El excremento de vaca no dio mucho de sí. El coche había tenido varios propietarios antes de venderlo al desguace, y cualquiera de ellos pudo haber pisado una boñiga de vaca y haber dejado restos dentro del coche. Treinta años atrás, Reikiavik todavía era un pueblo, no era necesario atravesar los límites de la ciudad para encontrar vacas. Erlendur recordaba bien las ovejas que escapaban de los rediles y llegaban casi hasta el mismo centro antes de que nadie se diera cuenta. Por entonces era un novato de la policía de tráfico y uno de los que se dedicaban a recogerlas.
De todos modos podía ser que Haraldur, que seguía igual de cabreado en la residencia, quejándose de todo y de todos, finalmente acabara por soltar alguna cosa. Su humor no había mejorado lo más mínimo desde la última vez que Erlendur había estado en su cuarto. Cuando Erlendur llegó, Haraldur estaba devorando el almuerzo, unas gachas claras y una blanda salchicha de hígado, mientras la dentadura postiza seguía guardada en la mesita de noche. Erlendur intentó no desviar la mirada hacia el lugar donde estaban los dientes. Ya era bastante ingrato para él tener que oír cómo sorbía las gachas y cómo caían por un lado de la boca. Haraldur masticaba sin dientes las gachas y la salchicha que se comía con ellas.
—Sabemos que el hombre del Falcon fue a vuestra granja —dijo Erlendur cuando Haraldur dejó de sorber y se limpió la boca.
Al igual que la primera vez, torció el gesto nada más ver a Erlendur y le dijo que se largara, pero Erlendur se limitó a sonreír, entró y se sentó.
—¿Es que no puedes dejarme en paz? —se había quejado Haraldur, mirando las gachas con gula.
No quería empezar a comer con Erlendur allí delante.
—Cómete tus gachas —había dicho Erlendur—. Ya me espero.
Haraldur le miró con cara de pocos amigos, pero enseguida cedió. Erlendur apartó los ojos cuando se sacó la dentadura.
—¿Qué pruebas tenéis de eso? —preguntó Haraldur—. No podéis tener ninguna prueba, porque aquel hombre no vino jamás a nuestra casa. ¿No existe ninguna ley contra este acoso permanente? ¿Es que tenéis permiso para molestar a la gente a cualquier hora?
—Ahora sabemos que fue a veros —dijo Erlendur.
—Bah. Una gilipollez como un castillo. ¿Cómo crees que podéis saberlo?
—Hemos examinado su coche más a fondo —aseguró Erlendur. En realidad, no tenía nada, pero le pareció que podría sacar algún provecho si acosaba un poco al anciano haciéndole creer lo contrario—. En su momento no se practicó un examen suficientemente minucioso del vehículo. Pero desde entonces la investigación con medios científicos ha experimentado una auténtica revolución.
Intentaba utilizar palabras que dieran impresión de poder. Al igual que la otra vez, Haraldur inclinó la cabeza y se quedó mirando al suelo.
—De este modo hemos obtenido nuevas pistas —continuó Erlendur—. En su momento, la desaparición no se investigó como un caso criminal. Las desapariciones no suelen investigarse como casos criminales porque en este país que desaparezcan personas no se considera algo demasiado excepcional. Tal vez sea por el clima. Tal vez por la apatía islandesa. Tal vez porque no nos importa tener un índice de suicidios tan tremendamente alto.
—No tengo ni idea de lo que estás diciendo —repuso Haraldur.
—Se llamaba Leopold. ¿Recuerdas eso? Era vendedor y habías quedado con él para la compra de un tractor, lo único que quedaba por hacer era que él se pasara por tu casa ese mismo día. Y creo que lo hizo.
—Uno ha de tener algún derecho —protestó Haraldur—. No puedes colarte donde te apetece, así, sin más.
—Creo que Leopold fue a vuestra casa —repitió Erlendur, sin responder a las palabras de Haraldur.
—Memeces.
—Fue a veros a ti y a tu hermano y pasó algo. No sé lo que fue. Vio algo que no debía ver. Empezasteis a discutir con él por algo que dijo. Quizás era demasiado insistente. Quería concluir la venta ese mismo día.
—No tengo ni idea de qué estás hablando —repitió Haraldur—. Nunca vino a nuestra casa. Dijo que vendría pero luego no apareció.
—¿Cuánto tiempo de vida crees que te puede quedar? —preguntó Erlendur.
—El demonio lo sabrá. Y si tú tuvieras alguna prueba, ya me lo habrías dicho. Pero no tienes ninguna. Y no tienes ninguna porque ese tío nunca vino a nuestra casa.
—¿Por qué no me cuentas lo que pasó? —insistió Erlendur—. No te puede quedar mucho tiempo. Te sentirás mejor si lo haces. Aunque hubiera ido a vuestra granja, eso no quiere decir necesariamente que lo matarais vosotros. No es eso lo que te estoy diciendo. Puede haberse marchado otra vez, y desaparecer después.
Haraldur levantó la cabeza y se le quedó mirando fijamente desde debajo de sus espesas cejas.
—¡Lárgate de aquí! —exclamó—. No quiero volver a verte nunca más.
—Tu hermano y tú teníais vacas, ¿no?
—¡Lárgate!
—Fui a echar un vistazo por allí y vi el establo y el montón de estiércol que había detrás. Me dijiste que tenía diez vacas.
—¿Y eso qué? —dijo Haraldur—. Éramos campesinos. ¿Piensas meterme en chirona por eso?
Erlendur se puso en pie. Dejó que Haraldur se pusiera todo lo nervioso que quisiera, aunque era consciente de que no debía hacerlo. Habría tenido que salir de allí y continuar la investigación, en vez de ponerlo tan nervioso y excitado. Haraldur no era más que un anciano gruñón y antipático. Pero Erlendur no se dejó dominar por esas ideas.
—Encontramos mierda de vaca en el coche —dijo—. Por eso me acordé de tus vacas. Skjalda y Huppa, o como las llamaras. No creo que la mierda la dejaran en el coche los zapatos de Leopold. Aunque naturalmente existe la posibilidad de que alguna otra persona metiera los excrementos allí. Alguien que viviera en la granja a la que fue. Alguien que se peleó con él. Alguien que le atacó y luego se metió en el coche con las botas llenas de mierda y, después, llevó el coche hasta la estación de autobuses.
—Déjame en paz. No sé nada de boñigas de vaca.
—¿Estás seguro?
—Sí, ahora lárgate. Déjame en paz.
Erlendur miró a Haraldur.
—Mi teoría sólo tiene un fallo —continuó.
—Bah —refunfuñó Haraldur.
—La estación de autobuses.
—¿Y qué pasa con ella?
—Hay dos cosas que no encajan.
—No tengo ningún interés en tus pesquisas. Sal ya de mi habitación.
—Es un plan demasiado inteligente.
—Bah.
—Y tú eres demasiado estúpido.
La empresa en la que trabajaba Leopold cuando desapareció todavía existía, aunque ya no era sino uno de los tres departamentos de que constaba una gran empresa de importación de automóviles. El antiguo propietario se había jubilado varios años atrás. Su hijo dijo a Erlendur que había estado bregando para mantener a flote la empresa pero que no había forma de salvarla y acabó vendiéndola cuando estaba a punto de quebrar. Su hijo seguía dedicado a las ventas, y llevaba el departamento de maquinaria agrícola de la empresa. Los cambios se habían producido hacía más de una década. Unos pocos de los antiguos empleados se habían quedado con él un tiempo, pero ninguno seguía ya en la empresa. Erlendur anotó el nombre del antiguo propietario y el del vendedor que había trabajado durante más tiempo en la vieja empresa, y que había coincidido en el tiempo con Leopold.
Cuando llegó a su despacho, Erlendur consultó la guía telefónica y llamó al vendedor. No hubo respuesta. Llamó al antiguo propietario. Tampoco.
Erlendur volvió a levantar el auricular. Miró por la ventana y contempló el verano en las calles de Reikiavik. No sabía por qué insistía tanto en investigar la historia del hombre del Falcon. Indudablemente, se había suicidado. No había prácticamente nada que apuntara a otra posibilidad, y, sin embargo, estaba dispuesto a llegar hasta el final. Tenía el teléfono en la mano, dispuesto a solicitar autorización para buscar su cuerpo en los terrenos de los dos hermanos, con ayuda de una cincuentena de policías y bomberos, y con todas las consecuencias previsibles en los medios de comunicación.
Y quizás el vendedor era Lothar, el mismo tipo que posiblemente había ido a parar al fondo del lago Kleifarvatn. A lo mejor, los dos eran la misma persona.
Dejó el teléfono despacio. ¿Tan ansioso estaba por aclarar una desaparición que era incapaz de comprender? En el fondo sabía que lo más sensato que podía hacer era archivar el caso de Leopold, guardarlo en un cajón y dejarlo allí para que se pudriera como tantas otras desapariciones a las que no se había podido hallar una explicación sencilla.
Sonó el teléfono de la mesa de Erlendur, mientras él estaba enfrascado en sus cavilaciones. Era Patrick Quinn, de la embajada de Estados Unidos. Intercambiaron las habituales expresiones de cortesía hasta que el diplomático entró en materia.
—Proporcionamos a sus hombres la información que estábamos seguros de poder dar en ese momento —afirmó Quinn—. Ahora nos han autorizado a entrar en algunos detalles más.
—No son mis hombres, en realidad —dijo Erlendur pensando en Sigurdur Óli y Elínborg.
—Yes, whatever —dijo Quinn—. Tengo entendido que es usted quien está a cargo de la investigación del esqueleto de Kleifarvatn. Sus hombres no parecieron quedar muy convencidos de lo que les explicamos sobre la desaparición de Lothar Weiser. Teníamos informes de que había entrado en el país, pero no había vuelto a salir, pero tal como se los presentamos, los datos quizá resultaban, cómo diría yo, un tanto endebles. Me puse en contacto con el ministerio en Washington y me autorizaron a contarles algunas cosas más. Tenemos el nombre de un individuo, checo, que es posible que pueda confirmar lo referente a la desaparición de Weiser. Se llama Miroslav. Voy a ver lo que puedo hacer.
—Dígame otra cosa —pidió Erlendur—. ¿Tienen ustedes alguna fotografía de Lothar Weiser que pudieran prestarnos?
—No lo sé —respondió Quinn—. Daré orden de que lo comprueben. Podría tardar algún tiempo.
—Muchas gracias.
—Pero no se haga demasiadas ilusiones —dijo Quinn, y se despidieron.
Erlendur volvió a llamar al viejo vendedor y estaba ya a punto de colgar cuando este contestó. El hombre era duro de oído y pensó que Erlendur trabajaba en los servicios sociales y se quejó amargamente de la comida que le llevaban a casa todos los días. Dijo que siempre estaba fría.
—Y eso no es todo —continuó.
Erlendur se dio cuenta de que iba a soltarle una larga historia sobre el triste sino de los ancianos de Reikiavik.
—Soy de la policía —dijo Erlendur en voz alta y clara—. Quería preguntarte por un vendedor que trabajó contigo hace tiempo en la empresa de maquinaria agrícola. Un día desapareció y desde entonces no se ha vuelto a saber nada de él.
—¿Te refieres a Leopold? —dijo el hombre—. ¿Y por qué preguntas ahora por él? ¿Le habéis encontrado?
—No —negó Erlendur—. Sigue sin aparecer. ¿Le recuerdas?
—Más o menos —dijo el hombre—. Seguramente mejor que a los demás, precisamente por lo que pasó. Porque desapareció. ¿No dejó en algún sitio un coche nuevecito?
—Delante de la estación de autobuses —respondió Erlendur—. ¿Qué clase de persona era?
—¿Cómo?
Erlendur se había puesto en pie. Repitió la pregunta, casi gritando al teléfono.
—Pues resulta un poco difícil de definir. Era un tipo bastante reservado y no hablaba mucho de sí mismo. Había estado navegando, aunque lo mismo nació en el extranjero. Por lo menos, hablaba con un poco de acento. Y además era de tez oscura, bueno, no era negro, pero tampoco era tan blanco como los islandeses. Un hombre de lo más simpático. Una pena, lo que ocurrió.
—Recorría el país en sus viajes de negocios —dijo Erlendur.
—Sí, sí, viajaba muchísimo, era lo que hacíamos todos. Íbamos a las granjas con nuestros folletos e intentábamos vender algo a los granjeros. Él era posiblemente el más hábil de todos. Llevaba aguardiente, entiendes, para romper el hielo. Es lo que hacíamos casi todos. Venía muy bien para los contratos.
—¿Teníais zonas específicas del país para cada uno, quiero decir, os repartíais el país entre vosotros?
—No, en realidad, no. Naturalmente, los granjeros más ricos están en las regiones del sur y del norte, e intentábamos repartírnoslas. Pero la maldita cooperativa de los demonios los tenía a todos bien sujetos.
—¿Iba Leopold a alguna región concreta con preferencia sobre otras? ¿Había alguna zona a la que viajara con especial frecuencia?
Se produjo un silencio en el teléfono y Erlendur imaginó que el viejo vendedor estaría intentando recuperar en su memoria unos detalles sobre Leopold que tenía olvidados desde hacía muchos años.
—Pues, ahora que lo dices —respondió, finalmente—, Leopold iba bastante por los fiordos del este, por la parte sur de los fiordos del este. Se puede decir que esa era su región favorita. También al oeste, por toda la región del oeste, incluyendo los fiordos del noroeste. Y también al suroeste, a Reykjanes. En realidad iba a todos lados.
—¿Vendía mucho?
—No, en realidad no. A veces estaba de viaje semanas enteras, incluso un mes, sin sacar nada en limpio. Pero tendrías que hablar con el viejo Benedikt. El dueño. Quizás él sepa algo más. Leopold no estuvo mucho tiempo con nosotros, y recuerdo que hubo cierto lío en el momento de admitirlo.
—¿Cierto lío en el momento de admitirlo?
—Me parece que hubo que echar a alguien. Benedikt se empeñó en meterlo en la empresa, aunque no estaba nada contento con él. Nunca llegué a comprenderlo. Será mejor que hables con él. Habla con Benedikt.
Sigurdur Óli apagó la televisión. Estaba en casa, y había estado viendo los resúmenes de la liga islandesa de fútbol, que retransmitían por la noche. Bergthóra había ido a su reunión de amigas. Al coger el teléfono, pensó que sería ella quien llamaba. Pero no era ella.
—Perdona que esté siempre llamándote —dijo la voz al teléfono.
Sigurdur Óli vaciló un instante antes de colgar. El teléfono empezó a sonar otra vez, inmediatamente. Sigurdur clavó los ojos en él.
—Maldita sea —masculló, cogiendo el auricular.
—No me cuelgues —dijo el hombre—. Sólo quería hablar contigo un momento. Creo que contigo puedo hablar. Desde que viniste a mi casa aquel día con la noticia.
—Yo… en serio, no soy tu psicólogo. Estás yendo demasiado lejos. Quiero que lo olvides de una vez. No hay nada que yo pueda hacer por ti. Fue una horrible coincidencia, nada más. Tienes que hacerte a la idea. Intenta comprenderlo. Y adiós.
—Sé que fue una coincidencia —dijo el hombre—. Pero fui yo quien dio pie a que se produjera.
—Nadie da pie a que se produzcan las coincidencias —comentó Sigurdur Óli—. Por eso son coincidencias. Empiezan en cuanto nacemos.
—Si yo no la hubiera hecho retrasarse, habrían vuelto vivas a casa.
—Eso es completamente absurdo. Y lo sabes. No puedes culparte a ti mismo. No puedes hacer eso. No es posible culparse por algo así.
—¿Por qué no? Las coincidencias no brotan de la nada. Son consecuencia de las condiciones que creamos nosotros mismos. Como yo ese día.
—Eso es tan absurdo que me niego a discutirlo siquiera.
—¿Por qué?
—Porque si dejamos que las coincidencias guíen nuestra vida, ¿cómo vamos a poder responsabilizarnos de nada? Tú mujer fue a la tienda a esa hora, tú no tienes la menos responsabilidad en ello. ¿Fue acaso un suicidio? ¡No! Fue un imbécil borracho, en un todoterreno. Nada más.
—Yo preparé la coincidencia al telefonearla.
—Podemos seguir hablando hasta el infinito si sigues por ahí —protestó Sigurdur Óli—. ¿Hacemos una excursión fuera de la ciudad? ¿Vamos al cine? ¿Nos vemos en un café? ¿Quién se atrevería a proponer esas cosas, por si acaso sucede algo? Es absurdo.
—Esa es la cuestión.
—¿Cuál?
—¿Qué podemos hacer?
Sigurdur Óli oyó a Bergthóra entrar por la puerta.
—Tengo que terminar con esto de una vez —dijo—. Es una estupidez.
—Sí, yo también —afirmó el hombre—. Tengo que terminar con esto.
Y colgó.