Aquello empezaba a sacarla de quicio. No era que no disfrutara de las atenciones. Más que disfrutarlas, había llegado a esperarlas. Tampoco le desagradaba que le llevaran la comida. Había desarrollado un gusto temprano por aquello, al haber crecido en casas llenas de sirvientes. Pero, como sabe cualquier buen cocinero, el azúcar hay que administrarlo con sumo cuidado.
Monique había prolongado su estancia una semana entera, diciendo que no podía marcharse de Filadelfia de ninguna manera mientras su hija se recuperaba de una herida. Cuanto más trataba Summer de quitarle importancia a aquel incidente, con mayor angustia y admiración la miraba su madre. Cuanta más admiración y atenciones recibía, más se preocupaba Summer por su siguiente visita al médico.
Aunque no era propio de ella, Monique había adquirido la costumbre de pasarse por el despacho de Summer cada día, con humeantes tazas de té y cuencos de salutífera sopa, y se quedaba después con su hija hasta que ésta se lo comía todo.
Durante los primeros días, a Summer todo aquello le había parecido entrañable…, a pesar de que ella no solía tomar té, ni sopa. Hasta donde le alcanzaba la memoria, Monique había sido siempre cariñosa y amable, pero nunca maternal. Sólo por esa razón, Summer se bebía el té y se tomaba la sopa al tiempo que se tragaba sus quejas. Pero, a medida que iban pasando los días y Monique seguía interrumpiendo constantemente las fases finales de su proyecto, Summer empezó a perder la paciencia. Habría podido tolerar las exageraciones y los mimos de su madre, de no ser porque recibía el mismo trato del personal de cocina, encabezado por Max.
No se le permitía hacer nada por sí misma. Si empezaba a preparar una cafetera, alguien se la quitaba de las manos e insistía en que se sentara a descansar. Todos los días, a las doce en punto, Max en persona le llevaba una bandeja con el menú especial del día. Salmón en salsa, sourüé de langosta, berenjenas rellenas. Summer comía porque, al igual que su madre, Max se quedaba revoloteando a su alrededor, mientras imaginaba una hamburguesa doble con queso y un generoso plato de aritos de cebolla.
La gente le abría las puertas, la miraba con preocupación, la asaltaban con frases tranquilizadoras hasta que le daban ganas de gritar. Una vez, había perdido los estribos hasta el punto de replicar que tenía unos cuantos puntos en el brazo, no una enfermedad terminal, y, sin embargo, le habían llevado otra tacita de té… con unas pastas de vainilla.
La estaban matando a base de mimos.
Cada vez que pensaba que no podía más, Blake lograba poner las cosas en su lugar de nuevo. No se mostraba rudo, ni desatento respecto a su herida, pero no la trataba como si fuera la atracción principal en un lecho de muerte.
Blake poseía una intuición infalible para elegir el momento adecuado para llamarla o dejarse caer por la cocina. Allí estaba, tranquilo cuando ella necesitaba tranquilidad, ordenado cuando ella ansiaba orden. Él le exigía cosas cuando todos los demás se empeñaban en que no moviera un solo dedo. Cuando Summer se enfadaba con él, era por motivos enteramente distintos y de un modo que ponía a prueba y engrandecía sus capacidades, en lugar de sofocarlas.
Y, con Blake, Summer podía dar rienda suelta a su temperamento sin sentirse culpable. Podía gritarle sabiendo que no vería en sus ojos la paciencia infinita que veía en los de Max. Podía ponerse terca sin preocuparse de herir sus sentimientos, al contrario de lo que le sucedía con su madre.
Sin darse cuenta, Summer empezó a considerarlo un pilar firme y un dechado de sensatez en un mundo donde reinaba el absurdo. Y, quizá por primera vez en su vida, sintió la necesidad intrínseca de apoyarse en ese pilar.
Aparte de Blake, Summer tenía su trabajo para intentar refrenar sus nervios desquiciados. Se sumergió en él. Tenía que mantener largas reuniones con el impresor para diseñar la carta perfecta, con elegantes tapas de color pizarra con las palabras COCHARAN HOUSE grabadas en el frente, grueso papel pergamino color crema en el interior y delicada grafía. Luego estaban las cartas del servicio de habitaciones que irían en cada unidad, no tan lujosas, quizá, pero sí distinguidas. Se pasaba horas hablando con proveedores entre regateos y negociaciones, divirtiéndose más de lo que había imaginado, hasta que conseguía las condiciones que quería.
Aquello le proporcionaba cierto fulgor triunfal, quizá el arrebato que sentía al completar un plato espectacular, pero sí cierto fulgor. Había descubierto que, de un modo distinto, era igual de satisfactorio.
Y resultaba imperdonablemente molesto que, tras concluir unas arduas negociaciones, alguien le dijera que debía echarse una siestecita.
—Chérie —Monique se deslizó en el almacén justo cuando Summer acababa de hablar con el carnicero; llevaba en la mano la inevitable tisana—. Es hora de que te tomes un descanso. No debes esforzarte tanto.
—Estoy bien, mamá —mirando el té, Summer deseó que se vertiera. Le apetecía algo carbonatado y frío, preferiblemente con mucha cafeína—. Sólo estoy repasando los contratos con los proveedores. Es un poco complicado y todavía tengo que hacer dos llamadas.
Si de ese modo pretendía insinuar sutilmente que deseaba estar sola, fracasaba indefectiblemente.
—Ya has trabajado suficiente por hoy —insistió Monique, sentándose al otro lado de la mesa—. No olvides que has sufrido una conmoción.
—Me hice un corte en el brazo —dijo Summer, impaciente.
—Quince puntos —le recordó su madre, y la miró con desaprobación al ver que tomaba un cigarrillo—. Eso es malísimo para la salud, Summer.
—También lo es la tensión nerviosa —masculló ella, y luego se aclaró la garganta—. Mamá, estoy segura de que Keil te echa tanto de menos como tú a él. No deberías estar tanto tiempo lejos de tu flamante marido.
—Ah, sí —suspiró Monique, y miró al techo con expresión soñadora—. Para una recién casada, un día lejos de su marido es como una semana, y una semana puede ser como un año —de pronto juntó las manos y empezó a sacudir la cabeza—. Pero mi Keil es el hombre más comprensivo del mundo. El sabe que debo quedarme con mi hija, que me necesita.
Summer abrió la boca y volvió a cerrarla. Diplomacia, se dijo. Tacto.
—Has sido maravillosa —comenzó a decir, sintiéndose un tanto culpable porque era cierto—. No sabes cuánto te agradezco el tiempo y las molestias que te has tomado esta última semana. Pero ya casi tengo el brazo curado. Estoy bien, de veras. Me siento terriblemente culpable porque estés aquí, cuando deberías estar disfrutando de tu luna de miel.
Monique agitó una mano, dejando escapar una risa ligera y sexy.
—Cielo mío, algún día descubrirás que una luna de miel no es un periodo de tiempo, ni un viaje, sino un estado mental. No te preocupes por eso. Además, ¿crees que podría irme antes de que te quiten esos horribles puntos del brazo?
—Mamá… —Summer sintió una punzada en el estómago y tomó la taza de té.
—No, no. Yo no estaba allí cuando te curó esa doctora, pero… —sus ojos se llenaron de lágrimas y sus labios temblaron—, estaré a tu lado cuando te los quiten… uno a uno.
Summer se imaginó tumbada de nuevo en la camilla, con aquella doctora con cara de amargada inclinándose sobre ella. Monique, ataviada de negro, estaría de pie a su lado, enjugándose los ojos con un pañuelo de encaje. No sabía si deseaba gritar o sólo dejar caer la cabeza entre las rodillas.
—Mamá, tendrás que perdonarme. Acabo de recordar que tengo una cita con Blake en su despacho —sin esperar respuesta, Summer salió del almacén.
Casi de inmediato, los ojos de Monique se secaron y sus labios se curvaron. Recostándose en la silla, se echó a reír alborozada. Tal vez no siempre había sabido qué hacer con su hija cuando Summer era una niña, pero ahora que era una mujer, sabía exactamente cómo persuadirla. Y la estaba empujando sutilmente en brazos de Blake, donde sin duda su testaruda, práctica y enamorada hija encontraría por fin su sitio.
—A l’amour —dijo, alzando la taza de té en un brindis.
A Summer no le importaba no tener cita. Sólo quería ver a Blake, hablar con él y recuperar la cordura.
—Tengo que ver al señor Cocharan —dijo desesperadamente, dejando atrás a la recepcionista.
—Pero señorita Lyndon…
Summer atravesó corriendo la oficina exterior y abrió la puerta sin llamar.
—¡Blake!
El alzó una ceja, le indicó que entrara y prosiguió con su conversación telefónica. Pensó que Summer parecía extenuada y perseguida por una jauría de sabuesos. Al principio sintió deseos de reconfortarla, de tranquilizarla, pero el sentido común se impuso. Era evidente que Summer estaba harta de esas cosas y las detestaba.
Frustrada, ella comenzó a pasearse por la habitación. Se sentía atravesada por una energía nerviosa. Se acercó a la ventana y, luego, inquieta, se apartó de ella. Finalmente caminó hasta la barra y se sirvió una buena dosis de vermú. En cuanto oyó que Blake colgaba el teléfono, se dio la vuelta para mirarlo.
—¡Hay que hacer algo!
—Si vas a agitar eso —dijo él suavemente, señalando el vaso—, será mejor que bebas algo primero. Vas a vertertelo encima.
Frunciendo el ceño, ella bebió un largo trago.
—Blake, mi madre tiene que volver a California.
—¿Ah, sí? —él acabó de garabatear un informe—. Vaya, lamentaremos que se vaya.
—¡No! No, tiene que irse, pero no lo hará. Insiste en quedarse aquí y cuidarme hasta dejarme catatónica. Y Max —prosiguió antes de que él pudiera decir nada—, hay que hacer algo con Max. Hoy… hoy ha sido ensalada de gambas con aguacate.
No puedo soportarlo más —tomó aliento y continuó atropelladamente—. Charlie me mira como si fuera Juana de Arco, y el resto del personal de cocina se comporta igual o peor. Me están volviendo loca.
—Eso ya lo veo.
Ella se detuvo de repente y achicó los ojos.
—No me mires con esa sonrisita.
—¿Estaba sonriendo?
—Y tampoco te hagas el inocente —replicó ella—. Te estabas riendo para tus adentros, y los ataques de nervios no tienen ninguna gracia.
—Tienes mucha razón —él cruzó las manos sobre la mesa—. ¿Por qué no te sientas y empiezas por el principio?
—Mira… —ella se dejó caer en una silla, bebió un sorbo de vermú y luego se levantó y empezó a pasearse otra vez—. No es que no agradezca tantas amabilidades, pero hay un dicho que dice que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
—Creo que lo he oído alguna vez.
Haciendo caso omiso, ella prosiguió:
—Se puede arruinar un jardín si se le prestan demasiadas atenciones, ¿sabes?
Él asintió con la cabeza.
—Algo parecido suele decirse de los niños.
—Deja de hacerte el gracioso, maldita sea.
—No lo hago adrede —él sonrió. Ella arrugó el ceño.
—¿Me estás escuchando? —preguntó.
—Soy todo oídos.
—Yo no estoy hecha para que me mimen, eso es todo. Mi madre… Todos los días es taza tras taza de té, hasta que me sale por las orejas. «Deberías descansar, Summer. Aún no tienes fuerzas, Summer». Maldita sea, soy fuerte como un buey.
Él sacó un cigarrillo, disfrutando del espectáculo.
—Eso digo yo.
—¡Y Max! Su buena voluntad me saca de mis casillas. Todos los días, la comida a las doce en punto —gruñendo, se llevó una mano a la tripa—. Hace una semana que no como de verdad. Tengo unas ganas tremendas de comerme unos tacos, pero estoy tan llena de té y pastel de langosta que no me cabe nada más. Si una sola persona más me dice que ponga los pies en alto y descanse, te juro que le daré un puñetazo en la boca.
Blake escrutó el extremo de su cigarrillo.
—Procuraré no mencionarlo.
—¡Eso es! Tú nunca me lo dices —ella rodeó la mesa y se sentó encima de ella, justo delante de él—. Eres el único aquí que me trata como a una persona normal desde que pasó ese ridículo accidente. Ayer hasta me gritaste. No sabes cuánto te lo agradezco.
—No hay de qué.
Ella le tomó la mano, medio riéndose.
—Hablo en serio. Me siento bastante estúpida por haber permitido que un accidente así ocurriera en mi cocina. Pero tú no me lo recuerdas constantemente dándome palmaditas en la cabeza y lanzándome miradas de preocupación.
—Te entiendo —Blake entrelazó sus dedos con los de ella—. He estado haciendo un estudio sobre ti casi desde el instante en que nos conocimos.
A Summer se le aceleró ligeramente el pulso.
—No soy una persona fácil de entender.
—¿Ah, no?
—Yo misma no me entiendo a veces.
—Entonces, deja que te hable de Summer Lyndon. Es una mujer preciosa, un tanto consentida debido a sus orígenes y a su éxito —sonrió al ver que ella arrugaba el ceño—. Es fuerte y voluntariosa, y profundamente femenina sin ser calculadora. Es ambiciosa y constante, y posee una capacidad de concentración que me recuerda a la de un cirujano. Y es romántica, aunque ella diga lo contrario.
—Eso no es cierto —comenzó a decir Summer.
—Escucha a Chopin cuando trabaja. Y, aunque prefiera tener su despacho en un almacén, siempre tiene rosas sobre su mesa.
—Hay cosas que…
—Deja de interrumpirme —le dijo él con sencillez, y, bufando, ella guardó silencio—. Mantiene sus miedos ocultos bajo la superficie porque no le gusta admitir que los tiene. Es terca y defiende sus ideas contra viento y marea. Y es tan compasiva que tolera cualquier situación incómoda con tal de no herir los sentimientos de los demás. Es comedida, pero también apasionada. Le gusta el mejor champán y la comida normal y corriente. No he conocido a nadie que me irrite tanto, ni a nadie en quien confíe tanto.
Ella dejó escapar un largo suspiro. No era la primera que Blake la ponía en una situación en la que no le salían las palabras.
—No es una mujer muy admirable.
—No del todo —convino Blake—. Pero es fascinante.
Ella sonrió y, a continuación, se sentó en su regazo.
—Siempre he querido hacer esto —murmuró, acurrucándose—. Sentarme en el regazo de un jefazo en un despacho elegante. De pronto estoy segura de que prefiero ser fascinante a ser admirable.
—Yo te prefiero así —él la besó con suavidad.
—Ya has vuelto a sofocar mi ataque de nervios.
Él le acarició el pelo, pensando que estaba cerca, muy cerca, de ganarla por completo.
—Para eso estoy aquí.
—Ojalá no tuviera que bajar a enfrentarme con todas esas memeces —suspiró—. Y esas caras de preocupación…
—¿Qué te gustaría hacer?
Juntando las manos tras el cuello de Blake, ella se echó a reír.
—¿Si pudiera hacer lo que quisiera?
—Cualquier cosa.
Ella se pasó la lengua por los dientes, pensativa, y luego sonrió.
—Me gustaría ir al cine, a ver una película espantosa, y comer kilos y kilos de palomitas con mantequilla y demasiada sal.
—Está bien —él le dio un cariñoso azote en el trasero—. Vamos a buscar una película espantosa.
—¿Ahora?
—Ahora mismo.
—Pero si sólo son las cuatro…
Él la besó y luego la hizo levantarse.
—A eso se le llama hacer novillos. Luego te lo explico.
Ella le hacía sentirse joven, absurdamente joven e irresponsable, sentado en un rincón oscuro del cine, con un enorme recipiente de palomitas de maíz en el regazo, agarrados de la mano. Cuando echaba la vista atrás y contemplaba su vida, Blake no recordaba ningún momento en que no se hubiera sentido seguro y confiado. Pero irresponsable… Eso, nunca. El hecho de tener tras de sí un negocio multimillonario había hecho arraigar en él un sentido muy exigente del deber. Pese a las comodidades de las que había disfrutado durante su infancia, siempre había sentido la exigencia tácita de mantener ese nivel, por sí mismo, y por el bien del negocio familiar.
Dado que nunca se había tomado su posición a la ligera, era un hombre cauteloso. La espontaneidad nunca había formado parte de su estilo. Pero quizás eso estuviera cambiando un poco…, gracias a Summer. Esa tarde, había sentido el impulso de concederle cualquier cosa que ella quisiera… Si hubiera sido un viaje a París para cenar en Maxim’s, hubiera hecho los preparativos de inmediato. Claro, que debería haber imaginado que una caja de palomitas y una película eran más del estilo de Summer.
Era ese estilo, el contraste entre la elegancia y la sencillez, lo que lo había atraído desde el principio. Sabía sin asomo de duda que nunca habría otra mujer que lo conmoviera de aquel modo.
Summer sabía que hacía días que no se relajaba por completo. En realidad, desde el accidente no podía relajarse con nadie, salvo con Blake. Él le había dado su apoyo, y, lo que era más importante, le había dejado espacio para respirar. Durante la semana anterior no se habían visto a menudo, y ella sabía que Blake estaba a punto de cerrar el acuerdo con la cadena Hamilton. Los dos habían estado muy ocupados, preocupados y estresados, y, sin embargo, cuando estaban solos y lejos del Cocharan House, no hablaban de negocios. Ella era consciente de lo mucho que había trabajado Blake en aquella compra: las negociaciones, el papeleo, las reuniones interminables… Y, no obstante, él lo dejaba todo a un lado por ella.
Summer se inclinó hacia él.
—Dulce.
—¿Mmm?
—Tú —musitó ella—. Eres muy dulce.
—¿Por qué, por encontrar una película espantosa?
Riendo, ella tomó un puñado de palomitas.
—Es mala, ¿verdad?
—Malísima, por eso el cine está casi vacío. A mí me gusta así.
—¿Eres un misántropo?
—No, es sólo que así es más fácil… —acercándose a ella, tomó el lóbulo de su oreja entre los dientes—… permitirse esta clase de cosas.
—Ah —Summer sintió un estremecimiento de placer.
—Y éstas —le mordió el cuello—. Sabes mejor que las palomitas.
—Y eso que están buenísimas —Summer giró la cabeza para que su boca encontrara la de Blake.
Casi se sentía capaz de decir que sus labios estaban hechos para los de él. Si creyera en tales cosas… Si creyera en tales cosas, habría dicho que estaban destinados a encontrarse en aquel momento de sus vidas. Encontrarse, atraerse, fundirse. Cuando estaban juntos, cuando sentía los labios ardientes de Blake, casi podía creerlo. Quería creerlo.
El le pasó una mano por el pelo. Suave, limpio. Aquella simple caricia hacía que la deseara enloquecidamente. Nunca se sentía tan fuerte como cuando estaba con ella. Y tampoco tan vulnerable. No oyó la explosión de sonido y música de los altavoces. Ella no vio el repentino caleidoscopio de colores de la pantalla. Acurrucados en los asientos, se movieron para acercarse un poco más.
—Disculpen —el joven acomodador, un universitario que tenía el trabajo hasta septiembre, cuando empezarían de nuevo las clases, arrastró los pies por el pasillo. Luego se aclaró la garganta—. Disculpen —al levantar la mirada, Blake vio que las luces de la sala estaban encendidas y que la pantalla estaba en blanco. Al cabo de un momento, sorprendida, Summer apretó la boca contra su hombro para sofocar la risa—. La película ha acabado —dijo el chico, azorado—. Hay que… eh… desalojar la sala después de cada pase —al mirar a Summer, pensó que cualquier hombre perdería interés por la película con alguien como ella. Entonces Blake se levantó y alzó una ceja altivamente. El chico tragó saliva—. Ejem… Son las normas, ¿sabe? El jefe…
—Es comprensible —lo interrumpió Blake al ver cómo subía y bajaba la nuez de su garganta.
—Nos llevamos las palomitas —dijo Summer mientras se levantaba. Tomó la caja bajo un brazo y con el otro se agarró a Blake—. Buenas noches —le dijo al acomodador por encima del hombro cuando salieron. Una vez fuera, rompió a reír—. Pobre chico, pensaba que ibas a darle una paliza.
—Se me pasó por la cabeza, pero sólo un instante.
—Lo suficiente como para que se pusiera nervioso —tras montarse en el coche, Summer colocó las palomitas sobre sus rodillas—. Sabes lo que ha pensado, ¿no?
—No, ¿qué?
—Que éramos amantes adúlteros —inclinándose, lamió la oreja de Blake—. Que tu mujer cree que estás en la oficina y mi marido que estoy de compras.
—¿Y por qué no hemos ido a un motel?
—Ahí es donde vamos ahora —comiendo de nuevo palomitas, Summer le lanzó una mirada traviesa—. Aunque creo que, en nuestro caso, tendremos que conformarnos con mi apartamento.
—Estoy dispuesto a mostrarme flexible. Summer… —Blake la apretó contra su costado mientras se saltaban un semáforo—. ¿De qué iba la película?
Riendo, ella posó la cabeza sobre su hombro.
—No tengo ni la menor idea.
Algo más tarde, yacían desnudos en la cama de Summer, con las cortinas abiertas para que entrara la luz y la persiana subida para que entrara la brisa. Del apartamento de abajo les llegaba el sonido repetitivo de las escalas que alguien tocaba al piano con cierta indecisión. Quizá Summer se hubiera quedado dormida un rato, porque la luz del sol parecía más suave, casi rosada. Pero no tenía ninguna prisa porque cayera la noche.
Las sábanas estaban calientes y arrugadas. El aire estaba preñado de olores a comida: cerdo a la parrilla del apartamento del profesor de piano, salsa boloñesa de los recién casados de la puerta de al lado. La brisa arrastraba la apetitosa mezcla de aquellos aromas.
—Qué agradable —murmuró Summer, con la cabeza apoyada en la curva del hombro de su amante—. Estar aquí, así, sabiendo que todo lo que hay que hacer puede hacerse mañana. Creo que no haces suficientes novillos —ella, por su parte, no los hacía nunca.
—Si los hiciera, el negocio se resentiría y los de la junta directiva empezarían a refunfuñar. Quejarse es lo que más les gusta.
Ella restregó la planta del pie distraídamente sobre el empeine del pie de Blake.
—No te he preguntado por la cadena Hamilton porque pensaba que ya tenías bastante con la oficina y la prensa, pero me gustaría saber si has conseguido lo que querías.
Él pensó en fumarse un cigarrillo, pero luego decidió que no merecía la pena el esfuerzo.
—Quería esos hoteles. Al final, el trato ha satisfecho a todo el mundo. No puede pedirse nada más.
—No —pensativa, Summer se giró para poder mirarlo directamente. Su pelo rozó el pecho de Blake—. ¿Por qué los querías? ¿Por la adquisición en sí misma, por la propiedad, o por el simple placer de maniobrar y regatear, por la estrategia de las negociaciones?
—Por todo eso. En parte, el placer de los negocios consiste en llegar a acuerdos, en allanar el camino, en seguir adelante hasta que consigues tu objetivo. En cierto modo, no es muy distinto al arte.
—Los negocios no son arte —dijo Summer puntillosamente.
—Hay semejanzas. Tú fijas una idea, la pules y luego sigues adelante hasta que has creado lo que querías.
—Otra vez te estás poniendo lógico. En el arte, se utiliza el sentimiento en la misma proporción que la razón. En los negocios, no puede hacerse eso —ella se encogió de hombros—. Sólo se trata de datos y números.
—Te estás olvidando del instinto. Los datos y los números no son suficiente.
Ella frunció el ceño, pensativa.
—Puede ser, pero uno no puede hacerle caso a su instinto y saltarse sin más los hechos fehacientes.
—Hasta los hechos fehacientes varían dependiendo de las circunstancias y de las partes implicadas —Blake estaba pensando en ella y en sí mismo—. A menudo, el instinto es más fiable.
Summer también estaba pensando en ellos.
—Sí, a veces —murmuró—, pero no siempre. Eso deja espacio para el fracaso.
—Ni los datos, ni la planificación excluyen el fracaso.
—Sí —ella apoyó de nuevo la cabeza en su hombro, intentando ahuyentar el leve hormigueo de pánico que se agitaba dentro de ella.
Blake pasó una mano por su espalda. Ella seguía siendo desconfiada, pensó. Un poco más de tiempo, un poco más de espacio…, un cambio de tema.
—Tengo que supervisar y reorganizar veinte hoteles más —comenzó a decir—. Eso significa veinte cocinas más que habrá que estudiar y mejorar. Voy a necesitar una experta.
Ella sonrió un poco al alzar la cabeza de nuevo.
—Veinte son muchos.
—No para la mejor.
Ladeando la cabeza, ella lo miró por encima de su elegante y recta nariz.
—Naturalmente que no, pero la mejor es muy difícil de conseguir.
—La mejor está ahora mismo desnuda en mis brazos.
Los labios de Summer se curvaron lentamente.
—Muy cierto. Pero, esto, creo, no es una mesa de negociaciones.
—¿Se te ocurre una idea mejor para pasar la velada?
Ella pasó la punta de un dedo por su mandíbula.
—Mucho mejor.
Él agarró su mano y, metiéndose uno de sus dedos en la boca, empezó a lamérselo suavemente.
—Enséñamelo.
La idea resultaba atractiva y excitante. Parecía que, cada vez que hacían el amor, ella se dejaba dominar rápidamente por sus emociones y por la habilidad de Blake. Esa vez, ella impondría el ritmo, y, en su momento, a su modo, destrozaría el control innato que despertaba tanto su admiración como su frustración. Con sólo pensarlo, sintió que un escalofrío le subía por la espalda.
Acercó su boca a la de Blake y usó su lengua para saborearla. Despacio, muy despacio, trazó la forma de sus labios. Sentía ya cómo iba creciendo su ardor. Con un suspiro indolente, cambió de postura para moverse sobre Blake mientras depositaba una línea de besos sobre su mandíbula.
—Te deseo más de lo que debería —se oyó decir—. Y te tengo menos de lo que querría.
Antes de que él pudiera decir nada, Summer apretó su boca contra la de él y ambos emprendieron el viaje. Blake seguía aún palpitando por sus palabras. Había deseado oír una admisión semejante de ella; esperaba oírla, igual que esperaba sentir en ella una emoción fuerte y pura. Fue aquella emoción la que desbarató todas sus defensas mientras las manos de Summer recorrían su cuerpo, aprovechándose de su debilidad.
Ella acariciaba. La piel de Blake se encendía.
Ella saboreaba. Su sangre ardía.
Ella marcaba el ritmo. Su mente oscilaba.
Blake había descubierto que era vulnerable. Era Summer quien le hacía sentirse así. Bajo la luz suave del atardecer, se sentía atrapado en un mundo nocturno en el que energías opuestas contendían sordamente. Los dedos de Summer eran frescos y firmes cuando lo acariciaban, incitantes. Podía sentir cómo se deslizaban morosamente sobre él, deteniéndose aquí y allá mientras ella suspiraba. Su cuerpo estaba cargado de placeres. Con largos besos, ella fue explorándolo poco a poco, deleitándose en la firme virilidad de su cuerpo, sabiendo que pronto resquebrajaría su impenetrable entereza. Estaba obsesionada con ello, y con Blake. ¿Era posible que, después de hacer el amor con él, cuando había empezado a comprender la fortaleza y la debilidad de su cuerpo, sintiera aún más placer al descubrirlos de nuevo?
Las oscilaciones de sus sentimientos, los matices del placer que experimentaba cuando estaba con él, parecían no tener fin. Cada vez era tan vibrante y única como la primera. A pesar de que aquello contradecía todo cuanto pensaba sobre las relaciones entre un hombre y una mujer, ya no se lo cuestionaba. Gozaba de ello.
Blake era suyo. En cuerpo y alma, ella lo sentía. Casi podía sentir de manera tangible cómo se iba desvaneciendo aquella pátina pulida y civilizada que formaba parte de él. Era lo que ella quería.
Les quedaba poca cordura. Mientras ella se movía sobre él, el deseo se hizo más primitivo, más primario. El quería más, infinitamente más, pero la sangre retumbaba en su cabeza. Ella era tan ágil, tan incansable… Blake sintió una oleada de pura indefensión por primera vez en su vida. Las manos de Summer eran hábiles, tan hábiles que Blake no notaba la rápida alteración de su aliento. Podía sentir cómo lo atormentaba exquisitamente, pero no veía los destellos de pasión ni la profundidad del deseo que delataban sus ojos. Estaba ciego y sordo a todo.
Entonces la boca de Summer devoró la suya y todo lo salvaje que el hombre civilizado refrenaba se liberó en él. Estaba loco por ella. Ante sus ojos giraba un oscuro torbellino de colores, en sus oídos retumbaba un salvaje reflujo, semejante al del mar embravecido por la tormenta. El nombre de Summer surgió de él como un juramento mientras la agarraba, obligándola a tumbarse de espaldas, rodeándola, poseyéndola.
Y de pronto no hubo nada más de ella de lo que apoderarse, donde ahogarse y gozar y a lo que rendir tributo, hasta que la pasión alcanzó su cima, dejando vacío a Blake.