Valgerdur no acompañó a Erlendur a la barbacoa en casa de Sigurdur Óli, y nadie mencionó su nombre. Elínborg asó unos filetes de cordero para chuparse los dedos; los había marinado en una salsa muy especiada con ralladura de corteza de limón, pero primero comieron un plato de gambas preparado por Bergthóra y que Elínborg devoró con grandes alabanzas. De postre hubo una mousse preparada por Elínborg, que Erlendur no consiguió adivinar de qué estaba hecha, pero que tenía un sabor exquisito. Nunca iba a barbacoas, pero esta vez se había dejado convencer tras mucha insistencia por parte de Sigurdur Óli y Bergthóra. Sin embargo, estuvo mejor que la presentación del libro de Elínborg. Bergthóra estaba tan contenta de que hubiera ido, que hasta le permitió fumar en el salón. Sigurdur Óli se quedó boquiabierto al ver a su mujer trayéndole un cenicero. Erlendur le miró sonriente, con la sensación de haber ganado la lotería.
No hablaron del trabajo excepto una vez, cuando Sigurdur Óli se preguntó por qué habrían inutilizado el receptor de radio ruso antes de echarlo al agua con el cadáver. Erlendur les había comentado el informe de la Policía Científica. Los tres estaban en la pequeña terraza, Elínborg preparaba la barbacoa.
—¿Eso nos dice algo? —preguntó.
—No lo sé —dijo Erlendur—. No sé si tiene importancia que estuviera o no utilizable. Yo no veo la diferencia. Un aparato de escucha es un aparato de escucha. Los rusos son los rusos.
—Sí, supongo —dijo Sigurdur Óli—. A lo mejor fue destruido en una pelea. Cayó al suelo y se hizo añicos.
—Es posible —comentó Erlendur.
Levantó los ojos hacia el sol. No sabía realmente lo que estaba haciendo en aquella terraza. Nunca había estado en casa de Bergthóra y Sigurdur Óli, aunque llevaban mucho tiempo trabajando juntos. No se llevó ninguna sorpresa al comprobar que todo estaba en perfecto orden, todo era del mejor gusto, con muebles de diseño, objetos artísticos y moquetas a juego. No había ni una mota de polvo. Tampoco libros.
Erlendur se animó al enterarse de que Teddi, el marido de Elínborg, sabía mucho sobre Ford Falcon. Teddi era mecánico, bastante rollizo y confesaba estar enamorado de la cocina de Elínborg, como todos los que la probaban. Su padre tuvo un Falcon, por el que sentía auténtica adoración. Teddi contó a Erlendur que el coche era de conducción muy ágil, con un sillón corrido en la parte delante, cambio automático y volante color marfil. Era un turismo de tamaño reducido en comparación con los otros automóviles norteamericanos de los años sesenta, que en general eran enormes.
—No aguantaba bien la red de carreteras de Islandia —dijo Teddi, robándole un cigarrillo a Erlendur—. Tal vez tenía una estructura demasiado ligera para las condiciones islandesas. Tuvimos serios problemas cuando se le rompió el eje al nuestro en un viaje por el campo. Mi padre tuvo que hacerlo transportar a la ciudad en un camión. No eran unos coches demasiado fuertes, pero eran estupendos para familias pequeñas.
—¿Tenían algo especial los tapacubos? —preguntó Erlendur, encendiéndole el cigarrillo a Teddi.
—Los tapacubos de los coches americanos siempre son llamativos, y ese era también el caso del Falcon. Aunque no destacaban de un modo especial. En cambio, el Chevrolet…
«Para familias pequeñas», pensó Erlendur, y la voz de Teddi se apagó en sus oídos. El vendedor desaparecido había adquirido un coche para la pequeña familia que iba a formar con la mujer de la lechería. Era el futuro. Cuando desapareció, al coche le faltaba un tapacubos. Erlendur había estado charlando con Elínborg y Sigurdur Óli sobre las causas que pueden hacer que se pierda un tapacubos. A lo mejor había tomado una curva demasiado cerrada o había chocado contra el bordillo. O quizá, simplemente, alguien había robado el embellecedor delante de la estación de autobuses.
—… pero entonces llegó la crisis del petróleo de los años setenta y hubo que fabricar vehículos más austeros —continuó Teddi como si tal cosa, tomando sorbos de un vaso de cerveza.
Erlendur asintió, pensando en otra cosa, y apagó el cigarrillo. Vio que Sigurdur Óli abría las ventanas para que saliera el humo. Erlendur estaba intentando reducir el número de cigarrillos, pero siempre fumaba más de lo que deseaba. Estaba pensando en dejar de preocuparse por ello. Hasta entonces no le había servido de nada. Pensaba en Eva Lind, que no había vuelto a dar señales de vida desde que terminó el tratamiento. Ella nunca había tenido la menor preocupación por su salud. Miró la terracita del adosado de Sigurdur Óli y Bergthóra, y volvió su mirada hacia Elínborg, que preparaba la barbacoa, y tuvo la sensación de que estaba canturreando ella sola. Miró la cocina, donde Sigurdur Óli besaba a Bergthóra en la nuca al pasar por detrás. Miró de reojo a Teddi, que disfrutaba bebiendo su cerveza. A lo mejor, aquello era la felicidad. A lo mejor era así de simple, cuando el sol brillaba en un templado día de verano.
Al atardecer, en vez de volver a su casa, atravesó la ciudad, dejó atrás Grafarholt y siguió hacia Mosfellsbær. Tomó una desviación hacia una alquería bastante grande y, al llegar allí, torció en dirección al mar, hasta que llegó a las tierras de Haraldur y su hermano Jóhann. Haraldur le había proporcionado unas indicaciones bastante imprecisas, era evidente que intentaba ayudar lo menos posible. Se negó a decirle si los viejos edificios de la granja seguían aún en pie, dijo que no tenía la menor idea. Le contó también que su hermano Jóhann había muerto de repente, como consecuencia de un infarto. «No todo el mundo es tan afortunado como mi hermano Jói», añadió.
Los edificios seguían allí. Repartidas por todo el terreno había pequeñas casas de verano. A juzgar por los árboles que rodeaban algunas de ellas, debían de llevar allí un tiempo considerable. Otras eran más recientes. Erlendur pudo ver un campo de golf a lo lejos. Aunque ya era tarde, vio algunas personas golpeando las pelotas y caminando tranquilamente detrás de ellas, disfrutando del templado día de verano.
Los edificios no eran más que ruinas. Una pequeña vivienda y varios almacenes. La casa estaba recubierta de chapa ondulada. En tiempos, el metal estuvo pintado de amarillo, pero la pintura había desaparecido casi por completo. Algunas planchas oxidadas colgaban de la pared. Otras habían sido arrancadas por el viento y las tormentas, y estaban desperdigadas por el suelo. Erlendur imaginó que la mayoría de las placas del techo habrían acabado en el mar. Todas las ventanas estaban rotas y la puerta principal había desaparecido. A escasa distancia se encontraban los restos de un cobertizo para herramientas, adosado a un establo y un granero.
Estaba en silencio ante aquella desolación. Era casi igual a la casa de su infancia.
Entró y llegó a un pequeño vestíbulo y un estrecho pasillo. A la derecha había una cocina y un lavadero, y una pequeña despensa a la izquierda. En la cocina había una vieja cocinilla Rafha de tres fuegos y un pequeño horno, oxidado y negruzco. El pasillo se abría a dos habitaciones y un salón. Las tablas del suelo crujían en el silencio del atardecer. No sabía qué estaba buscando. No sabía por qué había ido hasta allí.
Fue a los edificios anejos. Miró la fila de pesebres del establo y asomó la cabeza al almacén, cuyo suelo era de tierra. Dio la vuelta a la esquina y vio que aún quedaban restos de un montón de estiércol detrás del establo. En el cobertizo de las herramientas había una puerta medio colgando, y en cuanto la tocó, se soltó de los goznes, cayó al suelo y se rompió con un ruido parecido al de un profundo suspiro. En el interior del cobertizo había estanterías con pequeños compartimentos para tornillos y tuercas, y en las paredes, clavos para colocar herramientas. Estas no se veían por ningún sitio. Sin duda, los dos hermanos se llevaron todo lo que podía serles útil en Reikiavik. Una mesa de trabajo, rota y coja, estaba apoyada contra la pared. En el suelo había una correa de tractor encima de un montón de irreconocibles objetos de metal. En un rincón había la llanta de una rueda trasera de tractor.
Erlendur dio algunos pasos por el cobertizo de herramientas. ¿Vino aquí el hombre del Falcon?, pensó. ¿O se marchó en autobús a cualquier otro sitio del país? Si vino aquí, ¿qué pensaba? Ya era tarde cuando salió de Reikiavik. Sabía que no tenía mucho tiempo. Ella le estaría aguardando delante de la lechería, y él no quería hacerla esperar. Pero no debía mostrar prisa ninguna al hablar con los dos hermanos. Estaban interesados en comprar un tractor. No faltaba mucho para cerrar el trato. Sin embargo, no quería parecer demasiado insistente. Si daba la impresión de estar ansioso por vender, el trato podía irse al garete. Y, sin embargo, tenía que darse prisa. Quería concluir la venta lo antes posible.
Si vino aquí, ¿por qué no lo dijeron los hermanos? ¿Por qué iban a mentir? No tenían intereses especiales que defender. No conocían a aquel hombre. ¿Y por qué le faltaba un tapacubos al coche? ¿Se le cayó? ¿Lo robaron delante de la estación de autobuses? ¿Lo robaron allí?
Si ese tipo era el hombre del lago con el cráneo partido, ¿cómo acabó allí? ¿De dónde procedía el aparato que le ataron al cuerpo? ¿Significaba algo que vendiera tractores y maquinaria de los antiguos países del Este? ¿Existía alguna relación?
Sonó el móvil en el bolsillo del abrigo de Erlendur.
—Sí —dijo con un tono brusco al responder.
—Déjame en paz —dijo una voz que conocía bien.
La conocía bien sobre todo cuando estaba en aquel estado.
—Eso es lo que pienso hacer —aseguró.
—Hazlo —dijo la voz—. Me vas a dejar en paz a partir de ahora. Deja ya de inmiscuirte en mi…
Apagó el móvil. Era más difícil apagar la voz. Resonaba como un eco en su cabeza, drogada, furiosa y repulsiva. Sabía que tenía que estar en algún sitio, en algún cuchitril con alguno que a lo mejor se llamaba Eddi y que era mucho mayor que ella. Intentó no pensar demasiado en la vida que podía llevar. Tantas veces había hecho todo lo que había podido para ayudarla. No sabía qué más podía hacer. Se sentía perdido ante aquella yonqui que era su hija. En otros tiempos habría intentado localizarla. Habría echado a correr hasta encontrarla. En otros tiempos había creído que cuando ella le decía «déjame en paz», lo que quería decir realmente era «ven y ayúdame». Ya no. Ya no quería seguir así. Quería decirle: esto se ha acabado. Búscate la vida.
Se había ido a vivir a su casa la Navidad pasada. Empezó a drogarse otra vez después de una breve pausa cuando tuvo el aborto, y pasó un tiempo en el hospital. Enseguida, en fin de año, notó en ella una extraña inquietud, y Eva desapareció por un tiempo más o menos largo. Iba tras ella y se la llevaba a casa, pero a la mañana siguiente volvía a desaparecer. Así siguieron las cosas hasta que dejó de perseguirla, dejó de actuar como si lo que él pudiera hacer tuviera la menor importancia. Era su vida. Si su hija decidía vivir así, era asunto suyo. Él no podía hacer nada más. Llevaba dos meses sin saber nada de ella cuando Sigurdur Óli recibió el martillazo en el hombro.
Estaba delante del almacén mirando las ruinas de una vida que existió mucho tiempo atrás. Pensó en el hombre del Falcon. En la mujer que seguía esperándole. Pensó en sus hijos. Miró el sol poniente y pensó en su hermano desaparecido. ¿Qué habría pensado en medio de la ventisca?
¿En el frío que hacía?
¿En cómo le gustaría volver a casa, al calor?
A la mañana siguiente, Erlendur volvió a casa de la mujer que echaba de menos al hombre del Falcon. Era sábado y no tenía que ir a trabajar. La avisó con antelación de su visita, y, cuando llegó, ella ya le tenía preparado café, aunque él insistió en que no se molestara. Se sentaron en el salón de la casa como la vez anterior. Se llamaba Ásta.
—Naturalmente, vosotros trabajáis todos los fines de semana —dijo la mujer, que le explicó que trabajaba en la cocina del Hospital Nacional, en Fossvogur.
—Sí, hay mucho que hacer —dijo él, procurando no darle una respuesta demasiado precisa.
Ese fin de semana habría podido tomárselo libre. Pero el asunto del Falcon le había despertado el interés y experimentaba una necesidad extrañamente acuciante de llegar hasta el fondo. No sabía por qué. Quizá por la mujer que estaba sentada delante de él y que había trabajado durante toda su vida por un escaso salario, y que seguía viviendo sola, y que en su gesto cansado venía a decir que la vida había pasado de largo sin detenerse en su casa. Seguramente aún pensaba que el hombre al que amó volvería con ella, como por un milagro, y le daría un beso y hablaría de su día en el trabajo y le preguntaría cómo estaba.
—El otro día que vinimos, dijiste que creías que no había ninguna otra mujer —comenzó con prudencia.
Había estado dudando antes de ir a su casa. No quería dañar los recuerdos que tuviera de aquel hombre. No quería destruir nada de lo que tenía. Había visto demasiadas veces ya esa destrucción. Cuando llegaban a la casa de un delincuente y la mujer se quedaba mirándoles sin poder dar crédito a sus propios ojos. Los niños detrás de ella. Todo desmoronándose a su alrededor. ¡Mi marido! ¡¿Vendedor de droga?! ¡¡Tenéis que estar locos!!
—¿Por qué lo preguntas? —dijo la mujer, sentada en el sillón—. ¿Sabéis más que yo, a lo mejor? ¿Habéis descubierto algo? ¿Habéis descubierto algo nuevo?
—No, nada —respondió Erlendur, haciendo una mueca al percibir la ansiedad en la voz de la mujer.
Le habló de su visita a Haraldur, y que había encontrado el Falcon, que aún existía y que estaba en un garaje en Kópavogur. También le dijo que había ido a la granja abandonada, cerca de Mosfellsbær. Pero la desaparición de su novio seguía siendo un misterio tan grande como antes.
—Dijiste que no tenías fotos de él ni de vosotros dos juntos —dijo Erlendur.
—Así es —corroboró Ásta—. Hacía poco que nos conocíamos.
—¿Nunca apareció ninguna foto suya en la televisión o en los periódicos cuando anunciasteis su desaparición?
—No, pero la descripción era muy exacta. Pensaban usar la foto del carné de conducir que había en los archivos. Dijeron que siempre guardaban una foto de los permisos, pero no la encontraron. Como si no la hubiera entregado o como si se les hubiera perdido.
—¿Viste alguna vez su carné de conducir?
—¿El carné de conducir? No, no que yo recuerde. Pero ¿por qué preguntaste por otra mujer?
La pregunta se pronunció con un tono más duro, más insistente. Erlendur volvió a dudar antes de abrir la puerta a lo que para ella sería seguramente un auténtico infierno. Quizás había ido demasiado deprisa. Había toda una serie de cosas que merecían un escrutinio más detallado. Quizá debía esperar.
—Pues, por ejemplo, hay hombres que han abandonado a sus mujeres sin despedirse y han comenzado una nueva vida —dijo.
—¿Una nueva vida? —repitió ella como si aquella idea le resultara total y absolutamente incomprensible.
—Sí —dijo Erlendur—. Incluso aquí, en Islandia. La gente se imagina que todos conocen a todos, pero las cosas distan mucho de ser así. Hay muchas aldeas y pueblos a los que va muy poca gente, excepto quizás en verano, e incluso ni siquiera entonces. En los viejos tiempos estaban aún más aislados que ahora, algunos de ellos estaban casi totalmente incomunicados. Las comunicaciones eran muy malas entonces. No existía la carretera de circunvalación de la isla.
—No te comprendo —dijo ella—. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Sólo quería saber si habías llegado a plantearte esa posibilidad.
—¿Qué posibilidad?
—Que se montara en un autobús y se fuera a su casa.
La miró mientras la mujer intentaba comprender lo incomprensible.
—¿De qué estás hablando? —suspiró—. ¿A casa? ¿A qué casa? ¿Qué quieres decir?
Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Que pese a todos los años que habían transcurrido desde que aquel hombre desapareció de su vida, la herida aún no estaba cerrada, estaba aún fresca y abierta. Pensó que ojalá no hubiera ido tan lejos. No hubiese tenido que ir a verla tan pronto. Sin disponer de nada más que sus propias especulaciones y un coche vacío delante de la estación de autobuses.
—No es más que una de tantas conjeturas —dijo para intentar suavizar lo antes posible sus palabras—. Seguramente, Islandia es demasiado pequeña y vive demasiada poca gente para algo semejante —prosiguió, hablando atropelladamente—. No es más que una idea carente de cualquier base.
Erlendur le había dado muchas vueltas a qué habría podido suceder si el hombre no se hubiera suicidado. No pudo conciliar el sueño desde el momento en que la idea de otra mujer comenzó a echar raíces en su cerebro. Inicialmente, la conjetura era de lo más simple: durante sus viajes por el país, el vendedor conocía gente de todo origen y condición: campesinos, empleados de hotel, aldeanos, pescadores, mujeres. Era posible que se hubiera echado una novia en cualquier lugar en uno de esos viajes y que con el tiempo hubiese llegado a preferirla a la mujer de Reikiavik, pero no tuvo coraje para decírselo.
Cuantas más vueltas le daba, más se iba inclinando a pensar que el hombre tuvo que tener algún motivo más fuerte para desaparecer, si no era cosa de otra mujer, y empezó a pensar en una idea que se le ocurrió mientras observaba la desolada granja de Mossfell, que le había recordado su propia casa al este del país.
Su casa.
Habían discutido sobre el tema en el despacho. ¿Y si lo miraban al revés? ¿Y si la mujer que estaba sentada delante de él había sido la novia de Leopold en la capital, y él tenía una familia en otra parte del país? ¿Y si había decidido poner fin al lío en que se había metido y optó por marcharse a su casa?
Explicó someramente aquellas ideas a la mujer y vio cómo poco a poco se le iba ensombreciendo el semblante.
—No se había metido en ningún lío —dijo ella—. Eso que dices es una estupidez. ¿Pero cómo se te puede ocurrir una cosa así? Hablar así de mi compañero.
—Su nombre no es muy habitual —dijo Erlendur—. En todo el país hay poquísimos hombres con ese nombre. Leopold. Tú no tenías su número de identidad, lo que en tiempos se llamaba número personal. Tenías poquísimos objetos personales suyos.
Erlendur calló. Recordó que Níels no le había dicho a Ásta que existían datos que apuntaban a que Leopold no era su verdadero nombre. Que la había engañado y que dijo ser quien no era. Níels no le había hablado de sus sospechas, porque la mujer le daba lástima. Ahora comprendía Erlendur a qué se refería.
—Quizá no utilizaba su nombre auténtico —dijo—. ¿Lo has pensado alguna vez? No estaba en ninguno de los registros públicos con ese nombre. No apareció en ningún documento.
—Alguien de la policía me llamó —explicó la mujer, enfadada—. Más tarde. Mucho más tarde. Se llamaba Briem o algo por el estilo. Me habló de esas ocurrencias vuestras, de que a lo mejor Leopold no era quien decía ser. Añadió que yo tenía que haberlo sabido enseguida, pero que la cosa se había ido posponiendo. Conozco esas ocurrencias vuestras y son absurdas. Leopold nunca utilizaría un nombre falso. Nunca.
Erlendur calló.
—¿Intentas decirme que existe una posibilidad de que tuviera una familia lejos de aquí y que volvió con ella? ¿Que yo no era más que su amiguita en la ciudad? ¿Qué clase de memez es esa?
—¿Qué sabes de ese hombre? —preguntó Erlendur—. ¿Qué sabes realmente de él? ¿Mucho?
—No hables así —dijo Ásta—. ¡Te ruego que no me vengas con semejante imbecilidad! Te puedes guardar esas ideas para ti solo. Yo no tengo el menor interés en oírlas.
Ásta calló y clavó los ojos en él.
—Yo no… —comenzó Erlendur, pero ella le interrumpió.
—¿Dices que sigue vivo? ¿Eso es lo que intentas decirme? ¿Que sigue vivo? ¿Que tiene una casa en algún sitio?
—No —dijo Erlendur—. No digo eso. Sólo quiero contemplar contigo esa posibilidad. Todo lo que he dicho son meras conjeturas. No tiene por qué contener ni una pizca de verdad. Sólo quería saber si algo en su forma de comportarse contigo podía dar motivo para pensar que pueda haber algo de cierto en eso. Es lo único. No estoy afirmando nada, porque no sé nada.
—Eso no son más que estupideces —dijo ella—. Como si sólo hubiera estado jugando conmigo. ¡Tener que oír estas cosas!
Mientras Erlendur intentaba convencerla, un extraño pensamiento se le pasó por la cabeza. Hasta entonces, después de lo que había dicho y que ya no podía retirar, la mujer se sentía mucho más reconfortada sabiendo que su compañero estaba muerto. Encontrarlo con vida seguramente le produciría un dolor infinito. Miró a la mujer y fue como si ella hubiera tenido casi la misma idea.
—Leopold está muerto —dijo—. No intentes decirme otra cosa. No intentes pensar otra cosa. Para mí, está muerto. Hace muchos años. Hace una vida entera.
Callaron.
—Pero ¿qué sabes de ese hombre? —repitió Erlendur tras una pausa—. ¿Qué sabes realmente?
Ella le miró como si quisiera decirle que lo dejara de una vez y se fuera.
—¿Estás diciendo en serio que tenía otro nombre y que no utilizaba el suyo verdadero? —preguntó Ásta.
—Nada de lo que digo tiene por qué haber sucedido así —repitió Erlendur—. Desgraciadamente, lo más probable es que se suicidara, por un motivo u otro.
—¿Qué sabe nadie sobre la gente? —dijo ella de repente—. Él era callado y no hablaba mucho de sí mismo. Algunos no hacen más que hablar de sí mismos. No sé si eso es mucho mejor. Me decía cosas hermosas que nadie me había dicho nunca. Yo no crecí en una familia de esas. De esas en las que se dicen cosas bonitas.
—¿Nunca has querido empezar de nuevo? Encontrar otro hombre. Casarte. Tener una familia.
—Había cumplido los treinta cuando nos conocimos. Estaba segura de que me iba a quedar para vestir santos. Que se me acababa el tiempo. Nunca fue esa mi intención, pero las cosas sucedieron así, por el motivo que fuese. Y entonces apareció un hombre de cierta edad. Yo estaba sola, en un apartamento vacío. Él llegó… y lo cambió todo. Y aunque fuera hombre de pocas palabras y pasara mucho tiempo alejado de mí, eso no quitaba que siguiera siendo mi compañero.
Miró a Erlendur.
—Estuvimos juntos y después de su desaparición esperé varios años y seguramente le sigo esperando. ¿Cuándo se deja de esperar? ¿Hay alguna norma que lo establezca?
—No —contestó Erlendur—. No hay ninguna norma.
—No creo —dijo Ásta.
Y Erlendur se sintió dolorosamente compadecido de ella al ver que se iba a echar a llorar.