11

El primer secretario de la embajada rusa en Reikiavik tenía más o menos la edad de Erlendur pero era más delgado y su aspecto era mucho más sano. Cuando les recibió, tuvieron la sensación de que se esforzaba por adoptar un aire informal. Llevaba pantalones de color caqui y jersey y, esbozando una gran sonrisa, les dijo que estaba a punto de salir hacia el campo de golf. Invitó a Erlendur y Elínborg a sentarse en su despacho, y él también se sentó detrás de una gran mesa, siempre con su amplia sonrisa. Conocía el motivo de su visita. La cita había sido acordada con mucha antelación, de modo que Erlendur se sorprendió por la excusa del golf. Era como si tuvieran que concluir la reunión lo más deprisa posible y marcharse. Hablaron en inglés y, aunque el secretario de la embajada conocía el asunto, Elínborg se lo resumió en pocas palabras para dejar claro por qué era necesario aquel encuentro. Había aparecido un receptor de radio ruso atado al esqueleto de un hombre, que, a juzgar por las apariencias, había sido asesinado y hundido en el lago Kleifarvatn, en algún momento posterior a 1961. Aún no había trascendido a los medios de comunicación el hallazgo del receptor ruso.

—Desde 1960 ha habido bastantes embajadores soviéticos y luego rusos en Islandia —dijo el secretario, sonriendo seguro de sí mismo, como si nada de lo que le estaban diciendo tuviera que ver con él—. Los que estuvieron aquí en los años sesenta y principios de los setenta murieron hace mucho. Dudo que ellos supieran nada sobre el aparato ruso de ese lago. Y yo tampoco.

Sonrió. Erlendur le devolvió la sonrisa.

—¿Pero ustedes espiaron en este país durante la guerra fría? ¿O lo intentaron, al menos?

—Fue antes de mi época —dijo el secretario—. No puedo decir nada al respecto.

—¿Se refiere a que ya no espían?

—¿Qué vamos a espiar? Nos basta con entrar en internet, como todo el mundo. Además, esa base militar no importa ya demasiado. Si es que importa algo. Las zonas de conflicto del mundo se han desplazado. Estados Unidos ya no necesitan un portaaviones como Islandia. Nadie entiende qué están haciendo aquí, con una base de ustedes tan tremendamente cara. Si esto fuera Turquía, podría comprenderlo.

—La base no es nuestra —dijo Elínborg.

—Sabemos que algunos empleados de la embajada fueron expulsados del país porque eran sospechosos de espionaje —dijo Erlendur—. En los años más crudos de la guerra fría.

—Entonces saben ustedes más que yo —aseguró el secretario—. Y claro que la base es suya —añadió, mirando a Elínborg—. No se engañe. —Volvió a mirar a Erlendur—: Si tuviéramos espías en esta embajada, seguramente serían menos que los agentes de la CIA en la embajada estadounidense. ¿Les han preguntado a ellos? Por lo que me han contado ustedes, tengo la sensación de que esos huesos son resultado de, bueno, cómo definirlo, vaya, de un asesinato mañoso. Es casi como en las películas policíacas americanas.

—El receptor es ruso —dijo Erlendur—. El que estaba atado al cuerpo. El esqueleto…

—Eso no nos dice nada —le interrumpió el secretario—. Aquí había embajadas u oficinas diplomáticas de otros estados del Este que utilizaban aparatos de la antigua Unión Soviética. No tiene por qué existir relación alguna con nuestra embajada.

—Tenemos aquí una descripción más precisa del aparato y unas imágenes —dijo Elínborg, entregándole fotos y documentos—. ¿Puede decirnos algo sobre su uso? ¿Quiénes lo utilizaban?

—No conozco este artefacto —dijo el secretario, mirando las fotografías—. Lo siento. Haré algunas averiguaciones. Pero aunque lo conociéramos, no podríamos ayudarles demasiado.

—¿Podemos intentarlo? —preguntó Erlendur.

El secretario sonrió.

—Tendrá que creerme. El esqueleto del lago no tiene nada que ver con esta embajada ni con sus empleados. Ni ahora ni en el pasado.

—Creemos que es un receptor de radio —dijo Elínborg—. Capta la frecuencia del ejército norteamericano en Keflavík.

—No puedo decir nada al respecto —repuso el secretario, mirando su reloj—. El golf me espera.

—Si ustedes, en los viejos tiempos, hubieran espiado, cosa que no hacían —dijo Erlendur—, ¿qué les habría interesado?

El secretario dudó por un momento.

—Si hubiéramos hecho algo así, naturalmente habríamos querido saber cosas de la base, de los movimientos de material militar, de barcos de guerra, de aviones, de submarinos. Habríamos querido conocer la capacidad americana en cada momento. Ustedes mismos pueden responder a su pregunta. Habríamos querido conocer las actividades de la base y de otras instalaciones militares en Islandia. Las había por todas partes. No sólo en Keflavík. Había actividad en todo el país. También habríamos querido conocer las actividades de otras embajadas, la política interna, los partidos y demás.

—El año 1973 apareció en Kleifarvatn un gran número de equipos —informó Erlendur—. Emisoras, aparatos de microondas, grabadoras, incluso radios. Todo de los países de la Europa del Este. La mayoría, de la Unión Soviética.

—No sé nada de eso —dijo el secretario.

—No, claro que no —ratificó Erlendur—. Pero ¿qué circunstancias pudieron hacer que tiraran al lago todos esos aparatos? ¿Se utilizaba algún procedimiento especial para deshacerse del material obsoleto?

—Me temo que no puedo ayudarles en ese asunto —dijo el secretario, que ya no sonreía—. He intentado responderles lo mejor que he podido, pero algunas de las cosas sencillamente las desconozco por completo. No puedo decirles nada más.

Erlendur y Elínborg se levantaron. Aquel hombre tenía un aire petulante que desagradaba a Erlendur. ¡Su base militar! ¿Qué sabía ese individuo de bases militares en Islandia?

—¿Esos aparatos obsoletos no podían enviarse de vuelta al país por valija diplomática? —preguntó—. ¿No era posible tirarlos a un vertedero como el resto de la basura? Esos equipos demuestran con claridad que se hacía espionaje en Islandia. Cuando el mundo era más simple y las líneas eran más nítidas.

—Puede decir lo que quiera —respondió el secretario, poniéndose en pie—. Lo siento, tengo una cita.

—El hombre de Kleifarvatn, ¿podría pertenecer a esta embajada?

—No.

—¿O a otras embajadas de los estados de la Europa del Este?

—Creo que eso queda excluido. Y ahora he de pedirles que…

—¿Les falta alguien de aquellos años?

—No.

—¿Lo sabe así, a bote pronto, sin consultarlo?

—Lo he consultado. No nos falta nadie.

—¿Nadie de su gente que desapareciera y del que no sepan qué le ocurrió?

—Que pasen un buen día —se despidió el secretario con una sonrisa.

Les abrió la puerta.

—¿Seguro que no desapareció nadie? —insistió Erlendur, saliendo al pasillo.

—Nadie —dijo el secretario, cerrándoles la puerta en las narices.

Sigurdur Óli vio rechazada su solicitud de una entrevista con el embajador norteamericano o alguno de sus subordinados. En vez de la cita para una reunión, le llegó de la embajada un mensaje con el sello de «confidencial», en el que se indicaba que no se había echado en falta a ningún ciudadano de Estados Unidos en el período en cuestión. Sigurdur Óli quiso insistir y exigir una reunión, pero su petición fue rechazada por los jefes de la Criminal. La policía había de tener algo tangible que relacionase los huesos del lago con la embajada norteamericana, la base o los ciudadanos norteamericanos en Islandia.

La teoría más plausible era que los huesos estaban relacionados con actividades de espionaje en Islandia, y que se trataba de un extranjero. Sigurdur Óli llamó a un amigo suyo, jefe de sección de la subsecretaría de Defensa del Ministerio de Asuntos Exteriores, para preguntarle si sería posible conseguir una lista de antiguos empleados que estuvieran dispuestos a informar a la policía sobre los funcionarios de embajadas extranjeras durante los años cincuenta y sesenta. Intentó contarle lo menos posible sobre su investigación, pero lo suficiente para despertar el interés de su amigo, que le prometió llamarle más tarde.

Erlendur estaba como perdido, con una copa de vino blanco en la mano, mirando a la multitud que asistía a la presentación del libro de Elínborg. Había estado debatiéndose en la duda de si asistir o no, pero al final decidió acudir. Le molestaban las reuniones festivas, las poquísimas que se presentaban en su camino. Bebió un sorbo de vino blanco e hizo una mueca. Estaba ácido. Pensó con añoranza en la botella de Chartreuse que tenía en casa.

Sonrió a Elínborg, que estaba en medio de la gente y le saludaba con la mano. Estaba hablando con unos periodistas. Que una mujer, miembro de la Policía Criminal de Reikiavik, publicara un libro de recetas de cocina había suscitado una gran curiosidad en los medios de comunicación, y Erlendur se alegró al ver cómo disfrutaba Elínborg de la atención que le prodigaban. Una vez le había invitado, y también a Sigurdur Óli y a su mujer, Bergthóra, a comer a su casa, donde probó un nuevo plato indio de pollo cuya receta les dijo que incluiría en el libro. El plato era muy sabroso y picante, y no pararon de alabar a Elínborg hasta que se sonrojó.

Erlendur no conocía a casi nadie de los presentes, excepto a la gente de la policía, y se alegró al ver a Sigurdur Óli y Bergthóra dirigirse hacia él.

—Podrías intentar sonreír por una vez al vernos —dijo Bergthóra, dándole un beso en la mejilla.

Brindó por ellos con vino blanco y luego volvieron a brindar por Elínborg.

—¿Cuándo vamos a poder conocer a esa mujer con la que andas? —preguntó Bergthóra, y Erlendur vio que Sigurdur Óli se ponía tenso al lado de su mujer.

En la Criminal, corría en boca de todos que Erlendur había ligado con una mujer, pero eran pocos los que tenían la osadía de preguntar por ella.

—Un día de estos —respondió—. Cuando cumplas los ochenta.

—¿Y no estará ya muerta? —dijo Bergthóra.

Erlendur sonrió.

—¿Quién es toda esta gente? —preguntó Bergthóra, mirando a los asistentes.

—Sólo conozco a los maderos —dijo Sigurdur Óli—. Y creo que todos esos gordinflones son parientes de Elínborg.

—Ahí está Teddi —dijo Bergthóra, saludando con la mano al esposo de Elínborg.

Alguien golpeó un vaso con una cucharilla y el murmullo cesó. El hombre empezó a hablar en un rincón al otro extremo de la sala, de modo que no podían oír sus palabras, pero la gente rio. Vieron a Elínborg abrirse paso hacia él y sacar el discurso que llevaba escrito. Se acercaron lentamente para oírla y alcanzaron a oír la conclusión, en la que daba las gracias a su familia y a sus colegas de la policía por su paciencia y su apoyo. Luego sonaron aplausos.

—¿Pensáis quedaros mucho rato? —preguntó Erlendur, cuyas palabras sonaron como si se dispusiera a abandonar la celebración.

—No seas siempre tan estirado —dijo Bergthóra—. Relájate. Goza de la vida. Emborráchate.

Cogió una copa de vino de la bandeja más próxima.

—¡Acaba con esto!

Elínborg salió de en medio del grupo y les saludó con un beso, y preguntó si se aburrían. Miró a Erlendur, que estaba tomando un buen trago de vino blanco ácido. Bergthóra y ella se pusieron a hablar de una famosa presentadora de televisión que estaba allí y que tenía un lío con un empresario. Sigurdur Óli dio la mano a un hombre que Erlendur no conocía, así que se apartó un poco y se dispuso a marcharse cuando se dio de bruces con un viejo colega de la policía. Estaba a punto de jubilarse, lo que Erlendur sabía que no le hacía ninguna gracia.

—Te habrás enterado de lo de Marion —dijo el policía, bebiendo un sorbo de vino—. Tengo entendido que no le funcionan bien los pulmones. Está en su casa, sufriendo.

—Así es —dijo Erlendur—. Y ve películas del Oeste.

—¿Estuviste preguntando por el Falcon? —preguntó el hombre, que terminó su copa y cogió otra de una bandeja que pasaba ante ellos en ese momento.

—¿Por el Falcon?

—He oído que lo decían por allí. ¿Buscas información sobre desapariciones que puedan estar relacionadas con el hallazgo del esqueleto de Kleifarvatn?

—¿Recuerdas algo del Falcon? —preguntó Erlendur.

—No, no mucho. Lo encontramos delante de la estación de autobuses. Níels dirigía la investigación. Le he visto por aquí hace un momento. Es estupendo el libro de la niña —añadió el hombre—. Le estuve echando un vistazo antes. Estupendas fotos.

—Creo que a la niña no le falta demasiado para cumplir los cincuenta —dijo Erlendur—. Y sí, su libro es realmente estupendo.

Buscó con los ojos a Níels y lo encontró sentado en el ancho alféizar de la ventana. Erlendur se sentó a su lado y recordó cómo había envidiado algunas veces a aquel hombre. Níels tenía a sus espaldas una larga carrera en la policía, y una familia de la que cualquiera podría estar orgulloso. Su esposa era una famosa pintora, tenían cuatro hijos estupendos, todos licenciados ya, y un montón de nietos. Su mujer y él eran propietarios de una casa unifamiliar en Grafarvogur, maravillosamente decorada por la pintora, dos coches en el garaje y nada que pudiera arrojar sombras sobre su eterna felicidad. Erlendur pensaba a veces si alguien podía tener una vida más feliz y con más éxitos que Níels. No eran demasiado buenos amigos. Erlendur siempre había considerado a Níels un perezoso que carecía de las condiciones necesarias para el trabajo de investigador policial. Tampoco sus éxitos en la vida privada bastaban para amortiguar la antipatía que Erlendur sentía por él.

—Es muy serio lo de Marion, creo —dijo Níels cuando Erlendur se sentó a su lado.

—Seguramente aún tiene cuerda para rato —aseguró Erlendur, en contra de lo que él mismo pensaba—. Y a ti, ¿cómo te va?

Preguntó sólo por educación. Siempre sabía cómo le iba a Níels.

—Yo ya he renunciado a entender nada —dijo Níels—. Hemos cogido al mismo tipo cinco veces por allanamiento en un mismo fin de semana. Cada una de las veces confiesa y le sueltan porque el caso está ya aclarado. Vuelve a robar en otra casa, confiesa, le sueltan, roba en otra casa. ¿Qué imbecilidad es esa? ¿Por qué no se crea un programa que permita enviar a ese idiota directamente a la cárcel? Y cuando coleccionan veinte delitos o así, entonces los condenan al mínimo y los ponen en condicional y al momento volvemos a pillar exactamente a los mismos. ¿A qué viene ese círculo vicioso? ¿Por qué no les echan unas condenas decentes a esos tipos?

—No hay engendro más horrible que el sistema judicial islandés —dijo Erlendur.

—Esos criminales toman el pelo a los jueces —dijo Níels—. ¡Y luego están los pedófilos! ¡Y los violentos!

Callaron. Las conversaciones sobre la indulgencia de los jueces irritaban mucho a los policías, que detenían atracadores, violadores y pedófilos para enterarse al poco de que les habían puesto unas condenas irrisorias o incluso que les habían dado la libertad condicional.

—Hay otra cosa —dijo Erlendur—. ¿Recuerdas al hombre aquel que vendía maquinaria agrícola? Tenía un Ford Falcon negro. Desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¿Te refieres al coche de la estación de autobuses?

—Sí.

—Tenía una compañera majísima, el buen hombre. ¿Qué habrá sido de ella?

—Sigue igual —dijo Erlendur—. Al coche le faltaba un tapacubos. ¿Te acuerdas?

—Supusimos que se lo habrían robado donde estaba aparcado, delante de la estación. El caso no tenía nada que pudiera indicar la existencia de un delito, quizá con la excepción del robo del tapacubos. Si es que lo robaron. También era posible que hubiera chocado contra el bordillo y se cayera con el golpe. En todo caso, no lo encontramos. Y tampoco al dueño.

—¿Por qué había de querer quitarse de en medio? —preguntó Erlendur—. Todo le iba fenomenalmente bien. Tenía una mujer hermosa. Un futuro brillante. Acababa de comprarse un Ford Falcon.

—Sabes que cuando alguien se suicida, nada de eso importa —dijo Níels.

—¿Crees que pudo largarse en autobús?

—Eso es lo que nos pareció más probable, si no recuerdo mal. Hablamos con los conductores, pero ninguno le recordaba. Claro que eso no significa que no hubiera cogido un autobús para salir de la ciudad.

—Tú crees que se mató.

—Sí —dijo Níels—. Pero…

Níels vaciló por un momento.

—¿Qué? —preguntó Erlendur.

—Ese hombre estaba jugando a algo —dijo Níels.

—¿Y eso?

—La mujer dijo que se llamaba Leopold, pero no encontramos a nadie con ese nombre y con la edad que ella nos dijo que tenía, no encontramos a nadie, ni en nuestros archivos, ni en el Registro Civil. Ni partida de nacimiento. Ni carné de conducir. No existía ningún Leopold que pudiera ser ese hombre.

—¿Qué quieres decir?

—O bien se perdieron todos los registros sobre él, o…

—¿O estaba engañando a la mujer?

—Al menos no podía llamarse Leopold —dijo Níels.

—¿Y qué contestó ella? ¿Qué dijo la mujer cuando la interrogasteis sobre ese punto?

—Tuvimos la sensación de que le había estado tomando el pelo —dijo Níels finalmente—. Nos dio pena. Ni siquiera tenía una foto de su compañero. ¿Qué nos dice eso? La pobre no sabía nada sobre su hombre.

—¿Y?

—No se lo dijimos.

—¿No le dijisteis qué?

—Que no teníamos ningún registro de su Leopold —dijo Níels—. Nos parecía claro y evidente. Había estado mintiendo a su chica y la dejó colgada.

Erlendur se quedó en silencio mientras intentaba hacerse una idea clara de lo que le decía Níels.

—Por consideración hacia ella —aseguró Níels.

—¿Y sigue sin saberlo?

—Supongo.

—¿Por qué no le dijiste nada?

—Probablemente, por simple delicadeza.

—Ella sigue esperándole —dijo Erlendur—. Iban a casarse.

—Eso es lo que le aseguró antes de largarse.

—¿Y si le asesinaron?

—Lo consideramos muy poco probable. Claro que no es nada frecuente, pero tampoco es algo inaudito. Los hombres mienten a las mujeres para conquistarlas, les sacan algo… cómo diría, algo bien agradable, y luego se largan. Creo que ella lo sabía en el fondo. No tuvimos que decirle nada.

—¿Y el coche?

—Estaba matriculado a nombre de la mujer. El préstamo estaba también a su nombre. Ella era la dueña del coche.

—Deberíais habérselo dicho.

—Quizá. Pero ¿se habría sentido mejor por eso? Habría descubierto que el hombre que amaba era un granuja que la había engañado. Él nunca le habló de su familia. La mujer no sabía nada de él. Tampoco tenía amigos, el buen hombre. Se pasaba largas temporadas por el país, en viajes de negocios. ¿Qué te dice todo eso?

—Ella sabía que le quería —dijo Erlendur.

—Y aquel fue el pago.

—¿Qué dijo el campesino con quien tenía una cita?

—Lo tienes todo en los informes —dijo Níels, asintiendo con la cabeza y sonriendo hacia el lugar donde estaba Elínborg en animada charla con su editor.

Alguna vez, Elínborg había comentado que se llamaba Anton.

—Sabes que en los informes nunca se pone todo.

—El hombre no fue nunca a ver al campesino —dijo Níels, y Erlendur vio que intentaba traer a la memoria los detalles del caso. Todos recordaban los grandes casos, asesinatos y desapariciones, hasta la última detención importante, hasta la última agresión seria y hasta la última violación.

—¿El Falcon pudo deciros si había ido o no a ver al campesino?

—No encontramos nada en el coche que indicara que había llegado a aquella granja.

—¿Tomasteis muestras?

—Recuerdo que sí, pero entonces no éramos tan sofisticados como ahora. Lo investigamos lo mejor que pudimos.

—¿Tomasteis muestras del suelo debajo del asiento delantero? ¿Debajo de los pedales?

—Eso está en los informes.

—No lo vi. Habríais podido comprobar si visitó al campesino. Se habría llevado algo de la tierra de allí en los zapatos.

—Aquel caso no era complicado, Erlendur. Nadie quería hacerlo complicado. El hombre se largó. A lo mejor se suicidó. No siempre encontramos los cuerpos. Lo sabes. Aunque hubiéramos encontrado algo debajo de los pedales, habría podido ser de cualquier sitio. Viajaba mucho por todo el país. Vendía maquinaria agrícola.

—¿Qué dijeron en su empresa?

Níels reflexionó un momento.

—Hace mucho tiempo de todo esto, Erlendur.

—Intenta hacer memoria.

—No era empleado fijo, eso lo recuerdo, lo que era poco frecuente en esos días. Trabajaba a comisión, y le pagaban como autónomo.

—Lo que significa que se ocupaba él mismo de pagar sus impuestos.

—Ya te he dicho que en los archivos no figuraba nada a nombre de Leopold. Nada.

—¿Así que crees que utilizaba a esa mujer cuando estaba en Reikiavik como una especie de compañera ocasional, pero que, digamos, vivía en algún otro sitio del país?

—O que incluso tenía una familia —dijo Níels—. Existen individuos así.

Erlendur bebió un sorbo de vino y miró el perfecto nudo de la corbata bajo el blanco cuello de la camisa de Níels. No era un buen detective. En su mundo no había casos complicados.

—Hubieses tenido que decirle la verdad.

—Es posible que tenga buenos recuerdos de aquel hombre. Pensamos que aquello no se podía considerar un caso criminal. La desaparición nunca se investigó como un asesinato, porque no aparecieron indicios que justificaran ese tipo de investigación.

Callaron. El murmullo de los asistentes era ya un ruido constante.

—Tú andas siempre detrás de las desapariciones —dijo Níels—. ¿Qué interés tienen para ti? ¿Qué estás buscando?

—No lo sé —dijo Erlendur.

—Era una desaparición normal y corriente —dijo Níels—. Hacía falta algo más para convertirla en una investigación por asesinato. No aparecieron indicios de ninguna clase que pudieran dar pie a ello.

—No, probablemente no.

—¿Nunca te cansas de este tema? —preguntó Níels.

—A veces.

—Y tu hija, ¿sigue metida en el mismo embrollo? —quiso saber Níels, orgulloso de sus cuatro hijos bien educados, que habían formado espléndidas familias y vivían vidas inmaculadas y plenas, al igual que él.

Erlendur sabía que todos sus colegas de la comisaría se habían enterado de la detención de Eva Lind después de agredir a Sigurdur Óli. A veces caía en manos de la policía y no mostraban con ella ninguna clemencia aunque fuera hija de Erlendur. Evidentemente, Níels se había enterado de lo de Eva. Erlendur le miró, sus ropas elegantes y las uñas bien cuidadas, y pensó si la felicidad en la vida convertía a los hombres en unos muermos inaguantables.

—Sí —dijo Erlendur—. Sigue en el mismo embrollo.