Capítulo XI

—Estoy muerta de hambre.

Era una noche sin luna. Ni un atisbo de luz se filtraba en la habitación. La oscuridad era cómoda y agradable. Ellos seguían desnudos, entrelazados en la cama de Summer. El piano llevaba una hora en silencio. El aire ya no olía a guisos. Blake apretó a Summer un poco más y mantuvo los ojos cerrados, a pesar de que no buscaba el sueño. Por alguna razón, en el silencio, en la penumbra, se sentía más cerca de ella.

—Estoy muerta de hambre —repitió Summer, un poco irritada esta vez.

—Tú eres la chef.

—Oh, no, ahora no —apoyándose en el codo, Summer lo miró con fijeza. Podía ver la silueta de su perfil, la larga línea del mentón, la nariz recta, el arco de las cejas. Deseaba besar su rostro otra vez, pero sabía que era hora de descansar un poco—. Ahora te toca a ti cocinar.

—¿A mí? —él abrió un ojo cautelosamente—. Puedo salir por una pizza.

—Se tarda demasiado —Summer se giró para tumbarse sobre él y le dio un fuerte beso… y un pequeño puñetazo en las costillas—. He dicho que tengo hambre. Es un problema urgente.

Blake dobló los brazos detrás de su cabeza. Él también podía ver solamente una silueta: la cortina de su pelo, la pendiente de su hombro, la curva de sus pechos. Era suficiente.

—Yo no sé cocinar.

—Todo el mundo sabe cocinar algo —insistió ella.

—Huevos revueltos —dijo él, esperando desanimarla—. Es lo único que sé hacer.

—Con eso me vale —antes de que a Blake se le ocurriera algo para hacerle cambiar de idea, Summer saltó de la cama y encendió la lámpara de la mesilla de noche.

—¡Summer! —él se tapó los ojos con el brazo y dejó escapar un débil gemido. Ella sonrió y se acercó al armario en busca de una bata.

—Tengo huevos y una sartén.

—Hago fatal los huevos.

—No importa —Summer buscó sus pantalones, los sacudió un momento y se los tiró encima—. Cuando se tiene hambre, todo vale.

Resignado, Blake puso los pies en el suelo.

—Entonces, no me critiques luego.

Mientras ella esperaba, Blake se puso los calzoncillos. Eran azul oscuro, bajos de cintura y altos de muslo. Muy sexys, pensó ella, y muy discretos. Era curioso como una cosa tan insignificante podía reflejar la personalidad de alguien.

—A los cocineros nos gusta que cocinen para nosotros —le dijo mientras él se ponía los pantalones.

Blake se puso la camisa sin abrochársela.

—Entonces, no te metas.

—Ni se me ocurriría —dándole el brazo, Summer lo llevó a la cocina. Blake parpadeó cuando ella encendió la luz—. Estás en tu casa —le invitó.

—¿No vas a ayudarme?

—Claro que no —Summer levantó la tapa del frasco de las galletas y sacó una Oreo—. No hago horas extras, y jamás ayudo.

—¿Reglas sindicales?

—Reglas mías.

—¿Vas a comer galletas? —preguntó él mientras buscaba un cuenco—. ¿Y huevos?

—Esto sólo es un aperitivo —dijo Summer con la boca llena—. ¿Quieres una?

—Creo que paso —metiendo la cabeza en la nevera, Blake encontró el cartón de los huevos y una botella de leche.

—Tal vez quieras gratinar un poco de queso —sugirió Summer, y se encogió de hombros cuando él la miró arqueando una ceja—. Perdona. Adelante, sigue —Blake cascó cuatro huevos en un cuenco y añadió un chorro de leche—. Hay que medir, ¿sabes?

—No se habla con la boca llena —contestó él suavemente mientras empezaba a batir los huevos.

Los batía demasiado, pensó ella, pero logró contenerse. Sin embargo, en lo tocante a la cocina, no tenía paciencia.

—Tampoco has calentado la sartén —sin dejarse arredrar porque él no le hiciera ningún caso, Summer tomó otra galleta—. Me parece que vas a necesitar lecciones.

—Si quieres hacer algo, haz unas tostadas.

Ella tomó el paquete del pan y metió dos rebanadas en el tostador.

—Los cocineros nos ponemos un poco puntillosos cuando nos miran, pero los buenos chefs tienen que superarlo… y procurar no distraerse —esperó hasta que él hubo vertido los huevos en una sartén para acercarse. Rodeándole la cintura con los brazos, apretó los labios contra su nuca—. No distraerse con nada. Y has puesto el fuego demasiado fuerte.

—¿Quieres los huevos tostados o más bien quemados?

Riendo, ella pasó las manos por su pecho.

—Tostados está bien. Tengo una botellita de burdeos blanco que podías haberle puesto a los huevos, pero, como no lo has hecho, creo que voy a servir un par de vasitos —dejó que él siguiera cocinando y, para cuando Blake hubo acabado, ella había untado con mantequilla las tostadas y había servidos dos vasos de vino—. Impresionante —dijo Summer al sentarse a la mesa de la cocina—. Y muy aromático.

—¿Y atractivo? —Blake vio cómo se servía ella huevos en su plato.

—Mucho, y… —Summer probó un bocado—. Sí, bastante bueno. Puede que te meta en el turno del desayuno, sólo por probar.

—Tal vez aceptara el empleo, si el menú básico fueran cereales fríos.

—Tienes que expandir tus horizontes —ella siguió comiendo, disfrutando de aquella comida sencilla y caliente—. Creo que se te daría bastante bien con unas cuantas lecciones rudimentarias.

—¿Me las darías tú?

Summer alzó su vino y sus ojos se rieron por encima del borde del vaso.

—Si quieres. Desde luego, no podrías tener mejor maestra.

Ella tenía aún el pelo revuelto alrededor de la cara. Sus mejillas estaban sonrosadas y sus ojos brillantes tenían matices dorados. La bata amenazaba con deslizarse de sus hombros y dejaba al descubierto un incitante atisbo de su piel. Al igual que la pasión había desbaratado el control de Blake, sus sentimientos desbarataron por entero su razón.

—Te quiero, Summer.

Ella lo miró fijamente mientras su sonrisa se desvanecía poco a poco. No sabía qué estaba pasando en su interior. No parecía ser una sola sensación, sino una miríada de temores, ilusiones, dudas y anhelos. Ninguna de aquellas emociones parecía dominar sobre las otras. Estaban tan mezcladas y confundidas que Summer tuvo que hacer un esfuerzo por aislar alguna y aferrarse a ella. Sin saber qué hacer, dejó el vaso cuidadosamente sobre la mesa y se quedó mirando el vino que relucía en su interior.

—No era una amenaza —Blake la tomó de la mano y se la sujetó hasta que ella alzó la mirada—. No veo por qué te sorprende tanto.

Pero a ella la había sorprendido. Esperaba afecto. Eso era algo que podía controlar. Entendía que él la respetara. Pero el amor… Aquella era una palabra demasiado frágil. Una palabra demasiado fácil de romper. Y algo dentro de ella suplicaba que la aceptara. Summer luchó contra aquel sentimiento.

—Blake, yo no necesito oír esas cosas, como otras mujeres. Por favor…

—Puede que no —Blake no había empezado como pensaba, pero, ahora que lo había hecho, acabaría—. Pero necesito decírtelo. Hace mucho tiempo que lo necesito.

Ella pasó la mano por la de Blake y tomó de nuevo su vaso con nerviosismo.

—Siempre he pensado que las palabras son la primera cosa que puede dañar una relación.

—Cuando no se dicen —replicó Blake—. Es la falta de palabras, la falta de comunicación, lo que daña una relación. Lo que he dicho, no lo he dicho porque sí.

—Ya —Summer le creía. Quizá fuera el hecho de creerlo lo que acrecentaba sus temores. El amor, cuando se entregaba libremente, exigía retribución. Ella no estaba lista… Estaba segura de que no lo estaba—. Creo que lo mejor será que, si queremos que las cosas sigan como están, intentemos…

—Yo no quiero que las cosas sigan como están —la interrumpió él. Blake hubiera preferido enfadarse a sentir aquel pánico que empezaba a apoderarse de él. Se tomó un momento para intentar calmar sus emociones—. Quiero que te cases conmigo.

—No —el miedo de Summer estalló de pronto. Se levantó lentamente, como si así pudiera borrar aquellas palabras, poner distancia—. No, es imposible.

—Es posible —Blake también se levantó. No estaba dispuesto a que se apartara de él—. Quiero que compartas mi vida, mi nombre. Quiero tener hijos contigo y verlos crecer a tu lado.

—Basta —ella levantó una mano, intentando detenerlo. Sus palabras la estaban conmoviendo, y ella sabía que sería muy fácil decir que sí y cometer aquel último error.

—¿Por qué? —antes de que ella pudiera impedirlo, Blake tomó su cara entre las manos—. ¿Porque te da miedo reconocer que tú también quieres?

—No, no quiero. No creo en el matrimonio. No es más que una licencia que cuesta unos cuantos dólares. Un trozo de papel. Por unos cuantos miles de dólares más, se puede obtener una sentencia de divorcio. Otro trozo de papel.

Blake la sentía temblar y se maldecía por no haber sabido cómo abordar la cuestión.

—Tú sabes que no es así. El matrimonio consiste en dos personas que se hacen promesas mutuamente y que se esfuerzan por mantenerlas. Divorciarse es darse por vencido.

—A mí no me interesan las promesas —desesperada, ella apartó las manos de Blake de su cara y retrocedió—. No quiero que me hagan promesas, y no quiero hacerlas. Soy feliz tal como estoy. Tengo que pensar en mi carrera.

—Eso no es suficiente para ti, los dos lo sabemos. No me digas que no sientes nada por mí. Lo noto. Cada vez que estamos juntos lo veo en tus ojos. Más cada vez.

Maldita sea, Summer, ya he esperado bastante. Si no he elegido el mejor momento, no he podido evitarlo.

—¿El mejor momento? —ella se pasó una mano por el pelo—. ¿De qué estás hablando? ¿Estabas esperando? —dejando caer las manos, empezó a pasearse por la habitación—. ¿Esto formaba parte de tus planes a largo plazo? ¿Lo tenías todo pensado, meticulosamente organizado? Oh, ya comprendo —dejó escapar un suspiro tembloroso y se giró bruscamente para mirarlo—. ¿Te sentaste en tu despacho y trazaste una estrategia punto por punto? ¿En esto consistía fijarse una meta, allanar el camino, seguir adelante?

—No seas absurda.

—¿Absurda? —replicó ella—. No, creo que no lo soy. Has jugado muy bien tus cartas, desarmándome, confundiéndome, mostrándote encantador y comprensivo. Paciencia tienes mucha. ¿Estabas esperando pillarme en un momento bajo? —su respiración se hacía cada vez más trabajosa. Hablaba atropelladamente—. Deja que te diga algo, Blake. Yo no soy una cadena hotelera que puedas comprar esperando a que el mercado esté maduro.

En cierto modo, Summer había sido extremadamente precisa. Y ello hizo que Blake se pusiera a la defensiva.

—Maldita sea, Summer, quiero casarme contigo, no comprarte.

—En mi opinión, esas palabras significan a menudo lo mismo. Pero esta vez los planes te han salido mal, Blake. No hay trato. Ahora, quiero que me dejes en paz.

—Tenemos muchas cosas de que hablar.

—No, no tenemos nada de que hablar. Al menos, sobre este asunto. Trabajo para ti, según los términos del contrato. Eso es todo.

—Que se vaya al infierno el contrato —él la tomó de los hombros y la zarandeó, exasperado—. Y tú también, por ser tan testaruda. Te quiero. Eso no es algo que puedas apartar a un lado como si no existiera.

Para sorpresa de ambos, sus ojos se llenaron de lágrimas bruscamente.

—Déjame en paz —logró decir mientras se le saltaban las lágrimas—. Déjame en paz.

Sus lágrimas hicieron flaquear a Blake.

—No puedo hacerlo —pero la soltó a pesar de que deseaba abrazarla—. Te daré algo de tiempo, puede que los dos lo necesitemos, pero tenemos que volver a hablar de esto.

—Vete —ella nunca lloraba delante de los demás. A pesar de que intentaba contenerse, las lágrimas se le escapaban—. Vete de una vez —se dio la vuelta y se apartó de él, abrazándose hasta que oyó que la puerta se cerraba.

Entonces miró a su alrededor y comprendió que, a pesar de que Blake se había ido, su presencia estaba por todas partes. Dejándose caer en el sofá, se echó a llorar, deseando estar en otra parte.

Summer no había ido a Roma por las iglesias, las fuentes o el arte. Ni por la historia o la cultura. Mientras iba en un taxi del aeropuerto a la ciudad, la atraían más las calles atestadas de gente y el bullicio que las antigüedades. Tal vez se había quedado demasiado tiempo en Estados Unidos. Europa eran coches veloces, palacios y ruinas. Necesitaba estar en Europa otra vez, se dijo. Pero, al pasar a toda velocidad junto a la fontana de Trevi, se acordó de Filadelfia.

Unos días fuera, se decía. Sólo unos días fuera, haciendo lo que mejor se le daba, y volvería a recuperar la perspectiva. Había cometido un error con Blake. Sabía desde el principio que aquello era una equivocación. Ahora, tenía que romper su relación, rápidamente y por completo. Él le agradecería sin que pasara mucho tiempo el que hubiera impedido que cometiera un error aún mayor. Casarse con ella… Sí, Summer imaginaba que pronto, al cabo de unas pocas semanas, Blake se sentiría profundamente aliviado.

Recostada en el asiento del taxi, veía pasar Roma y se sentía más desgraciada de lo que se había sentido nunca.

Cuando el taxi se detuvo rechinando junto a la acera, salió y se quedó parada un momento, una mujer esbelta con sombrero de fieltro blanco y chaqueta y un bolso de piel de serpiente colgado descuidadamente del hombro. Iba vestida como una mujer mundana y con experiencia. En sus ojos, sin embargo, había una niña perdida.

Pagó mecánicamente al taxista, recogió sus maletas y se dio la vuelta. Eran poco más de las diez de la mañana en Roma, y ya hacía calor bajo un cielo espectacular. Recordó que, al marcharse de Filadelfia, había tormenta. Subió las escaleras de un edificio antiguo y distinguido y llamó enérgicamente cinco veces. Tras una espera razonable, volvió a llamar con más fuerza.

Cuando la puerta se abrió, se quedó mirando al hombre vestido con una bata corta de seda. Estaba bordada, notó, con plumas de pavo real. A cualquier otro hombre le habría quedado ridícula. Él tenía el pelo revuelto y los ojos medio cerrados. Una sombra de barba le cubría las mejillas.

—Hola, Carlo. ¿Te he despertado?

—¡Summer! —Carlo se tragó la retahíla de improperios en italiano que tenía en la punta de la lengua y la abrazó—. Menuda sorpresa, ¿no? —la besó sonoramente dos veces y luego se apartó—. Pero ¿por qué vienes a dármela al amanecer?

—Son más de las diez.

—A las diez está amaneciendo cuando uno se ha acostado a las cinco. Pero pasa, pasa. No se me ha olvidado que venías al cumpleaños de Gravan ti.

Por fuera, la casa de Carlo era distinguida. Por dentro, era opulenta. Dominado por el mármol y el oro, el vestíbulo sólo mostraba un atisbo de su gusto por el lujo. Atravesaron unos arcos y pasaron al salón, lleno grandes y pequeños tesoros. La mayoría se los habían regalado clientes agradecidos… o mujeres. Carlo tenía la habilidad de elegir amantes que seguían mostrándose amables cuando ya no eran amantes.

Había cortinas de brocado en las ventanas, alfombras orientales en el suelo y un Tintoretto en la pared. Los dos sofás estaban tan cargados de cojines que uno podía sumergirse en ellos. Junto a uno de ellos había un león sentado de alabastro de casi un metro de altura. Los cristales de la lámpara de araña de tres brazos lanzaban destellos de luz refractada.

Summer pasó un dedo por una jarra de delicada porcelana azul y blanca.

—¿Es nueva?

—Sí.

—¿Medici?

—Claro. Regalo de… una amiga.

—Tus amigas son siempre sumamente generosas.

El sonrió.

—Yo también.

—¿Carlo?

La voz pastosa e impaciente procedía de lo alto de las curvas escaleras de mármol. Carlo levantó la mirada, volvió a mirar a Summer y sonrió de nuevo. Summer se quitó el sombrero.

—Una amiga, supongo.

—Perdóname un momento, cara —dijo él mientras se dirigía a las escaleras—. Podrías irte a la cocina, a preparar café.

—Y quitarme del medio —concluyó Summer mientras Carlo desaparecía escaleras arriba. Se quedó mirando hacia la cocina y volvió a agarrar las maletas.

La cocina era tan espectacular como el resto de la casa y tan grande como una habitación media de hotel. Summer la conocía tan bien como la suya propia. Estaba decorada en colores ébano y marfil y parecía tener metros y metros de encimera. Tenía dos hornos, una nevera de tamaño industrial, dos pilas y un lavaplatos en el que podía lavarse la vajilla de una cena en una embajada. Carlo Franconi siempre hacía las cosas a lo grande.

Summer abrió un armario para tomar el café en grano y el molinillo. Llevada por un impulso, decidió hacer creps. Carlo, pensó, tal vez tardara un poco.

Cuando al fin bajó, ella estaba acabando de hacer los creps.

—Ah, bella, estás cocinando para mí. Me siento honrado.

—Me sentía un poco culpable por haberte despertado. Además… —puso los creps, rellenos de manzanas calientes y canela, en dos platos—, tengo hambre —puso los platos en una mesa de trabajo rayada mientras Carlo acercaba las sillas—. Debería disculparme por presentarme sin avisar. ¿Se ha enfadado tu amiga?

Él le lanzó una sonrisa mientras se sentaba.

—No confías mucho en mí, ¿eh?

Scusi —ella le pasó la jarrita de la nata—. Así que vamos a trabajar juntos en la cena de Enrico.

—Yo voy a hacer carpaccio y espaguetis. Enrico tiene debilidad por mis espaguetis. Va todos los viernes a comer a mi restaurante —Carlo empezó a comerse el crep inmediatamente—. Y tú vas a hacer el postre.

—Una tarta de cumpleaños —Summer bebió café mientras su crep se enfriaba, intacto. De pronto se había quedado sin apetito—. Enrico me pidió algo especial, pensado sólo para él. Sabiendo lo vanidoso que es, y lo mucho que le gusta el chocolate y la nata batida, no me resultó muy difícil pensar algo.

—Pero la cena no es hasta dentro de dos días. Has llegado muy pronto, ¿no?

Ella se encogió de hombros y empezó a juguetear con el café.

—Quería pasar unos días en Europa.

—Entiendo —Carlo, en efecto, creía entenderla. Summer tenía los ojos un tanto hundidos, un signo de problemas amorosos—. ¿Todo va bien por Filadelfia?

—La remodelación ya está hecha. La carta nueva ya está impresa. Creo que el personal de cocina va a hacerlo muy bien. Contraté a Maurice, el de Chicago. ¿Te acuerdas de él?

—Ah, sí, el del pato laminado.

—La carta es fantástica —continuó ella—. Como la que me gustaría servir a mí, si tuviera un restaurante. Creo que, cuando empecé a enfrentarme al papeleo, desarrollé cierto respeto por ti, Carlo.

—Papeleo… —él se acabó sus creps y empezó a mirar los de Summer—. Molesto, pero necesario. No estás comiendo, Summer.

—¿Mmm? No, creo que estoy un poco aturdida por el vuelo —señaló su plato—. Adelante.

Tomándole la palabra, Carlo cambió los platos.

—¿Resolviste tus problemas con Max?

Ella se tocó el brazo distraídamente. Los puntos, por fortuna, eran cosa del pasado.

—Nos las estamos apañando. Mi madre fue a visitarme unos días. Ella siempre deja huella.

—¡Monique! ¿Y qué tal está?

—Ha vuelto a casarse —dijo Summer con sencillez, y alzó su café—. Con un director de cine, esta vez. Otro americano.

—¿Está contenta?

—Naturalmente —el café era fuerte, mucho más fuerte que el americano, al que se había acostumbrado. Pensó, irritada, que para ella ya nada era como antes—. Dentro de unas semanas empiezan a rodar una película juntos.

—Quizás esta vez haya elegido bien. Un director de cine que comprende su temperamento artístico, sus necesidades… —dijo Carlo mientras comía morosamente la deliciosa mezcla de fruta y especias—. ¿Y qué tal está tu americano?

Summer dejó su café en la mesa y miró fijamente a Carlo.

—Quiere casarse conmigo.

Carlo se atragantó con un trozo de crep y agarró su taza.

—Pues… felicidades.

—No seas tonto —incapaz de permanecer sentada, Summer se levantó, metiéndose las manos en los bolsillos de la larga y amplia chaqueta—. No voy a casarme con él.

—¿No? —Carlo se acercó al fogón y sirvió más café—. ¿Por qué no? ¿Le encuentras poco atractivo, quizá? ¿Tiene mal carácter? ¿Es idiota?

—Claro que no —impaciente, ella abría y cerraba las manos dentro de los bolsillos—. Eso no tiene nada que ver.

—Entonces, ¿qué es lo que pasa?

—No tengo intención de casarme con nadie. No quiero montarme en ese tiovivo.

—Puede que pases del anillito de oro porque te da miedo perderlo.

Ella alzó la barbilla.

—Ten cuidado con lo que dices, Carlo.

Él se encogió de hombros.

—Ya sabes que digo lo que pienso. Si querías oír otra cosa, no haber venido aquí.

—He venido porque quería pasar unos días con un amigo, no discutir sobre el matrimonio.

—Pues parece que este asunto te está quitando el sueño.

Ella volvió a dejar la taza sobre la mesa de golpe. El café se derramó por los lados.

—Ha sido un vuelo muy largo y he estado trabajando mucho. Y, sí, puede que todo esto me esté sacando de quicio —continuó antes de que Carlo pudiera hablar—. No esperaba esto de él, no quería que sucediera. Blake es un hombre honesto, y sé que, si dice que me quiere y que quiere casarse conmigo, lo dice en serio. De momento. Eso no significa que yo tenga que decirle que sí.

Carlo no se inmutó. Estaba acostumbrado a las emociones apasionadas de las mujeres, y le gustaban.

—¿Y tú? ¿Qué sientes por él?

Ella vaciló. Luego se acercó a la ventana. Desde allí podía ver el jardín de Carlo: un recinto apacible y aislado que servía como frontera entre la casa y las bulliciosas calles de Roma.

—Siento algo por él —murmuró—. Algo más fuerte de lo que me conviene. Pero, en todo caso, eso sólo significa que debo romper con él inmediatamente. No quiero hacerle daño, Carlo, y tampoco quiero sufrir.

—¿Tan segura estás de que sufrirías si te casaras con él? —Carlo le puso las manos sobre los hombros y se los apretó suavemente—. Cuando se analizan tanto las cosas, cara mia, se malgasta mucha vida. Tienes a alguien que te quiere, y, aunque no lo digas, yo creo que tú también lo quieres a él. ¿Por qué no lo reconoces?

—El matrimonio, Carlo —ella se dio la vuelta, muy seria—, no es para gente como nosotros, ¿no crees?

—¿Gente como nosotros?

—Estamos tan enfrascados en nuestro trabajo… Estamos acostumbrados a ir y venir donde se nos antoja y cuando se nos antoja. No tenemos que rendirle cuentas a nadie, ni que pensar en nadie, salvo en nosotros mismos. ¿No es por eso por lo que tú no te has casado nunca?

—Podría decir que soy un hombre generoso, creo, y que tengo la impresión de que sería demasiado egoísta otorgarle mis dones a una sola mujer —Summer sonrió ampliamente, como él deseaba. Carlo le apartó el pelo de la cara con delicadeza—. Pero, tratándose de ti, te diré que la verdad es que nunca he encontrado a nadie que hiciera temblar mi corazón. Y he buscado. Si encontrara a esa mujer, iría corriendo por una licencia y un cura.

Suspirando, Summer regresó junto a la ventana. Las flores formaban un tapiz de colores tendido al sol.

—El matrimonio es un cuento de hadas, Carlo, lleno de príncipes, campesinas y sapos. He visto cómo se desvanecían muchos de esos cuentos de hadas.

—Cada cual escribe su propia historia, Summer. Una mujer como tú debe saberlo, porque es lo que has hecho siempre.

—Puede ser, pero esta vez no sé si tengo valor para pasar a la siguiente página.

—Tómate tu tiempo. No hay mejor lugar para pensar sobre la vida y el amor que Roma. Ni mejor compañía para ello que Carlo Franconi. Esta noche, voy a cocinar para ti. Unos linguini… —se besó la punta de los dedos— de morirse. Tú puedes hacerme uno de tus flanes, como cuando éramos estudiantes, ¿te acuerdas?

Volviéndose hacia él, Summer le rodeó el cuello con los brazos.

—¿Sabes, Carlo?, si fuera de las que se casan, me casaría contigo, sólo por tu pasta.

Él sonrió.

Carissima, ni siquiera mi pasta puede compararse con mi…

—Estoy segura de ello —lo interrumpió ella secamente—. ¿Por qué no te vistes y me llevas de compras? Tengo que comprar algo fantástico mientras estoy aquí. Aún no le hecho un regalo de boda a mi madre.

¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Blake encendió su mechero y observó cómo traspasaba la llama la oscuridad. Faltaba aún una hora para que amaneciera, pero había abandonado la idea de conciliar el sueño. Había dejado de intentar imaginarse qué estaba haciendo Summer en Roma mientras él permanecía allí sentado, despierto, en una suite vacía, pensando en ella. Si se iba a Roma…

No, se había prometido a sí mismo concederle un poco de espacio, sobre todo habida cuenta de lo mal que había abordado él la cuestión. Tenía que dejar que pasara algún tiempo, por el bien de ambos.

Más estrategia, pensó sarcásticamente, dándole una profunda calada al cigarrillo. ¿Se trataría únicamente de eso? A él siempre le habían gustado los desafíos, los problemas. Y Summer era ambas cosas, ciertamente. ¿Sería por eso por lo que la deseaba? Si ella hubiera accedido a casarse, él podría haberse felicitado por un plan perfectamente diseñado y llevado a cabo. Otra adquisición de los Cocharan. Maldita fuera.

Se levantó. Se puso a dar vueltas por la habitación. El humo del cigarrillo caracoleaba entre sus dedos y luego se disipaba en la penumbra. Sabía que las cosas no habían sucedido así, aunque ella pensara lo contrario. Si fuera cierto que había tratado todo aquel asunto como un problema que debía resolver cuidadosamente, se debía únicamente a que ésa era su forma de proceder en todo. Pero la quería, y, si estaba seguro de algo, era de que Summer también lo quería a él. ¿Cómo iba a superar él la barrera que ella había erigido entre ambos?

¿Volver a su vida de antes? Imposible. Se quedó mirando la ciudad mientras la oscuridad se iba desvaneciendo. Por el este, el cielo empezaba a aclararse con los primeros atisbos de rosa. De pronto se dio cuenta de que había contemplado demasiados amaneceres solo. Las cosas habían cambiado mucho para ambos, pensó. Quedaban demasiadas cosas en el tintero. No se podía desechar el amor por la simple conveniencia.

Se había mantenido alejado de ella durante una semana entera antes de que Summer se marchara a Roma. Le había resultado mucho más difícil de lo que esperaba, pero las lágrimas de Summer aquella noche le habían impulsado a hacerlo. Ahora se preguntaba si no habría sido otro error. Tal vez si hubiera ido a buscarla al día siguiente…

Sacudiendo la cabeza, se apartó de la ventana otra vez. Desde el principio, su error había sido intentar abordar la cuestión de manera lógica. El amor carecía de lógica. Y, sin la lógica, él perdía toda su ventaja.

Locamente enamorado. Sí, aquella expresión le parecía muy acertada. Todo era una locura, una incurable locura. Si Summer hubiera estado allí, él se lo habría demostrado. De alguna forma, cuando ella volviera, pensó con vehemencia, él derribaría aquella muralla piedra a piedra hasta que Summer se viera obligada a afrontar su propia locura.

Se sobresaltó al oír el teléfono. ¿Sería Summer?

—¿Diga?

—¿Blake? —la voz era demasiado morosa, demasiado francesa.

—Sí. ¿Monique?

—Siento molestarte, pero siempre se me olvida cuántas horas de diferencia hay entre una costa y otra. Estaba a punto de irme a la cama. ¿Tú estabas levantado?

—Sí —el sol iba alzándose lentamente; en la habitación reinaba una luz pálida. La mayor parte de la ciudad seguía durmiendo, pero él no dormía—. ¿Qué tal el vuelo de regreso a California?

—Me pasé casi todo el tiempo durmiendo. Por suerte, porque ha habido tantas fiestas… Qué poco ha cambiado Hollywood… Algunos nombres, algunas caras… Ahora, para ser glamourosa, una tiene que llevar las gafas de sol colgadas de una cinta. Mi madre solía llevarlas así, pero sólo para no perderlas.

Él sonrió.

—A ti no te hacen falta las modas para tener glamour.

—Eres un encanto —su voz era muy joven y jovial.

—¿Qué puedo hacer por ti, Monique?

—Oh, qué amable. Primero, he de decirte que fue un placer alojarme en tu hotel otra vez. El servicio es siempre impecable. ¿Y el brazo de Summer? Mejor, ¿no?

—Eso parece. Está en Roma.

—Ah, sí, no me acordaba. Bueno, mi Summer siempre ha sido culo de mal asiento. La vi sólo un momento antes de irme. Parecía… preocupada.

El sintió que los músculos de su estómago se tensaban. Intentó relajarse.

—Ha estado trabajando mucho en la cocina.

Los labios de Monique se curvaron. «Éste no suelta prenda», pensó con aprobación.

—Sí, bueno, puede que vaya a verla muy pronto.

Tengo que pedirte un favor, Blake. Fuiste tan amable cuando estuve allí…

—Lo que quieras.

—La suite en la que me alojé, me pareció tan cómoda, tan agréable… Me pregunto si podrías reservármela otra vez, para dentro de dos días.

—¿Dos días? —él arrugó el ceño, pero buscó automáticamente la pluma para anotarlo—. ¿Vas a venir otra vez?

—Soy tan tonta, tan… ¿cómo se dice?… tan distraída… Tengo que ocuparme de unos asuntos allí, y, con el accidente de Summer, se me olvidó por completo. Debo volver para atar unos cuantos cabos sueltos. ¿Y la suite?

—Desde luego, me encargaré de ello.

Merci. Tal vez puedas hacer otra cosa por mí. El sábado por la noche daré una pequeña fiesta… Sólo unos cuantos amigos y un poco de vino. Te estaría muy agradecida si pudieras pasarte unos minutos. ¿Sobre las ocho?

En ese momento, no había nada que le apeteciera menos que asistir a una fiesta. Pero su cortesía le obligaba a aceptar. De nuevo anotó automáticamente la fecha y la hora.

—Iré encantado.

—Estupendo. Hasta el sábado, entonces. Au revoir.

Tras colgar el teléfono, Monique dejó escapar una risita. Cierto, ella era actriz, no guionista, pero su pequeña historia le parecía brillante. Sí, absolutamente brillante.

Agarrando de nuevo el teléfono, se dispuso a enviar un telegrama. A Roma.