13

La pareja paseaba por la acera, el hombre un poco delante y la mujer detrás. Era una bonita tarde de primavera. Los rayos del sol se extendían sobre la superficie del mar, y a lo lejos retumbaba un chubasco. La pareja no parecía darse cuenta de la belleza de la tarde en esa ocasión. Avanzaban dando zancadas y el hombre parecía muy abatido. Hablaba sin cesar. La mujer le seguía en silencio, intentando no quedarse atrás.

Él les observaba por la ventana, miraba el sol del atardecer y pensaba en cuando era joven y el mundo comenzó a hacerse tan complicado y difícil de manejar.

Fue cuando empezó la tragedia.

Terminó el primer invierno en la universidad con magníficas calificaciones y volvió a Islandia a pasar el verano. Trabajó en el periódico del partido durante los meses de verano, escribiendo artículos sobre la reconstrucción de Leipzig. En las reuniones hablaba de la vida de los estudiantes y discutía los lazos históricos y culturales de Islandia y la ciudad alemana. Se reunía con los líderes del partido. Le tenían reservadas importantes misiones. Estaba deseoso de volver a ponerse en camino. Estaba convencido de que tenía una gran misión que cumplir, quizá mayor que la de otros. Decían que tenía un espléndido futuro por delante.

En otoño volvió a embarcar hacia Alemania, y sus segundas Navidades en la residencia de estudiantes se acercaron. Los islandeses estaban expectantes porque varios de ellos recibirían paquetes de comida de sus casas, típicos alimentos navideños islandeses como carne ahumada, pescado salado y seco, además de dulces e incluso libros. Karl ya había recibido su paquete, y el olor a carne ahumada se extendió por toda la residencia cuando se puso a cocer una pierna de cordero de Húnavatn, donde tenía una granja su tío materno. En la caja había también una botella de aguardiente islandés, de la que se apropió Emil.

Sólo Rut tenía suficiente dinero para irse a Islandia durante las fiestas. También era la única que desde la vuelta de las vacaciones veraniegas había sufrido de auténtica añoranza, y los demás pensaban que tal vez no volvería. La vieja mansión estaba medio vacía, porque casi todos los estudiantes alemanes que se alojaban allí se habían marchado a sus casas, al igual que algunos de los procedentes de los países vecinos que tenían permiso de viaje y podían disfrutar de descuentos en el precio de los trenes.

De modo que no era muy numeroso el grupo que se congregó en la cocina alrededor de la pierna de cordero ahumada, con la botella de aguardiente que Emil había puesto en el centro de la mesa, en el puesto de honor, como dijo él. Dos suecos de la residencia habían traído patatas, y otros col lombarda, y, de alguna manera, Karl había logrado preparar una bechamel bastante decente para acompañar la carne. El mentor, Lothar Weiser, que se había hecho muy amigo de los islandeses, asomó por allí y le invitaron al festín. Se llevaban estupendamente con él. Lothar era parlanchín y estaba muy interesado en la política, y de vez en cuando intentaba sonsacarles sus opiniones sobre la universidad, Leipzig, la República Democrática Alemania, el secretario general Walter Ulbricht y la economía planificada. Quería saber si pensaban que Ulbricht mostraba excesivo seguidismo con la Unión Soviética, y con frecuencia les preguntaba por los sucesos de Hungría, cuyos lazos de amistad con la Unión Soviética intentaba romper el imperialismo norteamericano con emisiones de radio y toda clase de agitación anticomunista. Estaba convencido de que los jóvenes eran demasiado influenciables por la propaganda y que estaban dispuestos a cerrar los ojos ante las auténticas intenciones del imperialismo occidental.

—¿Y no podemos dejar eso y pasarlo bien? —preguntó Karl cuando Lothar empezó a hablar de Ulbricht.

Bebió un buen trago de la botella. Hizo unos aspavientos horribles y se quejó de que nunca le había gustado el aguardiente.

Ja, ja, natürlich —dijo Lothar, y se echó a reír—. Basta de política.

Hablaba islandés. Dijo que lo había aprendido en Alemania, y los chicos pensaban que debía de ser un genio para los idiomas, porque sin haber estado nunca en Islandia su islandés era casi tan bueno como el de ellos. Le preguntaron cómo había llegado a dominar tan bien la lengua, y respondió que había escuchado grabaciones, entre otras cosas en la radio. Les resultaba especialmente divertido cuando se ponía a entonar canciones infantiles.

«Se avecinan precipitaciones» era una frase, aprendida en las predicciones meteorológicas, que repetía una y otra vez.

En el paquete de Karl había dos cartas con noticias de lo más importante que había sucedido en Islandia durante el otoño, así como recortes de prensa. Estuvieron charlando sobre las noticias de casa y todos recordaron que, como ya era habitual, Hannes no había ido a la fiesta.

—Ah, sí, Hannes —dijo Lothar con una sonrisita.

—Le hablé de esta reunión —comentó Emil, tomando un sorbo de aguardiente.

—¿Por qué es tan misterioso? —preguntó Hrafnhildur.

—Sí, es cierto, es un tipo lleno de secretos —dijo Lothar.

—Me resulta raro —explicó Emil—. No asiste a las reuniones de la FDJ ni a las conferencias que organizan. Nunca le he visto en las brigadillas de trabajo voluntario. ¿Es demasiado fino para trabajar en las ruinas? ¿O es que somos demasiada poca cosa para él? ¿Se cree mejor que nosotros? Tomas, tú has hablado con él.

—Creo que lo que quiere Hannes es acabar la carrera cuanto antes —respondió, encogiéndose de hombros—. Sólo le queda este año.

—Siempre se decía que era una especie de estrella del partido —dijo Karl—. Siempre oí decir de Hannes que tenía auténtica madera de líder. Aquí no lo demuestra. Creo que este año no le he visto más de dos veces, y no me hizo ni caso.

—Es cierto, se le ve poco —corroboró Lothar—. Es un poco depresivo —añadió, sacudiendo la cabeza.

Tomó un sorbo de aguardiente e hizo una mueca.

Oyeron que se abría la puerta de la calle, en el piso de abajo, sonido que fue seguido por unos pasos en la escalera, y dos chicos y una chica aparecieron en la penumbra de un extremo del pasillo. Eran unos estudiantes a los que Karl apenas conocía.

—Nos enteramos de que teníais cena islandesa de Navidad —dijo la chica cuando llegaron a la puerta de la cocina y observaron la mesa del festín.

Quedaba bastante cordero y los que estaban más cerca de la puerta se apartaron un poco para dejarles sitio en la mesa. Uno de los chicos sacó dos botellas de vodka con gran alborozo. Se presentaron, los dos hombres eran de Checoslovaquia, y la mujer, de Hungría.

La joven se sentó a su lado, y él sintió como si de pronto se quedara sin fuerzas. Había intentado no mirarla demasiado desde que surgió de la penumbra del pasillo, pero al verla por primera vez se agitaron en su interior sentimientos cuya existencia ignoraba y que le resultaba difícil comprender. Sucedió algo extraño y asombroso, y de repente tuvo una extraña sensación de alegría y bienestar, aunque también de timidez. Nunca, ninguna mujer había producido en él un efecto como aquel.

—¿Tú también eres de Islandia? —le preguntó en un estupendo alemán, volviéndose hacia él.

—Sí, soy de Islandia —balbuceó él en un alemán que ya sabía hablar con gran corrección.

Dejó de mirarla en cuanto se dio cuenta de que tenía los ojos clavados en ella desde que se sentó a su lado.

—¿Qué cosa horrible es esa? —preguntó ella, señalando una cabeza de cordero que aún seguía entera sobre la mesa.

—Una cabeza de cordero, cortada por la mitad y chamuscada al fuego —dijo y la vio hacer una mueca.

—Pero ¿quién es capaz de comer eso? —preguntó la joven.

—Los islandeses —fue la respuesta—. En realidad está muy bueno —añadió, aunque más bien vacilante—. La lengua y las mejillas…

Calló al darse cuenta de que no sonaba demasiado apetitoso.

—Y oye, ¿os coméis también los ojos y el morro? —preguntó la muchacha, con evidente asco.

—¿El morro? Sí, también. Y los ojos.

—No debéis de tener mucha variedad para comer, si os zampáis esto —dijo la joven.

—Éramos un pueblo muy pobre —respondió él, asintiendo además con la cabeza.

—Me llamo Ilona —dijo la joven, extendiendo la mano.

Se saludaron, y él le dijo que se llamaba Tomas.

Uno de los que llegaron con ella la llamó. Tenía un plato lleno a rebosar de carne ahumada y patatas, al igual que su compañero, y la animó a imitarles, estaba muy bueno. Ilona se levantó, cogió un plato y cortó una loncha de carne.

—Nunca comemos suficiente carne —dijo sentándose otra vez a su lado.

—Efectivamente —respondió él, por decir algo.

—Humm, está muy bueno esto —alabó ella con la boca llena de carne ahumada.

—Mejor que los ojos de cordero —dijo él.

Estuvieron de cháchara hasta la madrugada. Otros estudiantes se enteraron de que allí había una fiesta y la casa se llenó de gente. Sacaron de algún sitio un viejo gramófono y alguien trajo discos de Sinatra. Avanzada ya la noche, representantes de las distintas naciones cantaron por turnos melodías de su tierra. Todo empezó cuando Karl y Emil cantaron un poema muy triste de Jónas Hallgrímsson, los dos muy afectados por todo lo que habían recibido de sus respectivas casas. Luego empezaron los húngaros, los checos, los suecos y, finalmente, los alemanes y un estudiante de Senegal que lloraba al recordar las cálidas noches de África. Hrafnhildur quiso saber cuáles eran las palabras más bonitas de la lengua de cada uno y hubo cierto tira y afloja hasta que se pusieron de acuerdo en que una persona de cada país de los allí presentes recitaría lo más bonito que se hubiera compuesto en su lengua. Entre los islandeses no había disputa. Hrafnhildur se puso en pie y empezó con las palabras más bellas nunca compuestas en lengua islandesa, unos versos de Jónas Hallgrímsson:

La estrella del amor

sobre campos de lava,

oculta por las nubes de la noche;

rio desde el cielo,

por las tristes ansias

de un joven del hondo valle.

El recitado estuvo transido de emoción y, aunque la mayor parte de los asistentes no comprendía el islandés, se produjo un silencio en todo el grupo hasta que explotaron en un estruendoso aplauso y Hrafnhildur hizo una gran reverencia.

Ilona y él seguían sentados juntos a la mesa de la cocina, y ella le miró con ojos interrogantes. Él le habló del joven del poema, que recordaba un largo viaje por las regiones desiertas de Islandia, con una muchacha joven a la que deseaba. Sabía que jamás podrían consumar su amor, y con esos melancólicos pensamientos volvía triste y solo a su valle natal. Sobre él titilaba la estrella del amor que le había mostrado el camino y que ahora había desaparecido tras las nubes, y pensaba que aunque no pudieran amarse, su amor sería eterno.

Ella le miraba mientras hablaba, y fuera por la historia del triste muchacho o por cómo se la dijo, o simplemente por el aguardiente islandés, la chica le besó de pronto en los labios con tanta dulzura que él se sintió de nuevo como un niño.

Rut no volvió después de las vacaciones de Navidad. Envió cartas a todos y cada unos de sus amigos en Leipzig, y en la dirigida a él mencionaba las condiciones de vida y esto y aquello, y él pudo comprender que se había hartado. O quizá la añoranza era demasiado fuerte. Lo comentaron en la cocina de la residencia. Karl dijo que la echaba de menos, y Emil asintió. Hrafnhildur dijo que era demasiado blanda.

La siguiente vez que vio a Hannes le preguntó por qué no había querido ir a la residencia a pasar la noche con ellos. Fue después de una clase de cálculo de estructuras, a la que Hannes asistía también, y que fue todo menos normal. Unos veinte minutos después de empezar se abrió la puerta y entraron tres estudiantes que dijeron ser responsables de la FDJ y pidieron permiso para decir unas palabras. Iban acompañados por otro estudiante al que Tomas había visto algunas veces en la biblioteca y que pensaba que estudiaba literatura alemana. Llevaba la cabeza gacha. El que parecía estar al frente del grupo dijo que era secretario de la FDJ y empezó a hablar de la unidad de los estudiantes. Les recordó los cuatro objetivos de la actividad universitaria: enseñar el marxismo a los estudiantes, hacerlos socialmente activos, hacerles llevar a cabo trabajos sociales comunitarios decididos por los jóvenes comunistas, y crear una clase de intelectuales que más tarde se habrían de convertir en profesionales, cada uno en su campo.

Se volvió hacia el estudiante y explicó que este había confesado que escuchaba emisoras de radio occidentales y que había prometido no volver a hacerlo. El chico levantó la cabeza y dio un paso al frente, reconoció su delito y dijo que no volvería a escuchar emisoras de radio occidentales. Afirmó que estaban corrompidas por el imperialismo y el ansia de beneficios de la economía capitalista, y exhortó a todos los de la clase a escuchar única y exclusivamente emisiones de la Europa del Este.

El secretario le dio las gracias y pidió a la clase que siguieran su ejemplo y juraran que ninguno de los allí presentes escucharía emisiones de radio occidentales. La clase satisfizo su exigencia, y el secretario se volvió hacia el profesor, pidió disculpas por la interrupción, y el grupito volvió a salir del aula.

Hannes, que estaba sentado dos filas delante de él, se volvió y le miró, con un gesto de ira y profunda tristeza.

Cuando terminó la clase, Hannes salió primero. Tomas echó a correr y lo agarró del brazo para detenerlo. En un tono un poco brusco, le preguntó si ocurría algo.

—¿Que si ocurre algo? —repitió Hannes—. ¿Te parece bien lo que ha pasado hace un rato? ¿Viste al pobre chico?

—Hace un rato —dijo—, no, yo… pero, claro, hay que… tenemos que…

—Déjame en paz —le interrumpió Hannes—. Déjame en paz de una vez, por favor.

—¿Por qué no viniste a la cena de Navidad? Los demás piensan que te crees superior a todos nosotros —dijo.

—Eso no son más que chismes —espetó Hannes, que aceleró el paso para librarse de él.

—¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Por qué te comportas así? ¿Qué ha sucedido? ¿Qué te hemos hecho?

Hannes se detuvo en el pasillo.

—Nada, vosotros no me habéis hecho nada —respondió—. Lo único que quiero es que me dejéis en paz. En primavera acabaré los estudios, y se acabó. Nada más. Y me iré a casa, y ya está. Esta farsa. ¿No lo has visto? ¡¿No has visto lo que le han hecho a ese chico?! ¡¿Es eso lo que quieres en Islandia?!

Y se marchó a grandes zancadas.

—Tomas.

Oyó una voz que le llamaba a su espalda. Se dio la vuelta y vio a Ilona que le hacía señas. Le sonrió. Habían quedado en verse después de clase. El día siguiente al banquete de la carne ahumada, había ido a la residencia y había preguntado por él. Desde entonces, se veían con regularidad. Aquel día fueron a dar un largo paseo por la ciudad y se sentaron al lado de la iglesia de Santo Tomás. Le contó la historia de los dos amigos y escritores islandeses que vivieron en la ciudad y se sentaron justo donde estaban sentados ellos en aquel momento. Uno murió de tuberculosis. El otro se convirtió en el escritor más importante del país.

—Siempre te pones muy triste cuando hablas de tus islandeses —dijo ella con una sonrisa.

—Pero me parece una historia grandiosa. Que pasearan por las mismas calles que yo en esta ciudad. Dos poetas islandeses.

Allí, al lado de la iglesia, se dio cuenta de que Ilona estaba intranquila, y como alerta. Miraba a su alrededor como si estuviera buscando algo.

—¿Pasa algo? —preguntó él.

—Hay un hombre…

Calló.

—¿Qué hombre?

—Ese de allí —dijo Ilona—. No mires, no vuelvas la cabeza. Le vi también ayer. Aunque no recuerdo dónde.

—¿Quién es ese? ¿Le conoces?

—Nunca le había visto antes, y ahora lo he visto dos veces en dos días.

—¿Es de la universidad?

—No, no creo. Es muy mayor.

—¿Qué quieres decir?

—Seguramente no es nada.

—¿Crees que te está siguiendo?

—No, no es nada. Ven.

Ilona no vivía en el campus, sino que tenía una habitación alquilada en la ciudad, y se dirigieron hacia allí. Él intentó comprobar si el hombre de Santo Tomás les seguía, pero no lo vio por ningún lado.

La habitación pertenecía a la pequeña vivienda de una viuda que trabajaba en una imprenta. Ilona dijo que era de lo más amable y que le daba total libertad en su cuarto. La mujer había perdido a su marido y a dos hijos en la guerra. Tomas vio sus fotos en las paredes. Los hijos llevaban el uniforme del ejército alemán.

En la habitación de Ilona había estanterías con libros, periódicos y revistas alemanes y húngaros, una gastada máquina de escribir y una cama. Ilona entró en la cocina y, mientras tanto, él se puso a hojear los libros y pulsó algunas teclas de la máquina de escribir. En la pared, encima de la cama, había fotos de gente que imaginó que serían parientes suyos.

Ilona volvió con dos tazas de té y golpeó la puerta con el talón para cerrarla. Puso las tazas con mucho cuidado sobre la mesa, al lado de la máquina de escribir. Evidentemente, estaban muy calientes.

—Estarán para tomar cuando hayamos terminado —dijo Ilona, que fue hacia él y le besó largo rato.

Él estaba un poco extrañado, pero la abrazó y la besó con gula hasta que los dos cayeron sobre la cama y ella empezó a quitarle el jersey y a desabrocharle el cinturón. Él era totalmente inexperto. Ya se había acostado con chicas, la primera vez al terminar el bachillerato, y también al celebrar la fiesta anual del órgano de prensa, pero habían sido unos encuentros bastante torpes. Él no era demasiado hábil pero tuvo la sensación de que ella sí lo era, de modo que, encantado, dejó que fuera ella la que lo dirigiera todo.

Ilona tenía razón. Cuando él se dejó caer a su lado y ella dejó escapar un largo suspiro, el té estaba ya a la temperatura adecuada.

Dos días más tarde, en el Auerbachkeller, ella no quería hablar nada más que de política, y al principio discutieron por primera y única vez. Se puso a hablar de la revolución rusa, y de cómo dio lugar a una dictadura, y que las dictaduras siempre eran peligrosas.

Él no quería discutir con ella, aunque sabía perfectamente que estaba equivocada.

—Fue gracias a la industrialización impulsada por Stalin por lo que se venció al nazismo alemán —dijo él.

—También hizo un pacto con Hitler —repuso ella—. Las dictaduras producen terror y esclavitud. Lo estamos comprobando ahora en Hungría. No somos un pueblo libre. Crearon sistemáticamente un estado comunista vigilado por la Unión Soviética. Nadie nos preguntó a nosotros, el pueblo, qué era lo que queríamos. Nosotros queremos ser dueños de nosotros mismos pero no nos dejan. A los jóvenes los meten en la cárcel. Algunos desaparecen. Dicen que a esa gente la envían a la Unión Soviética. Vosotros tenéis un ejército extranjero en vuestro país. ¿Te gustaría que fuera ese ejército el que mandara en tu país por la fuerza de las armas?

Él sacudió la cabeza.

—Mira las elecciones de aquí —siguió Ilona—. Dicen que son libres, pero sólo hay un partido donde elegir. ¿Qué tiene eso de libertad? Si tienes una opinión diferente te meten en la cárcel. ¿Eso, qué es? ¿Eso es socialismo? ¿Qué más puede decidir el pueblo en esas elecciones libres? ¿Quién no recuerda el levantamiento que se produjo aquí hace dos años, aplastado por la Unión Soviética? ¡Llegaron a disparar contra el pueblo en las calles, contra el pueblo que pedía cambios!

—Ilona.

—Y la vigilancia mutua —dijo Ilona, ya auténticamente furiosa—. Dicen que es para ayudarnos. Tenemos que espiar a nuestros amigos y a nuestros familiares y denunciar cualquier opinión antisocialista. Si sabes que alguien de tu clase oye emisoras de radio occidentales, tienes que informarles, y lo envían de una clase a otra a confesar su delito. Se anima a los niños a denunciar a sus padres.

—El partido necesita tiempo para adaptarse —dijo él.

Cuando se acabó la mayor parte de la novedad de vivir en Leipzig y la realidad se puso de manifiesto, los islandeses empezaron a discutir la situación. Él había llegado a una conclusión sobre la sociedad vigilada, lo que se conocía como «vigilancia mutua», que consistía en que cada ciudadano vigilaba a los demás y denunciaba las ideas o las conductas contrarias al socialismo. También la tiranía del Partido Comunista, la prohibición de expresar las propias ideas y la censura en la prensa, la obligatoriedad de la asistencia a reuniones y marchas. Pensaba que el partido no debería mantener en secreto aquellas formas de actuación, que haría mejor en reconocer que provisionalmente eran necesarios ciertos métodos para alcanzar los objetivos deseados y así crear el estado socialista. Estarían justificados si fueran solamente temporales. Más adelante no sería necesario seguir utilizándolos. La gente vería que el socialismo era el mejor sistema.

—La gente tiene miedo —dijo Ilona.

Él sacudió la cabeza y discutieron. Tomas todavía no estaba muy enterado de lo que sucedía en Hungría, y ella se ofendió porque ponía en duda sus palabras. Intento usar con ella los razonamientos de las reuniones en Reikiavik, lo que decía la dirección del partido y el movimiento juvenil, y lo que leía en los escritos de Marx y Engels, pero no sirvió de nada. Ilona se limitó a mirarle y repitió las mismas palabras:

—No puedes cerrar los ojos a todo esto.

—Dejáis que la propaganda de los estados imperialistas de Occidente os enfrenten a la Unión Soviética —dijo Tomas—. Quieren destruir la solidaridad de los estados comunistas porque les tienen miedo.

—Eso no es cierto —dijo ella.

Callaron. Sus vasos de cerveza estaban vacíos. Tomas estaba enfadado con ella. No había oído a nadie decir semejantes barbaridades sobre la Unión Soviética y los países de Europa Oriental, excepto en la prensa islandesa de derechas. Conocía la poderosa máquina propagandística de los estados occidentales, que era muy activa en Islandia, y reconocía que, entre otras cosas, por su culpa era necesario limitar la libertad de prensa y de expresión en los países de la Europa del Este, algo que le parecía comprensible durante la construcción de un estado socialista tras la Segunda Guerra Mundial. No lo veía como una represión ideológica.

—No debemos discutir —dijo ella.

—No —contestó él, dejando una moneda sobre la mesa—. Vámonos.

Al salir de la taberna, Ilona le miró, y él le devolvió la mirada. La joven intentaba decirle algo con gestos, y luego inclinó disimuladamente la cabeza hacia la barra.

—Ahí está —dijo.

Él miró en la dirección que ella le indicaba y vio al hombre que Ilona le había dicho que creía que la estaba siguiendo. Llevaba puesto el abrigo y bebía una cerveza como si nada. Era el mismo hombre que habían visto delante de la iglesia de Santo Tomás.

—Voy a hablar con él —dijo Tomas.

—No —repuso Ilona—. No. Vámonos.

Unos días después, Tomas vio a Hannes sentado a una mesa de la biblioteca y tomó asiento a su lado. Hannes no levantó la mirada, sino que siguió escribiendo con lápiz en un cuaderno.

—¿No te estará enredando? —preguntó Hannes, mientras escribía.

—¿Quién?

—Ilona.

—¿Conoces a Ilona?

—Sé quién es —dijo Hannes, levantando la vista.

Llevaba una gruesa bufanda y mitones.

—¿Sabes lo nuestro? —preguntó.

—Todo se sabe —dijo Hannes—. Ilona es húngara, de modo que no es tan pardilla como nosotros.

—¿Pardilla como nosotros?

—Olvídalo —respondió Hannes, que volvió a enfrascarse en su cuaderno.

Tomas alargó el brazo por encima de la mesa y cogió el cuaderno de Hannes. Este lo miró extrañado e intentó recuperarlo, pero no llegó.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué haces eso?

Hannes miró el cuaderno que Tomas sostenía en la mano levantada, y luego le miró a él.

—No quiero ni enterarme de lo que pasa aquí, sólo quiero irme a casa y olvidarme de todo esto —dijo—. Es una pura farsa. No llevaba aquí ni el tiempo que llevas tú cuando ya estaba harto.

—Pero sigues aquí.

—Es una buena universidad. Y necesité tiempo para comprender toda esta mentira y enfadarme.

—¿Qué es lo que yo no veo? —preguntó Tomas, temiendo anticipadamente la respuesta—. ¿Qué es lo que tú has conseguido ver? ¿Qué es lo que se me escapa de todo esto?

Hannes le miró a los ojos, pasó la vista a su alrededor por la biblioteca, miró luego el cuaderno que Tomas seguía manteniendo sobre su cabeza, y le miró de nuevo a los ojos.

—Sigue —dijo—. Mantén tus convicciones. No te desvíes del camino. Créeme, no ganarás nada si lo haces. Si te sientes bien con esto, no habrá ningún problema. No busques más. No sabes lo que podrías encontrar… —Hannes estiró la mano para recuperar el cuaderno—. Créeme —dijo—. Olvídalo todo.

Le entregó el cuaderno.

—¿E Ilona? —dijo.

—Olvídala a ella también —contestó Hannes.

—¿Qué quieres decir?

—Nada

—¿Por qué dices eso?

—Déjame en paz —dijo Hannes—. Déjame en paz, por favor.

Tres días más tarde estaba en un bosque en las afueras de la ciudad. Emil y él se habían inscrito en la Gesellschaft für Sport und Technik. Se suponía que era una gran sociedad deportiva que ofrecía hípica y competiciones de coches, junto a otras muchas cosas. Se animaba a los estudiantes a participar en trabajos sociales, exactamente igual que en los trabajos voluntarios organizados por la FDJ. Consistían en faenas de recolección en otoño durante una semana, limpieza de restos de la guerra una vez al semestre o en las vacaciones, trabajo en fábricas, o en el carbón, o cualquier otra cosa. Todos eran libres de no acudir, pero quienes no aceptaban el trabajo voluntario podían hacerse merecedores de un castigo.

Pensaba en esa manera de organizar las cosas mientras estaba en el bosque con Emil y otros compañeros, una semana de acampada por delante, que resultó estar destinada específicamente al entrenamiento militar.

Así era la vida en Leipzig. Casi nada era exactamente lo que parecía. Los estudiantes extranjeros eran vigilados, de modo que tenían mucho cuidado en no decir nada en público que pudiera molestar a sus anfitriones. Les instruían en los valores socialistas en reuniones obligatorias y el trabajo voluntario era voluntario sólo de nombre.

A todo esto se fueron acostumbrando con el tiempo, y lo llamaban «la farsa». Él creía que se trataba de una situación temporal. Algunos de sus compañeros no eran tan optimistas. Se rio él solo al darse cuenta de que la sociedad tecnicodeportiva no era más que una unidad militar disimulada. Emil no se lo tomaba tan bien como él. No lo veía nada divertido, y a diferencia de otros, él no hablaba de farsa. Nada le parecía divertido en Leipzig. Estaban acostados en su tienda de campaña la primera noche, con sus compañeros. Emil se había pasado toda la tarde hablando con auténtica pasión de un estado socialista en Islandia.

—Todas esas diferencias en un país tan pequeño, donde todos pueden ser iguales sin problema ninguno —dijo—. Quiero cambiar eso.

—¿Querrías un estado socialista como este de aquí?

—¿Por qué no?

—¿Con todo lo que conlleva? ¿La vigilancia? ¿La paranoia? ¿Los límites a la libertad de expresión? ¿El teatro?

—¿Ya te ha empezado a convencer?

—¿Quién?

—Ilona.

—¿Qué quieres decir con eso de que me ha empezado a convencer?

—Nada —dijo Emil.

—Tú también andas detrás de las chicas. Hrafnhildur me ha hablado de alguien del Claustro Rojo.

—Eso no es nada —dijo Emil.

—No, claro.

—Tarde o temprano tendrías que hablarme de Ilona —dijo Emil.

—No es tan ortodoxa como nosotros. Ve algunos problemas en el sistema y quiere solucionarlos. Es exactamente igual aquí y en Hungría, sólo que los jóvenes de allí quieren meter baza en el tema. Luchar contra la farsa.

—Luchar contra la farsa —exclamó Emil, furioso—. ¡Palabras! Mira cómo vive la gente en Islandia. Apiñados y muertos de frío en los barracones que trajo el ejército americano. Los niños pasan hambre. La gente casi ni puede vestirse decentemente. Y, entretanto, los peces gordos de la élite son cada vez más ricos. ¿Eso no es una farsa? ¿Qué tiene de malo que haya que vigilar a la gente y limitar la libertad de prensa temporalmente? Se trata de eliminar la injusticia. Eso puede exigir sacrificios. ¿Y qué tiene eso de malo?

Callaron. El silencio reinaba en el campamento y la oscuridad era absoluta.

—Yo haría lo que fuera por la revolución en Islandia —dijo Emil—. Lo que fuera necesario, con tal de eliminar la injusticia.

Estaba junto a la ventana mirando los rayos de sol y un lejano arcoíris, y sonrió al pensar en la sociedad deportiva. Vio a Ilona reír a carcajadas el día de la carne ahumada y pensó en el dulce beso que aún sentía en los labios, la estrella del amor y el joven triste del valle.