, en forma totalmente inconsciente, su mente atiborrada de pensamientos sobre Ilona y sobre él mismo y sobre Lothar y la Policía Política y la puerta metálica con la mirilla y el hombre del espeso bigote. No tendrían la menor compasión con él. Lo sabía. Fuera islandés o no. A esos hombres no les importaba en absoluto. Un islandés, ¿no podía desaparecer como cualquier otra persona? Querían que espiase para ellos. Que les proporcionara información de lo que pasaba en las reuniones de Ilona. Que les proporcionara información de lo que oyera en los pasillos de la universidad, de labios de los islandeses de la residencia de estudiantes, y de labios de otros estudiantes extranjeros. Sabían que le tenían bien sujeto. Si se negaba, no escaparía tan fácilmente como Hannes.

Tenían a Ilona.

Estaba casi llorando cuando llegó por fin a la casa y abrazó con fuerza a Ilona, sin decir nada. Ella estaba muy preocupada. Dijo que le había estado esperando un buen rato ante la iglesia de Santo Tomás, pero, al ver que no aparecía, regresó a su casa. Él le contó todo lo que había sucedido, aunque habían insistido mucho en que no debía decirle nada. Ilona le escuchó en silencio y luego empezó a preguntarle los detalles. Él respondía con tanta exactitud como podía. Lo primero que preguntó era si en las fotos se podía reconocer a sus amigos de Leipzig que habían asistido a la reunión. Él respondió que creía que la policía tenía información de todos y cada uno de ellos.

—Dios mío —suspiró Ilona—. Tenemos que avisarles. ¿Cómo se enteraron? Deben de habernos seguido. Alguien debe de haberles delatado. Alguien que supiera de esas reuniones. ¿Quién? ¿Quién ha hablado? Tomábamos tantas precauciones. Nadie conocía esas reuniones.

—No lo sé —respondió él.

—Tengo que ponerme en contacto con ellos —dijo Ilona, dando vueltas por la pequeña habitación como un león enjaulado. Se detuvo junto a la ventana que daba a la calle, y se asomó—. ¿Nos están siguiendo? —preguntó—. ¿Ahora mismo?

—No lo sé —dijo él.

—Dios mío —suspiró Ilona de nuevo.

—Dijeron que Hannes y tú habíais estado juntos —le explicó él—. Fue Lothar quien lo dijo.

—Eso es mentira —respondió ella—. Todo lo que dicen es mentira. Tienes que saberlo. Están jugando contigo, están jugando con nosotros. Es necesario que tomemos una decisión sobre lo que vamos a hacer. Tengo que avisar a la gente.

—Dijeron que estabas con nosotros para poder escapar, irte a Islandia.

—Claro que lo dicen, Tomas. ¿Qué otra cosa iban a decir? Deja ya esa tontería.

—No debía decirte nada, de modo que hemos de ir con cuidado —dijo él, consciente de que Ilona tenía razón. Todo lo que decían era mentira. Todo—. Corres un grave peligro —continuó—. Me avisaron. No podemos hacer ninguna tontería.

Se miraron agobiados por la desesperación.

—¿En qué nos hemos metido? —suspiró él.

—No lo sé —dijo ella, y le abrazó para calmarle—. No quieren otra Hungría. En eso nos hemos metido.

Tres días más tarde, Ilona desapareció.

Karl estaba con ella cuando fueron a detenerla. Fue corriendo a la universidad a buscar a Tomas, y le contó la aterradora noticia. Karl había ido a casa de Ilona a recoger un libro que iba a prestarle. De repente aparecieron unos policías en la puerta. A él lo empujaron contra una pared. Destrozaron la habitación. Se llevaron a Ilona.

Karl estaba aún hablando cuando él echó a correr. Habían actuado con tanta prudencia. Ilona había hecho llegar el mensaje a sus camaradas y ellos habían tomado medidas para desaparecer de Leipzig. Ella quería irse a Hungría para estar con los suyos, y él iría a Islandia y luego se volverían a ver en Budapest. Los estudios ya no importaban. Solamente importaba Ilona.

Sus pulmones estaban a punto de estallar cuando llegó a la casa. La puerta estaba abierta y entró corriendo en la habitación. Todo estaba en absoluto desorden, libros, papeles y también la ropa de cama, todo por los suelos, la mesa volcada, la cama sobre un costado. No habían respetado nada. Algunas cosas estaban rotas. Pisó la máquina de escribir, también en el suelo.

Echó a correr otra vez, ahora directamente hacia la central de la Policía Política. Al llegar allí, se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaba el hombre del bigote, y en la recepción no conseguían entender lo que quería. Pidió que le dejaran pasar al corredor a buscar él mismo a aquel hombre, pero el de la recepción se limitó a sacudir la cabeza. Empujó la puerta que daba al corredor, pero estaba cerrada con llave. Llamó a Lothar a gritos. El hombre de la recepción había salido de detrás del mostrador y había pedido refuerzos. Aparecieron tres hombres que lo apartaron a rastras de la puerta. En ese momento, esta se abrió y el hombre del bigote entró en el vestíbulo.

—¡¿Qué habéis hecho con ella?! —le gritó al hombre—. ¡Dejadme verla! —gritó hacia el pasillo—: ¡Ilona! ¡Ilona!

El hombre del bigote cerró con un violento portazo y gritó unas órdenes a los hombres, que le agarraron y le sacaron. Él golpeó la puerta exterior llamando a gritos a Ilona, pero no sirvió de nada. Estaba fuera de sí. Habían detenido a Ilona, y él estaba convencido de que la tenían dentro del edificio. Tenía que buscar la forma de verla, tenía que encontrar la manera de ayudarla, de hacer que la soltaran. Haría todo lo necesario para conseguirlo. Su desesperación era total y absoluta.

Recordó que había visto a Lothar esa misma mañana en la universidad. Salió corriendo. Vio un tranvía que pasaba por delante de la universidad, y subió de un salto. Se apeó en marcha delante del edificio y se lanzó en busca de Lothar hasta que lo encontró sentado, solo, a una mesa de la cafetería. Casi no había nadie. Se sentó en frente de Lothar, cansado y jadeante, el rostro encendido por la carrera, la preocupación y el dolor.

—¿Algún problema? —preguntó Lothar.

—Haré cualquier cosa por ti, por vosotros, si la soltáis —dijo, sin más preámbulo.

Lothar se quedó mirándole un buen rato, estudiando casi filosóficamente su sufrimiento.

—¿A ella? ¿A quién? —preguntó entonces.

—A Ilona, sabes perfectamente de quién estoy hablando. Haré lo que sea para que la soltéis.

—No sé de qué me estás hablando —dijo Lothar.

—Hoy habéis detenido a Ilona.

—¿Nosotros? —se extrañó Lothar—. ¿Quiénes son «nosotros»?

—La Stasi —dijo—. Han detenido a Ilona esta mañana. Karl estaba en su casa cuando llegaron. ¿Hablarás con ellos? ¿Les dirás que haré lo que sea si la sueltan?

—Me parece que tú ya no importas nada —dijo Lothar.

—¿Puedes ayudarme? —le pidió él—. ¿Puedes hablar con ellos?

—Si la han detenido, no hay nada que yo pueda hacer. Ya es demasiado tarde. Lo siento.

—¿Qué puedo hacer? —exclamó él, casi llorando—. Dime qué puedo hacer.

Lothar le estuvo mirando largo rato.

—Vuelve a Poechestrasse —dijo entonces—. Vete a tu casa y confía en que no pase nada.

—¿Qué clase de persona eres tú? —exclamó él, notando cómo le dominaba la ira—. ¿Qué clase de engendro eres? ¿Qué te hace comportarte así, como… como un monstruo? ¿Qué es? ¿De dónde sale ese odio a la gente y esa ansia de dominarla? ¡Esa perversidad!

Lothar pasó los ojos por la cafetería, observó a las escasas personas que estaban allí sentadas. Y sonrió.

—Quien juega con fuego puede quemarse, pero siempre se lleva una enorme sorpresa cuando sucede. No eres más que un alma inocente que se queda de piedra cuando se quema.

Lothar se levantó y se inclinó hacia él.

—Vete a casa —dijo—. Confía en que no pase nada. Hablaré con ellos, pero no puedo prometerte nada.

Y Lothar se alejó de él, despacio, pensativo, como si nada de todo aquello tuviera la más mínima relación con él. Tomas se quedó sentado en la cafetería, con el rostro, pálido, entre las manos. Pensó en Ilona e intentó desesperadamente buscar alguna explicación que le sirviera de consuelo, imaginó que probablemente sólo se la habrían llevado para interrogarla y que la soltarían enseguida. Quizá le estuvieran dando un susto como el que le dieron a él unos días antes. Se aprovechaban del miedo de la gente. Se aprovechaban al máximo. Quizá ya habría vuelto a casa. Se levantó y salió de la cafetería.

Al salir de la universidad le pareció extraño comprobar que nada de lo que veía a su alrededor había cambiado. La gente se comportaba como si no hubiera sucedido nada. Iban deprisa por las aceras o se detenían a charlar. El mundo se le había hundido a sus pies pero todo parecía igual que siempre. Como si todo estuviera perfectamente. Se dirigió hacia la casa para esperarla en la habitación. Quizá ya estuviera allí. Quizá volviera un poco después. Tenía que volver. ¿Por qué iban a retenerla? ¿Por reunirse con otras personas y hablar con ellas?

Estaba loco de dolor, totalmente perdido, mientras se dirigía a buen paso a su casa. Unos días antes, estaban en la cama acostados, apretados el uno contra el otro, muy juntos, y ella le contó que se había confirmado lo que llevaba sospechando desde hacía tiempo. Se lo dijo al oído, en un leve susurro. Probablemente había sucedido a finales de verano.

Él se quedó como paralizado, sin despegar los ojos del techo, sin saber cómo tomar la noticia. Luego la abrazó con fuerza y le dijo que quería pasar toda la vida a su lado.

—A nuestro lado —musitó ella.

—Sí, a vuestro lado —dijo él, y puso la cabeza sobre el vientre de Ilona.

Volvió en sí cuando empezaron a dolerle las manos. Muchas veces, cuando traía a la memoria los sucesos de Alemania Oriental, sin darse cuenta cerraba los puños y los apretaba hasta que las manos empezaban a dolerle. Relajó de nuevo los músculos y se sentó en el sillón y, como siempre, pensó si habría podido impedir que sucediera lo que sucedió. Si habría podido hacer alguna otra cosa. Algo que cambiara el curso de los acontecimientos. Nunca lograba llegar a ninguna conclusión.

Se levantó con torpeza del sillón y se dirigió hacia la puerta del sótano. La abrió, encendió la luz de la escalera y descendió con mucho cuidado por los escalones de piedra. Estaban desgastados por tantos decenios de uso y podían estar resbaladizos. Entró en el espacioso sótano y encendió las luces. En el sótano habían ido acumulándose, con el transcurso de los años, trastos de lo más diverso. Prefería no tirar nunca nada. Y aunque todo daba sensación de desorden, todo estaba en realidad perfectamente ordenado, cada cosa en su sitio, y llevaba la cuenta exacta de todo lo que guardaba y de todo lo que utilizaba.

Pegada a una de las paredes había una mesa de trabajo. A veces se dedicaba a tallar. Tallaba pequeños objetos de madera y los pintaba. Era su única afición. Coger un cubo de madera, de bordes cuadrados, y extraer de él algo vivo y hermoso. Algunos animales los tenía arriba, en la casa. Los que más le agradaban. Cuanto más pequeños eran, tanto más meritorio le parecía trabajarlos. Por ejemplo, había conseguido hacer un perro de raza islandesa con el rabo ensortijado y las orejas estiradas, que no era mucho mayor que la uña de un dedo.

Se inclinó para coger algo de debajo de la mesa y abrió la caja que tenía allí guardada. Sintió la empuñadura y sacó el revólver del lugar donde lo guardaba. El metal era frío al tacto, como siempre. A veces, los recuerdos le hacían bajar al sótano para sostener el arma en la mano, o simplemente para asegurarse de que seguía en su sitio.

No se arrepentía de lo que había sucedido hacía muchos años. Mucho después de regresar de Alemania Oriental.

Mucho después de la desaparición de Ilona.

Nunca se arrepentiría.