15

Omar, el antiguo subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, era un octogenario grande y de noble porte, totalmente calvo, de movimientos ágiles y visiblemente encantado de recibir visitas, con rostro ancho, boca grande y mentón prominente. Se quejó amargamente ante Erlendur y Elínborg de que se había visto obligado a jubilarse al cumplir los setenta, cuando estaba aún en la plenitud de su vigor y sin haber perdido un ápice de ganas de trabajar. Vivía en un piso bastante grande de Kringlumyri, que dijo había cambiado por su chalet unifamiliar tras la muerte de su esposa.

Habían pasado varias semanas desde que la hidróloga de la Compañía de Distribución de la Energía descubriera el esqueleto. Ya estaban en pleno junio, más cálido y soleado de lo habitual. La ciudad tenía una atmósfera más ligera tras la opresión del invierno, la gente llevaba ropa más veraniega y de algún modo parecía más feliz. Los cafés habían empezado a instalar sillas y mesas en las aceras, como en los países extranjeros, y la gente se sentaba al sol y pasaba el tiempo bebiendo cerveza. Sigurdur Óli había cogido las vacaciones de verano y organizaba una barbacoa en su casa a la menor oportunidad. Invitó a Erlendur y Elínborg a una de ellas. Erlendur se mostraba un tanto reacio. No sabía nada de Eva Lind, aunque pensaba que había dejado ya el tratamiento. Por lo que él sabía, lo había completado. Sindri Snær no había vuelto a ponerse en contacto con él.

Omar no paraba de hablar, sobre todo acerca de sí mismo, y Erlendur intentó limitar aquel derroche de palabras.

—Como te dije por teléfono… —comenzó Erlendur.

—Sí, sí, eso mismo, lo vi todo en las noticias, el esqueleto de Kleifarvatn. Pensáis que se trata de un crimen y…

—Sí —le interrumpió Erlendur—, pero lo que no ha aparecido en las noticias y que no sabe nadie, y que tú tendrás que mantener en secreto, es que el esqueleto estaba atado a un radiorreceptor ruso de los años sesenta. Habían manipulado el aparato para ocultar su origen, pero no cabe duda de que procedía de la Unión Soviética.

Omar les miró, y ambos pudieron darse cuenta de cómo crecía su interés según digería la información. Era como si se fuera haciendo más precavido, y adoptó gestos de alto funcionario.

—¿Cómo puedo ayudaros en este asunto? —preguntó.

—Las preguntas que nos planteamos se refieren, principalmente, a si en Islandia se practicó el espionaje de algún modo durante esos años, y cuál es la probabilidad de que se trate de un islandés o de algún funcionario de una embajada extranjera.

—¿Habéis estudiado las desapariciones que hubieron en aquella época? —preguntó Omar.

—Sí —respondió Elínborg—. Ninguna de ellas parece guardar relación con aparatos de escucha rusos.

—Yo no creo que hubiera islandeses dedicados seriamente al espionaje —dijo Omar tras una larga reflexión, y los dos policías tuvieron la sensación de que estaba eligiendo las palabras con mucho cuidado—. Sabemos de algunos casos en que se intentó hacer trabajar a algunos como espías, tanto por los países del Este como por los de la OTAN, y sabemos que en algunos de los países de nuestro entorno se practicaba el espionaje de una u otra forma.

—¿En los otros países nórdicos, por ejemplo? —preguntó Erlendur.

—Sí —dijo Omar—. Pero, naturalmente, hay una pega en todo esto. Si hubo islandeses que trabajaron como espías en uno u otro lado, no tenemos ni idea de quiénes fueron, en caso de que hubieran tenido éxito. Nunca se ha descubierto ningún auténtico espía islandés.

—¿Existe alguna otra explicación imaginable para la presencia del aparato ruso atado al esqueleto? —preguntó Elínborg.

—Naturalmente —respondió Omar—. No tiene por qué estar necesariamente relacionado con el espionaje. Ahora bien, probablemente vuestra intuición es razonable. No es nada improbable que un hallazgo tan anómalo de restos humanos guarde cierta relación, al menos, con los antiguos países del Pacto de Varsovia.

—¿Un espía podría proceder, digamos, del Ministerio de Asuntos Exteriores? —preguntó Erlendur.

—Que yo sepa, no ha desaparecido nunca ningún empleado del ministerio —dijo Omar esbozando una sonrisa.

—Lo que quiero decir es, ¿dónde preferirían los rusos, por ejemplo, conseguir un espía a su favor?

—Probablemente, en cualquier lugar de la Administración —dijo Omar—. Nuestro funcionariado es muy pequeño, y todos se conocen y resulta difícil guardar un secreto dentro del grupo. Las relaciones con las fuerzas norteamericanas de defensa se encauzaban principalmente a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, de modo que habría resultado ventajoso tener a alguien allí. Pero lo cierto es que imagino que a esos espías extranjeros les bastaría con leer los periódicos islandeses, cosa que hacían, naturalmente. Todo estaba allí. En una democracia como la nuestra siempre hay muchas discusiones y es difícil esconder algo.

—Y luego estaban las recepciones —dijo Erlendur.

—Sí, no hay que olvidar los cócteles. Las embajadas se esmeraban en la elaboración de las listas de asistentes. Aquí había poca gente y todos conocían a todos y estaban emparentados unos con otros, y también se aprovechaban de esa circunstancia.

—¿Nunca tuvisteis la sensación de que hubiera filtraciones de información? —preguntó Erlendur.

—Nunca, que yo sepa —respondió Omar—. Y si hubieran espiado aquí en cualquier medida, probablemente ya se habría descubierto cuando se hundió el sistema soviético y se revocaron las normas de seguridad que habían estado en vigor en los países del Pacto de Varsovia. Los antiguos espías de esos países han estado muy ocupados publicando sus memorias, y en ningún sitio se menciona a Islandia. Los archivos de esos países se abrieron, casi en su totalidad, y la gente pudo recuperar todos los documentos relacionados con ellos. En los antiguos países comunistas se practicaba un agobiante sistema de espionaje personal, y los informes se destruyeron antes de la caída del muro. Los pasaron por la trituradora de papel.

—Después de la caída del muro se descubrieron algunos espías en los países occidentales —dijo Elínborg.

—Ciertamente —ratificó Omar—. Me imagino que todo el sistema de espionaje está ahora patas arriba.

—Pero no se abrieron todos los archivos —dijo Erlendur—. No todo está a la vista de cualquiera.

—No, claro que no, aún existen secretos de Estado en esos países, exactamente igual que en Islandia. Pero yo no soy especialista en espionaje, ni en el extranjero ni aquí. En realidad sé muy poco más de lo que podáis saber vosotros, me temo. Siempre me ha parecido ridículo hablar de espías en Islandia. Se trata de algo muy alejado de nuestra forma de ser.

—¿Recuerdas cuando, hace años, unos buceadores encontraron varios aparatos sumergidos en Kleifarvatn? —preguntó Erlendur—. Era bastante lejos del lugar donde hemos encontrado el esqueleto, pero, en ambos casos, los artefactos parecen tener una conexión evidente.

—Recuerdo bien aquel hallazgo —dijo Omar—. Los rusos, como es lógico, lo negaron todo, y lo mismo hicieron otras embajadas del Pacto de Varsovia en Reikiavik. Fingieron no saber nada sobre aquellos hallazgos, pero imaginamos que no fue más que una forma de deshacerse de aparatos de escucha y transmisión, y de radios, que habían quedado anticuados, si no recuerdo mal. Supongo que no valía la pena el gasto de enviarlos de vuelta a sus respectivos países a través de la valija diplomática, y tampoco se podían tirar a un vertedero, de modo que…

—Intentaron esconderlos en el lago.

—Más o menos es eso lo que imagino que sucedió, pero, como digo, no soy especialista. Esos aparatos demostraron que aquí se practicaba el espionaje. De eso no cabe ninguna duda. Y no fue una sorpresa para nadie.

Callaron. Erlendur miró a su alrededor. El salón estaba repleto de recuerdos de todas partes del mundo, resultado de una larga vida de trabajo en el ministerio. Su mujer y él habían viajado mucho, y a los puntos más remotos del planeta. Había estatuitas de Buda y fotos de Omar junto a la Gran Muralla China, y en cabo Cañaveral con un cohete espacial al fondo. Erlendur vio también fotos de él con los distintos ministros a lo largo de los años.

Omar carraspeó. Era como si se estuviese planteando si ayudarlos más o dejar que siguieran su propio camino. Desde la mención de los aparatos rusos en el lago, le notaron más comedido con sus explicaciones, y tuvieron la sensación de que tenía especial cuidado con cada palabra que pronunciaba.

—No sería, bueno, no sé, quizá no sería ninguna tontería que hablaseis con Bob —dijo, por fin, vacilante.

—¿Bob? —repitió Elínborg.

—Robert Christie. Bob. Fue jefe de seguridad de la embajada norteamericana en los años sesenta y setenta, todo un caballero. Nos conocíamos muy bien y mantenemos el contacto, y siempre que voy por allí paso a visitarle. Vive en Washington, hace mucho que está jubilado, al igual que yo, pero tiene una memoria de elefante y es muy simpático.

—¿Y en qué puede ayudarnos? —preguntó Erlendur.

—Las embajadas se espiaban unas a otras —dijo Omar—. Me lo contó él mismo. Pero en qué medida lo hacían, eso no lo sé, ni creo que los islandeses participasen en el espionaje, pero las embajadas, tanto las de países de la OTAN como las del Pacto de Varsovia, tenían espías entre sus funcionarios. Me lo confirmó cuando terminó la guerra fría, y la historia también nos lo dice, claro. Una de las tareas de las embajadas era comprobar los movimientos de los funcionarios diplomáticos de los países enemigos. Sabían exactamente quiénes llegaban al país y quiénes se marchaban, en qué trabajaban, de dónde venían y adónde iban, sabían cómo se llamaban, conocían su vida privada, su situación familiar. Casi todos los esfuerzos se dedicaban a reunir ese tipo de información.

—¿Con qué objetivo? —preguntó Elínborg.

—Algunos de esos funcionarios eran espías importantes —dijo Omar—. Venían aquí, se quedaban una breve temporada y volvían a marcharse. Ocupaban diferentes niveles de la jerarquía, de modo que si al país llegaba una persona determinada, de cierta graduación, uno podía imaginarse que se estaba cociendo algo. Recordaréis las noticias de los viejos tiempos, cuando siempre se estaba expulsando de algún país a funcionarios diplomáticos. También se hizo aquí, y era bastante habitual en los países de nuestro entorno. Los estadounidenses echaban a unos cuantos rusos por espionaje. Los rusos negaban todas las acusaciones y respondían al momento expulsando de su país a unos cuantos americanos. Lo mismo sucedía en todo el mundo. Todos conocían las reglas del juego. Todos lo sabían todo sobre todos los demás. Unos vigilaban los movimientos de otros. Llevaban una contabilidad muy precisa de quiénes entraban en la embajada y quiénes volvían a salir.

Omar calló.

—Una de las prioridades, a las que se prestaba especial atención, era reclutar a gente —continuó—. Reclutar a nuevos espías.

—¿Te refieres a instruir a los diplomáticos para que trabajaran como espías? —señaló Erlendur.

—No, a reclutar espías entre el enemigo —dijo Omar con una sonrisa—. Entre los funcionarios de las otras embajadas, para que espiaran a su favor. Naturalmente, intentaban reclutar a gente de arriba y de abajo, de cualquier nivel, para espiar y proporcionar información, pero los funcionarios diplomáticos eran los más cotizados.

—¿Y? —dijo Erlendur.

—Bob podría ayudaros en eso.

—¿Y qué es «eso»? —preguntó Elínborg.

—Los funcionarios de las embajadas —respondió Omar.

—No entiendo qué… —dijo Elínborg.

—¿Quieres decir que él puede saber si sucedió algo poco habitual o poco normal? —quiso saber Erlendur.

—Seguramente no os podrá dar detalles de lo que sucedía. No se los cuenta a nadie. Ni a mí ni, desde luego, a vosotros. Le he preguntado bastantes veces al respecto, pero se limita a reírse. Pero podría deciros alguna cosa inocente que pudo despertar entonces cierto interés superficial y que a lo mejor fue difícil de explicar, algo anómalo.

Erlendur y Elínborg miraron a Omar sin entender nada de lo que les decía.

—Como, por ejemplo, si hubo alguien que vino al país y no volvió a irse —prosiguió Omar—. Eso os lo podría contar él.

—¿Estás pensando en el aparato ruso de escucha? —preguntó Erlendur.

Omar asintió.

—¿Y vosotros? Vosotros también comprobabais quiénes trabajaban en las embajadas y qué clase de personas eran, ¿no?

—Lo hacíamos. Siempre nos informaban sobre cambios en el personal, nuevos funcionarios y cosas de esas. Pero nosotros no teníamos ocasión, ni ganas, de supervisar lo que ya hacían las embajadas.

—De modo que si, por ejemplo, hubiera venido alguien a la embajada en Reikiavik de uno de los estados comunistas —dijo Erlendur— y hubiera estado trabajando en ella durante cierto tiempo, y en la embajada norteamericana no tuvieran constancia de que hubiera vuelto a salir del país, ¿eso lo sabría Bob?

—Exactamente —dijo Omar—. Creo que Bob podría ayudaros en cuestiones de este estilo.

Marion Briem arrastró la botella de oxígeno hasta el salón, después de invitar a Erlendur a entrar. Este miró a su alrededor pensando si aquel sería también su destino cuando fuera viejo, languidecer solo en su casa, destrozado y apartado de todos, teniendo que llevar a rastras una bombona de oxígeno. Por lo que sabía, Marion no debía de tener hermanos, y tampoco abundaban los amigos. Sólo sabía que aquel vejestorio de la bombona nunca se había arrepentido de no haber fundado una familia.

—¿Para qué? —le había dicho Marion en una ocasión, muchos años atrás—. Las familias no son más que un fastidio y una molestia.

Y entonces salió a relucir la familia de Erlendur, cosa que no sucedía con frecuencia porque a él no le gustaba hablar de sí mismo. Marion le preguntó por sus hijos y quiso saber si mantenía el contacto con ellos. Aquello había sucedido hacía muchos años.

—Son dos, ¿verdad? —preguntó Marion.

Erlendur estaba sentado en el despacho escribiendo un informe sobre un caso de fraude que estaba investigando, cuando de pronto apareció Marion y se puso a hacerle preguntas sobre su familia. El caso de fraude trataba de dos hermanas que le habían quitado todo el dinero a su madre y la habían dejado completamente arruinada. Por eso Marion decía que las familias no eran más que un fastidio y una molestia.

—Sí, son dos —respondió Erlendur—. ¿Podemos hablar del caso que tengo entre manos? Creo que…

—¿Y cuándo les viste por última vez? —preguntó Marion.

—Creo que eso a ti no te…

—No, a mí no me interesa, pero a ti sí, ¿o no es así? ¿No te importa lo más mínimo tener dos hijos?

Los recuerdos abandonaron a Erlendur cuando se sentó en el sofá delante de Marion, que se hundió en el viejo sillón. Era por eso que Erlendur no soportaba a quien había sido su superior en la policía. Suponía que era el mismo motivo por el que el antiguo jefe de la policía recibía tan pocas visitas. Marion no coleccionaba amigos. Todo lo contrario. Ni siquiera Erlendur, que iba a su casa de vez en cuando, podía considerarse un amigo de verdad.

Marion miró a Erlendur y se puso la mascarilla de oxígeno. Así pasó un buen rato sin que ninguno de los dos dijera nada. Por fin, Marion volvió a quitarse la mascarilla. Erlendur carraspeó.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó.

—No me quito el cansancio de encima —dijo Marion—. Me paso el día durmiendo. A lo mejor es por el oxígeno.

—Probablemente es demasiado sano para ti —se burló Erlendur.

—¿Por qué andas siempre rondando por aquí? —preguntó Marion con voz débil.

—No lo sé —preguntó Erlendur—. ¿Qué tal el western?

—Deberías verlo —dijo Marion—. Es sobre la obstinación. ¿Cómo va el caso de Kleifarvatn?

—Sigue su curso —contestó Erlendur.

—¿Y al hombre del Falcon? ¿Ya lo has encontrado?

Erlendur sacudió la cabeza pero dijo que había encontrado el coche. Su propietaria actual era una viuda que no sabía mucho sobre el Ford Falcon y que quería venderlo. Le contó a Marion que el individuo en cuestión, Leopold, tenía una identidad oculta. Ni siquiera su novia sabía nada de él. No existía ninguna foto suya y no aparecía en los registros oficiales. Era como si no hubiera existido nunca, como si hubiera sido producto de la imaginación de aquella mujer que trabajaba en la lechería.

—¿Por qué buscas a ese hombre? —preguntó Marion.

—No lo sé —dijo Erlendur—. Me lo han preguntado unas cuantas veces. No tengo ni idea. Por la mujer que trabajó hace años en una lechería. Por el tapacubos que le faltaba al coche. Por un coche bastante nuevo que acabó en una estación de autobuses. En todo esto hay algo que no encaja.

Marion volvió a entornar los ojos y se hundió aun más en el sillón.

—Tenemos el mismo nombre —comentó Marion, tan bajo que Erlendur no estaba seguro de haberle oído bien.

—¿Qué? —dijo, inclinándose sobre el sillón—. ¿Qué dices?

—John Wayne y yo —dijo Marion—. El mismo nombre.

—¿Qué tontería es esa? —dijo Erlendur.

—No es ninguna tontería. ¿No te parece raro? John Wayne.

Erlendur iba a responderle cuando vio que Marion dormía. Cogió la funda del vídeo y leyó la descripción de la película. Centauros del desierto. Una película sobre la obstinación, pensó.

Miró a Marion y de nuevo a la funda, en la que se veía a John Wayne montado a caballo y armado con un rifle. Miró el televisor, en su nicho del salón, metió la cinta en el reproductor, encendió la tele, volvió a sentarse en el sofá y se puso a ver Centauros del desierto mientras Marion dormía apaciblemente.