El caviar de beluga Malasol ruso debía estar disponible desde la hora de la comida a la de la cena. Y toda la noche a través del servicio de habitaciones.
Summer garabateó otra nota. Durante las dos semanas anteriores, había cambiado la carta una docena de veces. Tras otra sesión infructuosa con Max, había decidido seguir adelante sola con la tarea. Ella sabía qué ambiente deseaba crear, y cómo conseguirlo mediante la comida.
Para ahorrar tiempo, había montado un pequeño despacho en el almacén de la cocina. Desde allí podía supervisar a la plantilla y vigilar las obras de remodelación, al tiempo que disponía de un lugar privado para desarrollar su proyecto.
Le había resultado fácil evitar a Blake, ya que había estado muy ocupada. Y, al parecer, él estaba muy liado con una complicada negociación empresarial. Comprando otra cadena hotelera, se rumoreaba. A Summer, eso le interesaba poco, pues tenía la mente ocupada con asuntos tales como los medallones de solomillo de ternera con salsa de champán.
Desde que se habían iniciado las obras, el personal de la cocina permanecía en un estado rayano en el pánico. Summer había acabado acostumbrándose. En la mayoría de las cocinas en las que había trabajado reinaba una tensión y un temor que sólo un cocinero era capaz de entender. Tal vez fueran la tensión creativa y el temor al fracaso lo que ayudaba a crear los mejores manjares.
Ella le dejaba la supervisión del personal a Max en su mayor parte. Procuraba interferir lo menos posible en el ritmo de trabajo que él había fijado, incorporando sin estorbar los cambios que había emprendido. Había aprendido de su padre las virtudes de la diplomacia y la autoridad. Si había conseguido aplacar a Max, ello no se notaba en su actitud hacia Summer, que seguía siendo gélidamente cortés. Summer procuraba no tomarlo en cuenta y se concentraba en perfeccionar los entrantes que iba a servir su cocina.
Berlinoise de hígado de ternera. Un entrante excelente, ciertamente no tan popular como el entrecot o las chuletas a la parrilla, pero excelente. Siempre y cuando ella no tuviera que comérselo, pensó Summer sonriendo levemente mientras tomaba nota.
Una vez hubiera organizado lo relativo a la carne y las aves, se concentraría en el pescado y los mariscos. Y, naturalmente, tendría que haber un bufé frío disponible las veinticuatro horas del día a través del servicio de habitaciones. De eso también tenía que ocuparse. Sopas, aperitivos, ensaladas… Tenía que pensar en todo eso, descartar y tomar decisiones antes de ponerse a pensar en los postres. Y, en ese momento, habría cambiado cualquiera de los sofisticados platos que tenía anotados delante de ella por una hamburguesa con queso con pan de sésamo y una bolsa de patatas fritas.
—Así que aquí es donde has estado escondiéndote —Blake estaba apoyado contra la puerta. Acababa de salir de una agotadora reunión de cuatro horas y tenía pensado subir a darse una larga ducha y cenar tranquilamente. Sin embargo, se había descubierto dirigiéndose a la cocina, en busca de Summer.
Ella estaba igual que la primera vez que la había visto: tenía el pelo suelto y los pies descalzos. En la mesa, delante de ella, había un montón de hojas garabateadas y un vaso medio lleno de refresco diluido. Tras ella, había cajas y sacos apilados. La habitación olía levemente a cartón y limpiador de pino. A su modo, Summer tenía un aspecto competente y eficaz.
—No me estaba escondiendo —contestó ella—. Estaba trabajando —cansado, pensó. Parecía cansado. Se le notaba en los ojos—. ¿Has estado muy ocupado? No te hemos visto por aquí en las últimas dos semanas.
—Bastante ocupado, sí —Blake entró y se puso a hojear sus notas.
—Urdiendo maquinaciones, por lo que he oído —se recostó en el asiento, dándose cuenta de pronto de que le dolía la espalda—. Apoderándote de la cadena Hamilton.
Él alzó la mirada, se encogió de hombros y volvió a mirar sus notas.
—Puede ser.
—Qué discreto —ella sonrió, deseando no alegrarse tanto de verlo—. Bueno, mientras tú jugabas al Monopoly, yo he estado ocupándome de asuntos más íntimos —cuando él la miró de nuevo arrugando la frente, tal y como esperaba, Summer se echó a reír—. La comida, Blake, es el asunto elemental del deseo, por más que algunos se empeñen en decir lo contrario. Para muchos, comer es un ritual que tiene lugar tres veces al día. La labor del chef consiste en hacer que cada una de esas experiencias sea memorable.
—Para ti, comer es como volver a la adolescencia.
—Como te decía —continuó Summer suavemente—, la comida es algo muy personal.
—Estoy de acuerdo —tras echar otro vistazo a la habitación, volvió a mirarla—. Summer, no es necesario que trabajes en el almacén. No cuesta nada instalarte en una suite.
Ella se puso a rebuscar entre los papeles, buscando su lista de la carne de ave.
—Esto está más cerca de la cocina.
—Ni siquiera hay ventana. Y esto está lleno de cajas.
—Pero no hay distracciones —ella se encogió de hombros—. Si quisiera una suite, la habría pedido. De momento, esto me viene bien —«y está a varios cientos de metros de ti», añadió para sí—. Ya que estás aquí, tal vez quieras echarle un vistazo a lo que he hecho.
Él tomó una hoja de papel con una lista de aperitivos.
—Coquilles St. Jacques, escargots bourguignonne, páté de Campagne… ¿Te molesta que te pregunte si alguna vez comes lo que recomiendas?
—De vez en cuando, si me fío del chef. Si revisas más a fondo mis notas, verás que quiero ofrecer un menú sofisticado porque el paladar de los americanos se está volviendo cada vez más refinado.
Blake sonrió al oír cómo decía «americano» y a continuación se sentó frente a ella.
—¿De veras?
—Ha sido un proceso muy lento —dijo ella con sorna—. Pero hoy en día puede encontrarse un buen robot de cocina en casi cada cocina. Con uno de ésos y un buen libro de cocina, hasta tú podrías hacer un mousse pasable.
—Asombroso.
—Así pues —continuó ella, haciendo caso omiso—, para atraer a la gente a un restaurante donde van a pagar, y mucho, para que les den de comer, hay que ofrecerles lo mejor. Unas manzanas calle abajo pueden conseguir una comida abundante y nutritiva por la mitad de lo que pagarán en el Cocharan House —Summer cruzó las manos y apoyó la barbilla en ellas—. Así que hay que ofrecerles un ambiente muy especial, un servicio incomparable y una comida exquisita —tomó su refresco y bebió un sorbo—. Yo, personalmente, preferiría comprar una pizza para llevar y comérmela en casa, pero… —se encogió de hombros.
Blake miró la siguiente hoja.
—¿Porque te gusta la pizza o porque te gusta estar sola?
—Ambas cosas. Ahora…
—¿No vas a restaurantes porque pasas mucho tiempo en la cocina de uno o porque, sencillamente, no te gusta estar rodeada de mucha gente?
Ella abrió la boca para contestar y descubrió que no lo sabía. Sintiéndose incómoda, comenzó a juguetear con el refresco.
—Te estás poniendo indiscreto, y pasándote de la raya.
—Yo no lo creo. Me estás diciendo que tenemos que atraer a la gente que se está volviendo tan refinada que cocina platos que antes sólo preparaban los profesionales, y a la clientela que tal vez prefiriera una comida menos elaborada y más barata al otro lado de la esquina. Tú, debido a tu profesión y a tu paladar, figuras en ambas categorías. ¿Qué tendría que ofrecerte un restaurante no sólo para atraerte, sino también para que desees volver?
Una pregunta lógica. Summer arrugó el ceño. Odiaba las preguntas lógicas porque obligaban a responder.
—Intimidad —respondió al fin—. No es fácil conseguir eso en un restaurante, y, naturalmente, no todo el mundo busca lo mismo. Muchos salen a comer para ver y ser vistos. Algunos, como yo, preferimos tener al menos la ilusión de estar solos. Para conseguir ambas cosas, hay que tener cierto número de mesas colocadas de tal modo que parezcan apartadas del resto.
—Eso puede conseguirse fácilmente con la iluminación adecuada y colocando con astucia las plantas.
—Sí.
—De modo que, para elegir un restaurante, primero te fijas en si ofrece espacios íntimos.
—No suelo comer en restaurantes —dijo Summer, moviendo inquieta los hombros—. Pero, si lo hago, coloco la intimidad al mismo nivel que el ambiente, la comida y el servicio.
—¿Por qué?
Ella empezó a reunir los papeles que había encima de la mesa y a amontonarlos.
—Esa sí es una pregunta personal.
—Sí —Blake cubrió las manos de Summer con una de las suyas para aquietarlas—. ¿Por qué?
Ella se quedó mirándolo un momento, convencida de que no contestaría. Entonces se descubrió atraída por la suave mirada y el suave contacto de Blake.
—Supongo que se debe a que de niña comí en muchos restaurantes. Y supongo que una de las razones por las que me interesé por la cocina fue defenderme del interminable ritual de comer fuera. Mi madre era, y es, de ésas que salen a ver y ser vistas. Para mi padre, salir a comer era a menudo una cuestión de negocios. La vida de mis padres, y por lo tanto la mía, era en gran medida pública. Yo, sencillamente, prefiero hacer las cosas a mi modo.
Ahora que la estaba tocando, Blake deseaba más. Ahora que estaba aprendiendo cosas sobre ella, quería saberlo todo. Debía haber imaginado que las cosas no sucederían de otro modo. Casi se había convencido de que tenía sus sentimientos bajo control. Pero ahora, allí sentado, en aquel almacén atiborrado de cosas, con los sonidos de la cocina filtrándose por la puerta, la deseaba más que nunca.
—No creía que fueras introvertida, ni una reclusa.
—No —Summer ni siquiera había notado que había entrelazo sus dedos con los de Blake. Había algo tan confortable, tan delicioso en aquel gesto…—. Simplemente, me gusta que mi vida privada sea sólo eso: mía y privada.
—Sin embargo, en tu campo eres toda una celebridad —Blake se movió y las piernas de ambos se rozaron bajo la mesa. Sintió que un suave calor lo atravesaba, y el deseo se redobló.
Sin pensarlo, Summer movió una pierna para rozar de nuevo la de Blake. Los músculos de sus muslos se aflojaron.
—Puede ser. Aunque también podría decirse que los famosos son mis postres.
Blake enlazó sus manos a las de ella, las levantó ligeramente y se quedó mirándolas. Las de Summer eran algo más claras que las suyas, un poco más pequeñas y más estrechas. Llevaba un zafiro ovalado y profundamente azul, con un engarce sofisticado y antiguo que hacía sus dedos mucho más elegantes.
—¿Es eso lo que quieres?
Ella se humedeció los labios. Cuando él volvió a mirarla, sus ojos eran intensos y tan azules como la gema que ella lucía en la mano.
—Quiero tener éxito. Quiero que me consideren la mejor en mi oficio.
—¿Nada más?
—No, nada —¿por qué estaba sin aliento?, se preguntaba frenéticamente. Las jovencitas se quedaban sin aliento… o las mujeres románticas. Ella no era ni una cosa ni otra.
—Y cuando consigas eso —Blake se levantó, haciéndola ponerse en pie sin esfuerzo—, ¿qué más?
Como estaban de pie, ella tuvo que ladear la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Es suficiente —mientras contestaba, Summer tuvo por primera vez dudas acerca de la veracidad de aquella afirmación—. ¿Qué me dices de ti? —preguntó—. ¿Tú no buscas el éxito? ¿Más éxito? Los mejores hoteles, los mejores restaurantes…
—Yo soy un empresario —él rodeó la mesa lentamente hasta que nada se interpuso entre ellos. Sus manos seguían unidas—. Tengo que mantener un nivel, o mejorarlo. Pero también soy un hombre —extendió las manos hacia su pelo y lo dejó fluir entre sus dedos—. Y no sólo pienso en libros de cuentas.
Estaban muy cerca. Sus cuerpos se rozaban, y la piel de Summer se estremecía. Olvidándose de las normas que ella misma había fijado para los dos, extendió la mano para tocarle la mejilla.
—¿En qué más piensas?
—En ti —él posó la mano en su cintura y comenzó a deslizaría suavemente hacia su espalda, atrayéndola hacia sí—. Pienso mucho en ti, y en esto.
Sus labios se tocaron suavemente. Sus ojos permanecían abiertos y fijos. Su sangre palpitaba. El deseo tiraba de ellos. Sus bocas se abrieron despacio. Una mirada decía cuanto había que decir. Su sangre se aceleró. El deseo rompió sus ataduras.
Ella estaba en sus brazos, presa del ansia y el ardor. Cada hora de las dos semanas anteriores, todo el trabajo, la planificación, las normas, se desvanecieron bajo una llamarada de pasión. La impaciencia de Summer era semejante a la de él. Se besaban con dureza, larga y desesperadamente. Sus cuerpos se tensaban, apretados en un tormento exquisito.
Más fuerte. Si lo dijo en voz alta o si sólo lo pensó, él pareció entenderlo igual. Los brazos de Blake enlazaron a Summer, estrujándola, como ella quería. Ella sintió que el cuerpo de él se amoldaba al suyo al igual que su boca se amoldaba a la de ella, y de pronto se sintió más tierna de lo que nunca había imaginado ser.
Femenina, lasciva, delicada, apasionada… ¿Era posible ser todo eso a la vez? El deseo crecía y se inflamaba. El deseo por él, por sus caricias, por aquel sabor que no podía encontrar en ninguna otra parte. El gemido que profirió contra los labios de Blake procedía tanto de la confusión como del placer.
Cielo santo, ¿cómo era posible que una mujer lo llevara tan lejos con un solo beso? Ya estaba medio loco por ella. El dominio de sí mismo empezaba a perder su significado, diluido por un deseo mucho más urgente. La piel de Summer se deslizaba como seda bajo sus manos. Él lo sabía. Tenía que tocarla.
Deslizó una mano bajo su suéter y tocó su piel. Bajo su palma, el latido del corazón de Summer se aceleró. No era suficiente. Pensó fugazmente que nunca lo sena. Pero las preguntas, la razón, quedaban para más adelante. Escondiendo la cara en su garganta, saboreó su miel. Allí permanecía el olor incitante que recordaba y que lo arrastraba hacia un punto en el que no habría marcha atrás. El cansancio que sentía al entrar en la habitación desapareció. La tensión que notaba cuando ella estaba cerca se evaporó. En ese momento, la consideraba completamente suya, sin darse cuenta de que había deseado poseerla en exclusiva.
El cabello de Summer le rozaba la cara como una nube suave y fragante. Le hacía pensar en París justo antes de que el calor del verano desbancara a la primavera. Su piel cálida y vibrante, en cambio, le hacía imaginar largas y húmedas noches pasadas entre lentas e infinitas caricias amorosas. La deseaba allí mismo, en aquel cuartito lleno de cosas, con el suelo atiborrado de cajas.
Summer no podía pensar. Sentía que sus huesos se disolvían y que su mente se vaciaba. A través de ella fluía una sensación tras otra. Podría haberse ahogado en ellas. Sin embargo, quería más. Sentía que su cuerpo ansiaba más, deseándolo todo. Calor, truenos y tormentas. Sólo por una vez. El deseo se filtraba en ella entre susurrantes promesas y un oscuro placer. Podía entregarse a él, sentir que era suya. Sólo por una vez. Y luego…
Con un gemido, apartó la boca de la de Blake y escondió la cara contra su hombro. Una vez con Blake, y aquel recuerdo la perseguiría el resto de su vida.
—Ven arriba —murmuró él, y, haciéndole ladear la cabeza, comenzó a besarle la cara—. Sube conmigo para que pueda hacerte el amor como es debido. Te quiero en mi cama, Summer. Suave, desnuda, mía.
—Blake… —ella apartó la cara e intentó modular su respiración. ¿Qué le había pasado? ¿Cuándo y cómo?—. Esto es un error… para los dos.
—No —tomándola de los hombros, él la obligó a mirarlo—. Esto está bien… para los dos.
—No puedo meterme en…
—Ya lo estás.
Ella dejó escapar un profundo suspiro.
—No quiero seguir adelante. Ya he llegado más lejos de lo que quería.
Intentó apartarse, pero Blake la sostuvo con fuerza.
—Necesito una razón, Summer, una sola buena razón.
—Me confundes —balbució Summer antes de darse cuenta de lo que hacía—. Maldita sea, no quiero sentirme confusa.
—Y yo lo estoy pasando mal —su voz era tan impaciente como la de ella—. Y no me gusta pasarlo mal.
—Tenemos un problema —logró decir ella, pasándose una mano por el pelo.
—Te deseo —algo en su modo de decir aquellas palabras hizo que la mano de Summer se detuviera en el aire y que sus ojos se clavaran en los de él—. Te deseo más de lo que he deseado nunca a nadie. Y eso no hace que me sienta bien.
—Un grave problema —musitó ella, y se sentó, inquieta, en el borde de la mesa.
—Hay un modo de solucionarlo.
Ella logró sonreír.
—Dos modos —puntualizó—. Y creo que el mío es el más seguro.
—El más seguro —él pasó la punta de un dedo por la curva de su mejilla—. ¿Es seguridad lo que quieres, Summer?
—Sí —le resultó fácil decirlo porque de pronto había descubierto que era cierto. Antes de conocer a Blake, nunca había pensado en la necesidad de sentirse segura, porque nunca se había sentido en peligro—. Me he hecho muchas promesas, Blake, me he fijado muchas metas La intuición me dice que tú podrías interferir. Y yo siempre sigo mi intuición.
—No tengo intención de interponerme en tu camino.
—En cualquier caso, tengo unas normas muy estrictas. Una de ellas es que nunca mantengo una relación íntima con un socio de negocios ni con un cliente. Y, desde cierto punto de vista, tú eres ambas cosas.
—¿Cómo piensas impedir que suceda? La intimidad tiene muchos grados, Summer. Tú y yo ya hemos alcanzado algunos.
¿Cómo podía negarlo ella? Deseaba huir de todo aquello.
—Hemos conseguido mantenernos alejados el uno del otro dos semanas —dijo—. Se trata simplemente de seguir así. Los dos estamos muy ocupados, así que no resultará difícil.
—Al final, uno de los dos acabará rompiendo las normas.
«Y podría ser yo tan fácilmente como podrías ser tú», pensó ella.
—No puedo pensar en lo que sucederá en el futuro. Sólo en lo que está pasando ahora. Me quedaré aquí abajo y haré mi trabajo. Tú quédate arriba y haz el tuyo.
—Y un cuerno —masculló Blake, y dio un paso adelante. Summer estaba a punto de levantarse cuando alguien llamó a la puerta.
—Señor Cocharan, una llamada para usted. Su secretaria dice que es urgente.
Blake intentó controlar su furia.
—Enseguida voy —le lanzó a Summer una mirada larga y hosca—. Esto no ha acabado.
Ella esperó hasta que él hubo alcanzado la puerta.
—Puedo convertir este sitio en un palacio o en una tasca —dijo suavemente—. Tú decides.
Dándose la vuelta, él la miró de hito en hito.
—¿Intentas chantajearme?
—Sólo intento cubrirme las espaldas —replicó ella, sonriendo—. Juega a mi modo, Blake, y todo saldrá bien.
—Has ganado, Summer —reconoció él, asintiendo con la cabeza—. Esta vez.
Cuando la puerta se cerró tras él, Summer se sentó de nuevo. Tal vez hubiera conseguido zafarse de momento, pensó. Pero la partida aún no había acabado.
Summer se concedió una hora más antes de salir de su improvisado despacho para regresar a la cocina. Los camareros entraban y salían con bandejas llenas de platos sucios. El lavaplatos zumbaba a toda máquina. Las cacerolas hervían. Una chica canturreaba mientras marinaba un pollo. Quedaban dos horas para la hora crítica de la cena. Al cabo de una hora, la ansiedad y la confusión se apoderarían de la cocina.
Fue entonces, al sentir el olor de la comida, cuando Summer cayó en la cuenta de que no había comido. Decidiendo matar dos pájaros de un tiro, comenzó a rebuscar en los armarios. Encontraría algo que picar y al mismo tiempo vería cómo estaban organizadas las provisiones.
De éstas últimas no podía quejarse. Los armarios no sólo estaban bien surtidos; también estaban ordenados sistemáticamente. Max tenía algunas cualidades excelentes, pensó. Era una lástima que entre ellas no se contara la apertura de miras. Siguió inspeccionando estantería por estantería, pero no encontraba lo que estaba buscando.
—Señorita Lyndon…
Al oír la voz de Max tras ella, Summer cerró lentamente la puerta del armario. No tenía que darse la vuelta para ver la fría cortesía de sus ojos, ni la tensa desaprobación de su boca. Tendría que hacer algo al respecto muy pronto, se dijo. Pero de momento estaba un poco cansada, tenía hambre y no estaba de humor para enfrentarse a aquello.
—Sí, Max —abrió el siguiente armario y miró lo que contenía.
—Tal vez pueda ayudarla a encontrar lo que busca.
—Tal vez. La verdad es que estaba mirando qué tal andamos de provisiones y buscando un frasco de mantequilla de cacahuete. Al parecer… —cerró la puerta y abrió la siguiente— estamos muy bien surtidos, y muy bien organizados.
—Mi cocina está perfectamente organizada —comenzó a decir Max con voz crispada—. Incluso en medio de toda esta… carpintería.
—La carpintería está casi acabada —dijo ella despreocupadamente—. Creo que los hornos nuevos están funcionando muy bien.
—Para algunos, lo nuevo es siempre lo mejor.
—Para algunos —replicó ella—, el progreso es siempre de mal agüero. ¿Dónde hay mantequilla de cacahuete, Max? Me apetece mucho un sandwich.
Summer se dio la vuelta a tiempo de ver cómo se alzaban sus cejas y se fruncía su boca.
—Abajo —dijo Max con una leve sonrisa desdeñosa, mientras señalaba—. Tenemos esas cosas a mano para los menús infantiles.
—Bien —sin sentirse ofendida, Summer se agachó y encontró la mantequilla—. ¿Te apetece uno?
—No, gracias. Tengo cosas que hacer.
—Bien —Summer tomó dos rebanadas de pan y comenzó a untar la mantequilla de cacahuete—. Mañana, a las nueve, revisaremos los borradores de las cartas en mi despacho.
—A esa hora estoy muy ocupado.
—No —dijo ella suavemente—. Estamos muy ocupados de siete a nueve. Luego las cosas se relajan un poco, sobre todo a mediados de semana, hasta la hora de comer. A las nueve en punto —repitió mientras él profería un bufido—. Disculpa, necesito un poco de mermelada para esto.
Dejando a Max rechinando los dientes, se acercó a una de las grandes neveras. «Patán pomposo y estrecho de miras», pensó mientras buscaba el gran frasco de mermelada de uva. Si seguía negándose a cooperar, las cosas iban a ponerse difíciles. Más de una vez había pensado que Max estaba a punto de presentar su dimisión. Y, a veces, aunque odiaba ser tan mezquina, deseaba que lo hiciera.
Los cambios en la cocina se notaban ya, pensó mientras ponía la segunda rebanada de pan encima de la mantequilla y la mermelada. Hasta un tonto podía darse cuenta de que la plancha nueva y el equipamiento más eficaz agilizaban los preparativos y mejoraban la calidad de la comida. Irritada, le dio un mordisco al sandwich al tiempo que tras ella se desencadenaba un revuelo.
—Max se pondrá furioso. Fu-rio-so.
—Pues ya no puede hacer nada.
—Excepto ponerse a gritar y a tirar cosas.
Summer se dio la vuelta al percibir cierta alegría soterrada en la última afirmación. Vio a dos cocineros inclinados sobre el fogón.
—¿Por qué va a ponerse furioso Max? —preguntó mientras masticaba un pedazo de sandwich.
Las dos caras se volvieron hacia ella. Las dos estaban acaloradas, ya fuera de excitación o por el calor que desprendía el fogón.
—Tal vez debería decírselo usted, señorita Lyndon —dijo uno de los cocineros tras un momento de indecisión. El alborozo seguía allí, notó Summer, apenas contenido.
—¿Decirle qué?
—Julio y Georgia se han escapado juntos. Acabamos de enterarnos por el hermano de Julio. Se han ido a Hawai.
¿Julio y Georgia? Tras revisar velozmente su archivo mental, Summer recordó que eran dos cocineros que trabajaban en el turno de cuatro a once. Al mirar el reloj, descubrió que ya llegaban quince minutos tarde.
—Supongo que no vendrán hoy.
—Se han despedido —uno de los cocineros chasqueó los dedos—. Así, sin más —miró al otro lado de la sala, donde Max estaba ocupándose de un asado de cordero—. A Max le va a dar un ataque.
—Pues así no resolverá nada —murmuró Summer—. Así que somos dos menos para el turno de la cena.
—Tres —dijo el otro cocinero—. Charlie llamó hace una hora para decir que estaba enfermo.
—Estupendo —Summer se acabó su sandwich y comenzó a remangarse—. Entonces será mejor que los demás nos pongamos manos a la obra.
Poniéndose un delantal encima de los vaqueros y el suéter, Summer tomó el mando de una sección de la encimera nueva. Tal vez no fuera su estilo habitual, pensó mientras comenzaba a hacer la masa de una tarta en un enorme cuenco, pero las circunstancias requerían una solución inmediata. Y, pensó, lamiéndose un poco de masa de los nudillos, que sería mejor que instalaran los malditos altavoces antes de que acabara la semana. Podía cocinar sin Chopin en caso de emergencia, pero no estaba dispuesta a hacerlo dos veces.
Estaba colocando varias capas de una tarta Selva Negra en el horno cuando Max dijo por encima de su hombro:
—¿Ahora se está preparando un postre?
—No —Summer puso el temporizador del horno y regresó a la encimera para empezar a preparar un mousse de chocolate—. Al parecer, ha habido una boda y un caso de enfermedad…, aunque no creo que lo primero tenga nada que ver con lo segundo. Esta noche nos falta mano de obra. Voy a ocuparme de los postres, Max, y no me gusta perder el tiempo charlando cuando estoy trabajando.
—¿Una boda? ¿Qué boda?
—Julio y Georgia se han fugado a Hawai, y Charlie está enfermo. Ahora, tengo que ocuparme de este mousse.
—¡Que se han fugado! —exclamó él—. ¿Sin mi permiso?
Ella se molestó en mirar por encima del hombro.
—Supongo que Charlie también debería haberte pedido consejo antes de ponerse enfermo. Guárdate el histerismo, Max, y haz que alguien me pele unas manzanas. Quiero hacer una Charlotte de pommes después de esto.
—¡Ahora va a cambiar mi menú! —estalló él.
Ella se giró, mirándolo con furia.
—Tengo que hacer doce postres distintos en muy ñoco tiempo. Te aconsejo que te mantengas alejado de mi camino mientras los hago. Cuando cocino, no se me conoce por mi buen talante.
Él metió tripa y sacó hombros.
—Veremos qué dice el señor Cocharan sobre esto.
—Genial. Mantenle también a él apartado de mi camino durante las próximas tres horas o alguien acabará con la cara llena de mi mejor nata batida —dándose la vuelta, siguió trabajando.
No había tiempo para inspeccionar y dar su aprobación a cada postre una vez acabado. Más tarde, Summer pensaría en aquellas horas como en una cadena de montaje. En ese momento, estaba tan estresada que no podía pensar. Julio y Georgia eran los chefs encargados de los postres. Ahora le tocaba a ella hacer el trabajo de dos personas en el mismo espacio de tiempo.
Hizo caso omiso de la carta y prosiguió con lo que sabía hacer de memoria. Los comensales de esa noche se llevarían una sorpresa, pero, mientras le daba los últimos retoques a la segunda tarta Selva Negra, Summer decidió que fuera una sorpresa agradable. Colocó rápidamente las cerezas, maldiciendo las prisas.
Imposible crear cuando había que ceñirse a aquel ridículo horario, pensó, y comenzó a rezongar en voz baja.
A las seis, ya había acabado de hornear y se concentro en darle los últimos retoques a una hilera de postres con los que podría haberse alimentado a un regimiento.
Crema helada de chocolate por aquí, una pizca de nata por allá, un poco de almíbar, una cucharada de confitura o de gelatina. Estaba acalorada, le dolían los brazos. Su delantal, antes blanco, estaba manchado y salpicado. Nadie le hablaba porque ella no respondía. Nadie se acercaba a ella porque tendía a gruñir.
De vez en cuando, indicaba con un ademán unos cuantos platos que podían retirarse. Ello se hacía al instante y sin el menor ruido. Si alguien hablaba, lo hacía en voz baja y fuera del alcance de su oído. En aquella cocina, nadie había visto nada parecido a Summer Lyndon en plena faena.
—¿Algún problema?
Summer oyó la voz suave de Blake tras ella, pero no se volvió.
—Los coches se hacen así —masculló—. Los postres, no.
—Los primeros informes del comedor son muy favorables.
Ella empezó a rezongar mientras hacía rollitos de masa.
—La próxima vez que vaya a Hawai, buscaré a Julio y Georgia y les daré una buena colleja.
—Estás un poco suspicaz, ¿no? —murmuró él, ganándose una mirada asesina—. Y acalorada —le tocó la mejilla con la punta del dedo—. ¿Cuánto tiempo llevas así?
—Desde un poco después de las cuatro —tras apartar la mano de Blake, comenzó a cortar trozos de pasta. Blake la observaba sorprendido. Nunca la había visto trabajar tan rápido—. Apártate.
Él retrocedió, pero siguió mirándola. Según sus cálculos, había pasado más de seis horas trabajando en las cartas en aquel almacén sin ventanas, y llevaba casi tres horas allí de pie. Demasiado pequeña, pensó, sintiendo un repentino deseo de protegerla. Demasiado delicada.
—Summer, ¿no puede sustituirte alguien? Debes de estar cansada.
—Nadie toca mis postres —dijo ella con voz fuerte y autoritaria, y la imagen de la delicada flor se desvaneció. Blake sonrió a su pesar.
—¿Puedo hacer algo?
—Quiero champán dentro de una hora. Dom Perignon del 73.
Él asintió con la cabeza al tiempo que una idea comenzaba a tomar forma en su cabeza. Ella olía como los postres alineados sobre la encimera. Tentadora y deliciosa. Desde que la conocía, Blake había descubierto que era extremadamente goloso.
—¿Has comido?
—Un sandwich, hace un par de horas —dijo ella con aspereza—. ¿Crees que puedo comer en un momento como éste?
Miró la suntuosa hilera de tartas y pasteles. Blake sacudió la cabeza.
—No, claro que no. Enseguida vuelvo.
Summer masculló algo y luego comenzó a acanalar los bordes de los moldes de pasta.