Capítulo VIII

Aquello era condenadamente frustrante. Blake había oído a muchos hombres quejarse de las mujeres llamándolas imposibles de entender, contradictorias, desconcertantes. Dado que siempre había sido capaz de tratar con las mujeres con sensatez, nunca había atribuido mucha credibilidad a aquellas quejas, hasta que había conocido a Summer. Ahora, se descubría buscando nuevos adjetivos. Apartándose de su mesa, Blake caminó hasta la ventana y miró, ceñudo, el panorama que le ofrecía la ciudad.

Cuando hicieron el amor, se dio cuenta de que ignoraba que una mujer pudiera ser tan dulce, tan generosa. Fuerte, sí, pero dotada de una fragilidad que le hacía sentirse tumbado sobre terciopelo. ¿Había sido su imaginación o había sido ella completamente suya? Habría jurado que, durante aquel espacio de tiempo, Summer solo había pensado en él, sólo lo había deseado a él. Y, sin embargo, antes de que sus cuerpos se hubiera enfriado, ella se había puesto tan prosaica, tan… distante.

Maldición, ¿acaso no debía dar gracias por eso, él que quería el placer y la compañía de una mujer sin ninguna atadura? Podía recordar otras relaciones en las que el hecho de establecer limpiamente una serie de normas había resultado de incalculable valor, pero ahora…

Abajo, una pareja paseaba por la acera con los brazos unidos. Al verlos, se los imaginó riéndose de algo que nadie más entendería. Y, mientras los miraba, Blake pensó en lo que él mismo había dicho sobre los diversos grados de la intimidad. La intuición le decía que Summer y él habían compartido la intimidad más profunda que podían experimentar dos personas. No únicamente una fusión corporal, sino un entrelazamiento del pensamiento, de la necesidad y el deseo que era absoluto. Pero, si su intuición le decía una cosa, Summer le decía otra. ¿A quién tenía que creer?

Era frustrante, pensó de nuevo, apartándose de la ventana. No podía negar que la noche anterior había ido a su apartamento con intención de seducirla, poniendo así fin a la tensión que reinaba entre ellos. Pero tampoco podía negar que había sido él el seducido tras pasar cinco minutos a solas con ella. No podía verla sin sentir el deseo de tocarla. No podía oír su risa sin querer saborear la curva de sus labios. Ahora que había hecho el amor con ella, no estaba seguro de que pasara una sola noche sin que la desease de nuevo.

Debía de haber un término para describir lo que estaba experimentando. Blake siempre se sentía más cómodo cuando podía clasificar las cosas y, de ese modo, archivarlas convenientemente. El encabezamiento más lógico, la más lógica categoría. ¿Cómo se le llamaba al hecho de pensar en una mujer cuando se debía estar pensando en otra cosa? ¿Qué nombre se le daba a aquel sentimiento de constante desasosiego?

Amor… Aquella palabra se abrió camino en su cerebro produciéndole una sensación no del todo agradable. Cielo santo. Inquieto, Blake se sentó de nuevo y se quedó mirando la pared de enfrente. Estaba enamorado de ella. Era así de simple y así de aterrador. Quería estar con ella, hacerla reír, hacerla temblar de deseo. Quería ver sus ojos brillar de rabia y de pasión. Quería pasar con ella veladas apacibles y noches apasionadas. Y estaba seguro de que seguiría deseando lo mismo veinte años después.

Desde la primera vez que había bajado los cuatro tramos de escaleras de su apartamento, no había vuelto a pensar en otra mujer. El amor, si es que podía considerarse lógico, era la conclusión lógica. Y él debía ceñirse a ella. Sacó un cigarrillo y pasó los dedos por él. No lo encendió, sino que siguió mirando la pared.

¿Y ahora qué?, se preguntaba. Estaba enamorado de una mujer que le había dejado perfectamente claras sus ideas acerca de los compromisos y las relaciones de pareja. Summer no quería ni una cosa ni otra. Él, en cambio, creía en la estabilidad e incluso en el romanticismo y en el matrimonio, aunque nunca hubiera considerado la idea de aplicar aquellas ideas a su propia vida.

Ahora las cosas habían cambiado. Era un hombre demasiado ordenado como para no considerar el matrimonio como el resultado directo del amor. Cuando se estaba enamorado, se deseaban estabilidad, promesas, compromiso. Él quería a Summer. Se recostó en la silla. Y creía firmemente que siempre había un modo de conseguir lo que quería.

Si alguna vez se le ocurría mencionar la palabra amor, ella saldría huyendo despavorida. Ni siquiera él se había hecho a la idea todavía. Estrategia, se dijo. Todo era cuestión de estrategia… o eso esperaba. Sólo tenía que convencerla de que él era esencial para su vida, de que la suya era una relación destinada a romper todas las normas que ella misma se había impuesto.

Al parecer, el juego continuaba… y él tenía intención de ganar. Frunciendo el ceño, intentó desentrañar el problema.

Summer, por su parte, también estaba metida en un atolladero. Cuatro tazas de café negro no habían conseguido despejarla. Necesitaba dormir diez horas para funcionar bien. Con ocho, podía pasar. Pero, con menos, y la noche anterior había dormido muchas menos, se volvía casi insoportable. Si al torbellino emocional en que se encontraba se añadía el frío resentimiento de Max, aquella no prometía ser una mañana ni agradable, ni fructífera.

—Usando alguna de las guarniciones francesas tradicionales al asado de cordero, añadiremos un toque europeo más atractivo al plato —Summer cruzó las manos sobre los papales dispersos que había sobre su escritorio. Había llevado algunas de las flores que le había enviado Enrico y las había colocado en un jarrón de cristal. Ayudaban a tapar un poco el olor a polvo.

—Mi asado de cordero es perfecto tal y como está.

—Para algunos paladares, tal vez —dijo Summer con calma—. Para el mío, sólo es correcto. Y lo correcto no me sirve —sus ojos se encontraron con violencia. Como ninguno de los dos apartó la mirada, ella prosiguió—: Prefiero seguir con clamart, corazones de alcachofa rellenos con guisantes y patatas salteadas con mantequilla.

—Nosotros siempre hemos usado berros y champiñones.

Ella cambió cuidadosamente la posición de un capullo de rosa. Aquella pequeña distracción la ayudó a refrenar su enojo.

—Ahora, usaremos clamart —Summer hizo una anotación, la subrayó y continuó—. En cuanto a las costillas…

—No va a tocar usted mis costillas.

Ella apretó los dientes y logró contenerse. Todo el mundo sabía en la cocina que las costillas eran la especialidad de Max, por no decir su mayor orgullo. Lo más sensato era ceder graciosamente en aquel asunto y mantenerse firme en otros.

—Las costillas pueden quedarse tal y como están —le dijo—. Mi labor aquí consiste en mejorar lo que haya que mejorar e incorporar los criterios de calidad que exige el Cocharan House —«bien dicho», se dijo Summer mientras Max bufaba, intentando calmarse—. Mantendremos además el entrecot al estilo de Nueva York —sintiendo que él comenzaba a aplacarse, Summer le atacó con los platos de ave—. Continuaremos sirviendo el pollo asado básico, con patatas o con arroz, y las verduras del día, pero vamos a añadir pato laminado.

—¿Pato laminado? —balbució Max—. No tenemos a nadie en la plantilla capaz de preparar ese plato como es debido, ni tenemos una laminadora.

—No, por eso he pedido una y voy a contratar a alguien que sepa usarla.

—¡Va a meter a alguien en mi cocina sólo para eso!

—Voy a meter a alguien en mi cocina —puntualizó ella— para preparar el pato laminado y el plato de cordero, entre otras cosas. Va a dejar su trabajo actual en Chicago para venir aquí porque confía en mi criterio. Tú deberías empezar a hacer lo mismo —Summer comenzó a ordenar sus papeles—. Eso es todo por hoy, Max. Me gustaría que te llevaras estas notas —le entregó un montón de papeles y de pronto sintió que empezaba a dolerle la cabeza—. Si tienes alguna sugerencia sobre la lista que he hecho, anótala, por favor —volvió a inclinarse sobre la mesa mientras él se levantaba y salía de la habitación.

Tal vez no debería haber sido tan brusca. Debería haber demostrado más tacto. Sí, y lo habría hecho, pensó con un suspiro cansino, frotándose las sienes, si ella misma no se hubiera sentido un tanto frágil y herida. «Por culpa tuya», se recordó. Luego, apoyando los codos sobre la mesa, descansó la cabeza sobre las manos unidas.

Ahora que era de día, tenía que afrontar las consecuencias. Había roto una de sus normas esenciales. No liarse nunca con un socio profesional. Debería ser capaz de encogerse de hombros y decir que las normas estaban para romperlas, pero la preocupaba que no fuera esa norma en particular la que le estaba causando aquel desasosiego, sino otra que también había infringido. No permitir que nadie que realmente le importara se acercara demasiado a ella. Y Blake, si ella no fijaba de inmediato un límite y lo respetaba, acabaría importándole de verdad.

Bebiendo más café y deseando una aspirina, comenzó a repasarlo todo de nuevo. Estaba segura de haberse mostrado lo bastante despreocupada y clara la noche anterior acerca de la falta de ataduras y obligaciones. Pero, después de haber hecho el amor otra vez, cuanto había dicho había perdido su sentido. Sacudió la cabeza, intentando olvidarlo. Esa mañana se habían sentido perfectamente a gusto el uno con el otro: dos adultos preparándose para un día de trabajo sin los recelos propios del día después. Eso era lo que ella quería.

Había visto muchas veces a su madre florecer y balbucear al iniciar una aventura amorosa. Aquel hombre era el de verdad, el más excitante, el más considerado, el más poético. Hasta que la flor se marchitaba. Summer creía firmemente que, si uno no florecía, tampoco se marchitaba. De ese modo, la vida era mucho más sencilla.

Y, sin embargo, seguía deseando a Blake.

Oyó que llamaban a la puerta y un pinche de cocina asomó la cabeza.

—Señorita Lyndon, el señor Cocharan quiere verla en su despacho.

Summer apuró rápidamente su café frío.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Inmediatamente.

Ella alzó una ceja. A ella nadie la emplazaba tan perentoriamente.

—Entiendo —su sonrisa era tan gélida que el mensajero retrocedió—. Gracias.

Cuando la puerta se cerró de nuevo, ella permaneció perfectamente quieta.

Estaba trabajando, se dijo, y tenía un contrato. Era razonable y justo que Blake le pidiera que subiera a su despacho. Era aceptable. Pero ella seguía siendo Summer Lyndon… y no acudía a la llamada de nadie inmediatamente.

Pasó los siguientes quince minutos revolviendo entre sus papeles antes de levantarse. Tras cruzar lentamente la cocina, parándose a revisar el contenido de alguna cacerola y alguna sartén de pasada, se acercó al ascensor. Mientras subía, miró su reloj y notó con agrado que llegaba casi veinte minutos después de la llamada. Mientras las puertas se abrían, se quitó un hilito de la manga de la blusa y a continuación salió.

—¿El señor Cocharan quería verme? —preguntó, sonriendo a la recepcionista.

—Sí, señorita Lyndon, puede usted pasar. La estaba esperando.

Summer siguió andando por el pasillo hasta la puerta de Blake. Llamó con fuerza antes de entrar.

—Buenos días, Blake.

Él dejó a un lado la carpeta que tenía frente a sí y se recostó en su silla.

—¿Te ha costado trabajo encontrar el ascensor?

—No —cruzando la habitación, ella eligió una silla y se sentó. Le pareció que él estaba igual que la primera vez que ella había entrado en su despacho. Tenía un aire aristocrático y distante—. Éste es uno de los pocos hoteles donde uno no se hace viejo esperando el ascensor.

—Supongo que eres consciente de lo que significa el término «inmediatamente».

—Sí, soy consciente de ello. Estaba ocupaba.

—Tal vez deba dejarte claro que no tolero que mis empleados me hagan esperar.

—Y puede que yo hoy deba dejar claras dos cosas —replicó ella—. Primero, yo no soy una simple empleada, sino una artista. Y, segundo, yo no acudo cuando alguien chasquea los dedos.

—Son las once y veinte —comenzó a decir Blake con una suavidad de la que Summer sospechó inmediatamente—. De un día laborable. Mi firma figura en tus cheques. Así pues, tienes que responder ante mí.

Un leve rubor se extendió por los pómulos de Summer.

—Tú serías capaz de convertir mi trabajo en algo medible en dólares y centavos y minuto a minuto…

—Los negocios son los negocios —contestó él, extendiendo las manos—. Creo que tú lo dejaste bien claro.

Ella misma se había metido en aquel atolladero, pero Blake le había dado un buen empujoncito. Como resultado de ello, la actitud de Summer se hizo aún más altiva.

—Habrás notado que ahora estoy aquí. Estás perdiendo el tiempo.

Como reina de los hielos, no tenía igual, pensó Blake. Se preguntaba si Summer se daba cuenta de hasta qué punto podía alterar su imagen un cambio de expresión, un tono de voz. Podía ser media docena de mujeres en el transcurso de un solo día. Lo supiera o no, tenía el talento de su madre.

—He recibido otra llamada de Max quejándose —le dijo él con calma.

Ella arqueó una ceja y de pronto pareció una reina a punto de decretar una decapitación.

—¿Ah, sí?

—Se opone tajantemente a algunos de los cambios que has propuesto para la carta. Ah… —Blake miró el cuaderno que tenía sobre su mesa—. El pato laminado parecer ser el principal escollo, aunque también hay otras cosas.

Summer se sentó más derecha en la silla, alzando el mentón.

—Según creo, me contrataste para mejorar la calidad del restaurante del Cocharan House.

—En efecto.

—Eso es justamente lo que estoy haciendo.

El acento francés empezaba a infiltrarse en su voz y sus ojos comenzaban a brillar. A pesar de que ello irritaba a Blake, no podía negar que Summer estaba preciosa cuando se enfadaba.

—También te contraté para dirigir la cocina…, lo cual significa que deberías ser capaz de controlar a la plantilla

—¿Controlarla? —ella se levantó, y la reina de los hielos dejó paso a la artista. Sus ademanes eran amplios; sus movimientos, dramáticos—. Necesitaría una cadena y un látigo para controlar a esa vieja comadre estrecha de miras y mal encarada que no hace más que mirarse el ombligo. Su modo es el único modo de hacer las cosas. Su carta está grabada en piedra, es sacrosanta. ¡Bah!

Blake comenzó a dar golpecitos con el bolígrafo sobre el borde de la mesa mientras observaba el espectáculo. Casi le daban ganas de aplaudir.

—¿Esto es lo que se conoce por «temperamento artístico»?

Ella respiró hondo. ¿Se estaba burlando de ella? ¿Cómo se atrevía?

—Tú todavía no has visto lo que es temperamento de verdad, mon ami.

Él se limitó a sonreír. Sentía la tentación de pincharla un poco más…, pero los negocios eran los negocios.

—Max lleva más de veinticinco años trabajando para el Cocharan House —dejó el bolígrafo y cruzó las manos—. Es leal y eficiente, y obviamente suspicaz.

—Suspicaz —ella estuvo a punto de escupir la palabra—. Le concedo sus costillas y su preciado pollo, y no se da por satisfecho. Tendré mi pato laminado y mi clamart. Mi carta no va a ser como la de la tasca de la esquina.

Blake tuvo que aclararse la garganta para sofocar una carcajada.

—Exacto —dijo, manteniendo un semblante sin expresión—. No tengo intención de interferir en el menú. El caso es que no tengo ganas de interferir en absoluto.

Summer se echó el pelo hacia atrás y lo miró con furia

—Entonces, ¿por qué me molestas con estas trivialidades?

—Estas trivialidades —contestó él— son problema tuyo, no mío. Como jefa de cocina, tu labor consiste en parte en gestionar, sencillamente. Si el chef está insatisfecho con razón, es que no estás haciendo bien tu trabajo. Eres libre de llegar a los acuerdos que consideres necesarios.

—¿Acuerdos? —el cuerpo de Summer se tensó. Blake pensó de nuevo que estaba magnífica—. Yo no hago acuerdos.

—La terquedad no apaciguará tu cocina.

Ella dejó escapar un suspiro sibilante.

—¡Terquedad!

—Exactamente. Ahora, el problema de Max vuelve a estar en tu terreno de juego. No quiero que vuelva a llamarme —ella profirió una retahíla de palabras en francés en voz baja y amenazante y, sacudiendo la cabeza, echó a andar hacia la puerta—. Summer… —ella se dio la vuelta—. Quiero verte esta noche.

Los ojos de ella se convirtieron en rendijas.

—¡Cómo te atreves!

—Ya que hemos dado carpetazo al primer punto del orden del día, es hora de pasar al segundo. Podríamos ir a cenar.

—Tú le has dado carpetazo —replicó ella—. Yo no doy carpetazo a las cosas tan fácilmente. ¿A cenar? Cena con tu libro de cuentas. Eso es lo que entiendes.

El se levantó y se acercó a ella sin prisa.

—Acordamos que, cuando no estuviéramos aquí, no seríamos socios de negocios.

—Pero estamos aquí —ella alzó la barbilla—. Estoy en tu despacho, al que me has llamado.

—Esta noche no estarás en mi despacho.

—Esta noche estaré donde a mí me dé la gana.

—Entonces, esta noche —continuó él despreocupadamente—, no seremos socios. ¿No eran ésas tus normas?

Lo personal y lo profesional, y aquella clara línea de demarcación. Sí, así lo había querido ella, pero no le resultaba tan fácil como esperaba deslindar ambas cosas.

—Esta noche —dijo, encogiéndose de hombros—, puede que esté ocupada.

Blake miró su reloj.

—Es casi mediodía. Podemos considerar esto la hora de la comida —volvió a mirarla con una media sonrisa. Alzando una mano, la hundió entre su pelo—. Durante la hora de la comida, no hay negocios entre nosotros, Summer. Y esta noche quiero estar contigo —rozó con sus labios una esquina de la boca de Summer y luego la otra—. Quiero pasar —sus labios se deslizaron suavemente sobre los de ella— largas horas contigo.

Ella también lo deseaba, ¿para qué fingir lo contrario? Nunca le habían gustado los disimulos. En cualquier caso, ya había decidido ocuparse de Max y de la cocina a su modo. Uniendo las manos tras el cuello de Blake, le devolvió la sonrisa.

—Entonces, esta noche estaremos juntos. ¿Traerás champán?

Se estaba ablandando, pero no se rendía. A Blake, aquello le parecía mucho más excitante que la sumisión.

—A cambio de algo.

Ella dejó escapar una risa cálida y maliciosa.

—¿A cambio de algo?

—Quiero que hagas algo por mí que no has hecho aún.

Ella ladeó la cabeza y se tocó el labio con la punta de la lengua.

—¿El qué?

—Cocinar para mí.

La sorpresa iluminó los ojos de Summer antes de que se echara a reír otra vez.

—¿Cocinar para ti? Bueno, eso no es lo que esperaba.

—Después de la cena, puede que se me ocurran otras cosas.

—Así que quieres que Summer Lyndon te prepare la cena —ella se quedó pensando mientras se apartaba—. Tal vez lo haga, aunque esas cosas suelen costar mucho más que una botella de champán. Una vez, en Houston, preparé una comida para un empresario del petróleo y su flamante esposa. Me pagaron con acciones. Muy rentables.

Blake agarró su mano y se la llevó a los labios.

—Yo te compré una pizza. De pepperoni.

—Es cierto. A las ocho, entonces. Y te aconsejo que hoy almuerces muy poco —extendió la mano hacia el pomo de la puerta; luego echó un vistazo por encima del hombro, sonriendo—. ¿Te gustan las cervelles braisées?

—Tal vez, si supiera qué son.

Todavía sonriendo, ella abrió la puerta.

—Sesos de ternera braseados. Au revoir.

Blake se quedó mirando la puerta. Esa vez, ella había dicho la última palabra.

La cocina olía a guisos y sonaba como un salón. Las notas de Chopin sonaban amortiguadas mientras Summer rebozaba en harina las pechugas deshuesadas de pollo. En la placa, la mantequilla clarificada comenzaba a cambiar de color. Perfecto. Los tomates rellenos ya estaban preparados y esperaban en la nevera. Los guisantes acababan de empezar a hervir. Saltearía las bolas de patatas mientras se hacían las suprimes.

El tiempo era, desde luego, esencial. Las suprimes de volaille á brun debían hacerse al segundo. Un minuto más de cocción y Summer las tiraría a la basura. La mantequilla caliente chisporroteó cuando deslizó el pollo enharinado dentro de ella.

Oyó que llamaban a la puerta, pero no se movió.

—Está abierto —gritó, y ajustó meticulosamente el fuego bajo la sartén—. Tomaré el champán aquí.

—Ojalá se me hubiera ocurrido traer champán, chérie.

Summer se dio la vuelta, asombrada, y vio a Monique, magníficamente vestida en negro y plata, en el marco de la puerta.

—¡Mamá! —con el tenedor de palo todavía en la mano, Summer se acercó a ella y la abrazó.

Monique la besó en ambas mejillas y apartó a su hija para mirarla.

—Te he dado una sorpresa, ¿eh? Adoro las sorpresas.

—Estoy atónita —dijo Summer—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Monique miró la placa.

—En este momento, por lo visto, interrumpir los preparativos de un tete a tete.

—¡Oh! —dándose la vuelta, Summer regresó junto a la sartén y les dio la vuelta a las pechugas de pollo a tiempo—. Lo que quería decir es qué estás haciendo en Filadelfia —comprobó de nuevo la llama—. ¿No decías que no volverías a pisar la ciudad del rey del hierro?

—El tiempo la ablanda a una —dijo Monique, haciendo un ademán característico con la muñeca—. Y quería ver a mi hija. Últimamente no vas mucho por París.

—Sí, eso parece, ¿no? —Summer dividía su atención entre su madre y la placa—. Tienes un aspecto magnífico.

Las tersas mejillas de Monique se plegaron.

—Me siento estupendamente, mignonne. Dentro de mes y medio empiezo una película nueva.

—Una película nueva —Summer tocó cuidadosamente con la punta de un dedo una de las pechugas. Luego las colocó en una bandeja caliente—. ¿Dónde?

—En Hollywood. Me han estado persiguiendo, y al final me he dado por vencida —la risa contagiosa de Monique borboteó de nuevo—. El guión es magnífico. El director en persona fue a París para intentar convencerme. Keil Morrison.

Alto, un tanto desgarbado, rostro inteligente, cincuentón. Summer tenía una idea bastante clara por las revistas del corazón, y por una fiesta en honor de una reina de las taquillas en la que había preparado íle flottante. Por el tono de voz de su madre, supo la respuesta antes de formular la pregunta.

—¿Y el director?

—El también es magnífico. ¿Cómo te sentirías si tuvieras un nuevo padrastro, chérie?

—Resignada —dijo Summer, y a continuación sonrió. Aquella palabra era demasiado fuerte—. Contenta, claro, si tu eres feliz, mamá —empezó a preparar la salsa de mantequilla dorada mientras Monique hablaba.

—Oh, ¡pero es tan brillante y tan sensible! Nunca había conocido a un hombre que comprenda tan bien a las mujeres. Al fin he encontrado mi media naranja. El nombre que finalmente me dará todo lo que necesito y deseo en esta vida. El hombre que me hará sentir mujer.

Asintiendo con la cabeza, Summer apartó la sartén del fuego y echó el perejil y el jugo de limón.

—¿Cuándo es la boda?

—La semana pasada —Monique sonrió alegremente cuando Summer alzó la mirada—. Nos casamos discretamente en una capillita cerca de París. Había palomas, buena señal. Me he arrancando de su lado porque quería decírtelo en persona —adelantándose, le mostró una gruesa alianza con un diamante—. Elegante, ¿verdad? A Keil no le gusta la… ¿cómo se dice?… ostentación.

Así pues, de momento, a Monique Dubois Lyndon Smith Clarion Morrison tampoco le gustaba la ostentación. Summer imaginaba que, cuando trascendiera la noticia, la prensa del corazón haría su agosto. Monique devoraría cada línea de publicidad. Summer besó la mejilla de su madre.

—Que seas feliz, ma mere.

—Estoy en éxtasis. Tienes que venir a California a conocer a Keil, y luego… —se interrumpió al oír que llamaban a la puerta—. Ah, ése debe de ser tu invitado. ¿Quieres que vaya yo?

—Por favor —con la lengua entre los dientes, Summer vertió la salsa sobre las suprimes. O las servía al cabo de cinco minutos, o tendría que tirarlas por el desagüe.

Al abrirse la puerta, Blake se topó con una versión levemente más voluptuosa y abrillantada de Summer Lyndon. La luz de las velas disimulaba los años y realzaba sus rasgos clásicos. Sus labios se curvaron lentamente, igual que los de su hija, cuando le tendió la mano.

—Hola, Summer está ocupada en la cocina. Yo soy su madre, Monique —se detuvo un momento cuando sus manos se encontraron—. Pero su cara me suena de algo, sí. ¡Claro! —prosiguió antes de que Blake dijera nada—. El Cocharan House. Usted es el hijo. El hijo de B. C. Ya nos conocíamos.

—Un placer volver a verla, mademoiselle Dubois.

—Qué cosa tan curiosa, ¿verdad? Tiene gracia. Siempre me hospedo en su hotel cuando estoy en Filadelfia. Mis maletas ya están allí, y mi cama deshecha.

—Avíseme si hay algo que pueda hacer por usted mientras se aloja con nosotros.

—Lo haré, desde luego —lo observó brevemente, con la mirada penetrante y directa de una mujer con experiencia. De tal palo, tal astilla. Su hija tenía un gusto excelente—. Pase, por favor. Summer está dándole los últimos toques a la cena. Siempre he admirado su talento para la cocina. Yo, en cambio, soy una nulidad.

—Una nulidad absoluta —comentó Summer, entrando con la fuente—. Siempre se asegura de que todo esté carbonizado. Así nadie le pide que cocine.

—Una táctica muy inteligente, en mi opinión —dijo Monique alegremente—. Y, ahora, os dejo para que cenéis tranquilamente.

—Puedes quedarte si quieres, mamá.

—Eres un encanto —Monique tomó la cara de Summer entre sus manos y volvió a besarle ambas mejillas—. Pero el vuelo ha sido muy largo y necesito descansar para estar en forma. Mañana nos vemos, ¿vale? Monsieur Cocharan, ¿por qué no cenamos todos en su maravilloso hotel antes de que me vaya? —se acercó a la puerta con desparpajo—. Bon appétit.

—Una mujer espectacular —comentó Blake—. Sí —Summer regresó a la cocina en busca del resto de la cena—. Nunca deja de sorprenderme —tras poner las verduras en la mesa, tomó su copa—. Acaba de casarse por cuarta vez. ¿Brindamos por ello?

Él había empezado a quitar el celofán de la botella, pero se detuvo al advertir su tono. —Te encuentro un tanto cínica, ¿no?— Sólo soy realista. En cualquier caso, deseo que sea feliz —cuando él quitó el corcho, Summer lo agarró y lo agitó distraídamente bajo su nariz—. Y envidio su perenne optimismo —después de que estuvieran servidas las dos copas, Summer entrechocó la suya con la de Blake—. Por la flamante señora Morrison.

—Por el optimismo —repuso Blake antes de beber.

—Si tú lo dices —dijo Summer, encogiéndose de hombros, y se sentó. Pasó una de las suprémes de la fuente al plato de Blake—. Por desgracia, hoy los sesos no tenían buena pinta, así que tendremos que conformarnos con pollo.

—Una lástima —el primer bocado era tierno y perfecto—. ¿Quieres tomarte algún tiempo libre para estar con tu madre?

—No, no es necesario. Durante el día, mi madre divide su tiempo entre ir de compras y visitar el balneario. Me ha dicho que está a punto de empezar una película.

—¿En serio? —sólo le costó un instante sumar dos y dos—. ¿Morrison, el director de cine?

—Eres muy rápido —dijo Summer, brindando por él.

—Summer… —Blake puso una mano sobre la de ella—, ¿tienes algo en contra de esa boda?

Ella abrió la boca para contestar de inmediato, pero luego se lo pensó mejor.

—No. No es que tenga nada en contra. Es su vida. Sencillamente, no entiendo cómo ni por qué se mete siempre en relaciones de pareja y se ata con matrimonios que, de media, duran cinco años y dos meses. ¿Será optimismo, me pregunto, o simple ingenuidad?

—Monique no me parece una persona ingenua.

—Quizá la ingenuidad y el romanticismo sean sinónimos.

—No, pero el romanticismo es sinónimo de esperanza. Tú no eres como ella.

Sin embargo, las dos elegían amantes de la misma estirpe, pensó Summer.

¿Cómo reaccionaría Blake ante aquella pequeña joya? «Deja el pasado en paz», se advirtió Summer.

—No, es cierto. Bueno, ¿qué te parece cómo cocino?

Tal vez fuera preferible dejar pasar la cuestión, de momento.

—Como todo lo que haces —le dijo Blake—. Magnífico.

Ella se echó a reír mientras empezaba a comer otra vez.

—Te aconsejo que no te acostumbres. Rara vez cocino sólo por cumplidos.

—Ya lo había pensado. Por eso he traído lo que me pareció una recompensa adecuada.

Summer probó de nuevo el vino.

—Sí, el champán es excelente.

—Pero no es recompensa suficiente para una cena de Summer Lyndon.

Al ver que ella lo miraba con sorpresa, Blake metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una caja pequeña y fina.

—Ah, un regalo —divertida, ella aceptó la caja.

—Dijiste que te gustaban —Blake notó que su expresión de regocijo se disipaba cuando ella abrió la caja.

Dentro había diamantes: elegantes, incluso delicados, en forma de un fino brazalete. Yacían blancos y majestuosos sobre el negro terciopelo de la caja.

Summer rara vez se sentía abrumada. En ese momento, en cambio, se descubrió luchando contra una oleada de perplejidad.

—La cena es demasiado simple para merecer un regalo como éste —logró decir—. De haberlo sabido, habría preparado algo espectacular.

—No sabía que el arte fuera simple.

—Puede que no, pero… —ella alzó la mirada, diciéndose que aquellas cosas no debían conmoverla. A fin de cuentas, sólo eran unas piedras bonitas. Sin embargo, sentía el corazón desbordado—. Es precioso, Blake, de verdad. Exquisito. Creo que me tomaste demasiado en serio cuando hablé de pagos y regalos. Lo de esta noche sólo lo he hecho porque me apetecía hacerlo.

—Esto me recordó a ti —dijo él como si Summer no hubiera hablado—. ¿Ves lo frías y majestuosas que son las piedras? Pero… —sacó el brazalete de la caja—. Si miras más despacio, si los pones a la luz, se ve calor, incluso fuego —mientras hablaba, dejó que el brazalete colgara de sus dedos para que brillara a la luz de las velas. En ese momento, parecía estar vivo—. Tiene tantas facetas, que desde cualquier ángulo se ve algo distinto. Una piedra dura, y más elegante que cualquier otra —colocando el brazalete sobre la muñeca de Summer, se lo abrochó. Su mirada se fijó en la de ella—. Sólo lo he hecho porque me apetecía hacerlo.

Ella se encontraba vulnerable, sin aliento. ¿Sería así cada vez que Blake la mirara?

—Empiezas a preocuparme —musitó.

Blake sintió que el deseo lo atravesaba, casi fuera de control. Se puso en pie, y, haciéndola levantarse, la apretó contra sí antes de que ella pudiera decir nada.

—Bien.

Esta vez, su boca no mostraba paciencia alguna. Parecía sentir una necesidad desesperada de apresurarse, de engullirlo todo, de poseerlo todo. Un ansia que nada tenía que ver con la cena que seguía, inacabada, sobre la mesa, se apoderó de él. Summer contenía todos sus deseos, todas las respuestas que necesitaba. Reprimiendo un juramento, la arrastró hasta el suelo.

De pronto se desató un torbellino. Ella nunca se había encontrado en aquella situación, atrapada y presa de la alegría. Embriagada por la velocidad, temblorosa y llena de energía, Summer no se quedó atrás. Esta vez, no tuvieron paciencia con la ropa. Se la quitaron entre tirones y la tiraron al suelo, hasta que se hallaron carne contra carne. Cálido y ansioso, el cuerpo de Summer se arqueó contra el de él. Ella ansiaba el vendaval y la furia que sólo él podía proporcionarle.

Mientras las manos de Blake se afanaban sobre su cuerpo, Summer se deleitaba en la firmeza, en la fortaleza de cada uno de sus dedos. Su boca recorría ansiosamente el cuello de Blake, hundiendo los dientes, pasando la lengua. El aliento entrecortado de él le decía que podía conducirlo al mismo estado en que se hallaba ella. Descubrió que ello le causaba placer. Dar pasión y recibirla. Aunque tenía la mente nublada, Summer distinguió claramente el instante en que perdía el control. Blake se mostraba rudo, pero a ella le gustaba. Su sola presencia había dado al traste con las maneras civilizadas de Blake, cuya boca estaba por doquier, saboreando, realizando un viaje enloquecido desde los labios de Summer hasta sus pechos y más abajo, hasta que ella se quedó sin aliento, presa de una excitación llena de perplejidad.

El mundo se desvaneció a su alrededor: el suelo, las paredes, el techo, y luego el cielo y la tierra misma. Summer se hallaba más allá de todo eso, en un túnel en espiral en el que reinaban únicamente los sentidos. Su cuerpo no tenía límites, y ella carecía de control. Gimió, luchando un instante por rehacerse, pero el primer pico del placer la arrastró por entero, sacudiéndola salvajemente. Incluso la ilusión de la razón se resquebrajó.

Blake la quería así. Una parte oscura y primitiva de su ser necesitaba saber que podía conducirla a aquel mundo de sensaciones palpitantes y ciegas. Summer se estremecía bajo él una y otra vez, boqueando. Podía ver su rostro a la luz de las velas: aquellos destellos de pasión, de gozo, de deseo. Ella estaba húmeda y ardiente. Y él estaba ansioso.

La piel de Summer latía bajo él allí donde la tocaba. Cuando Blake aplicó la boca a la delicada curva donde sus muslos se juntaban con sus caderas, ella se arqueó y gimió su nombre. El sonido de su voz traspasó a Blake, desgarrándolo, palpitando en su sangre mucho después de que se hiciera el silencio.

—Dime que me deseas —le pidió él mientras recorría de nuevo su cuerpo estremecido—. Sólo a mí.

—Te deseo —ella no podía pensar. Le habría dado cualquier cosa—. Sólo a ti.

Se unieron con una violencia que se prolongó largamente, y luego se rompieron en un gozo cristalino.

Summer yacía bajo él, pensando que nunca conseguiría reunir fuerzas para moverse. Apenas podía respirar. Pero ello no parecía importarle. De pronto se dio cuenta de que el suelo era duro, y, sin embargo, no cambió de postura. Suspirando, cerró los ojos. Podría haberse quedado dormida allí, tal y como estaba.

Blake se movió para incorporarse, apoyando el peso sobre los brazos. Ella parecía de pronto tan frágil, tan completamente indefensa… Él no le había mostrado delicadeza alguna, y, aun así, durante el acto amoroso ella le había parecido fuerte y llena de ardor. Se dio el placer de mirarla mientras yacía medio dormida, vestida únicamente con los diamantes que llevaba en la muñeca. Mientras la miraba, los ojos de Summer parpadearon y se abrieron y ella le lanzó una mirada gatuna con los párpados entornados. Sus labios se curvaron. Blake le sonrió y la besó en la boca.

—¿Qué hay de postre?