Los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores se mostraron plenamente dispuestos a colaborar con la policía. Sigurdur Óli y Elínborg habían acudido a una entrevista con el director general, un hombre agradable, de la edad de Sigurdur Óli. Se conocían de sus años de estudiantes en Estados Unidos y mencionaron sus recuerdos comunes de aquella época. El director general dijo que el mensaje de la policía le había sorprendido mucho y que quería que para empezar le explicaran por qué querían información sobre antiguos funcionarios de las embajadas extranjeras en Reikiavik. No le contaron nada.
—No es más que una simple comprobación de rutina, como tantas —respondió Elínborg con una sonrisa.
—Y no estamos hablando de todas las embajadas extranjeras —añadió Sigurdur Óli, también con una sonrisa—. Sólo las de los antiguos países del Este.
El director general les miró.
—¿Estáis hablando de los antiguos países comunistas? —preguntó. Saltaba a la vista que su curiosidad no estaba satisfecha—. ¿Por qué esos? ¿Qué pasa con ellos?
—Una comprobación de rutina, como tantas otras —repitió Elínborg.
Estaba pletórica. La presentación del libro había sido un rotundo éxito y aún se sentía en el séptimo cielo por la reseña aparecida en el principal periódico del país, en la que no se ahorraban comentarios elogiosos sobre el libro, las recetas y las fotos, terminando con la observación de que esperaban que no fuera lo último que publicaba Elínborg, la investigadora policial a la vez que gourmet.
—Los países comunistas —dijo el director general, pensativo—. ¿Qué habéis encontrado en el lago?
—No tenemos ni idea de si existe alguna relación con las embajadas —dijo Sigurdur Óli.
—Creo que lo mejor será que vengáis conmigo —dijo el director general, poniéndose de pie—. Vamos a hablar con el subsecretario, si es que está.
El subsecretario del ministerio les invitó a pasar a su despacho y escuchó lo que pedían. Intentó sonsacarles para qué necesitaban esa información en particular, pero ellos no soltaron prenda.
—¿Tenemos alguna lista de esos funcionarios? —preguntó el subsecretario, un hombre delgado y extraordinariamente alto, con gesto de preocupación y grandes bolsas bajo unos ojos cansados.
—Sí, la verdad es que sí —contestó el director general—. Hará falta algo de tiempo para recopilar todos esos informes, pero no es ningún problema.
—Pues entonces, así lo haremos —dijo el subsecretario.
—¿Se practicaba el espionaje en Islandia durante la guerra fría? —preguntó Sigurdur Óli.
—¿Pensáis que tal vez era un espía el que estaba en el lago? —preguntó el subsecretario.
—No podemos entrar en los detalles de la investigación, pero pensamos que los huesos están en el lago desde antes de 1970 —dijo Elínborg.
—Sería muy inocente pensar que aquí no se practicaba el espionaje —dijo el subsecretario—. Se hacía en todos los países de nuestro entorno, y por entonces Islandia era una base militar muy importante, mucho más que hoy día. Aquí había un montón de embajadas, tanto de los países del Este como, naturalmente, de los países nórdicos, el Reino Unido, Estados Unidos y Alemania Occidental.
—Cuando hablamos de espionaje —dijo Sigurdur Óli—, ¿de qué estamos hablando, exactamente?
—En su mayor parte, creo que se trataba de vigilar lo que hacían los otros —dijo el subsecretario del ministerio—. En algunos casos se intentaba buscar contactos. Se intentaba que alguien del otro lado trabajara para el de uno, o algo así. Luego estaba, naturalmente, la base de Keflavík y sus operaciones. Yo creo que, en realidad, todo esto no afectaba especialmente a los islandeses. Sin embargo, hay historias de intentos para hacerlos colaborar. —El subsecretario se quedó pensativo—. ¿Estáis buscando espías islandeses? —preguntó.
—No —dijo Sigurdur Óli, aunque no tenía ni la menor idea de lo que realmente estaban buscando—. ¿Existieron espías islandeses? ¿No resulta total y absolutamente absurdo?
—Quizá deberían hablar con Omar —dijo el director general.
—¿Omar? —preguntó Elínborg.
—Fue subsecretario del ministerio durante la mayor parte de la guerra fría —explicó el director general—. Un hombre ya muy anciano pero aún muy fuerte —añadió, dándose un golpe con el índice en la cabeza—. No se pierde ni una fiesta y es un individuo simpatiquísimo. Él conocía a todos los tipos de las embajadas. Quizá podría ayudaros.
Sigurdur Óli anotó el nombre.
—Pero tal vez sea un poco confuso hablar de auténticas embajadas —dijo el subsecretario—. Algunos de esos países no tenían por entonces nada más que un encargado de negocios, delegaciones comerciales u oficinas comerciales, como queráis llamarlo.
Los tres se reunieron en el despacho de Erlendur a mediodía. Erlendur había utilizado la mañana para localizar al campesino que estuvo esperando al hombre del Falcon y que le había dicho a la policía que el tipo en cuestión no había acudido a la cita. Su nombre figuraba en los informes policiales. Erlendur descubrió que las tierras de la granja habían pasado a ser, en parte, terreno edificable del municipio de Mosfellsbær. El campesino había abandonado la granja en 1980. Ahora vivía en una residencia de ancianos de Reikiavik.
Erlendur contó con la ayuda de un técnico que fue con sus aparatos al garaje donde estaba el Falcon y aspiró hasta la última mota de polvo que podía haber en el suelo del coche; también buscó manchas de sangre.
—No haces más que dar palos de ciego —dijo Sigurdur Óli, dando un gran mordisco a una baguette. Masticó deprisa, evidentemente no había terminado de hablar. No había acabado de masticar cuando se lo tragó—. ¿Qué intentas encontrar? —preguntó—. ¿Qué piensas hacer con este caso? ¿Pretendes investigarlo otra vez? ¿Crees que no tenemos nada mejor que hacer que fisgar en viejos casos de desaparición? Podríamos estar haciendo un millón de cosas en vez de eso.
Erlendur miró a Sigurdur Óli.
—Una mujer joven —dijo— está delante de la lechería en la que trabaja, esperando a su compañero. No llega. Tienen intención de casarse. Se encuentran en buena situación. Como suele decirse, su futuro parece brillante. Todo parece indicar que vivirán felices hasta el fin de sus días.
Sigurdur Óli y Elínborg estaban en silencio.
—Nada en la vida de ninguno de los dos indicaba que hubiera nada fuera de lugar —continuó Erlendur—. Nada indica que él se encuentre mal. Va a ir a buscarla después del trabajo. Es lo que hace siempre que está en la ciudad. Y no aparece. Sale del trabajo para ir a una entrevista pero no acude a la cita y desaparece para siempre. Algo apunta a que puede haberse ido a otra parte del país en autobús. Algo apunta a que se ha quitado la vida. Ese sería el motivo más obvio de la desaparición. Muchos islandeses padecen de depresión aguda aunque la mayoría consigue ocultarla. Y también existe la posibilidad de que alguien le haya matado.
—¿No puede ser un simple suicidio? —dijo Elínborg.
—En los registros oficiales no tenemos nada sobre un hombre llamado Leopold, desaparecido entonces —dijo Erlendur—. Es como si le hubiera mentido a la mujer. Níels, que llevaba la investigación, no hizo mucho caso de la desaparición. Incluso pensó que la mujer de la ciudad no era más que su amante y que él vivía en otra parte del país. Si no se trataba de un simple suicidio.
—¿De modo que tenía una familia en otra parte del país, y una mujer en Reikiavik que no era más que su amante? —dijo Elínborg—. ¿No es deducir demasiado del simple hecho de que su coche apareciera en la estación de autobuses?
—¿Quieres decir que a lo mejor se fue al este del país, a Vopnafjördur, por ejemplo, que es donde vivía, y dejó de venir a follar a Reikiavik? —preguntó Sigurdur Óli.
—¡Venir a follar a Reikiavik! —exclamó Elínborg—. ¿Cómo puede aguantarte la pobre Bergthóra?
—Eso no tiene por qué ser más absurdo que cualquiera de las otras posibilidades —dijo Erlendur.
—¿Es posible vivir en Islandia siendo bígamo? —preguntó Sigurdur Óli.
—No —respondió Elínborg, decidida—. Somos demasiado pocos.
—En Estados Unidos ponen anuncios para encontrar a esos individuos —dijo Sigurdur Óli—. Hay artículos especiales sobre ese tipo de desapariciones, precisamente, de delincuentes y bígamos. Algunos incluso asesinan por las buenas a su familia, desaparecen y crean una nueva.
—Naturalmente, es más fácil ocultarse en América —dijo Elínborg.
—Es posible —intervino Erlendur—. Pero ¿no es sencillo vivir una doble vida durante un tiempo, a pesar de la escasa población? Ese hombre pasaba mucho tiempo fuera de la ciudad, incluso semanas seguidas. Conoce a una mujer en Reikiavik y quizá se enamora de ella, o quizá no es más que un entretenimiento temporal. Cuando la relación llega a un punto serio, decide ponerle fin.
—Una dulce historia de amor urbano —dijo Sigurdur Óli.
—¿Pensaría la mujer de la lechería en esta posibilidad? —se preguntó Erlendur, pensativo.
—¿No pusieron anuncios para encontrar al tal Leopold? —preguntó Sigurdur Óli.
Erlendur ya lo había pensado y descubrió una breve nota en los diarios, en la que se hablaba de la desaparición del hombre y se rogaba, a quien pudiera haberle visto, que se pusiera en contacto con la policía. Se describía su vestimenta, su estatura y el color del pelo.
—No sacaron nada en claro —dijo Erlendur—. No había ninguna foto suya. Níels me dijo que no le dijeron a su compañera que no aparecía en los registros públicos.
—¿No se lo contaron? —se extrañó Elínborg.
—Claro, no era más que su amante —comentó Sigurdur Óli.
—Ya sabes cómo es Níels —repuso Erlendur—. Si encuentra alguna dificultad, se echa para atrás al momento. Estaba seguro de que a la buena mujer le había estado tomando el pelo aquel individuo y que debió de pensar que ya había padecido suficiente. No lo sé. Níels no es especialmente…
Erlendur no concluyó la frase.
—A lo mejor, el tipejo ese tenía otra mujer —afirmó Elínborg, pensativa—, y no se atrevió a decírselo. No hay nadie tan cobarde como un hombre infiel.
—Bueno, bueno —dijo Sigurdur Óli.
—¿No viajaba por todo el país vendiendo, qué era, maquinaria agrícola? —preguntó Elínborg—. ¿No andaba siempre de acá para allá por las aldeas y los pueblos? Quizá no sea tan absurdo imaginar que conoció a alguien y empezó una nueva vida. No se atrevió a decírselo a su novia de Reikiavik.
—¿Y ha seguido oculto desde entonces? —la interrumpió Sigurdur Óli.
—Claro que las condiciones eran muy diferentes aquí en torno a 1970 —dijo Erlendur—. Hacía falta un día entero para llegar a Akureyri en coche, la carretera de circunvalación no existía aún. Las comunicaciones eran mucho peores y las aldeas estaban mucho más aisladas.
—¿Quieres decir que en esos años había toda clase de lugarejos perdidos a los que no iba nunca nadie? —preguntó Sigurdur Óli.
—En algún sitio oí la historia de una mujer —dijo Elínborg— que tenía un novio estupendo y todo iba maravillosamente bien, hasta que un día él la llama por teléfono y le dice que han terminado, y después de intentar andarse con rodeos confiesa que está a punto de casarse con otra mujer. Su novia no tenía ni la más remota sospecha. Yo digo: no existen límites para lo miserables que pueden ser los hombres.
—¿Pero por qué vivía ese tal Leopold en Reikiavik con nombre falso? —preguntó Erlendur—. Si no se atrevía a decirle a su compañera que había conocido a alguien en otro sitio y había empezado una nueva vida. ¿Por qué tanto disimulo?
—¿Qué podemos saber de esa clase de individuos? —dijo Elínborg, resignada.
Callaron.
—¿Y qué hay del cadáver del lago? —preguntó Erlendur.
—Yo creo que estamos buscando a un extranjero —dijo Elínborg—. Me parece totalmente absurdo que sea un islandés el hombre que ha aparecido atado a un receptor de radio ruso. No consigo imaginarme que esas cosas pudieran pasar aquí.
—La guerra fría —dijo Sigurdur Óli—. Una época extraña.
—Sí, una época extraña —dijo Erlendur.
—La guerra fría era puro miedo al fin del mundo —dijo Elínborg—. Así fue en toda mi infancia. No había forma alguna de librarse. El fin del mundo estaba siempre cerniéndose sobre nosotros. Esa es la única guerra fría que conozco yo.
—Una simple avería en un aparato y ¡patapum! —dijo Sigurdur Óli.
—Por algún sitio tenía que rezumar ese miedo —comentó Erlendur—. En lo que hacemos. En nuestra forma de ser.
—¿Quieres decir en suicidios, como el del hombre del Falcon? —dijo Elínborg.
—A menos que esté felizmente perdido en Hvammstangi o en cualquier otro lugar en el extremo opuesto del país —repuso Sigurdur Óli, que arrugó el papel del bocadillo y lo tiró al suelo, justo al lado de la papelera.
Sigurdur Óli y Elínborg ya se habían ido cuando sonó el teléfono de Erlendur. Escuchó la voz de un hombre que no conocía.
—¿Eres Erlendur? —preguntó la voz, grave y airada.
—Sí, ¿con quién hablo? —dijo Erlendur.
—Te pido que dejes en paz a mi mujer —ordenó la voz.
—¿A tu mujer?
Aquellas palabras le sorprendieron. Ni tan siquiera se le ocurrió que el hombre del teléfono pudiera estar hablando de Valgerdur.
—¿Está claro? —dijo la voz—. Sé lo que estás haciendo y quiero que pares de una vez.
—Ella es perfectamente capaz de decidir lo que quiere hacer —dijo Erlendur, cuando comprendió que era el marido de Valgerdur.
Recordó lo que esta le había contado sobre las infidelidades de su esposo, y que su intención inicial había sido utilizar a Erlendur a modo de venganza contra él.
—La vas a dejar en paz —ordenó la voz, ahora en un tono más amenazante.
—Cállate, idiota —exclamó Erlendur, y colgó.