Capítulo IX

Por desgracia, Summer iba a necesitar un teléfono en el despacho. Prefería trabajar sin que la molestaran, y los teléfonos solían ser un estorbo, pero la carta definitiva estaba casi acabada. Se estaba acercando el momento crítico de elegir proveedores. Con tantas cosas nuevas, algunas de ellas tan difíciles de encontrar, tendría que iniciar el proceso de encontrar a los mejores abastecedores. Le habría encantado delegar aquella tarea, pero confiaba en sus habilidades negociadoras y en su propia intuición más que en las de cualquier otra persona. Y, cuando se trataba de elegir las mejores ostras o el mejor quimbobó, se necesitaban ambas cosas.

Tras concluir las tareas que tenía pendientes esa mañana, Summer miró con satisfacción su montón de papeles. No se había equivocado al aceptar aquel trabajo. Lo estaba haciendo, y lo estaba haciendo bien. La remodelación de la cocina había resultado tal y como ella la había proyectado, la plantilla trabajaba bien, y, gracias a su cuidadosa planificación y a las innovaciones que había introducido, pronto lo harían aún mejor. Los dos reposteros nuevos eran los mejores que podía encontrarse. Julio y Georgia habían mandado una postal desde Hawai que alguien había colocado con honores en la puerta de una nevera. Summer sólo había sentido la tentación pasajera de lanzarle algún dardo.

Apenas había intervenido en la organización del comedor. La iluminación era excelente; la ropa de mesa, impecable. La comida, su comida, era la única mejora que requería el local.

Pronto, pensó, podría mandar la nueva carta a la imprenta. Sólo tenía que concretar algunos precios y negociar algunos detalles, así como las horas de entrega. El paso siguiente era la instalación del teléfono. Como prefería encargarse de ello sin más dilación, se dirigió a la puerta. Entró en la cocina por un lado al tiempo que Monique entraba por otro. Todo el mundo se quedó parado.

A Summer le divertía y en cierto modo le gustaba que su madre surtiera aquel efecto de perplejidad sobre la gente. Veía a Max mirándola, petrificado, sujetando en la mano un cucharón del que goteaba salsa de tomate. Y, claro está, Monique sabía cómo hacer una entrada triunfal. Podría decirse que era especialista en ello.

Su madre sonrió lentamente, casi con cierta indecisión, cuando entró arrastrando tras de sí un aroma a París y a primavera. Sus ojos eran más grises que los de su hija y, pese a la diferencia de edad y experiencia, poseían una mirada más inocente. Summer ignoraba aún si era calculada o innata.

—Tal vez alguien pueda ayudarme.

Seis hombres dieron un paso al frente. Max estuvo a punto de manchar el hombro de Monique de salsa de tomate. Summer decidió que era hora de restablecer el orden.

—Mamá —se abrió paso entre el círculo de cuerpos que rodeaba a Monique.

—Ah, Summer, te estaba buscando —mientras le daba las manos a su hija, les lanzó a los hombres una sonrisa que los abarcó a todos—. Qué fascinante. Creo que nunca había estado en la cocina de un hotel. Es tan… eh… grande, ¿verdad?

—Por favor, señora Dubois… madame —incapaz de contenerse, Max tomó la mano de Monique—, sería un honor para mí enseñarle lo que quiera ver. Quizá quiera usted probar un poco de nuestra sopa.

—Qué amable —la sonrisa de Monique habría derretido chocolate a cincuenta metros a la redonda—. Naturalmente, quiero ver dónde trabaja mi hija.

—¿Su hija?

Estaba claro, pensó Summer, que Max sólo oía música de violines desde que Monique había entrado en la habitación.

—Mi madre —dijo Summer con voz clara—. Monique Dubois. Éste es Max, el jefe del personal de cocina.

¿Madre?, pensó Max, perplejo. Pero, naturalmente, el parecido era tan notable que se sentía como un tonto por no haberse dado cuenta antes. No había ni una sola película de la Dubois que no hubiera visto por lo menos tres veces.

—Es un placer —besó la mano que ella le ofrecía con galantería—. Un honor.

—Es muy reconfortante saber que mi hija trabaja con semejante caballero —aunque sus labios se fruncieron, Summer no dijo nada—. Y me encantaría verlo todo, absolutamente todo… pero quizá más tarde —añadió antes de que Max pudiera empezar otra vez—. Ahora, tengo que robarles a Summer un ratito. Dígame, ¿sería posible que mandaran un poco de champán y caviar a mi suite?

—El caviar no está en la carta —intervino Summer, mirando a Max con las cejas arqueadas—. Todavía.

—Oh —Monique hizo un mohín—. Entonces, supongo que servirá con un poco de paté o de queso.

—Me encargaré de ello personalmente. Enseguida, madame.

—Es usted muy amable —batiendo las pestañas, Monique le dio el brazo a Summer y salió de la cocina.

—Has cargado un poco las tintas —masculló Summer.

Monique echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una risa efervescente.

—No seas tan británica, chérie. Acabo de hacerte un inmenso favor. El joven y encantador Cocharan me informó esta mañana no sólo de que mi hija trabaja para este hotel, cosa que tú no te habías molestado en decirme, sino de que además tenía ciertos problemillas internos en la cocina.

—No te lo dije porque sólo es un acuerdo temporal, y porque me está dando mucho trabajo. En cuanto a los problemas internos…

—En forma de ese fortachón de Max —Monique se deslizó en el ascensor.

—Puedo ocuparme de ellos yo sólita —concluyó Summer.

—Pero tampoco te vendrá mal que tu madre le haya impresionado un poco —tras apretar el botón de su piso, Monique se giró para observar a su hija—. Cuando te miro a la luz del día, me doy cuenta de lo guapa que te has vuelto. Y eso me agrada. Si hay que tener una hija mayor, mejor que sea guapa.

Riendo, Summer sacudió la cabeza.

—Eres tan presumida como siempre.

—Siempre lo seré —dijo Monique con sencillez—. Si Dios quiere, siempre tendré motivos para serlo. Ahora… —empujó a Summer fuera del ascensor—, que ya he tomado mi café, mi cruasán y mi masaje, estoy lista para enterarme de todo sobre tu nuevo trabajo y tu nuevo amante. Por tu aspecto, parece que las dos cosas te sientan bien.

—Tengo entendido que lo normal es que las madres y las hijas hablen de los trabajos nuevos, no de los amantes nuevos.

—Tonterías —Monique abrió la puerta de su suite de un empujón—. Nosotros nunca hemos sido madre e hija, sino amigas, n’est-ce pas? Y las buenas amigas siempre hablan de sus amantes.

—El trabajo —dijo Summer con firmeza, dejándose caer en un diván de color crema y subiendo las piernas— va bastante bien. Al principio lo acepté porque me intrigaba y… Bueno, porque Blake me restregó a LaPointe por la cara.

—¿LaPointe? ¿Ese hombrecillo con los ojos como alfileres al que detestas tanto? ¿El que le dijo a la prensa de París que eras su…?

—Querida —dijo Summer con rabia.

—Ah, sí, qué palabra tan estúpida, «querida», tan anticuada, ¿no te parece? —Monique sonrió con serenidad mientras se arrellanaba en el sofá—. ¿Y lo eras?

—Claro que no. No habría permitido que me pusiera sus gordas manos encima aunque hubiera sido el mejor cocinero del mundo.

—Debiste demandarlo.

—Si lo hubiera hecho, las cosas se habrían complicado y la gente habría dicho que, si el río suena, agua lleva. A ese cochino francés le habría encantado —Summer estaba apretando los dientes e intentó relajar la mandíbula—. No me hagas hablar de LaPointe. Ya fue suficiente que Blake consiguiera embaucarme para que aceptara este trabajo amenazando con contratarlo.

—Un hombre muy listo, tu Blake.

—No es mi Blake —dijo Summer quisquillosamente—. Él va por su lado y yo por el mío. Tú sabes que yo no creo en esas cosas —llamaron suavemente a la puerta. Monique hizo un ademán negligente y Summer se levantó a abrir. Mientras un camarero metía en la habitación un carrito con una bandeja de quesos, fruta fresca y una hielera con champán, Summer pensó que Max debía de haber corrido como un loco para prepararlo todo tan rápidamente. Summer firmó la cuenta con un garabato y despidió al camarero.

Monique inspeccionó distraídamente la bandeja antes de elegir un trocito de queso.

—Pero estás enamorada de él.

Ocupada con el corcho del champán, Summer alzó la mirada.

—¿Qué?

—Estás enamorada del joven Cocharan.

El corcho salió despedido, el champán ascendió burbujeando y surgió como un geiser de la botella. Monique se limitó a alzar su copa para que se la llenara.

—No estoy enamorada de él —dijo Summer con una desesperación soterrada que Monique advirtió enseguida.

—Una siempre está enamorada de su amante.

—No, no es cierto —más calmada, Summer sirvió el champán—. Las aventuras amorosas no tienen por qué ser románticas y cursis. Le tengo cariño a Blake, y le respeto. Lo considero un hombre atractivo e inteligente y disfruto de su compañía.

—Podría decirse lo mismo de un hermano, o de un tío. Hasta de un ex marido, si me apuras —comentó Monique—. Pero no creo que sea eso lo que sientes por Blake.

—Siento pasión por él —dijo Summer con impaciencia—. Pero la pasión no es lo mismo que el amor.

—Ah, Summer —divertida, Monique eligió una uva—. Puedes pensar con tu cerebro británico, pero sientes con tu corazón francés. Ninguna mujer se tomaría a la ligera a ese joven.

—¿De tal palo, tal astilla? —Summer lamentó haber dicho aquello en cuanto salió de sus labios.

Sin embargo, Monique se limitó a sonreír suavemente, dejándose llevar por el recuerdo.

—Sí, ya lo había pensado. No he olvidado a B. C.

—Ni él a ti.

Interesada, Monique volvió al presente.

—¿Has conocido al padre de Blake?

—Lo vi un momento. Cuando se mencionó tu nombre, reaccionó como si lo hubiera atravesado un rayo.

La suave sonrisa de Monique se hizo brillante.

—Qué halagador. A una le gusta creer que permanece en el recuerdo de un hombre mucho después de la separación.

—Puede que tú te sientas halagada. Te aseguró que yo pasé vergüenza.

—Pero ¿por qué?

—Mamá —inquieta, Summer se levantó de nuevo y empezó a pasearse por la habitación—, me sentía atraída por Blake, muy atraída, y él por mí. ¿Cómo crees que me sentí cuando estaba hablando con su padre y tanto él como yo estábamos pensando que habíais sido amantes? Creo que Blake no tiene ni idea. Si lo supiera ¿te imaginas lo embarazosa que sería la situación?

—¿Por qué?

Summer dejó escapar un largo suspiro y se volvió para mirar a su madre.

—B. C. estaba y está casado con la madre de Blake. Tengo la impresión de que Blake quiere mucho a su madre, y a su padre también.

—¿Y eso qué tiene que ver? —Monique se encogió de hombros, alzando ligeramente la mano con la palma hacia arriba—. Yo también quería a su padre. Escúchame —continuó antes de que Summer pudiera replicar—, B. C. estaba enamorado de su mujer. Yo lo sabía. Nos consolamos el uno al otro, nos hicimos reír durante una época que fue bastante amarga para los dos. Yo me siento agradecida por ello, no avergonzada. Y tú tampoco deberías estarlo.

—No me avergüenzo —frustrada, Summer se pasó una mano por el pelo—. Ni te pido que tú lo hagas, pero… Maldita sea, mamá, es muy embarazoso.

—La vida a menudo lo es. Ahora vas a recordarme que hay ciertas normas, y, en efecto, las hay —ella echó hacia atrás la cabeza y adoptó la actitud majestuosa que había heredado su hija—. Yo no juego conforme a las normas, y no pienso pedir disculpas por ello.

—Mamá —maldiciéndose para sus adentros, Summer se acercó y se arrodilló junto al sofá—, no te estaba criticando. Es sólo que lo que es bueno para ti no tiene por qué serlo para mí.

—¿Crees que no lo sé? ¿Piensas que quiero que vivas igual que yo? —Monique posó una mano sobre la cabeza de su hija—. Puede que haya sido más feliz que tú, pero también he sido más desgraciada. No puedo desearte la felicidad sin saber que, al mismo tiempo, tendrás que afrontar el dolor. Sólo deseo para ti lo que tú elijas libremente.

—Algunas cosas da miedo desearlas.

—Sí, y a veces hay que tener cuidado con lo que se desea. Voy a darte un consejo —le dio una palmadita en la cabeza y luego se recostó en el sofá—. Cuando eras pequeña, no te daba ninguno porque los niños siempre han sido un misterio para mí. Y, cuando creciste, no me habrías hecho ningún caso. Tal vez hayamos llegado a ese punto en que una madre y una hija comprenden que la otra es inteligente.

Riendo, Summer tomó una fresa de la bandeja.

—Está bien, te escucho.

—No eres menos mujer por necesitar a un hombre —al ver que Summer fruncía el ceño, Monique prosiguió—. Necesitar a un hombre para vivir, eso sí que es una estupidez. Necesitarlo para conseguir riqueza o darse aires, es deshonesto. Pero necesitar a un hombre, a un solo hombre, para que te dé alegría y pasión… Eso es la vida.

—Una puede tener alegría y pasión sin necesidad de un hombre.

—Cierta alegría y cierta pasión —convino Monique—. Pero ¿por qué conformarse con tan poco? ¿Qué pretendes demostrar cercenando un deseo tan natural? Tal vez sea tonta la mujer que se casa cuatro veces. No es que pida perdón por ello. Sólo quiero recordarte que Summer Lyndon no es Monique Dubois. Nosotras contemplamos las cosas de manera distinta. Pero las dos somos mujeres. Yo no me arrepiento de nada.

Con un suspiro, Summer apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

—Ojalá fuera capaz de decir lo mismo.

—Tú eres una mujer inteligente. Lo que elijas, será lo mejor para ti.

—Mi mayor miedo ha sido siempre cometer un error.

—Puede que tu mayor miedo sea tu mayor error —acarició de nuevo la mejilla de Summer—. Vamos, sírveme un poco más de champán. Te hablaré de mi Keil.

Cuando regresó a la cocina, Summer seguía dándole vueltas a la conversación que había mantenido con su madre. Era extraño que Monique le pidiera detalles sobre su vida privada, y más raro aún que le ofreciera consejo. Cierto que la mayor parte de la hora que habían pasado juntas había estado dedicada a glosar las virtudes de Keil Morrison, pero, antes de eso, Monique había dicho cosas destinadas a hacer reflexionar a Summer… y a hacerla dudar del orden de sus prioridades.

Pero, cuando al acercarse a las puertas batientes de la cocina le salió al paso el ruido de una trifulca, Summer comprendió que tendría que dejar sus cavilaciones para más adelante.

—Mi casserole es perfecta.

—Demasiada leche y muy poco queso.

—Nunca has podido admitir que mi casserole es mejor que la tuya.

La escena podía parecer cómica: el enorme Max y el diminuto Charlie, el cocinero coreano que apenas le llegaba a su jefe a la altura del pecho, estaban de pie, mirándose el uno al otro con fijeza, disputándose una fuente de casserole de espinacas. Podía parecer cómica, pensó Summer cansinamente, si el resto de la cocina no hubiera elegido ya a uno u otro adversario mientras las comandas de la comida permanecían ignoradas.

—Un trabajo mediocre —dijo Max, que aún no había perdonado a Charlie por haber estado enfermo tres días seguidos.

—Tus casseroles sí que son mediocres. Las mías son perfectas.

—Demasiada leche —dijo Max con vehemencia—. Y poco queso.

—¿Algún problema? —Summer se adelantó, interponiéndose entre ellos.

—Este feo hombrecillo con ínfulas de cocinero pretende hacer pasar este amasijo de hojas empapadas por una casserole de espinacas —Max intentó quitarle la fuente de cristal, pero Charlie resultó tener más fuerza de la esperada.

—Este gordinflón que dice ser chef está celoso porque sé más de verduras que él.

Summer se mordió el labio inferior. Maldita fuera, la cosa tenía gracia, pero el momento no podía ser peor.

—Tal vez los demás deberíais volver al trabajo —dijo despreocupadamente—, antes de que los clientes que hay en el comedor huyan a la hamburguesería más cercana en busca de un servicio decente. Ahora… —se volvió hacia los dos contrincantes—. Supongo que ésa es la casserole en cuestión.

—Se suponía que tenía que serlo —replicó Max—. Pero es una basura —dio otro tirón a la fuente.

—¡Basura! —gritó el pequeño cocinero, enfurecido, y replegó los labios—. Basura es lo que tú haces pasar por costillas de primera. La única cosa comestible de ese plato es la pizca de perejil que le pones —Charlie tiró de la fuente.

—Caballeros, ¿puedo hacer una pregunta? —sin esperar respuesta, Summer tocó con un dedo la fuente. Todavía estaba caliente—. ¿Alguien ha probado la casserole?

—Yo no pruebo el veneno —Max le dio otro tirón a la fuente_. Lo tiro por el desagüe.

—No permitiré que este… este asno pruebe una sola cucharada de mis espinacas —Charlie tiró en sentido contrario—. Las contaminaría.

—Está bien, niños —dijo Summer con tanta dulzura que los dos se volvieron a mirarla con indignación—. ¿Por qué no la pruebo yo?

Los dos se miraron con recelo.

—Dígale que suelte mis espinacas —insistió Charlie.

—Max…

—Que las suelte él primero. Yo soy su superior.

—Charlie…

—Sólo es superior a mí en peso —el tironeo empezó otra vez.

Sintiendo que su paciencia se agotaba, Summer alzó las manos.

—Está bien, ¡ya basta!

Tal vez fuera por la impresión de oírla alzar la voz, cosa que nunca hacía en la cocina, o tal vez porque la fuente empezaba a resbalar de tanto manoseo, pero el caso es que se escurrió de las manos de los dos de repente, golpeó contra el borde de la encimera, resquebrajándose, y el cristal se hizo añicos antes de que la casserole y su contenido cayeran al suelo. Max y Charlie estallaron en improperios al unísono.

Summer, distraída por el dolor que sentía de pronto en el brazo derecho, miró hacia abajo y vio que la sangre empezaba a manar de un corte de varios centímetros. Asombrada, se quedó mirándolo durante tres segundos mientras su mente se negaba en redondo a admitir que la sangre, su sangre, pudiera manar tan rápidamente.

—Disculpadme —logró decir al fin—, ¿creéis que podéis acabar este asalto después de que me desangre?

Charlie giró la cabeza hacia ella, con un torrente de insultos en la punta de la lengua. Pero se quedó mirando con los ojos como platos la herida de Summer y a continuación prorrumpió en una enloquecida jerigonza en coreano.

—Si dejara de meterse en todo… —comenzó a decir Max, pero, al ver la sangre que corría por el brazo de Summer, palideció y, para sorpresa de todos, empezó a moverse a la velocidad del rayo. Agarrando un paño limpio, lo apretó contra la herida—. Siéntese —ordenó, llevándola hacia un taburete—. Vosotros —gritó sin dirigirse a nadie en particular—, recoged todo eso —ya había empezado a improvisar un torniquete—. Relájese —le dijo a Summer con desacostumbrada amabilidad—. Quiero ver si es profundo.

Aturdida, ella asintió con la cabeza y mantuvo los ojos fijos en el vapor que despedía una cacerola al otro lado de la habitación. No le dolía mucho, en realidad, pensó mientras su visión se nublaba y volvía a aclararse. Probablemente se había imaginado toda aquella sangre.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —Summer oyó vagamente la voz de Blake a su espalda—. Se oye el ruido desde el comedor —Blake se acercó, pensando en darles un ultimátum a Summer y Max, pero se quedó de una pieza al ver el paño lleno de sangre—. Summer…

—Ha habido un accidente —se apresuró a decir Max mientras Summer sacudía la cabeza, intentando despejarse—. El corte es profundo. Habrá que darle puntos.

Blake le quitó el paño y apartó a un lado a Max.

—Summer, ¿qué demonios ha pasado?

Ella se concentró en su cara y advirtió en sus ojos na expresión preocupada y quizás un tanto enfadada antes de que todo empezara a darle vueltas otra vez. Luego cometió el error de mirarse el brazo.

Casserole de espinacas —balbució antes de deslizarse del taburete, desmayada.

Lo siguiente que oyó fue una discusión. «¿No es aquí donde entraba yo?», pensó vagamente. Tardó un momento en reconocer la voz de Blake, pero la otra, la de una mujer, seca y áspera, le era desconocida.

—Voy a quedarme.

—Señor Cocharan, usted no es un familiar. Va contra las normas del hospital que se quede mientras atendemos a la señorita Lyndon. Créame, sólo se trata de unos cuantos puntos.

¿Unos cuantos puntos? A Summer se le encogió el estómago. No le gustaba admitirlo, pero, en lo tocante a las agujas, era una perfecta cobarde. Y, si su sentido del olfato no la engañaba, estaba claro dónde estaba. El olor a antiséptico era claramente reconocible. Quizá, si se levantaba y se marchaba sin hacer ruido, nadie se daría cuenta.

Al incorporarse, se encontró en un pequeño cuartito de curas delimitado con cortinas. Su mirada se posó en una bandeja que contenía las relucientes y aterradoras herramientas del oficio médico.

Blake captó el movimiento por el rabillo del ojo y se acercó a ella.

—Summer, tranquilízate.

Humedeciéndose los labios, ella observó de nuevo la habitación.

—¿Esto es un hospital?

—La sala de urgencias. Van a curarte el brazo.

Ella logró sonreír, pero siguió mirando fijamente la bandeja.

—Preferiría que no lo hicieran —cuando empezó a agitar las piernas por encima del borde de la camilla, la doctora se apresuró a detenerla.

—Estése quieta, señorita Lyndon.

Summer miró la cara tosca y arrugada de la mujer. Tenía el pelo rizado, de color melocotón, y gafas de montura metálica. Summer intentó calcular sus fuerzas y las de la doctora y decidió que podía vencer.

—Me voy a casa —dijo con sencillez.

—Usted va a quedarse aquí sentadita para que le cosamos ese brazo. Ahora, estese quieta.

Bueno, tal vez si reclutaba un aliado…

—Blake…

—Necesitas puntos, cariño.

—No quiero.

—Los necesita —dijo la doctora con aspereza—. ¡Enfermera! —mientras se restregaba las manos en un pequeño lavabo, volvió a mirar por encima del hombro—. Señor Cocharan, tendrá que esperar fuera.

—No —Summer consiguió sentarse del todo—. A usted no la conozco —le dijo a la mujer vestida de blanco del lavabo—, ni a usted tampoco —añadió cuando una enfermera cruzó las cortinas—. Si tengo que quedarme aquí sentada mientras me cosen el brazo con tripa de gato o lo que usen, quiero tener a mi lado a alguien a quien conozca —apretó con fuerza la mano de Blake—. A él lo conozco —se recostó, pero siguió apretando la mano de Blake.

—Muy bien —cedió al fin la doctora—. Vuelva la cabeza y no mire —la advirtió—. No tardaremos mucho. Hoy ya he usado metros y metros de tripa de gato.

—Blake… —Summer respiró hondo y lo miró fijamente a los ojos, procurando no pensar en lo que iban a hacerle las dos mujeres del otro lado de la mesa—. Tengo que confesarte algo. No se me dan muy bien estas cosas —tragó saliva de nuevo al sentir la presión sobre su piel—. Tengo que tomar tranquilizantes cada vez que voy al dentista.

Por el rabillo del ojo, Blake vio que la doctora daba el primer punto.

—Casi tuvimos que hacer lo mismo con Max —pasó el pulgar acariciadoramente por los nudillos de Summer—. Después de esto, puedes decirle que vas a instalar un fogón de leña y una chimenea, que no te dará ningún problema.

—Menudo modo de conseguir que coopere —ella hizo una mueca, sintió que su estómago se encogía y tragó saliva desesperadamente—. Háblame…, de lo que sea.

—Deberíamos tomarnos un fin de semana, muy pronto, e irnos a la playa. A algún sitio tranquilo, al pie del mar.

Era una buena imagen. Summer intentó concentrarse en ella.

—¿Qué mar?

—El que tú quieras. Durante tres días, no haremos más que tumbarnos al sol y hacer el amor.

La joven enfermera alzó la mirada, y un suspiro escapó de sus labios antes de que la doctora clavara sus ojos en ella.

—En cuanto vuelva de Roma. Lo único que tienes que hacer es encontrar una islita en el Pacífico mientras yo estoy fuera. Me gustaría que tuviera palmeras y unos cuantos nativos amistosos.

—Me encargaré de ello.

—Mientras tanto —dijo la doctora, cortando un trozo de venda—, mantenga seco el vendaje, cámbieselo cada tres días y vuelva dentro de dos semanas para que le quitemos los puntos. Un corte muy feo —añadió, rematando hábilmente el vendaje—. Pero sobrevivirá.

Summer giró la cabeza con cautela. La herida estaba cubierta por gasa blanca esterilizada. Parecía limpia, pulcra y en cierto modo competente. Las náuseas se disiparon al instante.

—Pensaba que ahora los puntos se disolvían.

—Tiene usted un brazo muy bonito —la doctora se aclaró las manos en el lavabo—. No queremos que le quede cicatriz. Voy a recetarle unas pastillas para el dolor.

Summer apretó la mandíbula.

—No pienso tomármelas.

Encogiéndose de hombros, la doctora se secó las manos.

—Como quiera. Ah, y prueben en las islas Salomón, junto a Nueva Guinea —corriendo la cortina, se marchó.

—Vaya mujer —masculló Summer mientras Blake la ayudaba a levantarse—. Es un encanto. No sé por qué no la contrato como mi médico de cabecera.

Volvía a ser la misma, pensó Blake con una sonrisa, pero le rodeó la cintura para sujetarla.

—Era justamente lo que necesitabas. No te hacían falta más compasión, ni más mimos, que los míos.

Ella lo miró con el ceño fruncido mientras Blake la conducía al aparcamiento.

—Cuando sangro —dijo—, necesito muchos mimos.

—Lo que necesitas… —él la besó en la frente antes de abrir la puerta del coche— es una cama, una habitación a oscuras y unas cuantas horas de descanso.

—Voy a volver al trabajo —replicó ella—. Seguramente la cocina estará hecha un caos, y tengo una larga lista de llamadas que hacer… en cuanto hagas que me instalen un teléfono, claro.

—Vas a irte a casa, a la cama.

—Ya he dejado de sangrar —le recordó Summer—. Y, aunque admito que, en lo que respecta a la sangre, las agujas y los médicos con sus batas blancas, soy como una auténtica cría, no hay más que hablar. Me encuentro bien.

—Estás pálida —Blake se detuvo ante un semáforo y se volvió hacia ella—. El brazo tiene que dolerte, o lo hará muy pronto. Siempre que uno de mis empleados se desmaya en el trabajo, tengo por norma que se tome el resto del día libre.

—Muy liberal y humanitario por tu parte. Yo no me habría desmayado si no hubiera mirado.

—A casa, Summer.

Ella se incorporó, cruzó las manos y respiró hondo. Le dolía el brazo, pero no lo habría admitido por nada del mundo.

—Blake, ya sé que te lo he dicho otras veces, pero a veces no viene mal repetirse. Yo no acepto órdenes.

El silencio se apoderó del coche durante casi un minuto entero. Blake giró al oeste, alejándose del Cocharan House, camino del edificio de apartamentos de Summer.

—Tomaré un taxi —dijo ella con ligereza.

—Lo que vas a tomarte es un par de aspirinas, justo antes de que yo baje las persianas y te meta en la cama.

Cielos, aquello sonaba a gloria. Desechando aquella imagen, Summer alzó la barbilla.

—El hecho de que haya dependido de ti… sólo un poquito… mientras esa mujer me pinchaba con su aguja no significa que necesite un guardián.

Había un modo de convencerla para que hiciera lo que él quería. Blake se lo pensó. Tal vez lo mejor fuera abordar la cuestión directamente.

—Supongo que no te habrás fijado en cuántos puntos te ha dado.

—No —Summer miró por la ventanilla.

—Yo sí. Los iba contando mientras ella cosía. Quince. Tampoco te habrás fijado en el tamaño de la aguja.

—No —llevándose la mano al estómago, ella lo miró fijamente—. Eso es juego sucio, Blake.

—Si funciona… —luego deslizó una mano sobre la de ella—. Una siesta, Summer. Me quedaré contigo, si quieres.

¿Cómo iba a enfrentarse a él si se portaba con tanta ternura? ¿Cómo iba a enfrentarse a sí misma cuando lo único que deseaba en realidad era acurrucarse a su lado?

—Está bien, me echaré un rato —de pronto, sentía que le hacía falta, y no únicamente por el brazo. Si Blake continuaba agitando sus emociones de aquel modo, los meses siguientes serían un infierno—. Sola —concluyó con firmeza—. Tú tienes muchas cosas que hacer en el hotel —cuando él paró el coche frente a su edificio, Summer alzó una mano para impedir que apagara el motor—. No, no te molestes en subir. Me iré a la cama, te lo prometo —sintiendo que él se disponía a protestar, sonrió y le apretó la mano. «Tengo que subir sola», se dijo. Si Blake la acompañaba, todo podía cambiar—. Voy a tomarme una aspirina, encenderé el estéreo y me echaré. Me sentiré mejor si te pasas por la cocina y te aseguras de que todo va bien.

Blake escudriñó su cara. Summer tenía la tez pálida y los ojos cansados. Él quería quedarse con ella, sentir cómo buscaba de nuevo su apoyo. Incluso allí sentado, a su lado, podía sentir la distancia que Summer intentaba interponer entre ellos. No, no lo permitiría. Pero, de momento, ella necesitaba descansar.

—Si eso es lo que quieres… Te llamaré esta noche.

Inclinándose, Summer le dio un beso en la mejilla y salió del coche rápidamente.

—Gracias por darme la mano.