Capítulo V

¿Por qué demonios no dejaba de pensar en ella? Sentado a la mesa de su despacho, Blake estaba examinando el borrador de un contrato de veinte páginas para lo que prometía ser una larga y tensa reunión en la sala de juntas. No se estaba enterando de nada, lo cual no era propio de él. Lo sabía, lo lamentaba y no podía hacer nada al respecto.

El recuerdo de Summer llevaba días infiltrándose en su cerebro y desalojando todo lo demás. A él, para quien el orden y el dominio de sí mismo eran algo connatural, aquello le desquiciaba los nervios.

Lógicamente, no había razón alguna que justificara aquella obsesión. Él la llamaba obsesión a falta de un término más adecuado, pero ello no acababa de satisfacerlo. Summer era preciosa, reflexionó mientras sus pensamientos se alejaban de nuevo de las cláusulas del contrato. El conocía a cientos de mujeres hermosas. Era inteligente, pero mujeres inteligentes las había habido en su vida otras veces. Deseable… Incluso en ese momento, en su pulcro y apacible despacho, Blake podía sentir el primer cosquilleo del deseo. Pero el deseo tampoco le era desconocido.

Disfrutaba de las mujeres, como amigas y como amantes. Disfrute, pensó, era quizá la palabra clave. Él nunca había buscado nada más profundo en sus relaciones con las mujeres. Pero no estaba seguro de que fuera la palabra adecuada para describir lo que había ya entre él y Summer. Ella lo conmovía hasta el punto de que su entereza, innata en él, se tambaleaba. Sí, eso le desagradaba, pero no le impedía desear más. ¿A qué se debía?

Utilizando su método acostumbrado para resolver un problema, Blake se recostó en la silla y, tomando una pluma, comenzó a elaborar una lista de posibles respuestas.

Quizá parte de su atracción se debiera a que le gustaba manipular a Summer. No era fácil conseguirlo, y ello requería agudeza mental y cuidadosa planificación. Hasta ese momento, él siempre había llevado las de ganar. Pero era lo bastante realista como para darse cuenta de que no siempre sería así. Sin embargo, deseaba seguir probando. ¿Dónde se produciría su siguiente encontronazo?, se preguntaba. ¿Sería por cuestión de negocios… o por algo más personal? En cualquier caso, quería seguir adelante con ella casi tanto como deseaba hacerle el amor.

Y quizás otra razón fuera que sabía que ella sentía una atracción igualmente intensa por él, aunque se empeñara en negarlo. Él admiraba su fuerza de voluntad. Summer recelaba de las relaciones íntimas, pensó. ¿A causa del historial amoroso de sus padres? Sí, en parte, decidió. Pero no le parecía que esa fuera la única razón. Tendría que escarbar un poco para hacerse una idea cabal.

Se dio cuenta de que le apetecía hacerlo. Por primera vez en su vida, deseaba conocer a una mujer por completo. Su modo de penar, sus excentricidades, lo que la hacía reír, lo que la molestaba, lo que le pedía a la vida y lo que realmente anhelaba. Una vez supiera cuanto había que saber… No sabía qué pasaría entonces, pero deseaba conocerla, comprenderla. Y deseaba que fuera su amante como no había deseado nada antes.

Cuando el intercomunicador de su mesa sonó, Blake contestó automáticamente, con el pensamiento fijo en Summer Lyndon.

—Su padre va para allá, señor Cocharan.

Blake miró el contrato que tenía sobre la mesa y lo archivó mentalmente. Todavía necesitaba revisarlo durante una hora antes de que empezase la reunión.

—Gracias —mientras soltaba el botón del intercomunicador, las puertas del despacho se abrieron de golpe. Blake Cocharan II entró en la habitación con paso firme y al instante se enseñoreó de ella.

En complexión y color de pelo y tez, era semejante a su hijo. El ejercicio lo había mantenido en forma a pesar del paso de los años. Había mechones grises en su pelo oscuro, cubierto por una gorra blanca de capitán. Pero sus ojos eran jóvenes y vibrantes. Caminaba con el paso vivo y oscilante de un hombre más acostumbrado a la cubierta de un barco que a los suelos de tarima. Llevaba zapatillas de lona sin calcetines y un reloj suizo en la muñeca. Cuando sonreía, las arrugas cinceladas por el tiempo y el sol se plegaban alrededor de sus ojos y su boca. Mientras permanecía parado para saludarlo, Blake advirtió el leve olor a salitre y brisa marina que siempre asociaba con su padre.

—B. C. —sus manos se encontraron, una más vieja y encallecida que la otra, pero ambas firmes—. ¿Pasabas por aquí?

—Iba de camino a Tahití, a navegar un poco —B. C. sonrió de nuevo afablemente mientras se pasaba un dedo por la visera de la gorra—. ¿Te apetece hacerme de grumete?

—No puedo. Estoy muy liado las próximas dos semanas.

—Trabajas demasiado, chico —llevado por una vieja costumbre, B. C. se acercó al bar que había en el lado oeste de la habitación y se sirvió un bourbon solo.

Blake sonrió a espaldas de su padre mientras B. C. apuraba los tres dedos de licor. Era todavía mediodía.

—Lo hago sin querer, de veras.

Riéndose, B. C. se sirvió otra copa. Cuando aquél era su despacho, sólo tenía el mejor whisky. Se alegraba de que su hijo siguiera con la tradición.

—Puede ser…, pero a mí me pasó lo mismo.

—Tú hiciste tus deberes, B. C.

—Sí —veinticinco años, diez horas diarias, pensó. Habitaciones de hotel, aeropuertos y juntas directivas—. De tal palo, tal astilla —se volvió hacia su hijo. Era como mirarse en un espejo veinte años antes, pensó, y sonrió—. Ya te he dicho que no puedes dedicarte sólo a los hoteles —bebió con delectación y luego hizo que el bourbon girara en la copa—. Produce úlceras.

—Hasta ahora, no —sentándose de nuevo, Blake cruzó los dedos y observó detenidamente a su padre. Lo conocía muy bien, se había formado observando cómo llevaba el timón. Tal vez se dirigiera a Tahití, pero no se había pasado por Filadelfia por puro azar—. Has venido a la junta directiva.

B. C. asintió con la cabeza antes de ponerse a buscar las almendras saladas que había debajo de la barra.

—Tengo que hacer acto de presencia de vez en cuando —se metió dos almendras en la boca y masticó con placer—. Si compramos la cadena Hamilton, tendremos veinte hoteles más y más de dos mil empleados nuevos. Un gran paso.

Blake alzó una ceja.

—¿Demasiado grande?

Riéndose, B. C. se dejó caer en una silla, frente al escritorio.

—Yo no he dicho eso, ni lo pienso. Y, al parecer, tú tampoco.

—No, es cierto —Blake rechazó con un gesto las almendras que su padre le ofrecía—. La Hamilton es una cadena excelente, pero está mal gestionada. Sólo los edificios merecen la inversión —le lanzó a su padre una mirada suave y comprensiva—. Podrías echarle un vistazo al Hamilton Tahití, ya que vas a estar allí.

B. C. se recostó en la silla, sonriendo. «El chico era listo», pensó, complacido.

—Se me ha pasado por la cabeza. Por cierto, tu madre te manda recuerdos.

—¿Qué tal está?

—Metida hasta el cuello en una campaña para salvar otra ruina que se cae a pedazos —su sonrisa se hizo más amplia—. Así, por lo menos, no se pasa el día en la calle. Se reunirá conmigo en la isla la semana que viene. Tu madre es una mujer de armas tomar —mordió una almendra, pensando con agrado en la oportunidad de pasar algún tiempo con su esposa en el trópico—. Bueno, Blake, ¿cómo va tu vida sexual?

Blake inclinó la cabeza, divertido.

—Bien, gracias.

Dejando escapar una breve risotada, B. C. apuró el resto de la copa.

—Bien a secas es una deshonra para el nombre de los Cocharan. Nosotros lo hacemos todo en superlativo.

Blake sacó un cigarrillo.

—Ya he oído las historias que se cuentan por ahí.

—Todas ciertas —le dijo su padre, gesticulando con el vaso vacío—. Algún día tengo que contarte lo de esa bailarina de Bangkok en el 39. Mientras tanto, he oído decir que vas a lavarle un poco la cara a esto.

—Al restaurante, sí —Blake asintió con la cabeza y pensó en Summer—. Promete ser un… trabajo fascinante.

B. C. advirtió su tono y comenzó a insistir suavemente.

—Estoy de acuerdo en que este sitio necesita un poco de realce. Así que has contratado a un cocinero francés para que supervise los trabajos.

—Es medio francesa.

—¿Es una mujer?

—Sí —Blake expelió el humo, sabiendo adonde quería conducirlo su padre.

B. C. estiró las piernas.

—Conoce su oficio, supongo.

—De lo contrario, no la habría contratado.

—¿Es joven?

Blake dio otra calada a su cigarrillo y sofocó una sonrisa.

—Moderadamente, supongo.

—¿Atractiva?

—Eso depende de lo que consideres atractivo. Yo no la llamaría atractiva —aquélla era una palabra demasiado tibia, pensó Blake—. Puedo decirte que está volcada en su profesión, que es perfeccionista y ambiciosa y que sus pasteles de crema y chocolate… —sus pensamientos retrocedieron hasta aquel momento embriagador—. Sus pasteles, no hay que perdérselos.

—Sus pasteles —repitió B. C.

—Son deliciosos —Blake se recostó en la silla—. Absolutamente deliciosos —logró controlar su sonrisa mientras el intercomunicador sonaba de nuevo.

—La señorita Lyndon está aquí, señor Cocharan.

Lunes por la mañana, pensó Blake. Ella, tan profesional como siempre.

—Dígale que pase.

—Lyndon —B. C. dejó su copa—. Es la cocinera, ¿no?

—La chef —puntualizó Blake—. No estoy seguro de que responda al término «cocinera».

Se oyó una breve llamada a la puerta y entró Summer. Sostenía una pequeña carpeta de cuero en una mano. Llevaba el pelo recogido en una trenza enrollada en la nuca, de tal modo que sus reflejos dorados se entremezclaban con el castaño. Su traje, de color morado oscuro, era de Chanel, sencillo y exquisito, y el cuello de su blusa de encaje se alzaba hasta enmarcar su cara. La estricta profesionalidad de su atuendo hizo que Blake se preguntara al instante qué llevaba debajo.

—Blake… —Summer le tendió la mano de manera formal. No quería pensar en lo que había pasado al besarse—. Te he traído la lista de cambios en el equipo y las sugerencias de las que hablamos.

—Bien —Blake vio que ella giraba la cabeza al levantarse B. C. de su silla. Y advirtió el destello que aparecía siempre en los ojos de su padre cuando se hallaba en compañía de una mujer hermosa—. Summer Lyndon, Blake Cocharan II. B. C., la señorita Lyndon va a dirigir la cocina del Cocharan House de Filadelfia.

—Señor Cocharan —Summer sintió sus dedos envueltos en una mano grande y callosa. De pronto se dio cuenta, sobresaltada, de que parecía Blake con treinta años más. Era distinguido, tenía la piel castigada por el sol, y poseía ese lustre inconfundible. Entonces B. C. sonrió, y ella comprendió que Blake seguiría siendo seductor tres décadas después.

—Llámame B. C. —dijo él, llevándose su mano a los labios—. Bienvenida a la familia.

Summer le lanzó a Blake una rápida mirada.

—¿A la familia?

—Aquí consideramos a cualquier empleado del Cocharan House como parte de la familia —B. C. señaló la silla que había dejado desocupada—. Por favor, siéntate. Permíteme que te sirva una copa.

—Gracias. Tal vez un poco de Perrier —Summer vio a B. C. cruzar la habitación antes de sentarse y apoyar la carpeta sobre su regazo—. Tengo entendido que conoce usted a mi madre, Monique Dubois.

B. C. se detuvo en seco y se dio la vuelta con la botella de Perrier en una mano y un vaso vacío en la otra.

—¿Monique? ¿Eres la hija de Monique? ¡Vaya, que me maten!

Años antes, tal vez dos décadas atrás, había tenido un breve y fogoso romance con la actriz francesa. Se habían separado amigablemente y él se había reconciliado con su mujer. Pero las dos semanas pasadas con Monique habían sido… memorables. Ahora se hallaba en el despacho de su hijo sirviéndole un Perrier a la hija de aquella mujer. El destino, pensó con sorna, era un tramposo hijo de perra.

Summer sospechaba ya que el padre de Blake y su madre habían sido amantes, pero en ese instante se convenció de ello. Cruzó las piernas, pensando en el destino. ¿De tal madre, tal hija?, se preguntaba. Oh, no, no podía ser en su caso. B. C. seguía mirándola fijamente. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, Summer decidió ponerle las cosas fáciles.

—Mi madre es clienta habitual de sus hoteles. No se aloja en ningún otro. Ya le he dicho a Blake que una vez cenamos con su padre de usted. Era un hombre muy amable.

—Cuando le convenía —replicó B. C. aliviado. «Lo sabe», concluyó antes de que su mirada vagara hasta la de Blake, en cuyo semblante advirtió un ceño reconcentrado que le resultaba sumamente familiar. «Y él también se enterará, si no te andas con cuidado, B. C.», pensó. Con el agua al cuello. Después de veinte años, podía verse todavía con el agua al cuello. Su esposa era el amor de su vida, su mejor amiga, pero veinte años no era tiempo suficiente para verse a salvo de una trasgresión.

—Así que… —acabó de servir el Perrier y le llevó el vaso a Summer—, decidiste no seguir los pasos de tu madre y te hiciste chef.

—Estoy segura de que Blake estará de acuerdo en que seguir los pasos de los padres es a menudo peligroso.

Blake comprendió instintivamente que no se refería a los asuntos de negocios. Summer y su padre intercambiaron una mirada que no alcanzó a entender.

—Depende de adonde lleve el camino —replicó Blake—. En mi caso, preferí considerarlo un reto.

—Blake sale a su abuelo —comentó B. C.—. Posee su misma lógica recelosa.

—Sí —murmuró Summer—. He podido comprobarlo.

—Según parece, decidió usted bien —continuó B. C.—. Blake me ha hablado de sus pastelitos de crema y chocolate.

Summer giró lentamente la cabeza hasta que se halló de nuevo mirando a Blake. Los músculos de su estómago y de sus muslos se encogieron al recordar. Su voz permaneció calmosa y fría.

—¿De veras? En realidad, mi especialidad es la bombe.

Blake la miró con fijeza.

—Una pena que no tuvieras ninguna a mano la otra noche.

Había vibraciones, pensó B. C., que no necesitaban rebotar en una tercera parte.

—Bueno, os dejo con vuestros asuntos. Tengo que ver a algunas personas antes de la reunión de la junta. Ha sido un placer conocerte, Summer —tomó de nuevo su mano y la sostuvo mientras sus ojos se encontraban—. Por favor, dale recuerdos a tu madre.

Summer notó que sus ojos eran iguales a los de Blake en color, forma y atractivo. Sus labios se curvaron.

—Lo haré.

—Blake, nos vemos esta tarde.

Blake se limitó a mascullar distraídamente, mirando a Summer en lugar de a su padre. La puerta se cerró antes de que hablara.

—¿Por qué tengo la impresión de que estaba pasando algo de lo que no me he enterado?

—No tengo ni idea —dijo Summer con frialdad, alzando la carpeta—. Me gustaría que echaras un vistazo a estos papeles mientras estoy aquí, si tienes tiempo —abriendo la cremallera de la carpeta, sacó los documentos—. Así, si tienes alguna pregunta o no estás de acuerdo en algo, podemos resolverlo antes de que empiece abajo.

—Está bien —Blake tomó la primera hoja, pero siguió mirando a Summer por encima de ella—. ¿Ese traje está pensado para mantenerme a distancia?

Ella le lanzó una mirada altanera.

—No sé de qué estás hablando.

—Sí, claro que lo sabes. Y en otra ocasión me gustaría quitártelo capa por capa. Pero, en este instante, jugaremos a tu modo —sin decir una palabra más, bajó la mirada hacia el papel y comenzó a leer.

—Cerdo arrogante —dijo Summer claramente. Al ver que él ni siquiera se molestaba en alzar la mirada, cruzó los brazos sobre el pecho. Deseaba fumar un cigarrillo para hacer algo con las manos, pero se negaba aquel lujo. Se quedaría allí sentada, como una roca, y cuando llegara el momento defendería a capa y espada todos y cada uno de los cambios que había sugerido. Y se saldría con la suya. En ese campo, era ella la que mandaba.

Quería odiar a Blake por haberse dado cuenta de que se había puesto aquel traje elegante y formal para imprimir cierto tono a su entrevista. Pero, en lugar de hacerlo, admiraba aquella intuición que le hacía fijarse en los detalles más nimios. Deseaba odiarlo por inflamar su deseo con apenas una mirada y unas pocas palabras. Pero no le era posible: había pasado el resto del fin de semana deseando alternativamente no haberlo conocido nunca y que volviera e insuflara en ella de nuevo aquel ardor. Blake constituía un problema, de eso no había duda. Summer tenía presente que los problemas se resolvían paso a paso. Paso uno, su cocina: enfatizando el posesivo.

—Dos hornos de gas nuevos —murmuró Blake mientras leía la hoja—. Un horno eléctrico y dos planchas más de ambas clases —sin bajar el papel, miró a Summer.

—Creo que ya te expliqué que se necesitaban hornos eléctricos y de gas. Primero, los tuyos están anticuados. Y segundo, en un restaurante de estas dimensiones hacen falta dos hornos de gas.

—Especificas las marcas.

—Naturalmente, sé con cuáles me gusta trabajar.

Él se limitó a alzar una ceja, pensando que los de suministros iban a protestar.

—¿Hay que cambiar todas las sartenes y las cacerolas?

—Sí, sin duda.

—Quizá deberíamos poner un mercadillo —masculló Blake, volviendo a la página. No tenía ni la menor idea de lo que era un sautoir o de por qué se necesitaban tres—. ¿Y la batidora industrial?

—Es esencial. La que tenéis es normal y corriente. Y yo no me conformo con algo normal y corriente.

Él sofocó una sonrisa al recordar lo que le había dicho su padre sobre lo que era normal en cuestión de relaciones amorosas.

—¿Has puesto tantas cosas en francés para confundirme?

—Las he puesto en francés —replicó ella— porque es así como se dicen.

El profirió un sonido indefinible mientras pasaba a la siguiente hoja.

—En cualquier caso, no tengo intención de ponerme a regatear por los utensilios de cocina, ni en francés ni en inglés.

—Bien, porque yo no tengo intención de trabajar con algo que no sea lo mejor —Summer le sonrió y se recostó en el asiento. Primer tanto anotado.

Blake pasó la segunda hoja y continuó con la tercera.

—Quieres quitar las encimeras actuales, empotrar las planchas, poner un mostrador central y añadir tres metros más de encimera.

—Es más útil —dijo ella despreocupadamente.

—Y también se tardará más.

—¿Tienes prisa? Me has contratado a mí, Blake, no a un cocinero de comida rápida —la rápida sonrisa de Blake la hizo entornar los ojos—. Mi labor consiste en organizar la cocina, lo cual significa hacerla tan eficiente y creativa como me sea posible. Una vez hecho eso, me encargaré de la carta.

—¿Y todo esto —pasó rápidamente las cinco hojas impresas— es necesario?

—En cuestión de negocios, yo no me molesto con cosas innecesarias. Si no estás de acuerdo —dijo, levantándose—, podemos ponerle fin a nuestro acuerdo. Contrata a LaPointe —sugirió, irritada—. Tendrás una cocina ostentosa, cara y de segunda fila que producirá platos igualmente ostentosos, caros y de segunda fila.

—Tengo que conocer a ese LaPointe —murmuró Blake, poniéndose en pie—. Tendrás lo que quieres, Summer —mientras en los labios de Summer se formaba una sonrisa satisfecha, él entornó los ojos—. Y será mejor que cumplas lo prometido.

Ella volvió a enojarse, y el tono dorado de sus ojos se hizo más intenso. Al darse cuenta, Blake sintió una oleada de deseo.

—Te he dado mi palabra. Tu restaurante de clase media, con sus costillas mediocres y sus nacidos postres servirá lo mejor de la alta cocina dentro de seis meses.

—¿…?

De modo que quería comprometerla, pensó Summer, y dejó escapar un profundo suspiro.

—O mis servicios al término del contrato serán gratis. ¿Satisfecho?

—Completamente —Blake le tendió la mano—. Como te decía, tendrás todo lo que has pedido, hasta el último batidor de huevos.

—Ha sido un placer hacer negocios contigo —Summer intentó apartar la mano, pero él se la sujetaba con fuerza—. Puede que tú no —añadió—, pero yo tengo cosas que hacer. ¿Me disculpas?

—Quiero verte.

Ella dejó que su mano permaneciera inerte en lugar de intentar desasirse por la fuerza.

—Ya me has visto.

—Esta noche.

—Lo siento —sonrió de nuevo, aunque empezaban a rechinarle los dientes—. Tengo una cita.

Notó que él empezaba a apretarle la mano con más fuerza y sintió una perversa satisfacción.

—Está bien, ¿cuándo, entonces?

—Estaré en la cocina todos los días y también algunas noches para supervisar la remodelación. Sólo tienes que bajar en el ascensor.

Blake la atrajo hacia sí y, aunque la mesa se interponía entre ellos, Summer sintió que el suelo bajo ella se hacía menos firme.

—Quiero verte a solas —dijo él suavemente, y, llevándose su mano a los labios, le besó los dedos despacio, uno a uno—. Lejos de aquí, fuera de las horas de trabajo.

Si Blake Cocharan II había sido como Blake Cocharan III en sus años mozos, Summer entendía perfectamente que su madre se hubiera Hado con él tan rápidamente y con tanto ardor. El deseo seguía ahí, y la tentación…, pero ella no era Monique. En aquel caso, estaba decidida a que la historia no se repitiera.

—Ya te he explicado por qué no es posible. No me gusta repetir las cosas.

—Se te está acelerando el pulso —señaló Blake, pasando un dedo sobre su muñeca.

—Suele pasar cuando me enfado.

—O cuando te excitas.

Ladeando la cabeza, ella le lanzó una mirada asesina.

—¿Con LaPointe también te divertirías así?

La ira se agitó y Blake logró sofocarla, sabiendo que Summer sólo pretendía enfurecerlo.

—En este momento, me importa un bledo que seas chef, fontanera o neurocirujana. En este momento —repitió—, sólo me importa que seas una mujer, y una mujer a la que deseo muchísimo.

Summer deseaba tragar saliva porque se le había quedado seca la garganta, pero contuvo las ganas.

—En este momento, soy una cocinera con un trabajo específico que hacer. Te pido otra vez que me disculpes para que pueda ponerme manos a la obra.

Aquélla, pensó Blake mientras la soltaba, era la última vez.

—Más tarde o más temprano, Summer.

—Puede que sí —dijo ella, recogiendo su carpeta de cuero—. O puede que no —con un rápido gesto, cerró la carpeta—. Que pases un buen día, Blake —como si no sintiera las piernas débiles y flojas, se acercó a la puerta y salió.

Cruzó con calma la oficina exterior, pisando la gruesa moqueta, pasó junto a las atareadas secretarias y atravesó la zona de recepción. Una vez en el ascensor, se recostó contra la pared y exhaló el largo y tenso suspiro que había estado conteniendo. Con los nervios a flor de piel, comenzó a bajar.

Se había acabado, pensó. Se había enfrentado a Blake en su despacho y había ganado la partida.

«Más tarde o más temprano, Summer».

Ella dejó escapar otro suspiro. Casi había ganado la partida, se corrigió. Lo importante ahora era concentrarse en la cocina y mantenerse ocupada. No le serviría de nada entretenerse pensando en él como había hecho durante el fin de semana.

Mientras sus nervios empezaban a calmarse, se apartó de la pared y se irguió. Se había manejado bien, se había explicado con claridad y se había escabullido de Blake. En resumidas cuentas, había sido una mañana provechosa. Se llevó una mano a la tripa, donde todavía tenía agarrotados algunos músculos. Maldición, las cosas serían mucho más sencillas si no deseara tanto a Blake.

Cuando las puertas se abrieron, salió y se dirigió a la cocina. En medio del ajetreo previo a la hora de la comida, su presencia pasó inadvertida. Le gustaba el ruido. Una cocina silenciosa significaba que no había comunicación. Sin eso, tampoco había cooperación. Se quedó un momento parada en la puerta, observando.

Los olores también le gustaban. Era una mezcla en la que el aroma de los guisos se superponía al olor todavía perceptible del desayuno. Tocino, salchichas, café. Notó un olor a pollo asado, a carne a la parrilla, a pasteles recién salidos del horno. Entornando los ojos, se imaginó cómo sería la cocina poco tiempo después. Hecha a su gusto. Mejor, concluyó, asintiendo con la cabeza.

—Señorita Lyndon…

Distraída, levantó la mirada con el ceño fruncido y vio a un hombre corpulento, provisto de delantal blanco y gorro.

—¿Si?

—Soy Max —su pecho se infló y su voz pareció crisparse—. El jefe de cocina.

Ego en peligro, pensó ella, tendiéndole la mano.

—¿Cómo estás, Max? No te vi cuando estuve aquí la semana pasada.

—El señor Cocharan me ha ordenado que le preste toda la ayuda necesaria durante este… periodo de transición.

Genial, pensó Summer, gruñendo para sus adentros. En una cocina, era tan difícil enfrentarse al resentimiento como a un soufflé desinflado. Si hubiera sido por ella, habría procurado herir cuantos menos sentimientos mejor, pero el daño ya estaba hecho. Anotó mentalmente que debía darle a Blake su opinión sobre la falta de tacto y de diplomacia que había demostrado.

—Bueno, Max, me gustaría revisar contigo los cambios estructurales que he sugerido, dado que conoces la rutina de este sitio mejor que nadie.

—¿Cambios estructurales? —repitió él. Su rostro redondo y carnoso se sonrojó. Su bigote temblequeó. Summer advirtió el brillo de un diente de oro—. ¿En mi cocina?

«En mi cocina», dijo Summer para sus adentros, pero sonrió.

—Estoy segura de que te alegrarán las mejoras… y el nuevo equipamiento. Debe de ser frustrante para ti intentar crear algo especial con utensilios tan desfasados.

—Este horno —dijo él, señalando teatralmente—, esa plancha… están aquí desde que yo empecé en el Cocharan. Ninguno de nosotros está desfasado.

«Adiós a la cooperación», pensó Summer secamente. Si era demasiado tarde para que el traspaso de poderes fuera amistoso, tendría que recurrir a la mano dura.

—Vamos a recibir tres hornos nuevos —comenzó a decir con aspereza—. Dos de gas y uno eléctrico. El eléctrico se usará únicamente para postres y pastas. Esta en-cimera —continuó, caminando hacia ella sin mirar atrás para ver si Max la seguía—, vamos a quitarla. Las planchas que he pedido van a empotrarse en una encimera nueva. La parrilla puede quedarse. Habrá una isleta central aquí para que haya más espacio para trabajar y para que podamos usar el espacio que ahora está desaprovechado.

—En mi cocina no hay ningún espacio desaprovechado.

Summer se dio la vuelta y le dirigió una mirada altiva.

—Eso no es materia de discusión. La creatividad será el primer objetivo de esta cocina; la eficiencia, el segundo. Se espera que hagamos comidas de calidad durante la remodelación. Es difícil, pero no imposible si todo el mundo hace los ajustes necesarios. Entre tanto, revisaremos juntos la carta actual con el objetivo de añadir emoción y sabor a lo que actualmente es sencillamente vulgar —notó que a él se le cortaba el aliento y prosiguió antes de que pudiera contestar—. El señor Cocharan me ha contratado para que convierta este restaurante en el mejor establecimiento de la ciudad. Y eso es lo que pienso hacer. Ahora, me gustaría observar a la plantilla durante los preparativos de la comida —abriendo la cremallera de su carpeta, Summer sacó un cuaderno y un bolígrafo. Sin decir una palabra más, comenzó a pasearse por la ajetreada cocina.

La plantilla, concluyó al cabo de unos minutos, tenía experiencia y era más ordenada que muchas. Eso había que agradecérselo a Max. La limpieza era, obviamente, una prioridad. Otro punto para Max. Summer vio cómo deshuesaba un pollo un cocinero. No estaba mal, pensó. La parrilla chisporroteaba, las cacerolas humeaban. Levantando una tapadera, tomó una cucharada de la sopa del día. La saboreó, reteniendo el gusto en la lengua un instante.

—Albahaca —se limitó a decir, y se alejó.

Otro cocinero estaba sacando unas tartas de manzana del horno. Desprendía un aroma fuerte y denso. Bien, pensó, pero cualquier abuelita con experiencia podía hacer lo mismo. Lo que hacía falta era un toque de sofisticación. La gente iría a aquel restaurante para comer lo que no podía conseguir en casa. Charlottes, clafouti, flambées

Las reformas estructurales procedían de su lado práctico, pero la carta… La carta surgía de su creatividad, siempre extraordinaria.

Mientras inspeccionaba la cocina y al personal y absorbía olores y sonidos, Summer sintió por vez primera el hormigueo de la emoción. Lo haría, y lo haría tanto por satisfacción propia como para responder al desafío de Blake. Cuando acabara, aquella cocina estaría a su altura. Sería completamente distinto a saltar de sitio en sitio para crear un único plato memorable. Aquello tendría continuidad, estabilidad. Al cabo de un año, de cinco años, aquella cocina conservaría aún su toque maestro, su influencia.

Aquella idea le causó más placer del que esperaba. Ella nunca había buscado continuidad, sino únicamente la emoción pasajera del triunfo individual. ¿Y acaso no estaría allí entre bambalinas? En Milán o en Atenas estaba en la cocina, pero los invitados del comedor sabían quién había preparado la Charlotte royal. Los clientes del restaurante no entrarían pensando en paladear un manjar de Summer Lyndon, sino una comida del Cocharan House.

Al darle vueltas a aquella idea, descubrió que no le molestaba. Ignoraba aún el porqué. De momento, sólo experimentaba el placer de la planificación. «Piensa en ello más tarde», se dijo mientras tomaba las últimas notas. Tenía meses por delante para preocuparse por las consecuencias, los motivos, los altibajos… Tenía ganas de empezar, de sumergirse en un proyecto que, de pronto, por la razón que fuese, consideraba suyo de manera especial.

Guardándose la carpeta bajo el brazo, salió de la cocina. Estaba deseando ponerse a confeccionar la carta.