20

Más tarde, ese mismo día, solicitaron una reunión en la embajada alemana. Les informaron de qué se trataba, a fin de que los funcionarios tuvieran tiempo suficiente para recopilar la información sobre Lothar Weiser. La reunión se fijó para la semana siguiente. Los dos policías explicaron a Erlendur lo que les había contado Patrick Quinn, y discutieron la posibilidad de que el hombre del lago fuera un espía de Alemania Oriental. Compartían la idea de que había una serie de datos que podían apuntar en esa dirección, sobre todo la radio rusa y el lugar. Estaban de acuerdo igualmente en que aquel crimen tenía algo que sonaba a extranjero. En aquel caso había algo que no habían visto nunca, o casi nunca, con anterioridad. Era horrible, ciertamente, aunque todos los asesinatos eran horribles. Pero lo decisivo era que parecía estar planificado y realizado con profesionalidad, como también el hecho de que se hubiera podido mantener oculto durante tantos años. Los crímenes islandeses no solían realizarse de ese modo. Eran más bien producto de la casualidad, más torpes, más chapuceros, y los culpables dejaban, casi sin excepción, montones de pruebas.

—A menos que simplemente se cayera de cabeza el pobre hombre —dijo Elínborg.

—Nadie se cae de cabeza atado a un equipo de espionaje y se hunde en Kleifarvatn —dijo Erlendur.

—¿Avanzan tus pesquisas sobre el Falcon? —preguntó Elínborg.

—En absoluto —dijo Erlendur—; me he dedicado a fastidiar a la mujer del tal Leopold, que no entiende nada de lo que le digo.

Erlendur les había hablado de los hermanos de Mosfell y de su teoría a medio hilvanar de que el hombre del Falcon podría incluso seguir con vida, o viviendo en cualquier otro lugar del país. Ya habían discutido el asunto, y habían pensado que esa posibilidad era tan poco probable como creía la compañera del individuo, no tenían muchos datos que apoyaran semejante posibilidad. Era una idea demasiado rebuscada para Islandia, según dijo Sigurdur Óli. Elínborg se mostró de acuerdo con él. Quizás en una ciudad con millones de habitantes.

—Pero resulta extraño que el buen hombre no aparezca en ningún registro —dijo Sigurdur Óli.

—Esa es la cuestión —dijo Erlendur—. Leopold, porque sabemos que se llamaba así, es un hombre bastante misterioso. Níels, que estuvo a cargo del caso en su momento, nunca investigó a fondo los antecedentes, no encontró datos. El caso no se investigó como un homicidio.

—Como sucede con la inmensa mayoría de las desapariciones en este país —le interrumpió Elínborg.

—Hay poquísimos hombres con ese nombre, ahora o en esa época, y es posible rastrearlos a todos. Su mujer dijo que había vivido mucho en el extranjero. Incluso puede ser que hubiera nacido fuera de Islandia. No se sabe.

—¿Y por qué crees que se llamaba realmente Leopold? —preguntó Sigurdur Óli—. ¿No es un nombre un tanto raro para un islandés?

—Al menos ese era el nombre que utilizaba —dijo Erlendur—. Es perfectamente posible que utilizara otro nombre en algún otro sitio. En realidad, es más que probable. No sabemos nada de él, excepto que aparece de repente como vendedor de maquinaria agrícola y de construcción, y como novio de una mujer que de una u otra forma acaba convirtiéndose en la principal víctima de todo el asunto. Ella sabe poquísimo sobre él, pero le sigue llorando. No tenemos historial. No hay inscripción de nacimiento del hombre en cuestión. Nada sobre su escolarización. Sólo sabemos que viajaba mucho, que vivió en el extranjero y que quizá nació en el extranjero. Pasó tanto tiempo en el extranjero que hablaba con un levísimo acento.

—Si no se quitó la vida —dijo Elínborg—, me parece que esa teoría tuya sobre la otra vida de Leopold no se basa en otra cosa que en tu propia fantasía.

—Lo sé —admitió Erlendur—. Todos los indicios apuntan a que se suicidó y que no hay más misterio.

—Me parece cruel por tu parte que vayas a ver a la pobre mujer con esas tonterías —dijo Elínborg—. Ahora pensará que sigue vivo.

—Es lo que ha pensado ella durante todo este tiempo —aseguró Erlendur—. En su fuero interno. Que simplemente la abandonó.

Callaron. El día llegaba a su fin. Elínborg miró el reloj. Estaba probando una nueva salsa para marinar pechugas de pollo. Sigurdur Óli había prometido llevar a Bergthóra a Thingvellir. Pensaban pasar una noche de verano allí, alojándose en el hotel. El tiempo era de lo mejor que se podía esperar en junio: templado, soleado y lleno de aromas vegetales.

—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó Sigurdur Óli a Erlendur.

—Nada —fue la respuesta.

—A lo mejor te apetece venirte a Thingvellir con Bergthóra y conmigo —le propuso Sigurdur Óli, aunque no había duda de la respuesta que esperaba.

Erlendur sonrió. Su preocupación por él conseguía ponerle nervioso. A veces, como ahora, no era más que una deferencia cortés.

—Espero una visita —respondió.

—¿Qué tal anda Eva Lind? —preguntó Sigurdur Óli, frotándose el hombro.

—No he sabido mucho de ella —dijo Erlendur—. Sólo sé que terminó el tratamiento, pero desde entonces no he sabido mucho más.

—¿Qué decías de Leopold? —les interrumpió Elínborg—. ¿Que hablaba con acento? ¿Eso es lo que dijiste?

—Sí —respondió Erlendur—. La novia me dijo que hablaba con un poco de acento extranjero. ¿Qué estás pensando?

—Lothar hablaba seguramente con acento —dijo Sigurdur Óli.

—¿Qué quieres decir? —se extrañó Erlendur.

—No, nada, el tipo de la embajada americana dijo que el alemán aquel, Lothar, hablaba islandés con total fluidez. Pero algo de acento debía de tener.

—Naturalmente, ese es un detalle que no debemos olvidar —dijo Erlendur.

—¿Que Leopold y Lothar fueran la misma persona? —preguntó Elínborg.

—Sí —dijo Erlendur—. Pienso que no es imposible tomarlo como punto de partida. Al menos, ambos desaparecieron en el mismo año, 1968.

—¿Que Lothar se hizo llamar Leopold? —preguntó Sigurdur Óli—. ¿Para qué?

—No lo sé —dijo Erlendur—. No tengo idea de qué podía ser. Ni la menor idea.

Callaron.

—Pero también está la radio rusa —apostilló Erlendur.

—¿Y? —dijo Elínborg.

—El último encargo de Leopold fue en la granja de Haraldur. ¿De dónde habría podido sacar Haraldur un aparato ruso de escucha para hundirlo en Kleifarvatn? Se podría entender, quizá, si Lothar hubiese estado metido en todo este embrollo, si hubiese sido un espía y hubiese sucedido algo que hizo que acabaran tirándole al lago. Pero la de Haraldur y Leopold es otra historia.

—Haraldur niega terminantemente que el vendedor fuera a la granja —informó Sigurdur Óli—. Se llamara Leopold o Lothar.

—Esa es precisamente la cuestión —dijo Erlendur.

—¿Cuál? —preguntó Elínborg.

—Creo que miente.

Erlendur fue a tres videoclubs hasta que encontró el western y se fue con él a visitar a Marion Briem. En cierta ocasión, oyó a Marion decir que aquella película era una de sus favoritas, porque trataba de un hombre que estaba solo frente a un peligro inminente, cuando la sociedad en la que vivía le volvió la espalda, incluyendo a sus mejores amigos.

Llamó a la puerta pero nadie respondió. Marion le esperaba, porque Erlendur la había llamado con antelación, de modo que empujó la puerta, que no estaba cerrada con llave, y entró. No tenía intención de quedarse mucho rato, sólo el suficiente para dejar la cinta. Esperaba que Valgerdur fuera a su casa esa noche. Se había ido a vivir con su hermana.

—¿Ya estás aquí? —dijo Marion, que se había adormilado en el sofá—. Te oí llamar. No me quito el cansancio de encima. En realidad me he pasado el día durmiendo. ¿Te importa acercarme un poco la bombona?

Erlendur puso la bombona de oxígeno al lado del sofá y de repente, al ver a Marion mover la mano para coger el oxígeno, le vino a la memoria el viejo recuerdo de un fallecimiento solitario y absurdo.

Habían llamado a la policía desde un inmueble en el barrio de Thingholt. Erlendur fue con Marion. Sólo llevaba unos pocos meses en la Policía Criminal. Alguien había muerto en su casa y la muerte se consideraba accidental. Una mujer gruesa, anciana, estaba sentada en una butaca delante del televisor. Llevaba dos semanas muerta. El hedor que llenaba la vivienda era tal que Erlendur casi vomitó. Un vecino había detectado el olor. Hacía tiempo que no veía a la mujer, y los últimos días había notado que el débil sonido del televisor llegaba hasta él, al otro lado de la pared, durante las veinticuatro horas del día. La mujer había muerto asfixiada. En la mesa, al lado de la anciana, había un plato con cecina y nabos cocidos. El cuchillo y el tenedor estaban en el suelo, al lado de la silla. Se le había atascado un gran trozo de carne en la garganta. No había podido levantarse del hondo sillón. Su cara tenía un color azul oscuro. Resultó que no tenía parientes que se ocuparan de ella. Nadie iba nunca a verla. Nadie la echó de menos.

—Todos tenemos que morir —dijo Marion, mirando el cadáver—, pero yo no quiero morir así.

—Pobre mujer —comentó Erlendur, tapándose la nariz y la boca.

—Sí, pobre mujer —dijo Marion—. ¿Es por esto por lo que entraste en la policía? ¿Para ver cosas como esta?

—No —respondió Erlendur.

—¿Y por qué, entonces? —preguntó Marion—. ¿Por qué te metiste en esto?

—Siéntate —oyó a través de sus pensamientos que le decía Marion—. No te quedes ahí de pie como un pasmarote.

Erlendur volvió en sí y se sentó enfrente de Marion.

—No hace falta que vengas a verme, Erlendur.

—Ya lo sé —dijo este—. Te he traído otra película. Esta es de Gary Cooper.

—¿La has visto tú? —preguntó Marion.

—Sí —respondió Erlendur—. Hace mucho tiempo.

—¿Por qué estás tan abatido, qué estabas pensando? —preguntó Marion.

—«Todos tenemos que morir, pero yo no quiero morir así» —dijo Erlendur.

—Sí —afirmó Marion tras un breve silencio—. La recuerdo. La vieja del sillón. Y ahora me miras a mí y piensas lo mismo.

Erlendur se encogió de hombros.

—Nunca me respondiste —dijo Marion—. Y sigues sin responderme.

—No sé por qué entré en la policía —respondió Erlendur—. Era un trabajo. Un apacible trabajo de oficina.

—No, había algo más —dijo Marion—. Alguna otra cosa, además de un apacible trabajo de oficina.

—¿No tienes a nadie? —preguntó Erlendur, intentando cambiar de tema. No sabía cómo expresarlo—. ¿A nadie que pueda ocuparse de ti cuando… cuando esto acabe?

—No —dijo Marion.

—¿Qué quieres que se haga? —preguntó Erlendur—. ¿No tendríamos que hablar de eso? De esas cosas prácticas. Seguramente ya lo habrás dispuesto todo, si te conozco bien.

—¿Que estás impaciente porque llegue la hora? —dijo Marion.

—Nunca me apetece que llegue ninguna hora —aseguró Erlendur.

—He hablado con un abogado, uno joven, que se ocupará de mis asuntos; gracias por mencionarlo. Quizá tú puedas ocuparte de las cosas prácticas. De la incineración.

—¿Incineración?

—No quiero pudrirme en una caja bajo tierra —dijo Marion—. Que me quemen. Sin ceremonia. Sin complicaciones.

—¿Y las cenizas?

—Sabrás de lo que trata en realidad la película esa de Gary Cooper —dijo Marion, que obviamente quería evitar darle una respuesta—. Va de la caza de brujas en Estados Unidos durante los años cincuenta. Llegan a la ciudad unos hombres para atacar a Cooper, y sus amigos le vuelven la espalda, y al final se queda solo y sin defensa. Solo ante el peligro. Los mejores westerns son mucho más que simples westerns.

—Sí, una vez me lo dijiste.

Era ya tarde, aunque aún no había empezado a oscurecer. Erlendur miró por la ventana. No quería oscurecer. Siempre la echaba de menos en verano. Echaba de menos la oscuridad. A pesar de la fría oscuridad de las noches de pleno invierno.

—¿A qué se debe esta afición tuya a las películas del Oeste? —preguntó Erlendur.

No podía dejar de hacerle aquella pregunta. Nunca había tenido la menor idea de aquel interés suyo por los westerns. En realidad, no sabía mucho de Marion, y cuando se puso a pensar en ello, allí sentado en el salón, recordó que sólo en rarísimas ocasiones había hablado con Marion de temas personales.

—El paisaje —dijo Marion—. Los caballos. Los espacios abiertos.

El silencio se extendió sobre el salón. Erlendur tuvo la sensación de que Marion daba cabezadas.

—La última vez que estuve aquí mencioné a Leopold, el dueño del Ford Falcon, que desapareció en la estación de autobuses —dijo Erlendur—. No me dijiste que habías llamado a su compañera para decirle que en los registros no había nadie con ese nombre.

—¿Tiene alguna importancia para el caso? Si lo recuerdo bien, el tonto de Níels no quiso decírselo. Yo nunca había oído una gilipollez semejante.

—¿Qué dijo cuando se enteró?

Marion dejó que su mente volara hacia atrás en el tiempo. Erlendur sabía que su memoria estaba intacta a pesar de su avanzada edad y de las diversas enfermedades que la afectaban.

—Naturalmente, no saltó de alegría. Níels llevaba el caso y no quería que yo husmeara demasiado.

—¿Le diste esperanzas de que su compañero podía estar vivo?

—No —contestó Marion—. Eso habría sido absurdo. Totalmente absurdo. Espero que no andes con ocurrencias de ese estilo.

—No —dijo Erlendur—. En absoluto.

—¡Y no se las digas a ella!

—No —respondió Erlendur—. Eso sería absurdo.

Nada más llegar a casa, Erlendur recibió una llamada de Eva Lind. Había pasado un momento por el despacho y luego había comprado algo para comer. Acababa de poner un plato preparado en el micro-ondas. Empezó a pitar justo cuando sonó el teléfono. Esta vez, Eva parecía mucho más tranquila. No quiso decirle dónde estaba, pero le contó que en la clínica había conocido a un hombre y que de momento vivía en su casa. Le dijo que no tenía por qué preocuparse. Había visto a Sindri en un café del centro. Estaba buscando trabajo.

—¿Piensa quedarse a vivir en Reikiavik? —preguntó Erlendur.

—Sí, quiere volver a la capital. ¿Te molesta?

—¿Que se venga a vivir aquí?

—Que lo veas más a partir de ahora.

—Cómo quieres que me moleste. Me parece bien que piense volver a la capital. No siempre debes pensar lo peor de mí, Eva. ¿Qué clase de hombre es ese con el que vives?

—Nadie —dijo Eva Lind—. Y no siempre pienso lo peor de ti.

—¿Os drogáis juntos?

—¿Que si nos drogamos?

—Ya me entiendes, Eva. Es tu manera de hablar. No te estoy reprochando nada. Ya no me apetece seguir haciéndolo. Puedes hacer lo que quieras, pero no me mientas. No quiero que mientas.

—Yo no… ¿Qué sabes tú de mi forma de hablar? Siempre tienes que…

Le colgó.

Valgerdur no apareció, pese a que así lo habían acordado. Llamó justo cuando Erlendur estaba colgando el auricular, y dijo que se había retrasado en el trabajo y que se iba a casa de su hermana.

—¿Algo va mal? —preguntó él.

—Sí —respondió ella—. Ya hablaremos.

Entró en la cocina y sacó la comida del microondas, albóndigas con salsa de carne y puré de patata. Pensó sin querer en Eva y Valgerdur, y también en Elínborg. Tiró el plato a la basura sin ni siquiera abrirlo, y encendió un cigarrillo.

El teléfono sonó por tercera vez esa noche. Lo observó un rato esperando que el timbre dejara de sonar y pudiera seguir tranquilo, pero al ver que no sucedía tal cosa, respondió. Era un funcionario de la Policía Científica.

—Sobre el Falcon —dijo el técnico.

—Ah, ¿qué pasa con el Falcon? ¿Encontraste algo?

—Sólo polvo, arena y un poco de tierra —informó el funcionario—. Lo analizamos todo y encontramos sustancias que podían proceder de excrementos de vaca o algo por el estilo, de un establo o una vaqueriza. No había sangre por ningún sitio.

—¿Excrementos de vaca?

—Sí; naturalmente, hay toda una variedad de arena y tierra, como en todos los coches, pero también excrementos de vaca. ¿No vivía en Reikiavik ese hombre?

—Sí —dijo Erlendur—, pero viajaba mucho por el país.

—No se puede sacar más, ya lo sabes —dijo el técnico—. Han pasado por él muchos años y muchos dueños.

—Gracias —dijo Erlendur.

Se despidieron, y una idea se encendió en la mente de Erlendur. Miró el reloj. Ya eran casi las once. Nadie está durmiendo a esta hora, pensó, aunque con bastantes dudas. En verano, nadie. Pero siguió dudando. Finalmente se decidió.

—Diga —respondió Ásta, la que fue compañera de Leopold.

Erlendur carraspeó. Notó al momento que la mujer no estaba acostumbrada a recibir llamadas telefónicas a aquellas horas de la noche. Aunque fuera verano. Se presentó y ella preguntó extrañada qué quería a esas horas, por qué no podía esperar al día siguiente.

—Claro que puede esperar —dijo Erlendur—, pero acabo de enterarme de que había excrementos de vaca en el suelo del coche. Hice tomar muestras. ¿Cuando desapareció tu compañero, cuánto tiempo hacía que habías comprado el coche?

—No mucho, apenas unas semanas. Creía que te lo había dicho.

—¿Fue con él alguna vez al campo?

—¿Al campo?

La mujer pensó un momento.

—No —respondió entonces—, no creo. Hacía muy poco tiempo que lo tenía. También recuerdo que no le apetecía nada meterlo en la carretera, en esa época eran malísimas. De momento sólo pensaba usarlo dentro de la ciudad.

—Otra cosa más —dijo Erlendur—, y perdona que te moleste tan tarde, es sólo que el caso… sé que el coche estaba a tu nombre. ¿Recuerdas cómo lo pagasteis? ¿Pidió Leopold un préstamo? ¿O lo pagaste tú? ¿Él tenía dinero? ¿Recuerdas algo de eso?

Se produjo otro silencio en el teléfono mientras la mujer volvía a desaparecer en el pasado e intentaba recordar algo que casi nadie grababa en su memoria.

—Yo no lo pagué —respondió por fin—. De eso me acuerdo. Creo que él tenía casi todo lo que costaba. Había estado ahorrando mientras estuvo embarcado. ¿Por qué quieres saberlo? ¿Por qué llamas a estas horas, tan tarde? ¿Ha pasado algo?

—¿Sabes por qué quiso poner el coche a tu nombre?

—No.

—¿No te pareció extraño?

—¿Extraño?

—Que no matriculase el coche a su nombre. Es lo que solía hacerse. Los hombres se encargaban de comprar los coches y los matriculaban a su nombre. Creo que las excepciones debieron de ser muy escasas.

—No tengo ni idea —aseguró Ásta.

—Habría podido hacerlo para ocultar sus huellas —dijo Erlendur—. Si hubiera matriculado el coche a su nombre, habría tenido que mostrar una serie de documentos personales y quizá no quería descubrirse.

Se produjo un silencio en el teléfono.

—No se estaba escondiendo —dijo la mujer.

—No, quizá no —comentó Erlendur—. Pero a lo mejor tenía otro nombre, además de Leopold. ¿No quieres saber quién era? ¿Quién era realmente?

—Sé perfectamente quién era —afirmó la mujer, y Erlendur oyó que se había echado a llorar.

—Naturalmente —dijo Erlendur—. Perdona la molestia. No me fijé en la hora que era. Te informaré si averiguo algo.

—Sé perfectamente quién era —repitió la mujer.

—Naturalmente —dijo Erlendur—. Claro que lo sabes.